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Caricaturas [Los veteranos]

Manuel Jesús Ortiz





Eran tan sólo tres, aunque en valor y patriotismo equivalía cada uno a un regimiento.

El único que había nacido en el pueblo, que del pueblo había ido a la guerra y que al pueblo había vuelto después de la victoria, era el sargento don Nicanor. Allí tenía un hogar, embellecido por la presencia de sus tres hijas, quienes todos conocían con el nombre de «las niñas Lechuzas» porque eran demasiado aficionadas al solimán y a los polvos de arroz; allí contaba y ponderaba sus hazañas militares, que ya sabían de memoria hasta los niños de la escuela, y allí tenía determinado que descansaran sus huesos, juntos con un famoso sable que, según él decía, le había regalado el general Baquedano después de la batalla de Tacna en premio de su heroísmo. Sentía por su sable tanta estimación, que cada vez que bebía una copita más de las convenientes, lo quitaba del clavo en que lo tenía colgado a la cabecera de su cama, lo acariciaba después tiernamente, dándole golpecitos en la hoja con la mano izquierda, y decía a sus niñas:

-Ya lo saben ustedes, muchachas. Este, dentro de mi ataúd cuando yo me muera. Otras manos que las mías no han de tocarlo.

Y las niñas se lo prometían, aunque en su interior pensaban usarlo como asador, tan pronto como el autor de sus días entrase al templo de la inmortalidad.

De los otros dos, el uno era don Belisario, antiguo guerrero de la Araucanía y más tarde de la contienda del pacífico, en la cual alcanzó al grado de capitán de artillería. Obligado por un reuma pertinaz en una pierna, que él confundía a veces con una herida a bala que se imaginaba haber recibido en Arica o en Chorrillos, había abandonado la carrera de las armas y abrazado la de agricultor, para lo cual tomó en arriendo un pequeño fundo en los alrededores del pueblo. Tenía un aspecto enteramente marcial, estatura elevada, cuerpo enhiesto, aunque un poco ventrudo, una perilla militar canosa y recia, y una voz de mando poderosa y bien timbrada.

El tercero no era veterano sino por influencia. Jamás había manejado por sí mismo una espada o un fusil; pero los habían manejado dos hermanos suyos, muertos con el grado de tenientes, el uno en Miraflores y el otro en Tarapacá. Don Pedro María había recogido para sí la herencia de gloria de esos dos héroes y la conservaba sin tacha, junta con un kepis del mártir de Miraflores y con unas botas del ilustre compañero de esas cosas y de aquella gloria, se consideraba a sí mismo como un teniente veterano hecho y derecho, a lo que asentía todo el vecindario, sin dudas ni restricciones de ninguna especie.

Los tres eran veteranos en el doble sentido de la palabra: veteranos por su pericia y experiencia en cosas de guerra y por los años que cargaban sobre sus espaldas. Pero no se crea por esto último que las tenían jorobadas o que sus piernas estaban débiles y vacilantes por la edad; nada de eso, pues nunca figuras más apuestas y marciales han formado en las filas de un regimiento, y nunca mayores hígados se han encerrado en humana envoltura. Es cierto que al sargento don Nicanor le lloraban los ojos constantemente por causa de una inflamación crónica que tenía en los párpados; es verdad que el capitán don Belisario tenía el vientre bastante desarrollado y sufría todos los inviernos unas cargas atroces de su reumatismo o de sus balazos, y no puede negarse como una dama y no podía oír el estallido de un cohete sin estremecerse de pies a cabeza; pero todo eso desaparecía cuando se juntaban los tres para embriagarse con sus gloriosos recuerdos y con algunas copitas de anisado, y cuando, ebrios ya con esas cosas, recobraban todo su entusiasmo y sus ardores juveniles, se ponían de pie, y agitaban los brazos, y daban voces de mando como si se encontraran frente al enemigo en el campo de batalla.

