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Poesía española contemporánea

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Del expresionismo tremendista a la poesía social (1944-1952)

1944 es fecha determinante en la revitalización poética, como ha quedado expuesto. Por su parte, 1952 es el año de publicación de la Antología consultada de la joven poesía española, preparada por Francisco Ribes, muestra de la poesía dominante en ese momento, a juicio de críticos y lectores. La situación culturalmente cerrada, así como el escaso número de escritores y lectores de poesía, propiciaron una permeabilidad interna entre las diferentes corrientes poéticas que emborrona la especificidad de cada una de ellas.

Jaime Gil de Biedma,  Blas de Otero y Gabriel Celaya (Formentor, 1959).La protesta que se había asentado en la poesía a partir de 1944 era inicialmente de índole personal o existencial, con entonación de exasperación, agonía o desesperanza; así lo revelan obras de Crémer, de Blas de Otero (Ángel fieramente humano, de 1950, y Redoble de conciencia, de 1951), la ya comentada de Dámaso Alonso, incluso Los muertos, publicada en 1947 al poco de la muerte de su joven autor, José Luis Hidalgo.

Las inquisiciones existenciales son, en autores como Otero, un buceo apasionado por las aguas oscuras de la trascendencia, con una innegable veta religiosa que se expresa mediante recursos diversos de tipo formal: paradojas, vocativos, «monodiálogos» con alguien que parece no escucharlo, encabalgamientos concatenados... La condensación quevediana más la angulosidad formal que recuerda a Unamuno -cuyo influjo es negado por Otero-, con un innovador enunciado lingüístico que provoca la torsión del verso hasta casi su ruptura, son caracteres de un poeta que escoge la estructura sonetil para mejor aprisionar esa fuerza expansiva que se resiste a someterse a freno. Si se excluye su primer título, Cántico espiritual (1942), Otero expone su escalonamiento angustioso hasta culminar en 1958, con Ancia, una reordenación de Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia, que incluye numerosos inéditos compuestos entre 1947 y 1951.

Una trama retórica que, como la de Otero, se apoya en el desgarramiento hiperbolizador, corre el peligro de caer en la grandilocuencia. Este peligro, que no pasó de tal en él, hizo encallar a muchos seguidores en el patetismo desaforado, que sería ridiculizado por algunos de los poetas más jóvenes, como hace José Agustín Goytisolo en su poema «Los celestiales», de Salmos al viento (1958).

Un fenómeno curioso en esta poesía es la transferencia que, según algunos críticos como de Nora, o Nuevos cantos de vida y esperanza, de Crémer, fueran saliendo a la luz títulos que presentaban rasgos nuevos, o una inflexión señalada en la manera de tratar los temas anteriores. Pueden anotarse, entre estos rasgos, lossiguientes: menor exasperación expresiva; descenso de la intensidad poética, en el afán de acercar el lenguaje a niveles coloquiales; desplazamiento temático de la angustia existencial por la grisura de lo cotidiano o la preocupación colectiva.

Estamos ante la emergencia de la poesía social. La propia polisemia del término social exige una conceptualización del mismo. Esta poesía reproduce o propone modos concretos de organización del sistema social, desde una perspectiva colectivista o individual, siempre que, en este último caso, el individuo aparezca afectado por el funcionamiento de ese sistema. Habremos de insistir en lo último, porque la poesía social más abundante no es la colectivista, con sujeto poético engullido por el grupo social al que representa, sino la individual. Con frecuencia, tal como lo hacían otros poetas nada «sociales», se exponen sentimientos pertenecientes al ámbito de la privacidad -amor, cotidianidad, familia-, pero integrados en una estructura general que los asfixia o los determina, y sin la cual no se explicarían.

Gabriel Celaya.Aunque la poesía social más habitual es la que se atiene a la expresión del vivir cotidiano, no siempre ocurre así. Junto a ejemplos de lo anterior, Celaya presenta también casos abundantes en que los antiguos ardores agonistas se enfocan hacia una propuesta subversiva, dentro del marco global de una «poesía revolucionaria».

En cuanto a la cronología, la poesía social abarca desde algo antes de 1950 hasta aproximadamente 1965, en que se publica Poesía social, antología recopilada por Leopoldo de Luis, que tanto parece una presentación pública como la caída del telón; aunque hay autores (Carlos Álvarez o Manuel Pacheco, por ejemplo, o en otro sentido Carlos Sahagún) que prolongan la corriente hasta algunos años más tarde. Entre el existencialismo y los autores del 68 hay, pues, poesía social, aunque compartiendo la escena literaria con otras estéticas y grupos.

