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Antropónimos en Lexicografía clásica bilingüe

Mariner Bigorra, Sebastián


Universidad Complutense. Madrid



La presencia de «versiones» de antropónimos es de larga tradición en los diccionarios bilingües de lenguas clásicas; pese a intentos más o menos personales de emplear simples transcripciones (recuérdese, p. ej., entre nosotros, la costumbre de casi mera transliteración del llorado Dr. D. A. García y Bellido), lo cierto es que se mantiene aun en obras muy recientes (p. ej., en el Oxford Latin Dictionary1, cfr. v. gr. s. v. Horātius, donde no falta la referencia al poeta con la equivalencia «Horace») e incluso en algunas en curso: así, en los actualmente en elaboración en el CSIC, el Diccionario griego-español2 o el Diccionario latino3, cfr., p. ej., en el primero, s. v. 'Agalli/j4, la equivalencia «Agálide»; en el segundo, s. v. Abaddon5, la castellanización «Abadón», sin geminada y con acento agudo. Hasta el punto de haber obras especializadas sobre la cuestión, como la del Dr. M. Fernández-Galiano6.

A primera vista cabría pensar que ello pueda ser porque, con estas equivalencias, la lexicografía se comporta más bien como enciclopedia que como instrumento semántico: más bien da noticias históricas, acerca de personajes designados con estos nombres que versiones de sus significados. Sin embargo, una atención a diccionarios bilingües de lenguas actualmente en uso permite creer que el mantenimiento indicado es de extensión mucho mayor. Así, p. ej., los siguientes entre diferentes lenguas y la castellana y/o viceversa: Ambruzzi, Collins, Larousse, Slaby-Grossmann7 ofrecen amplia y puntual noticia de las equivalencia de v. gr., «Jaime/Santiago» con sus respectivos Giacomo, James, Jacques, Jack, e incluso, si tal es el caso, de sus hipocorísticos, p. ej., Jimmy8.

Así que, por el momento, podría sentirse la impresión de que, por lo menos en los llamados todavía «nombres de pila», la costumbre de traducirlos se mantiene aún sin alteraciones. Muy distinta es la sensación que se recibe si se atiende al uso de los términos aludidos: la situación no sólo aparece muy cambiada, sino incluso cambiante y, encima, variada. ¿Quién sigue empleando hoy un traducido «Guillermo Meyer-Lübke»? ¿Quién -no ya, conservaría, sino- reconocería un «Gualterio von Wartburg» o una «Brígida Bardot? (¿Se me permitirá, sin embargo, aducir el testimonio personal de unos inmigrantes andaluces en Cataluña «vía Francia» que, en dos generaciones, distinguen entre la abuela, «Brígida», tal como se llamaba antes de partir de Almería, y la nieta, «Brigitte», nacida mucho después del regreso a España, pero cuando la celebridad de la actriz estaba en su apogeo?). Pero también, y en cambio, ¿quién se declararía contra un «Gualterio de Chatillon», o contra un «Rolando»? Más aún: ¿quién se extraña de seguir leyendo relatinizados los Vossius, Ciacconius o Scaliger entre renacentistas, eruditos e, incluso, ilustrados? Discrepancias de esta índole patentizan fehacientemente una crisis actual de la equivalencia de antropónimos.

Cuán profunda sea, podrá calibrarse -al menos-, relativamente comparándola con la que puede afectar a otros «nombres propios», los topónimos. Aquí es más fácil que a quien pretenda una intraducibilidad total se le pueda reducir a la incongruencia. ¡Cuántos usuarios del castellano que se niegan a acentuar «París» o a escribir «Nueva York» -incluso abreviado, «N.ª York» y hasta a decirlo, de modo que no se les oye más que el yanquizado «Nyuyork»- empiezan a chaquetear en su «purismo» ante Stockholm, para el que ya no rehúyen «Estocolmo» y van aflojando a medida que llegan a «Copenhague» -si es que de verdad conocen Kobenhavn- o a «Constantinopla», para la que, a lo sumo, llegan a escribir Estambul -que no Istambul-, hasta entregarse del todo arribados a Helsinki, cuyo nombre en la lengua de la nación de que es capital -lo mismo que el de ésta- puede que no hayan usado -o, ni siquiera, leído- una sola vez en su vida! Tal es la lección que puede ofrecer, a nuestros efectos, el material toponímico en su dimensión espacial. Por lo que a la temporal se refiere, la Lexicografía suele balancear globalmente, y sin una Lógica estricta, entre varias soluciones: desde la simple acomodación morfonológica del nombre original (p. ej., `Ella/j vertido al cast. como «Hélade») hasta la equivalencia mediante el nombre de la correspondencia geográfica actual (en el presente ejemplo, «Grecia»), en caso de que ésta no exista ya, a base de una descripción más enciclopédica que léxica, del tipo «antigua ciudad de los... actualmente despoblado de...». Es cierto que al contraste de tratamiento podría pensarse que subtiende uno entre los propios contenidos: mientras cabe que una nación, región, comarca, pueblo, ciudad, monte, río, mar, etc., subsistan hoy con más o menos cambios, los hombres que los construyeron, poblaron, habitaron, roturaron, navegaron, etc., de sólo cuatro generaciones para atrás, ya no continúan. Mas, si se observa un tanto mejor, se notará que los nombres de persona pueden también haber perdurado, aun después de morir quienes los llevaron, porque hayan tendido a heredarse, unas veces muy literalmente, otras, en cambio, por derivación. Cierto que entre estas épocas onomásticamente conservadoras han mediado otras con suplantaciones numerosas, parejas a las de las modas en la indumentaria, de modo que, en fin de cuentas, ni deja de darse el caso de antropónimos variados a voluntad de sus usuarios, ni, en el extremo opuesto, dejan de ser muy numerosos los que les han sobrevivido. La voluntad de los usuarios parece influir menos en la toponimia; con todo, tampoco parece negable que oposiciones como las de Euzkadi / Euskalherría / «Vascongadas», Catalunya / «Cataluña», «Zaragoza, Huesca, Teruel» -u «Orihuela », etc.- / Saragossa, Osca, Terol -u Oriola, etc. -, Lleida, Girona / «Lérida, Gerona», etc. son ejemplos de tratamiento debido muchas veces a razones subjetivas de sus respectivos utilizadores, que puede que los mantengan independiente mente de que correspondan o no a la lengua en que están escribiendo.