Cómo se juntaron por primera vez los tres veteranos y cómo nació entre ellos la idea de militarizar a todo el pueblo, es cosa que los historiadores locales no han podido aun determinar a ciencia cierta. Pero parece que fue del modo siguiente: don Belisario y don Pedro María eran antiguos amigos y se reunían con frecuencia, ya en casa del uno, ya en casa del otro, ya en la del subdelegado o en la esquina del boticario; pero no tenían trato alguno con el sargento don Nicanor, a quien su pobreza y la inferioridad de su grado hacían indigno de tan altas relaciones. Cuando el capitán y el teniente paseaban juntos por las calles del pueblo o cuando tomaban el fresco sentados a la puerta de la botica, y pasaba a su lado o frente a ellos el sargento con marcial actitud y ellos le contestaban con un gruñido; pero una vez el encuentro fue más dramático y tuvo la consecuencia de establecer entre los tres héroes cordiales relaciones. Pasaban los dos oficiales frente a la casa de don Nicanor, cuando vieron salir de ella, disparados, a dos jovenzuelos calaveras que galanteaban a las hijas del veterano, y a éste tras de ellos, armando de su sable y dándoles voces para que se detuvieran. Era tal la marcialidad de su actitud y tales la velocidad de sus piernas y la energía de su brazo para blandir el sable, que don Belisario y don Pedro María se detuvieron a mirarlo y el primero dijo al segundo:

-Buena carga, ¿eh?

-¡Espléndida! -respondió el teniente con igual tono y gravedad que los de Wellington en Waterloo, para elogiar la carga de los coraceros franceses contra Mont Saint-Jean.

Y agregó en voz baja, acercándose al oído de su compañero:

-Ya tenemos el brazo, me parece -frase en la cual se adivinaba que algún proyecto tenían los dos amigos en el magín y que sólo faltaba un factor, un brazo firme y robusto, para ponerlo por obra.

Don Belisario llamó entonces al sargento y le preguntó:

-¿De qué regimiento?

-Del Esmeralda, mi capitán.

-¿Grado?

-Sargento primero.

-¿Compañía?

-De la segunda.

-¿Acciones de guerra?

-Tacna, Arica, Chorrillos y Miraflores...

-Bien, váyase esta noche a mi casa a comer con nosotros.

-Listo, mi teniente; listo, mi capitán -respondió el sargento, después de los cual saludó militarmente, giró sobre sus talones y se fue a su casa envainando el sable y más contento y orgulloso que cuando el general Baquedano lo llamó a su presencia para regalárselo ante toda la tropa formada en cuadro.

*  *  *

La casa de don Belisario, donde tuvo lugar esta primera reunión de los tres veteranos y las muchas que le siguieron, era por su construcción y por sus adornos, muy propia de las marciales inclinaciones de su dueño. Una reja de agudas lanzas de hierro cerraba el jardín por todo el lado que daba hacia la calle, y dos enormes balas de cañón señalaban la entrada del sendero que conducía hacia el corredor. Escudos chilenos de hojalata adornaban los dos pilares del centro de este, por entre los cuales trepaba la escalerilla que daba acceso a las habitaciones. En el jardín muchos copihues rojos como la sangre y muchas quilas de las que se fabrican las lanzas para el ejército; una araucaria ocupaba el sitio de honor y dos canelos, el árbol sagrado de los indígenas, señalaban a las claras que sangre de esa heroica raza circulaba por las venas de su heroico poseedor. Un roble, en fin, colocado en sitio prominente, simbolizaba la fuerza del chileno y su dureza y resistencia para soportar la intemperie y las privaciones.

Don Belisario procuraba que nadie ignorase lo que aquellos símbolos significaban, y cuando algún visitante le dirigía un cumplido, por ejemplo, sobre la hermosura de los copihues, respondía con fiereza:

-¡Sí, rojos como la sangre!

Y cuando el cumplido era sobre las quilas o sobre el roble, respondía:

-¿Las quilas? Son lanzas futuras contra los enemigos de la patria.

O bien, tocándose los bíceps, decía arrugando el ceño:

-¿El roble? Más duros que su madera son los músculos de nuestra raza...

Pero todo lo de fuera era nada comparado con la belicosidad interior de las habitaciones. Las paredes del salón, que a la vez hacía de escritorio, desaparecían bajo los retratos de todos los héroes de la guerra del Pacífico; las mesas y consolas estaban literalmente cubiertas de proyectiles de todas formas y calibres; banderas chilenas colgaban en todos los ángulos de la sala; el tintero del escritorio estaba formado por dos granadas sin carga unidas entre sí y llenas la una con tinta negra y la otra con tinta roja «como la sangre»; cápsulas de Mauser formaban los portaplumas y lapiceros, y los cinco o seis carga-papeles eran con su peso todo el mueble. La casa, en fin, era tal, por dentro y por fuera, que el maestro de escuela la llamaba socarronamente «el Museo Militar» y otras veces «la Mansión de Tartarín», alusión esta última que, felizmente para el preceptor, no era bien comprendida por ninguno de los vecinos ni por el mismo don Belisario.

