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Introducción a «Poesías», de Mihail Eminescu

María Teresa León

Rafael Alberti

© Herederos de María Teresa León
© Rafael Alberti, 1958 y El Alba del Alhelí, S. L.

[Nota previa: La reproducción de esta introducción ha sido autorizada por la Agencia Literaria Carmen Balcells para ser incluida en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, concretamente dentro de la Biblioteca de autor dedicada a Mihai Eminescu, dirigida por Catalina Iliescu Gheorghiu. Para cualquier otro uso que desee hacerse del texto, será necesario solicitar el correspondiente permiso a la citada Agencia.]

Durante todo el siglo XIX, los poetas se consagraron al hambre, a la desolación, a la rebeldía. Luego, cuando llegaba el remedio de la muerte, los círculos literarios, las academias oficiales exhumaban su nombre y sus huesos llevándolos al panteón nacional. En la pobre España ochocentista, ocurrió con Gustavo Adolfo Bécquer; en la Rumanía de esa misma época, con Mihail Eminescu. Ambos son románticos de la última etapa: 1836-70, Gustavo Adolfo; 1850-89, Mihail Eminescu.

Como en Rumanía no se conoce a nuestro tierno y amoroso amigo de las Rimas, nosotros no conocemos al fuerte y dulce ángel de rebelión rumano. Los pueblos marchan siempre a las labores de la existencia lejos unos de otros, sin lugar para ocuparse de los cantos ni de las hambres de los que van a perpetuarles con su voz. Las cosas y los tiempos han cambiado, y en hombros de su pueblo, convertido en su poeta nacional, en la voz y canto de Rumanía, Eminescu ha sido rescatado de la fría sombra de la indiferencia para atraerlo hacia la luz. En medio de ese brillo, nosotros, viajeros por Rumanía, nos hemos acercado con todo respeto a su obra. Fue la mano de nuestra amiga, la poetisa Verónica Porumbaco, la que nos entregó la primera imagen de Mihail Eminescu. Su fervor entusiasmó nuestra curiosidad y de ella salió el compromiso de entregar a los lectores de habla española una versión de la poesía de Eminescu. Siempre es buena la ocasión de conocer a un poeta y de reparar el olvido que deja una laguna en nuestro conocimiento de un pueblo.

Es Rumanía, dentro de una difícil enclavación geográfica, un país latino. Su latinidad nos confunde cuando llegamos a ella y creemos apresar su idioma y hasta lo hacemos, pero inmediatamente nos rechaza dejándonos sordos. El valor de esta aproximación es, sin embargo, muy grande. Entramos en un ámbito de convivencia raramente sentido en otro país. Nos damos cuenta de que España guarda las raíces latinas de las falanges romanas, esas falanges que no pudieron derrotar la altivez ibérica, como no pudieron doblegar la fiereza de los dacios. Pero los dos países se latinizaron dentro de la civilización más alta que se producía entonces en el mundo conocido. Un sevillano ocupó la Dacia, y como Roma abarcaba el mundo de Este a Oeste, el menos romano de los emperadores, Trajano el de Sevilla, conquistó esa hermosa tierra. Desde el sueño de los tiempos la habitaba un pueblo, a quien Mihail Eminescu ha dado en amor y poesía cuanto llevaba dentro de sí. Sus montañas, colinas, llanuras, ríos, lagos, situados al sudeste del continente europeo, le dan gran variedad geográfica, llevándolo desde la vegetación alpestre al páramo. Juega por su territorio el río Danubio, que no es azul, sino «color león», como el Río de la Plata, y en los fríos inviernos puede helarse el agua del Delta y pasar en verano a cálidas temperaturas subtropicales, atrayendo hacia los millones de juncos rumorosos todas las aves de Asia, de África o de Europa, desde el pelícano a los patos corredores que invernan en el Nilo. Sus montañas están cubiertas de bosques, interrumpidos por collares de lagos. A los trabajos del agua y del sol, a este rumorear de vida primigenia hay que añadir la mítica, recordando que cuando el mar interior Ponto Euxino se vio invadido y atropellado por las aguas del Bósforo, abriéndose a la navegación de las negras trirremes, arribaron los Argonautas con su mensaje comercial, en busca del Vellocino de Oro. Hasta el puerto de Constanza llegó, el año 8 de nuestra Era, desterrado, para vivir largos años en él y morir, el poeta de las Pónticas y las Tristes, Ovidio. ¿Qué tenía esta tierra, que en su corteza se cubre de bosques y por sus entrañas circula oro, carbón, petróleo? Sus primeros habitantes ya conocían la existencia del oro de Transilvania, y durante millones de siglos, la naturaleza, con inusitado esfuerzo, ha trabajado para el hombre rumano, haciendo de los árboles carbón y de la putrefacción de materias vivas, petróleo. Hablaban sus moradores una lengua de acarreos diversos sobre su base latina, pues el rumano en la familia de lenguas indoeuropeas mira hacia el Oriente, teñido de albanés, griego, búlgaro y de influencias invasoras de godos, hunos, avaros, eslavos y tártaros. Era difícil permanecer en aquel país rico, movible y codiciado y por eso Rumanía tarda en tomar una fisonomía definitiva. Comienza la iglesia ortodoxa, en el siglo XVI, a escribir el idioma para uso de sus feligreses, pero en caracteres eslavos, y solo en 1860 adopta el pueblo, ya unido, la escritura latina. El pueblo, mientras, canta, como todo pueblo, para drenar sus penas, y la doină es su manera sentimental de expresarse. Para la clase culta, el monje Macario importa, en 1508, la invención de la imprenta, y desde entonces están asegurados los elogios a Dios y a los príncipes en el vehículo de la literatura.

