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Críticas a los libros de pastores en la literatura del Siglo de Oro

Cristina Castillo Martínez


Universidad de Alcalá



La gran variedad de ficciones narrativas y los diferentes modos de evolución que siguieron durante el siglo XVI y buena parte del XVII hacen de éste un período particularmente interesante dentro de la literatura. Libros de caballerías o de pastores, de aventuras bizantinas, picarescas o moriscas serán requeridos por el lector ávido de diversión y deseoso de entretenimiento. Las hazañas de los más valerosos caballeros andantes, los requiebros amorosos de los más sufridos pastores, o las aventuras extraordinarias de amantes desafortunadamente separados poblarán su imaginación. A todos estos moldes narrativos -excepto a la picaresca- les une un denominador común, el idealismo, vertebrador de sus aventuras y caracterizador de sus personajes. Posiblemente éste fue uno de los elementos esenciales que, en mayor medida, consiguió atraer la atención de un público que no sólo se conformó con leer este tipo de novelas, sino que incluso trasladó parte de esa ficción a la realidad, en forma de fiestas cortesanas en las que los grandes señores adoptaban los disfraces de caballeros andantes, pastores o moros. Estamos, por tanto, ante uno de los principales indicadores del éxito de este tipo de obras. Y al mismo tiempo también, ante una de las varias causas que los censores tomaron como objeto de sus críticas.

En el caso concreto de los libros de pastores, nos consta que tuvieron un gran éxito y que suscitaron un especial interés entre el sector femenino del público lector, por considerarse como manual de refinados sentimientos1, y seguramente también por las delicadas y las tan a menudo minuciosas descripciones de una naturaleza armónica que servía de marco idóneo para el desarrollo de unos idílicos casos de amor. Toda una serie de elementos que respondían, en última instancia, a una estética renacentista.

La fama de este subgénero narrativo viene avalada por el número de obras que se nos han conservado. Vienen a rondar las veinticinco, si contamos tan sólo las que se podrían considerar puramente pastoriles, y esto en un período que se extiende desde 1559, año de la primera edición conservada de La Diana, de Jorge Montemayor, a 1633, en que aparece Los pastores del Betis, de Gonzalo de Saavedra (ó 1679 si tenemos en cuenta la pastoril a lo divino de Ana Francisca Abarca de Bolea, Vigilia y octavario de San Juan Baptista). En cualquier caso, hablamos de más de una veintena de títulos, un número considerable para la época, aunque ni mucho menos comparable con el éxito de los libros de caballerías.

Indudablemente no podemos reconstruir la realidad de un género literario a partir tan sólo de las obras que han perdurado a través del tiempo. Que duda cabe de que son unos instrumentos de sumo valor para, al menos, calibrar la importancia que estas obras tuvieron durante su etapa de vida; pero evidentemente no son los únicos medios. Es importante no sólo conocer su existencia, sino también tener en cuenta la repercusión que este género tuvo entre los lectores y las reacciones que provocó en la sociedad en general.

De hecho, aunque el éxito de la formula instaurada por Montemayor fue inmediato, también es cierto que las críticas e incluso las censuras comenzaron a llover desde época temprana, en una clara muestra de que a pocos dejó indiferentes. Los primeros comentarios surgieron a los pocos años de la aparición de La Diana y no sólo por parte de humanistas y religiosos, sino incluso por parte de los propios escritores, varios de ellos cultivadores, en algún momento de su vida, de la novela pastoril. El cambio que en ellos se operó es una muestra evidente de un desarrollo en la consideración de esta modalidad genérica, no sólo como opinión particular, sino posiblemente también como creencia mayoritariamente asumida. Estos textos, no escasos, contribuyen a conformar esa visión que sobre el género pastoril se tenía durante el Siglo de Oro y, al mismo tiempo, ayudan también a reconstruir su panorama.

Encontramos, de este modo, críticas directas, procedentes tanto de escritores como de moralistas; y también indirectas, en forma de traslaciones a lo divino o de trasposiciones de la temática pastoril con otros fines, que ponen en tela de juicio la veracidad e incluso la seriedad de estas composiciones.

