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Apenas media hora habrían caminado a través de las graciosas hondonadas extendidas al pie de las montañas que iban dejando en pos de sí, cuando Flavio hizo parar repentinamente el carruaje delante de una hermosa casa que, a pesar de sus apariencias aristocráticas, tenía sobre la puerta pintada de verde un rótulo que decía en grandes letras: «Posada». Solitaria y orgullosa ostentábase aquella casa a orillas del camino, con sus balconcillos adornados de tiestos de flores que se enlazaban a los calados festones de sus verjas, con sus bosquecillos de abetos y sauces que sobresalían sobre los delgados muros que la cercaban, con su gran puerta precedida de una reja de madera, y de asientos de granito colocados en círculo y rodeados de acacias y de rosales de invierno que sembraban por la tierra sus delicadas hojas.

El ruido de una fuente se dejaba escuchar en medio del silencio de la noche; destacábanse las torrecillas de una iglesia cercana en el límpido azul del cielo, y veíase al fondo de la campiña y cortando el valle una graciosa montaña, sobre cuya cima los pinos formaban una línea prolongada que iba a perderse suavemente con el terreno en otra montana plana y resbaladiza que se oponía a su paso. Entre aquellas dos moles inmensas que se encontraban y parecían tocarse, la ría seguía su camino hacia el mar, entre fecundos sembrados de maizales y viñedos que parecían ver resbalar alegremente las blancas velas por entre sus hojas, a quien hacían sombra al pasar.

Flavio no hizo más que lanzar una indiferente mirada en torno suyo, esperando impaciente se abriese la gran puerta en que acababan de resonar dos fuertes aldabonazos dados por la robusta mano de un cochero.

Quería pasar aquella noche al menos cerca de la casa de Mara. Quizás podrían llegar allí todavía las brisas que hubiesen resbalado sobre su frente; quizás a la mañana, cuando la luz del alba empezase a iluminar la tierra, podría distinguirse aún en lontananza el techo querido que cobijaba a la amada de su alma; quizás vería la ventana de su aposento y podría decirle adiós por última vez.

A medida que se iba alejando de aquella mujer, a quien sin saberlo amaba ya con toda su alma, todo se revestía a sus ojos de un colorido tristemente vago, de una apariencia helada, monótona y sin vida.

Nada era hermoso ya para el viajero sino los bosques y las praderas que ella podía abarcar con su mirada desde sus ventanas; ya nada encerraba el encanto de aquella mar plomiza que había contemplado tantos días indiferente, y de aquellas nieblas que, levantándose del caudaloso río, a la hora del crepúsculo, envolvían la quinta con sus densos y húmedos vapores. Incesantemente volvía la cabeza para mirar al camino que dejaba en pos de sí; el viento que hería entonces su rostro le parecía más puro, más benéfico; él respiraba con fuerza, fijaba sus miradas allá en el fondo del camino, y una lágrima se desprendía de sus ojos.

El pobre Flavio sufría amargamente.

Cuando distinguió, a los rayos de la luna, las grandes letras doradas que brillaban sobre la puerta de la hermosa casa, su corazón se ensanchó en medio de su tormento y alzó al cielo sus ojos para darle gracias porque se había compadecido de su dolor.

Podía detenerse allí, podía pasar una noche más cerca de la casa de Mara..., una noche..., ¿Quién sabe? ¡Podían suceder tantas cosas en una noche!

La puerta se abrió al fin, apareciendo en su umbral una joven aldeana de una belleza cándida, delicada, pura, como la de las vírgenes de Rafael.

Después de atravesar varias habitaciones elegantemente amuebladas, Flavio penetró en un gabinete cómodo y en el que brillaba aún más el lujo y el buen gusto que en lo restante de la casa. Otro que no fuera Flavio se hubiese extrañado de hallar en una posada aquel lujo fastuoso, aquellos salones que hubieran servido para recibir a un príncipe, aquellas alfombras mullidas como el apretado césped de los prados y en las cuales quedaba sofocado el ruido de las pisadas del viajero.

Flavio se hallaba agradablemente sorprendido en aquel gabinete de princesa, entre aquellas colgaduras de raso blanco y rosa, aspirando los aromas que desprendían algunos pomos de esencias colocadas simétricamente sobre una mesa de tocador de mármol blanco.

Flavio no se admiraba de hallar todo aquello en la posada de un camino porque su planta no se había manchado aún en el revuelto polvo que cada caminante deja al pasar en esos sumideros de toda clase de inmundicias. Lo que le sorprendía era aquel lujo que nunca había visto ni soñado y que tanto contrastaba con el lujo severo de su palacio, lujo sobre quien el tiempo había posado su inexorable mano, y prestado un color vago, indefinible, parecido, si así podemos decirlo, a la tristeza de la vejez cansada y expirante.

Aquellas cortinas de terciopelo carmesí con fleco dorado que pendían de las ventanas, oscureciendo su luz; aquellos sillones de alto respaldo y estrecho asiento, que tan poca comodidad ofrecían, y las pesadas mesas y recargados adornos de que el menor objeto estaba lleno, habían acostumbrado sus ojos a una monotonía que jamás la menor innovación había turbado.

Siéndole, pues, tan desconocido el lujo del siglo como la mayor parte de sus costumbres, Flavio no se cansaba de contemplar aquellas bellezas que tanto halagaban su mirada. Él, como el Adán de Espronceda, quiso palparlo todo, quiso tocar los objetos que más impresionaban su virgen imaginación, y en un instante los divanes azul turquí que rodeaban la estancia; las estatuas de bronce, colocadas a cada lado de la elegante chimenea; los jarrones de porcelana, llenos de flores silvestres, pero olorosas y frescas aún; la misma alfombra, que ostentaba encendidas camelias, con sus verdes hojas sobre un hermoso blanco china, todo fue observado por Flavio con una curiosidad infantil; todo lo apartó de su lugar, volviendo a colocarlo a su manera, y no en verdad con la debida regularidad y simetría; a todo dio mil y mil vueltas en la mano, atrevida y temblorosa a un tiempo, como la del niño que ha cogido la sabrosa fruta reservada para su padre, y que su madre le ha advertido sería un crimen tocar siquiera.

Después, cierto sentimiento de reserva que le asaltó de improviso le hizo detenerse cual si temiese haber cometido un acto vergonzoso. Tendióse entonces muellemente en una otomana que se hallaba al lado de la chimenea, y se contentó con contemplar en delicioso abandono los hermosos objetos, que no se cansaba de admirar.

Voluble y ligero en cierto modo, como todos los poetas, e impresionable hasta la exageración, Flavio, sobrecogido por tanto objeto deslumbrador, había olvidado sus dolores; el recuerdo de la mujer amada se había casi desvanecido entre aquellos ondulantes cortinajes de azul y plata, las bellezas del lujo se interpusieron un instante entre las de la mujer, y el viajero vivió en otro mundo, que no era el del amor ni el de la amistad; que no era tampoco el mundo de sus sueños, pero que era quizás tan halagador como todo esto, tan voluptuoso, tan dulce, tan necesario para la vida y para la felicidad.

Acababa de conocer una necesidad más para la existencia, pero no una completa dicha, y Flavio, después de entregarse con todo abandono al nuevo placer que había venido a saludarle en su camino, conoció que faltaba algo allí, entre tantos perfumes, entre tanta hermosura...

¿Qué era este algo? ¡Mara!... ¡Pero ya no era triste aquella imagen en su pensamiento; ya no aparecía melancólica y llorosa, como una sombra amada que se desvanece para siempre!...

Mil ideas, a cuál más loca, a cuál más bella, empezaron a surgir de su imaginación, exaltada y vagabunda como las mariposas. Su pensamiento recorrió extrañas regiones, conocidas sólo de aquel espíritu adolescente pero audaz, y un paraíso formado en su propia alma rodeó bien pronto su ser con sus delicias vagas y puras como el primer perfume de una flor que abre su cáliz al primer rayo de la aurora.

Él se mecía dulcemente en ilusiones brillantes, a las que su exaltada imaginación prestaba una vida real. El porvenir lo veía presente; lo presente, como un delicioso sueño; lo pasado, como un eco prolongado de dulce armonía que susurrase aún en sus oídos después de haberse extinguido.

El mundo volvía a aparecérsele más inmenso y más bello; la libertad, más brillante; el hombre, un ser más magnífico y más digno.

El espíritu de venganza que se enseñorea del corazón como una sierpe venenosa; el odio que roe el alma; la envidia, pecado inmundo que se anida en el seno de los seres más débiles, devorándose a sí propio, ya no existían para Flavio. Tan sólo los dulces éxtasis, la halagadora dulzura de una mirada querida resbalándose sobre su mirada, aire, luz y perfumes: he ahí las convincentes visiones que pasaban y volvían a pasar por su pensamiento... Y todo esto había surgido de su pensamiento al dulce amor de la lumbre que ardía en la elegante chimenea, a la vista grata, al suave perfume de aquel gabinete aristocrático. ¡Tan susceptible era aquel corazón, tan liviano..., tan poeta!...

¡Y cuánta belleza, cuánta armonía, sin embargo, en todas aquellas imágenes!... ¡Cuánta ventura desconocida de los hombres!... ¡Bendita esa edad en que tan dulces ilusiones surgen a torrentes del pensamiento al eco de un solo sonido, a un rayo de sol que ilumina oblicuamente el turbio cristal de alguna de nuestras ventanas!...

La imagen de Mara, engrandeciéndose al fin en medio de todas aquellas imágenes, fue ya la única que vio pasar ante él. Airosa, risueña, la veía resbalando su pie breve a través de la alfombra y ocultarse entre las flotantes cortinas. Mirarle su semblante medio oculto entre las hojas de una blanca flor silvestre, cada objeto se encarnaba en ella, ella era todo: la belleza, el amor, la vida.

Aquellos sueños llegaron a oprimirle como una pesadilla en un letargo febril; sintió arder su frente bajo un peso desconocido; sus lánguidos párpados se cerraban sobre la húmeda pupila. Mara, más que una ilusión, era ya un deseo inquieto, incomprensible, que le fatigaba.

Abrió, pues, las ventanas para respirar un aire más puro y menos ardoroso que el de aquel aposento que había poblado de fantasmas, y el viento de la noche, frío y sutil, vino a azotar su rostro apagando las bujías que ardían en su candelabro de bronce.

La luna seguía iluminando la noche, y su luz caía como un reflejo blanquecino sobre una fuente que, rodeada de sauces, se presentó a los ojos de Flavio. Brillaban al pie de los árboles, como pedazos de nieve sostenidos al pasar sobre las hojas, rosas blancas y azucenas que prestaban a aquel cuadro una incompresible belleza, y poblado de espesos naranjos todo el terreno que se alcanzaba a distinguir, se creería estar viendo la fresca gruta de una diosa que, siempre verde y floreciente, no dejase penetrar nunca en su recinto los rigores del crudo invierno.

El primer pensamiento que asaltó a Flavio fue recorrer el delicioso retiro, acercarse al tazón de granito de la fuente y refrescar con el agua fresca su frente ardorosa. Pero ¿cómo? Ninguna puerta conducía desde su habitación al lugar deseado.

¿Cómo podría, pues, llegar hasta allí?

Lanzando en torno suyo una mirada escudriñadora, pudo observar entonces que la ventana distaba apenas algunos pies del suelo, y él se halló bien pronto debajo de los sauces, refrescando sus sienes en el tazón de granito de la hermosa fuente.

Sólo se escuchaba, en medio del silencio de la noche, el ruido del agua al caer murmurando mansamente, y Flavio llegó a imaginarse si cuanto veía no sería más que la continuación de un interminable sueño.

Recorrió con presteza los pequeños jardines que se extendían más allá de los naranjos; dio varias vueltas contemplando con extrañeza un grande estanque, a cuya orilla crecían con profusión pequeños tilos y flores silvestres, y caminando después al azar subió una espaciosa escalinata que conducía a un alto mirador cubierto de enredadera.

Flavio, encantado de todas aquellas inocentes maravillas con que la casualidad le brindaba, permaneció algún tiempo contemplando la luna, los pinos del monte vecino que destacaban en el horizonte sus ramas inmóviles y puestas en fila, como esperando ser cortadas de un solo golpe; la alta torre de la iglesia, que parecía un gigante que velase al pie de su vivienda, y por último, el camino a orillas del cual se hallaba, y que marcaba su senda, algo tortuosa, por una línea blanca que iba a perderse... allá muy lejos..., en un grupo sombrío que no podía distinguirse a la luz de la luna si era bosque, población o montaña. Pero él bastó para despertar en Flavio una loca idea, un proyecto atrevido, insensato quizá.

¿Sería aquél el lugar en donde se asentaba la casa de la amada de su alma? ¡Tal vez la adorada vivienda se ocultaba allí entre las sombras; tal vez Mara, velando como él, asomada en aquel instante a la ventana de su aposento, respiraba también con anhelo las frescas brisas de la noche!

¡Ah!... ¿quién sabe? ¿No sería una dicha inmensa, una inesperada felicidad, volverla a ver, contemplar, aunque no fuese más que una sombra..., a través de los turbios cristales?

Y bien: quizá para que esta felicidad no fuese un sueño no se necesitase más que dar un paso..., saltar desde el mirador al camino, andar y andar sin parar un instante y llegar a la quinta... ¡Estaba tan cerca!...

Con la desnuda cabeza expuesta al rocío penetrante de la noche, deshecho el lazo de la corbata y medio desnudo el pecho por la entreabierta camisa, después de deslizarse como una culebra por lo largo de la pared hasta el camino, Flavio empezó a caminar con prodigiosa velocidad. Decirse pudiera entonces con verdad que el amor había prestado alas a sus pies, viéndole apenas posar en el suelo su ligera planta.

El camino estaba desierto; la claridad de la luna parecía más transparente en medio del profundo silencio de la noche; la naturaleza, despierta y dormida a un tiempo, poseía entonces un encanto misterioso, por medio del cual se diría quería atraer hacia sí a los mortales. Aquella amorosa soledad que tenía su lenguaje, aquella tibia claridad transparente y azulada, convidaban a una embriaguez extraña, a un anonadamiento voluptuoso pero puro; desearía uno vagar en aquel océano sin tormentas, en aquella deliciosa vaguedad parecida al caos, que encerraba en sí misma sombra, luz, tinieblas, vapores..., silencio lánguido, sopor..., adormecimiento, vida sonriente y dulcísimo cansancio... Hubiera uno ambicionado desvanecerse como humo vano y formar parte de aquella hermosa noche, que, como todas las cosas de la tierra, iba a terminar presto, iba a pasar para no volver más, concluyendo con el primer rayo de la aurora que apareciese en el lejano horizonte.

Sin embargo, Flavio no se detuvo en contemplar las bellezas de aquella noche de invierno; no sintió el frío, ni el rocío que se helaba sobre sus negros cabellos; caminaba, y caminaba siempre mirando hacia aquel lugar sombrío, hacia aquel punto que cada vez iba apareciendo más distintamente a sus ojos, y soñaba, caminando, ver a Mara asomada a su ventana y decirle, apareciendo de improviso ante ella:

«Yo soy, mujer, el que te vengo buscando, el que ha huido de ti y vuelve otra vez a tu lado, porque tú eres su felicidad, su vida».

Llegó por fin... Era la casa de Mara... Era la quinta... El corazón de Flavio latía como si quisiera romperse.

Subiendo a la pequeña cerca que le separaba del bosque, se halló bien pronto tras de aquellas añosas encinas; pero todo se hallaba sumido en reposo y oscuridad profunda. Las ventanas, cerradas herméticamente, no dejaban escapar el menor rayo de luz; no se sentía el más leve ruido...; quizá todos dormían..., todos.

¿Qué hacer?

Repetidas veces pasó su mano por la sudorosa frente, acongojado y pensando en vano el partido que debería tomar... Haber llegado hasta allí y no verla era, en verdad, demasiado cruel y no podía resignarse a tanto...; pero era cierto, sin embargo, que tenía que conformarse y sufrir.

Sin valor para alejarse de nuevo de aquella adorable vivienda, Flavio iba resbalándose lentamente alrededor de la casa, indeciso y lleno de desaliento; pero atendiendo aún y esperando que en medio de tanto reposo algún ruido viniese a indicarle que unos ojos claros, hermosos, como él estaban despiertos, como él velaban... Como él... ¿Y por qué? ¿No era aquello una locura? A Flavio no se le había ocurrido el preguntárselo a sí mismo.

De pronto, el ruido de una tos leve vino a herir su oído conmoviendo todo su ser... Volvió a escuchar, y a la tos parecieron seguirse algunas pisadas silenciosas; después, el mismo rayo de luz pasó iluminando su semblante y en poco estuvo que Flavio no lanzase entonces un grito de placer... Pero se contuvo.

Él no la veía; pero era Mara, sin duda, la que estaba despierta, la que velaba; su corazón no le había engañado.

Aguardó algún tiempo esperando ver aparecer en la ventana la hermosa visión; pero en vano. La luz iluminaba la pequeña habitación, cuyas ventanas dejaban ver su interior a través de los cristales; una hermosa cabeza, diseñándose en la blanca pared, se veía aparecer inmóvil, en la actitud del que lee o medita; pero nada indicaba que aquella sombra despertase de su letargo para venir a contemplar los astros de la noche.

Flavio no pudo contener por más tiempo su terrible ansiedad.

Crecía bajo la ventana una alta parra que cuando el viento movía las hojas penetraba casi en el virginal aposento. A un lado de la parra se alzaba un poste de piedra, y Flavio, gracias a su agilidad medio salvaje, trepó por ella con la ligereza de un gato montés.

Sintió crujir bajo sus pies los podridos troncos; algunas ramas, secas ya, estallaron y se rompieron bajo su peso; pero nada le detuvo. Impasible, sereno, lleno del loco valor que un amor profundo y verdadero infunde en el alma, él se sostuvo inmóvil, pegando al fin su rostro a los cristales llenos de rocío.

Mara, apoyada sobre una mesa, su cabeza sostenida en una mano, un brazo caído con negligencia sobre el respaldo de la silla y los ojos fijos en varios papeles extendidos en confusión sobre el tapete, se presentó entonces a su vista más hermosa que nunca, más dulcemente lánguida y suave...

Parecía meditar, sonriendo con lágrimas, y se diría que, burlándose de alguna idea o de algún sentimiento de su corazón, tenía lástima de sí misma, o...

Flavio tembló primero al contemplarla, después sintió frío y calor a un tiempo, y por último, viéndola siempre inmóvil, siempre sumida en la misma meditación, empezó a preguntarse con desconocida inquietud:

«¿Qué hace?... ¿Qué piensa?... ¿Por qué no se levanta ya y no se asoma para contemplar los astros?... ¡Ah! Mujer, mujer, despierta; tu inmovilidad me hace daño...»

Pero como él sólo podía oír aquel llamamiento de su alma, estuvo por gritar, por llamarla en voz alta..., por romper los cristales para que, descorriendo de una vez el misterio, supiese al fin que él, devorado de ansiedad, estaba allí contemplándola en aquella inmovilidad, en aquel éxtasis que sin saber por qué hería su corazón.

Pero ella no quiso esperar a tanto.

Levantándose de improviso, paseóse por la habitación a grandes pasos, brillando en su rostro una expresión radiante y animada, que revelaba toda la sublimidad de aquella alma de mujer en sus momentos de recogimiento.

Jamás a Flavio le había parecido más hermosa.

Después, cogiendo un papel en el que escribió primero repetidas veces, lo leyó en voz baja, haciéndolo luego pedazos.

-¡Si alguien pudiese ver esto!... -exclamó ruborizándose-. ¡Dios mío!... -añadió-. Una mujer que se atreve a trasladar al papel sus sentimientos más ocultos, aquellos sentimientos que nadie debe penetrar..., aquéllos de que ella misma debiera tal vez ruborizarse... ¡Locura! -murmuró, moviendo lentamente su cabeza-. ¿Qué es la inspiración? ¿Es el cielo y el infierno a la vez? Yo no lo comprendo, pero sé que en medio de sus dulzuras encierra un no sé qué de amargo que hace dolorosa la vida; sé que sólo siento en mí esta necesidad de trasladar a un papel delator mis más íntimos sentimientos, los misterios más profundos de mi alma, cuando mis nervios se hallaban agitados, cuando la bilis, esa materia asquerosa de nuestra mezquina naturaleza, derrama en mi sangre su veneno. ¿Quién sois, pues, vosotras, musas..., tan queridas, tan alabadas?... ¡Ah!, yo os desprecio... Tal vez no procedáis de otro origen que aquel de que están conformadas la envidia, la gula, la soberbia... Yo no sé aún si sois pecado o virtud... Sólo puedo decir que siento a veces resbalar vuestro aliento sobre mi alma, y que cedo a vuestra poderosa influencia, como el beodo a la fuerza del licor que trastorna su cerebro y le hace caer rendido y en pesado sueño, a orillas quizás de un abismo sin fondo, o de un cenagal inmundo y corrompido, pero que nadie pueda adivinar lo que pasa en mi alma. Si mi mano imprudente graba en el papel un nombre querido, que mi mano le rompa luego... Si mi pluma traza desiguales renglones..., que nadie sepa que aquellos renglones son versos... Los que creen que el universo ha creado tan sólo para ellos sus bellezas, dicen que suenan mal en boca de una mujer los consonantes armoniosos; que la pluma en su mano no sienta mejor que una rueca en los brazos de un atleta..., y tal vez no les falte razón... Aunque difícil de convencer, soy débil para las grandes luchas, y sólo hubiera levantado mi voz cuando hubiese alguno que dijera que para ser poeta se necesitaba, además del talento, mucha bilis, mucha sensibilidad nerviosa, propensión a la melancolía y un deseo innato hacia lo que no puede poseerse... Entonces..., ¿quién más que las mujeres tendrían condiciones de verdaderos poetas? ¡Los hombres no pueden decir siquiera que tienen histérico, y es ésa una musa tan fecunda!... Pero callemos en tanto -añadió, con un gesto de indiferencia-; no soy demasiado entusiasta por defender mi causa; y con gusto me presentaré siempre ante ellos con la aguja en la mano, la cabeza inclinada sobre mi labor y fijo, al parecer, mi pensamiento en escuchar sus frases huecas y vacías... No hay ningún tirano que no guste de ser adulado, y sólo por medio de la adulación llega hacérsele arrastrar hasta los pies de su esclavo. Venzamos, pues, al más fuerte como él pretende ser vencido. Yo no envidio la supremacía del hombre, y estoy satisfecha de haber nacido mujer. Los más altos estarán los más bajos... Los primeros serán los últimos..., y lo son ya -murmuró sonriendo-. Pero ¡cuán tarde...! -exclamó dirigiendo al reloj sus miradas-. El tiempo se me ha pasado haciendo versos a su grato recuerdo, ¡grato y doloroso a un tiempo! Los versos han desaparecido ya, pero su imagen está aún en mi corazón... ¡Y ojalá lo estés por siempre, oh dulce recuerdo mío!... Te amo tanto como a mi propia vida.

Aproximóse entonces a la ventana, sin duda para correr las blancas cortinas... Flavio, tembloroso, lleno de temor, se dejó resbalar hasta el suelo, temiendo ser visto. La luz de la habitación de Mara desapareció, y momentos después Flavio recorría de nuevo el camino solitario en dirección hacia su nueva vivienda.

El nuevo día apareció brillante, sereno y frío, como un bello día de invierno.

