Sobre el amor en Rosalía de Castro y sobre
la destrucción de ciertas cartas
Marina Mayoral Díaz
Se necesitan cada
vez con mayor urgencia documentos que vengan a poner fin a las
gratuitas teorías que se multiplican en torno a
Rosalía de Castro. Cuando un poeta se ha convertido ya en un
mito, es necesario apresurarse a aclarar aquellos puntos
erróneos u oscuros de su biografía; so pena de que
pasada la época de los misticismos Rosalía se vuelva
a convertir en la perfecta desconocida que ha sido hasta hace muy
poco tiempo. No es sólo que haya teorías
contradictorias sobre su obra, lo que sería algo
perfectamente admisible dada su complejidad, es que tales
teorías se apoyan en unos supuestos tan endebles que
cualquier base documental puede echarlas abajo.
En los estudiosos
de Rosalía que no han tenido acceso a los escasos documentos
conservados (o conocidos) las controversias son casi
ridículas. (que no conocen los documentos de primera mano se
ve clarísimo en que todas sus afirmaciones están
basadas en la lectura de las obras de Rosalía -y ni siquiera
en primeras ediciones-, y en que citan continuamente a los otros, a
los privilegiados de que luego hablaremos). Javier Costa
Clavell1
se burla de la opinión de Elvira Martín2,
cuando ésta dice: «Su venida al
mundo era un castigo de Dios. Nació sin derecho a la vida;
no había lugar para ella, y hasta en el claustro materno se
le negó espacio para desarrollarse. Allí
sintió ya en su organismo, en formación, la
opresión del implacable corsé del
disimulo...». María Antonia Nogales de
Muñiz3
critica la opinión de Sister Mary Pierre
Tirrell4
sobre la interpretación del nacimiento de Rosalía. Y,
en fin, a mí me parece que cuando María Antonia
Nogales afirma que los dos temas dominantes en la obra de
Rosalía son el amor desgraciado y la denuncia
social5,
se equivoca justo en un cincuenta por ciento. De todos los
investigadores «indocumentados» el que ha abierto un
camino que parece de mayor interés es Rof Carballo:
basándose en el anómalo nacimiento de Rosalía
ha sacado las posibles consecuencias que tuvo en su personalidad y
en su obra, la falta de una imago paterna.
He citado esos
nombres a título de muestra de tantos otros que trabajan
exclusivamente o casi exclusivamente sobre las obras de
Rosalía de Castro. Pero ¿qué sucederá
con tanto estudio interpretativo y estilístico el día
que salgan a la luz los epistolarios y los manuscritos, el
día en que los que todavía pueden decir algo sobre su
familia paterna se decidan a hablar?
También a
título de muestra citaré entre los
«documentados» a Victoriano García Martí,
que, sin duda, por publicar las obras completas de la autora tuvo
que mantener relación con la familia; a Juan Naya
Pérez; amigo íntimo de la familia Murguía, que
publicó algunas poesías inéditas y varias
cartas; a Fermín Bouza-Brey, que posee un importante
epistolario de Rosalía; a Carballo Calero, que, hoy por hoy,
presenta el mejor estudio existente sobre la poetisa gallega. De
todos ellos, el que más ha contribuido a esclarecer la
figura de Rosalía es este último. Carballo Calero ha
puesto en tela de juicio la pretendida religiosidad de
Rosalía y la dulzura de su carácter. Y es que tan
importante como el documento es el uso y la interpretación
que se le dé. García Martí interrumpe una
carta de Rosalía con estas palabras: «esto que sigue es puramente personal y sin valor.
Habla de cosas familiares, sin importancia para el
curioso»6.
Naya Pérez sigue hablando de la dulzura angélica de
Rosalía a la vista de unos textos que le han servido a
Carballo Calero para descubrir el carácter
«difícil» de nuestra poetisa. Antes de pasar a
comentar las cartas a su marido, pongamos un ejemplo de cómo
la devoción mítica puede nublar la
interpretación del texto más claro:
Naya Pérez
reproduce una carta de don Celestino Vidal a Murguía, en la
cual le da cuenta de la intervención de su esposa ante un
importante funcionario del Ministerio de Fomento. Se trataba de
defender a su esposo de las acusaciones de un tercero. La carta
dice así:
Rosalía se
ha explicado acerca de este individuo con una claridad de
calificaciones y un juicio detallado respecto de sus
mañas y cualidades [los subrayados son míos]
que les ha hecho efecto a Picatoste y Bañares, en
términos que este último ha negado rotundamente, que
le conoce...