Pero lo que allí llamaba más la atención, lo que llenaba de concoja el alma de los cobardes y de entusiasmo y coraje la de los verdaderos patriotas, era algo muy grande, algo en fin, que merece capítulo aparte por su importancia y por el gran papel que desempeñaba, no sólo en el escritorio de don Belisario sino en toda la población.

*  *  *

Este algo era la Pieza, y la pieza era un cañón de artillería, cañón auténtico y verdadero, que ocupaba él solo la cuarta parte de la sala con su ser material y todo el pueblo y sus alrededores con sus estampidos y con su fama.

Era de bronce, tenía de largo un metro y varios centímetros y estaba montado sobre una cureña. Brillaba como si fuera de oro puro, pues su dueño lo limpiaba personalmente con paños de lana cada quince días, y en cuanto a las ruedas y a la cola de la cureña, estaban siempre recién pintadas, las primeras de rojo y las segundas de color plomizo, pues don Belisario no dejaba transcurrir una estación del año sin pasarles la brocha y el pincel hasta por sus más mínimas ranuras. Toda la máquina, finalmente, estaba en una funda negra con ribetes colorados que le daban un aspecto a la vez fúnebre y guerrero. Nadie sabía a ciencia cierta cómo había obtenido don Belisario aquel tesoro. La tradición contaba que el cañón había llegado al pueblo entre gallos y media noche, cargado sobre una carreta, un año después que su dueño. Este guardaba sobre el asunto una extraña reserva, lo que daba margen a mil suposiciones; pues los admiradores del veterano sostenían que el capitán lo había conquistado a viva fuerza y a costa de su sangre en la batalla de Chorrillos, versión que él no negaba, pero a la cual asentía sólo a medias, con una sonrisa enigmática y un gesto de pudurosa modestia; los más suspicaces decían que la Pieza había sido substraída del Museo Militar, y hasta había sido substraída del Museo Militar, y hasta había pícaros que aseguraban que aquel cañón era obra de alguna fundición nacional y que no pasaba de ser una apariencia de arma de guerra, inservible para lanzar balas y útil apenas para hacer ruido con pólvora es que el origen misterioso de la Pieza contribuía no poco a aumentar su prestigio en el ánimo del vecindario.

La Pieza daba fama a todo el pueblo y era la envidia de los pueblos vecinos. Cuando llegaba algún forastero y se hospedaba en el hotelillo del viejo Salazar, no faltaba un vecino de los que allí se reunían para jugar a la brisca que se acercase a él y le dijese:

-¿Le gusta el pueblo?

-Así, así...

-Pero es que usted no sabe lo que tenemos aquí.

-¿Qué cosa?

-Venga usted y lo verá.

Y con paso solemne lo llevaban entre dos o tres a ver a la Pieza, cuyo dueño nunca se negaba mostrarla, sino que, por el contrario, se complacía en explicar al forastero su mecanismo y el modo de manejarla. Y cuando para el 18 o para el 21 de mayo tronaba el cañón en la plaza del pueblo, los del caserío vecino, que alcanzaban a oír perfectamente los disparos, decían fingiendo desprecio, pero pálidos de envidia:

-Ya está rebuznando el burro de los de abajo.

Las salvas hechas con la Pieza en estas solemnes ocasiones estaban sujetas a un riguroso ceremonial. Saludaba al sol del 18 de septiembre a su salida y a su entrada, y al sol del 21 de mayo a la hora precisa en que se hundió la Esmeralda con su bandera al tope. Para estos saludos la Pieza era sacada en procesión desde la casa de don Belisario hasta el medio de la plaza, escoltada por la escuela de niños formada en dos hileras, una a cada lado, y por los vecinos más notables de la población. Don Belisario y don Pedro María la llevaban de tiro y el comandante de policía iba detrás, con los cinco soldados que formaban el cuerpo de su mando. Legados todos al sitio de los disparos, don Pedro María se iba a su casa a paso ligero, porque sus nervios no le permitían oír el estampido, y la parte masculina de la concurrencia se acercaba con todo heroísmo a ver la operación, mientras que las señoras y las niñas permanecían a larga distancia, en los corredores de la plaza, pálidas y sobresaltadas por lo que iba a suceder, y listas para taparse los oídos en tanto adivinaran por los movimientos de don Belisario que iba a producirse la detonación. Y apenas el estampido conmovía el aire y hacía trepidar los vidrios de todas las ventanas, las señoras lanzaban chillidos y los hombres permanecían quietos en sus sitios, con aire de sobrehumana fiereza, sin que se alterase un solo músculo de sus rostros, rasgo de valor que llenaba a sus esposas e hijas de una admiración que solía exteriorizarse en frases como éstas:

