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Bucólica

Emilia Pardo Bazán

Sr. D. Camilo Jiménez.

Fontela.- Septiembre.

Querido Camilo: Ya ves si cumplo mi palabra, y eso que estoy dado a los demonios en este destierro, que me parecería menos horrible a poder salir de él libremente y cuando quisiese. Mucho vale la libertad. Hasta perderla no se conoce su precio.

¿Qué sacrificio hago yo, en realidad, con alejarme de Madrid unos meses, cazar, pescar y respirar aire sano? Protesto contra esta higiénica medida, porque me la imponen, no porque en sí me desagrade. Tú me recordabas, para aplacarme, que cedo a la tiranía del cariño, lo cual no humilla: convenido; mamá me adora, me aparta de sí desgarrándose el alma, ha llorado como una Magdalena en la estación, y me decía, mojándomela cara de llanto, que ojalá fuese millonaria para costearme la invernada en Niza, o en Alicante siquiera; pero que no poseía sino este palomar grieteado en el corazón de Galicia, donde yo pudiese beber leche fresca, dormir sobre un establo y reponerme...

Que, no obstante, si me empeoraba o me aburría, cuatro renglones; la familia hará un esfuerzo, te mandaremos a Italia... Ante las lágrimas y el besuqueo, ¿qué se hace un hombre, Camilo? Jurar que le entusiasma Fontela, y venirse a escape, ¿he de consentir que el consabido esfuerzo desequilibre los presupuestos de mi casa? El sueldo de magistrado de mi padre y las rentitas gallegas de mi madre, solo a fuerza de orden y parsimonia cubren los gastos y permiten atender a las exigencias del decoro. Hacen milagros los pobres papás.

Por eso me incomoda a mí no servir para nada, ser a los veinticuatro abriles abogado sin pleitos, y por eso te suplico no olvides mi pretensión y trabajes con ahínco para que suban al poder los tuyos, y me hagan a mi siquiera juez de entrada; bien poco pido; se trata de sentar el pie en la carrera y dejar de ser miembro inútil, cero social.

El cargo a que aspiro es modesto; pero ya sabes cómo se armoniza con mis gustos y carácter. ¡Oh! ¡ Yo seré un juez de p y p y doble u, como tú dices que son las chicas del brigadier Robles! ¡Me agrada tanto la rectitud, la gravedad, la equidad; tengo tan elevada idea del olido de administrar justicia; he estudiado con tanto cariño la hermosísima ciencia que se llama filosofía del derecho, y creo que está en general tan atrasada y que podemos prestar tan inmensos servicios a la humanidad los que la renovemos, aplicándola prácticamente, sin pararnos en viejas rutinas y desarraigando inveterados prejuicios y abusos...!

Y además, los ejemplos que he visto desde la niñez me ayudarán a desempeñar dignamente la judicatura. Mi padre disfrutaría hoy una renta de 5 o 6.000 duros si hubiese fallado de cierto modo ciertos litigios; prefirió su honrada estrechez, e hizo bien, puesto que sus hijos y herederos estamos conformes y orgullosos. Hasta Matilde... (no te sonrías, Camilillo), hasta la buena de Matilde, que se pasa la vida oliendo lo que se guisa en casa de los modistos célebres, en el fondo prefiere su vestidito reformado, de gro negro, a galas de sucia procedencia.

¡A quién se lo cuentas! dirás tú. Es que es una excelente chica mi señora hermana, y usted, caballero Tenorio, se guardará de insinuarle cosa ninguna con mal fin, o nos veremos a la vuelta. Sin embargo, te permito dar a Matilde mil expresiones de mi parte. Tocante a 1a salud, particípale que voy mejorando. Y que le escribiré.

Lo raro es que ni yo mismo entiendo qué tengo, ni de qué vine a curarme aquí. Cansancio al subir cuestas; ligeros sudores en la cama; tosecillas rebeldes al clásico remedio casero de la leche de burra; opresión en el pecho, y, lo que más me molesta, una especie de vértigos, que a lo mejor me obligan a apoyarme en la pared, y otras veces me producen la sensación de voces sepulcrales o irónicas, hablándome confusamente al oído: he aquí los síntomas que expuse al doctor Sánchez del Abrojo. Ya sabes la receta: echar la llave a los libros, campo, vida animal Hay modas en todo, hasta en la medicina, y esto de convivir con la Naturaleza es el gran específico para los médicos de ahora.

¡Mamá se ha tragado que yo tenía principio de tisis! ¿Te acuerdas del día en que te llamó a su cuarto, con mucho misterio, para averiguar de ti en qué pasos andaba su hijo, y qué orgías y desórdenes o qué pasiones desatadas arruinaban mi físico? Todavía me río de la buena sombra con que le respondiste: «Señora, como no sea de excesos de virtud, o de atracones de estudio, no entiendo de qué está malo Joaquín». No, y tú eres voto en la materia. La única travesura de la temporada, fue aquel baile a donde me llevaste a remolque, donde me mareaste con el Málaga, el champagne y el mal ejemplo, desde el cual me fui... Llámame soso, o Catón, o lo que quieras; pero es un recuerdo que no me gusta evocar. Jamás he comprendido cómo puedes lanzarte tras la primer ciudadana que se te presenta, recoger lo que anda rodando y empalmar cierta clase de aventuras. Soy austero. Está visto que nací para juez.

Volviendo al caso de mi salud, y dejando las causas que pueden haber influido en su deterioro, te diré que aquí, aunque me aburro por siete, espero mejorarme. Ya sudo menos en la cama; ya hace dos días que no me atacan vértigos; por consiguiente, sin que se entere mamá, vas a tener la bondad de meter en un cajón un par de docenas de libros; pídele a Matilde, que los tiene de su mano, el Laurent, la Enciclopedia jurídica de Ahrens, el Mackenzie, las obras de Leibnitz, las poesías de Bécquer, y añade alguna novela nueva de Galdós o Alarcón que haya salido. Córrete a ese despilfarro, que bien puedes. Adiós; me canso y dejo para otro día la descripción de la Fontela.

Tu amigo entrañable.- Joaquín Rojas.


Del mismo al mismo

Octubre.

Me ha entrado pereza de escribirte la semana pasada, y es natural: ¿puedo contarte de este sitio algo que merezca la pena de leerse? No obstante, hoy me impulsa el mismo aburrimiento a ponerte una carta kilométrica.

No me has mandado los libros; dices que Matilde te negó la llave; ¡cualquier día me la pegáis tú y ella! Estáis de acuerdo con mamá para que me convierta en momia viviente. Bueno, aguantaré hasta más no poder; y así que me sature de animalidad, tomo las de Villadiego y os encontráis ahí a Pachín el soso. Hablando formalmente, yo te suplico me envíes qué leer; las noches de invierno se echan encima, pronto anochecerá a las cinco, y no sé cómo voy a engañar tantas horas, aunque me acueste con las gallinas.

En un número de El Imparcial que vino de la villita próxima envolviendo arroz, veo el estreno del drama de Echegaray y la honda impresión que ha causado en el público; compadécete de este pobre aldeano, y remíteme por el correo ese drama.

Ahora te pintaré mi Tebaida. Fontela reposa en el hondo de un ameno valle, formado por las vertientes de dos montañuelas, entre las cuales pasa cautivo el río Avieiro. De este río es tributaria la fontela, o fuentecilla, que mana en el huerto de mi propiedad y le da nombre. A pesar de este aparato de montañas, río y fuente, la finca no es lóbrega, fría ni triste. Está enclavada en una de las mejores comarcas de Galicia, donde se tocan las provincias de Orense y Pontevedra; la temperatura (a lo que pude observar por ahora) es benigna, y según me aseguró ayer el albéitar de Cebre (que vino a prestar los servicios de su arte a una vaca enferma, y es de los alumnos finitos y resabidos de la Escuela de Veterinaria), el termómetro no desciende jamás a cero grados. En cambio, el clima peca de lluvioso; cosa que me fastidia, pues suele aprisionarme entre cuatro paredes. Mucho siento hacerme caro, pero necesito de toda necesidad un buen impermeable: díselo a mamá.

La villa de Cebre, situada a tres leguas escasas, es el lugar habitado que tengo más próximo: compónese esta villa de dos calles y media, una iglesucha tamaña como mesón donde remuda tiro la destartalada casa-cuartel de un cobertizo, un diligencia y una la Guardia Civil. A cinco leguas, por el atajo, hállase Pontevedra; a veces pienso en montar hasta Cebre, meterme en el coche de línea y pasarme en Pontevedra una semana; luego reflexiono: ¿para qué? No conozco allí a nadie; el teatro está cerrado; vistos los dos o tres edificios que lo merezcan, me pasearía por las calles hecho un tonto, aburriéndome más que aquí. Renuncio a las expediciones.

A todo esto, aún no he descrito el palacio y jardines de mi real sitio. No ha debido de ser mala, in illo tempore, la casa, construida a principios del siglo pasado por un bisabuelo o tatarabuelo de mi madre. Como la mayor parte de las casas solariegas de aquí, tiene la escalera a la parte exterior, y se entra al piso alto por una larga solana o balcón corrido, mientras el portalón de abajo, que domina una piedra de armas, da ingreso a la bodega, lagar, cuadra y establos. El piso alto -que es el habitable- consta de salón, cocina ancha y semiconventual, y un par de dormitorios en que caben tres salitas como la nuestra de Madrid. Por supuesto, que todo se encuentra en lastimoso estado: la solana, desde donde se goza la deleitable vista del río, está alfombrada de habichuelas extendidas a secar, y en la esquina hay un montón de enormes calabazas; la sala se ha convertido en granero, y amenaza hundirse bajo el peso de ingentes montones de centeno y trigo, que muy a su sabor recorren las ratas; y en mi dormitorio había depositado la chica del casero cosecha de peros y manzanas tan abundante, que su fragancia no me dejaba dormir y hubo que retirarlas al cuarto contiguo, lleno ya de patatas y chirivías.

Excuso decirte que en las ventanas de la casa no se encuentra un cristal sano, y que las golondrinas (que ya se fueron) anidaban en las vigas del salón. Yo, para evitar el frío, tengo que vestirme con las maderas cerradas, a la luz que se filtra por las rendijas; es verdad que se filtra bastante, y aire también. Ya vestido, abro la ventana y entra con los rayos del sol la alegría del cielo puro, o con las nubes una tranquila melancolía gris, que tiene su encanto, por ser muy característica de esta región. He reparado (los aburridos lo reparamos todo) que suelen las nubes obscurecerse y agruparse a la parte del Noroeste, sobre un manchón o soto de magníficos castaños.

Comprenderás por lo dicho que la casa, más que vieja, se encuentra abandonada y se resiente del olvido en que la tienen sus dueños. La cal se ennegreció, y las vigas y pisos obscuros, que empiezan a apolillarse, aumentan el aspecto desolado de las habitaciones. Lo más curioso es ver aún esparcidas por estos destartalados aposentos algunas reliquias de opulencia señorial. Mi cama, por ejemplo, es salomónica, primorosamente torneada, incrustada de bronce, con monumental copete y dosel altísimo, de donde cuelgan pingajos de damasco ayer rojo y galón ayer dorado; es mueble que si se restaura quedará precioso, y cuando yo tenga un real y muchos cuartos lo compondré para ofrecérselo a mamá. He descubierto también unos bancos de respaldo pintado, una mesilla de tijera que acuerda al rey que rabió, y una Purísima en cobre, tan encubierta por el polvo, que solo adiviné el asunto viendo blanquear la media luna. Del estado en que se hallan estos tesoros juzgarás si te digo que mi cama, antes que yo llegase, servía para tender castañas y nueces. Los colchones son prestados: creo que del cura.