«La lengua de la patria» se vuelve combatiente por la independencia, buscando sacudirse a turcos dominantes y a griegos codiciosos, pero los grandes principados de Valaquia y Moldavia tardan en dar el paso de su unión. Primero hay revueltas. La de 1848 da un personaje romántico, conmovedor y perspicaz, Nicolaie Bălcescu, que vivió treinta y tres años. Ya una activa preocupación cruza Rumanía, comenzando el teatro, apareciendo traducciones, preocupándose por las artes plásticas. Nacen a la literatura los Văcărescu, Vasile Carlova, Dimitrie Bolintieanu, Vasile Alecsandri, sin que dejemos olvidada la precocidad de Nicolaie Bălcescu (1819-52), consumido de luchas en Palermo (Italia), desterrado y solitario y lleno de intuiciones futuras: «a pesar de tantas razones para la desesperanza, mi alma continúa glorificándote, divina libertad...». En 1859, cuando el poeta Eminescu corre por los campos de Moldavia, como hijo de un noble de pequeña estirpe, atado a la tierra, los dos principados se reúnen para fundar una monarquía, llamando al trono a un príncipe alemán.

Los boyardos, acomodados y poderosos señores de la tierra, están contentos. Valaquia y Moldavia son ricas. En 1877 Rumanía entra en la guerra ruso-turca y consigue su independencia nacional. Pero hay revueltas de campesinos contra clases incomprensivas de una burguesía ascendente. Sobre esa situación social, la estrella viva de Mihail Eminescu brillará treinta y nueve años. Junto a él, Ion Creangă y Ion Luca Caragiale compartirán la gloria de haber hecho una literatura nueva.

