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ArribaAbajo¡Buena pesca!

I

Cubierto de gloria y de heridas en la guerra de Sucesión, y sin blanca en la faltriquera, como entonces acontecía a casi todos los héroes, tornó un día a su desmantelado castillo el noble barón de Mequinenza, a descansar de las duras fatigas de los campamentos y comerse en paz los pobres garbanzos vinculados a su título.

Dos palabras sobre el batallador y otras dos sobre su guarida.

Don Jaime de Mequinenza, barón de lo mismo, capitán que había peleado por los intereses de Luis XIV, era a la sazón un hombre de treinta y cinco años, alto, hermoso, rudo, valiente, emprendedor, poco letrado, pero locuaz en extremo y muy aficionado a las aldeanas bonitas. Añadid que era huérfano, unigénito y solterón, y acabaréis de formar idea de nuestro hidalgo aragonés.

En cuanto a su castillo, era su vivo retrato en todo..., menos en lo fuerte; mas por lo que toca a soledad y pobreza y altanería, ¡vive Dios que no le iba en zaga! Figuráoslo (y digo figuráoslo porque ya se ha hundido medio edificado y medio tallado en una roca que lamían de una parte las ondas del río Ebro, y que se reclinaba por la otra sobre una montaña..., que allá seguía remontándose a las nubes.

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Al pie de este peñasco había una docena de casas y chozas habitadas por los vasallos del barón, o sea por los labradores de los cuatro majuelos que constituían sus Estados. De la aldea al castillo subíase por quince rampas que terminaban en un foso con puente levadizo. Alimentaba de agua este foso una sangría hecha en el Ebro media legua al norte de la fortaleza; sangría que, convertida en ruidoso torrente, volvía a precipitarse en el opulento río.

Ítem: enclavada en un inaccesible flanco de la montaña, separada del castillo por este salto de agua y, como él, colgada sobre el Ebro, había otra roca más pequeña, que coronaban una cabaña y un huertecillo, fundados allí por la temeraria mano del hombre.

Un ancho tablón de nogal enlazaba por vía de puente el castillo y la cabaña; de modo que, si imposible era llegar al primero una vez alzado el rastrillo, más imposible era llegar a la segunda, suprimido que fuera el tablón.

Ya hemos dicho que en la roca feudal vivía don Jaime de Mequinenza: falta decir que en la roca feudataria habitaba un pescador de anguilas, que se estaba haciendo rico merced al atrevido pensamiento de formar su choza en aquel solitario y amenazado paraje.

Damián, que así se llamaba el pescador, había ideado colgar del puentecillo una vastísima red, al través de cuya dilatada manga saltase la cascada, sirviendo de funda, por decirlo así, las mallas a las aguas. Mediante este artificio, todas las anguilas que, arrastradas por la corriente, se veían obligadas a dar aquel salto para volver al Ebro, que fue su cuna, quedaban presas en las redes de Damián, quien las vendía en los pueblos circunvecinos a precio tan corto, como corto era el trabajo que le costaba pescarlas.

Y pues ya conocemos el teatro de nuestra historia, pasemos a más íntimas investigaciones.

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II

Hemos dicho que Damián se estaba haciendo rico en tan pingües copos; pero hemos olvidado decir que Damián, como otros muchos hombres, había cometido la torpeza de casarse con una muchacha muy linda, muy graciosa y muy amiga de componerse; con una coqueta natural, en una palabra; o, si queréis mejor, con una coqueta nativa.

Carmela, variante amoroso de Carmen; Carmelita (él la llamaba así) era una rústica hija de aquella aldea, que ni sabía leer ni le hacía falta; pero que hubiera tentado al mismo San Antonio si este anacoreta no estuviese auxiliado de la Gracia de Dios.

Y es que ella tenía toda la gracia del diablo.

Era rubia, como acontece siempre en casos semejantes, pequeñita de cuerpo, apretada de carnes y más esbelta que un junco. De la cintura para arriba parecía una maceta de flores... ¡Qué pechazo!, ¡qué hombros!, ¡qué garganta!, ¡qué cabeza!... Y de la cintura para abajo, ¡qué caderas!, ¡qué andar!, ¡qué pisada!, ¡qué meneo! Blanca como la nieve, colorada como las tardes de mayo, sana como el aire de aquellas alturas, amorosa como una codorniz enjaulada, tenía un juego de boca, y una caída de ojos, y unas manos, y una trenza, y unos tobillos que, como dice Salvador, poeta de Granada, hablando de otros pies:

¡Desde allí al Cielo!

¡Ay, Carmen, Carmela, Carmelita! ¿Qué había de hacer el pobre Damián, sino adorarte y esconderte en el pico de una roca, allí donde estabas defendida del mundo por un castillo feudal, donde nadie podía visitarte de día sin que lo viese todo el pueblo, ni rondar de noche tu cabaña, como no fuese a quinientos pies por debajo de ella?

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Pero como las muchachas del mérito de Carmela coquetean consigo mismas cuando no pueden coquetear con el prójimo, sucedía que, a pesar de vivir sola y sin ser vista de nadie más que alguna noche por su marido, gastaba el precio de todas las anguilas del Ebro en delantales, basquiñas, zarcillos, tumbagas y otras cosas en que el pobre Damián no se fijaba nunca, dado que la pícara las usase delante de él.

Penetrada quizás de su alta misión en el mundo, Carmela se adornaba todos los días como para ir a un baile, y se sentaba a la puerta de su choza. Allí la veían los pájaros, los tomillos y los cielos..., ¡nada más! Pero ella esperaba tranquila la hora de su destino. El castillo, única vecindad de la cabaña, se hallaba completamente deshabitado (nos referimos al estado de las cosas antes de la vuelta de don Jaime de Mequinenza), y desde el valle no se distinguía a la pescadora sino como una gran flor de colores colgada en la ladera del abismo... ¡Por el aire, pues, debía venir el amante que esperaba tan emperejilada Carmelita, suponiendo que Carmelita desease en efecto tener un amante!

-¿Conque Carmela no amaba a su marido? -exclamaréis acaso...

-¡Qué sé yo! Sólo puedo deciros que era muy bonita y vivía muy sola, pues Damián pasaba la mayor parte del tiempo vendiendo anguilas por la comarca...

Además, él le tenía prohibido que bajase a la aldea durante sus ausencias; y ella obedecía ciegamente a su marido..., porque así lo manda Dios... y porque no le agradaban a tan pulida señora los rústicos y zafios aldeanos.

Me diréis que Damián era también un rústico y zafio aldeano, y que, por consiguiente, acabo de decir que no le gustaba a Carmelita...

¡Pues bien! ¡No le gustaba!

Ni ¿cómo había de gustarle un hombre soez y mal vestido, con las manos llenas de callos y espinas, quemado del sol, curtido por la lluvia y oliendo a pescado   —105→   a una vara de distancia, a ella, tan pulcra, tan elegante, tan presumida como una madrileña?

¡Es verdad que si el pobre pescador estaba poco compuesto, consistía en que la bella señora lo estaba mucho; es verdad que si el marido trabajara menos, a fin de cuidar algo sus manos, la mujer tendría que trabajar más, echando a perder las suyas; es muy verdad que con aquel pescado que olía tan mal se pagaban aquellos jabones que olían tan bien!... Pero ¿quién hace reflexionar a una mujer, y sobre todo a una mujer de diecinueve años, tan bonita, ligera y graciosa como los siete colores del arco iris?

¡Ah! La gratitud es un sentimiento demasiado incómodo para una persona prendada de sí misma, y la justicia una idea demasiado seria para una muchacha que se ríe sola. ¡Y Carmelita solía reírse a solas, al espejo!

Todo esto significaba o quiere significar, en último resultado, que la bella pescadora se enamoró de don Jaime de Mequinenza desde que en la aldea cundió la voz de que el caballero tornaba victorioso a su castillo...

Volvió don Jaime, en efecto; y como él la amaba ya en especie, según diría un escolástico, no necesitó más que verla para adorarla.

Damián, entretanto, pescaba anguilas.

Sin embargo, desde que el barón volvió a su castillo, una vaga inquietud se había despertado en el alma del celoso; y era que, por muy arraigado que estuviese en su corazón y en el de toda su familia el respeto a sus naturales señores, no podía menos de pensar en que don Jaime era muy enamorado y su mujer muy bonita, y en que el castillo y la cabaña no estaban tan distantes como la cabaña y la aldea, sobre todo teniendo en cuenta el puentecillo de nogal...

Así es que Damián, pretextando tener reumatismo en una pierna, había tomado un mozo que vendiese las anguilas y no abandonaba ya la cabaña casi nunca.

Y a fe, a fe, que si hemos de decir la verdad, el pescador no andaba muy descaminado en punto a temores...

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Don Jaime y Carmelita estaban ya cansados de telégrafos, como se dice hoy, y enamorados perdidamente uno de otra y otra de uno, como ha sucedido siempre entre dos que se miran y no se hablan. El platonismo se les hacía insoportable, la distancia inmensa, el puentecillo transitable..., y esperaban con ansia el primer viaje de Damián para tener una entrevista a solas: en todo lo cual habían convenido por señas, y también por adivinación...

Conque pasemos adelante.

III

Era una hermosísima tarde de mayo.

Los dos esposos tomaban el sol a la puerta de su choza.

Aquel sol que se ponía hace siglo y medio es el mismo que todos conocéis. Diremos, sin embargo, que aquella tarde se ocultaba tras las montañas con tanta lentitud y majestad como si no pensara volver a salir nunca.