Sospecho que hasta mi venida, la familia del casero se permitía dormir y vivir en el piso alto, bien distante de imaginar que ningún Rojas la estorbase nunca el pacífico goce de su morada. Desde mi invasión se refugiaron abajo, no sé si en el lagar o en la bodega; no he querido averiguar en dónde, porque necesito hacerme violencia para no mandarles que suban otra vez. Me consta que a papá no le agradaría, pues me encargó que me diese a respetar y guardase mi posición, no familiarizándome con los caseros; pero tú, que conoces mis principios, adivinarás cuánto me mortifica saber que a mi lado respiran cuatro o cinco seres humanos y racionales como yo, amontonados en un lugar sombrío, húmedo, entapizado de telarañas, sin sábanas ni colchones, y al abrigo de una cuba vieja. Porque yo creo que dentro de las cubas vacías duermen todos, chicos y grandes. Aquí, antes del oidium, se cogía mucha cosecha, y hay cubas monumentales que hoy no se usan: las alfombraron de paja, y como Diógenes el cínico.

En tan extraños lechos presumo que duermen el padre, vejete marrullero, fisonomía inmóvil, ojillos relampagueantes de malicia; Maripepa, la hija mayor, que contará sus veinte; la pequeña, como de ocho; el niño, de cinco, y el mozo de granja, un bárbaro (exento del servicio militar por faltarle el pulgar y el índice de una mano, que él mismo segó con la hoz). ¡Qué promiscuidad! dirás tú y dirá cualquiera. Así viven: como las bestias en el establo; peor quizás.

Paso a los jardines. Se componen de un cuadrado de coles, otro de patatas, un maizal que ahora está en rastrojos, y unos cuantos manzanos, perales y cerezos. En materia de flores, ya te contaría Matilde que no pude enviárselas disecadas porque no existen, a no ser tojos amarillos, malvas y unas campanillas blancas bien chiquitinas. Cuando cese de llover, bajaré a las orillas del río a ver qué tenemos de bueno por allí y si es posible coger alguna trucha; me convendría variar el menú, que se compone invariablemente de un caldo, un cocido y un asado de carne con patatas. Creo que Maripepa no sabe más condumios. Es verdad que por la mañana me atizo un vaso de leche..., ¡qué vaso de leche, chico! Esto es beber leche: una leche mantecosa, fragante, rebosando la suave crasitud de la nata: un desayuno digno de un rey. Al despertar sudando y molido (porque esta máquina no quiere acabar de arreglarse, pero no se lo digas a los papás), aquel vaso de leche me vuelve el alma al cuerpo. A las siete en punto entra Maripepa, y cla, cla..., me bebo mi vaso, mejor dicho, mi escudilla o cunea de barro del país, que no nos honramos con otra vajilla más preciosa.

Ya que he puntualizado lo que me sucede aquí, hasta lo más tonto, justo es que me enteres de lo que por ahí ocurre. ¿Habló ya en el Ateneo Gutiérrez Pelado? ¿Gustó? ¿Volvieron Ernesto y su novia de Andalucía? ¿Publicó Lena sus Ilusiones fugaces? ¿Le han dado algún palo los críticos? ¿A qué altura estás con la rubia del Retiro? ¿Lo pescó Matilde? ¿Y de política? Que vengan los tuyos, amén; pero por turno pacífico, sin pronunciamientos. España necesita un poco de paz, si ha de reponerse. Me repugnan las explosiones brutales, hasta las más justificadas en su origen.

A ti, en cambio, te entretienen. Dichoso tú. No te faltará diversión.

Ea, adiós; no te empereces, y escribe.


Del mismo al mismo

Octubre.

¡Camilo, Camilo, Camilo! ¡Que siempre has de ser así, empedernido y recalcitrante! Porque te dije en mi carta anterior que el casero tiene una chica, y esta chica me sirve la cunea de leche, ya pones mil tonterías, y afirmas que estoy aquí contentísimo y pinto el país y la casa con bellos colores. Piensa el ladrón... Ven acá, malicioso; ¿ignoras que no soy como tú, ni peco de inflamable, ni me vuelve loco el espectáculo de unas enaguas colgadas de una percha? Me gusta lo hermoso, me agradan las niñas guapas mucho más que las feas; solo que no he menester, como tú, traerlas siempre al retortero, y supongo que cuando me enamore será de veras, y haré un marido tierno y amante, como Dios manda y debe ser todo hombre honrado.

Mi programa excluye los conatos de seducción. ¡Y por dónde querías que empezase la carrera de Tenorio! ¡Por Maripepa, la hija del señor Pepe de Naya! Antes de leer tu carta (que en algunos pasajes me hizo desternillarme de risa), ignoraba el color de los ojos de esta rústica ninfa, o más bien faunesa. Hoy fue la primera vez que se me ocurrió desmenuzar su palmito. Cuando yo la consideré despacio, estaba Maripepiña en la actitud siguiente: arrollada a una muñeca la soga con que prendía a la vaca, y en la otra mano, que apoyaba en la cadera, reluciente y afilada hoz. Muchacha y vaca miráronme de soslayo cuando me acerqué al grupo, con mirada a un tiempo recelosa, arisca y humilde, como exclamando: «¿que nos querrá éste?»

¿Y qué tal de estética?, preguntarás tú de fijo. ¡De estética! Verás, verás. Maripepiña es de mediana estatura, tiene el cutis asoleado, sembrado de pecas, rojo el greñudo cabello, las manos obscuras y curtidas, con uñas cuadradas y romas, el pie muy ancho y plano, sin duda por la costumbre de no calzarse sino los días festivos, y de pisar cantos y asperezas. Tú, que te mueres por un pie bonito encerrado en elegante bota, tendrías para reírte un mes con la ancha base de esta criatura. A fin de no desilusionarte por completo, añadiré que posee unos ojos entre verdes y azules, con pestañas muy cortas, espesas y rubias, que no por lo raros, ni por no contarse en el número de los ojos clasificados como bonitos, dejan de serlo. Pero lo demás... ¡Si vieses qué semejantes en su colorido son la chica y la vaca! Rojas, morenas, las dos parecen hechas de tierra y teja molida.

Emprendí conversación con Maripepa, y no se cortó; dejó a la vaca mordiscar el campo, y me fue dando explicaciones de sumo interés; por dónde se encontraban las mejores lindes para el pasto; qué edad cuenta el ternero; cuándo será tiempo de venderlo en la feria; cómo era preciso traerle yerba tiernecita, si no el muy glotón no dejaría para mí gota de leche; todo en el dialecto del país, que me costaba trabajo entender, aunque voy acostumbrándome y ya sé el nombre de muchas cosas.

Sospechas que me habitúo a esta situación; te equivocas; me aburro resignadamente, hago de tripas corazón y de la necesidad virtud; duermo, como, paseo y trato de no echar de menos tu compañía, la familia, mis relaciones, el Ateneo y los teatros. No niego que me sucede un curioso fenómeno; deseaba mucho recibir el cajón de libros, y ahora que está aquí no me resuelvo a desclavarlo. La naturaleza me embebe, me absorbe la vida orgánica y me entrego dulcemente al placer de existir, de gozar sueños reparadores y digestiones insensibles, respirando un aire templado, que a veces trae olores resinosos del cercano pinar.

Otro síntoma: cuando llegué se me figuraba estar soñando, y que el único mundo real era Madrid; ahora me sucede lo contrario; penetrado de la realidad de cuanto me rodea, el Madrid lejano me parece una comarca fantástica: dudo confusamente de su existencia, y al recibir cartas me río de mis dudas. Cosas singulares observé también al despertar. El primer día que desperté aquí, me sobrecogió extraordinariamente la profunda calma, apenas rota por un rumor suave de brisa en la arboleda, por remotos quiquiriquís de gallo y por el argentino gotear del caño de la fuente. Contrastaba de tal modo esta paz con el ruido de los coches que aún llenaba mis oídos, con el tableteo del tren y el carranqueo de la diligencia, que me puse a escuchar el silencio, gozando más que en el Real cuando la orquesta entona el solo de la Africana.

No niego el atractivo del campo. Desde que no llueve y está serena la atmósfera, recorro mis dominios, disfrutando de un apacible otoño. He visitado las orillas del Avieiro, festoneadas de olmos y mimbrales; en los recodos, ¡si vieses qué praditos de grama mullida, qué orlas de espadaña mezclada con lirios tardíos! Dará gusto leer a Bécquer en sitios tan poéticos. Con todo, mi lugar favorito no son las orillas del río, sino el soto de los castaños. Conservan éstos su frondosa hojarasca, pero sus flores secas y amarillentas alfombran el suelo y embalsaman el aire con un grato olor casi imperceptible; algún entreabierto erizo va cayendo, y se ve en su interior pardear la castaña. Me indicó Maripepa que el día de Difuntos se podrá hacer un magosto, es decir, asar las castañas en el mismo soto y comerlas regándolas con el mosto agrio y clarete del país. ¡Qué mosto, hijo! Me lo dieron a probar, e hice una mueca. Aseguran que asociado a las castañas es cosa exquisita: me figuro que siempre será vinagre.

¡Ah, gran acontecimiento! ¿Pues no se me olvidaba lo mejor? He tenido dos visitas, pásmate, dos nada menos. Y son gentes muy dispuestas a acompañarme y obsequiarme: el notario de Cobre y el señorito de Limioso. El notario, mozo robusto, colorado, gasta barba que le come las mejillas, pelo que se le junta con las cejas, y detrás de tanta maleza esgrime unos ojuelos vivos y joviales; el señorito, avellanado, escueto, grave y lacio, usa bigotes caídos, pantalones cortos y un chambergo anticuado, romántico, que está reclamando la flotante pluma. Tiene fama el notario de pirrarse por las mozas, el vino y la caza; el señorito es también gran cazador; pero respecto a otras pecaminosas aficiones, nada se murmura de él; es encogido, de pocas palabras, y no le falta cierta innata cortesía caballeresca. Este señorito de Limioso no salió jamás de su concha, y creo que sus viajes se reducen a ir algún año a Pontevedra para ver el fuego de la Peregrina; no le dieron carrera, fuese por falta de medios o fuese por considerar más hidalga su ignorancia de mayorazgo pobre, y vive con su padre, chocho ya, y dos tías muy viejas y raras, en un caserón acribillado de goteras, que aquí llaman con gran respeto el Pazo (palacio) de Limioso.

Afirma el notario malignamente que el señorito mantiene a sus tres perros de perdices con aleluyas, y que en el pazo se cuelga del techo el mollete de pan, a fin de que dure más tiempo y sea más difícil de coger. Es posible que tengan fundamento estas burlas; porque mientras el notario ha venido a verme caballero en una yegüecilla muy redonda, de ojo zaino y gordas ancas, el señorito cabalgaba en un penco trasijado y larguirucho, que casi desaparecía bajo la gran silla española con adornos de plata, mueble histórico del pazo. Ambos visitadores me convidaron a salir con ellos a las perdices, y convinimos en que, si no se descompone el tiempo, recorreremos el monte y ellos vendrán a disfrutar el magosto aquí.

Ya te referiré cómo he obsequiado a mis nuevos amigos y a qué saben las castañas.


Del mismo al mismo

Noviembre.

No he contestado a tus últimas y cariñosas epístolas, porque sólo tuve ánimo para poner dos renglones a mamá, redimiéndola de la mortal inquietud en que viviría si no viese mi letra. Es el caso que he recaído: ¡silencio por Dios, y no se te escape la noticia ni con Matilde! Por otra parte, imagino que lo peor ya pasó, y que vuelvo a encontrarme fuerte. Merece contarse la historia de mi recaída y de las calaveradas que la originaron.

A fines de octubre y principios de noviembre hizo un tiempo delicioso: ni en Niza, ni en región alguna del mundo se podía apetecer cosa más grata que esta despedida del otoño que llaman veranillo de San Martín. El día de Difuntos -tan triste en otras partes- daba aquí ganas, más bien que de llorar y morirse, de resucitar brincando; y cuando salimos para el soto el notario, el señorito de Limioso, el cura de Naya y yo, íbamos tan contentos y me sentía tan bien, que creí vencida del todo mi enfermedad. Convinimos en que haríamos el magosto nosotros mismos, y en que Maripepa nos traería la comida al soto. Apenas llegados a él, mis compañeros, que según costumbre llevaban escopeta, aseguraron que se oía el reclamo de la codorniz, chau, chau, en unas viñas próximas, y ya no hubo quien los contuviese. Quedeme solo, sentado en el cepo de un castaño que abatió el hacha, con el volumen de Bécquer abierto en las manos, pero con gran pereza de leer.