El sol penetraba ya én el gabinete de Flavio, dejando ver con más claridad todo el moblaje, el gusto delicado y aristocrático de sus adornos; un hermoso fuego en la gran chimenea, templando el frío de la mañana; suaves perfumes embalsamaban el ambiente, y podría decirse que una mano oculta, aprovechándose del sueño de Flavio, había derramado en su estancia toda la gracia y la voluptuosidad capaces de despertar las adormecidas pasiones.

Pero ya todo aquello era indiferente para Flavio, en quien no dominaba más que un solo pensamiento, una sola idea, un solo recuerdo: Mara.

Para él no había ya ni pasado ni porvenir; no había más que el presente, coronado de una dicha desconocida, de una tristeza vaga, como la nube que empieza a formarse; no había más que una imagen que lo llenaba todo, que lo era todo: alegría, tristeza, felicidad.

La veía en su memoria como un reflejo luminoso, inextinguible; la veía aún entregada a aquella meditación que tanto había lastimado su alma; oía aquellas palabras que en vano trataba de comprender, pero cuyo recuerdo pasaba por su memoria como un presentimiento sombrío, cual negra nube que, apareciendo de improviso en un día sereno, manchase el azul puro y transparente del cielo.

¡Oh, sí! Adivinando que aquellas palabras encerraban un misterio profundo, él empezaba a rebelarse instintivamente contra los misterios que pudiese guardar el alma de su amada; él no cesaba de preguntarse, mortificado en el fondo de su corazón y lleno de una inquietud indecible:

«¿Por qué al hablar se ruborizaban sus mejillas?¿De quién era aquel nombre que no podían pronunciar sus labios, cuyo recuerdo quería conservar por siempre en su memoria? ¿Qué decían aquellos renglones escritos con la velocidad del temor, rotos un instante después con la satisfacción del que ve desaparecer hecha cenizas la prueba que puede delatar su crimen?»

Y creía ver ya cómo las sombras de la noche cubrían la tierra para volver a la quinta, escalar otra vez el emparrado y observar a Mara atentamente en medio del silencio de la noche.

Él no se alejaría ya sin sorprender sus secretos; lanzándose en medio de su aposento, arrebataría el papel misterioso de sus manos, y sus ojos podrían posarse en aquellos confusos renglones que todo se lo revelarían al fin...

Ni un instante pasó por su memoria la idea de que cometía un acto indigno yendo a espiar vilmente el sagrado aposento de una mujer en medio de la noche; no pensó que, como el ladrón que espera el instante de sorprender a la víctima, escalaba su ventana y aguardaba allí oculto, sin remordimiento, el instante en que pudiese arrebatar el papel de sus manos, aquel papel cuyos renglones ella hubiera preferido borrar quizá con su propia sangre antes de que un ojo profano detuviese en ellos su imprudente mirada.

Dominado por una fuerza poderosa e incontrastable, él no se había detenido a examinar su conciencia; no había preguntado a su alma, que, virgen aún, empezaba a experimentar la fuerza de las locas pasiones, desconociendo el mal, si el amor podía arrastrar hasta el crimen; dado el primer paso que le conducía hacia el objeto amado, Flavio no era ya dueño de refrenar su voluntad imperiosa, la velocidad de su carrera le impedía detenerse; si Mara fuese un abismo, él hubiera corrido del mismo modo hacia ella, ciego, con los brazos abiertos, empujado por la fuerza del destino. Sus pasiones no eran como las de los demás hombres; eran un volcán inextinguible, que cuando no hubiese tenido qué devorar había de devorarse a sí mismo.

Después de haber tornado apenas una taza de aromático té, se vistió con presteza y salió al campo para respirar el aire puro de la mañana.

Iluminaba el sol la deliciosa campiña bañada por cristalinos arroyuelos, y pacía el ganado tranquilamente la fresca hierba de los prados.

Las aldeíllas, diseminadas en grupos a lo largo de la montaña, embellecían más y más el paisaje; el cielo tenía una transparencia melancólica, y el río, lamiendo las raíces de los añosos álamos con sus aguas murmuradoras, hacía cadencia con su rumor confuso al canto de los campesinos y al trinar de los pájaros, inocentes y vagabundos como la inspiración de los poetas.

Las mujeres entonaban también sus cantos melancólicos hilando a la puerta de sus humildes casas o al pie de la higuera desnuda de sus hojas; otras extendían sobre las secas zarzas de los vallados la ropa blanca que acababan de lavar en el pilón de la fuente, y cuidaban algunas de los domésticos animales que, corriendo en torno suyo, parecían pedirles el alimento cotidiano.

Los ladridos lejanos de los perros, el ruido acompasado de los telares y el chirrido de carros que subían pausadamente por los terrenos pendientes y resbaladizos, formaban una extraña armonía, un ruido apacible que sólo puede sentirse en aquella parte del valle, ruido que no se asemeja a ningún otro ruido y que se graba en la memoria, como la canción que ha hecho resonar en nuestro oído el primer objeto de nuestro amor, como el recuerdo de una voz querida que ha vibrado en nuestro corazón en épocas remotas de pasada y dulce felicidad.

El viento hacía balancear los delgados pinos de los bosques extendiendo por la atmósfera su áspero aroma; las últimas hojas de los árboles, diseminadas por el valle, venían rodando a caer sobre las aguas del río, y arrastradas después por su corriente tranquila, iban a sepultarse muy lejos del tronco que les había prestado su savia.

Los patos, deslizándose también entre las aguas y alzando sus largos cuellos y sus cabezas blancas como la nieve, dejaban ver cómo las olas formaban en su seno de plumas pequeñas cascadas de diamante cuando nadaban contra la rápida corriente.

Flavio, sentado al pie de algún matorral o en las piedras cubiertas de musgo que hallaba a su paso, se paraba para contemplar aquellas pequeñas bellezas que le encantaban. Cogía flores silvestres, analizaba sus colores, contaba sus pétalos, y después las arrojaba al río para ver a través de la transparencia de las aguas cómo iban descendiendo hasta el fondo de su blanca arena.

El cielo, retratado en su superficie clara y lisa, se enturbiaba algunos segundos, se estremecía; después, todo volvía a quedar tranquilo, y Flavio veía entonces su rostro en aquel espejo cristalino, y sonreía melancólicamente.

Sin duda le halagaba el contemplar su hermosa cabeza, que se destacaba en el azul del firmamento, en aquella magnífica techumbre, clara como transparente gasa. Miraba otras veces hacia el cielo, no queriendo ver más que el inmenso espacio por el cual algunas blancas nubes vagaban errantes y dispersas como vapores flotantes y luminosos.

La imagen de Mara se le aparecía allí más alegre y brillante, más alejada de las cosas de la tierra; allí veía su rostro, unas veces púdicamente velado, otras radiante y coronado por reluciente aureola.

Remontado en alas de su pensamiento, recorría en un instante el espacio que le separaba de las nubes, y siguiendo allí a Mara tan de cerca, con su airoso ropaje recorrían juntos la celeste esfera, incansables, eternos...

Cuando algún mundanal ruido venía a interrumpir tanto encantado sueño, él cerraba sus ojos, y la hermosa imagen, descendiendo hasta la tierra, era estrechada en sus brazos con tímido y pudoroso transporte.

Acariciado por tan dulces ilusiones, recorrió todas las trilladas sendas de la montaña, caminando al azar y buscando instintivamente los más retirados y más ocultos lugares que encontraba a su paso.

Después, cuando se alejaba de aquellos sitios, testigos de sus primeras ilusiones de amor, les decía adiós con una tierna mirada y guardaba como un recuerdo los guijarros que, blancos cual el vellón de un tierno cordero, se veían en el fondo de los riachuelos continuamente besados por las aguas.

La tarde declinaba tristemente, cargado el horizonte de gruesas nubes acumuladas en derredor del sol, cuando Flavio regresó de su prolongado paseo.

Reinaba en la atmósfera una tranquilidad que convidaba a gozar de los últimos suspiros del día; y hallando abiertas las puertas de los jardines de la aristocrática posada, Flavio se decidió a esperar en ellos la noche que tan lentamente descendía hacia la tierra.

Sentado al lado de la hermosa fuente, prosiguió allí sus locos sueños, viendo caer el agua en el tazón de granito, deshojando sobre ella las blancas rosas y lanzando impacientes miradas al sol, ya medio oculto tras la vecina montaña. Ya cansado de la luz, esperaba con ansia que las sombras, sus amigas, cubrieran la tierra.

De pronto, una joven apareció entre los árboles y se dirigió hacia la fuente.

Vestía un lindo traje de campesina, cuyo jubón encarnado dejaba ver perfectamente el torneado cuello, del cual pendía una cruz dorada. Sus largos cabellos rubios y partidos en dos trenzas caían sobre su espalda; tenía ojos azules, ovaladas mejillas, levantado seno, manos pequeñas y delicadas, pie breve aprisionado en zapatos de paño azul y en los cuales brillaban lazos de cinta de color dorado.

Su andar era ligero; su fisonomía expresaba un candor de niña inocente, y sus largos y dorados pendientes, resaltando sobre sus sonrosadas mejillas, le prestaban la belleza pura de una hermosa imagen.

Al distinguir a Flavio, el rubor cubrió su semblante y se estremeció como una gacela sorprendida, pero siguió, no obstante, su camino, aunque con paso más lento y tembloroso.

Cuando pasó al lado de Flavio, bajó sus grandes ojos rasgados, y al mismo tiempo que componía el gracioso delantal blanco le saludó con infantil cortedad y se puso a llenar el cántaro, que sostenía con la más blanca y pequeña mano que pudiera imaginarse.

Flavio quedó sorprendido cuando, al levantar la cabeza, fijó sus miradas en el rostro de la joven, inundado por el último rayo de sol, que hacía su cutis más transparente.

-¿Quién eres? -le preguntó, levantándose de improviso y cediendo a la admiración que le causaba aquella candorosa imagen de la inocencia.

-Soy Rosa, hija de la dueña de esta posada -le respondió la joven con dulce candidez; y luego añadió, cogiendo su cántaro para marcharse y al mismo tiempo que sacudía su saya de lana azul, que algunas gotas de agua habían salpicado-: Yo he sido la que ayer os he abierto la puerta cuando pedisteis hospedaje.

-¡Ayer!... -dijo Flavio, interponiéndose insensiblemente entre la joven y el camino-. ¿Y cómo no te he visto, siendo como eres tan hermosa?

Ya dispuesta para marcharse, la joven, por única respuesta, bajó sus ojos, y sin atreverse a decir a Flavio que le dejase libre el paso, permaneció inmóvil, dando mil vueltas en sus pequeñas manos a su flexible delantal blanco.

Flavio se bajó, en tanto, para coger una de esas flores azules que crecen a orillas de las aguas, escondidas entre el húmedo musgo, y se la presentó a la joven con su ruda pero sincera galantería.

-Estas flores -le dijo- son bellas como tú, y parecen tus hermanas; recibe esta que te ofrezco, y sabe que me agradas aún más que su color azul y su agreste pero grato perfume. Sobre el cabello rubio de un ángel deben de sentar bien las flores inocentes, y tú eres más que un ángel...

Con temblorosa mano alargó la niña su brazo para coger la flor, atreviéndose a mirar a Flavio, admirada de las palabras que acababa de oír de sus labios. Pero sus ojos se encontraron, y la joven volvió a bajar con presteza los suyos, dejando caer sobre ellos sus lánguidos párpados.

Así permanecieron algunos momentos. Flavio, contemplándola; la joven, inmóvil y llena de rubor.

-Caballero -murmuró, al fin, la joven-, mi madre... me está esperando...

-Es muy hermosa la puesta del sol, niña -repuso Flavio-; déjate estar así, no te muevas; su último rayo, que cae sobre tu rostro, te hace aparecer tan bella que no he contemplado jamás una cosa más perfecta...

Fascinada la joven, obedeció sin saberlo y permaneció inmóvil; en tanto, Flavio la contemplaba como un artista satisfecho de su obra más bella.

Pasados algunos instantes, el sol se ocultó tras la vecina montaña; el rostro de la joven apareció más pálido, aunque no menos hermoso, y una ráfaga de viento, viniendo a agitar su rubia cabellera, la hizo semejarse a una aérea visión, próxima a desvanecerse con la postrera luz del día.

-El sol ya no alumbra la tierra; pero la luna, con su luz pálida y transparente, no embellecerá menos tu hermoso semblante, admirable criatura -le dijo Flavio.

-Caballero -murmuró otra vez la joven-, la luna no saldrá esta noche, porque gruesas nubes empiezan a cubrir el cielo... Caballero, la noche ha llegado ya, y mi madre me espera...

-¡Es verdad! -exclamó Flavio-. La noche ha llegado... ¿Cómo pude olvidarlo?

Pero no cesaba de contemplar a la hermosa joven.

-Me voy, caballero -volvió a decir aquélla, indicándole tímidamente que la dejase sitio para poder pasar.

-Te vas... ¡tan pronto!... -repuso Flavio; y después añadió, lanzando sobre la linda niña miradas fraternales y llenas de un dulce afecto-: Sí, pobre niña, aléjate, que no caiga por más tiempo el húmedo rocío sobre tu hermosa cabeza... Es pernicioso el rocío de las noches de invierno..., y pudiera dañarte; pero vuelve mañana aquí para contemplar la puesta del sol: quiero ver otra vez tu rostro iluminado por sus últimas tintas...

-Todas las tardes vengo -dijo la niña con sencilla ingenuidad-, y volveré también mañana.

-Sí, sí; todos los días -repitió Flavio, dejando pasar a la joven, que se alejó sonriendo.

«¡Hermosa criatura! -murmuró después; y añadió pensativo-: Mara no es tan hermosa..., ¡oh!, no; pero Mara..., Mara es una espina que se ha clavado suavemente en mi corazón..., es mi propia vida... Todo lo demás son imágenes que pasan y se desvanecen... ¿Por qué es esto?»

Y pensativo se encaminó con lento paso hacia la posada envuelta en las sombras de la noche.

Un joven poeta y que empieza a amar es siempre voluble como los revoltosos vientos que se agitan en la atmósfera antes de que estalle una tormenta.

Todo aparece a sus ojos revestido de luz y de esperanza, le causan compasión todas las lágrimas, y él hubiera deseado, aun a costa de su propia sangre, devolver a cada desgraciado su felicidad perdida.

Desearía poder amar a todas las mujeres hermosas que halla a su paso, las ama quizá o al menos se lo imagina cuando las ve pasar cerca de sí; quisiera, como Dios, hallarse en todas partes, abarcar el mundo de una sola ojeada, sentir en sí mismo todas las bellezas del Universo.

¿Dudaríamos por esto de su corazón? No.

No dudamos tampoco de Flavio. Si al ver a la hermosa campesina detuvo en ella con placer su mirada, no hizo más que ceder a esa fuerza instintiva que nos hace amar todo lo bello; pero no por esto la imagen de Mara era menos agradable y menos magnífica en su pensamiento. Él la amaba con toda la fuerza de su corazón; era ella el primer ídolo a quien había erigido altares; era ella la primera que había impresionado su alma virgen y vigorosa, y ya nadie podía arrancar de allí la grande, la poderosa imagen; ya no podría borrarse aquel amor de su corazón, sino cuando las primeras hojas de la primavera de la vida cayesen a sus pies sucias, marchitas, azotadas por el fiero aquilón de los amargos desengaños.

Sin Mara ya no podría haber nada hermoso para él en la tierra; sus pensamientos de libertad habían huido despavoridos ante ella; sus pasados sueños, sus proyectos locos, borráronse de su memoria, como se borran las huellas sobre la nieve que derrite el sol; su amor era ya un torrente que empezaba a desbordarse, y ¡ay de la mujer que ósase interponerse entre su amor y Mara! ¡Ella, como un frágil dique que es arrebatado por las olas en un día de tormenta, rodaría envuelta hacia un abismo de dolor, azotada por las tempestades de aquel corazón, todo delirio y devoradas pasiones!

Todo estaba ya silencioso en la posada cuando Flavio, bajando al jardín, lo mismo que la noche anterior, se dirigió hacia la quinta.

El cielo estaba encapotado, empezaba a desprenderse de las nubes una lluvia fina y penetrante, y apenas en medio de la oscuridad de la noche podía distinguirse el camino.

El viento azotaba con furia el rostro del viajero; mugía entre los árboles, y era más grave y rotundo el murmullo que formaban las aguas del río, próximas a desbordarse por los campos. Pero Flavio siguió impávido su camino, como si la noche estuviese tan tranquila y serena como una alborada de mayo.

Y, en efecto, ninguna voz sepulcral llegó a su oído entre el sordo rumor del viento, ningún fantasma le detuvo en su camino; pero cuando después de saltar la muralla se halló en el bosque de la quinta, le pareció que una figura humana se movía arrimada a una de las paredes de la casa.

Flavio se detuvo un instante, sobrecogido, no por el temor, sino por otro sentimiento extraño, incomprensible, que se apoderó de todo su ser...

¿Quién era aquella sombra? ¿Por qué se hallaba allí, tan cerca de la habitación de Mara? ¿Qué buscaba?...

Sintiendo hervir su ardorosa sangre, que se agolpaba a su cabeza, encaminóse de pronto hacia aquella figura, que parecía huir a medida que él se acercaba; pero Flavio la siguió; púsose después ante ella, y aproximándose la miró fijamente.

Entonces pudo ver a un hombre que, envuelto en una larga capa, ocultaba el rostro bajo el embozo y las grandes alas de su sombrero.

-¿Qué buscáis aquí? -le preguntó Flavio con temblorosa voz, en la que se dejaba entrever la cólera.

El embozado lanzó al oírle una ahogada exclamación de sorpresa; pero nadie contestó. Flavio volvió a interrogarle con voz más airada, dando un paso hacia él.

Adelantándose entonces el embozado, le dijo en voz baja, tocando casi su rostro con el ala húmeda de su sombrero:

-Yo busco lo que vos buscáis y no hallaréis. Antes que soñarais en aparecer en el mundo para civilizaros, antes que ningún hombre hubiese pensado en la inocente niña, ya Mara había oído de mis labios la palabra amor. ¿Comprendéis?...

-¡Comprendo!... -repuso Flavio con sorda voz, asiéndole con su mano de hierro y no dejándole concluir su frase.

-¡Ah! -exclamó el embozado, sintiendo que se ahogaba bajo la presión de aquellos dedos duros y fríos y forcejeando por desasirse-. ¡Sois un necio!... -le dijo, luchando como un desesperado-. ¡Y me las pagaréis bien caras!

Y logrando, por fin, libertarse de las manos de Flavio, huyó entre la oscuridad, sin que nuestro héroe intentase impedirlo.

-¡Cobarde! -rugió Flavio, viéndole alejarse, pero sin moverse para perseguirle.

-Yo no soy tan necio que me bata por una mujer con un salvaje -dijo el embozado con cinismo, al mismo tiempo que salvaba la tapia.

-Pero serás bastante débil para que yo te mate si vuelves a aparecer por estos lugares -repuso Flavio, acercándose a la muralla, como si aún quisiera hacerle oír su amenaza a través de las duras piedras de granito.

Pero los pasos del fugitivo resonaban ya lejos, y Flavio, dirigiéndose hacia la parra, se apresuró a trepar por ella antes que las blancas cortinas se corriesen sobre los cristales del aposento de Mara. Ella estaba allí; pero no meditaba, como la noche anterior. De pie en medio del pequeño aposento, retratada en el semblante una inquietud profunda, parecía escuchar atenta el más leve ruido. Flavio la vio estremecerse cuando una de sus manos tocó casualmente la ventana.

Mara oyó aquel nuevo ruido, hizo entonces un violento esfuerzo sobre sí misma, y abriendo de improviso la ventana, vio a Flavio...

-¡Mara! -pudo exclamar apenas el viajero, y permaneció inmóvil.

Por su parte, la joven retrocedió ante aquella aparición inesperada; ella reconoció aquel rostro moreno, aquellos cabellos negros y rizados, la expresión de sus ojos, que parecía implorar amor y compasión; y ya no tuvo valor ni para llamar en su auxilio.

-¡Él! -murmuró, cubriendo el rostro con las manos-. ¡Dios mío!... ¿Es esto un sueño?

-¡Mara! -repitió Flavio con quejumbroso acento.

-¡Bajad!... -contestó aquélla con voz turbada-. ¿Qué queréis?... No creí volver a veros escalando mis ventanas en medio de la oscuridad de la noche..., como un salteador de caminos... ¡Ah!..., despacio... -exclamó en seguida con inquietud, al ver que Flavio se dejaba caer con desesperación hasta el suelo.

-¡Me despreciáis porque os amo! -dijo éste con intensa amargura.

-¡Dios mío! -exclamó la joven-. ¿No es ésta una peligrosa locura? ¡Ah! ¡Huid..., huid!... -añadió, dirigiéndose a Flavio-. Que yo no os vuelva a ver en este sitio jamás...

-¡Me voy, Mara; me voy, pues lo queréis!... -murmuró Flavio con ahogado acento-; pero volveré, sí, no os irritéis... volveré, porque ya no me es posible vivir sin veros...

La ventana se cerró, desapareció la luz del aposento y sólo se oyó el ruido de la lluvia que en aquellos instantes empezó a caer a torrentes.

Flavio anduvo errante por los campos la mayor parte de la noche, a pesar del frío y del agua, que empapaba sus vestidos, y el día siguiente lo pasó encerrado en su aposento.

Inquieto, agitado después de aquella noche de tormenta, sus pensamientos eran nebulosos como el encapotado cielo que le cubría. Esperaba la noche como el único bien de su vida, temblaba al pensar que se acercaba ya, y él mismo no podía darse cuenta de lo que pasaba en el interior de su alma.

Pero cuando vio que las sombras del crepúsculo empezaban a cubrir la tierra, más impaciente que nunca, salió, encaminándose hacia la quinta con paso acelerado.

Era muy temprano aún; el recuerdo de las palabras de Mara severas e indignadas, le causaba terror; pero sintiéndose más que nunca impelido hacia ella, devorado de inquietud, no podía escuchar más que la voz de su corazón, imperiosa y doliente.

No atreviéndose a penetrar tan pronto en el bosque, se contentó con pasear en tanto, contemplando desde lejos la querida vivienda.

Notó entonces en el interior de la casa una agitación y un movimiento desusados; hallábanse en la sala principal más personas que las que de ordinario componían aquella reducida familia, y hasta le pareció reconocer a Mara entre ellas, vestida con un elegante y sencillo traje de baile.

Aguijoneado por la curiosidad, se fue aproximando cada vez más a la quinta, llegó hasta la puerta, y, oculto, pudo comprender, al fin, todo lo que pasaba.

Mara, con algunas jóvenes de las cercanías, se disponía a ir a un baile de confianza, con que las obsequiaba un buen tiempo.

-¡Maldición! -murmuró Flavio-. La lluvia que cae a torrentes no les permite, como en aquella noche de eterna memoria, tener las estrellas y el cielo por testigos de sus danzas... ¿A dónde irá, pues, que yo pueda seguirla?

Mara salió, al fin, rodeada de sus compañeras, que, bajo los inmensos paraguas y salvando con ligereza los profundos charcos que se hallaban a su paso, se reían de la lluvia, que refrescaba sus frescas mejillas.

Un hombre envuelto en una larga capa y dando el brazo a una anciana cerraba la animada comitiva, y les dirigía de cuando en cuando algunos chistes poco delicados, pero que ellas celebraban, sin embargo, con sin igual algazara.