Naya Pérez comenta: «A la vista de tal carta parece adivinarse el
habla cantarina y persuasiva de la poetisa; la suavidad infinita
que prestaba a sus palabras, la dulzura angélica
(este subrayado también es mío) y la
convención que llevaría a todos los
ánimos»7.
De que era persuasiva no cabe duda, pero que fuese dulzura
angélica lo que empleó para hablar del
«individuo» en cuestión, parece un tanto
exagerado.
Los fragmentos y
cartas completas de Rosalía a su marido echan por tierra,
como muy bien indica Carballo Calero, la imagen «da
santiña». Rosalía en algunas
de ellas no se nos aparece sólo como un temperamento rebelde
y apasionado, sino que a veces queda claro a su deseo de herir a la
«persona que más se quiere en el
mundo»; parecen revelar un resentimiento, una
insatisfacción que pueden ser producto de su
espíritu, siempre inquieto y ansioso, pero que quizá
sean indicio de algo, de lo que siempre se ha hablado como rumor,
pero acerca de lo cual nadie ha sabido o se ha atrevido a descorrer
el velo: las posibles desavenencias entre Rosalía y su
marido.
De las cartas
publicadas por Naya Pérez entresaco algunos
párrafos:
No debía
escribirte hoy, pues tú que me dices lo haga yo todos los
días, escaseas las tuyas cuanto puedes ... te perdono sin
embargo, aunque sé que no tendrías hoy otro motivo
para no escribirme que el de algún paseíto con
Indalecio, u otra cosa parecida.
Parece que los
deseos de molestar son evidentes, y la misma Rosalía lo
reconoce así: «tú ya sabes
que cuando estoy en forma me pongo de un humor del
diablo», lo cual no le impide continuar la carta en el
mismo tono malhumorado. Pero más significativos respecto a
las posibles dificultades del matrimonio nos parece el siguiente
párrafo de otra carta:
Estando lejos de
ti vuelvo a recobrar fácilmente la aspereza de mi
carácter que tú templas admirablemente, y eso que a
veces me haces rabiar, como sucede cuando te da por estar fuera de
casa desde que amanece hasta que te vas a la cama, lo mismo que si
en tu casa te mortificasen con cilicios. Entonces, lo confieso, me
pongo triste en mi interior y hago reflexiones harto
filosóficas respecto a las realidades de los maridos y a la
inestabilidad de los sentimientos humanos. Pero a pesar de todo te
quiero mucho y te perdono todo fácilmente, hasta que me
digas que te gustan otras mujeres, lo cual es mucho hacer.
Necesito, pues, estar a tu lado...
Por todas las
cartas y fragmentos conservados parece evidente que Rosalía
necesita a su marido, y que, al menos durante cierto
tiempo, el amor fue una importante realidad en su vida.
La pregunta que se
nos plantea, llegados a este punto, es ¿por qué
Murguía destruyó antes de morir las cartas que su
esposa le había dirigido a lo largo de años? En una
nota que publica Naya Pérez en el libro citado, el propio
Murguía nos da una explicación:
Siempre he
creído que entrar la ajena curiosidad en los secretos de la
vida de las que honraron su país con sus obras bajo el
pretexto de conocer la vida interior de los infortunados, es casi
un pecado mortal. ¿Para qué se necesita saber lo
que debe callarse cuando ni se relaciona ni importa con su
obra?
Y añade más adelante
(corto para evitar las repeticiones de la retórica de
Murguía):
(...) mas si se quiere penetrar en
lo interior de las vidas (...) hágase, pero teniendo en
cuenta la exactitud de los hechos (...) para penetrar en la vida de
quienes si se les preguntara por sus interioridades, dirían
seguramente: Cuando yo no quiero recordar ni mis horas de felicidad
ni las de mis angustias, menos deseo que ni unas ni otras se hagan
públicas, porque nadie tiene derecho a tanto8.
Hay, por tanto, en
la vida de Rosalía cosas que deben callarse, «horas de
felicidad y de angustia» que no deben hacerse
públicas.