Me distrajo ver cómo hacía Maripepa los preparativos del magosto, juntando ramas y hojas muy secas y reuniéndolas en montón en un claro del soto, donde el sol había requemado y dorado la yerba y el musgo. Preparada la hoguera, dedicose la muchacha a recoger erizos y extraerles la fruta. ¿Con qué dirás, Camilo, que abría los erizos Maripepa? ¡Con los pies! Juntándolos mucho, sirviéndose de ellos como de unas manos, manejando diestramente el pulgar, la planta y el talón, hacía estallar la cápsula y saltar la castaña fuera. No comprendo por qué milagro las púas del erizo no se le clavaban en la carne: es verdad que antes de abrirlo lo prensaba y estrujaba con un valiente talonazo. Reíme de tan peregrina faena, y la chica se rio también, enseñando entre sus labios gruesos unos dientes para dar envidia a los que padecemos del estómago. Intenté sepultarme en la lectura de Bécquer, pero a poco, incitado por la quietud rumorosa del bosque, el sereno regocijo del cielo y las idas y venidas de Maripepa, tiré el libro y me consagré a ayudarla, haciendo torpemente con las suelas de las botas lo que ella a maravilla con la recia planta del pie. Compadecida de mi ineptitud, me dijo que en vez de abrir erizos recogiese castañas de los ya abiertos, quedándome solo con la gorda del centro y desechando las dos mezquinas que suelen flanquearla. Y aquí me tienes de bruces, cogiendo castañas, limpiándolas con la manga y echándoselas a Maripepa en el delantal.

En semejante actitud me encontraron mis compañeros, que volvían locos de gozo con una codorniz y dos o tres pajarillos asesinados. Soltaron la carcajada al verme, y me levanté algo confuso, alegando el aburrimiento y la soledad en que me dejaban. Cruzaron entonces miradas maliciosas: el notario guiñó el ojo izquierdo hacia Maripepa, dando un codazo al cura; el cura hizo ademán de tocar las castañuelas, y el señorito contempló de reojo, sonriendo, sus desmayados bigotes.

¡Búrlate de mí! Me puse frenético. ¿De manera que no solo tú, sino también estos majaderos, me juzgan capaz de abrasarme en la hoguera del magosto? Porque te juro, Camilo, que las miradas, el guiño, el codazo, la pantomima y la sonrisa fueron, en su género, de lo más crudo y franco posible. No necesitaban traducción ni comentarios.

Como Maripepa se había marchado a buscar la comida, aproveché la ocasión para desahogarme, y con gran sorpresa mía, solo conseguí aumentar la broma y las risotadas. No les pude hacer comprender que la honra de una chica que lleva a pastar las vacas y abre erizos con los pies, vale tanto como la de una emperatriz, y que la perla de la virginidad no pierde su hermosura por abrigarse en la concha de una cuba vacía, entre las telarañas de una bodega. ¡Sin embargo, es cosa bien clara a mis ojos! Hasta el cura me daba la razón a medias, solo en el terreno especulativo: ante Dios todas las almas son iguales, y no hay distinción de categorías -decíame festivamente-; pero en la práctica vemos que la educación, lo que se aprende desde la niñez, la costumbre, influyen de un modo notable en la conducta y en el aprecio que el mundo nos otorga. Pareciome de componenda la teoría, y protesté algo enojado. La llegada de los manjares me forzó a desarrugar el entrecejo y atender a mis deberes de anfitrión.

¡Qué gustosa es una empanada de Cebre, fría, comida sin mantel ni trinchante! ¡Pues y las patatas cocidas, escarchadas en una corriente de aire, sobre un cesto de mimbres! El notario había traído su morena, bota capaz de doce o quince cuartillos, y la empinábamos por turno, rociando el banquete con tragos de vino del Alvieiro, muy análogo al Burdeos común. Entre tanto, Maripepa, arrodillada, activaba la hoguera del magosto, soplando con toda la fuerza de sus carrillos, mientras el notario, echando cerillas, las aplicaba a las hojas secas, que ardían chisporroteadoras. Así que el fuego se apoderó de las ramas y éstas se convirtieron en brasa encendida, las castañas comenzaron a estallar, y Maripepa a meter intrépidamente los dedos en la lumbre, sacándolas una por una y ofreciéndomelas después de limpiarlas en su justillo.

Empezó el mosto agrio a correr, y sus efectos hilarantes a percibirse. Hasta se le desató la lengua el señorito de Limioso con tan alegre vinillo, y, azuzado por el notario, armó discusión con el cura sobre política. Yo pensaba que los dos andarían conformes ¡que si quieres! El señorito recibe El Siglo Futuro, el cura está suscrito a La Fe, y entre mestizo y nocedalino, pidalero y cesarista, se pusieron de oro y azul. Al cura se le sofocó y arrebató hasta la piel de la corona; al señorito parecía que se le enderezaban los bigotes, a guisa de espolones de gallo de combate. Lo gracioso es que ambos apelaron a mí para dirimir la contienda, y yo no sabía qué decirles ni ellos me dejaban hablar; tales estaban de acalorados.

Mientras duró esta escaramuza, el notario, a pretexto de velar por el magosto, se había arrimado a Maripepa disimuladamente, y oí un chillido de dolor, a que él contestó con una carcajada sonora y larguísima. Me levanté furioso para contener a aquel mozo desvergonzado, y vi a Maripepa de pie, con una manga de la camisa remangada hasta el hombro, mirando tristemente la señal roja del bárbaro pellizco, en actitud algo parecida a la de un perro a quien pegó su amo. Por señas que es admirable que Maripepa tenga los brazos blanquísimos, teniendo la mano tan obscura.

No sé qué le dije al notario, sin descomponerme pero con gran energía, que vino con las orejas gachas a sentarse en un tronco y a comer castañas por vía de consuelo. Yo también me harté de tan indigesta fruta, y mi estómago quedó fatigado y embutido. No obstante, atribuyo la recaída, más que al magosto, a la cazata de pocos días después.

Quedamos en que ellos pondrían los perros, el vino, las municiones, la caza, y yo la comida solamente. Ya el día empezó mal para mí, pues me hicieron madrugar; era noche cerrada cuando alborotaron el patio los ladridos del Chonito, del Pistón y de la Gineta, y apenas blanqueaba la aurora cuando bajé vestido y temblando de frío a recibir a mis huéspedes. Parecían tres facinerosos con el sombrerón de anchas alas, la canana, el morral y la escopeta. Eché a andar en su compañía, y caminamos por la margen del Avieiro hasta mucho más allá del soto, desde donde tomamos monte arriba. ¡Ay, Camilo, qué piernas requiere el oficio de cazador! ¡Esto de que un ser racional ha de seguir el rumbo que le señala un bando de perdices, es mucha cosa! Que las perdices están allí... que no, que se corrieron a media legua a la parte de Boan... Y salte usted portillos, cruce bosques, y vadee arroyos, y pise tojo, y suba cuestas ásperas, para luego bajar otra vez, por despeñaderos, a la cuenca del río.

Me sentía rendidísimo y no quise confesarlo, porque me avergonzaba de mi poco vigor ante la robustez del notario, la agilidad galguesca del señorito y la jovial ligereza del cura. Hasta los perros volaban delante, gozosos, en su elemento, volviendo de cuando en cuando sus cabezas inteligentes a ver si los seguíamos. De pronto el Pistón y la Gineta se pararon, con las patas de delante inmóviles y un leve y nervioso meneo de cola. Su piel se estremecía de impaciencia y de entusiasmo. ¡Entra, Pistón! ¡Entra, Gineta! ¡Ahí, Chorlito! Entraron impetuosamente en el brezal, y salió la bandada con formidables aleteos; sonaron tres tiros y luego otros tres; por último, salió rezagado el mío, y se perdió inofensivo en el aire, haciendo reír a mi costa. Los canes portaban las víctimas, desviando delicadamente sus dientes blancos para no deshacerlas, y aquí de las exclamaciones: «¡Un pollo! ¡Un pollo! ¡Esta es una vieja, un macho viejo!». Y los cazadores apartaban con los dedos la abigarrada pluma, palpando la carne gruesa, tibia aún con un resto de calor vital.

¡Gracias a Dios!, murmuré para mi sayo cuando nos recogimos a una robleda donde nos aguardaba la comida, y, sobre todo, el reposo. Maripepa y Manuel, el mozo de granja, nos esperaban allí; entregamos a Manuel la caza por aligerar los morrales, y él nos mostró con aire de triunfo un objeto que pendía de sus tres dedos sanos, y que al pronto me pareció un haz de helechos, hasta que vi entre las dentadas hojas verdes asomar unos cuerpos de pez argentados y húmedos. ¡Truchas soberbias, truchas de las famosas del Avieiro!

Manuel explicó que las había cogido tempranito, al rayar la aurora, por medio de la nasa, especie de cesto muy hondo. Con la alegría de verlas se me quitó el cansancio, y ordené a Manuel que fuese por unas parrillas a la rectoral de Naya, que estaba a un tiro de fusil; al oírme hablar de parrillas, Manuel se encogió de hombros, se eclipsó, y volvió a poco rato trayendo una ancha losa de pizarra, que tendió en el suelo, y alrededor de la cual puso rama de pino, mucha rama, prendiéndole fuego después. Así que la rama ardió y se hizo brasa, colocó encima de la candente pizarra las truchas, que empezaron a asarse lentamente, soltando su grasa finísima. ¡Qué buenas estaban! El más exigente gastrónomo se chuparía los dedos.

Con la golosina de las truchas comí bien, y al volver a ponernos en marcha para buscar otro bando de perdices que debía encontrarse, según noticias, en un escarpadísimo barranco, cátate que empieza a caer llovizna menuda y a cerrarse la tarde en niebla, y yo, bastante desabrigado, a experimentar la penosa sensación del frío sordo y penetrante, que se nos cuela hasta los huesos. La terca lluvia no cesaba, y estábamos a legua y media de Fontela, y no me defendía, como a mis compañeros, una especie de coleto de badana, ni unas polainas de cuero. Llegué tiritando a casa y me acosté yerto; a poco se declaró la calentura, y aun creo que el delirio: por lo menos la incoherencia en el hablar. Yo me agitaba, quería destaparme, y después me quedaba postrado. Así corrieron dos semanas.

He conocido en esta ocasión que aquí es la gente muy buena y cariñosa; no sabes la compañía que me hicieron por turno el notario, el señorito y el cura; me trajeron al médico de Cebre, viejo practicón que me recetó friegas y sudoríficos (¡qué diría Sánchez del Abrojo si tal supiese!) y trabajo me costó impedir que el notario, a puros refregones, me arrancase la piel a falta de los amigos, Maripepa me asistía, velaba y daba bebistrajos y medicamentos ridículos; un huevo muy batido con azúcar y disuelto en leche, agua hervida con miel, mil porquerías.

Me acostumbraron mis enfermeros a jugar una partida de tresillo para entretener el forzoso encierro de la convalecencia, y todas las tardes lo jugamos en la mesa de la cocina, cerca del fuego del hogar, escuchando el ruido pausado de la lluvia y el medroso silbido del viento, pues ya el veranillo pasó y reina la invernada más húmeda y nebulosa que imaginarte puedas. Por no interrumpir la animada partida, sacamos el caldo del pote con nuestras propias manos, y cenamos al amor de la lumbre, sin dejar de jugar. ¿De qué se habla? Generalmente, del codillo ¡de solo! que se mamó el cura, o de la bola que le cortaron al señorito con el caballo de bastos. A veces, de perdices, de codornices, de ferias o de política; el notario es sagastino, porque tiene un tío que recibe de Sagasta instrucciones electorales; el señorito y el cura ya sabes de qué pie cojean; yo, que aspiro solo al progreso y bienestar de España, les sermoneo a todos, y todos se ríen de mis utopías.