Sin saber por qué, Flavio se estremeció al ver a aquel hombre. Quizá no era la primera vez que oía el eco de su voz, que tenía algo de atrevida y de melosa. Inquieto, siguió de lejos a la bulliciosa turba, que, precedida de un criado de aldea, marchaba pomposamente, alumbrada en su camino por un farol cuya luz agonizante amenazaba expirar de un momento a otro.

-Cuánto os vais a burlar hoy de las pobres lugareñas, caballeroRicardo -dijo una de las jóvenes-. Entre vos y Mara, segura estoy de que nos cortaréis un hermoso vestido a la moda de la ciudad, ¿no es cierto?

-No lo es -contestó Mara-; pero aunque lo fuera, vosotras me perdonaríais alguna de mis burlas inofensivas. En cambio, os reiréis también de mi alto peinado, diciendo, como decís, que se parece mi cabeza a la de un loco, y del apretado frac azul de Ricardo..., que aquí, para entre nosotros, bien lo merece, pues ya, por lo viejo, debía retirarse a una vida más tranquila y huir de las mundanales fatigas...

-¡Qué mala eres!... Siempre tan burlona, que hasta a ti misma no te perdonas -dijo una de ellas.

-Juicio, Mara, juicio -añadió la anciana con voz cariñosa.

-No, mamá; no creas que miento -respondió Mara-. ¿No es verdad, Ricardo, que vuestro frac cuenta ya tres años de continuas tormentas?

-Os engañáis -repuso el joven-. Este frac inapreciable es un objeto elegante, que ya hacía brillar sus blancos botones con majestad y esplendor hace cuatro años cumplidos...

-¡Tanto tiempo!... -replicó Mara con un acento que encerraba cierto misterio.

-Lució por vez primera la delicadeza de sus formas en aquella polca melancólica y pausada que bailé con vos el día seis de noviembre... ¿Os acordáis?...

-Sí, sí -contestó Mara-, ¡ya recuerdo!... Llovía como llueve en este instante, cuando salimos del baile...; terrible noche estaba...

-Para mí, deliciosa, y os aseguro que es uno de los recuerdos más gratos de mi vida...

-¡Eh!..., callad... -repuso Mara-. ¡Mentís tanto! No hacéis más que declarar eternamente palabras nuevas, que no encierran otra cosa que la falsedad...

-Gracias -dijo Ricardo, algo ofendido al parecer.

-¿Qué es eso? ¿Resentimientos tenemos? -murmuró con un tono en que se notaba cierta envidia una modesta señorita de treinta años.

-¿Resentimientos? ¿Y por qué? -preguntó Mara con frío acento.

-Sí, ¿querréis ahora negarnos...? ¡Bah!... Como si no dijeran nada las visitas que os hace, siguiéndoos de continuo como la sombra al cuerpo -dijo la misma.

-Eso nada prueba -añadió otra-. Recordad cuando os seguía a todas partes vuestro malogrado primo el de las largas narices, y de que jurabais, sin embargo, y perjurabais que todo era con la mayor sencillez y desinterés más grande del mundo.

-¡En verdad que tenéis ocurrencias peregrinas! -exclamó la dama-. Un primo tiene derecho a seguirnos hasta el último rincón de la tierra...; pero un extraño..., ya es otra cosa.

-Tenéis razón, señorita -dijo Ricardo con socarronería-; los primeros saben mejor los lugares que deben recorrer y tienen ya medio camino andado, en tanto que los últimos solemos quedarnos muchas veces más atrás de lo que nuestro corazón desea...

-¡Estos jóvenes del día tienen una audacia que sorprende! -murmuró la anciana con la más santa ingenuidad-. En mi tiempo era peligroso debatir estas cuestiones; pero hoy ya juguetean con ellas en sus labios niños en quien apenas se distinguen las primeras sombras del bozo.

Penetraron en aquel instante en una casa de mediana apariencia, quedando Flavio a la puerta, como el hambriento mendigo que espera las sobras del festín del rico.

Imposible sería explicar lo que pasaba en su alma después de haber oído aquel extraño diálogo. En medio de su inexperiencia, imaginábase haber sorprendido algo del oculto misterio, algo de lo que ligaba a Mara con semejante hombre, y aquel algo, aquel misterio que no podía comprender, torturaba cruelmente su pensamiento.

Así pasó la mayor parte de la noche, oyendo la loca algazara y ruido del baile, y hasta la misma voz de Mara, que reía y hablaba como una niña traviesa.

Veces hubo en que las ventanas se abrieron para que el fresco de la noche entrase a purificar el sofocador ambiente que se respiraba en el reducido aposento, y Flavio pudo ver entonces todo a su sabor. Mara no hablaba sólo con aquel hombre odioso; otros muchos la rodeaban; otros la asediaban con atenciones que laceraban el corazón de Flavio. Y ella contestaba a todos sonriendo, alentándolos; tenía para cada uno una palabra o un acento cariñoso; conversaba familiarmente con el que se hallaba más cerca; dirigía una dulce mirada al que estaba lejos, y escuchaba atenta a los que pasaban a su lado contemplándola con amorosos ojos.

El viajero sufría entonces los tormentos de un condenado.

Le daban intenciones de lanzarse en medio del pequeño salón, arrojar a aquéllos a quienes él llamaba necios del lado de la amada de su alma; cogerla en sus brazos y huir lejos, muy lejos, de aquella turba aborrecible; pero cierto sentimiento vergonzoso le retenía; el recuerdo de la pasada fiesta le retenía, resbalaba por su frente como un sarcasmo y como una amenaza, y aguardó con desesperada calma a que el maldecido baile concluyese.

Por fin, llegó un momento en que el pequeño salón fue quedando desierto, cesó el bullicio y Mara salió acompañada de su madre, a quien daba el brazo un hombre ya anciano.

La joven se adelantó y, como su paso era ligero, bien pronto se halló a bastante distancia de ellos.

Sin vacilar ya, Flavio se acercó entonces, y le ofreció el brazo, que ella aceptó sin mirarle siquiera.

-Mucho habéis tardado, Ricardo -le dijo-. Creí ya que no vendríais.

-¡No soy Ricardo! -murmuró Flavio con acento triste y enojado.

-¡Ah! -exclamó la joven, queriendo dejar su brazo; pero Flavio tenía ya cogida su mano y ella se resignó a seguir su camino.

-¿Me aborrecéis? -añadió Flavio.

-Pero, caballero, ¿por qué me hacéis esa pregunta? ¿Por qué de tan extraño modo os presentáis siempre ante mí?

-¿Lo sé yo por ventura? -dijo Flavio con un acento de verdad que no admitía réplica. Y volvió a guardar silencio.

-Y bien -repuso la joven, turbada a su vez, conmovida, quizás feliz en el interior de su corazón.

Pero tampoco pudo pronunciar una palabra más, y siguieron andando silenciosos, cual si temiesen turbar la dicha que experimentaba su alma.

-Vamos a llegar ya... -dijo Mara con inquietud, viendo que se aproximaban a la casa-, y mi madre va a veros...

-Vamos a llegar ya... -repitió Flavio sin contestar a lo que la joven le decía-. Voy a dejarte otra vez... ¿Cómo haría yo para no separarme ya nunca de ti, mujer?... No vivo ya sino viéndote...

-Pero ¿estáis loco?... -repuso Mara con una voz de amorosa ternura, que, en vano, trataba de hacer severa.

-¿Por qué no cesáis de pronunciar esa palabra odiosa? -Contestó Flavio con una expresión de triste severidad, que hizo grande impresión en la joven-. Pero voy a separarme de vos... ¿No comprendéis que esto es el infierno?... -añadió.

-¿Será cierto que no mentís? -dijo entonces Mara lanzando sobre él una mirada de desconfianza-. Mirad que yo no tengo fe en las pasiones que quieren aparecer violentas, que no las creo, que para mí no son más que farsas ridículas, de las que me han enseñando a burlarme...

-No comprendo lo que acabáis de decirme; pero adivino que me ofende... Dejaos de eso, sin embargo... Habladme de otra cosa... Escuchad: ¿volveréis a bailar?...

-¡Extraña pregunta!...

-No bailéis... Me habéis partido hoy el corazón...

-¿Hoy? -preguntó la joven, sorprendida.

-Os he estado viendo la noche entera..., desde la calle, y oía el eco de vuestra voz. ¡Hablabais tan dulcemente a aquellos hombres!... ¡Oh! Entonces hubiera querido haceros daño... No hagáis eso otra vez... Os exponéis...

-¡Cómo!... -exclamó Mara con altiva sorpresa-. ¿Os atreveríais...?

-Si ese Ricardo hubiese venido ahora con vos, creo que le mato... ¿Qué existe entre tú y él que me ofende?... Me lo dirás, sí, me lo dirás; es necesario que yo no lo ignore...

-Silencio -dijo Mara de improviso-, hemos llegado, mi madre va a veros, y yo no puedo consentirlo... Marchaos hacia la izquierda, y decidme adiós de lejos con la mano... Le diré después que erais un conocido...

-Dejadme seguir un poco más -insistió Flavio, agarrando fuertemente el brazo de la joven.

-No, no -repetía ella en voz baja, y añadió, sintiendo ya cerca de sí los pasos de su madre-: Me comprometéis groseramente, abusáis de mi tolerancia y no queréis que os diga que sois un loco... ¿Cómo me salvaréis ahora?...

-Callad -dijo Flavio con sobresalto-; oigo la voz de ese hombre... ¡Ah!, no le habléis..., no le habléis delante de mí, os lo suplico...

-Muy acompañada vais, Mara, cuando yo os creía sola -gritó entonces Ricardo.

Flavio apretó con ira el brazo de la joven, que le dijo enojada:

-¿Qué queréis que conteste?... ¿No comprendéis ahora vuestra imprudencia? No sé cómo puedo toleraros...

Ricardo apareció entonces ante ellos oculto el rostro entre los pliegues de su capa, y gracias a esto, Flavio no pudo distinguirle; pero el encubierto, que conocía a su salvaje y fuerte enemigo, dio media vuelta y desapareció haciendo un ligero saludo.

Los ojos de Mara le siguieron con cierta extraña expresión que Flavio notó al instante.

-¿Por qué le miráis así?... -le dijo con amargura-. ¡Os dejo! -añadió bruscamente, soltando su brazo-. ¡Me hacéis un daño cruel!

-Ahora, no; decid algo antes a mi madre -exclamó Mara, deteniéndole-. Habladla o me perdéis...; yo os ayudaré...

Flavio se volvió entonces hacia la anciana, que habiéndose despedido del que la acompañaba, se acercaba a su hija con la lentitud a que le obligaba el peso de los años.

-Señora -le dijo-, yo soy el huésped a quien tantos cuidados se han prodigado en vuestra quinta, y que, aunque tarde, viene a ofreceros su amistad y a demostraros su agradecimiento, pidiéndoos antes perdón por el modo brusco con que os ha abandonado y asegurándoos que no dependió aquel acto de mi voluntad.

Mara quedó agradablemente sorprendida al ver la facilidad con que Flavio la había salvado, y la anciana, cuyo carácter era sencillo y benévolo, prorrumpiendo en protestas de amistad y de afecto, no cesó de hablar hasta que Flavio consintió en subir aquella misma noche a su casa.

Imposible es describir la dicha y al mismo tiempo el embarazo del viajero al hallarse de improviso en el interior de aquel santuario, tan querido y tan deseado de su alma.

Sentado en un sofá al lado de la anciana, respondía a sus preguntas con la ingenuidad de un niño medroso, y no atreviéndose apenas a mirar a Mara frente a frente, concluyó por cautivar el corazón de la indulgente señora, que estaba encantada de hallarle tan sabio, según ella pensaba, y tan inocente a un tiempo.

La noche seguía en tanto tormentosa; la luz de los relámpagos penetraba a veces a través de las entreabiertas ventanas, asustando a Mara, y el ruido del trueno iba sintiéndose cada vez más cercano.

-¿Cómo es posible que marchemos a la madrugada con esta tempestad, mamá? -dijo la joven, verdaderamente asustada.

Aquellas palabras, más que un rayo que acabase de caer a sus pies, dejaron petrificado a Flavio.

-A la mañana, ya todo se habrá disipado -respondió la anciana-, y tendremos un precioso día de caminata; además, ya sabes que no tenemos remedio, hija mía; además, es necesario que te acostumbres a ser valiente. Alcemos al cielo nuestros ojos invocando al Señor de las alturas, y las tempestades del universo entero pasarán sobre nuestras cabezas sin tocar a un solo de nuestros cabellos. -¿No es así, caballero? -añadió, dirigiéndose a Flavio-. El valor y la fe en el Hacedor supremo de todo lo que existe son gigantescos atletas, a cuyo brazo nada se resiste de cuanto el mundo encierra.

-Sin duda tenéis razón, señora -respondió Flavio tartamudeando, pues la noticia de la marcha de Mara le había dejado atónito.

-Bien sabía yo que no seríais como los tontuelos del día, que no saben más que negar la existencia de aquel poderoso ser, infinitamente bueno, que lo llena todo con su sombra... Yo os bendigo por ello, mi buen amigo, y contad desde hoy con el aprecio más profundo y sincero de este corazón ya viejo...

Al acabar de decir la anciana estas palabras, estalló de repente un tan espantoso trueno, que hubiera podido creerse se había desplomado el cielo sobre la tierra.

Todos se levantaron despavoridos, y el mismo Flavio lanzó en torno suyo una mirada de temor, creyendo que las paredes iban a desplomarse sobre ellos.

Cinco o seis minutos pasaron, y el eco de tan formidable estampido resonaba aún con ronco fragor en las concavidades del valle.

Mara había corrido a esconderse entre su madre y Flavio, pálida como la muerte, y así, arrodillados, alzaron al cielo una fervorosa plegaria, invocando la misericordia del Eterno.

Cuando se levantaron reinaba entre aquellos tres seres una confianza ilimitada. Flavio era ya como una persona de la casa. Mara, acurrucada entre él y su madre, temblando de miedo, cuando el ruido de la tempestad volvía a sentirse se agarraba al brazo de Flavio, como si fuese al de un hermano; ellos trataban de calmar su terror, y nadie pensaba en que Flavio tuviese que marchar aquella noche.

A él, por su parte, tampoco se le ocurría ese pensamiento; llegó hasta a olvidarse de que Mara emprendería su viaje al rayar la aurora; la ventura que experimentaba su alma era ya una especie de dulce delirio: tan embebido se hallaba en la felicidad presente. Mara, dichosa también como nunca lo había sido hasta entonces, trataba de prolongar aquella escena que los retenía uno cerca del otro, en intimidad tan franca, tan cordial, tan sincera.

Ya alejada la tormenta, la anciana salió de la habitación para disponer la cena y dar las disposiciones convenientes respecto a la proyectada marcha.

Los dos amantes quedaron entonces solos el vino cerca del otro, inmóviles, como si una mano de hielo paralizase de repente sus movimientos, y sin atreverse a mirarse siquiera.

Flavio sentía, sin embargo, una imperiosa necesidad: decir lo que pasaba en su alma, y las palabras próximas a salir de sus labios parecían ahogarle; pero seguía guardando el más profundo silencio.

El ruido de un trueno lejano volvió a sentirse por última vez, precedido de un relámpago, y Mara le miró asustada, cogiéndose a su brazo.

-Santa mía... -murmuró entonces Flavio, atrayendo hacia sí la cabeza de la joven y besándola en la frente con ternura-. Nada temas; yo estoy contigo.

-Ya es la segunda vez que posáis vuestros labios en mi rostro -dijo entonces la joven con rubor, apartándose dulcemente-, y no deben besarse de ese modo las mujeres a quienes se respeta... Tal vez lo ignoréis, pues os creo más inocente que los demás hombres, y por eso os lo advierto sin reñiros.

-¿Cómo?... -murmuró Flavio, tristemente sorprendido-. ¿Os habré hecho un ultraje sin saberlo?... Pero no, Mara; no puede ser. ¿No se besa a los niños cuando los amamos?

-Es que los niños no son mujeres, y el rostro de éstas se marchita con el calor impuro de los labios de los hombres. ¿Hubierais querido que otro me hubiese besado antes que vos porque mi rostro le agradase?

-¿Por qué recordáis eso siquiera, Mara? -repuso Flavio casi irritado-. ¡Otro hombre besar esta frente..., otro...! ¡Oh Mara!... Nunca..., yo no sería ya feliz si lo supiera... ¡Esta frente no la ha tocado nadie, no puede ser más que mía! -y volvió a besarla.

-Cuidado -dijo Mara con severidad-. ¿No recordáis lo que os he advertido? ¡Tened presente que otra vez no os lo perdonaré...

-¡Es verdad! -murmuró Flavio, ruborizándose y bajando los ojos-. ¡Perdonadme aún!... Lo he hecho sin consultar a mi voluntad ni a mi corazón. ¡Ejercéis sobre mí una influencia tan poderosa!... Pero yo os prometo no besaros nunca hasta que queráis permitirlo...

-¡Gracias..., corazón de ángel! -dijo Mara al comprender toda la inocencia y toda la pasión de aquella alma virginal-. Te amé desde que te vi, y prometo amarte toda mi vida...

-¿Ya no serás más que mía? -repuso Flavio, clavando en ella sus ardientes miradas-. Mía para siempre, ¿no es verdad? Jurámelo...

Y, cruzando él mismo las manos de la joven, hizo que las besara, jurando por el Dios del cielo amarle eternamente y no ser de otro jamás.

Con esto, el pobre Flavio quedó seguro de que Mara ya no podría romper la palabra dada, cual si un sacerdote acabara de unirlos para siempre. Él tenía la misma fe en un juramento que aquellos caballeros de la edad media, que marchaban serenos al patíbulo por no decir sí, después de haber dicho no cruzando su espada con otra espada.

A Mara, por su parte, no le se ocurrió hacer jurar a Flavio del mismo modo. La verdad que revelaban sus palabras hacían inútil semejante prueba, que ella, además, no tan falta de experiencia como Flavio, pues había vivido en el bullicio del mundo, conceptuaba vana en boca de los hombres que hasta entonces la habían rodeado.

-¿Y mañana? -dijo, al fin, la joven recordando su marcha.

-¡Mañana! -contestó Flavio, sin comprenderla-. Mañana, tan felices como hoy, tan felices como tenemos que serlo siempre desde ahora...

La joven movió lentamente su cabeza, diciendo:

-¿Lo habéis olvidado ya?

-¿Qué he olvidado?

-Que mañana marchamos...

Flavio dejó caer la cabeza sobre su pecho, palideciendo, y Mara le contempló en silencio. Gozábase en comprender que, aunque no fuese más que un día, había sido amada verdaderamente.

¡Era tan difícil para aquella mujer-niña el creer en el amor! Ella había sofocado siempre esa pasión en su pecho. Temiendo ser burlada, había coqueteado, mentido esperanzas; había consentido que la llamasen «la sin corazón».

Sensible y orgullosa como ninguna, prefería engañar a ser engañada, y soportaba mejor el nombre de coqueta que el de desgraciada y aborrecida.

Al sondear sus profundos sentimientos, los hombres hallaban siempre, a través de aquella sonrisa que prometía un mundo de placeres, una muralla de nieve, la mujer impasible, la mujer de mármol, tras de la que parecía haber de doblegarse, como el tronco de una flor débil la primera abrasadora mirada que se atreviese a posarse henchida de deseos sobre sus claros y brillantes ojos.

Pero ella sufría, en tanto, en silencio y se impacientaba al ver que pasaban un día tras otro día sin que nada nuevo trajesen a su corazón. Entre tantos como pasaban a su lado, murmurando a su oído palabras dulces y promesas eternas, no había ninguno que la amase con el amor que ella apetecía, con ese amor que no vive más que de sí mismo, que todo lo absorbe y que el tiempo mismo no es capaz de destruir.

Algunas veces llegó a imaginarse que tal vez este deseo no era más que un sueño irrealizable, y se dijo entonces: «Pues bien: si esto es mentira, si mi querida ilusión no ha de realizarse al fin, yo no amaré jamás, no gastaré en vano los primeros, los delicados perfumes de mi alma, que se extinguirán dentro de mí. Ellos me verán acercar a sus labios la copa y retirarla luego; les haré sufrir el suplicio de Tántalo; esa venganza será el único placer de mi vida, y espero en Dios que moriré sin que haya marchitado mi frente su inmunda impureza, cuya mancha no desaparece jamás cuando una vez ha llegado a tocarnos».

Pero Flavio, apareciendo de improviso en su camino, volvió a su corazón alguna esperanza; ella le amó desde el instante en que le contempló virgen en medio de los hombres; y al verse amada por aquel que en silencio había elegido su alma, su felicidad no tuvo límites. Menos ingenua que el inexperto viajero, ella ocultaba cuidadosamente su locura; pero no por esto empezaba a ser su pasión menos intensa que la violenta y tempestuosa de su salvaje amante.

Tal vez se echaba en cara a sí misma su credulidad y su flaqueza. Tal vez su conciencia le remordía fuertemente cuando se imaginaba ser amada con tan cándida sencillez; pero el placer era más grande que el remordimiento, la pasión encadenaba ya demasiado su alma, y Mara desechó con valor lejos de sí tan importunas meditaciones.

-No te inquietes -le dijo a Flavio, al ver su abatimiento-. La ciudad está cerca; tú eres, al parecer, libre y dueño absoluto de tu voluntad... Si no hay nada que pueda retenerte aquí, síguenos...

-¡Ah! Sí, sí...; tan necio me he vuelto que ni siquiera se me había ocurrido ese pensamiento... Gracias, Mara..., ángel..., mil veces ángel... Te seguiré, partiré hoy mismo... Me das las señas de tu casa, llego a la posada, mando que enganchen el carruaje, y me tienes a tu lado dentro de algunas horas...

-¡A mi lado!... No, tonto; es necesario que tengas prudencia -repuso la joven-. La ciudad no es lo mismo que este ignorado y silencioso rincón de la tierra, en donde las mayores confianzas no aparecen a los ojos de todos más que como familiaridades sin trascendencia... Pero en las ciudades, la mordacidad es más cruel; juzgan hipocresía la misma virtud, y es necesario estar siempre alerta para burlar en lo posible a los maledicientes.

-¿Por qué vivir entonces en la ciudad? -preguntó Flavio, arrugando el gesto.

Mara se sonrió dulcemente y no respondió a su pregunta.

-Es necesario, pues -añadió-, que os sujetéis a las reglas que prescribe la buena sociedad; me visitaréis a la mañana y a la noche, a la hora en que se acostumbra a recibir, y nada más; otra cosa sería dar aliento a la murmuración.

-Como queráis -repuso Flavio-. Que yo os ame y os hable, y no importa que sea a la tarde o a la mañana; pero escuchad: las tres acaban de dar, y pocos instantes nos restan de estar juntos; algunas horas más y la aurora aparecerá ya en el horizonte.

Las dos ancianas entraron en la habitación al acabar de decir estas palabras, e instaron a Flavio para que tomase algún alimento. Todas le acompañaron, y la vieja sirvienta, loca de gozo al volver a ver a su querido enfermo, hizo aún más íntima la amistad de Flavio con aquella franca y sencilla familia.

Cuando se levantaron de la mesa, las cuatro de la mañana habían dado ya en el reloj de la casa, todos se retiraron para descansar algún tiempo hasta que llegase el día.