Los asuntos más frecuentes de la poesía social son los siguientes, en distinto grado según la actuación de la censura y las circunstancias temporales y de otra índole: condiciones precarias de la guerra y la postguerra, injusticia y afán solidario entre los pobres y trabajadores, críticas a los poderosos, llamadas a la movilización política, tema de España de calado noventayochista y, en la época final, motivos internacionales. Estos últimos, ya avanzados los años sesenta, acompañan a los anteriores, pues la atenuación de la represión franquista dejó espacio a nuevos motivos de lucha en un ámbito de aplicación más amplio: capitalismo internacional, antibelicismo, Vietnam, figura del guerrillero hispanoamericano («Ché» Guevara)…

Poéticamente, se trata de descender del cielo personal de las preocupaciones intransferibles e individuales. Este tránsito va acompañado por una mayor laxitud expresiva, y no pocas veces, en el caso de los imitadores menos afortunados y hasta de algunos maestros impulsados por urgencias históricas, por la caída en el discurso indolente y vulgar.

Títulos importantes de este modo de entender la poesía son, en estos años, Tranquilamente hablando (1947), Las cosas como son (1949) y Las cartas boca arriba (1951), todos ellos de Gabriel Celaya; además, Pido la paz y la palabra, de Otero (aunque ya de 1955; otras obras del autor son de la década del sesenta); Los imposibles pájaros (1949), de Leopoldo de Luis; etc.

Pasada la frontera del medio siglo, había quedado ya delimitada la estética de la poesía socialrealista, anclada en la idea un tanto cándida del valor de la poesía como instrumento de transformación social. «Poesía es comunicación», había afirmado al comenzar la década del cincuenta Vicente Aleixandre: frente al poeta encastillado en su torre de marfil, se proponía el modelo del escritor integrado en la colectividad de hombres a quienes dirige su palabra, como partícipe de sus problemas. Ahora bien, este camino no era totalmente nuevo. En la España de preguerra, en torno a 1930, algunos autores del 27 y coetáneos habían iniciado un itinerario que puede considerarse precursor de la poesía social del medio siglo, aun sin negarle a ésta cierta especificidad. Títulos como Poeta en Nueva York, de García Lorca (1940, aunque la redacción se inicia en 1929); Un fantasma recorre Europa (1933), Consignas (1933) o Nuestra diaria palabra (1936), de Rafael Alberti; Calendario incompleto del pan y del pescado (1933-1934; contenido en Llanto en la sangre, 1937), de Emilio Prados; Viento del pueblo (1937), de Miguel Hernández; revistas como Octubre (1933), fundada por Alberti, o la nerudiana Caballo Verde para la Poesía (1935); etc., son muestras evidentes de cómo la rehumanización poética de la postguerra ha de hacerse arrancar de atrás, porque el discurso literario no puede ignorar su interna concatenación.

Cuando se publicó en 1952 la Antología consultada de Francisco Ribes, la poesía española había entrado en un proceso de cambios pronunciados. En la Consultada, un grupo de cincuenta y tres escritores encuestados había seleccionado por votación a nueve jóvenes poetas: Carlos Bousoño, Gabriel Celaya, Victoriano Crémer, Vicente Gaos, José Hierro, Rafael Morales, Eugenio de Nora, Blas de Otero y José María Valverde. La mera nómina de la antología es muy elocuente y muestra algunos datos de interés. El primero, las ausencias, no siempre explicables por los límites cronológicos impuestos por el antólogo: Rosales, Panero, Ridruejo, Vivanco..., que tampoco fueron aceptados y leídos sin reservas por los poetas del 68; algunos de éstos han reconocido que en este desapego hubo, acaso sobre todo, razones políticas (un ejemplo de cómo los condicionamientos extraliterarios pesan a veces más que los estrictamente artísticos). Y, si esto ocurrió con los autores del oficialismo, nada digamos de los del antioficialismo: Cirlot, Ory, García Baena o Ricardo Molina. El segundo dato: la plasmación de una forma poética emparentada con el realismo objetivista, con la excepción explícita de Carlos Bousoño, que afirmó la actitud antirrealista y subjetiva de su poesía. Hoy resulta evidente que la relativa homogeneidad de criterios estéticos de los seleccionados no reflejaba la diversidad real de la poesía del momento.