Te diré, con franqueza, que, si por algo me desagrada esta tertulia campestre, es por ciertos desmanes del notario con Maripepa. No puede la pobre muchacha entrar en la cocina sin que la hostigue, la arrincone y la persiga de mil maneras indecorosas. Si los deberes de la hospitalidad y la gratitud que en el fondo me merece este gaznápiro, no me atasen las manos, le daría una lección, de la cual le quedase memoria. ¿Cómo he de consentir que a mi vista ofendan a una mujer, siquiera sea a la más humilde? Con la lengua defiendo a Maripepa calurosamente, reprendiendo las feas acciones del notario; mas es predicar en desierto, porque la idea de que en Maripepa hay algo acreedor a respeto, no arraiga en el obtuso magín de este don Juan de aldea.

Puede que tú también te rías viéndome metido a redentor; considera, antes de mofarte de mí, que, aparte de mis principios humanitarios, le tengo ya a Maripepa cierto cariño desde que me asistió tan asidua. Por señas, ya que de esto se trata, que me sorprendió mucho la indiferente familiaridad con que me prestó toda clase de servicios. Yo bajaba la vista por instinto cuando me mudaba las sábanas, o las estiraba, o me arreglaba el colchón... y ella tan tranquila, sin entornar siquiera sus pupilas verdosas. ¿Será verdad que el pudor es relativo, y depende de la posición social que ocupamos y de la educación que nos dieron?

Me inclino a pensarlo, porque esta chica me trató con más desahogo durante mi mal, me cuidó con menos escrúpulos que mi hermana o mi propia madre. Y sin embargo, al través de su tosquedad, parece inocente y mansa como el ternerillo que zagalea.

Noticia a todos que estoy mejor, es decir, bien, y que mañana o pasado les escribiré largo y tendido.


Del mismo al mismo

Diciembre.

¿Preguntas por mi salud? Magnífica, chico; he echado carnes, mi barba se cierra, mis piernas se fortifican, y vas a dignarte decir a mi mamá que es razón sacarme de aquí, si no he de enfermar otra vez de murria y fastidio. Se acerca una época que me inunda el corazón de nostalgia: las Navidades. ¿Quién no aspira, en Noche Buena, a cenar rodeado de su gente? Sepultado en el rincón de un valle, en el fondo de Galicia, yo me consumiré ese día clásico, y pensaré tristemente en los que me echan de menos. No respondo, Camilo, de no plantarme en esa el día 24.

¡Con qué placer celebraríamos la Noche Buena, yo restablecido, con el nombramiento de Juez en el bolsillo, y tú declarado novio oficial de Matilde! Mis padres, aunque temen algo a tu mala cabeza, estiman tu corazón, saben que eres chico listo y de porvenir, y no aspiran a mejor yerno. Pero eres incasable, está visto. Has de tropezar con una moza traviesa que te haga ver lo blanco negro. No te digo más, porque es algo desairado el papel de casamentero de mi propia hermana, máxime no teniendo ésta un ochavo de dote.

Podías imitar mi prudencia, y dejarme en paz con la chica del casero. Supongo que, después de saber que rabio por tomar el portante, no reincidirás en la chistosa bromita de que estoy prendado de esta ternera, como tú la llamas. Maldita la falta que hace estar prendado de nadie para profesar y sostener principios de elemental justicia. ¿Qué significan entonces nuestros ideales democráticos, si hemos de aprovechar la primer coyuntura favorable de escarnecer al pueblo en lo más digno de veneración, en la mujer indefensa y expuesta por su misma inferioridad a todo ultraje? ¿Hay cobardía como abusar de criaturas poco más conscientes que el ganado? ¿No es Maripepa un ser humano, un semejante que excita mayor interés por lo mismo que carece de escudo social?

Comprendo, Camilo, todo lo que se haga en ciertos sitios, en ciertos bailes y con ciertas mujeres. Ya barruntan ellas a lo que se exponen, y no les cogerá de nuevo cosa alguna: si la guerra es poco gloriosa, al cabo es franca y abierta. ¡Pero asechanzas a Maripepiña, a esta pobre Margarita salvaje, que, por no saber, ni sabe dar al torno! ¡Es igual que apuntar a un conejo atado por las patas o cazar pollos en el nido! ¿No se subleva tu generosidad natural con solo pensar que yo lo consintiese a mi sombra y bajo mi techo?

Me indignó semejante proceder, y más en el notario, que al cabo no tiene la disculpa de juzgarse, como el señorito de Limioso, investido de una especie de poder feudal sobre las mocitas de la comarca. Es verdad que el notario se lo arroga, en virtud de los manejos de su tío, el sagastino cacique, y te aseguro que bajo el cetro de papel sellado de estos tiranuelos locales vive harto más oprimido el paisanaje infeliz que en tiempos de horca y cuchillo, pendón y caldera.

Da ganas de reír tu aserto de que me inspira celos el notario. ¡Celos de Maripepa... y de ese pedazo de atún! ¡Cuánto nos vamos a divertir este año en el Retiro, acordándonos de tales simplezas!

Mira, no te olvides de instar a papá para que me levanten el destierro. Tengo verdaderas saudades de Madrid; es decir, no sé si son de Madrid precisamente; el caso es que las tengo. A medida que mis pulmones se saturan de aire puro y vital, parece que se me achica la respiración del alma y que me ahogo por dentro. Ansío no sé qué, doy largos paseos sin objeto ni fin, o me estoy horas y horas sentado en el poyo de piedra debajo de la solana, sumido en una especie de ensimismamiento raro, que debe de ser rezago de la enfermedad. A veces salto del poyo, y por no saber cómo esparcir la sangre, trato de escalar la solana; y no estando muy hecho a este género de habilidades, a poco me rompo la crisma estrellándome en el patio.

Figúrate si me hierve el cuerpo en impulsos de actividad, que anteayer ayudé a Maripepa a segar, por entretenerme. La vi salir con la hoz y un aire tan animoso, que me dio envidia y la seguí al prado. Es cosa muy linda el prado, sobre todo en este tiempo, cuando su frescura y color alegre contrasta con la desnudez de los árboles y la aridez del terreno labradío. Un prado es la infancia de la vegetación, y sin que uno sea borrico, ni mucho menos, la yerba convida a tenderse, revolcarse y palpar amorosamente su suave tez de felpa. Me tendí, pues, dejándome resbalar por el leve talud, mientras Maripepa esgrimía el arma de las druidesas y apañaba (es el término técnico) todo el verde posible. Al fin me resolví a servirle de algo, y estuve a punto de llevarme media mano con la hoz, que corta como navaja de afeitar. La chica se rio de todo corazón, pues nada le divierte tanto como mi torpeza en cosas rústicas. Me arrancó el instrumento, y pronto tuvo reunido un haz de yerba que colocó sobre su cabeza. Apenas se le veía la cara entre aquel marco de verdura, y al andar la rodeaban las hojas y tallos que iban soltándose y cayéndose, y quedaba en pos de ella un rastro de briznas de plantas, de simiente de gramíneas, de florecitas menudas. No dirás que no te doy la razón poetizando a Maripepa. El asunto merecía un acuarelista que lo fijase en el papel.

Se me figura que parte de este desasosiego mío, de este no saber cómo matar el tiempo, a la vez que lo engaño con las mayores niñerías y futilidades, consiste en que los tresillistas me han abandonado, aprovechando estos días apacibles en sus correrías y cazatas, que ya no me atrevo a compartir, escarmentado por el mal suceso de la primera. Si no me escabullo antes, en enero estoy convidado a la famosa feria del 0, en Cobre. El notario hará el gasto, y por no llevarnos a su casa de soltero, que la tendrá sabe Dios cómo, nos obsequiará en fonda. ¡Debe de ser cosa buena la fonda de Cebre!, ¿eh?

Contéstame a escape, dándome siquiera esperanzas de que saldré de aquí. Creo que el mar político se encrespa y la balanza se inclina del lado de los tuyos. Seré Juez..., y ¡ay del notario fullero o del cacique tortuoso e inicuo que me caiga por banda!


Del mismo al mismo

Enero.

Sí, ha llegado mi nombramiento; sí, no te acusé recibo; sí, me hago el muerto, y lo que es peor, deseo estarlo hace algunos días. ¡Ya soy Juez, Camilo! ¡Amarga ironía de los acontecimientos! ¡La justicia humana se pone en día en que más merezco caer en mis manos en las suyas..., y acaso en las de Dios!

Camilo, si eres amigo mío de verdad, si quieres un poco a mi hermana, por ambos afectos te suplico seas discreto y reservado, y no reveles ni a papás ni a nadie de este mundo palabra de lo que voy a contarte; porque necesito desahogo, y ya no sé callar más, y porque quiero que me aconsejes. Tú sueles ver más claro en asuntos de la vida práctica, aunque yo poseo..., poseía quiero decir, un fuerte instinto de rectitud moral que en cualquier conflicto me dictaba resoluciones dignas de mí.

Entraré en detalles y referiré cómo se encadenaron sucesos que acaso explican, sin disculparlas, mis locuras. ¡Maldita sea la feria de Cebre! Escucha, escucha, verás cómo empezó la broma que tan cara me cuesta.

La mañana del día 6 me vestí y acicalé para ir a Cebre, poniendo algún esmero en mi aliño, porque tras de una larga temporada de campo, en que el aseo se descuida y se anda sin corbata ni camisola, gusta volver por los fueros del hombre civilizado, y se experimenta cierto placer al cortarse las uñas y atusarse el pelo. Vestido ya de pies a cabeza, cabalgué en el jaco que me traía Manuel, y salí al camino. Estaba la mañanita fresca, y yo, sintiéndome sano y fuerte como nunca, respiraba con placer el airecillo picante, y conocía que empezaban a enfriárseme los pies en los estribos. De pronto oí una voz: «¡Adiós, señorito!». Miré hacia abajo y vi a Maripepa. Al pronto dudé si era ella; tan diferente me pareció de la Maripepa acostumbrada.

¡También se había pulido y hermoseado a su modo! Llevaba mantelo negro, liso y muy ceñido, con ancha cenefa de pana; dengue negro también, recamado de azabache y sujeto a la cintura con un broche de dos conchitas de plata relucientes; al cuello, pañolito de seda azul. Su pelo rojo, alisado con agua, tenía al sol reflejos cobrizos, y su tez, a fuerza sin duda de fricciones, ostentaba un brillo de juventud; las pecas satinaban a trechos el cutis tostado, y los ojos verdosos parecían de metal, vistos a la claridad del día. ¡Cosa más rara! -pensé para mis adentros- Esta chica no es fea: al contrario.- Reflexión que hice mientras echaba pie a tierra y emparejaba con Maripepa, cogiendo del diestro el jaquillo.

Ella también llevaba el ternero, destinado a venderse en pública subasta en la feria; de modo que ternero, jaco, ella y yo, formábamos un grupo que, al ascender el sol en los cielos, proyectó sobre el camino una forma grotesca y fantástica. ¿Por qué me fijé en la proyección de sombra, y recuerdo este incidente entre otros más dignos de memoria duradera? No sé; lo cierto es que el grupo, visto de aquel modo, resultaba muy extravagante, y me hizo reír.

Aumentó mi buen humor Maripepa, que me dijo a voces lo que yo me limitaba a pensar de ella por lo bajo. Con rústicas razones me aseguró que estaba muy guapo aquel día, y añadió en tono hiperbólico:

-¡Hoy las señoritas en la feria!...

No se explicó más, ni hacía falta, porque la risa y la mirada dijeron el resto. Homenaje más brutal, más resuelto, más sencillo y más provocativo a la vez, no se ha tributado a nadie. Un alma inculta, enterita y sin velos, se asomó a unos ojos del color del follaje, ojos que parecían espejos de la naturaleza agreste.