Flavio fue conducido al mismo aposento que había habitado cuando tan lejano creía el instante de volver a ver a la mujer amada, y siéndole imposible abandonarse al sueño, pasó el resto de la noche viendo desaparecer las últimas estrellas y oyendo cantar los pájaros que, sacudiendo sus húmedas alas, saludaban la luz de la aurora.

El día, como la anciana lo había anunciado, amaneció despejado y sereno, y apenas la luz del alba iluminaba el horizonte cuando llamaron a la puerta de su cuarto.

La vieja criada venía a avisarle para que bajase a despedir a sus señoras.

Ya todo se hallaba dispuesto. Mara, graciosamente vestida en traje de viaje, esperaba en la sala; su madre daba las últimas órdenes y los caballos hacían oír sus relinchos en el pequeño patio. Una nube de disgusto oscureció entonces el corazón de Flavio, viendo que Mara se alejaba, aunque esto no fuese más que por algunas horas, y abandonaba aquella casa en donde tan feliz había sido.

Por fin bajaron. Flavio ayudó a subir a la anciana a su negra mula, apretó la mano de Mara con lágrimas en los ojos, y los caballos partieron lentamente, permitiéndole seguirlas hasta una gran distancia.

De pronto se oyeron las pisadas de otro caballo que se acercaba al galope. Las viajeras, despidiéndose entonces de Flavio, apuraron el paso de las cabalgaduras y aquél pudo ver cómo momentos después el hombre de la larga capa, saliéndolas al encuentro montado en un vigoroso caballo, se puso al lado de Mara y siguió con ellas tranquilamente su camino, no sin dirigir antes a Flavio una burlona y mofadora mirada.

-¡El infame que me ha engañado!... -exclamó Flavio, llevando la mano a la frente- Y Mara le sonríe, le habla... ¡Cuán horrible, Dios mío!... Pues bien, mujer: ¡maldita seas mil veces si tus juramentos fueron un falso engaño!

Y marchó al azar por el primer sendero que halló a su paso.

No hay horas más frescas, más jóvenes, si podemos decirlo así, ni más bellas, que las primeras horas de la mañana, cuando el cielo se entreabre sonriendo y llena el universo con su sonrisa.

Todo lo que existe se despoja entonces con alegría de la fúnebre influencia de la noche, callada y sin ruido, influencia que parece pesar sobre el mundo como la húmeda tierra sobre los ataúdes.

La aurora es la voz del ángel de vida que nos despierta, la que asomando su frente virginal por la cima de las montañas más altas, desciende lentamente hacia la tierra para no turbar de improviso nuestro sueño.

Las sombras huyen avergonzadas a su paso, retirándose a las tenebrosas regiones que ella no alumbra; las flores se entreabren regalando al primer rayo que desprendido de su frente las ilumina, su dulce perfume, y hasta el rocío que brilla en las hojas parece querer elevarse al cielo en vapores sutiles para confundirse con sus resplandores cariñosos.

No hay nada que no se estremezca de alegría cuando los primeros fulgores del alba asoman por el Oriente; nada que se muestre insensible ante aquella magnificencia virginal de los cielos.

La tierra parece alzarse siempre rejuvenecida cuando la hiere el primer rayo del sol; son más frescas y murmurantes las aguas, es más intenso y vigoroso el verde ambiente colorido de las plantas; cuando amanece respírase un ambiente que reanima y da fuerzas al espíritu abatido.

Los horizontes son límpidos y sonrosados, los terrenos se pierden por graduaciones en zonas azuladas y vaporosas, de las que parece formar parte un pedazo de cielo desprendido de su alta bóveda; el mar se asemeja a un lago petrificado, inmenso, sobre cuya lisa superficie pudieron pasar todas las tempestades de la tierra sin formar un solo pliegue ni conmover ninguna de sus olas tendidas blandamente sobre la arena de la playa.

Pudiera creerse que el universo acaba de ser animado en aquellos instantes por el soplo de Dios y que, preparado para la vida con toda la belleza y la pompa propias de la alborada de la juventud, empieza a lucir sus bellezas con la modestia virginal de una casta hermosura.

Entonces no hay aires cargados del aliento corrompido de las ciudades, que el viento de la noche ha disipado; entonces no hay más que el fresco olor de las praderas, que se extiende libremente por el espacio; no hay más que brisas matinales, frías y cargadas de agrestes aromas; aires puros que rejuvenecen el cuerpo, haciendo esperar una vida prolongada y llena de salud.

En aquellos momentos de placentera calma, el espíritu incrédulo parece entrever la esperanza a través de las rosadas nubes que van sembrando el azul del firmamento; el sol, que asomó su ojo brillante por entre las cimas desiguales de las colinas, se nos presenta como la idea de la eternidad, y en tales momentos creemos eterno el mundo, eterna la vida, eterno cuanto entonces existe en torno nuestro.

A pesar de la negra inquietud que devoraba el corazón de Flavio, no pudo pasar indiferente ante aquella hermosa naturaleza iluminada por la cándida luz de la mañana que, brillante sobre el río y tenue todavía en el fondo de los valles, tornasolaba graciosamente las silvestres flores de los altos montecillos.

En su mente empezaron a levantarse entonces pensamientos locos y ambiciones que Mara había hecho desaparecer. Reprodujéronse en su memoria sus pasados sueños; sus instintos vagabundos despertáronse de improviso, envueltos en la negra melancolía que dominaba su espíritu, y pensó otra vez que tras aquellos horizontes lejanos, que parecían prolongarse hasta lo infinito, había un mundo que se extendía risueño, lleno de bellezas, que él no había visto aún; mundo que había deseado recorrer ligero y errante, como la golondrina de infatigables alas.

¡Ay! Él había suspirado tanto por romper las cadenas que le ligaran un tiempo a su viejo palacio de Bredivan, había soñado tan largos días con aquella libertad adorada que entonces poseía a manos llenas, que al volver ahora sus pensamientos hacia sí mismo no pudo menos de espantarse al ver otra vez su alma tan lastimosamente aprisionada.

La libertad...

¿En dónde estaba la libertad? ¿Cómo había usado de los beneficios que con pródiga mano le había brindado aquella divinidad propicia?

Sus sueños, sus ilusiones queridas, vagaban ya esparcidas lejos de sí, como polvo vano que el viento ha dispersado.

¿Y quién era la que, atrevidamente, se había interpuesto entre él y su porvenir? ¿Quién la que así había interrumpido su camino?

¡Una mujer!... ¡Engañosa ilusión quizá!... Fingida imagen de ventura, que, con sonrisas de ángel, ocultaba un corazón de demonio.

¡Ah! Tal vez aquel amigo infame no había mentido al decirle: «No miréis a la mujer más que como un juguete que el cielo ha arrojado en nuestro camino para entretener nuestros momentos de ocio. No la perdonéis; si perdonáis, seréis perdido... Perdonad al cobarde, y él os herirá cuando no podáis defenderos».

Pero Flavio amaba a Mara, y desde que la amaba no había dejado de sufrir; su vida era una agitación continua, una inquietud eterna, un interminable deseo.

Él la había perdonado, y la sociedad, indignada, le arrojaba de su seno al contemplar su ternura y sus lágrimas.

«Son más volubles y ligeras que el viento -le había repetido su amigo-, falsas y engañosas como la perfidia misma... ¡Sus palabras son ligero soplo que pasa y desaparece!...»

«¡Oh! Sí -murmuraba Flavio-; quizás todo esto es verdad... Acababa de jurarme que su amor no seria más que mío, eternamente mío, y un instante después dejaba estrechar su mano entre las manos de ese hombre que aborrezco, cruzaba sus miradas con las miradas de él, y, juntos, marchaban alegres, contentos; y en tanto mi corazón se despedazaba de dolor... Tenías razón tú, a quien he llamado infame... Ya no te maldigo, y desde hoy puedes pasar tranquilo ante mí... Si, como yo, amas a Mara, tú no eres culpable en amarla; ella es la que, faltando a su juramento, se ofende bajamente a sí propia permitiendo que te acerques siquiera a la orla de sus vestidos... ¿Qué hacer, pues? ¿Volver a su lado?... Yo lo deseo aún...; pero no..., la mataría... ¡Hacerme sufrir así después de sus sagradas promesas..., después de tanta felicidad, de tanta halagüeña ventura!... No, no volveré a verla, me alejaré hoy mismo de estos lugares, que me recuerdan su imagen; seguiré un camino opuesto al que ella ha seguido, y mis ilusiones primeras se realizarán al fin. Recorreré el mundo palmo a palmo, sin detenerme, y tal será la ligereza de mi carrera que mi paso no dejará huella alguna sobre la arena movediza...»

Al llegar Flavio a la posada halló francas todas las puertas y abiertas las ventanas, pudiendo distinguirse desde fuera que estaban desiertas las habitaciones que daban hacia el camino.

Percibíase a la entrada un dolor pronunciado de incienso y cera, las escaleras estaban cubiertas de lodo, y allá en lo último de la casa, Flavio creyó oír rezos y gemidos.

A medida que iba subiendo se distinguían mejor los acentos monótonos y lastimeros, interrumpidos a veces por un silencio de muerte; después volvían a empezar, con triste y fúnebre pausa, y un ¡ay! quejumbroso llegaba, mezclado con la monótona salmodia de interminables rezos, a estremecer dolorosamente el corazón de Flavio.

Insensiblemente fuese aproximando al lugar de donde salían aquellos tristes rumores, subió hasta el último piso de la casa, y encaminándose por un corredor iluminado por un vivo y extraño resplandor, una lúgubre escena que conmovió su alma profundamente se presentó entonces a su vista.

En medio de un aposento, tendido en un féretro, se veía un cadáver iluminado tristemente por cuatro amarillentos blandones. Algunas mujeres arrodilladas en derredor rezaban con voz lánguida y soñolienta, una tras otra, padrenuestro que concluían con un prolongado ¡amén!, y una hermosa niña, pálida como una rosa blanca y envuelta en un negro ropaje, permanecía inmóvil al lado del féretro, sus manos cruzadas sobre los pies del cadáver, la cabeza inclinada como una flor que languidece y semejante a esos hermosos ángeles de mármol que lloran noche y día sobre las tumbas.

Enternecido, Flavio avanzó algunos pasos; la joven volvió hacia él sus miradas, y al verle, exclamó con un desgarrador acento, señalando al cadáver:

-Es mi madre, caballero... ¡Mi madre ha muerto!

Y prorrumpió en amargos sollozos, a los que hicieron coro las mujeres que le rodeaban. Flavio sintió también que las lágrimas bañaban sus mejillas y las enjugó furtivamente.

Aquella pobre niña, huérfana y sola tal vez en la tierra, era Rosa, la que tan hermosa y contenta había ido el día anterior a llenar su cántaro a la fuente del jardín.

-¿Por qué no lleváis de aquí a esta pobre criatura? -dijo Flavio, dirigiéndose a los que allí se hallaban-. Será capaz de morirse si permanece aquí mucho tiempo.

-¿Seréis vos, por ventura, el que mandaréis que me alejen de aquí? -dijo la joven, abrazando los helados pies del cadáver-. Dejadme estar por última vez al lado de mi madre... ¡Madre mía..., ya nunca, nunca más volveré a veros en este mundo!

-¡Terrible escena que me parte el alma! -murmuró Flavio, dando media vuelta para que no pudiesen notar su profunda emoción.

No pasó mucho tiempo sin que viniesen a robar a la pobre niña su último consuelo, y ella, antes que el fatal ataúd se cerrase para siempre, besó mil veces las yertas manos de su madre, compuso con cuidadoso esmero su ropaje mortuorio, mulló las almohadas en que se apoyaba su yerta cabeza, cual si pudiese sentir su blandura, y después, con una resignación llenaba de asombro a todos los que la contemplaban, dejó caer sobre el helado cuerpo la última techumbre, si podemos decir así, que debía cobijarle para siempre.

La joven siguió paso a paso al cadáver de su madre, sin que nadie se atreviese a impedírselo; la acompañó hasta la iglesia, oyó su misa de entierro y no se volvió a su casa hasta que las puertas del cementerio se cerraron, dejando tras ellas a la que tanto había amado.

Cuando llegó a su casa, la entrada se hallaba obstruida por algunos agentes de justicia, que al verla le dejaron libre el paso; pero la pobre niña, sumida en su profundo dolor, no había podido reparar siquiera que, al pasar, habían dicho, señalándola:

-Ésa es la huérfana... ¡Pobre muchacha!

Subió, y se dirigía instintivamente hacia el aposento donde había velado el cadáver de su madre, cuando la detuvieron bruscamente.

La joven se detuvo maquinalmente, sin hacer objeción alguna y sin que fijase su atención en nada de cuanto pasaba en torno suyo.

Reinaba, sin embargo, gran confusión en la casa.

Mueble tras mueble, objeto tras objeto, todo lo miraban, todo lo iban anotando aquellos hombres sin que nada quedase oculto a sus escudriñadoras miradas. Clavados los anteojos sobre la corva nariz, un escribano barbilampiño lo registraba todo con magistral dignidad, exclamando de cuando en cuando con voz áspera y lanzando envidiosas miradas en torno suyo:

-¡Magnífica presa había hecho la desalmada mujer! ¡Téngala Dios en su gloria!

Llegaron al gabinete de Flavio, en el cual hicieron el mismo registro y anotación que en el resto de la casa.

Y tocando, al fin, su turno a una cartera que Flavio había dejado olvidada, el escribano lanzó una exclamación de sorpresa, al mismo tiempo que encajaba más sus anteojos sobre la pronunciada nariz:

-¡Calle! -dijo con socarrón acento-. ¡Éstas son las armas y el título del heredero legítimo de esta quinta!...

-¿Qué estáis diciendo? -repuso con voz atiplada un microscópico escribientillo.

-Miradlo -añadió el escribano, acercando la cartera a las narices del que dudaba.

-Desde tan cerca no veo, maestro -replicó el muchacho con socarronería.

-¿No basta que yo lo diga?

-Señor, el caso sería tan extraño...

-Y bien, no es por eso menos cierto; pero veamos lo que hay dentro, y anótese la menor circunstancia.

Fijos en la cartera los ojos de todos los que se hallaban presentes, el escribano parecía complacerse en retardar el registro de lo que contenía el misterioso objeto.

-¡Ah! -gritó entonces una voz-. Esa cartera pertenece a mi amo y no debéis tocarla.

-Nosotros tenemos obligación de registrar y anotar todo lo que se halla en esta casa -dijo el escribano con ridícula gravedad y decidido a proseguir en el agradable cumplimiento de sus deberes.

-Esperad al menos a que mi amo esté presente para ver lo que se halla en esa cartera.

-Nosotros no tenemos obligación de esperar a nadie para ejecutar las órdenes que nos están encomendadas.

El cochero, pues no era otro el que había hablado, se alejó con indignación para ir a dar aviso a su señor.

Hallábase aquél al lado de la pobre Rosa, procurando que la joven no llegase a comprender que su casa estaba a merced de la justicia, extraño suceso que él había tratado de penetrar en vano.

El cochero se acercó a él, noticiándole lo que en aquel momento pasaba en su gabinete; pero Flavio, demasiado condolido de la joven para abandonarla un solo instante a su dolor y a su soledad, no quiso alejarse de su lado.

-Dejad que lo registren todo; ellos tendrán que responder y darme cuenta de lo que hayan hallado -le dijo al fiel cochero.

-Señor -se atrevió éste a murmurar-, perdonad os advierta que pudierais tener allí algún secreto de que van a enterarse los extraños.

-Yo no tengo secretos -respondió bruscamente Flavio-, y si alguno tuviese, sólo lo guardaría en mi corazón.

El cochero iba a alejarse, cuando vio venir hacia ellos al escribano y sus satélites.

-¿En dónde está tu amo? -le preguntaron.

-Yo soy -repuso Flavio con infernal humor-. ¿Qué se os ofrece?

-¿Podríais decirnos vuestro nombre? -dijo el escribano con melosa cortesía.

-Me llamo Flavio Leonardo de Bredivan. ¿Qué queréis?

-Muy señor nuestro -exclamó el escribano, haciendo una profunda reverencia-. Pues sabed, digno caballero, que ante mí, escribano, y demás testigos se ha examinado esta cartera, que os pertenece y por la cual se viene en conocimiento de que sois vos el heredero legítimo de esta hacienda, con sus alrededores, por ser hijo de los muy nobles señores de Bredivan. Os dignaréis afirmarlo así ante mí, escribano, y demás testigos, para que conste, presentándoos después al juez de este distrito para tomar posesión legal de vuestros bienes y hacienda.

-Sin duda os engañáis, buen hombre -repuso Flavio, admirado-. Nada me ha ligado a la difunta madre de esa niña, dueña, sin duda, de esta quinta.

-Vos ignoráis, sin duda, caballero, que la madre de esa huérfana ha declarado, al morir, haber usurpado, por medio de una falsa manda, parte de los bienes pertenecientes a su amo y señor el caballero Mauro de Bredivan, haciendo desaparecer el verdadero testamento, que a la hora de su muerte ha presentado, y en el cual se declara por único heredero de todos sus bienes a Flavio Leonardo de Bredivan, hijo de su muy noble hermano Francisco de Bredivan, cuyo heredero resultáis ser vos, según todas las probabilidades -añadió el escribano, quitándose el sombrero y haciendo una segunda reverencia.

Convencido Flavio de que era a él a quien buscaban, se apresuró a contestar afirmativamente para verse libre de aquella turba que le asediaba y de aquel grave escribano, que tan ridículo le parecía, a pesar de sus profundas y humildes reverencias.

No había pasado un mes cuando Flavio era ya dueño de aquella casa, cuyo lujo y suntuosidad tanto le habían seducido y encantado.

Falto de ambición todavía, alegróse, no obstante, al poseer aquella preciosa joya, con su lujo espléndido; con todo cuanto podía halagar sus sentidos; porque la rodeaban misteriosos bosques y deliciosos jardines, propios para recrear una imaginación poeta, y porque, cerca de la quinta de Mara, él podía distinguirla con sólo subirse al elegante mirador que daba sobre el camino.

En el fondo de su corazón daba gracias mil veces a aquel buen tío, que tan admirablemente comprendía la vida y sus comodidades y que parecía haber adivinado que algún día su sobrino se consideraría feliz con sólo poseer aquellos hermosos jardines, aquellos parques, aquellos altos belvederes, desde los cuales tantas cosas podían verse.

En tanto, Rosa, la pobre huérfana, colmaba de atenciones a su bienhechor, que de una manera tan noble y desinteresada la había librado de la miseria y de tan horribles desdichas que ella no había podido prever todavía.

Sola en la tierra, sin madre que la cobijase bajo su amorosa sombra, arrojada de aquella casa que se había acostumbrado a llamar suya, ella hubiera perecido de dolor y de miseria a orillas de los desiertos y tristes caminos en que gime la pobreza; pero Flavio la había salvado.

-Esta casa será siempre tuya, Rosa -le dijo-. Seguirás habitándola como hasta aquí. Ave de paso, yo me contentaré, cuando atraviese estos lugares, con el gabinete que ahora habito y con poder pasearme libremente por estos hermosos jardines, respirando el aroma de las flores, y refrescar mi espíritu con el puro ambiente que viene hasta aquí desde las vecinas montañas.

Al oír estas palabras, lágrimas de agradecimiento bañaban las mejillas de la pobre huérfana; alzaba a él sus ojos, en los que brillaban miradas de agradecimiento, y si Flavio se lo hubiera permitido, ella hubiera besado sus pies y servídole de rodillas.

Sin embargo, retenido Flavio, a su pesar, por los imprevistos sucesos que llevamos referidos, la imagen de Mara, pese a todos los vagamundos proyectos que un instante habían venido a sonreírle, no se apartaba un instante de su memoria.

En todo el tiempo que tuvo que permanecer en su nueva casa, el viajero iba todos los días a recorrer los lugares que Mara había recorrido, y pasaba largas horas conversando con su anciana criada, que, alegrándose en extremo de sus visitas, le hablaba siempre de su hermosa, de su querida hija, como acostumbraba llamar a Mara.

Ella le mostraba el lugar en donde había nacido, le contaba qué nublada estaba la mañana en que la niña había lanzado su primer vaguido cariñoso, y cómo más tarde saltaba traviesa por los más escarpados riscos, sin que nadie pudiese contenerla. Le decía en qué lado del sofá solía reposar en las calurosas tardes del estío hasta la caída del sol; en dónde se sentaba después, hasta que las estrellas empezaban a mostrarse en el cielo, y el lugar que prefería siempre cuando se acercaba al fuego de la chimenea para templar sus pies.

Y Flavio se sentaba entonces en donde ella se había sentado, besaba a hurtadillas los almohadones del sofá, que aún conservaban el aroma de sus cabellos, y, aparentando tener frío, hacía que la pobre vieja encendiese el fuego de la chimenea para colocar sus pies en donde Mara había colocado los suyos.

Así pasaba largas horas, que siempre le parecían breves y fugaces, sin soñar en otra cosa que en volver al lado de aquella adorada mujer, que, encarnada en su propio corazón, ya no podía desechar de sí. Si un instante creía tener valor para huir lejos de ella, otro instante venía su recuerdo a deshacer aquellas traidoras ilusiones que le alejaban de su amor, dispersándolas como un ejército de nubes impelidas por contrarios vientos.

Pero cuando el viajero volvía tarde de sus excursiones a la quinta, hallaba a la pobre huérfana triste, abatida y llorosa.

-¡Cuánto habéis tardado...! -le decía tímidamente, alzando hasta él sus ojos empañados por las lágrimas-. Hasta he pensado si ya no volveríais, causándome esta idea una terrible angustia...

-¡Pobre niña! -decía entonces Flavio, enternecido, y pasaba a su lado el resto de la noche, contemplando su belleza melancólica y contándola fantásticos cuentos de hadas y hazañas caballerescas, con cuyo relato tanto se complacía la pobre niña que se creía transportada a un mundo nuevo, al oír hablar a Flavio, en su enérgico y armonioso lenguaje, de palacios de diamante y de topacio, que alguna dama o errante caballero encontraban a su paso, después de haber roto la frente de un gigante con un huevo de avestruz, o cortado las siete cabezas de alguna serpiente encantada.

Una noche fría y tempestuosa se hallaban reunidos alrededor de la chimenea y guardaban un profundo silencio.

La frente de Rosa, más pálida que de costumbre, parecía abrumada por algún doloroso pensamiento; su tía, sentada a su lado y con la barba apoyada en las manos, meditaba profundamente, y la fisonomía de Flavio, revestida de una risueña tranquilidad, no revelaba más que cierta ligera impaciencia cuando fijaba rápidamente sus miradas en las dos mujeres, que proseguían guardando el más triste silencio.

-¿No habéis resuelto nada al fin? -preguntó Flavio, viendo su imperturbable inmovilidad.

-Por mi parte, ya he tomado un partido -contestó la tía de Rosa-, un partido que me parece el más aceptable en circunstancias como las que rodean a mi pobre sobrina.

-Decid -repuso aquélla.

-Pienso -añadió su tía- que, una vez que este señor nos deja disponer de lo que le pertenece, debe seguir mi sobrina dando posada, como lo hacía mi pobre hermana, disponiendo de las habitaciones de que vos no necesitéis y reservándoos los jardines; podrá de este modo ganar su vida honradamente y nadie podrá preguntar de qué vive. ¿No es verdad lo que digo, señor? Porque ya sabréis que la honra de una mujer es cristal que pronto se quiebra.

