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Cartas de la aldea [Santiaguinos y provincianos]

Manuel Jesús Ortiz





En mi aldea, y aun en la capital de mi provincia, hay por todo lo que es santiaguino un respeto que raya en veneración. Basta que una cosa proceda de Santiago para que la juzguemos óptima.

La inmensa nombradía de que disfruta en mi pueblo el señor Faustino no proviene tanto de su talento político ni del tino con que rige la comunidad desde su sillón de primer alcalde, como de un viaje que hizo no sé a qué parte. A su vuelta había perdido el tumor, pero había ganado perdurable prestigio ante sus gobernados; y aun hoy; cuando tiene que recordar alguna fecha, la relaciona con el magno suceso, diciendo, por ejemplo: «Al año siguiente de mi viaje a Santiago».

El anhelo ferviente de nuestros comerciantes, de nuestros industriales, de nuestros agricultores, es labrarse una fortunita que les permita irse a vivir a la capital y comprarse un coche para pasear a su señora y a sus niños por el Parque o la Alameda, y la ambición de todas las señoritas casaderas es hallar un novio santiaguino para que rabien de envidia las que se ven obligadas a casarse con provincianos.

Un «quidam» cualquiera sale de aquí a rodar tierra y a probar fortuna. Llega a Santiago y encuentra una humilde colocación, como la de barredor de una tienda o mozo de un restaurant, y ya cree haber clavado una pica en Flandes. Pasado algún tiempo, resuelve venir a su pueblo. Se mete dentro de un terno que le ha obsequiado su patrón después de un año de usarlo, o que ha adquirido de lance en el remate de una agencia, se cala un sombrerito que apenas le tapa la coronilla, se acicala con una corbata de rabiosos colores, y el día menos pensado lo vemos lucir airosamente su facha original en nuestras calles y plazas. ¿Nos reímos de él? Nada de eso. Correspondemos amablemente a su saludo protector, y después que pasa nos quedamos diciendo.

-¡Está empleado en Santiago!

A la capital de mi provincia llega de cuando en cuando un cortador de una sastrería santiaguina. Viene a tomar medidas para hacer los trajes en la capital y mandarlos después por encomienda. Y allá van nuestros gomosos a hacerse medir el cuerpo por el «artista» y poco después los vemos ostentar, henchidos de satisfacción, unos trajes que les sientan pésimamente, como que han sido hechos sin someterlos a prueba, y que les cuestan dos veces más que si los hubieran adquiridos donde el sastre provinciano que les fía pacientemente para que les paguen por mensualidades. Y es de ver el afán con que procuran que se conozca la procedencia del traje, y la habilidad con que encaminan la conversación para poder decirlo a sus amigos y conocidos. Uno de estos elegantes se ponía en vez pasada las manos cruzadas a la espalda, levantaba, haciéndose el distraído, los faldones del chaquet, y daba media vuelta para que los que estaban con él pudiesen notar la marca de la sastrería santiaguina en la pretina de sus pantalones. No hay por aquí tendero que no elogie su género diciendo que en Santiago están de moda, ni hay despachero que no quiera honrar su establecimiento llamándolo «Almacén de Santiago» o «Emporio de la Capital». Nuestros barberos anuncian con letras gordas que cortan el pelo y rasuran las barbas a la santiaguina, y a pesar de que mi provincia es la tierra clásica de la sustancia en pasta y de las empanadas, nuestras sustancieras y empanaderas se esfuerzan en hacernos creer que elaboran sus sabrosas mercaderías al uso de la capital...





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