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Confesiones de un neorrealista


Juan Cobos





Posiblemente viniendo de otro entorno y de coordenadas culturales más favorables, sea posible situar la película o películas que nos desviaron de otros placeres y nos encaminaron, incluso profesionalmente, no a la autopista -los que han trabajado menos el inglés puede que escribiesen highway- del cine, sino a los caminos de rastrojos por los que nuestra cortedad nos ha hecho deambular casi siempre.

Si hay un mundo en el que visualmente se nos localice de inmediato sería el que reflejaban Limpiabotas, Cielo negro, El pisito, Los chicos, Ladrón de bicicletas. Esto ahorra muchas palabras y nos parece que sitúa al hipotético lector, buen conocedor del cine, en el marco adecuado. Seguramente, en el momento de abandonar el texto. Los devotos de Dickens podrían también comprenderlo. Y todos ellos, sabedores de que no es un marco alegre pero sí muy trillado, aunque real porque es uno de los millones de fragmentos grises comunes a la inmensa mayoría, serán conscientes de que con tales coordenadas apenas cabe esperar nada.

Sin darnos cuenta, nos volvimos neorrealistas porque la distancia que, a finarles de los cuarenta, existía entre las películas en que Hollywood reflejaba la vida norteamericana y la realidad que nos rodeaba era tan abismal que algo dentro de nosotros se reflejaba. Luego, mucho tiempo después, viviendo sobre el terreno, contactando con hogares y lugares, recorriendo su geografía más dispar, hemos comprendido que, salvo fantasías de efectos especiales, una parte muy grande del cine americano ha sido bastante respetuoso con la vida media de su país. Algo que nos hubiera resultado difícil de entender en la España cerrada de la etapa de hierro del franquismo. No podía ni pasársenos por la cabeza. Además, tenemos una idea vaga de que la contrapropaganda llamaba a aquello americanadas e insistía en que todo estaba inventado. Como no se podía eliminar totalmente a las películas, e incluso las más inocuas eran maquilladas, se nos decía que nuestro gris entorno -hasta grises eran los guardias- era la verdad y que Hollywood era todo un cuento de hadas. Cosa que, como luego descubrimos que miles de horas de cine de esos años nos han reafirmado, no era verdad sino parcialmente, muy parcialmente.

Total, que las pocas películas francesas e italianas que empezamos a ver a medio camino entre la adolescencia y la juventud, más la lectura de algún artículo donde los críticos de entonces, como Alfonso Sánchez, Fernández Cuenca o Luis Gómez Mesa, elogiaban el cine clásico europeo como el gran cine, nos condujeron a un lugar pomposamente llamado cineclub que anunciaba una semana en la que se estrenarían películas como Juegos prohibidos, de René Clément, otras obras cuyo título hemos olvidado y una que ya estaba lista pero que no llegamos a ver, porque se prohibió. Era algo tan pernicioso para la censura como El pequeño mundo de Don Camilo, de Duvivier. He decidido que a mi nieta norteamericana le mostraré alguna vez esa película para que intente saber lo que eran las libertades de esa España. Me ahorraré muchas explicaciones.

A esto se unió, ya metidos en el mundillo de los cineclubs, un semiclandestino ciclo de Jean Renoir, en el SEU, en el que, gracias a la Embajada Francesa y a un santo varón. Marcelin Defourneaux, vimos, sobre todo, algunas de sus películas mudas.

Y en esas circunstancias nos topamos con Cuatro pasos por las nubes (Quattri passi fra le nuvole, 1942), de Blasetti, quizá la película que marcó más nuestro ánimo en ese momento. Y luego seguimos con Vivir en paz (Vivere in pace, 1946), de Luigi Zampa; Juventud perdida (Gioventú perduta, 1947), de Pietro Germi; Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), de De Sica. Nos faltaba Rossellini1 pero, como tantas obras maestras, las películas suyas las vimos tarde y a destiempo. El medio en que vivíamos y la hondura del cine italiano de aquellos años nos hizo cambiar y, radicalmente extremistas, empezamos a menospreciar e injuriar al cine americano, contraponiéndole el aire de verdad del cine italiano sin estrellas, que nos parecía más apegado a la realidad. Y ya se sabe el juego tan diverso, y hasta contradictorio, que eso del realismo da en cualquier arte. El ataque agudo de neorrealismo nos duró más que las obras maestras del propio movimiento, y nos llevó a aceptar un trabajo en Italia, a aprender el idioma y a conocer, luego, uno por uno a todos sus creadores.


Ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica

Y, claro esta, uno estaba en las antípodas de gentes con las que compartía la pasión por el cine, los que me parecían entonces privilegiados porque vivían en colegios mayores, sin otra obligación que estudiar una carrera, y con biblioteca y comodidades para la lectura y la charla viva con compañeros de residencia que les aportaban muchas ideas en su trato. Lo de uno era sobrevivir y ayudar a la familia. Del tiempo que dejaba el trabajo, habían de salir las horas de estudio y de posibles distracciones. Pero la escuela neorrealista enseñaba justamente eso: la injusticia, la dura condición de los desfavorecidos, la necesidad de compartir, el ansia de luchar de los de abajo para mejorar. Sin olvidar, siempre que el guión lo permitía, una pulla sobre la pequeña burguesía. ¿No resulta normal que ese fuera el cine que a muchos nos apasionaba? En lo que todavía era Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, trabé amistad con un compañero suizo y tras las proyecciones me contaba que Ladrón de bicicletas era difícil de entender en Suiza. El que a un hombre en paro, que ha de dormir sin sábanas para desempeñar la bicicleta y tener un trabajo que hasta le da derecho a ayuda familiar, le roben ese artilugio con dos ruedas sólo se puede entender allí donde la extrema necesidad es norma de vida. Y hemos visto con emoción cómo las enseñanzas neorrealistas, con precedentes como Toni (1935), de Renoir, película poco conocida, se extendieron por el mundo entero.2

Pasado un tiempo, y no pocos errores por estar excesivamente anclados en esa visión casi única del cine, volvimos lentamente a la reconsideración del cine americano para descubrir con pasión que allí, en los grandes y hasta en muchos que no alcanzaban esa categoría, había también una forma de ver, una forma de transmitir, un interés por el hombre, por su circunstancia. La visión penetrante de grandes cineastas era común, aunque la realidad que reflejasen fuera diferente. Pero al fin eran la docena de grandes miedos y esperanzas que resumen los capítulos de la vida del hombre, lo que con un rigor y lucidez extraordinarias estaba también allí, en la gran tradición del buen cine americano, aunque las estructuras cinematográficas fueran muy diferentes.

Luego, a medida que hemos perdido dogmatismos nos hemos adentrado por caminos ignorados que nos han conducido a grandes sensaciones, sensaciones que nos han sacudido en lo más íntimo. Serían casos muy numerosos, pero que se pueden ejemplificar con películas como las de Mizoguchi, Satyajit Ray, Ozu, parte de Kurosawa. Eso ya vino después de experimentar las sacudidas de alto voltaje de Bresson, de Keaton, de Stroheim, de Nicholas Ray, del posterior Rossellini, de Víctor Erice, que en España venía a unirse a la gratitud a Azcona y a Ferreri y a nuestra eterna admiración por Berlanga.

Entre pitos y flautas, facultades e institutos de idiomas, habremos dejado en las aulas nocturnas alrededor de quince años, pero si hemos de ser honestos y sin que ello aparte a otros del estudio, nuestros pupitres más provechosos han sido las salas de cine. De allí se ha derivado el interés por la pintura, por la música, por clásicos y modernos en la literatura. En el cine hemos vivido como un diálogo entre nuestros ojos y oídos y la pantalla que, a veces, parece que va a estallar en mil pedazos por la intensidad de emociones que despide. El cine nos ha hecho fundamentalmente solitarios por autosuficientes. El cine nos ha transformado. En ocasiones hemos entrado agobiados por graves problemas, y la película, intensamente dramática o profundamente cómica, nos ha cambiado, hasta el punto de salir de la sala recuperada la capacidad de ilusión, y con la fuerza para enfrentarnos a los contratiempos que dos horas antes nos tenían apesadumbrados. Todo se lo debemos al cine.





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