-Tal vez tengáis razón -respondió Flavio, que no había comprendido bien el significado de las palabras de la honrada mujer-. Pero, ¿qué podrían decir de esta pobre niña? -repuso, mirando a la joven con ternura.

-¡Oh señor! -le contestó la tía Andrea-. Muy bueno sois cuando habláis de ese modo; pero si yo os contara cómo mi pobre hermana caminó a su perdición, ya no volveríais a hacer semejante pregunta.

-¿Fue vuestra hermana desgraciada?

-Desgraciada..., os diré, señor; para mí lo es la mujer que ha llegado a perder su honra; mas no tuvo ella la culpa... Imaginaos una pobre viuda de dieciséis años, como lo era ella cuando perdió a su marido, y con él la subsistencia; que arrojada a la calle, sin abrigo, sin apoyo, no tiene con qué alimentar a su pobre hija, que es ésta que aquí veis -dijo, señalando a Rosa-. Imaginaos si esta desamparada criatura no bendecirá mil veces la mano que vino a arrancarla de la miseria. Pues bien: vuestro tío fue el que alargó esa mano a mi hermana, el que la arrancó de los brazos descarnados del hambre, diciéndole: «Ven, serás una criada más en mi casa, una criada a quien se estima y a quien se paga bien, y podrás criar a tu hija y tenerla a tu lado». Ella consintió con la mayor alegría del mundo; pero al poco tiempo, aunque vuestro tío respetaba la desgracia de mi hermana, el mundo empezó a señalarla con el dedo, y para los demás había cometido ya culpas en que no se había atrevido a pensar. La tentación vino en pos a enseñorearse del corazón de vuestro tío, hizo conocer a mi hermana que el mundo la creía culpable y que su única salvación estaba en serlo verdaderamente.

Ella rehusó... Pero, ¿qué es la pobreza y la debilidad de una mujer? Vuestro tío la amenazó con abandonarla otra vez a la miseria. Mi pobre hermana, entonces, llena de la mayor aflicción, quiso desahogar su dolor contando cuanto la pasaba a un aldeano, con quien parece se había comprometido a casarse por segunda vez; pero, volviéndole de pronto la espalda, le contestó: «¿Con esas me venís ahora?... Si yo os había dado palabra de casamiento, era con la esperanza de que vuestro amo os diera una buena dote, puesto que yo consentía en casarme con vos, a pesar de todo... Pero ¡ahora salís con esas gazmoñerías! Idos enhoramala, y no pretendáis engañarme porque no lo conseguiréis... ¿Quién ignora todo lo que ha pasado entre vos y vuestro amo? ¡Y en verdad que era el buen señor a propósito para ver cerca la paloma y no echarle su garra de milano!» ¿Qué queréis que pasara entonces, señor? Mi pobre hermana vio pasar tristemente los días de su solitaria existencia, y como vuestro tío, cuyo áspero carácter nadie ignora, la abandonase, al morir, a la miseria, viose mi pobre hermana en la alternativa de morir de hambre o de cometer un crimen. Después del primero, el segundo es fácil; no faltó quien le ayudara, y la desdichada unió bien pronto el crimen a la infamia. Sólo de este modo pudo preservarse de la miseria, pudiendo, al fin, vivir de su trabajo; pero vivir acosada de eternos y dolorosos remordimientos. El palacio se tornó en posada; la criada, en dueña, y los pasajeros que aquí han concurrido fueron siempre numerosos, pues aseguraban que jamás habían visto una posada más lujosamente amueblada ni con mejor servicio. Pero mi hermana no era feliz ni podía gozar tranquila aquella pequeña herencia que no había adquirido legalmente. Aunque débil y fácil de caer en la culpa, el arrepentimiento la devoraba luego, y bien veis cómo a la hora de su muerte, que casi fue instantánea, no se acordó más que de pronunciar el nombre de su hija, pidiendo compasión para ella, y declarar que nada de cuanto poseía era suyo.

Al acabar este relato, Rosa y su tía estaban bañadas en lágrimas. Flavio se había levantado para dar algunos paseos por la habitación, y su emoción era profunda.

Por fin, acercándose a ellas, les dijo:

-Por esa historia triste y lamentable que me habéis contado, reconozco que Rosa, y no yo, debe ser la legítima dueña de esta quinta. Su madre la ha ganado bien con sus pesares y sus lágrimas, y mi conciencia no me permite despojar a la hija de lo que es suyo.

-¡Cuán bueno sois!... -pudo apenas murmurar Rosa-; pero yo no podré permitir nunca lo que intentáis; cuanto hay aquí es vuestro y sólo vuestro.

-Tienes razón, hija mía -dijo su tía-; cuanto hay aquí es del señor. Por más que uno halle personas de corazón bondadoso en su camino, no debe abusarse de su bondad. Bastante hacéis, señor, en permitir que sigamos viviendo con lo que es vuestro y en una casa que cosas de tanto valor encierra, puesto que todo el mundo las alaba. Pero yo os prometo cuidarlo todo con el esmero con que lo hacía mi pobre hermana.

-No cuidaréis más que vuestra hacienda -volvió a decir Flavio-; y yo os aseguro que estaréis mañana en posesión completa de lo que os pertenece, Rosa.

-No hagáis tal, os lo suplico -exclamó la tía Andrea-. Reflexionad que quizá la maledicencia hiera a la hija con las mismas armas que a la madre: dirán que es el premio de su honor...

Flavio arrugó las cejas; no sé qué nuevo camino acababa de abrir a su pensamiento la historia que aquella pobre mujer había contado imprudentemente, y sin comprender el daño que hacía, delante de aquellos dos corazones inocentes.

«El premio de su honor -se repetía-. ¿Qué es, pues, el honor de una mujer?»

Y convino con aquellas pobres y desvalidas que ellas seguirían viviendo en aquella hermosa casa. Señaló las habitaciones que debían reservarle; dijo de qué modo debían cultivar los jardines, indicóles algunas reformas y luego les anunció que partiría al otro día muy de mañana.

-¿Y cuándo volveréis? -preguntó la tía, pues a Rosa no le era posible hablar.

-¿Quién sabe? -dijo Flavio-. Quizás tarde muy largo tiempo...; es mi porvenir tan incierto...

-¡Dios mío! -repuso la pobre mujer-. ¿Iríais a tardar un año quizá? Me da miedo el pensarlo, pues ya sin vos me parece que no somos nada en el mundo.

-No temáis -dijo Flavio-. Sabréis en dónde me encuentro, y yo vendré en vuestro auxilio siempre que escribáis que os soy necesario... Por lo demás no me preguntéis respecto a mi vuelta... Entregado en brazos del azar, yo mismo no sé hacia dónde camino.

Al siguiente día, cuando apenas la primera luz del alba apareció en el cielo, Flavio salió a pie de la posada. Quiso que el carruaje le esperase a alguna distancia, pues deseaba gozar de las delicias de la mañana, que aparecía nublada y melancólica, y despedirse a su placer de todos aquellos lugares, a los cuales se había acostumbrado, amándolos ya en el fondo de su corazón.

Apenas se había alejado de tan hermosos lugares, cuando se detuvo a orillas de un torrente que, medio envuelto entre las brumas de la mañana, parecía despeñarse en un abismo sin fondo.

Los cantos de los campesinos empezaban a resonar en los solitarios campos, a compás del chirrido de las carretas; el humo subía en espirales por encima de las cabañas más altas, y los rayos del sol, atravesando la espesa niebla, formaban hermosos cambiantes de luz en el espacio.

Flavio lo contemplaba todo sentado en la cima de un montecillo, oyendo cómo rugía a sus pies el impetuoso torrente. De pronto, una tos leve y comprimida resonó cerca de sí; volvió la cabeza, y le pareció distinguir entre los cañaverales que se extendían por el verde prado un encarnado ropaje que se ocultó pronto a sus ojos.

Esta contemplación duró poco tiempo, y siguió su camino, prefiriendo, sin embargo, a pisar la arena seca y áspera de la carretera, hollar con su pie ligero la mullida hierba del campo, húmeda por el rocío y llena de florecillas silvestres, todas frescas y aromáticas.

Entonces pudo ver más distintamente el ropaje encarnado que, brillando a través de los matorrales y de la crecida hierba, parecía querer seguir sus pasos ocultamente.

Flavio se lanzó entonces tras aquella visión misteriosa, como un niño tras una dorada mariposa; siguióla largo tiempo a través de los lejanos prados y de los bosquecillos, pero ella parecía tener alas y alejarse más a medida que Flavio la seguía. Por fin, un tranquilo lago que de ondas azuladas brillaba a través de los álamos que circundaban sus orillas detuvo en su poética carrera a la alada visión; pero en el mismo instante un grito comprimido hiriendo el espacio y el ruido de un cuerpo que acababa de caer en el agua viene a estremecerle.

Con el corazón palpitante, Flavio se aproxima al lago, dirige en torno una mirada y lanza a su vez una exclamación de dolorosa sorpresa.

-Rosa..., ¿qué habéis hecho? -le dijo extendiendo hacia ella sus brazos.

Era la pobre niña que, habiendo seguido a Flavio y comprendido que iba a ser descubierta, se había arrojado al agua para esconderse bajo las sombrías ramas que se extendían sobre la pequeña superficie del pequeño lago.

-No, no saltéis, que yo iré sola -gritó a Flavio, viendo que éste se apresuraba a socorrerla-; está el agua tan fría que os helaríais -añadió, casi sin poder hablar.

Y haciendo un esfuerzo llegó por fin a la orilla, yerta de frío. La pobre niña tenía la saya enteramente mojada y se pegaba a su cuerpo con tenacidad como un sudario. Amoratada y aterida, fue necesario que Flavio la ayudase para que pudiese dar algunos pasos sin caer o vacilar.

-¡Dios mío! -exclamaba Flavio en tanto, lleno de congoja-. ¿Por qué huíais, Rosa? ¿No me habíais conocido? ¿Pensasteis tal vez que iba a haceros algún mal? ¿A qué habéis venido hasta tan lejos y tan de mañana? ¿Qué buscabais?

Pero ella no respondió una sola palabra a aquellas palabras, tornándose al escucharlas más pálida todavía.

«Si estuviese cerca mi carruaje», pensaba Flavio sin saber qué hacer.

-Pero, ¿quién os dejó sola, Rosa, aquí, en medio del campo y sin abrigo alguno? ¿Qué hacer, Dios mío? ¿A dónde llevaros para que el fuego hiciese volver el calor a vuestro cuerpo aterido y casi sin movimiento?

Rosa permanecía muda a todo esto y como fuera de sí.

-¡Eh, buen hombre! -gritó entonces Flavio, viendo un aldeano que pasaba a alguna distancia-, ¿sabéis en dónde hallaremos una cabaña para socorrer a esta pobre niña?

-¿Por qué no queréis seguir más adelante? -le preguntó Flavio cariñosamente.

-Porque me verían -respondió Rosa-. No digáis nunca a mi tía lo que hoy ha pasado -añadió con temblorosa voz.

-Estad segura de ello -contestó Flavio; y al tiempo que la ayudaba a apearse, añadió estrechando entre sus manos las de la pobre joven-: Ya que nada tienes que decirme, adiós, Rosa; sé feliz, y acuérdate de mí, aun cuando no volvamos a vernos en mucho tiempo.

Ella no contestó, pero un raudal de lágrimas corrió por sus mejillas.

-¡Dios mío! -dijo Flavio-. ¿Será verdad que seáis desgraciada? ¿Y por qué? Si eres huérfana, no temas, que yo velaré por ti..., acudiré a tu lado siempre que me llames, y tendrás en mí un hermano.

-Sí -pudo decir, al fin, Rosa...-, un hermano que estará siempre lejos de mí, que quizás no volveré a ver jamás.

-Pues bien -dijo Flavio-; si eso puede causarte algún pesar, y si mi presencia puede consolarte, yo volveré y vendré a enjugar tu llanto...

En aquel instante pasó al lado de ellos un mozo del lugar que hacía el amor a la joven.

-Adiós, vecina -le dijo, sonriendo maliciosamente.

-¡Ah, Dios mío!... -murmuró la pobre Rosa-; todo lo van a saber en la aldea... ¡Marchaos!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío!...

-Pero, ¿qué han de deciros?

-¿Quién sabe? -murmuró la joven- ¿No recordáis la historia de mi madre?

-¡Adiós, Rosa, adiós! -exclamó Flavio-. ¿Iréis a ser vos tan desgraciada? ¡Valiera más que yo no volviera entonces a veros jamás!

-¡Oh, no! -murmuró la joven con desgarradora expresión.

Flavio besó entonces las hermosas manos de la joven y se ausentó con el alma llena de los más sombríos pensamientos.

Ella, en tanto, sentada sobre una piedra del camino, vio cómo se alejaba el carruaje y permaneció largo tiempo llorando una ausencia que la llenaba de dolor; un amor que apenas nacía ya era fuente de amargas desventuras.

Una lluvia menuda y penetrante caía sobre la ciudad de ***, triste y sombría como el sepulcro. Era la hora del crepúsculo cuando Flavio atravesaba sus calles desiertas y mudas como el silencio, sin que nada viniese a arrancarle de su mal humor y de su abatimiento.

Al cruzar aquellas calles, enlodadas y angostas; al contemplar aquellas casas de abigarrado color, que parecía iban a derrumbarse las unas sobre las otras; al ver el pequeño pedazo de cielo que las cubría, encapotado y sombrío, tanto que podía creerse no llegaría jamás a iluminarlo un sol claro y transparente, el corazón de Flavio se oprimió y experimentó tedio y disgusto de la vida.

Bajo los angostos soportales, apiñados los transeúntes para preservarse de la lluvia, semejaban silenciosas y medrosas sombras que llegaban y huían consecutivamente; una luz melancólica, que parecía iluminar un subterráneo, dejaba percibir, en el fondo de aquella especie de tumbas, alguna vieja durmiendo amorosamente en compañía de un soberbio Micifuz, o el rubicundo mancebo, que con sus grandes manos, lastimosamente laceradas por los fríos de invierno, envolvía pacíficamente y con suma escrupulosidad las telas que curiosos compradores habían hecho desdoblar en vano.

A cada paso las delgadas y altas torres, que parecían ocultarse entre las nubes y descansar en ellas su cabeza de piedra, se presentaban a los ojos de Flavio, mostrando las antiguas iglesias sus grandes puertas ojivas, sus múltiples estatuas alumbradas débilmente por un farol bendito, y sus largas arcadas, en las cuales el silencio y el misterio tenían su vivienda.

Cuando el pobre viajero pasó ante la vieja y poética catedral, las grandes campanas doblaban tristemente, y sus sonidos lastimeros parecían gemir a través de las nieblas que envolvían torres, cimborrios, balaustradas atrevidas y de graciosas labores.

La voz de la campana hizo conmover su corazón; la onda sonora y grave levantó en su espíritu recuerdos y pensamientos dolorosos, y viendo que la puerta del templo estaba abierta, entró decidido a postrarse ante los altares y pedir consuelo y paz para su alma a Dios, al Ser que todo lo llena con su presencia, que vive y vigila y ordena todo cuanto es y ha de ser y que en el día tremendo, aquél en que al sonido de las cien trompetas se desquicie el universo, y los astros palidezcan, y detengan en el espacio su eterna carrera, ha de dar a los espíritus la paz que en vano buscaron sobre la tierra.

Flavio entró en la iglesia; las desiertas naves parecían agrandarse hacia el fondo; las gruesas pilastras, las sencillas arcadas del arte primitivo, se levantaban severas y tristes; las sombras que las columnas proyectaban se tendían inmóviles, igual que negros gigantes, sobre el suelo de mármol; todo era silencio y tristeza.

Las grandes lámparas que colgaban ante el altar mayor despedían una débil y misteriosa claridad; brillaban las blancas planchas de plata que cubrían el altar; los ángeles parecían lanzarse al aire desde lo alto del tabernáculo, y grandes banderas, tal vez trofeos heroicos y recuerdos de otros tiempos de gloria, pendían inmóviles y ocultas entre la sombra, como si se avergonzasen de ver pasar a su lado a los débiles hijos de los héroes.

Flavio se arrodilló, inclinó su frente sobre los mármoles, y sus labios todavía puros murmuraron la dulce plegaria del cristiano, siempre la misma y siempre agradable a los ojos del Señor.

Pero un mundano pensamiento vino a arrebatarle de su delicioso éxtasis: la hermosa figura de Mara pasó como una sombra tentadora por su conturbada imaginación, y en aquel momento las dormidas pasiones se levantaron en tropel de su seno. Nada eran entonces para él las macizas columnas levantándose en medio de la desierta nave; nada las lámparas sagradas, ni las sombras misteriosas que parecían llenar el recinto consagrado al Padre. La oración se apagó en sus labios, y levantándose de improviso, abandonó el majestuoso templo y se perdió de nuevo en las tristes y oscuras calles de la población.

Cuando su guía le dijo, señalando una pequeña puerta y un sucio portal: «¡He aquí la posada!», nuestro héroe no pudo reprimir un movimiento de disgusto, y entró diciendo para sí: «¿Qué negro antro, qué cueva de ladrones es ésta?»

Por fin, una fea y rolliza criada apareció en el fondo del corredor, y gruñendo algunas frases de que Flavio no hizo el menor caso, abrió la puerta de la sala y dejando la luz sobre un viejo velador se alejó preguntando si se le ofrecía alguna cosa al señorito.

No era, en verdad, la sala, como se la llamaba, gracias a una hermosa hipérbole de la dueña de la casa, una habitación tan suntuosa y elegante como la de la posada de la madre de Rosa; en la ciudad se está mucho por la sencillez, y por lo mismo la nueva vivienda de Flavio no se distinguía, ciertamente, ni por su comodidad ni por su elegancia. Un viejo espejo de marco dorado, que la humedad había jaspeado; una consola que había sido blanca y dorada; unas sillas de paja y un velador cubierto con una raída bayeta: he aquí todo el mueblaje de la habitación de Flavio.

La ventana miraba a una pequeña plazuela, y la catedral, alzándose enfrente, le daba un aspecto de tristeza y de desamparo que llenaba el alma de la más profunda melancolía.

Pero no era Flavio, en verdad, quien pudiera hacerse cargo de todas estas cosas; en su alma no había más que un pensamiento, y éste absorbía todas sus facultades. ¿Qué le importaba a él ni la pobreza de su aposento, ni las sombrías torres que proyectaban eternamente su sombra sobre la casa que habitaba el pobre viajero?

Mara, y sólo Mara, era la que tenía el poder de hacerle olvidar cuanto le rodeaba; así fue que, vistiéndose apresuradamente, salió y se dirigió a casa de la que amaba.

Su corazón latía apresuradamente; cuanto más cerca creía hallarse de la casa de aquella mujer querida, las fuerzas le abandonaban cada vez más, y por fin, cuando el criado abrió la puerta del gabinete y le dijo: «¡Entrad, caballero!», sus piernas flaquearon y sintióse desfallecer.

Entró, por fin, y todos los que componían la tertulia de confianza de la madre de Mara volvieron la cabeza, como para conocer al nuevo compañero que la suerte les deparaba para pasar más dulcemente las largas y lentas horas de las noches de invierno.

Flavio sólo se atrevió a hacer un leve saludo, y después como si todo cuanto le rodeaba le fuese completamente inútil, buscó entre aquellos rostros desconocidos el grave y severo rostro de aquella que todo lo llenaba, que todo lo purificaba con su presencia.

La madre de Mara se levantó, y adelantándose a hacerle los honores de la casa:

-¡Hola! -le dijo-. Entrad, amigo mío: estos señores son amigos de casa y, por lo mismo..., podéis con toda confianza...

Flavio pareció no entender nada de cuanto se le decía: contrariado en sus deseos, todo le era igual ya; así es que se dejó llevar maquinalmente hacia el sofá, en que la madre de Mara le hizo tomar asiento. Toda la dulce complacencia, todas las cariñosas reconvenciones que le hacía por no haber venido tan pronto como había ofrecido, no bastaron a arrancarle de su taciturno mal humor.

Hubo un momento en que, conociendo cuán ridículo debía de parecer a los que le rodeaban, trató de contestar amablemente y de sonreír; pero su primera palabra se ahogó en su garganta, su primera sonrisa se disipó apenas había asomado a sus labios.

Mara acababa de entrar, y después de saludarle con la más fina galantería, en la cual se traslucía un frío despego e indiferencia, fuese a sentar entre sus amigas, con las cuales entabló una fútil conversación y pareció completamente olvidada de Flavio.

Éste sintió que la sangre se helaba en sus venas, que su corazón iba a estallar de dolor. Siglos de mortal angustia fueron para él los más breves instantes: podría decirse que todos los dolores de la tierra le hacían doblarse bajo su inmenso peso.

-Creo que no os ha conocido -dijo su madre-; venid conmigo y veréis qué agradable sorpresa le damos.

Flavio, herido ya en lo más íntimo de su alma, se dejó conducir, llevándose tras sí las miradas de todos; pero la indignación y el dolor que le había causado el recibimiento glacial de la joven había impreso en su frente cierta majestad sombría y altanera que, revelándose en todo su conjunto, le daba un aire de príncipe salvaje, o de rey de los bosques. Se acercó mirando fijamente a Mara, que o no le veía acercarse o fingía no notarlo al menos.

-He aquí nuestro querido amigo -dijo la anciana, presentándose ante la joven-; he aquí al que creíamos que se había olvidado ya de sus promesas... ¡Oh!, bien sabía yo que vendría... Los hombres como vos no acostumbran a faltar a sus palabras... ¿No es cierto, amigo mío?

Flavio le dio las gracias con un movimiento respetuoso de cabeza, pues no pudo hablar. La voz se ahogaba en su garganta.

-¡Oh!... -exclamó la joven, como sorprendida de verle. Y le miró de un modo extraño, que causó en Flavio un nuevo, inexplicable dolor.

-Tan torpe eres, tan distraída, que no le has visto -repuso la madre.

-¿Eso es cierto, Mara? -dijo Flavio con marcado acento-. ¿No me habéis visto?

-No, en verdad -respondió aquella con fría admiración-. Pero que seáis bien venido, querido desertor; yo os creía ya cerca del polo austral...; ¡al ver que pasaba un día y otro día sin veros, sin saber nada de vos!

-Como no tengo alas para volar -contestó Flavio con grave amargura-, no podía estar tan lejos como vuestro ligero pensamiento se imaginaba, y si pasaba un día tras otro día sin que me vierais, causas imprevistas me obligaron a quedarme en unos sitios siempre queridos por mí. Sin embargo, poco faltó para que no volviéramos a vernos; y tal vez no sería esto lo peor para mi tranquilidad y mi porvenir, que hace tiempo desbarata y cambia en mi perjuicio una mano fría e implacable.

Mara iba a contestar, pero su madre la interrumpió, diciendo a Flavio:

-Creo que más que la conversación con las que hemos pasado ya la primavera de la vida, os agradará más la de las que aún están en ella.

Flavio, que con el corazón lleno de amargura, con la mayor tristeza y abatimiento, iba a alejarse de allí para siempre, vióse obligado a sentarse al lado de Mara y sufrir las impertinencias de los que la rodeaban, y cuya presencia le era molesta. Conoció pronto que era objeto de todas las miradas y de todas las conversaciones sotto voce, y esto no hizo más que aumentar su infernal mal humor; tanto, que su sombría mirada parecía lanzar fuego y aumentaba la rara belleza de su extraña y noble fisonomía.