Era uno de esos momentos augustos en que parece que el tiempo se ha parado. Era una de tantas fiestas de la Naturaleza como no pasan a la Historia; uno de esos días radiantes y solemnes en que se cree que el mundo ha llegado por primera vez al apogeo de su hermosura, y que todo el tiempo anterior ha sido un período de adolescencia, así como todo el tiempo que ha de venir un descenso, un desmejoramiento, un envejecer penoso que terminará en la nada. Era, en fin, esa hora melancólica en que el ánimo asiste a la tragedia de la muerte del día como a un espectáculo nuevo y que no se ha de repetir; hora en que, si por acaso recordáis a los seres que conocisteis y murieron, sentís vergüenza de vivir una vida que ellos dejaron.

Carmela y Damián miraban extáticos aquel sol, cuyos últimos rayos teñían el horizonte de no sé qué luz profética, que iba a reflejarse allá en su conturbado espíritu. Por inculta y tosca que fuese su naturaleza,   —107→   ambos sentían en aquel instante, quizá por la excitación a que habían llegado sus almas, que la puesta del sol no debía serles tan indiferente como en los demás días; que era para ellos aquella hora, hora crítica y predestinada, hora de misterio o de fatalidad. Y tal vez por lo mismo que su limitado espíritu no les permitía darse cuenta de lo que experimentaban, ni analizar las informes imágenes de vida y muerte, de pasadas venturas y presentidos dolores que veían amontonarse hacia Oriente a medida que el sol se hundía en el Ocaso, era mayor la turbación y la angustia de los dos criminales, que callaban, temerosos de revelarse sus secretos, y ni se miraban ni extrañaban esta recíproca reserva.

Y es que, en ciertos momentos trágicos, se despierta en nosotros una facultad más lúcida que la inteligencia e independiente del albedrío; y esta facultad, que concibe y ejecuta por sí sola, había establecido ya, entre la esposa que meditaba el adulterio y el celoso que proyectaba el asesinato, una especie de transacción que les servía de tácito convenio, o indeliberada complicidad, para que ni el uno ni el otro extrañase un silencio tan largo y tan injustificado a primera vista.

Cuando ya se puso el sol completamente, ambos respiraron con fuerza, como quien termina una tarea de muchas horas. El pacto estaba firmado. La resolución de los dos era tan irrevocable como la muerte de aquel día...

Entonces se miraron ya sin miedo ni reserva.

Damián hizo más... Alzó los ojos al castillo con gran frescura, y saludó al señor barón, que tenía fija la mirada en Carmelita.

Ésta saludó también al caballero con suma naturalidad.

Damián, que lo viera, estiró la pierna del reumatismo, y exclamó, sonriéndose:

-¡Pues señor! Estoy completamente bueno. Me voy a dar una vuelta por la aldea. Pasaré allí la noche, viendo si cobro unos maravedises, y volveré mañana   —108→   por la mañana temprano a recoger la pesca que caiga esta noche. ¡Ea, Carmelita! ¡Quédate con Dios!

-Adiós, Damián... -dijo Carmelita maquinalmente.

Nunca se habían despedido los dos esposos de esta manera... Pero no repararon en ello.

Damián cogió el sombrero y un palo; atravesó el puente de nogal y penetró en los fosos del castillo... en busca del sendero que bajaba a la aldea.

Todavía doraba el sol el pico de una montaña muy distante.

IV

Ocho horas después, estaba el sol de vuelta en la puerta de la cabaña.

Toda la tristeza y seriedad con que se puso el día anterior habían sido pura farsa.

Allí se hallaba otra vez, más alegre que nunca, rubio como unas candelas, trepando por el cielo con la misma indecisión que si fuera la vez primera que hacía el viaje, y esparciendo vida y alborozo dondequiera que penetraban sus rayos. Brillaba el agua, cacareaban las gallinas, rasgábanse las brumas del Ebro como velos de gasa, volaban los pájaros más perezosos, y bullían los ganados y los pastores en el fondo de los valles.

Era, en efecto, el mismo sol; el cual, durante aquellas ocho horas de ausencia, había atravesado el océano, dado las doce en América, servido de dios a los idólatras del mar Pacífico, alumbrado algunos matrimonios en la China, tostado las especias del Indostán, besado las piedras del Santo Sepulcro, y marcado la hora de la muerte a algunos griegos modernos, viniendo ahora, lleno de curiosidad, a saber qué había sido de aquellos dos pescadores del Alto Aragón que dejó sentados la tarde antes a la puerta de su cabaña.

En cuanto a Damián, podemos decir que también se hallaba aquella mañana más contento que la tarde anterior, si hemos de juzgar por lo juguetón y alegre que   —109→   subía las rampas del castillo, seguido de otros pescadores, cantando la jota más villana de aquel país.

Llegaron al puente levadizo, que estaba ya levantado; atravesaron la fortaleza, que aún yacía en silencio, y llegaron a la explanada fronteriza a la cabaña de Damián.

-¡Bien ruge la cascada! -dijo un pescador.

-¿Y el puentecillo? -preguntó Damián.

-¡Es verdad! ¡Mira!..., ¡mira!...; ¡se ha desmoronado por las dos cabezas!... Es que se ha hundido.

-¿Cómo ha podido ser? ¡Un tablón de nogal tan largo y tan pesado!

-Tendré que comprar hoy otro... -repuso Damián indiferentemente-. ¡Conque, chicos, ayudadme a sacar este par de copos antes que sea más tarde!

Y reanudando su interrumpida canción, empezó a tirar de las redes de un copo.

-¡Diablo! ¡Cómo pesa!... -exclamó un pescador-. ¡Oh!, ¡has hecho gran cogida!

-¡Lo menos diez arrobas! -dijo un segundo-. Buena pesca!

-¡Ya lo creo! -añadió otro-. ¡Habrá pescado el puente de nogal!

Damián se sonrió.

-¿Decís que ese copo pesa? -gritó entonces otro pescador, que tiraba de la segunda red-. ¡Pues éste no se queda atrás! ¡Lo menos tiene doce arrobas!...

-¡Buen par de peñones habrán entrado en las mangas! -dijo un envidioso.

Damián estaba sombrío, trémulo, espantoso.

-¡Conque los dos copos pesan lo mismo!... -murmuró-. ¡No puede ser!...

Y con lentos pasos se dirigió a la cabaña...

En esto empezó a aparecer el primer copo.

Dentro de él se hallaba, en efecto, el tablón de nogal; pero no entero, sino la mitad exacta.

¡Era indudable que el puentecillo había sido aserrado aquella noche!

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Aún no se habían repuesto los pescadores de su asombro, cuando retrocedieron espantados y dando gritos.

A estos gritos respondió en la cabaña, como un eco, un alarido terrible, pavoroso...

Y Damián apareció en la puerta, con los cabellos erizados y la mirada estúpida, riendo como una furia escapada del infierno.

Los pescadores habían visto en el fondo de la primera red el cadáver de don Jaime...

Damián había encontrado desierta su choza e intacto el lecho de Carmelita...

¡Y era que Carmelita estaba en la segunda red, con la otra mitad del puente de nogal!

-¡Ella también! ¡No contaba yo con tanto! ¡No quería yo eso! ¡Quería guardarla para mí, aunque fuera mala! ¡Ella también! ¡También mi Carmen! ¡Buena pesca! -gritó Damián entre salvajes risotadas y con toda la fuerza de sus pulmones.

Y corrió a encerrarse en la cabaña.

Cuando la justicia entró a prenderlo, halló que estaba armado de un serrucho, cortándose la mano derecha y gritando con infernal alegría:

-¡Buena Pesca! ¡Buena pesca!

Estaba loco.

Guadix, 1854.



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ArribaAbajoLas dos glorias

Un día que el célebre pintor flamenco Pedro Pablo Rubens andaba recorriendo los templos de Madrid acompañado de sus afamados discípulos, penetró en la iglesia de un humilde convento, cuyo nombre no designa la tradición.

Poco o nada encontró que admirar el ilustre artista en aquel pobre y desmantelado templo, y ya se marchaba renegando, como solía, del mal gusto de los frailes de Castilla la Nueva, cuando reparó en cierto cuadro medio oculto en las sombras de feísima capilla; acercóse a él y lanzó una exclamación de asombro.

Sus discípulos le rodearon al momento, preguntándole:

-¿Qué habéis encontrado, maestro?

-¡Mirad! -dijo Rubens señalando, por toda contestación, al lienzo que tenía delante.

Los jóvenes quedaron tan maravillados como el autor del Descendimiento.

Representaba aquel cuadro la Muerte de un religioso. Era éste muy joven, y de una belleza que ni la penitencia ni la agonía habían podido eclipsar, y hallábase tendido sobre los ladrillos de su celda, velados ya los ojos por la muerte, con una mano extendida sobre una calavera, y estrechando con la otra, a su corazón, un crucifijo de madera y cobre.

En el fondo del lienzo se veía pintado otro cuadro, que figuraba estar colgado cerca del lecho de que se   —112→   suponía haber salido el religioso para morir con más humildad sobre la dura tierra.

Aquel segundo cuadro representaba a una difunta, joven y hermosa, tendida en el ataúd entre fúnebres cirios y negras y suntuosas colgaduras...

Nadie hubiera podido mirar estas dos escenas, contenida la una en la otra, sin comprender que se explicaban y completaban recíprocamente. Un amor desgraciado, una esperanza muerta, un desencanto de la vida, un olvido eterno del mundo: he aquí el poema misterioso que se deducía de los dos ascéticos dramas que encerraba aquel lienzo.

Por lo demás, el color, el dibujo, la composición, todo revelaba un genio de primer orden.

-Maestro, ¿de quién puede ser esta magnífica obra? -preguntaron a Rubens sus discípulos, que ya habían alcanzado el cuadro.

-En este ángulo ha habido un nombre escrito -respondió el maestro-; pero hace muy pocos meses que ha sido borrado. En cuanto a la pintura, no tiene arriba de treinta años, ni menos de veinte.

-Pero el autor...