No pocos ejemplos nos brinda la literatura, bien profana, bien religiosa. Sobre muchos de ellos reflexionó W. Krauss2 a mediados del siglo pasado, en un artículo que sentaba las bases sobre este tipo de estudios en el campo concreto del Siglo cié Oro. Opiniones y textos que tuvo muy en cuenta J. B. Avalle-Arce3 y que, tiempo después y abarcando un mayor campo, abordó también M.a S. Arredondo4. En este trabajo, sobre la base de los textos recogidos por estos investigadores y sobre otros nuevos que aporto, intento plantear una comunidad de temas que asocian todas estas opiniones.

Sin lugar a dudas, uno de los comentarios críticos más conocido sobre los libros de pastores es el que dirige Cervantes en el episodio del escrutinio de la biblioteca de don Quijote. «¿Qué haremos de estos pequeños libros que quedan?», pregunta la sobrina con celo inquisitorial. El resultado: La Diana de Montemayor es expurgada «de todo aquello que trate de la sabia Felicia y de el agua encantada»; la Diana de Alonso Pérez, El pastor de Iberia, de Bernardo de la Vega, Ninfas y pastores del Henares, de Bernardo González de Bobadilla y Desengaño de celos, de Bartolomé López de Enciso, son condenadas al fuego. Mientras que tan sólo la Diana, de Gil Polo, Los diez libros de la fortuna de amor, de Antonio de Lofrasso, y El pastor de Fílida, de Gálvez de Montalvo, obtienen el perdón.

Este famoso episodio, al margen de las interpretaciones inquisitoriales que se le han dado, al ser la mano del cura la última en juzgar, hay que ponerlo en relación con algunos hechos reales. En la Constitución del primer sínodo de Santiago de Tucumán se realizó una Prohibición de libros con el título «que se eviten los libros vanos», y para ello

mandamos a todas las personas, hombres y mujeres de todo nuestro obispado, de cualquier estado y condición que sean, que, so pena de excomunión mayor, dentro de cuatro días de publicación de esta constitución sinodal, nos traigan o envíen a las casas de nuestra morada todos los libros que se intitulan Dianas, de cualquier autor que sean, y el libro que se intitula de Celestina, y los libros de caballerías, y las poesías torpes y deshonestas [...] para que los dichos libros sean quemados.


(p. 165)                


De manera que la idea del fuego no sólo como destructor, sino además como aniquilador de la cultura impresa podría ser reflejo de algunas prácticas reales. Señala el editor de este texto que tal vez no llegó a cumplirse nunca esta amenaza del fuego, pero, en cualquier caso, sólo el planteamiento resulta a todas luces ilustrativo en la realidad de lo que Cervantes llevó a la ficción5.

Pero la quema de libros, el mayor castigo infligido por la censura, es también una amenaza, según las palabras de Fray Andrés de Soto, citadas por Krauss:

Estos Orlandos, esas Dianas, esos Boscanes y Garcilasos, y esos entretenimientos de damas y galanes y otros semejantes librilos suaves son a los sentidos, mas son sin duda veneno para el alma, y así para algunos sería bien quemarlos y ofrecer ese sacrificio a Dios; que el humo que de su hoguera saliese sería perfume y cazoleta olorosísimo a los sanctos y amigos de Dios6.


Cervantes es uno de los escritores que, como afirma Avalle-Arce, muestra una actitud ambivalente hacia lo pastoril7. Lo cultivó en la primera de sus novelas, La Galatea, lo retomó en el Quijote y en otras de sus obras, aunque no siempre desde la misma perspectiva. Alguno de sus tratamientos ponen en entredicho la veracidad de lo pastoril. El ejemplo más claro es el que nos ofrece en El coloquio de los perros, especialmente en boca de Berganza, quien resulta sorprendido por la actitud de los pastores literarios en comparación con la de aquellos que él conoce:

porque si los míos cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un «Cata el lobo dó va, Juanica» y otras cosas semejantes; y esto no al son de chirumbeles, rabeles o gaitas, sino al que hacía el dar un cayado con otro o al de algunas tejuelas puestas entre los dedos [...]; ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna8.