Mara temió que el carácter salvaje e impetuoso de Flavio estallase y diese a conocer a los que le rodeaban que su amante pertenecía a una clase de hombres que nada tienen de ridículo; y fijando en su rostro su clara y penetrante mirada, como comprendiese algo de los dolores que agitaban aquel corazón virgen y ardiente como ninguno, trató de hacer la conversación general, de apartar al salvaje del sitio del peligro. Pero no conoció ciertamente hasta dónde llegaba la susceptibilidad de Flavio, no conoció que, fijo en una sola idea, preocupado por un pensamiento único, todo sería inútil para apartarle de él, y sobre todo que no sabría hablar más que de lo que abrumaba su indomable espíritu.

-Veamos, amigo mío -dijo Mara, procurando dar a sus palabras cierto aire de indiferencia-, ¿os habéis divertido mucho? Contadnos, pues, qué habéis hecho durante tanto tiempo. ¿Habéis recorrido acaso aquellos campos floridos, aquellos bosques impenetrables, en donde las almas entusiastas hallan siempre algo que les habla el lenguaje misterioso de la inspiración? ¿Os habéis sentado al pie de las misteriosas ruinas de L***, ese hermoso y arruinado convento que todos los viajeros visitan? Vamos, decidnos algo de lo que os ha pasado desde que no nos hemos visto.

-Desde que no nos hemos visto -repuso Flavio con acento que la hizo estremecerse-, creo que han pasado para mí cosas harto desagradables.

-¿Qué decís? -preguntó la joven, como si no le hubiese comprendido.

-Así como las hojas secas de los árboles se desprenden de sus ramas a impulso de los vientos, y ruedan después entre el fango, y desaparecen -prosiguió Flavio-, así he llegado a pensar que sucede con las palabras de la mujer y de sus juramentos... Ellas prometen cumplir sus votos, y toman el cielo por testigo de su sinceridad; el cielo los escucha y los acepta piadoso; el hombre los oye de rodillas con la fe del que tiene un alma leal y sincera; pero he aquí que pronto llega el olvido, el perjurio, que debe ser, sin duda, el patrimonio de la mujer, y como viento de invierno que arrebata las hojas, así se lleva también las palabras y los juramentos que ellas hicieron con fingida ternura. Esta triste verdad la he aprendido, según creo, desde que no nos hemos visto. ¡Juzgad, pues, si puede ser agradable un amargo desengaño!...

-Muy mal os trataron las mujeres, amigo mío -repuso Mara sonriendo-; pero permitidme que os diga exageráis demasiado. La falsedad de la mujer, si es verdad que existe, no nace en su corazón, más tierno y más amante que el de los hombres; ni anida en su alma, que naturalmente es inclinada a amar a aquél de quien es amada. Esa falsedad, que sin pudor alguno nos echáis en cara, es vuestra hija, puesto que, exasperando nuestra susceptibilidad, sin consideración alguna, nos provocáis en nuestra impotencia y nos obligáis a poder vengarnos de un modo más noble: a engañaros, como nos habéis engañado; a poner en práctica lo que nos enseñasteis un día, vosotros los reyes del universo, que en un solo momento, con una sola palabra destruís nuestra honra y nuestra felicidad, sin que hayáis establecido en favor nuestro ningún medio de reparación, ni noble ni digna. ¿Y os atrevéis a criticar después un instante siquiera lo que llamáis nuestros perjurios y nuestras coqueterías, tan sólo porque hieren vuestro orgullo humillado? ¡Infamia!... Pero no sois vosotros los culpables -añadió, tratando de sonreír- Muy cierto es que si la mujer quisiera os arrastraríais a sus pies como reptiles, que seríais capaces de abandonar un trono por un favor de la más humilde mendiga...; pero suframos, pues, ya que tan neciamente os hemos soltado las riendas y dejado caminar sin freno, presentándonos en vuestro camino para que tengáis el placer de hollar a las débiles..., a las siervas.

Mara había querido dar a sus palabras un acento alegre y ligero; había querido adornar sus labios con una sonrisa juguetona para dulcificar por su propio orgullo la amarga hiel en que iban envueltas sus frases; pero a través de sus miradas inundadas de una claridad brillante se traslucía el empañado vapor de una lágrima que una voluntad de hierro hacía desaparecer antes de que pudiese rodar por las sonrosadas mejillas.

Flavio la había escuchado, con una inmovilidad inalterable; pero cuando Mara dejó de hablar, murmuró, frunciendo las cejas y como si nadie le escuchase:

-No hay duda: las mujeres tienen algo de la soberbia de Lucifer en su alma; algo de su veneno en el corazón... ¡Mara -le dijo, mirándola fijamente-, al oíros me habéis recordado el ángel rebelde; y creo que el cielo ha de castigaros por tanto orgullo!... Además -le dijo marcando sus palabras-, ¿creéis que no habrá ningún hombre bueno en la tierra, ninguno que os haga justicia, que os ame como merecéis? No; la injusta sois vos; vos la que condena y lanza el rayo vengador sin saber si herirá una cabeza inocente. ¡Oh, sí, ahora comprendo a las mujeres y ya no me admiro de nada!

-¡Ah! Vuestro acento es doloroso como el de un hombre que ha padecido largo tiempo -le dijo una joven morenita que se hallaba a su lado-. Y aun me atrevería a asegurar -añadió con alguna timidez- que sufrís en este instante.

-¡Sufrir!... -repuso Flavio, queriendo, a su vez, ocultar sus sentimientos; pero luego prosiguió sin poder vencerse enteramente-: ¡Sufrir!..., no digo tanto, pues creo que no debe sufrirse en estos lugares en donde todos sonríen; pero lo que sí puedo aseguraros es que voy creyendo que he nacido para vivir siempre en lucha con los hombres y conmigo mismo.

-¡Fatal destino!... -exclamó Mara con alguna ironía.

-Ciertamente que sí -repuso Flavio-. Pero ¡qué queréis; no todos podemos ser tan felices ni tan impasibles como vos!

-¡Puede ser! -repuso Mara con altivez.

-¡Oh!, tenéis razón -añadió un joven que, al lado de Mara, no desperdiciaba un momento de poder dirigirle la palabra-. A Mara -continuó- la llamamos la sin corazón, mujer de mármol, mariposa de nieve.

-¿Sí? -repuso Mara con burlosa sonrisa- Veo que sabéis hallar felices comparaciones.

Entonces, Flavio volviéndose hacia ella, repitió lentamente:

-¡La sin corazón!... Si eso es cierto, Mara; si en realidad sois una mujer insensible, debéis desengañar a los que ignoran que no podéis amar nunca, que sois tierra estéril, donde no fructifica ninguna semilla. ¡Ah!, maldita la que en su corazón, cerrado a todo cariño y a toda fidelidad, sopla sobre las pasiones y se goza en ver cómo las almas inocentes sufren el dolor, y mueren de dolor, amando a la que no ama. Malditas las sin corazón.

Flavio se expresó con una amargura tal, había tanta reconcentrada ira en sus miradas, que Mara temió un escándalo, y levantándose se alejó de allí con un fútil pretexto.

Flavio, sobrecogido por tan brusca huida apenas acertó a pronunciar algunas palabras, y como en aquel momento se dispusiese para salir de aquel lugar en donde creía haber sido indignamente despreciado, la joven que antes le había dirigido la palabra le dijo suavemente:

-Caballero Flavio..., ¿os vais ya?

-¿Y qué queréis que haga aquí? -respondió Flavio con desesperación y sin reparar siquiera en quien con tanta dulzura le detenía.

-Escuchad -volvió a decir la joven-, tengo que hablaros.

-¿Vos? -le contestó Flavio, mirándola de un modo que pudiera creer muy bien poco cortés.

Pero ella no se extrañó de aquella brusca contestación y por lo mismo volvió a decirle con el mismo acento de dulzura:

-Yo soy prima de Mara, y soy, además, su amiga y su confidenta.

-¡Ah! -murmuró Flavio dejándose caer sobre el asiento que se hallaba al lado de la joven-, ¿qué vais a decirme de ella? -añadió con dolorosa expresión-; hablad, quiero escucharos y huir después... Bien veis que conmigo es una infame.

-No digáis eso -repuso la joven mirándole con extrañeza-; yo lo sé todo -añadió-, y os aseguro que no debéis creer en la dureza con que pretende castigaros.

-¡Castigarme! -dijo Flavio a su vez, arrugando su frente-. ¿Y por qué?

-Ya comprenderéis -contestó la joven sonriendo- que la palabra castigo, entre dos seres que se aman, no es más que una chanza cariñosa, un dulce correctivo que enciende más y más la pasión. Pues bien: Mara está irritada, y con razón, porque ni habéis venido cuando habéis prometido, ni le habéis escrito una sola vez para hacerle comprender que no la habíais olvidado; he aquí por qué ahora os castiga su inclemente severidad...

Flavio quedó pensativo algunos instantes; mas alzando después su cabeza, con acento grave y severo, añadió:

-Si es cierto que en un amor profundo y ardiente pueden caber estos castigos de que habláis, no caben, por lo menos, en el que yo la profeso, porque me hacen sufrir de un modo horrible. Yo, que la amo como nadie será capaz de amar en la tierra, hubiera sufrido cuando ella me faltase; pero no la hubiera castigado jamás.

-Quizás tengáis razón -dijo la joven; pero aquí no se acostumbra a pagar de ese modo las cosas, y es necesario seguir el mismo camino que los demás si uno no quiere que le señalen con el dedo...

-Señorita... -murmuró Flavio-, voy viendo que las ciudades son un infierno, en donde es necesario educar hasta el corazón, y si esto es así, renuncio a civilizarme y prefiero vivir salvaje... Pero ¡he allí a Mara!... -añadió, siguiéndola con sus miradas-, ¿la veis? Ya no se acuerda de que yo me hallo aquí; habla con todos menos conmigo, a quien no mira siquiera... Me marcho, pues; dejadme..., yo no debo volver a verla... Esa mujer tiene mal corazón, y no sé por qué, pero es lo cierto que... ¡no he cesado un instante de sufrir desde que la he visto y la he amado! Pero escuchad... -volvió a decir, sentándose de nuevo, como si para marcharse tuviera que hacer un esfuerzo supremo-: decidla que ha faltado a su palabra, que el día que nos separamos, después de haberla yo rogado que no hablase jamás con el hombre que aborrezco, siguió con él su camino, alegre y feliz, en tanto mi corazón quedaba desgarrado y vertiendo amarga hiel; decidla que entonces pensé en no volver a verla, pues lo exigía así mi amor, falsamente vendido y ultrajado; pero como la amo tanto, como no puedo vivir sin ella, como cada vez me es más querida, he vuelto, y... bien lo veis; si entonces me ultrajó, ahora se burla de mi pasión y parece gozarse en mi martirio...

-No lo creáis -le dijo la joven-; ella sufre en estos instantes tanto o más que vos, sólo que tiene un semblante de hierro que nada revela; esperad un instante más... Vedla, que se sienta al piano. Bien; ahora acercaos sin recelo, habladla, decidla todo lo que a mí me habéis dicho, y veréis convertida en paloma a la que juzgáis tan cruel. Vamos, yo os presentaré y os sentaréis a su lado.

-A su lado... -dijo Flavio, con el corazón palpitando de gozo a la sola idea de volver a hablarla; pero temiendo ser rechazado, añadió-; ¿No veis que estaba a su lado hace un instante y se ha alejado de mí?

-Porque todos tenían los ojos fijos en vos y en ella, con una curiosidad impertinente, y podían enterarse de cuanto pasaba en vuestros corazones; pero no temáis, que ella os agradecerá ahora que os acerquéis...

Iban a dirigirse hacia el lugar en donde se hallaba Mara, cuando Flavio retrocedió, palideciendo. La pobre joven le contempló con espanto.

Una figura pálida acababa de destacarse en la puerta del salón, y acercándose a Mara la habló en secreto y con una familiaridad al parecer íntima y cariñosa.

-¡He ahí ese hombre! -murmuró Flavio; y después, volviéndose hacia la joven con una resignación que la causó miedo, le dijo, con triste y dolorosa ironía-: ¿Le veis?... ¡Es él!..., y no puedo permanecer aquí por más tiempo... ¡Sería indigno!... ¡Yo la había rogado casi con lágrimas en los ojos que no le hablase jamás!

-Perdonad -añadió la joven-; pero exigís una cosa a que ella no puede acceder sin cometer una grave falta. ¿Cómo queréis que deseche a ese hombre sin causa alguna? Podrá no corresponder a su amor, pero no podrá volverle la espalda ni dejar de hablarle cuando él se acerque a su lado y la dirija alguna galantería...

-¡Callad!... -repuso Flavio con adusto ceño-. ¿No comprendéis que no puede haber razón alguna para destrozar un corazón que no ha cometido más delito que amar con la fuerza de un impetuoso torrente que se desborda, arrastrando cuanto halla a su paso por la llanura?... ¡Adiós..., decid a Mara que me ha hecho infeliz, que ha destrozado mi pobre, mi inocente alma... Dadle mi último adiós!

En los ojos de Flavio asomaron brillantes lágrimas, que debían abrasar sus ojos, y la joven sintió también que los suyos se humedecían.

«¡Quién fuera Mara!... -pensó entonces-. No aman así los hombres que nos rodean».

Flavio se había alejado ya de su lado y buscando una mentirosa disculpa se despidió de la anciana, y al pasar al lado de Mara la miró de un modo tan doloroso, tan amargo y penetrante, que la joven estuvo a punto de lanzar un grito; pero el viajero se había alejado apresuradamente, y ya no era tiempo de volver a llamarle; no había pretexto alguno que alcanzase a salvar las apariencias.

El nombre de Flavio empezó a circular entonces de boca en boca tan pronto aquél traspuso el dintel del salón. Todos decían a una voz que aquel extraño joven se parecía a un salvaje, a pesar de la arrogancia de su figura y de la noble delicadeza de sus ademanes. Su modo de hablar, armonioso y violento a la vez; la expresión de su fisonomía, que expresaba un talento elevado y audaz; aquella frente altiva y serena, bajo la cual brillaban unos ojos negros, fieros algunas veces, suaves y amorosos las más, había hecho una honda impresión en cuantos le habían contemplado, pero ninguno se atrevía a confesarlo. Los hombres, envidiosos, añadían con toda la malicia posible que su tez morena y sus dientes blancos como el marfil le hacían parecerse a un indio salvaje; y las mujeres, aquellas en quien más honda impresión habían hecho sus hermosos cabellos negros y su mirada llena de amorosa ternura, aseguraban, tratando de encubrir sus verdaderos sentimientos, que no se hubieran atrevido a amarle, aun cuando fuese poderoso como un príncipe.

Mara lo escuchaba todo, encubriendo con dificultad el triste humor que la devoraba y evadiendo con maestría infinita dar su parecer en una cosa que tan de cerca le interesaba.

Hubo un instante, sin embargo, en que, asediada vivamente, no dudó en contestar, con una indiferencia que hizo desvanecer algunas aventuradas sospechas, diciendo que Flavio parecía encerrar algo en sí mismo de la belleza de las selvas, en donde la mano del hombre no ha podado aún la más pequeña rama del árbol virgen, ni arrancado una flor de entre el musgo: que tenía, en efecto, todas las apariencias de un hermoso indio; pero que ella no era muy afecta a esos seres que parecían hijos degenerados de nuestra civilizada Europa.

-Y en eso dais pruebas de buen gusto -dijo Ricardo con picante ironía-, pues creo que no debe ser muy placentero para las delicadas damas de nuestro país el domar leopardos.

Todos se rieron de aquella gracia insulsa y un tanto ofensiva para el pobre viajero, siendo conocido desde entonces por el nombre de Leopardo.

Mara fingió también encontrar graciosa la ocurrencia, y se rió como todos; pero en el fondo de su corazón la imagen de Ricardo fue desechada y maldecida.

En aquel momento perdió cuanto derecho creía tener sobre aquella mujer, de quien pensaba debía ser amado eternamente. Lo que él imaginaba su primera victoria, era su primera derrota.

Al siguiente día se paseaba nuestro héroe por las calles de la ciudad, solitario, meditabundo y con el mismo desdén y abandono que si errara lentamente por las solitarias alamedas de su olvidado parque.

Al verle caminar con aquella lentitud cansada y negligente, al ver su rostro ojeroso y macilento, en el que se descubrían las huellas del insomnio, y sus cabellos medio en desorden que el viento agitaba levemente bajo el ala de su sombrero: pudiera tomársele por alguno de esos hombres para quienes es aborrecible la nueva luz que cada día viene a iluminar su frente, ajada y marchita por la incontinencia y el desorden.

Y, en verdad, ¿qué era para él la vida en aquellos instantes? Mara le había vendido, Mara le había despreciado..., y ya nada había para él en la tierra más que un dolor cruel que formaba parte de su existencia.

Él amaba más que nunca a la mujer ingrata; la veía vagar aún en torno suyo, risueña y amorosa, jurándole un amor eterno; había instantes en que el recuerdo de la pasada noche le parecía una engañosa quimera, y después, cuando su pensamiento tornaba a la realidad de la vida, le parecía ver caer sobre la naturaleza entera un enlutado manto, más negro que la noche y que la sombra.

Fatigado por las terribles luchas que tenía que sostener con sus sentimientos rebeldes, lleno a su pesar de esperanza y de amor, y teniendo que decirse a sí mismo que todo aquello no era ya más que una engañosa mentira, un torpe sueño hijo de la flojedad de su espíritu, e indigno de un noble orgullo, se le creería agobiado para siempre bajo el peso de su dolor y dispuesto a abismarse en el pesado sueño de una desesperación incurable.

La imagen de Mara, fija en su corazón como un dardo cruel, era su tormento más amargo, y su única vida al mismo tiempo. Después que la maldecía pretendiendo rechazarla para siempre de su memoria, volvía a buscarla con avidez insaciable, y se gozaba en su propio tormento, en su propia amargura y su tormento era Mara...

Cuando en la noche anterior había penetrado en la habitación fría y desmantelada que le servía de asilo, su pecho se oprimió con angustia, y pensó en huir tan pronto el alba apareciese por el oriente. Pasó la noche contemplando aquellas paredes desnudas y sombrías como su alma; informes pensamientos se agitaron sin cesar en su loca cabeza, llenándolo de desesperación; maldijo su fortuna; pensó en su viejo palacio, como piensa un hombre lleno de desengaños en la mujer primera que le amó, sin esperar recompensa alguna, contentándose con morir cuando fue ingratamente olvidada... Y después..., cuando la aurora iluminó las altas torres que tantas veces la habían saludado..., ¡Flavio no tuvo valor para partir!

Se vistió con desaliño, compuso apenas sus desordenados cabellos, y cuando la puerta se abrió, salió el primero y recorrió al azar toda la vieja ciudad. Ni buscó a nadie que le guiase a través del intrincado laberinto de las tortuosas calles, ni pensó en dirigirse hacia aquel o el otro punto; sin rumbo fijo, le era indiferente caminar hacia un lado o hacia el otro y recorrer los barrios más elegantes o los más sucios y ruinosos de la antigua ciudad.

Por lo demás, la populosa población le había parecido más triste y más fea a la luz del día, que amaneció claro y sereno.

El ruido de los carros, lecheras y vendedores, que no cesaban de aturdirle con sus voces discordantes y chillonas y de rogarle con sus mercancías, del modo más importuno y tenaz; el incesante ir y venir de las gentes, y el sonido penetrante de las innumerables campanas, entre las cuales algunas doblaban de un modo lúgubre y lastimero, causaron en Flavio una impresión desagradable que aumentó el sombrío humor que le devoraba. Sin saberlo, era un verdadero misántropo a quien la algazara y el ruido desagradaban por instinto, pues sólo podía vivir contento con sus eternos sueños, y hubo instantes en que pensó si la mayor parte de los hombres serían verdaderamente locos cuando podían resistir aquella agitación y movimientos no interrumpidos, aquellos rumores, discordes e incesantes, bajo cuya influencia parecían hallarse como en su principal elemento de vida y felicidad.

Al ver a la multitud caminar con paso acelerado, como es costumbre en las grandes poblaciones, y cuyo movimiento y agitación tanto contrastaba en aquellos instantes con su desesperada calma, creía a todas aquellas gentes en un estado de inquietud enfermiza y recelosa, y pensaba que aquellas altas casas, las unas tan cerca de las otras, y aquellas revueltas y estrechas calles, que apenas dejaban paso al aire corrompido que se infiltraba por ellas, debían hacer precisamente a los hijos de aquella capital cobardes, pusilánimes, y su vida, corta y trabajosa.

Anduvo así mucho tiempo, sin pensar siquiera que había recorrido ya la mayor parte de la ciudad; saliéronle al encuentro, digámoslo así, inmensos y sombríos edificios, soberbias obras de arte que una generación eminentemente artista había levantado, y no lograron cautivar su atención, y siguió al acaso una sucia y angosta calle que desembocaba en los alrededores de la ciudad, que eran verdaderamente hermosos.

Respiró entonces con libertad y se creyó feliz por un instante.

Hallóse otra vez en medio del campo; la inmensidad ante sí, con todos sus encantos y toda su grandeza; graciosas montañas que se destacaban en lejano horizonte, envueltas en transparentes y rosados vapores, y el río brillaba a lo lejos entre los altos álamos, erguidos como gigantes y que inclinaban suavemente sus ramas para mirarse en las aguas.

Jamás había parecido al viajero tan hermosa la naturaleza; embriagóse con el aire puro que pasaba azotando su rostro; tuvo intenciones de besar la fresca hierba que hallaba a su paso, humedecer sus manos en el agua de los arroyos y correr como un loco por la pradera. Le pareció entonces que había vuelto de nuevo a la vida, al aire puro, a la hermosa libertad; y el recuerdo de Mara ya no fue entonces tan penoso para él y tan desconsolador.

Vagó a orillas del caudaloso río, sin que viniese a distraerle en sus meditaciones otro ruido que el apacible murmurar de las aguas y el soplo de las brisas de la mañana.

Entre las ramas de los cipreses de un cementerio cercano cantaban alegremente multitud de pajarillos, sin sospechar que cernían sus alas sobre humildes y silenciosas tumbas; los sauces, melancólicos, alzaban apenas, sobre las blancas murallas que circuían el lugar fúnebre, sus lánguidos y encorvados troncos, y una cruz blanqueada de nuevo se diseñaba en el azul del cielo, a través de aquel follaje sombrío, que parecía ocultar profundos misterios.

Flavio vio abrirse la verja del cementerio; el sonido lejano de una campanilla vino a herir sus oídos en medio del silencio que reinaba en torno suyo, y un carro fúnebre apareció a su vista, sombreando la blanca arena del camino.

El viajero se levantó y siguió el mortuorio convoy, penetrando tras él en el espacioso cementerio.

El ataúd fue colocado en el suelo y abierto luego. Flavio pudo ver una hermosa joven vestida de blanco, coronada su pálida frente con rosas tan pálidas como ella, sujetos sus pies con un ramo de mirto oloroso; un brazo extendido a lo largo de su cuerpo, y el otro colocado sobre el corazón, que ya no latía.

En sus cárdenos labios parecía brillar la expresión amarga del último suspiro; marcaba su frente el sello helado y frío de la muerte, y existía en todo su conjunto cierta marca de cansancio y dejadez, que parecía que aquella infeliz no pudo hallar reposo más que en la tumba.