He leído que mujeres muy hermosas, entre ellas la célebre Mad. Récamier, la amiga de Chateaubriand, oían con gratitud y orgullo los piropos de los soldados o de los saboyanitos deshollinadores, en la calle. No soy mujer, ni, como sabes, me he preciado jamás de chico lindo; pero soy de carne, y reconozco que es muy grato leer en una cara el placer causado por nuestra presencia. Y este placer apenas pueden ofrecérnoslo gentes cuya condición social supere a la de los deshollinadores. Una señorita, o siquiera una mujer algo educada, cuando encuentra guapo a un hombre, procura a toda costa que no le salgan al rostro los pensamientos. Maripepa dio rienda suelta a los suyos, como el niño que ve dulces o juguetes. Mirábame de pies a cabeza embelesada, repitiendo con una mezcla de envidia y codicia:

-¡Ay las señoritas hoy!...

Saboreé un momento aquella admiración candorosa, o impúdica, o como quieras, dejándome llevar a mi vez del gusto de contemplar a la chica y detallar en ella gracias no observadas hasta entonces: la delgadez de la cintura, realzada por la valentía de la cadera; la abundancia del pelo rojo, alborotado en las sienes, y la mucha frescura de la boca. Pero como no soy tan inocente que no sepa en qué paran observaciones de este jaez, y además, hasta Cebre faltaban aún tres leguas, dije a Maripepa unas cuantas palabritas de broma, para que quedase satisfecha y pagada, y monté de nuevo a caballo, espoleando a mi jamelgo y perdiendo de vista a la pastora muy pronto.

Cuanto más me acercaba a Cebre, con más bueyes y cerdos tropezaba, teniendo a veces que pararme por no aplastar inhumanamente algún marranillo de rosado cutis y finas sedas. El campo de la feria de Cebre es una robleda frondosísima, que la carretera divide en dos. Cuando llegué, no se podía literalmente dar un paso: tal era el hervidero de cabezas humanas y cornúpetas que me rodeaba y oprimía. No he visto cuernos más inofensivos que los de estas pobres vacas gallegas. Enganchan a un hombre por la cintura, y él se vuelve muy tranquilo y los desvía con la mano. Sin embargo, como estaban tan apiñados, las astas y la gente me oponían una muralla casi infranqueable, y ya renunciaba a pasar, cuando vi de lejos al notario y al señorito haciéndome señas. Guié hacia la izquierda, y conseguí salir a sitio de más desahogo.

En un redondo campillo, donde clareaba la robleda, nos pusimos a pasear, después de que un chicuelo se llevó mi rocín para buscarle acomodo. Empeñose el notario en darme de refrescar inmediatamente, y trajo de su casa, próxima al campillo, una botella de tostado, vino de pasa, muy estimado aquí, y unas rosquillas exquisitas que se conocen por melindres. Entre el mosto y el tostado se compondría un vino racional, pues lo que aquel le falta de azúcar, le sobra a éste; bien que se asemejan en carecer ambos de alcohol, razón por la cual el tostado embotellado suele volverse, al cabo de algunos años, una bola de azúcar. No sé por qué te cuento tales menudencias; creo que los detalles del día fatídico se me incrustaron en la memoria; además, hace muy al caso referir todo lo que me dieron, pues pudo contribuir a embargar mis potencias.

Sin tener exceso de alcohol, el tostado me alegró y me infundió cierta animación desusada. Presentome el señorito a tres o cuatro señoritas que se paseaban por allí en pelo, con flores en la cabeza y vestidos que me parecieron, no sé explicar el porqué, anticuados y pretenciosos. Antes de mi presentación, las señoritas reían a carcajadas y se pellizcaban unas a otras; pero la llegada de mi madrileña persona les echó un jarro de agua, y quedáronse como en misa. Traté de reanimar su buen humor, envidiando de veras el tuyo, que me vendría de perlas allí; ¡esfuerzos inútiles! las niñas creyeron interesado su amor propio en aparecer graves y espetadas, y me preguntaron por las bodas de la Princesa de Baviera y otras menudencias cortesanas, como si yo fuese gentilhombre de casa y boca y anduviese metido en tráfagos palaciegos. Mi empeño de traer la conversión a un terreno más actual y menos elevado, solo consiguió que languideciese; y después de convidar a rosquillas a aquella aristocracia montés, nos apartamos del grupo, no sin que el notario me diese al codo repetidas veces, señalándome maliciosamente a una de las señoritas, que tenía voz gruesa y presencia varonil.

Vagamos por la feria, admirando alguna yunta de bueyes superior, algún marrano de desmesurados lomos y corto y enroscado rabo (son los preferidos), y alguna vaca gran lechera; no se nos pegaron moscas de caballo, ni nos picaron tábanos, por ser invierno; pero nos empujaron sin compasión, oímos las disputas y el regateo encarnizado, y como iba aburriéndome más de la cuenta, acogí con gusto la noticia de que era hora de comer.

Entramos en la fonda por la cocina, llena de gentío y ruido, con piso de tierra, y nos dieron arriba la mejor habitación, una salucha independiente, donde nos sirvió una moza sucia, desgreñada y fea, a quien el notario acribilló a bromas como suyas. Si estuviese yo de humor de descripciones largas, te diría la brutal abundancia del banquete, la compacta sopa de fideos azafranados, el cocido monstruo, con sus moles de tocino y carne y sus chorizos derramando por las brechas de la tripa roja grasa, el asado de lomo capaz de mantener a un regimiento, el océano de papas de arroz; dándote a conocer asimismo el plato clásico de las ferias, el pulpo curado y cocido, tras del cual se chupan aquí los dedos. Y no dejaría de divertirte si te refiriese nuestra conversación, donde entre bocado y bocado averigüé los fastos de las señoritas de la feria, y supe que la gruesa monta caballos en pelo y tiene a prevención el revólver debajo de la almohada, por si asaltasen ladrones el solariego palomar, mientras la chiquita es poetisa y hace versos a los estudiantes que pasan las vacaciones en Cebre, lo cual sugirió al notario y al cura, entre mil tonterías, algunas agudezas que me hicieron reír con toda mi alma.

Mas lo que importa a mi cuento, es que el notario trajo de su casa hasta media docena de botellas de tostado, vino que, aunque suave y dulzón, unido al vino común, al ruido, a la risa y a los cigarros, me produjo inexplicable aturdimiento. Sentí crecer en mí la vida orgánica, y me vi libre de la eterna presencia del pensamiento, compañero serio y moderador al fin. Puse los pies sobre la mesa, me eché atrás en la silla, declamé y canté algunas canciones de zarzuela y trozos de ópera, todos tiernos y apasionados. Porque quítale el freno de la reflexión a un muchacho de mi edad, y claro está que se desborda el torrente amoroso que, más o menos aprisionado, ruge en el fondo de todas las almas. Si la maritornes que servía tuviese rostro humano, creo que le abriría los brazos.

No los brazos, pero una ventana, abrió el cura, y el fresco empezó a calmarme y a recordarme que tenía que volver a la Fontela antes que anocheciese del todo. Vi el cielo gris, y me pareció que amenazaba lluvia. ¡Yo me había venido sin el impermeable! Al punto envió a su casa el notario por una prenda que aquí se usa mucho: la capa de paja. Estos impermeables rústicos dan excelente resultado, pues sobre la superficie de las pajas resbala el agua, sin que entre una gota: nada pesan, y aíslan por completo de la humedad: tienen capucha y cubren todo el cuerpo.

Preservado de la contingencia de la lluvia, envié delante de nosotros a un chicuelo con mi jaco, sobre cuyos lomos iba terciada la famosa capa, y el cura, el señorito, el notario y yo emprendimos a pie la ruta, quedando ellos en acompañarme hasta cosa de un cuarto de legua de Cebre, y regresar en seguida por si descargaba el aguacero. Poco nos alejaríamos del pueblo, cuando observé que caminaba delante de nosotros una mujer, y conocí a Maripepa, libre ya de la compañía de su becerrillo, que había vendido de seguro. Entretenido en la conversación del cura, y algo aturdido todavía por los efectos del tostado, yo andaba descuidadísimo; pero noté que el cura y el señorito se hacían señas y se fijaban en un punto del horizonte, y vi con sorpresa que el notario no estaba con nosotros. Miré en derredor, y no le divisé por parte alguna. Todavía me parece estar contemplando el paisaje, teatro de la escena que sucedió después.

Teníamos a la derecha un barranco, en cuyas laderas crecían tojos y retamas, y cuyo fondo era una especie de cantera de pizarra, ahondada quizá por los peones camineros para acogerse allí o para rellenar la caja de la carretera. A la izquierda obscurecía sus sombras un pinar, plantado enteramente a orillas del camino, y del cual nos separaba tan solo la zanja de una cuneta poco profunda.

De este pinar, a diez pasos de distancia, oí salir gritos, bárbaras risas, el trajín de una brega, algo como la corrida de una res por entre la hojarasca y la maleza tupida. Oírlo y lanzarme al lugar de la escena para mí invisible, fue simultáneo casi. Desvié arbustos, crucé zarzales que me arañaron las piernas, y hallé en el mismo lindero del bosque a Maripepa, lidiando con el notario a brazo partido, protegida por los troncos, que le servían de parapeto, trinchera y burladero. Sin vacilar me precipité a defenderla, cogiendo del cuello de la americana al agresor y obligándole a hacerme cara; pero el demonio, o el tostado, que será lo más cierto, le impulsó a descargarme una valiente puñada en la mandíbula izquierda, que me dolió, no allí, sino en el alma, con dolor desconocido hasta entonces. No era aquello un bofetón, ni por el propósito, ni por el hecho; mas, al fin y al cabo, era la diestra de un hombre en mi rostro, y todos los instintos bárbaros y cruentos, de los cuales he abominado mil veces en mis lucubraciones filosóficas, que he maldecido y anatematizado en nombre de la razón, se despertaron como una jauría, y me aullaron dentro con feroces aullidos. Sin acordarme de la diferencia de fuerzas físicas, arrojome al notario, y él, echando fuego por ojos y mejillas, se abrazó también conmigo.

Maripepa entretanto gritaba, y yo oía sus gritos como en sueños, porque solo atendía a saciar el repentino arranque de mi rabia. Sujeto entre los forzudos brazos del notario, únicamente me quedaba libre la cabeza, y me serví de ella de un modo singular; siendo más alto que mi adversario, le di con la barbilla tan fuerte y traidor golpe en la vara de la nariz, que el horrible dolor le hizo aflojar los miembros, y pude, recobrando ya el uso de las manos, descargarle un bofetón que me alivió el pecho, vindicando mi honra, según supuse. La vindicación me apagó los instintos bélicos, y salí corriendo a la carretera.

Tras de mí, a manera de jabato perseguido, salió el notario; el señorito y el cura se metieron entre los dos para evitar que se enredase el lance. Al señorito todo se le volvía exclamar, consternado:

-Señores... señores... don Joaquín... a sosegarse... a sosegarse...

-Es que el señor... es que el señor me... me... -murmuraba con ahogada voz el notario.

Su lengua, trabada por el vino y la cólera, no acertaba a pronunciar más palabras. Su ademán de reto me trastornó la cabeza, y deshaciéndome de los brazos del cura, fui derecho a mi adversario. Este tenía la corbata torcida, saltado el botón de la camisa y más encrespadas que de costumbre las cerriles guedejas. ¡Estaba tan feo, Camilo, que me olvidé de que era un semejante! Temí sus brazos de oso, su fuerte musculatura, la vergüenza de una derrota; me bajé, y más pronto que la chispa eléctrica, cogí una piedra, quedándome con ella oculta en el hueco de la mano. Él cayó encima de mí como una pesada mole, y me impulsó al borde del barranco. Sentí acortárseme el aliento bajo la presión de sus vigorosos músculos, y recibí en la nuca una recia contusión. Descargué la mano donde pude, hiriéndole, según creo, en la clavícula. Se desplomó y rodó a tumbos hasta la cantera, empedrada de fragmentos pizarrosos.

Me quedé entonces súbitamente sereno, asombrado de mi victoria. Mi diestra se abrió soltando el arma, en mi entender homicida. Mis ojos dilatados registraban la cantera. Ya el señorito, medio a gatas, ayudado por su pericia de cazador, bajaba al fondo. Expuesto a matarme lanceme tras él, y el cura nos siguió buscando una veredilla practicable.