Mihail Eminescu (1850-89), se suma a los catorce años a la carreta de unos cómicos que pasan por las tierras de la familia. Inquieto y vagabundo, aprende por todas las provincias rumanas lo que la trashumancia da de vida experimentada y lenguaje rico. No deja por eso de estudiar en las universidades de Berlín y Viena, encontrándose en su obra lecturas del romanticismo alemán de Novalis y pesimismos a lo Schopenhauer. Su vuelta al seno de una sociedad recién constituida, conservadora ya y saturada de privilegiados, no parece serle favorable. Vivirá poco y, como nuestro Gustavo Adolfo Bécquer, vivirá mal. Hasta cuando encuentra un mecenas, como Titu Maiorescu, este pensará que los ruiseñores cantan mejor con los ojos hundidos y le hará escribir artículos de periódico por una miseria. También Bécquer vendió por tres duros su pequeña joya, «Las hojas secas», también midió con las botas rotas las calles de Madrid y los dos poetas acumularon versos y deudas y amores incompartidos. La lista de las deudas, que Eminescu detallaba con encantadora honestidad, es un largo poema de reproches a la sociedad que lo iba destruyendo. Hoy este testimonio de incomprensión está, junto con sus cartas, en la Biblioteca Nacional de Bucarest. El pesimismo de los poetas torturados por el tiempo en que vivieron no es siempre una postura romántica, ni una negligencia en el cumplimiento del deber de vivir. ¿Quién más trabajador que Bécquer? ¿Quién más cerca del amor que Eminescu? ¿Quién más orgulloso de morir, esto es, de haber vivido? «No quiero que la posteridad sepa que he muerto de hambre. Soy demasiado orgulloso en mi pobreza». Sus últimos años se sostiene a base de suscripciones públicas. «Tú no puedes figurarte cuán odiosa me es esta forma de mendicidad, encubierta con el nombre de suscripción pública», escribe en una carta. Pero su enfermedad no le permite ser ya suplente de la cátedra de Historia ni periodista. Su pensamiento, rodador perfecto y cristalino por tantas páginas hermosísimas, se detiene, y lo llevan de asilo en asilo, donde la locura lo va apagando. Al acercarnos a la obra de Eminescu se comprende la responsabilidad de los que fueron impermeables a su grandeza. Hasta su rebeldía era criticada; no daba el tono conformista necesario para conservar ajenos privilegios.

Rechazado por todos atravieso los años,

hasta que ya sin lágrimas vea secos mis ojos.

Cuando todos los hombres se yergan enemigos,

cuando ya no consiga casi reconocerme,

cuando los sufrimientos mi bondad petrifiquen

y llegue a maldecir la madre que he adorado,

cuando la ira cruel me parezca el amor...

el dolor olvidando, ya me podré morir.



Sus contemporáneos presentían que el hijo de la tierra, el protegido de los boyardos Bals, tan despierto para enhebrar imágenes fulgurantes, tiene algo que decir usando como materia poética el desdén. A veces, como en «Las lamentaciones del pobre Dionís», se ríe despiadadamente de su situación:

En medio de esta miseria ¡vamos, inspírate, canta!



Y canta, y en menos de veinte años de obra lírica, la lengua que oyó hablar por los caminos de su primera juventud se le convierte en un arma plena de sabiduría, dando al idioma rumano la flexibilidad y la riqueza con que los escritores actuales escriben. Que él sabía lo que estaba haciendo y tenía conciencia del salto hacia el porvenir que significaba, lo dice, por ejemplo, en su «Segunda carta»:

Si conocieras mi vida y los embates que sufre,

verías cuántas razones hay para romper mi pluma,

porque te pregunto: ¿sabes tú para que serviría

el combatir por la forma nueva de una lengua antigua?



En el combate por esa lengua nueva él es quien triunfa. La forma es la usual en la poesía romántica, pero como sabe escuchar los rumores de los bosques antiguos, la riqueza del alma común, los ecos de las leyendas campesinas, refundiéndolo todo en un solo impulso, da a la poesía rumana una dimensión nueva, una tonalidad desconocida hasta entonces.

Suelen decir los necesitados de sonajas y de fiestas aturdidoras que Eminescu era pesimista. ¿Quién iba a ser alegre tironeado entre su dignidad de escritor y su pobreza, entre la banalidad del medio ambiente y sus descargas emocionales ante la vida que hubiera podido ser para él sinceramente hermosa? Eminescu, como Gustavo Adolfo Bécquer, también tiene su amada del balcón de las campanillas azules, con la que no consiguió casarse. A través de muchos de sus poemas, cortos como rimas, como suspiros, el drama de la imposibilidad de alcanzarla lo vemos entretejerse a sus dificultades de adaptación, de asimilación a un medio y a una sociedad para la que solo encuentra críticas. De ese estado de ánimo se desprenden sus poemas amorosos, en los que toda retórica desaparece, pasando de los poemas de mil trescientos versos -como «Memento Mori» (Panorama de las vanidades), especie de «Leyenda de los siglos» -a la delicadeza, a la delgadez casi popular de una canción:

Y si las ramas golpean

y si los álamos tiemblan,

es porque dentro te guardo

y dulcemente te acercas.