Actitud semejante muestra Lope de Vega. También él, en su juventud, se interesó por los libros de pastores. Primero con la escritura cié La Arcadia y poco después, en 1612, con Los pastores de Belén, en la que lo pastoril se torna a lo divino. Esta temática parece que produjo una especial fascinación en Lope, puesto que, en algunas de sus obras posteriores, se refirió a este esquema, en la mayoría de los casos, para ponerlo en entredicho. En primer lugar, en La Dorotea9, y también en dos de las Novelas a Marcia Leonarda: Las fortunas de Diana y La prudente venganza, en las que se burla de sus convencionalismos, con cierta ironía. Así dice en esta última:

Ya se llegaba la hora del comer y ponían las mesas -para que sepa vuestra merced que no es esta novela libro de pastores, sino que han de comer y cenar todas las veces que se ofreciere ocasión10.


Y también manifestará algunas curiosas opiniones acerca de estos libros en algunas de sus comedias. Así, en El cuerdo en casa insiste en la contraposición de pastores reales y pastores fingidos, planteada por Cervantes. Liseno, Gilote y Ergasto son unos pastores que habitan en las cercanías de Plasencia y que soportan algo tan real como el frío invierno (con la nieve, el viento y el granizo). De ahí que Ergasto diga: «¿Esta es vida de envidiar?». Y que Liseno, poco más adelante, increpe, por ello, a los autores de estas novelas:


      Quisiera ver
los que suelen componer
estos libros de pastores,
donde todo es primavera,
flores, árboles y fuentes11.


Y en La ocasión perdida vuelve a retomar el tema de lo inverosímil y fingido de estas historias. Así dice Hernadillo:


Muy buena vida traemos.
Como historia de pastores,
que en todo un libro jamás
duermen, ni comen, ni hay más
que hablar de celos y amores 12.


Sin embargo, a pesar de todo esto, ni Cervantes ni Lope de Vega se desdicen en ningún momento de todo lo pastoril escrito con anterioridad, ni sus afirmaciones serán críticas negativas en términos absolutos, más bien parecen responder a una actitud irónica ante una temática que consideran, en cierto modo, agotada. ¿Qué es lo que ha sucedido si no entre la publicación de La Arcadia y las Novelas a Marcia Leonarda, o entre la aparición de La Galatea y el Quijote? Hemos de suponer que un cambio en los gustos del lector y obviamente también en los de los escritores.

Menos sorprendente resulta saber que Quevedo, un experimentado satírico, volviera su mirada crítica hacia los libros de pastores, tanto en su Pregmática del desengaño contra los poetas güeros, como en el Buscón13. Lo que no podemos pasar por alto es el comentario realizado por Mateo Alemán en el Guzmán de Alfarache. El centro de sus dardos es la exageración y falsedad de estos libros que muchos toman por verdad, pero lo hace a través de una patente misoginia. En el capítulo III, el protagonista habla de las mujeres livianas que tratan de «casarse por amores» y convierten en realidad lo que para él tan sólo son palabras bonitas: «Oye cantar unas coplas que hizo Gerineldos a doña Urraca, y piensa que son para ella [...] ¡Anda, vete, loca!, que no se acordaba de ti el que las hizo y, si te las hizo, mintió, para engañarte con adulación, como a vana y amiga della». Pero poco más adelante se valdrá para sus críticas del primero de los libros de pastores y su influencia en las mujeres (nada dice de los hombres):

Leyó la otra en Diana, vio las encendidas llamas de aquellas pastoras, la casa de aquella sabia tan abundante de riquezas, las perlas y piedras con que los adornó, los jardines y selvas en que se deleitaban, las músicas que se dieron y, como si fuera verdad, o lo pudiera ser y haberles otro tanto de suceder, se despulsan por ello. Ellas están como yesca. Sáltales de aquí una chispa y, encendidas como pólvora, quedan abrasadas14.


Estas palabras van dirigidas a un capítulo concreto de la obra de Montemayor, precisamente el que se cuenta en el libro IV cuando los pastores acuden al suntuoso palacio de la maga, descrito tan minuciosamente.