Mi víctima yacía de bruces, y tuve un momento de espanto y agonía, porque su postura era como de cadáver y su completa inmovilidad autorizaba la conjetura de la muerte. Pero al acercarme, al levantarlo, percibí su agitada respiración: el oso casi gruñía. Estaba imponente, con sus ojuelos cerrados, su negra barba llena de polvo y astillas de pizarra, su traje roto y manchado, y la poca epidermis que solía verse de su rostro, y que siempre aparecía rubicunda y florida, más pálida ahora que la de un difunto. No obstante, fue inmensa mi alegría al cerciorarme de que alentaba, al incorporarle y ver que se tenía de pie sin fractura de miembro alguno, al oír de sus labios, que se abrieron lánguidamente, estas frases inverosímiles:

-Usted me ha de perdonar, don Joaquín... Un pronto lo tiene cualquiera... No se moleste, me sostengo yo solo... ¡Ayyy!

Te juro, Camilo, que no invento palabra. Las primeras de aquel bárbaro fueron así, ni más ni menos; puedes estar seguro de que no pongo ni quito un ápice. El ¡ayyy! lo dio llevándose la mano a la clavícula, donde de fijo le mortificaba una horrible magulladura, dolorosísima por ser en parte semejante.

Si yo tuviese al notario por un gallina, no me sorprendería su conformidad. Lo raro es que he visto a este hombre dar indicios de valor, y he oído contar de él proezas electorales que prueban que no es manco. Me expliqué tan extraña sumisión, o por el molimiento de la caída, o por la injusticia de su causa que le abatió el ánimo. El caso es que el orgullo de verme victorioso sin ser homicida; el placer de subyugar a un contrario que tiene diez veces más fuerza que yo; la novedad de la situación, dado mi carácter pacífico, todo ayudó a infundirme gozo y vanidad, sin que pensase en los recursos, no muy leales, a que debía el triunfo. Empecé a preguntar a mi vencido adversario, con insultante protección, si se había hecho mucho daño, y dónde le dolía. Saqué el pañuelo y le sacudí la tierra y los fragmentos de pizarra que tenía pegados al cabello y a la ropa; y mientras, ayudado por el señorito y el cura, subía trabajosamente del barranco a la carretera; yo trepé solo, animado, hecho un Cid.

¿Y la doncella origen del formidable paso de armas?, dirás tú. Miré a todos lados y no la vi, ni rastro de su persona: supuse que había huido aterrada con la presunta muerte del malandrín follón. Este notó mi ojeada circular, y con sonrisa entre resignada e irónica, me dijo en voz flaca todavía:

-No se apure, don Joaquín, no se apure, que parecerá la chica... Al paso del jaco pronto la coge usted, aunque no tiene malas piernas... Ella esperará, esperará: así esperasen las liebres... Y otra vez... -añadió tendiéndome por despedida la mano-, otra vez, cuando las cosas importen, avisar a los amigos..., ¡que es mejor que andar a trastazos!

-Eso es verdad -murmuró el señorito con silenciosa sonrisa.

-Cierto, sí señor, la amistad es lo primero; y ahora hagan las paces -exclamó cordialísimamente el cura, empujándonos a los brazos el uno del otro.

¿Qué había yo de contestar, ni a qué meterme en explicaciones ociosas, ni creíbles ni creídas? Estreché cariñosamente al que no hacía media hora trataba de ahogar, y terminó con un abrazo de Vergara la contienda que pudo parar en fratricidio.

Tú, que no ignoras mi horror al derramamiento de sangre, comprenderás si respiré libremente cuando, al trotecillo del jaco, y protegido por la capa de paja, me desvié buen trecho del teatro de la aventura. Iba declinando el día y caían unas gotas menuditas, présagas de otro aguacero más fuerte. De pronto pegó mi rocín una huida de costado, y se alzó de una piedra una figura humana. Conocí a Maripepa, refrené la montura, y por instinto busqué en el rostro de la muchacha la expresión del reconocimiento que debía inspirarle su salvador, y el gusto de verse salvada; pero ella, lejos de mostrar júbilo, con mucha tristeza empezó a decirme que estaba servida, que llovía y que hasta la Fontela iba a echarse a perder su traje nuevo.

-¿Quieres mi capa de paja? -le dije.

-¿Por qué no me lleva en el caballo? -contestó ella, oponiendo pregunta a pregunta, según costumbre del país.

-Pero, ¿cómo, chica?

-Córrase un poco atrás, señorito.

Retrocedí en el ancho campo del albardón, y ella, apoyando en el arzón la palma de la mano, pegó un brinco y quedó sentada a mujeriegas, muy cerca del cuello del rocín. Sin soltar de la izquierda las riendas, la rodeé el talle con el brazo derecho, extendí hacia adelante la capa de paja, para que la abrigase también, y bajo aquella improvisada choza, nos encontramos aislados y juntos.

Comenzó otra vez la caminata. El jaco, mohíno con su carga doble, andaba despacio, a trancos; anochecía, y el acompasado ruido de la menuda lluvia resbalando sobre la lisa superficie de las pajas, era lo único que turbaba el silencio de la vereda solitaria y el sopor de la naturaleza. El peso del cuerpo de Maripepa gravitando sobre el mío, el contacto de nuestras cabezas y del brazo con que por necesidad la oprimía un poco para sostenerla, comenzaron a marearme y a renovar pensamientos que antes creí debidos a la aromática embriaguez del tostado. ¿Qué misterioso atractivo, qué calor dulce, qué extraña electricidad se desprende de la mujer joven, que así nos turba y fascina? En vano intentaba sustituir la valla material que no existía entre Maripepa y yo con mil vallas morales, midiendo y aun exagerando la distancia que va de una aldeana tosca, zafia, ignorante, pastora de ganado, a un hombre que presume de culto, que ha leído, ha estudiado y meditado un poco, y aspira a ocupar decoroso puesto en la sociedad. Así como el muy sediento bebe ansioso aunque el vaso no sea de cristal fino, ni el agua fresca y purísima, yo, trastornado por la peligrosa proximidad, no conseguía representarme a Maripepa aborrecible o repugnante. Bien dicen que el que quita la ocasión, quita el pecado. ¿Quién habrá discurrido, pregunto yo, este modo de viajar que aquí se estila?

Quiero abreviar, Camilo, y contarte aprisa lo poco que ya te falta por saber, o mejor dicho, lo que habrás adivinado. No estaba la muchacha de humor de renovar las recientes proezas del pinar; antes parecía que, lejos de rechazarme, se pegaba a mí como la goma al árbol. Dos o tres exclamaciones, una risa sofocada; a eso se redujo su protesta cuando empecé a perder pie familiarizándome. Entre tanto, el jaco, dándome ejemplo de formalidad caminaba sosegadamente, pero seguidito, y puesto que era noche cerrada, me fie en su instinto seguro, y después de recorrer caminos hondos, tropezando en los altibajos y zanjas abiertas por las ruedas de los carros del país, paramos al cabo en la Fontela. Aún había salvación para mí si la puerta de la bodega se abriese y Maripepa se acogiese a sus cubas; por desgracia era muy tarde y de fijo dormían todos: no se oía ruido alguno, ni se veía luz; hasta ni ladró el perro, que olfateaba a sus amos, sin duda. Metí al jaco en el cobertizo, y como tenía la llave del piso alto en el bolsillo y el diablo en el cuerpo, hice subir a la chica.

Volví en mi acuerdo, cual suele ocurrir en situaciones análogas: pronto para sentir el yerro, y tarde para evitarlo. ¡Qué impresión experimenté! Vergüenza, remordimientos, compasión, horror de mí mismo, abatimiento profundo. Aunque mi mayor deseo sería quitarme de delante a Maripepa, testimonio viviente de mi caída, comprendí la inhumanidad de echarla, y huyendo del dormitorio me salí a la ancha sala, en cuyo obscuro recinto di vueltas y más vueltas, tratando de recobrar un poco de sangre fría y adoptar alguna medida prudente. Por fin me alarmó el silencio que imperaba en el dormitorio, y, temeroso de que Maripepa se hubiese desmayado o cosa parecida, entré. A los pies de mi cama, tendida en el duro suelo, sirviéndole de almohada una cesta boca abajo, y de cabezal su negro dengue, ¡Maripepa dormía a sueño suelto!

La miré atónito. No era aquella la primera vez que descansaba así; lo había hecho varias durante mi enfermedad. Entonces, como ahora, parecía un can doméstico, satisfecho del humilde lugar que ocupaba y ajeno a pretender otro más alto; para ella eran iguales el pasado y el presente: ¡cuán distintos ya para mí! Al mirarla dormir con tan ciego descuido y abandono, se aclararon mis ideas y entendí lo villano de mi conducta. ¡Pensar que aquella tarde estuve próximo a hacerme reo de homicidio porque otro intentó lo que yo realicé después a mansalva, amparado en cierto modo por mi autoridad de amo de una pobre criatura! Es cierto que yo la encontré tan propicia como rehacía el notario; pero eso no me disculpa, pues debí respetar la sencilla inconsciencia de una paisana candorosa que deja transparentar en sus ojos lo que las señoritas del pueblo ocultan a todo trance.

¡Qué modo de dormir! Y estaba casi bonita. Su cabeza roja relucía sobre el dengue, y sus hombros desnudos eran blancos y llenitos, contrastando con la garganta morena, tostada por el sol y el aire. El resto del cuerpo no se veía, por cubrirlo el extendido mantelo. Respiraba con igualdad; tenía la boca abierta, y su postura era natural y graciosa, a pesar de la dureza del lecho. Reparé que le colgaba del cuello un cordón, y del cordón una mano chiquita de azabache dando la higa: talismán o amuleto muy usado aquí. Su rostro no estaba ni pálido ni descompuesto: estaba como cerrado a toda expresión por un sueño reparador y total.

No era cosa de despertarla ni de pasar la noche en pie. Me arrojé sobre la cama vestido, y apagué el velón de aceite. No pegué los ojos, y entre el silencio nocturno escuché toda la noche un soplo suave, la respiración de mi víctima. Al amanecer me levanté sin hacer ruido y salí a vagar por el campo.

A la tarde vino de la cartería de Naya Manuel, que acostumbra traer el correo, y me entregó tu carta, por donde sé que ya soy Juez ¡y puedo administrar justicia!


Del mismo al mismo

Febrero.

No insistas, Camilo, no porfíes; es imposible que siga tus consejos cuando, cegado por el interés que te inspiro, te empeñas en que a sangre fría me porte indignamente. Si fui delincuente una vez, me disculpan varias cosas: el ardor natural de la juventud, el tostado, la ocasión y lo demás que sabes; pero en el día, después de reflexionar maduramente, de dar espacio al pensamiento, no puede ser que yo consienta en una infamia.

«Lárgate, vente a escape», me dices y repites sin cesar. Pues yo te contesto que no solo no me largo, sino que he resuelto quedarme aquí y reparar mi delito cumpliendo como hombre honrado y decente.

Mas que te hagas cruces, mas que me trates de imbécil, no puedo ocultarte que he determinado casarme con Maripepa. Ahórrame todas las reflexiones que adivino, que ya me hice a mí propio. Solo te opongo a priori un argumento: ponte en el caso de que Maripepa fuese tu hermana o tu hija, ¿qué me aconsejarías entonces?

Antes que tú lo digas, diré yo que esta unión es desigual con la peor de las desigualdades, la intelectual, la de educación, procediendo del azar que nos reunió como se reúnen en un segundo dos bolas de billar para una carambola; que disgustaré horriblemente a mis padres, sobre todo a mi pobre madre, tocada de la disculpable debilidad de creer que esta borrosa piedra de armas de la Fontela nos sube hasta más arriba del nivel de la clase media y nos mete de patitas en la aristocracia, que la mitad del mundo se reirá de mí, y la otra mitad nos mirará a entrambos por encima del hombro. Ya sé todo eso, y mucho más. Lo he pesado, y lo he aceptado. Será mi expiación cargar con tan terrible peso; porque al dar a Maripepa mi nombre, no la he de esconder como se esconde una úlcera: la he de presentar donde yo me presente, y donde me reciban a mí habrán de recibirla a ella, y donde la echen, saldremos ambos por la puerta misma. Me arrojo a perpetua lucha con mi familia, con la sociedad; adelante: lucharemos, Camilo; sóbranme fuerzas para luchar con el universo, no con mi conciencia acusándome de la más fea alevosía.