-Pero, ¡qué bárbaros! Ni pestañean siquiera.

-¡Son muchos hombres, Dios mío! Es capaz que suceda una desgracia...

Y apenas el humo de una descarga se había disipado, don Belisario metía el escobillón por la boca de la Pieza y lo hacía dentro y hacia fuera, mientras el comandante de policía preparaba la segunda carga, que era depositaria en el cañón personalmente por don Belisario con toda clase de precausiones.

Y vuelta a disparar, y vuelta al chillar de las señoras y de las niñas, y vuelta a manifestarse los hombres heroicos e impasibles, hasta por tres veces consecutivas, después de lo cual la Pieza era llevada a la casa de don Belisario con las mismas ceremonias con que había sido sacada, y era depositaria en el pasadizo, donde su dueño la limpiaba y la aceitaba con todo esmero antes de que pasase a ocupar su sitio acostumbrado en el ángulo del escritorio.

*  *  *

Lo que hablaban y trataban entre sí los tres veteranos en sus frecuentes reuniones en la «mansión de Tartarín», es cosa que no se sabe a ciencia cierta, aunque es fácil de adivinar por los resultados. Estábamos entonces en el período más peligroso de nuestras relaciones con la República Argentina, y todo el mundo pensaba que la guerra sería el único medio de solucionar el conflicto. Los veteranos hablaban seguramente de la necesidad de que el pueblo no permaneciera indiferente ante el peligro de la patria; de que su sangre en el caso de un conflicto armando; de militarizare al vecindario, en fin, para que corriese en masa, entusiasta y disciplinado, al campo de batalla.

En aquellas reuniones se discutió el plan de militarización, plan vasto y complicado; pues, como se vio por los hechos, se trataba nada menos que de formar un cuerpo de ejércitos de las tres armas, para lo cual no faltaban en el pueblo hombres ni elementos. Desde luego, el mando de la artillería estaría a cargo de don Belisario, la infantería a cargo de don Nicanor y la caballería bajo las órdenes de don Pedro María; pues aunque sus hermanos no habían militado en esa arma, le constaba a todo el mundo que el teniente había sido un jinete y un carrerero consumado en su juventud.

Trazado el plan, se dio principio a su ejecución. Para ello era necesario, ante todo, obtener del subdelegado don Faustino que lanzase una proclama para llamar a las armas al vecindario, y don Faustino se prestó gustosísimo a lanzarla, entusiasmado con el título de coronel honorario con que lo agraciaron los veteranos. La proclama fue redactada en consejo por los tres héroes, y salió, por lo tanto, heroica a no poder más. En ella figuraban Lautaro, Colocolo y Caupolicán, y los héroes de Iquique y Tarapacá, salía la estrella solitaria y la frase sublime sobre «el último cartucho del último cañón», y continuaba: «¡Ciudadanos! ¡La Patria está en peligro! Es tiempo de que suene ya la campana de la alarma pública. ¡A las armas, a las armas! A formar en las filas del Cuerpo de Voluntarios de San Lorenzo para defender a la Patria y a su sagrado pabellón. ¡El que sea valiente, sígame!». Y terminaba con unos versos de La Araucana acomodados admirablemente para aquella circunstancia, en los cuales don Faustino decía a sus gobernados lo que dijo Lautaro a sus compatriotas en la batalla de Tucapel:


A lo menos firmad el pie ligero,
veréis cómo en defensa vuestra muero.



La proclama le fue leída al subdelegado por don Belisario delante de los otros veteranos, y tal énfasis y expresión empleó en la lectura el heroico capitán, que don Faustino, sin decir palabra, dominado por la más intensa emoción, se limpió las lágrimas, se caló las gafas, tomó la pluma y escribió al pie:

Vuestro coronel honorario,
Faustino Contreras.