[...]
Y si las nubes se borran

para que brille la luna,

es para que yo me acuerde

constantemente de ti.



Pero el amor tiene su canción desesperada:

No vuelvas, vida mía, a los años pasados,

en una sombra negra queda desvanecida,

como si jamás juntos hubiésemos estado,

como si aquellos años de amor se vaciasen.

[...]
Del horizonte llega la bandada de cuervos,

oscureciendo el cielo sobre mis turbios ojos;

que la tormenta estalle sobre el haz de la tierra,

mi barro vuelva al polvo, mi corazón, al viento...



El amor se ha ido, pero la patria queda. Su optimismo revive cuando opone a los males presentes las virtudes de los antepasados. Baladas y leyendas se suceden. Toda la arrogancia de los antiguos caudillos de la Dacia, sus epopeyas, sus ruidosos combates ruedan en centenares de versos y ciertamente con una armonía idiomática que ha asombrado a todos los críticos de Eminescu. Aun en nuestra dificultosa traducción queda el fuego de su aliento fuerte, casi épico, que arrastra con su alta dignidad poética, aunque pierda -por lo que pedimos perdón- las sutilezas maravillosas de su música. No puede por menos de ser así, ya que nuestras traducciones están hechas apoyándonos en una excelente traducción filológica francesa, más el original rumano, más los diccionarios, más los amigos, más nuestra buena voluntad en captar, pudiéramos decir al vuelo, cuanto tan gran poeta dejó en patrimonio a todos los pueblos del mundo. Pensamos que siempre sería mejor equivocarnos humildemente que dejar a los posibles lectores de lengua española sin conocer la poesía de Eminescu. Nos interesó al principio, pues íbamos viendo cómo su poesía hacía puente con las de los demás grandes poetas románticos del mundo y, luego, nos conmovió su actitud de noble actualidad combativa. Vimos cómo también este gran rumano, con una profunda solidaridad humana, se iba uniendo a su pueblo verso a verso y dolor a dolor, siguiendo su corazón el mismo camino que llevó a Víctor Hugo en Francia y a Mickiewicz en Polonia y a Petőfi en Hungría a marchar hombro con hombro con los suyos. «La primavera de los pueblos» canta en ellos como en Espronceda y en Shelley... Esos poemas de Eminescu son los más raros y curiosos, los que trabajó con más fervor y rabia, los que fueron considerados de mal tono por sus contemporáneos. Sus contemporáneos hacen colectas públicas para retener al pobre poeta, torturado por tanta corriente de amargura, en una lejana casa de salud. También, como nuestro Gustavo Adolfo, va a desaparecer sin que los felices se enteren de sus sufrimientos. Mihail Eminescu siente que su cabeza ya no puede acompañarle normalmente en sus sueños; Gustavo Adolfo deja sus Rimas a Narciso Campillo porque él ha de emprender un viaje del que no se regresa. Enloquecido y triste y sin recursos y con la razón extraviada, en medio de todos los padecimientos, Eminescu calla y muere sin ninguna ayuda oficial, como tampoco la tuvo nuestro Gustavo Adolfo.

Solo tengo un deseo,

que en la paz de la tarde

me permitáis morir

a la orilla del mar...



En 1949, Mihail Eminescu fue elegido miembro de la Academia Rumana como una reparación para rescatar su hermosa voz poética. Miles de ediciones, de las que él vio tan pocas en la vida, han derramado sus versos en el corazón de su pueblo, de cuyo fondo brotaron. Su noble cabeza vive en los jardines en compañía de los pájaros y en el cementerio duerme, como él lo quería, sobre un lecho de jóvenes ramas.

Los astros que se elevan

de la enramada en sombra,

serán para mí amigos,

sonriendo de nuevo.

Gemirá apasionado

el canto del mar áspero...

y me volveré tierra

en mi honda soledad.



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