¿Quién sabe hasta dónde llegan las consecuencias de mi atentado, y qué género de crueldad cometería yo si ahora volviese las espaldas a mi víctima? -¿No se te ha ocurrido, Camilo, esa idea? A mí sí, y desde el primer instante. No hay más que un modo de solventar las deudas: pagarlas. Y puesto que me nombran juez, ¡qué diablos! lo menos que puedo hacer, es empezar a administrar justicia en mi propia jurisdicción.

Lo más difícil de mi tarea serán dos cosas: convencer a papás y educar un poco a Maripepa. Esta flor silvestre, que he pisoteado en momentos de alucinación, está pidiendo cultivo. Me consagraré a dárselo, así derroche toda mi paciencia en el fastidioso oficio de pedagogo. Respecto a mis padres, si algo me quieres, si algo puede contigo una súplica mía, empieza a prepararles mañosamente, a dorarles la píldora (si cabe oro en píldora tan gruesa y amarga) y a inculcarles la rectitud que late en el fondo de mi desusado proceder. Jamás me atreveré a escribírselo redondamente. Conviene que vayan acostumbrándose poco a poco. A Matilde, que es buena, dile tú que le ruego encarecidamente no se burle ni se avergüence de su cuñada, si no quiere hacer sufrir mucho a su hermano.

Nada he dicho todavía de mis planes a Maripepa. ¿Creerás que la pobrecilla vino dos o tres noches a tenderse en el suelo al pie de mi cama, lo mismo que si hiciese la cosa más natural del mundo? Algo tembloroso y sin saber qué decir, la envié a sus cubas. Me pareció que iba triste, pero no enojada. Me miró con cándida sorpresa, y yo no pude menos de prodigarle algunas caricias.

Lo dicho. Prepara a mis padres, y entérame de lo que vayas adelantando.


Del mismo al mismo

Febrero.

¿Que estoy enamorado, ciegamente enamorado? No diré tanto, no; pero se me figura que voy interesándome un poco, justa recompensa de mi conducta. Si aborreciese a Maripepa, haría lo mismo que pienso hacer, no lo dudes; solo que, naturalmente, me costaría más trabajo. La chiquilla se muestra tan dócil, se me arrima tan cariñosa como un perro manso, me escucha con tal atención y me obedece con tal pasividad, que mi alma, que no es de bronce, va ablandándose y no me ruborizo de quererla.

De noche sabes que la envío a su bodega, pero de día correteamos por el campo. No le consiento que vaya descalza; le he dado dinero y le han traído de Cebre zapatos a pares y medias morenas y gordas; empiezo a civilizarla por los pies, y no es lo menos difícil. Así y todo, cuando tenemos que atravesar charcos o trepar por altos, vallados y portillos, Maripepa da al diablo el calzado y reniega de las medias.

En el soto, ella me busca setas comestibles, me trae plantas que yo diseco para enviar a Matilde, recoge leña menuda, y así que lía el haz, se viene a tumbar en la yerba y apoya la cabeza en mis muslos. Le revuelvo el pelo con los dedos, calculando qué efecto hará esta crin roja cuando Maripepa se vista de seda negra, modestamente, como conviene a la esposa de un juez. ¿Llegará Maripepa a ser una mujer medio presentable? Quisiera comenzar por el principio, enseñarla a leer y escribir; pero, ¿quién pone escuela en medio del monte? Ella me escucha gustosa cuando le explico (lo mejor que puedo) algo de los usos y costumbres del mundo que no conoce; veo, sin embargo, en la tenaz oscilación de su cabeza, en la dilatación de sus pupilas verdes, un vago asombro incrédulo que no sé cómo disipar. Maripepa se cree un juguete en mis manos; se presta al juego, pero no se deja embobar tomándolo por lo serio. Piensa que le digo todo al revés, que la engaño, que me divierto con ella; no se enfada, porque juzga que solo sirve para eso, para entretenerme un rato; mas ni logro persuadirla ni hacer que se dedique a ningún estudio formal.

Un día, con un palito aguzado y poniéndole el modelo, le hice trazar letras sobre una peña entapizada de musgo. Llegó hasta la H, y no hubo quien la hiciese pasar de ahí. Le chocó la forma de la H, y estuvo haciendo haches un rato, después de lo cual alegó que no sabía, que no podía, que se cansaba. Y fue imposible convencerla ni sacarla de su salvaje obstinación.

Como hay un lenguaje que los dos entendemos, aunque lo hablamos de distinta manera, se distrae uno en las lecciones y falta la constante voluntad de aprender en el maestro y en la alumna. Además, la naturaleza es cómplice de esta falta de energía para el estudio. Nos vamos acercando a marzo: días hace que en los linderos embalsaman el aire las violetas; un hálito templado corre a veces por el bosque; las aguas del río se estremecen blandamente, y a mí el corazón me da involuntarios saltos de alegría. Me encuentro tan sano, tan fuerte con esta vida silvestre y libre; la comida frugal me sienta tan bien; la respiración y la circulación son tan normales y concurren tanto al bienestar del cuerpo; la conciencia del deber cumplido me llena de tal modo el alma, que me entrego sin reparo a una felicidad inexplicable, instintiva, turbada por el pensamiento de lo que dirán mis padres y la idea de que tú no acabas de resolverte a indicarles lo ocurrido.

Sólo los días de lluvia me abato un poco. Maripepa me agrada más por los montes, ágil como una cabra, en contacto con el aire y el sol, que en la cocina o en el banco, a mi lado, pero aburrida, sin saber qué hacer de las manos y acabando por dormirse de bruces sobre la mesa. No hay de qué tratar, se acaba la conversación y viene el fastidio inevitable. Así es que procuro aprovechar el buen tiempo y gozar de la primavera cuando apenas asoma; voy con Maripepa al prado, al pastoreo; la veo amasar el pan de maíz, coger leña para el horno, y aun cavar la huerta y arrancar y trasplantar la legumbre. Solo me opuse a que trajese un haz de tojo. Verla cortar los espinosos troncos, cogerlos con la horcada, hacerse tal vez mil heridas, me sublevó. Valiéndome de mi autoridad, dispuse que Manuel recogiese el tojo.

Aquel día también recuerdo que le pregunté a la chica:

-Maripepa, ¿qué dirías si yo me casase contigo?

Contestome solamente:

-¡Ay, qué señorito!

Esta sencilla exclamación, y las inflexiones de la voz, acompañadas del mirar y del reír, me hicieron comprender que más fácilmente creerá Maripepa que el río Avieiro rueda vino en vez de agua, que yo sueñe en darla mi nombre en los altares. Ni se le pasa tal cosa por las mientes. Para ella todo esto es una diversión, una especie de romería a que concurre, y en donde baila, sabiendo perfectamente que al otro día ha de volver a sus duras faenas y a su miserable vida.

Lo que casi me da vergüenza decirte, es que, en mi concepto, el padre se ha enterado de todo y se hace el desentendido. Apenas le vemos, pues anda en labores distintas de las de su hija, y va mucho a Cebre a vender centeno al menudeo y a llevar vino a la taberna; pero cuando por las tardes nos encuentra regresando de nuestras expediciones, su sonrisa parece más aguda y socarrona que de costumbre. Además ha venido, en dos o tres ocasiones, a pedir rebaja del arriendo, pretextando las malas cosechas, el cultivo cada día más caro y difícil, el aumento de precio de los jornales, el coste del azufre que se emplea en sanear las viñas, etc., etc. Le prometí escribir a papá, y no lo hice; a fin de reparar mi deslealtad de algún modo, le he prestado treinta duros; un caudal para mí; con él comprará unos bueyes. ¡Mis ahorros de la temporada! Bien sabe Dios y sabes tú que en mi casa no se tiran, no se pueden tirar treinta duros. Ya adivino que no les veré el pelo. Es lo que menos me importa. He regalado además un vestidito de percal a la niña pequeña, y hasta al bárbaro de Manuel una navaja. ¡Pobre gente! Quiero tenerlos propicios, para que no mortifiquen a Maripepa ni vean en mí un señorito tirano, de los que aún creerían favorecerlos dignándose darles un puntapié.

Hará tres o cuatro días ocurrió un incidente que al pronto me ha disgustado. Era por la tarde, hacía un día sereno y hermoso, aunque estaba encapotado el cielo; Maripepa y yo nos hallábamos en la era, bien ajenos a que nadie viniese a perturbar nuestra soledad. A un lado de la era, plazoletilla redonda y rodeada de un seto de zarzas y arbustos, se levanta el hórreo, sostenido en cuatro pilastras de granito y rematado por tosca cruz de madera pintada de rojo. Súbese al hórreo por una escalerilla de mano, y Maripepa, bajando y subiendo, había sacado de él buena cantidad de habichuelas, que iba desgranando sobre un paño limpio. Yo, tendido en el suelo, me divertía en hundir las manos en las habichuelas, blancas, encarnadas o caprichosamente pintarrajeadas de colorines, hasta que cometí la sandez de tirárselas a la cara a Maripepa; y ella, que primero se contentó con sonreír y llevar la mano al sitio donde el proyectil caía, fue animándose, y en el calor de la broma me lanzó dos o tres al cogote, pues yo estaba panza abajo. Medio me incorporé y la sujeté las muñecas, parando en abrazo lo que empezó bombardeo. De repente me quedé frío, porque tras del hórreo surgió una figura negra, escueta, juvenil. ¡El cura!

Le vi de improviso y comprendí que nos había visto también, y que estaba sobrecogido. Me puse en pie y le hice todo el agasajo compatible con mi turbación, que era grande. Hallábame realmente abochornado: de Maripepa no sé, porque se aplicó a sus habichuelas. Me cogí del brazo del cura para disimular, y empezó a darme disculpas de no venir en tanto tiempo a visitarme; había tenido un catarro; había ido a Pontevedra a buscar un pintor que le pintase el retablo; había hecho una novena. Yo le oía como en sueños, pensando en lo que pensaría él. Al fin, con una de esas resoluciones que solemos tener los tímidos, me lancé y abordé la cuestión de frente, narrándole toda mi historia y participándole mi propósito de reparar la cometida falta. Experimenté una especie de desahogo al confesarme así. Todo me animaba a ser franco: el estado y ministerio del oyente, su juventud, su carácter alegre y conciliador, su bondad infantil.

¡Asómbrate, Camilo! Esperaba del cura, no la absolución, que no iba yo tras ella, sino una palabra de estímulo, un caluroso apretón de manos, un «bien, así me gusta; procede usted como hombre honrado; si todo el mundo hiciese lo mismo, no andarían las cosas como andan». No soy insensible a la opinión de mis semejantes, y hasta donde cabe busco su simpatía; además, parece que un sacerdote está obligado a alentar ciertas resoluciones, cuando no a inspirarlas. ¡Pues asómbrate, indígnate, mira lo que hacen de la moral de Cristo estos ministros suyos! El cura masculló, entre burlas y veras, dos o tres frases que sonaban más bien a desagradable sorpresa que a otra cosa; y después, con reposados meneos de cabeza y muchos golpecitos de la palma de la mano en el bolsillo del chaleco, me dijo que no resolviese de sopetón, que estas cosas deben mirarse y pensarse despacio, que al fin el casamiento es para toda la vida, que la prudencia es una excelente compañera, que las determinaciones precipitadas se lloran después, que caso de querer dar un paso tan decisivo, ante todo le parecía regular consultar a mis padres en persona; y por último, que reflexionase.

-¿Hay otro medio de reparar mi falta? -le pregunté.

-Psh... -me replicaba él- falta, falta..., eso de falta... Falta, sí... El diablo lo enreda, usted es muchacho, ella rapaza, y el fuego junto a la estopa... Ya se ve... Pero prudencia, amigo, prudencia, nada de determinaciones arrebatadas... Tiempo le sobrará para realizar ese acto de honradez que usted dice...