El mismo
Murguía aludió a muchos de los dolores que
padeció Rosalía y a sus desdichas: la muerte de su
madre, la de sus hijos, sus enfermedades continuadas, incluso
aludió a su nacimiento irregular, cuando dice en Los
precursores: «parecía llevar
en su corazón los secretos terrores que sintió su
madre todo el tiempo que la tuvo en sus entrañas».
Teniendo en cuenta todo esto, no podemos por menos que preguntarnos
¿cuáles son esas angustias de su mujer que tan
celosamente vela Murguía? ¿Cuáles son esas
cosas que deben callarse?
Poco antes de
morir, en una de las últimas notas conservadas, de su
puño y letra (también reproducida por Naya
Pérez, p. 19), dice Murguía:
Como ya se acercan
los días de la muerte, he empezado por leer y romper las
cartas de aquella que tanto amé en este mundo. Fui
leyéndolas y renovándose en mi corazón
alegrías, tristezas, esperanzas, desengaños...
Verdaderamente la vejez es un misterio, una cosa sin nombre, cuando
he podido leer aquellas cartas que me hablaban de mis días
pasados, sin que ni mi corazón ni mis ojos sangraran.
¿Para qué? parece que me decían. Si hemos de
vernos pronto, ya hablaremos en el más allá.
A mí esas
palabras finales me recuerdan aquella rima de Bécquer (no
hay que olvidar que habían sido amigos), que termina
diciendo:
allí, donde el sepulcro que
se cierra
abre una eternidad...
¡todo cuanto los dos hemos
callado
lo tenemos que hablar!
Y recuerdan también aquellas
palabras entrañables de Miguel Hernández al amigo
muerto:
A las aladas almas de la rosa
del almendro de nata te
requiero
que tenemos que hablar de muchas
cosas
compañero del alma,
compañero.
En definitiva, cosas que sucedieron
y que no debían haber sucedido; palabras, ausencias,
desvíos que hay que justificar, que hay que aclarar, que hay
quizá que hacerse perdonar...
A Murguía
tenemos que agradecerle el apoyo que desde el primer momento
prestó a Rosalía; sin él, es muy posible que
muchas de sus obras no se hubieran publicado, incluso que no
hubieran sido escritas. Pero también es cierto que al
destruir su correspondencia nos privó de conocer -y de esto
él fue consciente- un aspecto muy importante de su
personalidad. Leamos la continuación del texto que venimos
citando:
Pero si las
leí sin que mi alma se anonadase en su pena, no fue sin que
el corazón que había escrito las líneas que
acababa de leer, se me presentase tal como fue, tal cual nadie
es capaz de presumir.
Esto por lo que
respecta a las cartas de Rosalía. ¿Y las de su esposo
a ella? ¿Se encontraban acaso entre los papeles destruidos
por sus hijas Alejandra y Aurea a ruegos de la misma Rosalía
poco antes de morir? ¿Hay algún testimonio
«desinteresado» de que lo que se quemó fueran
sólo obras de fantasía que la autora no juzgó
dignas de ser publicadas? ¿Por qué consintió
su marido esa destrucción? Pero todavía hay algo
más que añadir, Murguía estuvo convencido
desde muy pronto de la trascendental importancia que como poetisa
iba a tener su mujer; Murguía era historiador, y como tal no
podía despreciar el valor que para el conocimiento de una
personalidad tienen sus cartas; y, por último,
Murguía vivió hasta una época en la cual para
interpretar la obra de un poeta se juzgaba de capital importancia
el conocimiento de los hechos biográficos. Con todo esto,
¿no resultan incomprensibles, o mejor dicho
extrañísima, esa medieval inmolación de
documentos?
Ante la carencia
de documentos nos atrevemos a lanzar una más de las antes
denotadas «teorías indocumentadas». Para ello
hay que hacer historia:
Rosalía,
como ya dijo Rof Carballo9,
carece de imago
paterna. Ello va a ser, por lo menos, una de las causas que
explican su inquietud, su ansia de otra cosa, su búsqueda de
algo indefinible. Rosalía carece también de madre en
sus primeros años (aunque no de imago materna, pues este papel puede
desempeñarlo cualquier persona que se ocupe con
cariño del ser infantil. También cabe la posibilidad
de que un cambio frecuente o la multiplicidad de las personas que
se ocupaban de ella creara complicaciones en la formación de
esa imago
materna, con el consiguiente incremento del desequilibrio).