El corazón de Flavio experimentó una opresión desconocida, una tristeza que irradiando del rostro inanimado de aquella desgraciada penetraba en su pecho e inundaba todo su ser. Él no había visto aún, tendida e inmóvil en el fondo de un ataúd, a una mujer joven y bella, y tal vez no se le había ocurrido nunca que un cuerpo hermoso y lleno de vida pudiese morir.

El sacerdote recitó la oración fúnebre sobre los inanimados restos; los amigos que lo habían acompañado hasta su último asilo le dieron el postrer adiós con los ojos bañados de lágrimas; el viento agitó por última vez los rubios cabellos de la joven, y cerrándose el féretro desapareció para siempre a los ojos de los vivos... aquel semblante angelical.

Después la dejaron en su nicho de piedra, que fue cerrado en un instante, y ya no se vio más que una lápida de mármol negro, mezquina como el estrecho recinto que cubría, y una corona blanca sobre ella.

-¡Pobre mujer! -exclamó Flavio-. ¡Ni siquiera pueden ya crecer flores alrededor de tu sepulcro! ¡Me causan miedo esas anchas paredes atestadas de cadáveres que duermen en fila su sueño eterno! ¡Oh -añadió como un loco al mismo tiempo que se alejaba con presteza del cementerio-, ya que es preciso morir al fin, que depositen mi cuerpo en la húmeda tierra..., que me cubran hierbas y flores, con las que puedan juguetear las brisas...; son horribles esos siniestros agujeros de granito!... ¡Y he ahí el hombre... -murmuró después-, he ahí la belleza, el amor, la vida!... Vaso de barro que se quiebra al impulso más leve, inmundo polvo que se deshace, se esparce y no vuelve a reunirse jamás sobre la tierra hasta que la voz del Eterno lo llame en el día de la ira... ¡Oh Dios!, si no hubiésemos nacido para adoraros, ¿para qué habríamos nacido?

Y abismado en sombríos pensamientos, volvió a seguir maquinalmente el camino de la ciudad.

Las campanas de la gran catedral repicaban con armonioso estrépito al pasar Flavio por delante de sus góticas puertas, atestadas de mendigos y de una inmensa multitud que entraba y salía empujándose, magullándose, voceando.

El viajero se detuvo indeciso algunos instantes y, al fin, entró también a visitar el santo templo, que llamaba a los fieles con las sonoras voces de metal de sus campanas, entre las cuales parecía juguetear el viento alegrándose con sus sonidos vibrantes y llevándolos después en sus alas para extenderlos por el espacio.

Grandes colgaduras de terciopelo carmesí cubrían las altas naves, prestando un aspecto grave y sombrío al interior de aquel templo, cuyas bóvedas parecían querer levantarse hasta el cielo. Resplandecían con majestad las monstruosas lámparas de bruñida plata a la luz de los cirios; el órgano hacía resonar sus ecos llenos de armonía a través de las columnas de granito, y la procesión se adelantaba lentamente, entonando cánticos graves y llenos de religiosa melancolía.

Flavio quedó sorprendido ante la respetuosa perspectiva de aquella procesión, en la que brillaban las blancas vestiduras de damasco y plata de los sacerdotes, el negro ropaje de los canónigos, que aquel día llevaban cubiertas sus calvas cabezas con la gran capucha de terciopelo de sus largos hábitos, y los magníficos pendones con borlas de oro y orlas de diamantes y piedras preciosas que deslumbraban. Flavio se inclinó lleno de respeto ante la admirable custodia, y cuando concluyó de desfilar la grave comitiva, postróse ante el altar, y allí oró largo rato, con el fervor propio de un alma como la suya, llena de fe y esperanza en el Ser Supremo.

Su espíritu se halló más aliviado después de haberse alzado hasta Dios por medio de una adoración profunda y sincera, y ya no le causó pesar ni tristeza el recuerdo de la joven muerta. Pensó, según sus creencias, que la vida del hombre sobre la tierra no es más que un paso agitado y trabajoso, que la tumba es la puerta que nos abre el camino de la verdadera existencia, y que aquella mujer cuyo semblante revelaba, aún después de muerta, haber tenido un alma pura y tranquila, estaría ya gozando en el cielo las bienaventuranzas de los justos.

Pero estaba triste, sin embargo, y el recuerdo de Mara vagaba alrededor de todas aquellas místicas ideas que le embargaban, como una esperanza que nos aterra y que nos halaga al mismo tiempo. En los ecos armoniosos del órgano, que le conmovían profundamente a través de aquellas luces que iluminaban las aéreas figuras de los ángeles que sostenían el altar, y en medio de los cantos y armoniosos rezos de los fieles, Flavio veía siempre aquella imagen que tomaba todas las formas sin perder la suya propia, que lo era todo, sin dejar de ser ella misma. Cuando algún sonido más tierno o más melancólico venía a herir sus oídos, pareciendo resonar lejos, muy lejos, y remedar acentos que podía pensarse si venían de un mundo desconocido, Flavio sentía que se crispaban sus nervios, su corazón se estremecía, erizábanse sus cabellos y las lágrimas se asomaban a sus ojos, pero no lágrimas de amargura, sino de sentimiento, de amor, de ternura... ¿Quién es capaz de definir la extraña sensación que es capaz de producir en nuestra alma un solo sonido alegre o melancólico, ligero y triste?... La música encierra en sí misma una fuerza incomparable a otra alguna, y cuando nos hallamos bajo su impresión, somos entonces capaces de amar lo mismo que aborrecemos.

Flavio también bajo la impresión de aquellos melancólicos sonidos, soñó un mundo ideal; quiso creer que Mara le amaba aún, que los desengaños que había recibido habían sido una ficción engañosa; creyó que debía volver a verla, porque su corazón lo deseaba, lo exigía, y fue feliz entonces y volvió a orar con más fe.

Cuando la multitud, dispuesta a marcharse, le anunció que la sagrada fiesta había concluido, Flavio se levantó también y salió del templo.

-Por estos sitios me agrada ver a los jóvenes de vuestra edad, mi querido amigo... Os he visto arrodillado y con las manos cruzadas, como su fuerais un santo -dijo una voz al oído de Flavio que le hizo estremecerse.

Mara y su madre se hallaban ante él, y esta última era la que, con su habitual amabilidad, le había dirigido la palabra. Mara, alargándole su mano blanca y fría, le estrechó la suya sonriendo y mirándole con una expresión tal que el pobre viajero estuvo por echarse a sus pies y pedirle perdón por haber podido irritarse con ella un solo instante. El amor que profesaba a aquella mujer era más intenso que el que siente la generalidad de los hombres, y más de lo que él, en su inexperiencia, podía imaginarse. Mara podía dominarle ya y doblegar su voluntad, como doblega un niño los delgados mimbres que crecen a orillas de las lagunas, y su honor, su libertad, su misma vida quizá, ya no pendían más que de una sonrisa o de una mirada de aquella mujer.

Él las siguió lleno el corazón de una loca alegría, de un placer que jamás había experimentado. La ciudad empezó a parecerle alegre, apacibles los gritos de los vendedores y el armonioso ruido de las campanas; Mara lo había bañado todo con una de sus dulces miradas, y hasta había borrado de su corazón la negra mancha con que se había cubierto la noche anterior al verse olvidado y despreciado sin compasión por la que tanto amaba.

Pero ya nada recordaba Flavio en aquellos momentos de felicidad. Ante todo, necesitaba hallarse al lado de aquella mujer; necesitaba verla, hablarla; quizá más tarde llegaría a acordarse de la pasada ofensa; quizá llegaría a comprender que había sido demasiado débil, demasiado cobarde...; pero ya el primer paso estaba dado en ese camino que conduce a ser, si no el menos amado, el que tiene siempre que sucumbir en las cuestiones de amor. Mara acababa de comprender cuánto era amada, a pesar de su incredulidad y de su escepticismo, y se había dicho en su interior al ver a Flavio, olvidando en un instante sus desdenes:

-«Gracias al cielo, que ha vuelto... ¡Oh!, me ama; no hay duda...; creía haberle perdido para siempre, y sería ésta la pena más dura y más terrible de mi vida... Yo haré ahora por civilizarle, por acostumbrarle a mi carácter, que no admite yugo alguno. Yo haré que me obedezca..., y no será esto por humillarle, bien lo sabe aquel que ve desde lo alto los secretos más íntimos de nuestros corazones. Cuando yo me convenza de que su amor, además de ser verdadero, no es una de esas pasiones que, como la seca arista, arden en un instante y se convierten en cenizas, yo seré la más tierna, la más buena de las amantes; entonces no me avergonzaré de decir que amo a un hombre con la pasión más ardiente y más santa que pueda abrigar el corazón de una mujer; pero en tanto..., ¿quién es el que no teme ver pisoteado y vendido el sentimiento más caro de su alma?»

Flavio subió; nadie había en casa de Mara a aquellas horas y él pudo hablarla, al fin, libremente.

La joven, que en realidad le amaba como jamás había amado, le enloqueció de nuevo con sus palabras llenas de ternura, con sus juramentos y sus miradas brillantes como las estrellas en una noche sin luna.

Flavio llegó a convencerse de que tenía que sufrir a su enemigo, que la sociedad lo exigía así, que ella no podía desecharle de improviso, sin causa alguna, pues dañaría hasta su honra, en quien nadie hasta entonces se había atrevido a poner una mano impura.

-Dejad pasar algún tiempo -le decía-; yo iré alejándole de mi lado con la sutileza y el cuidado que la buena educación ordena; no se debe herir jamás la susceptibilidad de nadie, y mucho menos cuando se trata de hombres como Ricardo; creedme: vos, que habéis pasado toda vuestra vida lejos del mundo, no podéis comprender estas cosas todavía, y debéis guiaros por los consejos que os da la mujer a quien decís que amáis...

Estas palabras, dichas con una dulzura encantadora, hacían en Flavio el efecto deseado, y llegó a pensar que quizás Mara tendría razón, y que él era un salvaje a quien era necesario educar en los usos del mundo.

La joven le advirtió, además, que era necesario disimular todo lo posible los juramentos que los unían, porque era el amor más bello cuanto más ignorado de los extraños. Y como las flores, se marchitaba y languidecía cuando personas extrañas llegaban a dejar caer sobre él miradas importunas y chanzas groseras, de que un alma delicada tenía que resentirse.

Flavio accedió a todo, y fue en aquellos instantes el amante más dócil y menos exigente de todos los amantes. Tenía a Mara en su presencia, estrechaba sus manos entre las suyas, oía otra vez de sus labios las más grandes protestas de amor, y embebido en tan dulce inmensa felicidad, no se acordaba o no quería acordarse del porvenir.

Cuando se separaron, eran ambos felices en toda la extensión de la palabra felicidad, porque es éste un fantasma caprichoso que penetra a veces en nuestro corazón por medio de una indiferente mirada o de una palabra vaga, volviendo a desaparecer del mismo modo y con la misma rapidez con que ha llegado de improviso hasta nosotros, dejándonos sumidos en horribles tinieblas, así como antes nos había inundado con su celeste claridad.

Mara creía poseer en Flavio un verdadero tesoro; se admiraba en el interior de su alma de haberle encontrado en su camino, cuando sus esperanzas se hallaban más extinguidas y aniquiladas. Aquel corazón, que decían duro como las rocas, era apasionado como ninguno, y estaba herido para siempre y de una manera incurable.

Por su parte, Flavio pasó el resto del día dando grandes paseos por su desmantelada habitación, alegre y contento como un niño, y cantando como un pájaro que acaba de recobrar su amada libertad.

Tan cierto es que todo el juicio del hombre más cuerdo y más sabio puede a veces abarcarse con la mano de un niño.

Llegó la noche, y Flavio, vestido con suma elegancia, pues le agradaba el lujo, se presentó en casa de Mara, arrogante como un príncipe. Los hombres no pudieron menos de dirigirle envidiosas miradas, pues comprendieron que jamás podrían llegar a la majestuosa distinción que el Leopardo desplegaba en sus menores ademanes, y las mujeres fingieron no notar su presencia, temiendo demostrar un interés que no había de ser, quizás, correspondido. Sin embargo, la mayor parte de ellas hubieran dado la mitad de su vida porque aquellos ojos negros, llenos de una fiereza velada por un rayo de dulcísima ternura, llegasen a fijarse en los suyos para decirle: «Tú eres la preferida entre tantas».

Pero Flavio parecía no notar siquiera su presencia, y ellas se fatigaban en vano para llamar su atención, fija completamente en otro objeto. Sentado al lado de la madre de Mara, se complacía en hablar con ella, ya que no podía hacerlo con su hija, pues quería disimular cuanto le era posible, en presencia de los demás, el amor que dominaba su alma. Así se lo había prometido a ella, y quería cumplirlo, al menos por aquel día, pues iba creyendo que no podría vencerse de aquel modo mucho tiempo.

La joven en tanto reía como una loca y hablaba entre sus amigas con la volubilidad de una niña inquieta y bulliciosa; jamás sus admiradores la habían visto tan alegre a pesar de que trataba de aparentar estarlo siempre y no inquietarse más que por su querida madre, cuando se hallaba enferma.

Y era que nunca había sido más perfectamente dichosa que aquel día. Si el viajero hubiera podido leer lo que pasaba en el corazón de su amada... Pero, ¿qué decimos? Si eso hubiera podido suceder, cerraríamos desde este instante las páginas de este pobre libro, añadiendo sólo que Flavio y Mara se habían casado pasados algunos días, y que vivían felices en el viejo castillo de Bredivan, tras de cuyos viejos muros existían otra vez la animación y la vida.

Si es una felicidad muchas veces que no puedan penetrar las miradas, los secretos del alma, lo es también no pocas una desgracia inmensa. Bastaría en muchas ocasiones, en que la desgracia amaga aniquilar la felicidad de toda una vida, mostrar una sola página de nuestro corazón, una sola herida, y todo quedaría concluido. Pero como está escrito que la verdadera felicidad no puede existir para el hombre en la tierra, sólo es dado al Dios de los ejércitos el leer en lo profundo de nuestro espíritu.

Mara le había erigido a Flavio altares en su corazón; hacía más que amarle: le adoraba ya.

Al verle cumplir sus preceptos con la religiosidad de la obediencia más cariñosa y más santa; al verle sentado al lado de su madre, a quien le hablaba sin cesar de su querida hija, y sin mirar siquiera a ninguna de tantas mujeres, codiciosas de una palabra suya; al verle, en fin, rivalizando y venciendo en elegancia y delicadeza a los más elegantes de los que frecuentaban la tertulia, Mara no cabía en sí de gozo y felicidad. Con el orgullo con que una madre contempla al hijo amado de su alma, así contemplaba la joven a hurtadillas la hermosa figura de Flavio que se destacaba entre todas como una flor recién cortada de su tallo, entre otras flores mustias y sin brillo.

Su talle esbelto tenía cierta natural dejadez, hija de la más exquisita elegancia; el menor de sus ademanes encerraba una gracia artística y seductora, y existía en todo el conjunto de su persona una noble arrogancia, que parecía desafiar todas las pequeñeces de la tierra. Flavio, en medio de las mejores sociedades del mundo, tendría que ser siempre un hombre distinguido, y entre los que entonces le rodeaban era un coloso. Mara, comprendiendo todo el valor de su tesoro, no lo hubiera cedido por todas las riquezas del universo. Las jóvenes que concurrían a aquella tertulia de confianza adivinaban también que había en aquel hombre, distinto de los demás, algo digno de ser verdaderamente amado; él fue el único sueño de muchas de aquellas mujeres, desde que le hubieron conocido, y quizás algunas lágrimas de despecho se verterían en medio del silencio de la noche, al ver su frialdad inmutable, al verle pasar tranquilo sobre encendidos cráteres sin sentir el más leve calor sus plantas de nieve.

Pasóse la mayor parte de la noche sin que el viajero saliese del lado de la anciana, a quien daba conversación en unión de otras respetables matronas sexagenarias, que quedaron desde entonces prendadas de su cortesía y delicadeza. No se hallaba Flavio, no obstante, muy halagado entre aquellas ninfas de blancos cabellos y arrugado cutis, pero empezaba a dar muestras de cumplido cortesano en la sutileza con que ocultaba su disgusto. Mara no se había engañado al pensar que el salvaje podría dar lecciones a los más expertos a los pocos días de su permanencia en la ciudad.

Llegó un instante en que los cotidianos juegos de prendas en las tertulias caseras iban a dar principio. Faltaba una pareja, y Flavio tuvo que completar el número. Grande era su apuro en aquellos momentos, por ignorar completamente lo que eran tales juegos; pero Mara fue a buscarle a su asiento, y sin que nadie pudiera notarlo, lo guió paso a paso, y ninguno se apercibió de la ignorancia del forastero, que, de seguro, habría de parecer un gran crimen a los ojos de los necios.

Después tomaron asientos juntos, y Flavio pudo hablar, por fin, a la amada de su alma.

-Me habéis impuesto un castigo cruel... -le dijo-; he sufrido horriblemente... Toda la noche sin hablaros, ¿no comprendéis que es demasiado?

-Dejad que pasen algunos días y me hablaréis con más frecuencia... No seáis tan exigente. Se conoce que no estáis acostumbrado a esperar, y ya veis cómo, al fin ha llegado el momento... ¡Yo también lo deseaba!...

Flavio dejó de sufrir al oír estas palabras, y se olvidó de la cruel noche que había pasado. La voz de Mara era para su corazón como el viento que disipa las tormentas. Además, aquella noche no había venido Ricardo...; pero apareció por fin.

-Llego aún para el último vals, ¿no es verdad? -dijo al entrar, después de haber saludado.

-Poco más -le respondieron-; podréis aún quizá bailar dos; pero nada más. ¿No es cierto, Mara?

-Como gustéis, señores -respondió aquélla-; ya sabéis que nosotras no somos las que nos cansamos de vuestra compañía.

-Gracias, querida. ¿No -le dijeron-, es demasiado conocida vuestra bondad? Pero, ¿no os parece que era necesario castigar a este desertor?

Y luego, acercándose uno a la joven, añadió:

-No es justo, corazón de roca, que a los amantes antiguos se los vea alejarse así, con la indiferencia que demostráis...; al fin y al cabo, Mara..., nada como el primer amor... ¡Es la única planta que arraiga en el corazón!...

-Ya lo habéis oído -le dijo Flavio con una mirada que de dulce y cariñosa se mostró sombría como la noche, y luego añadió con el rostro impasible, pero que causó espanto a la joven-: Mara..., ¿qué es lo que os liga a ese hombre? Decídmelo..., os lo ruego; todos menos yo saben, sin duda, vuestro secreto.

-Me fatigáis -repuso aquélla-. ¿Qué queréis que os diga? ¿Podréis comprenderme acaso como yo quiero que me comprendáis? No, seguramente. Esperad algún tiempo más, y yo os lo diré todo. Pero en tanto tened entendido que a vos es a quien amo, que así os lo he dicho sin esperar a que os molestarais con los preámbulos ridículos que en estos casos se exigen, y que ésta ha sido una gran prueba de que sois el único a quien verdaderamente he amado en este mundo, sin temer declarárselo ni un instante; ahora tened paciencia, no hagáis caso alguno de esas palabras vacías que se murmuran a mi oído y mostraos indiferente a todo... ¡Sospecho, si no, que iréis a hacerme sufrir demasiado!

-¡Bien! -dijo Flavio-. Vencéis siempre, y hacéis de mí cuanto queréis...; pero, Mara, recordad lo que me habéis jurado...; yo no os perdonaría un engaño.

-Sois indómito y altivo hasta un extremo que no debéis serlo -le contestó la joven-; y jamás se debe usar el mandato con una mujer. Os lo advierto, porque pudiera suceder que lo ignorarais.

-Y yo os advierto -repuso Flavio a su vez- que la mujer creo que debe ser, ante todo, cariñosa y sincera para la persona de quien es amada. ¿No lo creéis así vos también?

-Lo creo -respondió Mara.

-Pues bien: decidme qué se debe hacer cuando la mujer no es ni lo uno ni lo otro.

-Dejar de amarla.

-¿Y si esto no es posible?

-Todo es posible en el mundo... -dijo Mara con acento algo irónico-. ¡Ojalá no lo fuera!

-Yo os aseguro que ya no podré dejar de amaros, y lo creo así al menos -dijo Flavio de un modo que no daba lugar a la duda-. Mirad, pues, Mara, cómo me tratáis; me habéis jurado amarme, y yo ahora pienso que me encontraría con valor para reclamaros a viva fuerza el cumplimiento de esos juramentos.

-¡Callad! -dijo Mara, halagada por aquellas palabras, que no le hubiera sufrido un instante a otro hombre, pero que en boca de Flavio le parecían armoniosas, pues le revelaban la inmensa pasión que abrigaba aquella alma virgen-. ¡Sois un loco! No volváis a repetir semejantes palabras, os lo ruego.

-¿Me juráis otra vez amarme siempre? -dijo Flavio como un niño que hace repetir cien veces a su madre la promesa de un juguete.

-Os lo juro -respondió Mara con una sonrisa maternal-; pero vos no me habéis jurado nunca nada -añadió-. ¿Cómo voy a fiarme de vos?

-¡Oh! -murmuró Flavio, admirándose de que nunca había jurado a Mara amarla eternamente, no comprendiendo en su inexperiencia que ella no necesitaba entonces de sus juramentos-. ¡Cómo! ¿No he jurado yo también? Yo os aseguro, Mara -dijo entonces con solemne acento-, que antes el sol dejaría de alumbrar la tierra para siempre que yo dejar de amaros; pongo a Dios por testigo de lo que acabo de deciros... Vuestra imagen ya no puede abandonarme jamás.

-El sol dejará también de alumbrar la tierra -repuso la joven con lúgubre tristeza-, y las estrellas lanzadas fuera de su órbita andarán errantes por el firmamento, y se chocarán con hórrido estampido... ¡Todo pasa!...

-Y bien -dijo Flavio-; todo pasa, es verdad... Una madre deja también de existir, pero su amor al hijo de sus entrañas sólo muere cuando ella muere... Yo os amo más que una madre a un hijo... ¡Oh!, sí, mi amor pasará; pero cuando yo haya desaparecido de entre los vivos.

-Flavio -repuso la joven con entusiasmo-, si fueseis capaz de cumplir lo que acabáis de prometer, yo creería, al fin, que el hombre no ha nacido sólo para llorar sobre la tierra... Yo, más que vos quizás, siento que os amo para siempre... ¡Cuán dichosa sería, Flavio, si este amor no tuviese, al fin, que convertirse en eterno manantial de lágrimas! Pero dejad pasar más tiempo..., no quiero entregarme todavía a tan halagadora esperanza. A vos os lo confieso, al fin: creo que he nacido para sufrir, y que siempre que mi corazón se alegre ha de tener que entristecerse más tarde. Mis alegrías han sido siempre como las engañosas calmas del océano...

-¿Habéis sufrido vos? -murmuró Flavio-. ¿Y por qué?... Decidme por qué habéis sufrido.

-¿Por qué habéis sufrido?, os pregunto también.

-Yo no sufría hasta que os amé.

-Y yo no fui feliz hasta que llegué a veros y amaros.

