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Rosa Romojaro

Semblanza de Rosa Romojaro

En la batahola de la poesía española de finales del siglo XX y comienzos del XXI, Rosa Romojaro (Algeciras, Cádiz, 1948) tiene difícil acomodo. Sus peculiaridades vienen dadas, en primer término, por una depuradísima dicción, que no cede al azar o al descuido en la manufactura del poema, ni siquiera a los vuelos de las imágenes; y en segundo término, por su carácter diríase que emblemático, en cuanto que el poema aparece como un artefacto cuya organización intelectual debe a menudo ser descodificada según los modos de cierta literatura seiscentista para que rinda la emoción y belleza que habitan ese jardín -el suyo- «cerrado para muchos». Pero su tesitura barroca no la lleva a ningún tipo de exuberancia. Por el contrario, esta poesía se pronuncia con gran concisión lingüística; también en lo relativo a la secuencia argumental y al despliegue de las emociones, que sólo con cuentagotas destilan hacia el exterior. Tal es, en fin, la paradójica contextura de esta poesía, de una riqueza que se queda en el arca, pero que se sabe ahí; y de un despliegue imaginístico muy notable, aunque obediente a un orden conceptual que lo sujeta a cauce. Es precisamente este orden el que termina apuntando a Jorge Guillén, un poeta a cuyo universo plenario se alude varias veces: «Todo en orden: septiembre», dice la autora en un poema; «Todo en el aire es perro», en otro (en sendas recreaciones de versos paradigmáticos del vallisoletano).

No es, con todo, Rosa Romojaro una remedadora de ninguno de los poetas en que ha bebido. Así, aunque su poesía es guilleniana por la sobria fluencia emocional, su naturaleza finamente sensitiva y hasta visual la salva de la sequedad intelectiva y del a veces descarnado sistematismo del maestro; y aunque muestra familiaridad con los artificios métricos barrocos, tienen los suyos un valor instrumental, pues no pretenden atraer la atención hacia sí en detrimento del efecto general del poema.

Hay muchos motivos literarios en esta poesía, sí; pero su inserción no es acarreo de bellezas embalsamadas, como a veces sucede con la «poesía de profesor», sino un modo, rigurosamente contemporáneo por la actitud y el lenguaje, de repensar y re‑sentir emociones ya no amortajadas en el papel, sino vivas de nuevo, otra vez actuantes. Las citas intertextuales crean su propio contexto y a veces contravienen el sentido originario; es el caso de Guillén, de Antonio Carvajal (el poema «Ratas en el jardín» remite al libro de éste Tigres en el jardín) o de otros muchos. Lo mismo puede afirmarse de la actualización de mitos grecolatinos o de estampas culturalistas cuyos sentidos están sólo esbozados, o ni siquiera esbozados, en su presentación antecedente: el de «Dánae» es un ejemplo digno de mención como camafeo de lánguido y muelle erotismo; también la recreación sensual del martirio de San Sebastián en «Cámara lenta»; o la desautomatizadora relectura de diversos loci clásicos en «A lecturas de Ovidio infiernos particulares».

Más, mucho más que discípula aventajada de tales o cuales modelos, su poesía se distingue por ciertas negaciones: de la palmariedad expositiva, que la aleja del referencialismo; de la ilación argumental, que la separa del poema como trasunto metrificado de una historia (ello a pesar del componente narrativo indudable en buena parte de su poesía); y de toda forma de obviedad sentimental. Lo cual sería casi poco si no mediara una máquina versificatoria perfectamente engrasada, aunque, también a este respecto, el dominio de los recursos se detiene un momento antes de tocar en el alarde manierista.

La poesía de Rosa Romojaro es eminentemente moderna, pues ni tiende a confirmar en la percepción de los lectores lo que éstos ya tienen marcado a sangre y tinta por la tradición, ni su fidelidad a los modelos le impide renunciar a su universo personal, en el que cada enunciado pone en cuestión esos mismos modelos, mediante una quiebra de las expectativas que da como resultado una escritura no complaciente, frecuentemente quebrada, con elipsis ocasionales, escarpada y abrupta. Todo lo cual hace del lector no un ser anuente, sino corresponsable del poema, que debe escoger uno de los diversos caminos que se le abren, y que pocas veces concluye su lectura como lo haría el lector cómplice, conocedor secreto o expreso de los recursos y las intenciones de la autora.

Si sus primeras entregas (Secreta escala, 1983; Funambulares mar, 1985) inician cursos plurales de poetización que van a desembocar en Agua de luna (1986), en La ciudad fronteriza (1987) se compactan todas esas líneas en un canto declinante, como es propio de la poesía de las pérdidas, a pesar de los tirantes del estrofismo y del freno con el que la autora embrida el patetismo y la desolación. Alcanza la poeta su madurez en Poemas sobre escribir un poema y otro poema (1999), síntesis del maridaje entre la existencialidad y la reflexión poética sobre la misma. Este dominio se prorroga en Zona de varada (2001), dueña absoluta ya la autora de la panoplia instrumental que también utiliza, en una dirección distinta, en Poemas de Teresa Hassler (fragmentos y ceniza) (2006). Rosa Romojaro erige, en este último libro, un sujeto poético y un lugar asfixiante donde conviven la confesión con la sustancia sagrada del dolor, el pasado con los estigmas de ese pasado en el presente de quienes lo vivieron e, incluso, de quienes no lo vivieron. Todo ello le permite sustanciar caudalosamente un sentimiento menos contenido que en títulos anteriores, allí donde la imaginación de la poeta escapa de sus fueros privados y sale al mundo para anegarnos con la belleza y la tribulación de que es portadora.

Ángel L. Prieto de Paula

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