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Manuel Luengo

Reseña biográfica de Manuel Luengo por Isidoro Pinedo Iparraguirre

Es el autor del Diario de los jesuitas expulsos por Carlos III, desde 1767, año del «extrañamiento» hasta 1814, fecha de la restauración de la Compañía de Jesús en todo el mundo, en virtud del breve «Sollicitudo omnium Ecclesiarum» del papa Pío VII. Nos encontramos, pues, ante uno de los diarios más extensos que se conocen. El autor de ellos comienza a redactarlos a sus 31 años y los concluye poco antes de su muerte a los 78. Consta de 64 volúmenes manuscritos que lograron sobrevivir milagrosamente durante casi medio siglo. Se conservan en el Archivo de Loyola (Guipúzcoa).

Manuel Luengo es un representante típico del jesuita de la segunda mitad del XVIII. Es afectuosa y apasionadamente jesuita, miembro –se identifica- de la «santa e inocente» Compañía de Jesús.

Su principal oficio en los primeros años del destierro fue el de profesor de Filosofía de los jóvenes estudiantes jesuitas. Hablamos de una Filosofía escolástica, tirando a misoneísta. Pensamos que Luengo era más bien un repetidor que un profesor «consagrado». Claro que, habida cuenta de las carencias del destierro, con muy pocos libros o ninguno, el nivel de enseñanza no podía llegar a cotas muy altas.

El Diario, a juzgar por el alto número de sus páginas, le llevaba horas enteras. En él se reflejan diáfanas sus filias y sus fobias. Hay mucho de maniqueísmo en sus páginas y a la hora de calificar a las personas o las instituciones, considera muy positivo todo lo que ensalza o defiende la Compañía y «maligno» todo lo que se maquina contra ella. Así alaba al «intrépido» sochantre Alba, autor del impresentable panfleto titulado «La Verdad Desnuda», que desautorizaba la política eclesiástica de Carlos III, y al «gran» Federico II de Prusia, luterano de nombre, pero empeñado, hasta 1780, en no conocer la validez del breve de extinción y en seguir sirviéndose de los que él consideraba excelentes profesores jesuitas. Y lo que más nos puede llamar la atención, muestra su afecto al mismísimo monarca español, «bondadoso e ingenuo» que «ama y estima» la Compañía, en contraste con sus abominables consejeros, el «fraile idiota» (el Padre Confesor), el «fiscal atolondrado y sin sabiduría» (Campomanes), «un ministro maligno, astuto e hipócrita» (Roda, secretario de Gracia y Justicia), en fin «tres hombres de nada, hijos de barberos y cirujanos». «¡Pobre Carlos! ¡Hasta dónde le han conducido los impíos ministros que lo rodean!».

Y es que Luengo, como la mayoría de los padres jesuitas españoles del siglo XVIII, mide a las gentes de acuerdo con la coloración azul de su sangre. Ahí tenemos al Conde de Aranda, al que coloca entre los perseguidores de la Compañía y nos habla de su «furor tiránico», y al que, al mismo tiempo, echa de menos, después de haber cesado como Presidente del Consejo de Castilla y enviado a la embajada de Versalles, donde con su prestigio y, principalmente, con la nobleza de sus blasones, puede abogar en pro de la restauración de la Compañía.

Registramos otro discriminante cuando Luengo trata de calificar a los mismos jesuitas, sus compañeros, a la hora de los comentarios necrológicos. Destaca siempre o casi siempre aspectos amables y «edificantes» en aquellos que han perseverado en la Compañía hasta el final y subraya los defectos de los infieles a su vocación, que ya se veían venir desde tiempo atrás.

Por otra parte, le cuesta acatar el aniquilamiento de la Compañía por parte de Clemente XIV, no sólo porque la determinación pontificia le hiere hasta el fondo, sino porque el refrendo de la extinción ha partido de un Papa de origen social tirando a oscuro.

En cuanto a sus fuentes de información, tiene Luengo la ventaja de la situación estratégica de Bolonia, la segunda ciudad de los Estados Pontificios y camino casi obligado entre la Italia del Norte y Roma. Al diarista castellano le gusta interrogar a los transeúntes y forasteros que atraviesan las tierras y ciudades de lo que ahora llamamos Emilia-Romagna. La correspondencia epistolar queda estrechamente vigilada por los tres Comisarios Reales. Sin embargo, hasta el momento de la extinción, reproduce y comenta nuevas que le llegan de Roma por medio de la pluma de Juan de Ormaegui. Javier de Idiáquez, que, según se trasluce en el Diario, estimaba a Luengo como religioso y como historiador, en las horas más dramáticas de la Compañía, le facilitaba documentación que, como provincial de Castilla, llegaban a sus manos.

El estilo del Diario es de un apasionamiento notable en su amor a la Compañía, con una apoyatura exagerada de superlativos de los que, curiosamente, San Ignacio había recomendado rehuir en lo posible. En los primeros volúmenes del Diario hay una nostalgia infinita de España que se va borrando al ir verificando que las esperanzas de un posible regreso se van volatilizando. Por ello nos sorprende cuando se plantea la posibilidad de un regreso a la patria después de publicado el breve de supresión. Han dejado de ser jesuitas en virtud de él. Por tanto cabía esperar una repatriación. Luengo se inclina por quedarse en Italia, donde, aun con muchas limitaciones en el ejercicio de la pastoral y una dedicación a la lectura y a la Filosofía, a lo menos puede sentirse seguro. En España y en sus Indias puede tener como destino un convento-cárcel de otros religiosos o una cárcel en toda regla. No le faltaba razón al diarista a la vista del terrible castigo que en El Puerto de Santa María y, por muchos años, les tocó sufrir a los últimos jesuitas, principalmente misioneros, de la última hornada de los expulsos que, después de un viaje azaroso a la Península, considerados rebeldes a la Monarquía, eran llevados, sin proceso alguno, del barco a una cárcel inmunda, sin esperanza alguna de redención.

Ya hemos hablado de las fobias de Luengo, sobre todo, en contra de los ministros españoles. Habría que añadir algo que venía escociendo a los jesuitas desde el reinado de Fernando VI, la aceleración del proceso de beatificación de don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla de los Ángeles en México. Elevar a los altares a uno de los mayores detractores de la Compañía cohonestaba las medidas que contra los jesuitas habían fulminado tanto Carlos III como su equipo de gobierno. De ahí el empeño de los provinciales y generales de la Compañía de Jesús en evitar a todo trance la declaración de la santidad de sus escritos y su beatificación. Luengo habla repetidas veces del pugilato entre los jesuitas por una parte y en contra de ellos la mayoría de los  miembros de otras órdenes religiosas, en especial, los carmelitas descalzos. Y, para colmo, Clemente XIV, recién elegido Papa en 1769, para contentar al Gobierno de España, manifestó su deseo de trabajar como postulador de la causa de Palafox, según Luengo, «hombre indignísimo de ser puesto en los altares».

Isidoro Pinedo Iparraguirre, S.J.
Catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Deusto

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