Con lo cual quedó creado oficialmente el cuerpo de Voluntarios de San Lorenzo.

*  *  *

Y desde aquel mismo día empezó el enganche. Con la proclama en la mano recorrieron los veteranos todas las casas del pueblo y sus alrededores, empezando por las de los notables, y llevando a todas ellas el entusiasmo bélico. La aristocracia fue toda lista alistada en la oficialidad: al juez don Pacífico se le nombró capitán de artillería; al receptor, segundo jefe de los de a caballo; al oficial civil, teniente primero, y al boticario, cirujano jefe, a cargo de la ambulancia. Los puestos de cabos y sargentos recayeron en los artesanos, y el pueblo llenó las filas en número de más de sesenta.

La mayor dificultad para el reclutamiento la presentó la escuela. El maestro, que era un mozo testarudo y medio burlón, no contestó a la circular que le envió la comisión organizadora para invitarlo a enrolarse al Cuerpo con la escuela en masa, aunque le ofrecía formar con ella compañía aparte y reconocerle a él el grado de capitán. En vista de ese desprecio, la comisión le envió una segunda nota, en la que le reprochaba su falta de patriotismo y lo acusaba de no cumplir sus deberes cívicos. Respondió el maestro que la Patria confiado la misión de instruir y educar a los muchachos; pero no la de hacerlos militares, y aquella misión la cumplía a conciencia, como todo el pueblo no podría menos de reconocerlo. Replicó la comisión, tornó el maestro a responder, y en fin hubo de cejar en su resistencia cuando vio que todo el pueblo estaba indignado por su conducta y dispuesto a retirar a los niños de una escuela donde se les daban tan malos ejemplos de desamor a la Patria y de indiferencia ante los peligros que la amenazaban. La escuela pasó, pues a formar en el Cuerpo de Voluntarios como compañía volante, sin calificación ni papel determinado.

Y empezaron los ejercicios. No es para descrito el entusiasmo que desplegó en ellos don Nicanor, sobre quien recayó la mayor parte del trabajo. Todos los Domingos y días festivos, vestido con una casaca de capitán, armado de un sable que desplegó en ellos don Nicanor, sobre quien recayó la mayor parte del trabajo. Todos los domingos y días festivos, vestido con una casaca de capitán, armado de un sable y cubierta la cabeza de un kepis con tres galones, trabajaba en la plaza, de una a cinco de la tarde, bajo la inspección inmediata de don Belisario y don Pedro María y bajo la patriótica y cariñosa mirada de las niñas y las señoras, que desde las puertas y ventanas no apartaban los ojos de los futuros guerreros.

Los reclutas eran al principio reacios a la disciplina; pero don Nicanor supo imponérseles a fuerza de dichos enérgicos varillazos, de modo que antes de dos meses sabían tenerse firmes y cuadrados correctamente, marchar a compás y llevando el paso, hacer el flanco derecho y el flanco izquierdo, y ejecutar, en fin, toda la serie de ejercicios sin armas que el veterano pudo enseñarles.

Y entonces surgió una dificultad. El cuerpo necesitaba fusiles: ¿de dónde obtenerlos? El ingenio de don Nicanor sacó airoso de aquel trance al Cuerpo de Voluntarios: exigió a cada uno de los reclutas que trajese de su casa una barandilla de carreta enderezada y aislada convenientemente, y hételos ahí a todos armados de fusiles que, si no servían dar fuego, servían a lo menos para «hacer fuego», como dijo cuando los vio el pícaro del preceptor.

Antes de terminar el invierno, el Cuerpo de Voluntarios era ya disciplinario y aguerrido de tal manera que sus tres jefes pensaron seriamente en realizar una idea que desde hacía mucho tiempo los tenía preocupados: la de sacarlo a campaña para poner a prueba su resistencia y su disciplina.