-El autor, según el mérito del cuadro, pudiera ser Velázquez, Zurbarán, Ribera, o el joven Murillo, de quien tan prendado estoy... Pero Velázquez no siente de este modo. Tampoco es Zurbarán si atiendo al color y a la manera de ver el asunto. Menos aún debe atribuirse a Murillo ni a Ribera: aquél es más tierno, y éste es más sombrío; y, además, ese estilo no pertenece ni a la escuela del uno ni a la del otro. En resumen: yo no conozco al autor de este cuadro, y hasta juraría que no he visto jamás obras suyas. Voy más lejos: creo que el pintor desconocido, y acaso ya muerto, que ha legado al mundo tal maravilla, no perteneció a ninguna escuela, ni ha pintado más cuadro que éste, ni hubiera podido pintar otro que se le acercara en mérito... Ésta es una obra de pura inspiración, un asunto propio, un reflejo del alma, un pedazo de la vida... Pero... ¡Qué   —113→   idea! ¿Queréis saber quién ha pintado ese cuadro? ¡Pues lo ha pintado ese mismo muerto que veis en él!

-¡Eh! Maestro... ¡Vos os burláis!

-No: yo me entiendo...

-Pero ¿cómo concebís que un difunto haya podido pintar su agonía?

-¡Concibiendo que un vivo pueda adivinar o representar su muerte! Además, vosotros sabéis que profesar de veras en ciertas Órdenes religiosas es morir.

-¡Ah! ¿Creéis vos?...

-Creo que aquella mujer que está de cuerpo presente en el fondo del cuadro era el alma y la vida de este fraile que agoniza contra el suelo; creo que, cuando ella murió, él se creyó también muerto, y murió efectivamente para el mundo; creo, en fin, que esta obra, más que el último instante de su héroe o de su autor (que indudablemente son una misma persona), representa la profesión de un joven desengañado de alegrías terrenales...

-¿De modo que puede vivir todavía?...

-¡Sí, señor, que puede vivir! Y como la cosa tiene fecha, tal vez su espíritu se habrá serenado y hasta regocijado, y el desconocido artista sea ahora un viejo muy gordo y muy alegre... Por todo lo cual, ¡hay que buscarlo! Y, sobre todo, necesitamos averiguar si llegó a pintar más obras... Seguidme.

Y así diciendo, Rubens se dirigió a un fraile que rezaba en otra capilla y le preguntó con su desenfado habitual:

-¿Queréis decirle al padre prior que deseo hablarle de parte del rey?

El fraile, que era hombre de alguna edad, se levantó trabajosamente, y respondió con voz humilde y quebrantada:

-¿Qué me queréis? Yo soy el prior.

-Perdonad, padre mío, que interrumpa vuestras oraciones -replicó Rubens-. ¿Pudierais decirme quién es el autor de este cuadro?

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-¿De ese cuadro? -exclamó el religioso-. ¿Qué pensaría usted de mí si le contestase que no me acuerdo?

-¿Cómo? ¿Lo sabíais y habéis podido olvidarlo?

-Sí, hijo mío; lo he olvidado completamente.

-Pues, padre... -dijo Rubens en son de burla procaz-, ¡tenéis muy mala memoria!

El prior volvió a arrodillarse sin hacerle caso.

-¡Vengo en nombre del rey! -gritó el soberbio y mimado flamenco.

-¿Qué más queréis, hermano mío? -murmuró el fraile, levantando lentamente la cabeza.

-¡Compraros este cuadro!

-Ese cuadro no se vende.

-Pues bien: decidme dónde encontraré a su autor... Su majestad deseará conocerlo, y yo necesito abrazarlo, felicitarlo..., demostrarle mi admiración y mi cariño...

-Todo eso es también irrealizable... Su autor no está ya en el mundo.

-¡Ha muerto! -exclamó Rubens con desesperación.

-¡El maestro decía bien! -pronunció uno de los jóvenes-. Ese cuadro está pintado por un difunto...

-¡Ha muerto!... -repitió Rubens-. ¡Y nadie lo ha conocido! ¡Y se ha olvidado su nombre! ¡Su nombre, que debió ser inmortal! ¡Su nombre, que hubiera eclipsado el mío! Sí; el mío..., padre... -añadió el artista con noble orgullo-. ¡Porque habéis de saber que yo soy Pedro Pablo Rubens!

A este nombre, glorioso en todo el Universo, y que ningún hombre consagrado a Dios desconocía ya, por ir unido a cien cuadros místicos, verdaderas maravillas del arte, el rostro pálido del prior se enrojeció súbitamente, y sus abatidos ojos se clavaron en el semblante del extranjero con tanta veneración como sorpresa.

-¡Ah! ¡Me conocíais! -exclamó Rubens con infantil satisfacción-. ¡Me alegro en el alma! ¡Así seréis menos fraile conmigo! Conque... ¡vamos! ¿Me vendéis el cuadro?

-¡Pedís un imposible! -respondió el prior.

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-Pues bien: ¿sabéis de alguna otra obra de ese malogrado genio? ¿No podréis recordar su nombre? ¿Queréis decirme cuándo murió?

-Me habéis comprendido mal... -replicó el fraile-. Os he dicho que el autor de esa pintura no pertenece al mundo; pero esto no significa precisamente que haya muerto...

-¡Oh! ¡Vive! ¡Vive! -exclamaron todos los pintores-. ¡Haced que lo conozcamos!

-¿Para qué? ¡El infeliz ha renunciado a todo lo de la Tierra! ¡Nada tiene que ver con los hombres!... ¡Nada!... Os suplico, por tanto, que lo dejéis morir en paz.

-¡Oh! -dijo Rubens con exaltación-. ¡Eso no puede ser, padre mío! Cuando Dios enciende en un alma el fuego sagrado del genio, no es para que ese alma se consuma en la soledad, sino para que cumpla su misión sublime de iluminar el alma de los demás hombres. ¡Nombradme el monasterio en que se oculta el grande artista y yo iré a buscarlo y lo devolveré al siglo! ¡Oh! ¡Cuánta gloria le espera!

-Pero... ¿y si la rehúsa? -preguntó el prior tímidamente.

-Si la rehúsa acudiré al Papa, con cuya amistad me honro, y el Papa lo convencerá mejor que yo.

-¡El Papa! -exclamó el prior.

-¡Sí, padre; el Papa! -repitió Rubens.

-¡Ved por lo que no os diría el nombre de ese pintor aunque lo recordase! ¡Ved por lo que no os diré en qué convento se ha refugiado!

-Pues bien, padre, ¡el rey y el Papa os obligarán a decirlo! -respondió Rubens exasperado-. Yo me encargo de que así suceda.

-¡Oh! ¡No lo haréis! -exclamó el fraile-. ¡Haríais muy mal, señor Rubens! Llevaos el cuadro si queréis; pero dejad tranquilo al que descansa. ¡Os hablo en nombre de Dios! ¡Sí! ¡Yo he conocido, yo he amado, yo he consolado, yo he redimido, yo he salvado de entre las olas de las pasiones y las desdichas, náufrago y   —116→   agonizante, a ese grande hombre, como vos decís, a ese infortunado y ciego mortal, como yo le llamo; olvidado ayer de Dios y de sí mismo, hoy cercano a la suprema felicidad!... ¡La gloria!... ¿Conocéis alguna mayor que aquélla a que él aspira? ¿Con qué derecho queréis resucitar en su alma los fuegos fatuos de las vanidades de la Tierra, cuando arde en su corazón la pira inextinguible de la caridad? ¿Creéis que ese hombre, antes de dejar el mundo, antes de renunciar a las riquezas, a la fama, al Poder, a la juventud, al amor, a todo lo que desvanece a las criaturas, no habrá sostenido ruda batalla con su corazón? ¿No adivináis los desengaños y amarguras que lo llevarían al conocimiento de la mentira de las cosas humanas? Y ¿queréis volverlo a la pelea cuando ya ha triunfado?

-Pero ¡eso es renunciar a la inmortalidad! -gritó Rubens.

-¡Eso es aspirar a ella!

-Y ¿con qué derecho os interponéis vos entre ese hombre y el mundo? ¡Dejad que le hable, y él decidirá!

-Lo hago con el derecho de un hermano mayor, de un maestro, de un padre; que todo esto5 soy para él... ¡Lo hago en el nombre de Dios, os vuelvo a decir! Respetadlo..., para bien de vuestra alma.

Y, así diciendo, el religioso cubrió su cabeza con la capucha y se alejó a lo largo del templo.

-Vámonos -dijo Rubens-. Yo sé lo que me toca hacer.

-¡Maestro! -exclamó uno de los discípulos, que durante la anterior conversación había estado mirando alternativamente al lienzo y al religioso- ¿No creéis, como yo, que ese viejo frailuco se parece muchísimo al joven que se muere en este cuadro?

-¡Calla! ¡Pues es verdad! -exclamaron todos.

-Restad las arrugas y las barbas, y sumad los treinta años que manifiesta la pintura, y resultará que el maestro tenía razón cuando decía que ese religioso muerto era a un mismo tiempo retrato y obra de un   —117→   religioso vivo. Ahora bien: ¡Dios me confunda si ese religioso vivo no es el padre prior!

Entretanto Rubens, sombrío, avergonzado y enternecido profundamente, veía alejarse al anciano, el cual lo saludó cruzando los brazos sobre el pecho poco antes de desaparecer.

Él era... sí! -balbuceó el artista-. ¡Oh!... Vámonos... -añadió volviéndose a sus discípulos-. ¡Ese hombre tenía razón! ¡Su gloria vale más que la mía! ¡Dejémoslo morir en paz!

Y dirigiendo una última mirada al lienzo que tanto le había sorprendido, salió del templo y se dirigió a Palacio, donde lo honraban sus majestades teniéndole a la mesa.

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Tres días después volvió Rubens, enteramente solo a aquella humilde capilla, deseoso de contemplar de nuevo la maravillosa pintura, y aun de hablar otra vez con su presunto autor.