De las respectivas poéticas queda en pie la común idea de una poesía realista, de orientación narrativa y vocación eminentemente comunicativa. Gabriel Celaya, paradigma de la actitud lírica predominante, arremete contra la poesía pura: «En el poema debe haber barro, con perdón de los poetas poetísimos. Debe haber ideas, aunque otra cosa crean los cantores acéfalos. Debe haber calor animal. Y debe haber retórica, descripciones y argumento, y hasta política» (en Ribes, 1952: 44). Y así escribe Victoriano Crémer: «Esgrimirse como un canto rodado al sol del estío por el placentero afán de lanzar gorgoritos rítmicamente, mientras el hombre a secas trabaja, sufre y muere, es un delito» (ibid.: 63). Nora concibe una poesía enfocada, no ya a la mayoría, sino a todos los hombres sin excepción; en este sentido, cree él que «Toda poesía es social. La produce, o mejor dicho la escribe un hombre (que cuando es un gran poeta se apoya y alimenta en todo un pueblo), y va destinada a otros hombres (si el poeta es grande, a todo su pueblo, y aun a toda la humanidad). La poesía es "algo" tan inevitablemente social como el trabajo o la ley» (ibid.: 151). Hierro barre toda ambigüedad posible, al referirse a la poesía como documento y testimonio: «El hombre que hay en el poeta cantará lo que tiene de común con los demás hombres» (ibid.: 110); o: «Si algún poema mío es leído por casualidad dentro de cien años, no lo será por su valor poético, sino por su valor documental» (ibid.: 105). Otero, Morales y Valverde son más ponderados, mientras que Gaos no redactó la poética que el antólogo les había solicitado; pero sólo Carlos Bousoño marca las distancias: «¿Poesía realista? Si os referís a la realidad interior, no me parece mal. Toda verdadera poesía ha sido siempre realista [...] Pero si queréis significar 'poesía escrita en el lenguaje consuetudinario', no estoy conforme. Y si deseáis decir 'poesía que refleja las cosas tal como son', no logro entender lo que esas cosas quieren significar. ¿Lo que son para el mundo? Diréis trivialidades, porque 'todo el mundo' ve las cosas en su aspecto más obvio, superficial, insignificante y hasta erróneo. ¿Lo que tú ves? De acuerdo: expresas entonces la realidad interior, como ha hecho siempre el poeta» (ibid.: 25).

Si cotejamos las declaraciones teóricas con las producciones poéticas de los autores, notaremos que entre unas y otras no siempre hay concordancia. Poetas como Crémer, Nora u Otero se integran con claridad en una línea comprometida, pero alguno (Otero, en concreto) aún no había superado nítidamente la fase existencial para incurrir en la social. Otros autores se preocupan de poetizar una experiencia religiosa o meditativa: Gaos, Bousoño... También Otero. Existe, en fin, una vertiente gnoseológica, representada aquí por Bousoño, cuya obra está conducida por su deseo de acendramiento cognoscitivo, no exento, sin embargo, de una comezón existencialista. Por su parte, José Hierro, de clara ascendencia juanramoniana, es poeta muy distinto al que su poética parece darnos a entender. Diríase que algunos de estos poetas, al redactar sus poéticas, están más atentos a coincidir teóricamente con lo que entonces se entiende que ha de ser la poesía, que a caracterizar la suya propia tal como es.

Ante todo, la antología de Ribes tuvo la virtud de proclamar sin estridencias una sensibilidad en buena parte canalizada por los senderos del realismo, que mantenía, en los casos más decantados, la necesidad de la narratividad del texto y del compromiso artístico entendido a la manera sartreana.

Entre las obras sociales posteriores a la Consultada, además de las de Blas de Otero y Gabriel Celaya, hay que reseñar títulos de Nora: España, pasión de vida; de Crémer: Furia y paloma; de Rafael Morales: Canción sobre el asfalto; de Ángela Figuera: Los días duros... Otros autores que contribuyeron con sus libros al desarrollo de la poesía social fueron Ramón de Garciasol, López Pacheco, Agustín Millares, Salustiano Masó, María Beneyto, Carlos Álvarez, etc. Celso Emilio Ferreiro, por su parte, alimentó la estética del socialrealismo en lengua gallega; su libro Longa noite de pedra (1962)es un título central en la poesía social, que tuvo, igual que otras obras suyas, cierta resonancia en la literatura escrita en castellano. Menor eco consiguió por entonces Miquel Martí i Pol, autor en catalán de una poesía de fuerte carga protestataria.

Crítico tan bien informado como José María Castellet, en Veinte años de poesía española (1939-1959) (1960), pensó en un reinado duradero de la poesía social. Según él, el declinar de la poesía de tradición simbolista -sin dirección social, escrita en un lenguaje no comunicativo por alguien que aparece como artista mágico y ser privilegiado- dejaría el hueco que habría de llenar el realismo poético, aun cuando éste no disponía aún de los medios expresivos que le son propios, por tratarse de un momento de transición. Anunciaba, pues, la vigencia de una poesía como quehacer histórico, escrita en un lenguaje coloquial por un hombre entre tantos, con una validez no absoluta, mero síntoma de una verdad más amplia y comunitaria. Tendrían que pasar muy pocos años para que el propio Castellet, empujado por la evidencia de los hechos, desautorizara, con la antología Nueve novísimos poetas españoles (1970), esta profecía suya que anunciaba la muerte de la lírica de tradición simbolista en vísperas precisamente de la eclosión del 68.

Ángel L. Prieto de Paula

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