*  *  *

No se habló de otra cosa en todo el pueblo durante quince días. ¡El Cuerpo de Voluntarios salía a campaña! Era la coronación del sacrificio, la prueba más difícil que podía imponer a aquellos hombres su patriotismo. Dejar las comodidades del hogar, abandonar a la esposa y a los hijos, resolverse a no dormir en cama ni bajo techo, sino a campo raso y echados sobre el suelo, a no comer en mesa sino tumbados sobre el pasto, olvidarse cada uno de las regalonas costumbres cuotidianas para imponerse toda clase de privaciones, eso era casi demasiado para padres de familia, para hijos de familia, para tíos y primos de familia. Las hijas, las esposas, las madres y las primas y las sobrinas así lo comprendieron y procuraron endulzar todo lo posible aquel sublime sacrificio. Las hermanas de don Belisario le prepararon un colchón de campaña y frazadas y mantas en abundancia para ponerlo a cubierto de un ataque de reuma; la esposa de don Pedro María arregló para su cónyuge seis pieles de cordero, lanudas, blandas y sobadas; y el veterano don Nicanor, más aguerrido y resistente, sólo aceptó de sus hijas una manta de castilla y un gorro para la cabeza, a fin de defenderla contra el relente durante la noche. El tren de bagajes del coronel honorario, arreglado por las propias manos de su esposa, llevaba hasta tres mudas de ropa blanca, charqui molido, fiambres de cerdo y hasta mate y bombilla con la yerba y azúcar correspondientes, todo lo cual iba a cargo del «güeñi» Goyo que, elevado a la categoría de asistente, debía cuidar su salud y de la integridad personal de su señor.

Los mismos expedicionarios se preparaban también activamente para sufrir los rigores de la campaña: unos hacían largas marchas calle arriba y calle abajo para robustecer las piernas; otros permanecían sentados largas horas de la noche a la puerta de sus casas, para acostumbrarse al rocío; otros, en fin, se levantaban de la mesa sin probar bocado para habituarse a la escasez de alimento que por allá habrían de soportar.

Los tres jefes tampoco descansaban. En pocos días lograron reunir, con los donativos del vecindario, cinco corderos, ocho o diez pavos, arrollado, longanizas, queso, huevos y otras municiones de boca en respetable cantidad, amén de seis damajuanas de vino blanco y tinto, todo lo cual se cargó en dos carretillas alquiladas con ese objeto y con el de traer de vuelta a los heridos, por si caían algunos en el puesto del deber durante la expedición.

Y salieron al fin, un día domingo poco después de aparecer el sol. ¿A dónde iban? Nadie lo sabía, excepto don Belisario, que se había reservado para sí el plan de la campaña. Lo único que los demás podían decir es que iban hacia arriba, hacia la montaña, en persecución del enemigo o a atajarle el paso en la cordillera. El itinerario del Cuerpo dependería de los movimientos del adversario, al cual las avanzadas no dependería de los movimientos del adversario, al cual las avanzadas no perderían de vista a sol ni a sombra. Atravesarían desiertos, vadearían ríos, cruzarían montañas, acamparían donde les tocase. Iban dispuestos a todo. Y una vez en contacto con los enemigos, ¡pif! ¡paf! ¡fuego con ellos! y ya se vería de lo que era capaz el Cuerpo de Voluntarios de San Lorenzo...

Marchaba primero la infantería, cuarenta hombres, ufanos, orgullosos, con sus barandillas terciadas al hombro y mandados fieramente por don Nicanor con su sable desenvainado; seguía la artillería, es decir, la Pieza, arrastrada por un caballo y servida por cinco hombres, comandados por don Belisario, que era además el jefe supremo de todo el Cuerpo, y cerraban las marcha diez jinetes a cargo del teniente don Pedro María. La ambulancia, atendida por el boticario, iba en las carretas de provisiones, que habían salido con dos horas de anticipación.

Aquello era realmente conmovedor. A todas las puertas se asomaban rostros femeninos para verlos pasar. Las esposas y las hijas de los expedicionarios agitaban pañuelos en señal de despedida y después se limpiaban con ellos las lágrimas que les arrancaba la emoción. A la salida del pueblo esperaba el señor cura, que despidió al Cuerpo con un discurso y muchas bendiciones. Las únicas que no dieron grandes señales de pena ante aquel éxodo de valientes, fueron las niñas Lechuzas que, asomadas a la ventana de su casa, vieron desfilar el Cuerpo con sus caritas pintadas muy alegres y risueñas. Algunos curiosos de los que estaban allí declararon después que habían visto un cambio de miradas de inteligencia entre las Lechuzas y sus galanes, que marchaban en la infantería, bajo las órdenes de don Nicanor.