Pero el cuadro no estaba ya en su sitio.

En cambio se encontró con que en la nave principal del templo había un ataúd en el suelo, rodeado de toda la comunidad, que salmodiaba el Oficio de difuntos...

Acercóse a mirar el rostro del muerto, y vio que era el padre prior.

-¡Gran pintor fue!... -dijo Rubens, luego que la sorpresa y el dolor hubieron cedido lugar a otros sentimientos-. ¡Ahora es cuando más se parece a su obra!

Madrid, 1858.



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ArribaAbajoDos retratos

«Yo fui, señor -dijo Borja-, gran pecador desde mi niñez, y di muy mal ejemplo al mundo con mi vida.»


(FR. PRUDENCIO DE SANDOVAL.)                


I

Distante pocas horas de Plasencia alzábase entre feraces campos y frondosísimo huerto, allá por los años de Cristo de 1557, un magnífico monasterio de solitarios de San Jerónimo.

Era una de esas benditas mañanas en que la transparencia del cielo descubre infinitos horizontes a la limitada vista de los mortales, mientras que la elasticidad del aire embalsamado y tibio permite oír mejor los augustos rumores de la soledad: una de esas mañanas, tranquilas como sosegada laguna, en que el ayer se ve claro al través de las brumas de lo presente, y profundiza la memoria en el cenagoso fondo de la conciencia, teatro, ya desierto, de las alegrías pasadas; una de esas mañanas en que lloran los viejos, no sé si de tristeza porque recuerdan la mañana de su vida, o de júbilo y amor a Dios al ver que aún viven en mundo tan hermoso; mañanas en que sienten más los pechos enamorados, y creen más los corazones fieles al Altísimo, y lloran insensiblemente los tristes y desamados, y se encuentran más solos los huérfanos y los peregrinos; mañanas en que el corazón del hombre se dilata al par del Cielo y de la Tierra, y vienen al alma   —119→   más vivos y melancólicos que nunca los recuerdos de los seres queridos que nos arrebató la muerte...

Tal fue aquella mañana, pasada hace ya tres siglos.

A eso de las once brillaba el sol tan alegremente sobre los muros del convento, piaban los gorriones con tan completa tranquilidad, era tan dulce el susurro del agua, parecía, en fin, tan dichoso todo lo criado, que nadie hubiera podido ver aquellos lugares sin envidiar la existencia pacífica de los padres jerónimos, y sentir vagos deseos de abandonar para siempre las cosas del mundo, tan agitadas y revueltas en aquel entonces...

Tales debían de ser los pensamientos de dos personajes que, asomados a una ventana de la fachada meridional del edificio, llevaban media hora de no hablar palabra, sumidos como estaban en la contemplación de aquella apacible y deliciosa soledad.

Ninguno de estos dos personajes vestía el hábito de la Orden jerónima. Uno de ellos llevaba el traje negro talar que aún usan nuestros sacerdotes, y el otro una humilde ropilla negra, sin espuela, armas, ni ningún distintivo que pudiera dar a conocer su condición en el mundo.

El eclesiástico tenía cuarenta y seis años, pero aparentaba muchos más. Su cabeza, aristocrática y hermosa, parecía pulimentada por el dolor, la reflexión y el estudio; érase una cabeza amarilla, medio calva y medio cana, surcada de arrugas y cruzada por hinchadas venas, prominentes, que indicaban fortaleza y resolución, viniendo a ser, para quien conociera la vida de aquel hombre, las tirantes bridas con que una voluntad de hierro tenía a raya sus pasiones.

El seglar era, a los cincuenta y seis años de edad, un hombre decrépito, pero no un anciano. Su elevada estatura se encorvaba ya hacia la tierra, tanto por un ligero vicio de conformación, como agobiada por largos días de rudos trabajos: conocíase a primera vista que sobre aquellos robustos hombros había pesado un mundo de trabajos, así como sobre la frente del otro un mundo de pensamientos. Aquel caballero de tan humilde   —120→   apariencia tenía la mirada dura y fija, peculiar de las águilas y de ciertas razas identificadas con la superioridad por la costumbre de ejercerla. Su barba gris, de corte cuadrado, ocultaba una boca sin dientes, hundida por esta causa y por la rara configuración de las mandíbulas; su cabeza, en fin, algo calva, y pelada además a punta de tijera, más parecía germánica que española, a juzgar por la forma de los pómulos y de la frente.

Hemos dicho que estos dos personajes llevaban media hora de silencio y meditación en la ventana del convento.

El de la ropilla negra seguía con los ojos a un águila que había recorrido todo el horizonte, dominado todas las alturas e invadido más de una vez regiones del aire en que apenas la alcanzaba la vista. Cuando la reina de las aves hubo al fin tramontado la última cumbre y desaparecido hacia otro horizonte, el que la había estado observando dio un suspiro, como quien termina alguna penosa tarea, y dijo a su compañero:

-Creo, hermano Francisco, que moriré pronto...

-Señor... -murmuró el clérigo estremeciéndose.

-¡No hay más Señor que el del Cielo y Tierra! -exclamó el de la barba gris-. ¡Llámame hermano! ¡Ay! -continuó, sin dar tiempo a que el otro le replicara-. ¡Cuán pequeño me vi el día que abandoné el mundo de los hombres! ¿Te acuerdas de 1542?

-¡Me acuerdo! -respondió el padre Francisco.

-Estábamos en Monzón, y marchábamos al socorro de Perpignan. ¡Hace quince años! Tú y yo, vestidos de hierro y oro, llenos de juventud y energía, soñábamos con la gloria de la Tierra... Mi nombre atronaba el Universo. Mi fama había salvado todas las cumbres, como ese águila que acaba de desaparecer por el Mediodía... Pero ¡ay!, nunca se remontó hacia el cielo tanto como ella...

-¡Oh, Carlos! ¡Qué grande sois en este momento a los ojos de la Eterna Sabiduría!

Carlos sonrió melancólicamente, y dijo:

  —121→  

-¡Nadie más que tú sabrá en el mundo las verdaderas causas de mi reclusión! Mentirá la Historia una vez más, y yo volveré a ser polvo como aquella que me dejó para siempre... ¿Te acuerdas de Isabel? ¿Habrá existido mujer más hermosa que la emperatriz?

Francisco palideció al escuchar este nombre.

Entretanto, Carlos murmuraba ya otros en el fondo de su corazón.

-Era el Viernes Santo... -prosiguió luego incoherentemente, como si hablara solo-. Había yo vuelto victorioso de Italia y acababa de perder a Argel. Paseábame por una calle de cipreses del monasterio de la Mejorada... ¡Yo creo que Dios se me apareció aquel día, como a San Pablo, gritándome: Carole! Carole! Quid me persequeris? Ayuné hasta la noche, y lloré... Cuando volví a mi alojamiento aún pesaba la mano de Dios sobre mi corazón, que desde entonces late ya resignado y tranquilo. ¡Había formado la resolución de retirarme a un convento!

En este instante dieron las doce en cinco relojes que había en la celda. Todos los bronces sonaron a un tiempo con asombrosa precisión.

No obstante, Carlos se impacientó mucho al mirar las muestras.

-¡Nunca -dijo- las pondré en perfecto acuerdo! ¡Lo mismo acontece con los hombres! Sentémonos, Francisco, y dime el objeto de tu visita. Hablemos ante todo de ti... ¿De dónde vienes?

-De Roma.

-¿Qué te ha dicho el Padre Santo?

-He vuelto a rehusar el capelo; pero he obtenido de Su Santidad cuanto deseaba en favor de la COMPAÑÍA. ¡Si Dios ayuda a nuestros herederos, habremos logrado lo que vos intentáis inútilmente con vuestros relojes!

-¿Qué habréis logrado, pues?

-¡Poner de acuerdo dos cosas: el Cielo con la Tierra! Loyola será canonizado.

-Y tú también, Francisco.

  —122→  

-Yo no... Yo fui, señor, gran pecador desde mi niñez, y di muy mal ejemplo al mundo con mi vida; y si vengo a vos desde tan lejos, es porque, para acallar los gritos de mi conciencia, necesito que me perdonéis.

Y el clérigo se arrodilló humildemente delante del caballero.

Éste lo alzó, estrechólo en sus brazos y le dijo con dulzura:

-Habla, Francisco: desde el claustro se perdona todo, porque todo es nada. ¡Así me perdone Dios tantos y tantos errores como me hicieron cometer la vanidad mundana y la concupiscencia!

Y los nombres que retumbaban en su corazón llegaron a estremecer sus labios... Pero no los pronunció en voz alta.

Francisco habló de esta manera:

II

«-Sabéis, señor, la historia de mi desacertada juventud. Primogénito de una de las más ilustres casas de España, y nieto, como vos, de Fernando V el Católico; criado en la corte al lado de vuestra hermana Catalina, como su paje de honor; halagado por la suerte; vencedor en los combates; bien mirado de las damas, mi soberbia creció con los años a tal punto que, cuando apenas tenía uso de razón, a la edad de dieciséis años..., ¡ay, insensato!, había olvidado a Dios.

»La vida de la Tierra se me ofrecía tan agradable y tentadora, que reduje a ella las miras de mi espíritu; mas pronto toqué la vanidad y la amargura de los placeres mundanales, y halléme sin Cielo ni Tierra, solo en el vacío de mis desengaños, joven y robusto como el primer hombre, pero más desgraciado que él, puesto que yo había perdido dos paraísos, el terrenal y el   —123→   eterno, sin que me quedaran para consuelo el trabajo, la ignorancia, la curiosidad y una compañera del corazón. ¡Ay! Mi tristeza no tenía límites. Mi alma me pedía alimento a grandes gritos, y yo no tenía alimento que darle. El ocio, pues, el hastío, el cansancio, la duda, corroyeron las fibras de mi corazón, que se quedó aislado y huérfano en medio de mi pecho, como una isla desierta en medio de los mares...