No sabemos la fecha exacta en que su madre se hizo cargo de ella,
pero parece ser que Rosalía había dejado ya de ser
niña, al menos en el sentido fisiológico. Sabemos que
a los once años Rosalía escribió sus primeros
versos y había entrado ya en la pubertad.
El extraordinario
cariño que Rosalía demuestra a su madre puede parecer
exagerado al que conozca los datos de su biografía: la
niña no pasa a la inclusa por hacerse cargo de ella la
familia paterna, la madre se desentiende de ella durante los
primeros años, no asiste a su boda (de esto último
ignoramos los motivos)... Sin embargo, el cariño apasionado
de las hijas naturales hacia su madre es un hecho fácilmente
comprobable en la realidad cotidiana. Y el de Rosalía no
deja lugar a dudas. En el subconsciente de Rosalía
debió haber, además, una gran admiración por
su padre. Me explico: educada durante sus primeros años por
doña Teresa Martínez Viojo, hermana de su padre, es
inevitable que la niña oyese hablar -y suponemos que no mal-
del hermano ausente. Estos recuerdos infantiles, unidos a las
inevitables sospechas y rumores que debieron llegar lo más
tarde, cristalizarían en la idealizada figura del padre,
cuya ausencia llora Rosalía encubiertamente en algún
poema de juventud10.
Pues bien,
enunciado esto, la teoría a la que nos referíamos es
la siguiente:
Rosalía
siente desde muy pronto la vivencia de la soledad y de la angustia.
Citemos, a falta de otros testimonios, algunos de sus primeros
versos publicados:
Y buscando un apoyo, una
caricia,
el eco «soledad» me
respondió...
(Obras completas, p.
221.)
Qué es este miedo aterrador
que siento
y esta congoja inalterable y
fría...
(Obras completas, p.
223.)
Para evadirse de
estas penosas vivencias, Rosalía concentra su deseo y su
necesidad de compañía y de cariño en dos
personas: su madre y su marido. Su madre muere en 1861, cuando
Rosalía tiene veinticuatro años. Lleva tres
años de matrimonio y hace ya dos que en la dedicatoria de
La hija del mar ha escrito: «A
Manuel Murguía. A ti, que eres la persona a quien más
amo, te dedico este libro, cariñoso recuerdo de algunos
días de felicidad, que como yo querrás recordar
siempre.»
Si juzgamos por
los versos de Rosalía, hay algo de lo que no cabe duda, el
amor pudo aparecer ante sus ojos como el objeto capaz de saciar el
ansia que sentía en su espíritu. Pero pronto esa
ilusión se desvanece. En Cantares gallegos
oímos ya:
Q'os amores xa fuxiron
as soedades viñeron...
de pena me consumiron.
(Obras completas, p.
229.)
En Follas Novas, escrito, según nos dice
Murguía, entre 1870 y 1971, en Simancas (aunque publicado en
1880), encontramos numerosos ejemplos de ese vagabundaje espiritual
de que habló Rof Carballo11;
hay una inquietud sin objeto, una búsqueda de algo
inalcanzable, una ansia que nada puede saciar. Citemos sólo
algunos ejemplos:
Xa nin rencor, nin desprezo,
xa nin temor de mudanzas
tan se un-ha sede... un-ha sede,
d'un non sei qué, que me mata.
(Obras completas, p.
426.)
N'acouge cun-ha inquietude
que non me deiza vivir,
quero, e non sei o que quero,
qu'é todo igual para min.
(Obras completas, p.
542.)
Este mismo
sentimiento, vivido cada vez de forma más desgarradoramente
lúcida, lo encontramos en su última obra:
Yo no sé lo que busco
eternamente
en la tierra, en, el aire y en el
cielo;
yo no sé lo que busco, pero
es algo
que perdí no sé
cuándo y que no encuentro,
aun cuando sueñe que
invisible habita
en todo cuanto toco y cuanto
veo.
(Obras completas, p.
627.)
Hay un momento que
no podemos situar con exactitud, pero cuyos frutos vemos ya en
Follas Novas,
en el cual Rosalía se hace consciente de que el objeto de su
inquietud, su dolor más hondo, no lo puede curar el amor, ni
la compañía, ni la tierra tan añorada:
Alguns din: ¡miña terra!
Din outros: ¡meu cariño!
Y este: ¡miñas lembranzas!
Y aquel: ¡os meus amigos!