Y ahora es tiempo de preguntar como Homero:


¿Cuál de los dioses, dime, a la discordia
sus almas entregó para que, airados,
injuriosas palabras se dijesen?



¿para que se agrediesen y golpeasen, y para que ellos mismos destruyeran una obra ejecutada a costa de tanta abnegación y de tantos sacrificios?

Fueron el Amor y los Celos, estimulados por la Gula, y la cosa sucedió del modo siguiente:

La expedición marchó aquel día lentamente, primero a causa de las carretas, que iban demasiado pesadas; segundo, por causa de la Pieza que, acostumbrada a rodar sólo desde la casa de don Belisario hasta el centro de la plaza, no marchaba muy bien por aquellos caminos llenos de baches que había que salvar con toda clase de preocupaciones, y tercero porque el sol calentó aquel día como nunca y calmó extraordinariamente a los guerreros y los bañó de transpiración, de tal modo que tuvieron que detenerse para pasar la siesta en un sitio que les pareció adecuado, a poco más de una legua de la población. Allí fijaron su campamento, lo rodearon de centinelas para estar a cubierto de toda sorpresa, pusieron las armas en pabellón y, comieron y bebieron alegremente, que bien lo merecían después de tan ruda jornada. Hacia la caída de la tarde, la mitad de las damajuanas estaban ya vacías, y las provisiones de boca diminuidas considerablemente, por lo cual don Belisario juzgó oportuno que se levantase el campo y se reanudase la marcha.

Pero de repente, cuando todos habían tomado ya sus armas y cuando ya se había enganchado la Pieza al caballo que la tiraba, resonó en el campamento la voz de los centinelas que gritaban a pleno pulmón:

-¡Mi comandante, dos desertores se vuelven al pueblo!

Y efectivamente, eran dos galanes de las niñas Lechuzas que, aprovechando la confusión de aquellos momentos, pretendían escaparse, para tener con ellas, según habían convenido, un rato de jolgorio con vihuela, tamboreo y todo lo demás.

Lo que siguió después no es para descripto. El veterano don Nicanor, que es tan celoso por la disciplina militar como por sus fueros paternales, se dio cuenta claramente de la doble infracción que cometían sus subalternos y arremetió contra ellos con el sable desenvainado; se defendieron los mozos con sus barandillas, acudió don Belisario en favor de su jefe de infantería, e interrumpieron otros para ayudar a los desertores. Todo el entusiasmo guerrero de aquellos hombres, que durante tres meses no habían hecho otra cosa que prepararse para pelear y que no habían hablado sino de combates y de campañas estalló en ese momento con increíble ferocidad.

Exaltados todos por la ira y por el vino de las damajuanas, convirtieron el campamento en un campo de Agramante. Y así como en Europa el Austria le pega a Serbia, la Rusia al Austria, la Alemania a la Rusia y la Francia a la Alemania, así le pegaban allí a don Belisario, don Belisario a los amigos de los dos mozos y estos a los amigos de los dos veteranos, todo en medio de la más espantosa confusión. Y para remate de males, el caballo de la Pieza se espantó con el bullicio y echó a correr, arrastrando toda la artillería hasta que la destrozó contra un árbol, hecho que atribuló el corazón y acrecentó de tal manera la ira de don Belisario que empezó a menudear los golpes sin compasión y sin mirar si los recibían amigos o adversarios...

La «debacle» fue completa. Hacia la media noche empezaron a llegar al pueblo los derrotados, casi todos heridos y a mal traer: don Nicanor con un brazo en cabestrillo y con el sable dividido en dos pedazos, los desertores con la cabeza rota, don Belisario en una de las carretas, cuidando amorosamente los restos de su pieza y estudiando el modo de repararla, y otros muchos magullados y contusos, vendados de rostro o apoyados en muletas y bastones. El único que llegó enteramente sano, sobre la otra carreta fue el teniente don Pedro María, a quien un ataque de nervios puso al abrigo de todo daño al principio de la batalla.

Si vis pacem, para bellum, dicen los partidarios de la paz armada; pero ese es un mal consejo. Los que están armados desean pelear, son una mina cargada, y basta una chispa para producir en ella una explosión. Lo prueban el conflicto europeo y la derrota lastimosa del Cuerpo de Voluntarios de San Lorenzo.





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