»Nacido al amor y a la caridad, sin objeto a que consagrar mi ternura, no bastante desgraciado todavía para conocer que sólo en Dios podía hallar el descanso y la nutrición de mi espíritu, buscaba en vano por la Tierra alguna cosa digna de mi amor, de mi aspecto, de mi fe, de mi religiosidad. ¡Perdonadme, césar! Todo esto lo encontré en vuestra esposa.»

Carlos arrugó la frente.

El jesuita bajó la suya y besó la mano al caballero.

-Continuad, padre -dijo éste con sequedad.

-¡Oh, qué penosa confesión! -exclamó el sacerdote-. Y ¡cómo la necesitaba mi conciencia! Pero tranquilizaos, señor... ¡La emperatriz... nos oye desde el Cielo!

-¡Duque, vete al diablo! -gruñó Carlos V, quien, al sonreírse, dejó ver la oscura cueva de su boca desdentada-. Cuenta..., cuéntame eso, que me parece muy curioso. ¡Conque te enamoraste de mi Haec habet et superat! ¡Bah! ¡Bah! ¡Nos prendimos a un rey de Francia y a un pontífice de Roma! ¡Je!... ¡Je!... ¡Los hombres somos peores que los diablos! Y ¿qué tal don Felipe, nuestro augusto sucesor? ¡Sabrás que soy un vasallo y le dirijo memoriales! ¡Ah! ¡Felipe es todo un hombre... que sabe no querer a su padre, a Carlos V, emperador de dos mundos! ¡Oh! ¡Mi Felipe será un gran rey..., particularmente para vosotros! ¡Yo no me hubiera atrevido a tanto! ¿A ver? ¡La una!... Voy a dar cuerda a mis relojes... -dijo, y se levantó, dejando atónito al jesuita.

Indudablemente el emperador había sentido algo como el aguijón de los celos.

  —124→  

Comprendiólo así el padre Francisco, y para reducir de nuevo a la seriedad a aquella fiera herida, díjole tristemente:

-Hermano Carlos..., he venido por vuestro perdón. ¡Pensad que sois cristiano... y hasta casi monje!

El emperador guardó silencio: arregló los relojes con prolijo cuidado, y tornó a sentarse, grave y majestuoso como si estuviese ante la Dieta.

-Habla -dijo.

San Francisco de Borja (pues así se llama hoy aquel jesuita) habló de la manera siguiente:

III

«-El día que os casasteis con la infanta de Portugal, estaba yo allí..., en la catedral de Sevilla. No sé si os acordáis.

»Llamasteis, señor, Las tres gracias a aquella inolvidable señora, la princesa más hermosa que ha conocido el mundo... ¿Qué mucho, pues, ¡oh majestad!, que yo la encontrase digna de la adoración que rehusaba a Dios y a sus criaturas?

»Sus hechizos, su virtud, su grandeza y, sobre todo, la idea de que nunca sería para mí ni tan siquiera una de sus miradas dieron cuerpo al deseo indeterminado que perseguía mi alma en la soledad de mi existencia. ¡En amarla empleé toda mi fuerza, toda la fe, toda la vida que me abrumaba por falta de objeto! Ya tenían rumbo mis ideas y alimento mis horas; ya no estaba vacío el mundo, pues se hallaba en él la emperatriz...

»Verla, seguirla a lo lejos, oír el acento de su voz, era mi cruz y mi paraíso. Al empezar a amarla la había perdido para siempre... ¡porque amaba lo irrealizable! Estaba, como el escultor de la fábula, enamorado de una piedra. ¡Esa piedra era lo imposible! ¡Tal fue y había de ser forzosamente el resultado de mi maldad y disipación!... ¡La soberbia, la rebeldía, el pecado de   —125→   Lucifer!... Perdonadme, señor, por lo mucho que padecí entonces y por lo arrepentido que me veis ahora.»

El emperador estaba inmóvil, sombrío, no ya de celos, sino de remordimientos. Aquel amor insensato de que hablaba San Francisco, aquella lucha de una temeraria voluntad con lo prohibido, con lo vedado, con la manzana fatal de Eva, hallaba sin duda tristes resonancias en las cavernas de su memoria...

-¡Habla, Francisco, habla... -balbuceó-. Dime que fuiste débil...; que el demonio te hizo su esclavo...; que... Pero ¡ah! No, no lo digas. ¡A pesar de todo, yo amé siempre a mi mujer!

«-Podéis seguir amándola... -replicó el santo con inefable melancolía-. La emperatriz no conoció nunca el doloroso culto que yo le tributaba.

»Obtuve su amistad y la vuestra: vos añadisteis a mi título de duque de Gandía el de marqués de Lombay, y la emperatriz me hizo su caballerizo mayor. Desde entonces estuve a su lado, la vi a todas horas, me habitué a no tener esperanza, y adoré su rostro como los indios adoran al rey de los astros: mirándolo en silencio.

»Pero ¡ay!, ni este descanso me permitió la justa ira celestial... La emperatriz puso decidido empeño en que yo me casase con una de sus damas, con doña Leonor..., que ya mora en el santo asilo de los mártires, y yo obedecí... y me casé.

»De aquí en adelante, mi corazón fue un infierno. Mi esposa era digna, por sus virtudes y su hermosura, de que yo la hiciese feliz, y, visto que no podía lograrlo, decidí no hacerla desgraciada... Huí, pues, de la una y de la otra.»

-¡Ah!... -dijo Carlos V, apretando los labios, ya que no mordiéndoselos, porque esto era materialmente imposible-. ¡Te digo que serás canonizado!

«-Lancéme a la guerra... -prosiguió Borja-, demandando a las fatigas de la batalla la muerte o el olvido... ¡Inútil afán!

»Combatí con vos a Barbarroja en África; penetré   —126→   en Francia a vuestro lado; llené mi vida de obligaciones: fui virrey de Cataluña y maestre de Santiago: pasó el tiempo... ¡Todo perdido para mi redención! La muerte me respetaba en las batallas. ¡Y la ausencia exasperaba mi amor, lejos de amortiguarlo!

»¡Y aún mi rebelde corazón no había intentado acudir al Eterno Padre de los hombres sin ventura! ¡Y aún no me había ocurrido apelar al sumo Dios!... ¡Ay! ¡Pronto vino el dolor en ayuda de mi fe vacilante!

»Llegó el año de 1539...»

El emperador se estremeció al escuchar esta fecha.

«-Hallábame yo en Toledo... -prosiguió Borja-. Era el 1 de mayo, día de San Felipe y Santiago, jueves... Hacía una mañana tan hermosa y tranquila como ésta... Ese mismo sol..., ese mismo cielo..., presenciaron la horrible desdicha...»

El jesuita calló un momento, y luego exclamó:

«-¡Pasad, vapores terrenales, que venís a enturbiar el oriente de mis eternos días!...»

Carlos V se acariciaba las barbas con visible impaciencia, como temeroso de llorar.

San Francisco, repuesto ya de aquella emoción, tomó de nuevo el hilo de su relato con voz más lenta y apagada, y dijo así:

«-Aquella mañana había yo acompañado a misa a la emperatriz, y a la vuelta, después de haberla dejado de visita en casa de don Diego Hurtado de Mendoza, paseábame solo por la orilla del Tajo...

»De pronto llegó a mis oídos el estruendo de la campana mayor de la catedral. ¡No sé por qué me estremecí! Al cabo de un momento mi terror tuvo ya causa. ¡La campana plañía el toque de los agonizantes, y aquella campana, la campana mayor de la catedral de Toledo, no podía anunciar otra muerte que la vuestra, la de vuestra esposa o la del Papa!

»El día se oscureció a mis ojos; diome frío, y caí de rodillas en tierra...

»Cuando me reporté, corrí a casa de Hurtado de Mendoza... ¡Allí no había nadie! Ni tan siquiera criados.

  —127→  

»¿Dónde estaba la emperatriz? ¡Las oleadas de la muchedumbre me arrastraron a casa del conde de Fuensalida, donde supe que Isabel de Portugal, emperatriz de Alemania y reina de España, acababa de abandonar la Tierra al dar a luz un niño muerto!

»Para el que está ausente de Dios; para el que está solo en la Tierra; para el que no piensa en la otra vida, la muerte de los seres queridos es una desesperación semejante a la del infierno. ¡Entonces el dolor es cólera, es impotencia, es condenación! El creyente que pierde a una prenda amada, padece como Adán arrojado del Paraíso: el impío puesto en la misma situación, padece como Lucifer arrojado del Cielo... ¡Ah! ¡Yo padecía sin esperanza!

»¡Y ni aún este aviso de Dios fue suficiente a despertar de su letargo mi pecho empedernido! Todavía no estaba colmada la copa de mi amargura, como lo estuvo pocos días después.

»Escuchad: yo, que había amado ciegamente a la emperatriz; que había codiciado besar la fimbria de su manto; que había pasado años enteros saboreando un adiós que me dirigiera indiferentemente, que guardaba sobre mi corazón una perla caída de su corona, después de haberla erizado de puntas de acero para que me punzase la carne y me dijese ¡aquí estoy! Yo, en fin, que hubiera dado el resto de mi vida por pasar una hora a sus pies, como ante una santa... ¡Yo, señor, fui el encargado de trasladar a Granada los adorados restos de su hermosura, su cuerpo sin par, su idolatrado cuerpo!... ¡Aquella urna preciosa en que había vivido su sepulcro!

»-¡Ah!..., ¡ya es mía! -decíame yo durante aquel viaje-. ¡Va aquí, conmigo, confiada a mí, a mi custodia, a mi voluntad! Yo mando andar y hacer alto... ¡Puedo pasar la noche junto a su lecho; puedo decir a mi reina todo lo que la he amado!

»¡Ya no tenía celos de vos..., señor! ¡Ya no volveríais a verla!... ¡Ya era mía solamente!... ¡Mía y del alma!