Todos sospiran, todos,
por algún ben perdido.
Eu so non digo nada,
Eu so nunca sospiro
qu'o meu corpo de terra
y o meu cansado esprito
adondequer qué eu vaya
van conmigo.
(Obras completas, p.
423.)
En este clima va a
desarrollarse todo su último libro: no hay en él
resignación ni justificación; sólo la amarga
aceptación de un destino de radical y absoluta soledad. El
primer poema de la primera edición de En las orillas del
Sar acaba así:
Ya que de la esperanza para la vida
mía
triste y descolorido ha llegado el
ocaso
a mi morada oscura, desmantelada y
fría
tornemos paso a paso
porque con su alegría no
aumente mi amargura
la blanca luz del
día.
Contenta, el negro nido busca el
ave agorera;
bien reposa la fiera en el antro
escondido
en su sepulcro, el muerto; el
triste, en el olvido
y mi alma en su desierto.
(Obras completas, p.
581.)
Llegados a este
punto podemos preguntarnos: está evolución hacia una
progresiva vivencia de la soledad ¿era inevitable o hubo
circunstancias que la favorecieron? Quiero decir: dado el
carácter de Rosalía, ¿el amor no bastó
para colmar su vida, o hubo fallos concretos en ese amor que
contribuyeron a sumergirla en su soledad?
Para contestar a
esta pregunta tenemos que releer una vez más los versos de
nuestro poeta. Pero podemos adelantar una afirmación que no
pondrá en duda ningún lector asiduo y atento de
Rosalía: esta mujer, de tan extraordinaria sensibilidad, no
ha sido nunca un gran poeta amoroso. Su mejor poema de amor:
«Tecín soya a miña
tea» (Follas Novas, Obras completas, p. 536) es
fundamentalmente un poema de soledad. Comparándolo con una
cantiga de amigo, a la que se parece bastante (en ambas una mujer
recuerda al amado ausente), sobre todo al final («anduriña que pasache / con él
ás ondas d'o mar / anduriña, voa, voa / ven e dime en
ond'está». Obsérvese el parecido con
la cantiga de Martín Codax: «Ondas do mar de Vigo / se
sabedes novas do meu amigo»...) se aprecia la
diferencia entre la auténtica canción de la enamorada
que rebosa de amor por el ausente y el sentimiento de honda soledad
que respira el poema de Rosalía.
En La
flor no puede hablarse de poemas de amor: hay leyendas,
narraciones, historias sentimentales con todos los tópicos
del Romanticismo menos profundo. El único poema de
carácter amoroso que puede considerarse
autobiográfico -el titulado «Un recuerdo»-, he
señalado ya en otro lugar que se trata muy probablemente de
un «recuerdo encubridor» de
algo muy distinto.
En Cantares
gallegos abundan los poemas de temática amorosa: unos
llenos de gracia y picardía, otros que recogen el despecho o
la tristeza del amante desdeñado u olvidado. Pero en ninguno
notamos esa vibración íntima, que en «Airiños, airiños,
aires» o en «Campanas de
Bastabales» nos indica que Rosalía no está
sólo glosando unos cantares populares, interpretando el
sentir de un pueblo, sino que en ellos está poniendo su
propia intimidad. Y es precisamente en «Campanas de
Bastabales» donde encontramos la primera alusión, ya
citada, a los amores idos.
Hay que hacer una
aclaración: Rosalía tenía una especial
capacidad para identificarse con el dolor ajeno. Múltiples
anécdotas y sus mismas palabras nos dan prueba de ello:
«Por eso iñoro o que haxa n'o meu libro d'os
propios pesares, ou d'os alleos, aunque ben podo telos todos por
meus, pois os acostumados a desgracia, chegan a contar por suas as
que afrixen os demais»12.
Una de las personas con quien Rosalía se identifica
indudablemente es con su madre, y muchos de sus poemas amorosos (de
amor desgraciado) surgen de esta identificación. Creo que
deben interpretarse así todos aquellos en los que habla de
un amor «que mancha», que
envilece. Citemos sólo como ejemplo algunas estrofas de
algunos poemas de este tipo:
Por montes e campias
caniños e expranadas
vei un-ha pomba soya
soya de rama en rama.
Trai manchada-las prumas
qu'eran un tempo brancas;
tras murchas e rastreiras
y abatida-las alas.