Poco pierde con esperar.

-¿Y Maripepa? ¿Y su honra comprometida?

-¡Bah! Ya sabe usted que aquí en las aldeas no es como en los pueblos... Usted acompaña a una señorita, pongo por caso, va con ella dos veces al paseo, la visita tres..., cátala ya en lenguas de todos, y perdiendo, si se ofrece, una buena colocación... Pero estas rapazas, no señor. Lo mismo se casan teniendo un... traspiés... que no teniéndolo. En fin, D. Joaquín, usted no es ningún chiquillo... Piénselo...

El egoísmo, la flaqueza humana, las transacciones hipócritas y cobardes con el deber hablaron por boca de este hombre, que debiera fortalecerme y predicarme la moral más austera y pura. Casi llegué -¡qué bochorno!- a sonrojarme de mi leal propósito y a juzgarme un ridículo Quijote. Afortunadamente, así que el cura se marchó, me rehíce y de nuevo templé el alma para seguir la línea recta. He decidido quitarme a mí propio todo medio de proceder mal, adelantando la boda. Ea, Camilo, valor, y anúnciaselo definitivamente y sin rodeos a mis padres, pues es irrevocable mi determinación ya. Solo así, de golpe, se realizan ciertas cosas necesarias.


Del mismo al mismo

Marzo.- Pontevedra.

¡Ah, Camilo! Hoy sí que te escribo corrido y avergonzado, y lo hago para que al llegar a esa no me hables ya palabra del asunto y olvides el contenido de esta carta. A la menor guasa, al menor indicio de que quieres aludir a mi historia o burlarte de ella, dejaríamos de ser amigos para siempre. Lee, pues, estas páginas y rómpelas: rompe o quema toda mi correspondencia de este invierno.

Por la fecha de la carta comprenderás que ya no estoy en la Fontela. He venido aquí a tomar el billete para llegar a esa por la vía de Portugal. De modo que, veinticuatro horas después de leer mis letras, me tendrás a tu lado y calmaré el disgusto de mis padres, haciéndoles creer (cuento contigo para el caso) que todo fue una pesada broma que quise darte, y a la cual tú prestaste fe.

Abreviando. Has de saber que una semana después de la venida del cura tuve aquí lo que menos pensarás: máscaras. ¡Máscaras en la Fontela! Sí, máscaras. Era el domingo de Carnaval, y estaba yo acabando de comer cuando sentí en el patio grandísima algazara, risas, brincos, prolongados toques de cuerno y repique de castañuelas y panderetas, y asomándome a la ventana, vi con asombro hasta media docena de máscaras. Se les conocía que lo eran por unas groserísimas caretas de cartón y por ciertos detalles muy exagerados del traje que vestían, que no era otro sino el de los labriegos de esta localidad. Había tres hombres y tres mujeres: tres parejas muy cogidas del brazo. Las mujeres traían panderos y castañuelas: uno de los hombres una gaita, que tocaba áspera y destempladamente; otro esgrimía una vejiga de puerco hinchada y puesta al extremo de un cordel, con la cual sacudía vejigazos a sus compañeros y compañeras, y otro, por la abertura de la careta, soplaba en un cuerno descomunal, arrancándole sonidos lúgubres y grotescos. En cuanto me vieron las máscaras, movieron un alboroto formidable, y corrieron al asalto, subiendo la escalera y penetrando en mi habitación, que asordaron con sus gritos y tocatas. En un momento me vi empujado, abrazado, vejigueado, pellizcado y sin saber qué cara poner ante la bulliciosa alegría de los que yo juzgaba aldeanos en día de juerga.

Recordé los deberes que impone la hospitalidad, y corriendo a mi alacena, saqué de ella cuantas botellas de vino y licor poseía, y las ofrecí a mis visitantes. Con gran sorpresa mía no las rehusaron ni se lanzaron a apurarlas, sino que aceptaron cortésmente algunas copas, y una de las máscaras femeninas pidió un vaso de agua. Llamé a Maripepa para que lo sirviese, y empecé a reparar que las máscaras, afectando el lenguaje y modales de los campesinos, mostraban en no sé qué rasgos pertenecer a otra clase social. La observación me interesó, y ya me divertía algo la mascarada. Una de las hembras, destapando la fiambrera que llevaba colgada del cuello, me ofreció con los dedos filloas, especie de tortilla delgada como una hoja de papel, redonda como una hostia y bastante grande, que aquí suele comerse en tiempo de Carnestolendas; y al ver el buen ánimo con que me eché al coleto media docena de aquellas porquerías, las otras dos damiselas (que ya me iban pareciendo tales) me sacaron, quieras no quieras, al centro de la sala, y empezaron a bailar, meneando panderos y castañuelas y convidándome con muchas vueltas y mudanzas. Por no aparecer arisco me dejé embullar y di cuatro brincos, con poquísima gracia de seguro, pues ya conoces la altura de mis habilidades coreográficas. Después dos bailadoras se colgaron de mis brazos, pidiéndome que les enseñase la casa y la huerta.

Insistí para que se descubriesen, y no fue posible lograrlo; resistiéronse, pretextando que tenían una gran broma para mí y les importaba conservar la careta. En efecto, apenas llegamos a la huerta empezaron a darme una carga terrible, describiéndome, con más gracia y donaire del que yo esperaba, y en un chapurrado mitad castellano y mitad gallego, la linda figura que haríamos Maripepa y yo de bracero por Madrid, asombrando a la corte. Competían en chiste las dos máscaras, y a cada una se le ocurrían detalles risibles: ésta pintaba a Maripepa calzándose botitas de raso blanco para ir al besamanos del Rey; la otra recalcaba y la suponía metiendo trabajosamente las manos en los guantes y manejando el abanico al entrar en el cuarto de la Infanta. Por esta manía de considerarme a mí hombre que frecuenta el real palacio, obligado forzosamente a ir con su mujer a saludar a las augustas personas, y también por ciertos indicios de estatura, voz gruesa, etc., vine en conocimiento de que mis máscaras no eran sino las señoritas de la feria.

El descubrimiento me iluminó, y comprendí quiénes debían de ser dos, por lo menos, de los máscaras varones. Sin duda alguna el barbarote que soplaba en el cuerno era el notario; el inhábil tocador de gaita sería el señorito, y no me atreví a calcular cómo se llamaría quien con tal agilidad manejaba la vejiga de puerco, por no ofender con juicios temerarios el respetable carácter sacerdotal.

Al punto me hice cargo de la vaya que iba a tener que sufrir, de todo lo que aquellas gentes se preparaban a decirme, y me armé de paciencia; porque estaba visto: el cura les había enterado de todo y venían dispuestos a divertirse conmigo sin misericordia. Poco me agradó la perspectiva; pero echando mano de la reflexión, me resolví a sufrir con resignación y exterior agrado cuanta matraca me diesen, apuntándola como primer partida en la cuenta del subido precio a que el mundo cobra el cumplimiento del deber. Echome, por decirlo así, en brazos de las máscaras, y ellas comenzaron a zarandearme, unas llevándome a un rincón, otras a otro, y todas diciéndome, en substancia, lo mismo.

Lo que me dijeron... Lo que me dijeron, Camilo, no fue lo que yo suponía, y aquí empieza la parte de confidencia que más debes olvidar de toda esta denigrante historia. Me dijeron... En fin, Camilo, yo pensaba que me atacarían por ser un caballero o un héroe, y resultó que estaba siendo un sandio; que había caído en la más ridícula majadería; que juzgaba haber pisoteado una flor, y no había hecho sino recoger de la carretera la flor pisoteada ya... Y por qué pies, ¡Dios mío! ¡Por qué inmundos y villanos pies!

Sentí que toda la sangre me afluía al rostro, y bajé la cabeza, oyendo resonar en mi cerebro vacío carcajadas afrentosas; no supe qué contestar ni qué hacer; fingí serenidad, oculté la sorpresa, dándome por enterado, y vi con satisfacción acercarse la noche y a mis huéspedes prepararse a desfilar. Antes que lo hiciesen llamé aparte a uno de ellos, y cogiéndole la mano y oprimiéndosela con rabia, le dije:

-Si eres persona decente, asegúrame a cara descubierta eso que me acabas de contar con ella tapada.

El máscara apartó la careta y vi la faz lánguida, enjuta y grave del señorito de Limioso, el cual, en tono de sinceridad que hizo penetrar en mí profunda y humillante convicción, me contestó:

-Nos puede creer, Rojas; mire que no le engañamos; a fe, nos daba lástima verle tan equivocado, y nos animamos a venir hoy, más bien para barrerle las telarañas de los ojos que para pasar el rato... Ya sabíamos que se divertía con la chica; ¡cosas de la edad!, adelante; nadie tiene que meterse en líos ajenos; pero el cura me ha contado que usted le dijera que se casaba, y eso ya es gordo, amigo... ¡Ay! Déjeme limpiarme el sudor, que me sofoqué soplando en la maldita gaita.

No obstante, así que la comparsa desfiló, entró en mi ánimo la duda. ¿No podía ser aquello una cruel venganza del notario contra Maripepa? ¿No podían estar de acuerdo todos para burlarse del señorito madrileño? Y, por último, para colmo de rubor, ¿no sentía yo a Maripepa aposentada dentro de mi corazón, y no me traían los afrentosos celos, además de sangre a las mejillas, lágrimas de rabia a los candentes lagrimales?

Tiré, pues, mis líneas, tendí mis redes, esperé y observé. Me convertí en espía, me oculté y me envilecí hasta atisbar..., ¡atisbar en un establo, detrás de un pesebre, recogiendo el aliento grueso y húmedo de la vaca, que rumiaba tranquila sus puñados de florida yerba! ¡Cuán poco tiempo necesité para convencerme! ¡Y yo me corría de que el notario me disputase a Maripepa! Ahora mi rival era Manuel, aquel bárbaro al cual la falta de los dedos de la mano prestaba un aspecto tan repulsivo.

Salí de mi escondrijo deseoso de ocultarme, a ser posible, bajo siete estados de tierra; hice la maleta y dispuse que me ensillasen el jaco para la mañana siguiente. Al traerme algunos objetos que le pedí, observé que Maripepa lloraba, limpiándose con la manga de la camisa el llanto. No pude contener un impulso de ira; la cogí por los hombros, la sacudí y la increpé. Lo confesó todo, como la cosa más natural del mundo, llorando franca y apaciblemente. Manuel es su prometido hace dos o tres años. Si no se ha casado ya, es que no hay cuartos para el grosero ajuar y la comida de boda. He desempeñado papel más lucido de lo que pensaba, pues realmente aquí el engañado fue ese bestia de Manuel. Metí la mano en el bolsillo y saqué todo el dinero que tengo, menos el preciso para el viaje; saqué también el reloj y se lo eché en el regazo a Maripepa. Después la empujé suavemente hacia la puerta. Me parece que esperaba alguna caricia de despedida; pero ya no me sería posible ni tocarle amorosamente al pelo de la ropa. La vi salir, y me quedé abismado. ¡Quién sabe lo que hubiera sido para mí esta mujer, nacida en distinta condición, educada no diré de otro modo, sino de algún modo! Tal vez la más leal de las esposas -de seguro una de las más amantes.

Al día siguiente (hoy) monté temprano, fui al pazo de Limioso a apretar la mano del señorito bajo unas parras que entoldan su blasonada puerta, pasé por Naya y seguí a Cebre, despidiéndome con sendos abrazos del cura y del notario, y llegué a Pontevedra a las cinco de la tarde. Estoy escribiéndote porque ya no he cogido el coche que sale a Tuy. Lo cogeré mañana, me detendré un día en Oporto, y veinticuatro horas después de recibir esta, repito que puedes ir a esperarme a la estación.

Silencio, nada de alusiones, nada de burlas, al menos por ahora, que aún sangra la herida. Sé para mí un juez indulgente. Yo sospecho que lo he de ser con todo el mundo.

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