  —128→  

»Así pasé doce días...

»Durante ellos, el frío de aquel cadáver se transmitió a mi corazón; mis cabellos se cayeron o se pusieron canos, y cuando llegué a Granada era tan viejo como hoy.

IV

»Sonó para mí entonces la hora de separarme también de la emperatriz... Delante de un escribano y testigos tuve que hacer entrega de aquel inapreciable tesoro, y para ello fue preciso abrir el ataúd de plomo que lo encerraba.»

-Y ¿estaba hermosa todavía? -preguntó sacrílegamente Carlos V.

«-¡Oh vanidad humana! -replicó el santo con acento sepulcral!-. ¡Qué cuadro se ofreció a mis ojos! ¡Hermosa! ¡Hermosa!... Lo había sido, señor. Pero cuando la abandonó el alma, la fealdad se enseñoreó sobre su cuerpo como sobre ningún otro. ¡Nunca se mostró la muerte más cruel, más devastadora, más repugnante! ¡La putrefacción de aquel cadáver fue tan rápida, tan intensa, tan espantosa, que no dejó ni un rastro, ni una línea, ni un perfil de la pasada hermosura! ¡Ay..., señor! ¡Qué lección tan elocuente me daba el Cielo!

»Horas enteras permanecí mirando tan horrible realidad. Aquella mujer, la más hermosa de cuantas han existido; la que nunca pudo ser retratada6 sin mengua de sus encantos; vuestras Tres gracias, señor, era una masa de barro podrido, un charco infecto, un lago de corrupción como el mar asfáltico. ¡Aquellos ojos, hogar donde buscaba amparo mi alma aterida, antorcha donde yo había encendido una y otra vez la tea de mi silenciosa pasión, aquellos ojos, soles de juventud, de amor y de esperanza, eran dos cuencas vacías, dos hoyos negros, dos madrigueras de gusanos! ¡Aquella boca... aquella boca, señor..., estaba profanada por la muerte, que al besar sus labios los había deshecho! ¡Aquellas   —129→   manos de nácar..., aquellas manos, ¿las recordáis?..., ¡eran un hediondo grupo de huesos!... ¿Y su voz?..., ¿y su sonrisa?, ¿y su gracia sobrehumana?, ¿y su alma?, ¿y el fuego de su existencia? ¿Dónde..., dónde estaba la emperatriz?

»¡Ah! No..., ¡no era aquélla!... ¡no era aquélla!... ¿Cómo podía haber residido tanta fealdad debajo de tantos hechizos? ¡Yo no la hubiera amado! ¡Ay! ¿Dónde..., dónde estaban sus años de Poder, de hermosura, de pasión? ¿Dónde estaban sus días de gloria y de grandeza? ¿Dónde estaban sus horas de soberbia mundanal?

»Se habían ido para siempre, llevándose mis ilusiones terrenales.

»Todos los que me acompañaban huyeron ante el espectáculo horrible de vuestra esposa y ante la fetidez que despedía.

»Obligado yo a jurar que aquel lodo corrompido era la emperatriz, no me atreví a hacerlo, sino que dije que era el mismo cuerpo que se me había confiado.

»Alejáronse todos, como he dicho; pero yo, "por el particular amor y reverencia que siempre había tenido a la emperatriz, no podía desviar mis ojos de ella, tan hermosa poco antes y tan estimada en el mundo».

»Quedé allí solo, e hice propósito de renunciar al mundo para pensar en mi alma; porque al ver ante mí la mayor belleza y el más alto poder convertidos en tan inmundo y despreciable polvo, no pude menos de volver la vista hacia el eterno reino de Dios, donde es imperecedera la hermosura del alma.

»La muerte de mi esposa y la del gran poeta Garcilaso me dejaron libre y solo sobre la Tierra... Híceme sacerdote; y aquí me tenéis, aliviado de las falsas grandezas con que aparecí en el mundo, humillado ante vos, esperando el perdón de lo mucho que os he ofendido con el pensamiento.»

  —130→  

Carlos V se enjugó una lágrima con el revés de la mano, y levantó a San Francisco de Borja, diciéndole con la efusión más verdadera que experimentó en toda su vida:

-¡Éste es mi Cabo de Buena Esperanza! Francisco, has fortalecido mi resolución... ¡Vuelve con frecuencia! Ahora..., déjame. Yo te perdono... ¡Reza por mí! -dijo, y mientras el santo se retiraba silenciosamente, él apoyó la cabeza en las manos y los codos en la ventana...

De aquel modo vio al jesuita montar en su mula y partir... Contempló de nuevo la eterna juventud de la Naturaleza... Oyó a lo lejos mentalmente el rumor del mundo, de la gloria, de la política, de los campamentos... Viose luego viejo y achacoso, comprometido con la Historia a morir oscuramente en aquel retiro... y lloró con desconsuelo, pronunciando varias veces y con cierta amargura el nombre del hermano y del hijo en quienes había abdicado las dos soberanías más poderosas de la Tierra: el nombre de Fernando, emperador de Alemania, y el de Felipe, rey de las Españas.

EPÍLOGO

Tres veces volvió a visitar Francisco de Borja al monje de Yuste.

Una de ellas lo comisionó éste para que diera el pésame a la familia real de Portugal por la muerte del rey; y al decir de un cronista, le entregó las Memorias de su vida para que las enmendase, pues el emperador, lo mismo que Julio César, se ocupaba en escribir la historia de sus campañas.

La otra vez le habló e hizo encargos sobre sus dos hijos ilegítimos: Margarita, que residía en Ondenarda, y Juan, que vivía en Ratisbona. Este bastardo se llamó más tarde don Juan de Austria.

  —131→  

En fin: la última vez que el ilustre jesuita volvió a Yuste, se encontró con la muerte de Carlos V, verificada a las dos de la noche del 21 al 22 de septiembre de 1558, y aún hoy es famosa la oración fúnebre que predicó el santo en las honras del emperador.

Borja sobrevivió catorce años al césar; y después de ser general de los jesuitas, cuya Compañía le tiene por segundo fundador, y de haber rehusado otras muchas veces el capelo cardenalicio, murió el día 30 de septiembre de 1572.

Guadix, 1853.



  —132→  

ArribaAbajoEl rey se divierte

(Extracto de un documento histórico)


El año 1680 deseó Carlos II de Austria, rey de España, presenciar un Auto general de fe. Tenía entonces diecinueve años.7

Don Diego Sarmiento de Valladares, obispo de Oviedo y Plasencia, consejero real y de la Junta de gobierno durante la minoría del príncipe e inquisidor general del reino, aplaudió aquella idea del joven rey, y quedó en avisarle tan luego como se reuniese una buena colección de reos que castigar.

No se hizo esperar esta coyuntura.

Diéronse prisa todos los tribunales, y a fines de abril había ya gran número de causas sentenciadas, y otro no menos cuantioso de herejes, presos en las cárceles de la Inquisición de la corte, de Toledo y de otros puntos de la Monarquía.

Enterado el rey, y perseverando en presenciar el Auto general, dispuso que se verificase en Madrid y a su vista, señalando el día 30 de junio como el más a propósito, por ser la Conmemoración de San Pablo.

Desde aquel momento empezaron a llegar a Madrid, a la caída de la tarde, unos grandes coches de luto, escoltados por soldados y clérigos.

El pueblo adivinaba lo que contenían, y se regocijaba anticipadamente con la esperanza del 30 de junio.

  —133→  

Aquellos carruajes transportaban reos desde los tribunales más remotos del reino a la gran hoguera que se preparaba al pie del trono de Carlos.

Entretanto, el duque de Medinaceli, primer ministro, era invitado y se prestaba a llevar la cruz verde; disponíase el teatro en la Plaza Mayor; se verificaba una procesión solemne para pregonar la proximidad del Auto, y concedíanse indulgencias a los que asistiesen a él...

El teatro, preparado en pocos días por don Fernando Villegas, era soberbio.

Constituíanlo:

Un tablado de 13 pies de alto, 190 de largo y 100 de ancho.

Dos altísimas escalinatas que bajaban a él.

Doseles para las corporaciones.

Jaulas para los reos.

Mesas para los secretarios.

Púlpitos y tribunas para los sacerdotes.

Altares para las ceremonias religiosas.

Reposterías para los inquisidores que fuesen molestados por el hambre.

Y puestos de guardia para vigilar a los sentenciados.

Para intimidar y sujetar al pueblo no se preparó ninguna fuerza armada. Sabíase que el pueblo no se indignaría, sino que se holgaría muy mucho con el Auto de fe.

Dispúsose un balcón para el rey en la casa del conde de Barajas, que venía a caer en medio del testero principal del teatro.

El brasero se preparó en la puerta de Fuencarral, a la vera del camino y a unos trescientos pasos del muro. Todavía es fácil hallar el sitio.

A las tres de la tarde de la víspera del gran día salió una solemne procesión, que duró hasta las doce de la noche; diose de cenar a los reos, y reunióse el Santo Tribunal para estar en vigilia hasta la mañana siguiente.

Presentóse a Carlos II un haz de leña. El rey se lo mostró a la reina, y después de haberlo tenido en sus   —134→   manos largo tiempo, ambos esposos lo dieron al duque de Pastrana, con recomendación de que fuese el primero que se echase en la hoguera.

Entretanto, se hacía en estos términos la notificación a los reos:

«-Hermano. (¡Hermano!) Vuestra causa se ha visto y comunicado con personas muy doctas de grandes letras y ciencias, y vuestros delitos son tan graves y de tan mala calidad, que, para castigo y ejemplo de ellos, se ha fallado y juzgado que mañana habéis de morir; preveníos y apercibíos; y para que lo podáis hacer como conviene, quedan aquí dos religiosos.»

Esta intimación se hizo a veintitrés condenados.