¡Ay probe pomba, un tempo
tan querida e tan branca!,
¿onde vai e teu brilo?...
¿O teu amor end'anda?
(Follas Novas, Obras completas, p.
469.)
Fue cielo de su espíritu,
fue sueño de sus sueños,
y vida de su vida, y aliento de su
aliento;
y fue, desde que rota cayó
la venda al suelo,
algo que mata el alma y que
envilece el cuerpo.
(En las orillas del Sar,
Obras completas, p. 611.)
Sed de amores tenía, y
dejaste
que la apagase en tu boca,
¡piadosa samaritana!
Y te encontraste sin honra,
ignorando que hay labios que
secan
y manchan cuanto tocan.
(En las orillas del Sar,
Obras completas, p. 652.)
Pero junto al
desprecio que le inspira ese amor, es patente también en
estos poemas la compasión por la mujer deshonrada y su
intento por comprenderla; veámoslo en un ejemplo de En
las orillas del Sar:
¡Ah! Cuando amaba el bien,
¿cómo así pudo
hacer traición a su virtud
sin mancha,
malgastar las riquezas de su
espíritu,
vender su cuerpo, condenar su
alma?
Es que en medio del vaso
corrompido
donde su sed ardiente se
apagaba
de un amor inmortal los leves
átomos,
sin mancharse, en la
atmósfera flotaban.
(Obras completas, p.
590.)
Aparte de estos
poemas encontramos otros en los que podríamos afirmar que
Rosalía está expresando su propia experiencia
amorosa. Tengo que hacer necesariamente una selección de
estos poemas, «autobiográficos», so pena de
convertir este estudio en una antología.
Es difícil
apreciar este carácter íntimo en los versos de
Cantares gallegos, porque en casi todos la glosa se ajusta
perfectamente al cantar o refrán popular, y los sentimientos
expresados podemos pensar que estaban en cierto modo latentes en la
breve estrofilla popular y que Rosalía lo desarrolló.
Pero en algunos de ellos encontramos indicios de que el poeta no ha
reproducido el sentir del pueblo, sino que ha añadido a
él unas notas típicamente suyas. Pongamos
algún ejemplo de estos versos. Uno de los cantares dice:
O meu corazón che mando
c'unha chave par'a o abrir
nin eu teño mais que darche
nin tí mais que me pedir.
Rosalía
comienza así el poema que desarrolla esa estrofa:
Nasín cando as prantas nacen
no mes das froles nacen
nunha alborada mainiña
nunha alborada d'abril.
Por eso me chaman Rosa,
mais a do triste sorrir.
(Obras completas, p.
274.)
(Rosalía firmaba Rosa en
casi todas las cartas a su marido, y así la llamaba
éste.) Esta «Rosa do triste
sorrir» no encaja con la joven nacida bajo tan
buenos auspicios del poema -alborada en calma, mes de las flores- y
más me parece un retrato de la autora que hace suyos
así los versos populares.
Algo parecido
observamos en el cantar XXII:
Mais ó que ben quixo un dia
si a querer ten afición,
sempre lle queda unha mágea
dentro de seu corazón.
Observemos la
naturaleza típicamente rosaliana de esa «mágea»:
Eu ben sei d'esos secretos
que s'esconden nas entrañas,
que rebelen sempre inquietos,
baixo mil formas extrañas.
Ejemplos
más claros de poesía amorosa encontramos en
Follas
Novas:
Cando' era tempo d'inverno
pensaba en dond'estarias
cand'era tempo de sol
pensaba en dond'andarias.
¡Agora... tan soyo penso
meu ben, si m'olvidarias!
(Obras completas, p.
428.)
Este poema parece
responder a sentimientos muy parecidos a los de la carta que hemos
reproducido anteriormente: añoranza del amado, duda de la
constancia de sus sentimientos...
Si en Cantares
gallegos encontrábamos una alusión a los amores
idos, en Follas
Novas son abundantísimas:
¿Por qué, corazón,
porqu'hera non falas
falares d'amor?
¿Por qué xa non bates
con doce batido
que calma os pesares?
(Obras completas, p.
439.)
Rosalía
alude claramente al desengaño amoroso, a la pérdida
del amor, como consecuencia inevitable del tiempo:
Lévame a aquela fonte
cristaiña
onde xuntos bebemos
as purisimas augas qu'apagaban
sede d'amor e llama de deseyos.