-Mara... -dijo Flavio-, me hacen daño vuestros secretos... Me parece ver sonriendo siempre tras ellos la sombra de Ricardo... Apresuraos a confesármelos... mañana... ¡Oh!, sí.... mañana mismo, prometédmelo. Esta noche ya no dormiré tranquilo.

-Sois un niño impertinente -contestó la joven-, y veo que me haréis padecer horriblemente...

Ricardo se acercó en aquel instante.

-¿Queréis bailar? -le dijo.

Ella iba a levantarse, cuando Flavio, deteniéndola, exclamó con una naturalidad en la que no podía traslucirse el engaño:

-¿Cómo?... ¿No os acordáis que me habíais prometido bailar conmigo?

-¡Ah!... Es verdad -murmuró Mara, fingiendo recordarlo y tratando de encubrir su sorpresa-. Perdonad, ¡tengo una memoria tan frágil! Ricardo, creo que no os enfadaréis por esto. Este caballero tiene derecho a que se le cumpla la palabra dada...

-Es muy justo -dijo Ricardo, haciendo a Flavio una cortesía a la que él contestó con la más severa frialdad, y luego añadió, dirigiéndose a Mara-: Ya que esto no pueda ser, ¿bailaréis conmigo lo último que se toque?

-Convenido -le contestó la joven en un tono familiar, que hizo palidecer a Flavio, y se separaron.

-¿Qué habéis hecho? -le dijo la joven a Flavio, tan pronto como se hallaron solos-. Voy viendo que seréis incorregible... ¿No comprendéis la torpeza que acabáis de cometer?...

-Porque os he impedido que bailarais con él...

-Porque ese hombre se habrá imaginado que yo quería desairaros por causa suya. Yeso, ni a vos ni a mí nos favorece. Os ruego que tengáis cuenta de no cometer otra vez esta clase de imprudencias, o dentro de poco vos y yo seremos los seres más ridículos de toda la ciudad.

-Es esto horrible, Mara -repuso Flavio con visible aburrimiento y enfado-. A cada instante me decís que cometo imprudencias y torpezas, y bien veis, sin embargo, que vos sois la que me provocáis. ¿Queréis que sufra a cada instante que mi hombre cuya presencia lastima mi corazón venga a arrebataros descaradamente de mi lado para bailar con vos y estrecharos entre sus brazos? ¿Queréis que yo le contemple hablándoos en secreto, con la familiaridad de un hermano; que os vea contestarle sonriendo y posando sobre él vuestras miradas con la mayor ternura? ¡Jamás! Os lo advierto; ni puede consentirlo mi corazón ni tengo valor para resistir tan horrible martirio.

-Pues yo os advierto a mi vez que no puedo romper de un solo golpe con mis amigos y con la sociedad por complaceros. Si hubierais sido educado en la ciudad y conocierais sus costumbres, comprenderíais que exigís un absurdo de la mujer a quien decís que amáis y que no haríais más que comprometerla a los ojos del mundo, haciéndola cometer torpezas que jamás le serían perdonadas. Os repito, pues, que, si me amáis, tenéis que acomodaros a todo lo que la sociedad ordena; tendréis que resignaros a verme bailar, así con Ricardo como con otros hombres, y acostumbraros a todas esas pequeñeces, que, seguramente, ya no os harán impresión alguna cuando lleguéis a comprenderlas. Yo no puedo de ningún modo aparecer de improviso en la sociedad con un carácter distinto del que hasta ahora he demostrado. Vuestra aparición en nuestra casa y esa repentina transformación en mí serían bastantes a formar la novela más absurda, y más ridícula, y ofensiva quizá. Moderaos, pues, Flavio, o en vez de tocar el cielo con nuestras manos, entraremos en un infierno cuyos tormentos no conocéis aún.

Mara habló largo tiempo, verdaderamente inquieta al ver el aspecto que el carácter semisalvaje de Flavio presentaba en cuestiones de celos. La joven comprendió que quizás sobre este punto sería el viajero invencible, y temblaba al pensar en las luchas que tendría que sostener en lo futuro con aquel coloso de amor. Además, aunque ella amaba al viajero como nunca había amado, su poca fe no le permitía, mucho menos aún que aquella sociedad a quien hacía responsable de todo, satisfacer por completo las exigencias de un hombre que entonces la amaba con toda la fuerza de su alma virgen, pero que tal vez la olvidaría al menor viento que viniese a apagar aquella llama, que podía muy bien no durar más que un instante. Por lo demás, como el baile era para ella una necesidad y un hábito la coquetería, no le era fácil tampoco desprenderse de estas dos cosas, que habían formado hasta entonces parte de su existencia.

Ella no había pensado que al tener por amante a un hombre medio salvaje tendría que olvidarlo todo, que sacrificarlo todo en aras de su nuevo amor. Los corazones que no han gastado todavía su savia en fútiles pasiones; esos espíritus vírgenes y vigorosos que concentran todo su ardor y toda su fuerza en un solo sentimiento, no pueden contentarse jamás con lo que se satisfacen hasta el hastío las almas fatigadas y mezquinas. Flavio, que alimentaba en su alma un mundo de pasión, cuya existencia estaba consagrada exclusivamente a una sola mujer, no podía contentarse con una mirada que se bañaba a cada instante en las miradas de otros hombres, ni con algunas palabras de cariño, la ternura que como por compasión se le prodigaban a hurtadillas, cual si fueran robadas a un corazón que no debía pertenecerle.

Terribles tenían que ser, pues, las luchas que debía sostener Mara consigo misma para decidirse a abandonar todo lo que no fuera Flavio, y grandes los sufrimientos del pobre viajero.

Dos seres pueden llegar a amarse; pero no siempre la suerte les señala un mismo camino ni la misma fuerza los atrae. Muchas veces sucede que se alejan a medida que se buscan; que el uno retrocede cuando el otro avanza, o que, chocándose al fin con ímpetu violento, se rechazan y siguen cada uno opuesto camino.

Flavio, cabizbajo y apretando con fuerza sus labios con sus blanquísimos dientes, escuchó a Mara largo tiempo, guardando el silencio más profundo. La joven, por su parte, habló con el calor y el entusiasmo que le inspiraba su propia defensa en tan arduo y difícil asunto; pero en vano trató de atraer al viajero hacia el verdadero camino. Su silencio le demostró bien claramente que eran inmutables sus ideas y que no podría avenirse jamás a las reglas de aquella sociedad, que ponían en tortura su corazón.

Mara no se atrevió, sin embargo, a creer que aquel estado podría durar mucho tiempo.

«Él llegará a acostumbrarse -dijo en su interior-, y llegará a ser, al fin, respecto a esto, un hombre como los demás. Necesario es que yo tenga firmeza y que no me doblegue ante su voluntad salvaje e impetuosa; todo se habría perdido entonces. Pero si el valor no me abandona, cederá al fin, y todo pasará a medida de mi deseo».

Se tocaba el último vals, y Ricardo vino a sacar a Mara para el baile. La joven se levantó, y dejando en manos de Flavio su abanico y su pañuelo, se alejó, dirigiéndole una mirada cariñosa, en la que había algo de firmeza y de imperio. Pero Flavio la sostuvo con otra tan penetrante y tan severa, que Mara tembló creyendo percibir en ella algo de terrible y amenazador!

«¡Dios mío! -se decía en su interior-. Ese hombre quiere hacerme pagar bien caro el amor que me profesa... Ésta es ya una implacable tiranía que quiere ejercer sobre la más insignificante de mis acciones... ¿Será preciso, al fin, abandonarle?»

Ricardo le hablaba, en tanto, en voz baja y sonriendo, tocando casi su rostro con los labios de Mara.

Diéronle al viajero intenciones de lanzarse sobre él y arrojarle al suelo de un solo golpe; pero después se levantó con lentitud, y sin saludar a nadie, desapareció del salón.

Difícil fuera expresar lo que pasó entonces en el corazón de Mara, pues creyó que el viajero se había alejado para siempre. A seguir los impulsos de sus sentimientos, hubiera corrido tras él, le hubiera llamado a grandes voces con toda la fuerza de su alma; pero nadie notó la más leve emoción en su semblante, aunque sentía desgarrársele el corazón.

«Y he ahí los verdaderos amores... -se dijo en su interior con intensa amargura-, he ahí los amores eternos, que ante la primera prueba se disipan como humo vano. ¿Por qué habré creído? Pero aún no será tarde...; volvamos a proseguir nuestro camino y olvidemos...»

-No lo neguéis -le decía Ricardo momentos después-. Flavio es vuestro amante..., o, al menos, le dais esperanza de que podrá serlo sólo algún día. Tenéis la cabeza a pájaros..., sois incorregible.

-Vos me habéis hecho -le respondió Mara, secamente.

-Lo que en un hombre es sólo un leve defecto, en la mujer puede ser una mancha indeleble.

-Dejaos de lecciones de moral...; me las da mejores mi madre, y me hacen más efecto que las vuestras.

-Por lo que veo, Mara, queréis reñir de veras conmigo, queréis que acabe para siempre el amor que hasta aquí nos ha unido... Sois una mujer sin corazón, os lo repito; y no creáis que esto es un mérito. A mí me compadece y me irrita veros tan ligera, tan inconsecuente y tan insensible, hasta el punto de que lleguen a seros indiferentes los recuerdos que todas las mujeres aman...; me hacéis padecer, y no os lo perdonaré en mi vida.

Mara, después de oír a Ricardo con la más completa indiferencia aquellas palabras, que demostraban una ira reconcentrada, le dijo a su vez con una calma desdeñosa:

-¿Qué queréis? Si no hallasteis en mí la mujer que habéis soñado, peor para vos si os empeñáis en transformarme. Yo no he de variar jamás, y mucho menos cuando se trate de vuestras exigencias. Tales cuales son estos sentimientos que vituperáis en mí, tales los habéis formado; fuisteis el primero que murmuró a mi oído la palabra amor y el primero a quien dije que prefería mi corazón, y tal vez estas palabras, dichas en una edad en que nada se reflexiona, hubieran sido más tarde una verdad; pero os empeñasteis en hacer de mí una de esas niñas melancólicas que se contentan con llorar todas las inconstancias de su amante, sin dejar por eso de amarle, y os habéis engañado; yo he sufrido un día horriblemente, pero al otro ya se habían secado mis lágrimas y había tomado mi partido. Desde entonces los amores sentimentales desaparecieron para mí, y admito vuestros galanteos más bien por hábito que por afecto..., y esto bien lo sabéis, pues no he tratado de ocultároslo. ¿A qué me venís, pues, con reconvenciones? ¿A qué declamáis siempre con fatuidad que la mujer que olvida sus primeros amores no tiene corazón? Nuestros amores han sido un juego de niños, que os empeñasteis en que yo había de tomar por lo serio, pues queríais ver en mí una Graciella o una Elvira, que muere bendiciendo al amante que la ha abandonado, en tanto vos haríais a las mil maravillas vuestro papel de estudiante de Salamanca. Pues bien: ahora os irritáis conmigo porque, en vez de hallar una víctima, habéis hallado un espíritu rebelde, y esto no es justo. ¿Os reconvine yo alguna vez porque, jurándome un amor eterno, hacíais la corte a cuantas mujeres tropezaban en vuestro camino? ¿No os recibía con la misma sonrisa que si fuerais el más intachable y fiel de todos los amantes?

-¿Habéis concluido? -le preguntó Ricardo, aparentando una calma que no existía en su espíritu.

-Y creo aún que era inútil haber hablado tanto -repuso Mara-. Por esto comprenderéis que no os quiero tan mal cuando me tomo la molestia de haceros reflexiones que tenéis demasiado presentes.

-Bien -repuso Ricardo-. Ahora hablaré yo.

-¿Qué queréis decirme?

-Quiero deciros que bien sabéis que os amo, a pesar de todo; quiero deciros que la mayor parte de las inconsecuencias de que me acusáis las habéis motivado vos con vuestra soberbia.

-Bien debéis comprender que yo quería ser amada exclusivamente y ocupar sola el pensamiento y la vida del hombre a quien amase.

-Y así sucedía.

-Si sucedía, y la vanidad os ha hecho fingirme otra cosa, peor para vos... Yo no soy culpado en ese punto. Conocido mi carácter, debíais saber también que mi orgullo no llegaría a corregirse nunca por esos medios que le exasperaban en vez de calmarle; pero, en fin..., ¿a qué viene todo esto, Ricardo? Mucho tiempo hacía que no habíamos agitado ninguna de estas cuestiones y vivíamos en buena armonía, sin preguntarnos ni tomarnos satisfacción alguna... Yo os dejaba seguir tranquilo vuestro camino, y cuando os tropezaba en el mío os saludaba siempre con la sonrisa en los labios. ¿Queréis más amabilidad por mi parte?

-Quiero ser amado como en mejores días, Mara; me irrita ya este estado en que siempre nos hallamos. Bien comprenderéis que si no fuerais la única entre todas que llena mi alma, no volvería yo a vuestro lado... ¿Para qué? Pero sois la primera por quien ha latido mi corazón..., la primera, Mara...; y, menos ingrato que vos, no puedo olvidarlo... Acabemos de una vez... ¿Nada existe ya en vos que os hable en favor mío? Ese hombre que estos días ha aparecido en esta casa como una sombra, ¿será el que...? Mara, no puedo creerlo... Hablad.

Mara se sonreía y nada contestaba; pero Ricardo volvió a interrogarla, y repuso entonces:

-¡Siempre como el perro del hortelano!... Estoy por creer que algún mal genio os arrastra hacia mí y os impele a presentaros en medio de mi camino para hacer daño a los que se me acercan; pero descansad tranquilo: ese hombre que como una sombra se ha presentado en esta casa, como decís, creo que ya no os hará daño alguno -la frente de Mara se arrugó al decir esto-; pero no os fatiguéis -añadió-, comprendo vuestro amor, y ya no me es posible tener fe en él jamás. Sin embargo, ya sabéis que vuestra presencia no me es nunca molesta.

-Mara, ya no puedo contentarme por más tiempo con estas palabras, que sólo me abren camino para el sufrimiento. ¡Me permitís que me acerque a vos como si fuera aún vuestro amante de otros días; me permitís que os repita mil veces que os amo; pasamos tardes enteras hablando juntos de cosas que hacen despertar dulces recuerdos, y todo esto para que concluyáis por decirme que ya no podéis devolverme jamás vuestro pasado afecto! ¿No comprendéis que esto no puede durar así por más tiempo? Ya sabéis que el fuego medio apagado vuelve a arder con más vigor al menor viento que sople sobre él, y sólo vos, que tenéis un alma de nieve, podéis permanecer insensible, una día tras otro día, ante el recuerdo de nuestros pasados sueños.

-Podéis creer que, en cierto modo, los amo más que vos...

-¿Y entonces? -murmuró Ricardo pintada en su semblante la esperanza.

-Amo esos recuerdos, pero comprendo que no debo amaros a vos...

-¿Por qué no me desecháis entonces de una vez para siempre?

-Idos, pues, ¿quién os detiene? -repuso Mara con altivez.

-¡Oh!, Mara..., no existe nada tan cruel como vos; bien sabéis que, al fin, no he de alejarme de vuestro lado.

-No comprendo la razón -dijo la joven con sequedad.

-Porque os amo.

Mara fijó en él sus claros ojos, y le confundió con una mirada penetrante.

-No es amor el vuestro -añadió después-; es terquedad, vanidad y egoísmo.

-¿No pudiera ser con otra mujer egoísta y terco del mismo modo?

-Tal vez no -repuso Mara con cierto desdén-. Hay caprichos que se arraigan a veces en la imaginación del hombre con una tenacidad que asusta; que le mortifican sin cesar un día tras otro día, sin que nada baste a alejar aquella idea de su pensamiento; caprichos por los cuales serían capaces de jugar la vida. Pero si aquel objeto llega a tocarse, a poseerse; si el capricho llega a verse algún día cumplido..., como las nubes de una tormenta que se deshace, no queda entonces en el alma de aquel hombre ni la menor señal de que haya existido, y él se admira de que hubiese un día deseado con tan insaciable afán lo que entonces le es quizá odioso y aborrecible. Tal vez la historia del amor que vos decís que me profesáis puede reducirse también a esta sola palabra: capricho; y como yo me opongo a él de una manera incesante, como yo no me doblego ante vos, y dejo que zumbe la tormenta en rededor mío, sin temblar ni estremecerme un solo instante; como os digo siempre, y es la verdad, que tal cual sois ya no me es posible amaros, he aquí que el capricho, en vez de desaparecer, tome proporciones gigantescas y crezca y se ensanche, porque esas enfermedades se aumentan, según creo, a medida que se juzga imposible lo que se desea.

-Y decidme: ¿no es una crueldad hacerme sufrir un día tras otro día, sin esperanza alguna, cuando pudierais salvarme con una sola palabra? Lo que yo siento por vos, Mara, no es un capricho, no; os amo, y como os amo, sufro viviendo en este estado de incertidumbre, que no puedo soportar ya por más tiempo sin padecer tormentos que vos no comprendéis. Me habéis acostumbrado a vos de un modo que, allí en donde os veo, tengo que hablaros, y que buscaros cuando no os veo; vuelvo a vuestro lado aunque me despreciéis, y volvería siempre aunque me lo prohibieseis con toda la severidad que os es propia cuando llegáis a irritaros. Si esto es un capricho, yo no puedo comprenderlo; pero sé que lo siento, y que me sería imposible separarme de vos. Ahora bien: quizás si me dijerais una sola vez que volvía a ser amado, quizás esta especie de fiebre se iría templando, y vos nada perderíais, porque no os toca jamás el contagio y permaneceríais por mi mal siempre orgullosa y serena.

-Pero, ¿cómo queréis que os diga lo que no siento? -dijo Mara, pareciendo dar lugar a una transición...

-Consentid en engañarme y os quedaré agradecido eternamente...; decidme que me amáis.

-¡Oh!, si es así -repuso Mara sonriendo-, os engañaré.

-Gracias, Mara; admito gustoso una mentira de vuestros labios, con tal de que esa mentira me halague. Es tal ya el estado en que se halla mi alma que, tratándose de estar a vuestro lado, de oír el eco de vuestra voz y de poder seguiros a doquiera que vayáis, ya no existe para mí nada en la tierra. Decidme, pues, que me amáis, aun cuando sea mentira; dejad que yo pueda llamaros con el dulce nombre de amada mía; llamadme vos amado vuestro, y no exigiré más... ¿Queréis más humillación por mi parte? La mujer que ve arrastrarse de tal modo a sus pies a un hombre como Ricardo, bien puede decir que ha conseguido un triunfo que ninguna otra conseguirá en la tierra.

-¡No me engañáis!... -repuso Mara, moviendo lentamente su cabeza-; pero consiento -añadió-; os mentiré puesto que así me lo pedís...

Ricardo la interrumpió, diciendo:

-Y si, viendo que mi amor es tal como deseáis, os convencierais de que, en realidad, mi pasión por vos no era un capricho pasajero, ¿no trataríais de corresponder sinceramente a mi cariño?

-¿Quién sabe si podría?

-¡Es así como me engañáis!

-Pues bien; sí, os amaría... ¿Estáis contento?

-Tampoco lo estoy, Mara -murmuró Ricardo con un movimiento de impaciencia-; pero escuchad: ya sabéis que acabáis de comprometeros a fingirme amor, que me lo habéis prometido, que habéis consentido en ello...

-No lo olvidaré; pero os advierto que tiene que ser con una condición.

-¿Cuál?

-Que el día que me canse de mentir os diré la verdad y todo habrá concluido.

Ricardo guardó silencio y pareció reflexionar; por fin añadió:

-Eso es demasiado, Mara... Podréis decirme mañana mismo que ya os habéis cansado... Concededme siquiera algún tiempo; un mes tan sólo, y después seréis libre, si deseáis serlo...

-No tanto -dijo la joven-. Os ofrezco quince días seguros de fingimiento... Después..., si quiero, hay tiempo de alargar el plazo, aunque sea para toda la vida.

En aquel instante, una flor con que la joven jugaba se le cayó de sus hermosas manos, y Ricardo, cogiéndola y besándola, dijo a Mara:

-Gracias. ¿Me permitís guardar esta flor? Otros días, de feliz memoria, me regalabais siempre una violeta, después que se había humedecido en vuestro aliento... ¿Os acordáis?

-¡Me acuerdo! -murmuró Mara, y siguieron evocando recuerdos pasados, y hablaron largo tiempo. Pero una nube sombría parecía oscurecer el semblante de la joven.

Creyendo que el viajero la había abandonado, aburrida y con el corazón lleno de profunda amargura, ella había querido ahogar su dolor coqueteando con Ricardo; pero después que aquella promesa de fingido amor que encerraba aquella esperanza, se había escapado de sus labios, tembló sin saber por qué, y Flavio se presentó a su pensamiento.

«Pero ¿a qué soñar con un imposible? -se dijo al fin-. Él no volverá ya, y aunque volviera..., ¿qué puedo esperar de un amor tan tiránico? O renunciar a su amor, o renunciar al mundo, a los bailes, a la sociedad... ¿Me conceptúo con valor para tanto? ¡Si yo supiese que no habría de abandonarme jamás!... Pero ¡imposible! Esto no es más que una ilusión engañosa. Hagamos por disipar este loco fantasma; si persistiese en amarle, quizás llegaría a hacer mi desgracia».

Y tratando de borrar de su pensamiento aquella imagen que, a pesar de todo, se alzaba sobre todas las consideraciones, habló largamente con Ricardo y se esforzó en creer que quizás aquel hombre llegaría a transformarse, y ella al fin, podría amarle.

Sonaron las doce en el reloj de la ciudad, y todos se levantaron para retirarse. Flavio apareció entonces en el salón, se dirigió al sofá, se despidió de la anciana, y, acercándose después a Mara, que se hallaba en aquellos instantes sola cerca de la puerta, la dijo al pasar:

-He estado viéndoos toda la noche, y no he venido a turbar vuestra felicidad... Descansad, pues, más de lo que yo descansaré y que el cielo nos dé a cada uno de los dos aquello que merecemos.

Y desapareció, llevando marcadas en su rostro las huellas del dolor más profundo que haya podido sentir jamás ningún hombre sobre la tierra.

Mara, pálida como una muerta ante tan súbita e inesperada aparición, casi estuvo a punto de caer sin sentido después de escuchar aquellas palabras, dichas de un modo que hirieron duramente su corazón.

«¡Dios mío! -murmuró-. ¿Será posible que me ame aún después de lo que ha visto esta noche fatal? ¡Maldito Ricardo y maldito también mi necio orgullo!... ¿Por qué tan ligeramente he torcido mi vuelo hacia un abismo, cuando aún no sabía de cierto si el buen camino iba a faltar bajo mis plantas?»

El resto de la noche la pasó llorando y formando mil proyectos inútiles respecto a su modo de conducirse en lo futuro, porque Mara, dotada de una fuerza de voluntad indomable, era débil cuando se trataba de poner a prueba su fe y en peligro de ser burlados su vanidad y su orgullo que no tenía límites.

-¡Oh! -se decía-, si volviese, yo sería capaz de sacrificarlo todo por su amor...; pero ¿y si después me olvidase?... Todos me señalarían con el dedo, me llamarían necia, y Ricardo, mi genio malo, se burlaría de mí más que ninguno. ¡Dios mío, Dios mío, iluminadme!»

Y volvía a llorar, sin atreverse a resolver nada, y avanzaba la noche, y llegó por fin el día, sin que el sueño hubiese cerrado sus ojos ni hubiese gozado un instante de reposo.