A los que no debían sufrir la muerte se les notificó la sentencia en muy semejantes términos.

De este modo amaneció el 30 de junio.

A las tres de la madrugada vistióse a los reos.

A las cinco almorzaron.

En seguida se les formó en procesión.

Eran ochenta y seis.

Iban además otros treinta y cuatro en estatua, por haber muerto o estar prófugos.

Las estatuas que representaban muertos llevaban en sus brazos una caja con los huesos de los seres de quienes eran efigie.

En el pecho de todos se leían sus nombres con grandes letras.

De los ochenta y seis reos vivos, iban veintiuno con coroza y sambenito.

Eran los condenados a relajar, esto es, a morir.

Faltaban dos para el número «veintitrés», que anunciaba el programa; pero esto consistía en que aquella mañana se había conmutado la pena a dos mujeres en pago de ciertas revelaciones que habían hecho a la Inquisición.

De los veintiún reos condenados a la hoguera, doce llevaban esposas y mordaza.

Entre estos mismos veintiuno había seis mujeres.

  —135→  

La edad de las mujeres era: treinta, veinticuatro, cincuenta y dos, cuarenta y tres, sesenta, veintiún años.

Su crimen, ser judaizantes.

Tres de ellas llevaban mordaza.

La edad de los hombres era: veintiséis, veinticinco, cincuenta y dos, sesenta y cinco, treinta, treinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y seis, veinticuatro, treinta y ocho, treinta y tres, treinta y ocho, veintisiete, veintiocho años.

Algunos eran médicos, la mayor parte comerciantes, y casi todos portugueses.

Su crimen, ser judaizantes.

De estos veintiuno destinados a ser quemados en persona, había unos que sufrirían primero la pena de garrote y otros que arderían vivos.

Además debían ser quemadas treinta y dos estatuas de las treinta y cuatro referidas.

Veintidós de ellas representaban fugitivos.

Las otras diez, difuntos.

De estos diez difuntos, siete habían muerto en las cárceles secretas de la Inquisición.

De ellos eran los huesos que llevaban algunas estatuas en las susodichas cajas, para ser también reducidos a cenizas.

Entre las estatuas las había de ambos sexos y de todas edades.

Hasta aquí los condenados a relajar.

Los sentenciados a vergüenza pública y azotes por las calles, fueron seis.

Entre ellos contábanse dos mujeres, ambas de treinta y cuatro años.

Los hombres eran: un sastre tullido que pedía limosna; un joven carpintero, un italiano de veintinueve años y un vaquero que se había casado dos veces, por lo cual recibiría doscientos azotes y seria desterrado por diez años, cinco de ellos en galeras, al remo y sin sueldo.

Los condenados a destierro y cárcel perpetua eran veinte.

  —136→  

Entre ellos había doce mujeres.

Sus edades: dieciocho, treinta y nueve, cuarenta, treinta y cuatro, treinta, catorce, veinticinco, cincuenta, setenta y seis, diecisiete, veinticinco años.

En pos de los reos iba muy larga comitiva, compuesta de todas las corporaciones, autoridades, comunidades y órdenes de la corte.

Esta procesión paseó por las principales calles de Madrid, entre un gentío inmenso que daba grandes muestras de regocijo.

A las nueve llegó el cortejo a la Plaza Mayor.

El rey esperaba ya en el balcón del conde de Barajas.

Principiaron las ceremonias.

El rey juró al Inquisidor general defender y proteger el Santo Oficio.

El pueblo juró delatar a todos los enemigos de la Fe, sin distinción de clase ni consideración de parentesco.

Al momento empezó la misa.

Hubo sermón.

A las cuatro se acabaron de leer las causas de los relajados, y en seguida los condujeron al brasero.

El rey permaneció en la plaza hasta que se vieron los demás procesos.

Hubo exorcismos, abjuraciones y conjuraciones.

Después se cantó el Veni Creator,etc.

Carlos II temblaba alguna vez que otra, al decir del documento que extractamos.

A las nueve y media de la noche concluyó la misa.

Su Majestad preguntó a los inquisidores si aún tenía que permanecer allí...

Se le contestó que no, y regresó en el acto a su palacio.

Había estado doce horas en el balcón, sin comer, sin hablar, sin moverse, como un cadáver...

Pero la Inquisición no había terminado todavía.

Empezóse una nueva procesión que duró toda la noche.

  —137→  

Al día siguiente fueron sacados a la vergüenza pública los demás reos, quienes, después de ser azotados, apedreados y silbados por el público, volvieron a su encierro para siempre.

En cuanto a los relajados, no quedó de ellos otra cosa que un montón de cenizas junto a la puerta de Fuencarral.

Almería, 1854.



  —138→  

ArribaAbajoFin de una novela


ArribaAbajoAdvertencia

Ha dicho Víctor Hugo, refiriéndose no sabemos a quién (y él mismo no se acordaba al hacer la cita), que puestos unos sobre otro todos los libros que se han impreso, llegarían a la Luna.

Nosotros hemos dicho, no recordamos dónde, que puestos uno sobre otro todos los libros que se han empezado y no se han concluido, llegarían a las estrellas fijas.

Y ahora decimos que también hay libros concluidos que no se han empezado, o sea finales de obras que no se han escrito.

A este último género pertenece el siguiente cuadro romántico, que hemos hallado entre los papeles de nuestra más tierna mocedad.

Servíos leerlo con indulgencia.



  —139→  

ArribaAbajoEpílogo

I


Qu'importe en quels mots s'exhale
L'àme devant son auteur?
Est-il une langue égale
A l'extase de mon coeur?


(LAMARTINE.)                


Era una hermosa tarde de otoño.

La Naturaleza, triste siempre, aunque bella, en esa melancólica estación, se había rejuvenecido con la vida de la tempestad. Las hojas de los árboles ostentaban matices purísimos, inclinándose abrumadas por las últimas gotas de la lluvia. La tierra exhalaba aquel olor, acre y balsámico a un propio tiempo, que ensancha el corazón de los seres nerviosos. Las aves, felices criaturas del Señor que viven entre el cielo y los hombres, entonaban nuevamente sus divinos cantos, que el trueno había interrumpido... ¡Todo era bello y esplendoroso en aquella tarde que expiraba!

Juan, forastero en el país a que le habían llevado sus desventuras, vagaba por el campo, aspirando las emanaciones de la tormenta y contemplando el magnífico panorama del enrojecido ocaso.

Absorto en sus fantasías de adolescente, se alejó poco a poco de la ciudad; cruzó algunos olivares; llegó a un barranco pintoresco y, cuando menos lo esperaba, se encontró enfrente del convento de ***, donde nunca había estado, pero del que ya tenía vagas noticias.

Nada hay tan solemne y poético como un monasterio solitario, olvidado en el silencio de agrestes parajes como insepulto monumento de grandezas desvanecidas...

Juan sintió profunda y religiosa tristeza, y contempló largo tiempo aquella especie de buque náufrago, cuya tripulación se había ahogado en los revueltos mares de la Historia.

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Los últimos rayos del sol herían horizontalmente la austera fachada del abandonado edificio.

Las aves entraban y salían por las ventanas, abiertas y sin maderas.

En la torre de la iglesia veíase el hueco de la campana, que también había desaparecido...

Todo anunciaba que aquella casa de Dios estaba desierta, lo mismo que la que fue morada de sus sacerdotes.

Altas hierbas y profano musgo eran la única señal de vida de aquellos sitios...

Impulsado por el propio terror, el joven penetró en el convento, cuyas puertas habían sido arrancadas recientemente.

En el primer patio, poblado de cinamomos, principiaba ya a oscurecer, y millares de gorriones buscaban allí abrigo para la noche...

Los pasos de Juan retumbaron tristemente en las movedizas losas de una larga crujía y, al término de ella, entró en un segundo patio, muy alumbrado todavía por los reflejos del Poniente.

Allí, en medio de musgosa pila rodeada de boj, se elevaba una gran fuente de mármol.

El rumor melancólico del agua prestaba aún su indefinible tristeza a aquel recinto.

Ya, en adelante, el convento no aparecía tan destrozado. Un resto de fe religiosa había dejado otro resto de pavor en el alma de los modernos Atilas.

Y es que aquél era el camino del templo.

Las desmayadas luces de la tarde se iban retirando de los claustros vacíos que atravesaba nuestro joven...

Él no tenía miedo...; pero sí una honda conmiseración, y como espanto y pena, a la par que susto, ante la temeridad de nuestro siglo.

Allí todo hablaba de lo pasado.

Allí no existía lo presente.

Allí pesaba el porvenir sobre el corazón como una montaña de hielo.

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Poco después subió una ancha escalera medio derruida, adornada con un gran cuadro al óleo.

Representaba aquel cuadro la muerte de San Francisco de Paula...

A través del polvo que cubría el lienzo, distinguió la severa faz del moribundo, del fundador de aquella Orden, del Patrono de aquella casa...

Entonces sí tuvo miedo, y apresuró el paso...

Y al apresurar el paso, creyó que lo seguían.

¡Y temía pararse, porque el ruido de sus pisadas le asustaba menos que el silencio!

Todas las celdas estaban cerradas.

Encima de ellas se leía el nombre de sus antiguos moradores.

Algún mueble roto, algunos libros por el suelo, algunos objetos de devoción... He aquí lo único que allí quedaba...

El soñador mancebo iba turbando la quietud de diecisiete años de soledad y abandono.

El terror le hizo dejar aquellas interminables crujías, y penetró en el claustro alto.

II

Allí fue agradablemente sorprendido por las magníficas poesías que vio escritas a pincel, y con gruesos caracteres, sobre los muros, formando una especie de carteles imitados, con su marco y todo...