Lévame pola man cal n'outros
dias...
Mais non, que teño medo
de ver no cristal líquido
a sombra d'aquel negro
desengaño sin cura nin conselo
qu'entré os dous puro o tempo.
(Obras completas, p.
443.)
Un verdadeiro amor é grande e
santo.
D'os encantos encanto
Y é doce... doce antr'as dozuras
todas,
-Seica por eso tanto
Tras d'unhas y eutras modas,
Dalle por empachar, anque ben sabe.
-¿Por máis qu'acabe en
bodas?
-Anqué en bodas acabe;
Pois coma todo doce. miña vida,
Y esta ó cousa sabida
Como que queima o fogo,
Canto máis com'un d'el, repuna
logo.
(Obras completas, p.
460.)
En estos dos
poemas encontramos separados el dolor y el sarcasmo que suelen ir
juntos en las composiciones en que Rosalía habla de su amor.
En ellos el amor aparece siempre como algo inevitablemente
pasajero. Pero aquí hay que hacer una aclaración. En
esto, como en otras cosas, Rosalía establece una clara
distinción entre los seres felices; aquellos capaces de
olvidar, de sufrir y de gozar, y aquellos otros predestinados a una
continua pesadumbre. Aunque alude a ellos en multitud de poemas;,
la descripción más exacta de esos seres desgraciados
aparece en la composición titulada «Los tristes»
de su último libro. También en el aspecto amoroso hay
seres felices y seres «tristes», los que olvidan y los
que definitivamente renuncian a las dulzuras del amor. No hace
falta decir entre cuáles se contaba Rosalía. Veamos
ejemplos. Hay uno especialmente interesante (el que ocupa desde la
página 618 a la 622 de las Obras completas), una
especie de leyenda o historia en la que se mezclan narración
de la autora y diálogo de los protagonistas: una joven
enamorada e ingenua y un amante también enamorado, pero
incrédulo en las promesas de amor. El joven resulta ser
profeta porque, efectivamente, muerto él, la joven se
enamora de nuevo. Véase el comentario de Rosalía:
¿Que cuándo le ha
olvidado?
¿Quién lo recuerda en
la mudable vida,
ni puede asegurar si es que la
herida
del viejo amor con otro se ha
curado?
(Obras completas, p.
621.)
Dejando aparte la
fantasía romántica (el amante muerto se aparece a la
joven para mostrarle su «incrédula sonrisa»), y
recordando que es muy frecuente en Rosalía el empleo de
personajes masculinos para expresar sus propias ideas, veremos que
esa idea de la inestabilidad del amor, de «los sentimientos humanos», como dice
en su carta, es algo muy frecuente. Examinemos ahora un poema
especialmente interesante:
Ya no mana la fuente, se
agotó el manantial;
ya el viajero allí nunca va
su sed a apagar.
Ya no brota la hierba, ni florece
el narciso,
ni en los aires esparcen su
fragancia los lirios.
Sólo el cauce arenoso de la
seca corriente
le recuerda al sediento el horror
de la muerte.
¡Mas no importa! A lo lejos
otro arroyo murmura
donde humildes violetas el espacio
perfuman.
Y de un sauce el ramaje, al mirarse
en las ondas,
tiende en torno del agua su
fresquísima sombra.
El sediento viajero que el camino
atraviesa
humedece sus labios en la linfa
serena
del arroyo que el árbol con
sus ramas sombrea,
y dichoso se olvida de la fuente ya
seca.
(Obras completas, p.
605.)
Rosalía
alude en este poema, bajo la forma de esos símbolos tan
transparentes (fuente, caminante, arroyo), a realidades muy hondas
de su vivir. Rosalía se siente fuente seca, agotado
manantial, y Rosalía sabe -¡siempre esa terrible
lucidez!- que el viajero tiene sed..., y que más lejos hay
rumorosos arroyos de frescas aguas. Hay un doble dolor: el de
sentirse incapaz de saciar la sed de ese viajero («ya el viajero allí nunca va su sed a
apagar»), y el dolor, quizá mayor, de sentir que
el viajero «dichoso se olvida de la
fuente ya seca»: Lo más conmovedor de este poema
es quizá su implacable lucidez: la fuente está seca,
y Rosalía comprende el horror que inspira ese cauce arenoso
al caminante sediento, y comprende la tentadora hermosura de arroyo
fresco, sombreado, que murmura a lo lejos... Hay dolor, pero
sólo en el último verso el dolor se hace amargo y
sangriento: «Y dichoso se
olvida de la fuente ya seca».