Si bien los comentarios de escritores son bastante ilustrativos de la concepción que se tenía de estos libros, la opinión de los moralistas no desmerece en absoluto. Incluso se podría decir que es mucho más acida. A los libros de pastores se les calificará de «vino tan venenoso», como hace Malón de Chaide15; de «veneno para el alma», tal y como afirma Fray Andrés de Soto; o de «cernícalos de uñas entreveladas», como tacha Jerónimo Zurita a la Diana de Montemayor y a sus continuaciones en su Dictamen acerca de la prohibición de obras literarias por el Santo Oficio16. En este interesante texto, el primer cronista de Aragón habla de los «libros que dañan las costumbres», ya sean latinos o vulgares en cualquier lengua, y de nuevo existe la referencia a las mujeres, a las que toma, como ya se sabe, por el público favorito de este tipo de obras, el más frágil ante esas liviandades de las que habla:

La Diana de Montemayor, con otras dos que la han continuado, son cernícalos de uñas entreveladas, parte coplas, parte prosa: quisieron imitar la Arcadia de Sanazaro, pero infelizmente; tienen ingenio, muy poco artificio, tratan la liviandad más descubiertamente, por donde mujeres las leen mucho; libros son que se pierde poco en que no los haya.


(p. 220)                


En 1601, el monje benedictino Leandro de Granada tradujo del latín al castellano la Insinuación y demonstración de la divina piedad de Gertrudis la Magna y, en concreto, en el Discurso primero que añade al capítulo I, dedicado a la vida de la santa, dice lo siguiente a propósito del provecho de libros espirituales como éste, frente a los de caballerías o pastores:

Espantóme también cómo padres cuerdos, celosos de la honra de su casa, cierran las ventanas a sus hijas y criadas, donde es tan raro el daño, y les dejan una Diana o un Orlando en las manos, que de día y de noche al acostarse y al levantarse les enseñan mil torpezas, y tanto con mayor eficacia cuanto con mayor dulzura17.


El franciscano Ortiz Lucio, en la Carta dedicatoria que dirige al conde de Tendilla en su Jardín de amores santos y lugares comunes, establece una clara oposición entre cuerpo-alma y de ahí una diferenciación entre los lectores que alimentan uno y otra:

... es muy inútil y de poco provecho la lección de las Celestinas, Dianas, Boscanes, Amadises, Esplandianes y otros libros llenos de portentosas mentiras. Y del abuso que Satanás con estos libros ha introducido, no se granjea cosa, sino que la tierna doncella, y mancebo, hagan de tal lección un tizón y fuego y soplo incentivo de torpeza, donde enciendan sus deseos y apetitos de liviandad18.


Pero, ¿cuál es el denominador común en todas estas críticas? Se trata siempre de juicios negativos referidos o a obras concretas o a aspectos generales de éstas. Lo curioso es que, si aluden a alguna obra, siempre será La Diana o, en todo caso, La Arcadia, de Lope de Vega, o la de Sannazaro. En este sentido, hemos de tener en cuenta las palabras de López Estrada al afirmar que «Una Diana llegó a ser no precisamente el libro de Montemayor, sino cualquier obra pastoril de su especie»19.

En el caso concreto de los escritores, estamos ante críticas menos directas que las de los moralistas. La mayoría se refieren a aspectos precisos de la obra, ya sea por la ociosidad de los pastores -todo es «celos y amores» (La ocasión perdida)-, por el exceso en la descripción de la naturaleza -«todo es arroyuelos y márgenes» (La Dorotea), «todo es primavera, / flores, árboles y fuentes» (El cuerdo en casa)-, o por lo quimérico de su planteamiento. Los escritores insisten, sobre todo, en la inverosimilitud de estas narraciones y critican, sin ningún reparo, a quienes las escriben. Los moralistas también señalan las mentiras que incluyen pero como un elemento que puede dañar la moral. Se trata, de cualquier modo, de obras poco provechosas, inútiles, por tanto, y perniciosas, especialmente para la juventud y más en concreto para las mujeres. Así lo señala también Huarte de San Juan: «Estos se pierden por leer en libros de caballerías, en Orlando, Boscán, en Diana de Montemayor y otros así»20.