Sobre una puerta que daba a la escalera de escape leíase esta redondilla, apostada como un centinela, o, mejor dicho, como un querubín a la entrada del Edén:


«Vuélvete a Dios; que la puerta
del que es amor infinito
nunca el corazón contrito
la dejó de hallar abierta»8

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Juan retrocedió sin querer, pero le detuvo este aviso pavoroso:


«Todos, ¡oh mortal!, advierte
vamos sin cesar huyendo,
y como el agua corriendo
al mar de la amarga muerte.»

En cambio, leyó al pie de un soneto:


«¡Dame, amor mío, amor con que te ame,
luz que me alumbre, fuego que me inflame!»

Aún repetía en su cabeza tan dulces y seráficas expresiones, cuando halló esta imprecación al final de una octava:


«¡Menester es criar otros infiernos!»

Parecióle estar oyendo a Isaías, y tembló como la hoja en el árbol.

No lejos leyó esta delicadísima endecha:


«¡Oh dulce suspiro mío!
No quisiera dicha más,
que cuando de mí te vas
hallarme donde te envío.»

Reconcilióse con el desconocido autor de aquel ascético álbum, y siguió leyendo:


«Lo mismo es seguir el vicio
en que te estás deleitando,
que irte ciego despeñando
al eterno precipicio.»

Y más allá:


«¡Contempla lo que has de ser!
¡No aspires a lo que expira!
Pon en lo eterno la mira!
¡Humo es hoy la luz de ayer!»

Y en otro lado:


«Ajusta el vivir de suerte
que, al final de la partida,
saques de la muerte vida,
y no de la vida muerte.»

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En un rincón:


«¿Qué sirve al ciervo la veloz huida,
si el arpón no sacude de la flecha?
¡No sacándole el hierro de la herida,
poco aplicar el bálsamo aprovecha!
Si de la oculta llaga envejecida
el alma el mortal hierro no desecha,
del Sacramento la virtud divina
veneno le será, no medicina»

Finalmente, al salir del claustro, y como si fuera un resumen de todo lo dicho, encontró esta peregrina octava:


«Si hallaste ya la senda de la vida,
despójate de todo lo que es tierra;
todo afecto de carne circuncida;
la cruz abraza; el propio amor destierra;
lo eterno pesa; lo caduco olvida.»
«Cierra los ojos y los labios cierra:
¡Todo lo que no es Dios, tenlo por humo!
¡No quieras otro bien sino el Bien Sumo!»

III

En esto se hizo de noche.

Juan quiso abandonar el convento...; pero se había extraviado en sus largas crujías.

Alzóse la brisa nocturna...

Los cinamomos gimieron tristemente, azotando las paredes del patio.

El agua de la fuente gemía sin cesar...

Un ruiseñor cantó a lo lejos sus amores... Iba a salir la Luna.

El joven corrió desalentado por los claustros...

El eco repetía sus pisadas.

Perdióse en un dédalo de corredores, y llegó a temer no encontrar salida.

Entonces vio una puerta entornada.

La empujó, y se halló en el coro.

  —144→  

El enorme facistol que ocupaba su centro parecía un luctuoso fantasma a la tenue claridad que se filtraba por las altas ojivas.

Juan avanzó hasta llegar a la balaustrada de aquella inmensa tribuna.

Delante, encima y debajo de él, se desplegaba la iglesia, llena de sombra.

Sólo allá arriba, por una vidriera de la cúpula, entraba en la amplísima nave un blanco destello del astro de la noche...

Pero el joven estaba ya tranquilo...

Al terror que sentía poco antes había sucedido una paz melancólica...

Se hallaba en la casa de Dios.

De pronto percibió un sordo y lejano ruido, y vio aparecer allá abajo, en lo más profundo de las tinieblas, en el fondo del prolongado templo, una blanca figura, una especie de fantasma, con una luz en la mano...

El infeliz se quedó helado de horror y superstición, y no pudo ni tan siquiera huir...

Avanzó el fantasma por la iglesia, y llegándose a un altar, que luego resultó ser el de la Virgen de los Dolores, encendió una lámpara que pendía del techo delante de él; arrodillóse delante de la Madre de Jesús, y así permaneció larguísimo tiempo.

A la luz de la lámpara, y más aún de la vela que aquella misteriosa visión conservaba en la mano, conoció, al fin, Juan que no tenía ante sus ojos un ser fantástico o diferente de toda humana criatura, sino a una mujer todavía joven y hermosa, de noble y elegante aspecto y pálido y demacrado rostro, que más inspiraba admiración y lástima que aversión o miedo... Sin embargo, no era posible sustraerse al asombro, espanto y maravilla que causaba en tal lugar y a aquella hora una aparición tan extraordinaria, semejante a las quimeras de la calentura o a las creaciones de la fantasía poética... y por nada del mundo se hubiera aventurado el pobre joven a llamar sobre sí la atención de la desconocida. Antes bien, se hallaba dispuesto a correr y dar   —145→   gritos, si por acaso subía la visión al coro, lo descubría y se le acercaba...

Así las cosas, ella fue la que lanzó un grito horrible, y cayó al suelo como herida de un rayo... La luz que tenía en la mano se apagó al mismo tiempo.

Juan creyó morir, y tuvo que agarrarse a la balaustrada del coro para no caer también sin sentido.

Reinó luego un largo y profundo silencio, que parecía no iba a terminar nunca...

La triste mujer seguía en tierra, inmóvil, muda, rígida, y nuestro despavorido joven veía blanquear aquel cuerpo sobre el pavimento de la iglesia como si fuera la losa de mármol de una sepultura, sobre la cual algún piadoso deudo hubiese colgado perdurable lámpara.

Lo menos grave y espantoso que pensó entonces Juan fue que la misteriosa dama había muerto de repente... Y como esto podía producir también grandes dificultades si se llegaba a saber que él estaba en aquellas ruinas cuando ocurrió el caso, salió como pudo del coro, recorrió el convento en todos sentidos, hasta que dio con la escalera; atravesó luego los grandes patios a la fúnebre claridad de la ya remontada Luna, y logró al fin verse en medio del campo...

IV

Las diez de la noche iban a dar cuando nuestro joven forastero llegaba a su casa.

Vivían allí otras varias personas, por ser casa de huéspedes, y dio la casualidad que en aquel instante hablaba de la siguiente manera un comandante retirado, que llevaba ya algunos años de residencia en aquella población:

-Yo la he visto dos veces en las cercanías del convento... Trabajo me había costado creer, o, por mejor decir, nunca había creído, que fuese dama tan principal y bella como me contó el alcalde la primavera pasada, después de haberla instalado en aquel solitario   —146→   edificio, acatando una orden del gobernador. Pero, amigos, puedo asegurar que es una mujer distinguidísima y muy hermosa, a quien deben de haber ocurrido cosas muy grandes y terribles... Al verme, en las dos ocasiones mencionadas, penetró en el convento... (donde sabéis que habita la celda prioral, sin más compaña que esa viejísima servidora que viene a la ciudad a comprar víveres). Yo respeté su tristeza y abatimiento, y no me atreví a seguirla... ¡La primera vez que vaya a la capital he de enterarme de quién es tan rara penitente, y de toda su vida y milagros!

-¡Pues no lo conseguirá usted, como tampoco lo he conseguido yo... -respondió el administrador de Correos, que también estaba allí de huésped-. La breve historia contada por el alcalde me sorprendió como a todos ustedes, y luego me ha chocado mucho el que esa mujer no reciba jamás cartas de nadie... Pregunté, pues, en el Gobierno civil la última vez que estuve en la capital, y dijéronme que el mismo gobernador ignora quién sea la noble dama recomendada a él por el ministro de Hacienda para que le permitiera vivir en el monasterio ruinoso, sin más explicaciones y sin decirle tan siquiera cómo se llamaba...

Juan era todo oídos; pero se guardó muy bien de contar lo que había presenciado aquella noche...

En esto llegó un alguacil en busca del promotor fiscal, y le dijo que la viejísima servidora de la dama del monasterio acababa de presentarse al juez, a darle parte de que su señora había muerto de repente...; razón por la cual tenía que trasladarse allí el juzgado sin pérdida de tiempo...

A las doce de la noche estaba de regreso el promotor en la casa de pupilos, y refería que, en efecto, la misteriosa dama había muerto en medio de la iglesia del monasterio campestre, mientras estaba rezando la salve de costumbre a la Virgen de los Dolores; que, a juicio de los médicos, su muerte había provenido de una aneurisma en el corazón; que la vieja había declarado ignorar absolutamente cómo se llamaba la difunta y su condición   —147→   y patria; pero que el obispo y el alcalde estaban ya de acuerdo en enterrarla en sagrado, visto que había muerto rezándole a la Virgen y que estaba muy recomendada por el gobernador, al cual se daría inmediatamente cuenta del suceso, a los efectos oportunos.

Y así se hizo todo, y no pasó más; ni nunca volvió a saberse cosa que tuviera relación con aquella infortunada, a quien no fue posible extender verdadera partida de sepelio, ni poner epitafio en la sepultura, por la sencilla razón de que jamás llegó a saberse su nombre.

POST-SCRIPTUM

He aquí el fin de una novela. Pero la novela, ¿cuál es? Lo ignoramos completamente.

Llegamos al teatro demasiado tarde, y sólo hemos oído el último acto de la tragedia.

¿No fuera una temeridad y una profanación ponernos a inventar los otros cuatro actos al tenor de nuestra fantasía?

Ni ¿qué importa conocer los ríos que alimentan el profundo y poético lago?

Nosotros os hemos presentado la estatua modelada, tallada, pulida por el cincel del dolor... ¿A qué llevaros a la cantera de donde se arrancó el mármol, o referiros las penosas labores que dieron por fruto ese tan acabado tipo de romántica desesperación?

Y, en suma: nadie puede privaros a los que acabáis de leerme de la libertad en que estáis y del derecho que os asiste para discurrir la historia que se os antoje..., con tal que tenga por fin y término el desenlace referido.

Almería, 1854.