Quizá a
este caminante capaz de olvidar tan pronto la fuente donde
antaño ha bebido vayan dedicados estos otros versos:
Y vosotros, en fin, cuyos
recuerdos
son como niebla que disipa el
alba,
¡qué sabéis del
que lleva de los suyos
la eterna pesadumbre sobre el
alma!
(Obras completas, p.
591.)
Naya Pérez
protesta indignado contra el rumor de las desavenencias entre el
matrimonio; este «rumor» ha llegado hasta hoy.
También parece que no faltaron almas caritativas que
informaron a Rosalía de las «actividades» de su
esposo en sus prolongadas ausencias del hogar. ¿No
habría en las cartas destruidas nada sobre estos
«rumores»?
Finalmente,
reproduciremos un poema, que es como el resumen de la vida amorosa
de Rosalía. Este poema no aparece en la primera
edición de En las orillas del Sar, pero no creemos,
como Alonso Montero13,
que puesto que ella no dispuso su edición, no deba incluirse
en este libro. Los dos grandes errores de la edición de 1909
que preparó Murguía fueron el poema preliminar, que
es insulso y, sobre todo, el último que, por ser de tema
religioso y por su situación, parece la palinodia, del resto
de la obra de tono absolutamente distinto. Como contrapartida entre
los otros poemas añadidos están algunos de los
más bellos de toda la obra de Rosalía: llevan su
sello inconfundible (aunque puedan tener pequeños retoques),
y son tan desgarrados, amargos y doloridos y, sobre todo, tan
hermosos que bien pueden figurar como final del último libro
de nuestro poeta.
Sin duda -y
seguimos con hipótesis- Murguía en 1909 era ya
demasiado viejo y los tiempos habían cambiado bastante como
para que los prejuicios que impidieron en 1884 publicar versos
demasiado transparentes se hubieran desvanecido.
El poema, al que
nos estábamos refiriendo es éste:
I
Tú para mí, yo para
ti, bien mío
murmurabais los dos
«es el amor la esencia de la
vida,
no hay vida sin
amor»
¡Qué tiempo aquel de
alegres armonías!
¡Qué albos rayos
de sol!...
¡Qué tibias noches de
susurros llenas,
qué horas de
bendición!
¡Qué aroma, qué
perfume, qué belleza
en cuanto Dios
crió,
y cómo entre sonrisas
murmurabais
«no hay vida sin
amor!»
II
Después, cual lampo fugitivo
y leve,
como soplo veloz,
pasó el amor... la esencia
de la vida...
mas... aún vivís
los dos.
«Tu de otro y de otra
yo», dijisteis luego
¡Oh mundo
engañador!
Ya no hubo noches de serena
calma,
brilló enturbiado el
sol...
¿Ya aún vieja encina
resististe? ¿Aún late,
mujer, tu corazón?
No es tiempo ya de delirar; no
torna
lo que por siempre
huyó.
No sueñes, ¡ay!, pues
que llegó el invierno
frío y desolador.
Huella la nieve, valerosa, y
cante
enérgica tu voz.
¡Amor, llama inmortal, rey de
la Tierra!,
ya para siempre
¡adiós!
(Obras completas, p.
657.)
Ironía,
dolor, desesperanza, soledad. No sabemos cuándo fue escrito
este poema, pero sí está claro que el amor fue para
Rosalía una ilusión más desvanecida, uno
más de sus recuerdos dolorosos, un fracaso más en su
búsqueda de algo que diese sentido a su existencia. «Tú de otra y de otro yo»
(¿las escribió Rosalía en este orden? Casi no
importa): palabras que dicta el dolor, quizá el
resentimiento o el despecho. Pero, como siempre, de los dos hay
uno, que «dichoso» olvida, y
otro que lleva de sus recuerdos «la
eterna pesadumbre sobre el alma». Por eso las estrofas
finales del poema no hablan de dos, sino de una «vieja encina», de una «mujer» que se despide para siempre
del amor. Quizá él está bebiendo ya, «dichoso», en otro arroyo...
¿Hablaban
de esto las cartas de Rosalía, o mejor dicho las cartas de
«Rosa»?...