La mayoría de estos textos vienen a confirmar algo que ya se conoce y es que los libros de pastores debieron de tener un potencial público femenino bastante considerable. Si no, ¿por qué esa insistencia de los moralistas en señalar que son especialmente dañinos a las mujeres? ¿Por qué esas palabras tan duras de Guzmán de Alfarache21? Todos estos datos llevan a replantear la idea de que la lectura era propiedad casi exclusiva del hombre.

Los comentarios hacia los libros de pastores, no obstante, siguen otras vías. Una de ellas «a lo divino», ya apuntada por Krauss, Avalle-Arce, López Estrada y Arredondo. Otra, más atrevida, se sitúa veladamente en el interior de algunas obras si no pastoriles, sí al menos que contienen, en mayor o menor medida, elementos procedentes de esta temática. El caso más evidente tal vez sea el de las conocidas «fingidas Arcadias». El mismo término «fingida» ya implica un juicio preconcebido acerca de la inverosimilitud de lo narrado. Sucede así en la obra de Tirso de Molina que lleva este mismo nombre, en el Quijote y en La Cintia de Aranjuez, de Gabriel de Corral.

La máxima crítica hacia los libros de caballerías parece centrarse, sin lugar a dudas, en el Quijote. Cervantes, convirtiendo a un anciano hidalgo en caballero andante, llevó a cabo la mayor de las censuras que se le podía hacer a un género. Ocurrió algo semejante con la pastoril francesa, en el caso de Le berguer extravagant de Charles Sorel, pero lo cierto es que también en el ámbito español podemos encontrar un ejemplo que, en algunos aspectos, se asemeja. Estoy hablando del Lisardo enamorado, de Alonso de Castillo Solórzano.

En el libro quinto, la acción se desarrolla dentro de un marco cercano a la temática pastoril. El enamorado, intencionadamente llamado don Lope, enloquece de celos por su amada doña Margarita, y se cree el pastor Anfriso, protagonista de La Arcadia de Lope de Vega. No han sido los libros de pastores los que han hecho desvariar al protagonista, sino el amor y los celos, parte integrante de este subgénero narrativo, cuyo molde le sirve a don Lope para canalizar sus sentimientos. Lo artificioso de la actitud del protagonista, así como de todo el capítulo en general es muestra también de la evolución del género.

Y, por último, es inevitable hablar de un libro de pastores anónimo, poco conocido, llamado La pastora de Manzanares que, sin llegar a ser una parodia del género, sí que incluye algunos elementos distorsionadores, testimonio, una vez más, de que los gustos han cambiado. ¿No habrían de considerarse así las palabras que «Un lector» dirige al protagonista una vez terminada la obra?:


Ya pasaron los amores
del necio Leandro y Hero,
ya, amigo, quieren dinero
las pastoras y pastores22.


En definitiva, no son pocas las opiniones de censores, moralistas o escritores; así en prosa como en verso; bajo el molde de la novela o el del teatro; como crítica negativa o simplemente como un apunte irónico. Lo que parece claro es que los lectores de cualquiera de estas obras eran o habían sido potenciales lectores de los libros de pastores, conocían seguramente el alcance de esos comentarios y hasta es posible que comulgaran con las ideas en ellos insertas. Con menos certeza podemos afirmar, sin embargo, si esas críticas crearon opinión o fueron tan sólo reflejo de un previo y generalizado sentir.

Si hacemos un recorrido cronológico por las citas aludidas, advertiremos que las críticas morales o religiosas surgen desde prácticamente el nacimiento del género. Sin embargo, las referencias a los libros de pastores en obras de ficción se concentran de manera especial en el siglo XVII. Este hecho evidencia un paulatino desarrollo en la consideración de estas obras por parte de los lectores, una muestra de que sus esquemas estaban dejando de funcionar a favor de otros más verosímiles.

Por tanto, hemos de tomar en consideración todos estos testimonios que contribuyen a completar el proceso literario con la reconstrucción del horizonte de expectativas de los lectores, lo que pone en evidencia una vez más lo mucho que todavía nos queda por saber acerca de la vida literaria durante el Siglo de Oro.






Bibliografía

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