Si de motivos subjetivos por el estilo se pasa a la indagación de otros más objetivamente lingüísticos que puedan dar razón de la indicada «crisis» en la antroponimia, no parece, en principio, que el status del antropónimo ha ya de ser un tanto especial precisamente porque sea de adhesión indicativa, según lo había clasificado, en su psicologismo, el P. Van Ginneken9 junto al pronombre, los verbos modales y algunos adverbios, frente a palabras que piden a la mente una adhesión representativa. Lo que es válido para el resto de las palabras así agrupadas se revela ser un espejismo en el caso de los antropónimos -y de los nombres propios en general-. Es cierto que, p. ej., «esto» no puede, de momento, hacer imaginar al oyente ni al lector nada concreto: lo mismo puede tratarse de un libro que de un edificio o de una calle; en tanto que «libro», «edificio» y «calle» sí le hacen representarse, ya de entrada, cosas diferentes. Análogamente con los verbos modales -y otros auxiliares, p. ej., los aspectuales-: ni «soler» ni «poder» suscitan ideas concretas a la manera como se las pueden suscitar «entrar», «comer», «repartir». Quien «suele» ¿qué hace? Depende de si lo que suele es entrar, comer, repartir... Y así con «aquí» o «allí», frente a «dentro», «fuera», etc. En cambio, la dificultad de que Marco o Tulio no permitan, en principio, representarse a alguien concreto, vale sólo a primera vista y desde una perspectiva globalizante: sólo así se puede creer que, tal como «este» puede ser unas veces el profesor, otras, el alumno, otras, el bedel, también «María» puede ser unas veces la hermana, otras, la hija, otras, la nieta, que son tan diferentes entre sí como puedan serlo el profesor, el bedel y el alumno. Mas, una vez se atiende a la validez de estos antropónimos en pequeños círculos, se ve que, por muchos que fueran los Valerii o sean hoy los «García», en el grupo en que tales nombres o apellidos puedan ser usuales sin más, «María» es de adhesión representativa concretísima: hace imaginar a una mujer, a una joven o a una niña según sus diferentes fisonomías, porte, indumentaria, etc., tan concretas como puedan serlo las del profesor, el alumno o el bedel. No dependen de quien hable, como pueden depender las referencias precisas en cada caso de, p. ej., «este» y «ese» -y nada digamos ya de «yo» y «tú».

Mucho más adecuada parece para plantearse teóricamente el problema práctico que aquí nos ocupa la distinción de E. Coseriu acerca de designación y significación: los antropónimos designan más bien que significan. Mientras todos aquellos a quienes se considera «profesores» tienen de común entre sí mucho más que lo que tienen en común con todos aquellos a quienes se considera «alumnos», es perfectamente posible que lo común a las tres Marías en cuestión no sea nada que no puedan tener común entre sí las mujeres en general, y, probablemente, la niña así llamada tendría más en común (estatura, peso, juicio, etc.) con otras niñas que no se llaman «María» que con su tía-abuela que sí se llama así.

De ahí la tendencia a las precisiones antroponímicas (naturaleza, filiación, apellidos compuestos, apodos, etc.) cuando en un mismo círculo se hallan repetidos nombres en seres distintos, e incluso -probablemente también- el desuso de apellidos en generaciones donde Valerius o «García» son poco útiles para individualizar, porque los llevan muchos. (Mientras que, en cambio, los pronombres, los verbos auxiliares, etc., no suelen precisarse aunque sean de significado absolutamente vago, sino más bien recalcarse con enfáticos -tipos «yo mismo», «tú solo», etc. - o sucedáneos para remedio del desgaste fónico -cfr. celui-ci, «aquel», stesso, etc.-). A esta «poca utilidad» de algunos apellidos se ha ido intentando poner remedio a base de ulteriores distinciones con antropónimos más diversificadores: los segundos apellidos (no parece requerir prueba la afirmación de que se los encuentra en uso mucho más cuando el primero es de los generalizados, y que hasta llegan a suplantarlo: recuerdo que lo vieron muy claro los alumnos de Filología clásica de mis primeros años madrileños, al hacerles recapacitar que, en griego, ellos eran discípulos de los Dres. Fernández, Rodríguez y Sánchez, que no de Galiano, Adrados y Lasso, especialmente cuando contrastaban esta situación con el hecho de que no era nada dudoso que lo eran del Dr. Gil), los apellidos compuestos, también mucho más frecuentes cuando el primero es poco desambiguador (cfr., en el propio ambiente clasicista de aquellos años, la descendencia de nuestro colega de Arqueología, a la que él y su señora habían transmitido sus dos apellidos respectivos, «García Bellido» y «García de Diego» -más exactamente, éste era ya un compuesto de los dos del abuelo materno-), los apodos o agnomina, los desambiguadores según edad -j(unio)r, Maior, Minor, etc. -, parentesco -«padre», «hijo» para, p. ej., los Matías Prats- o profesión -p. ej. «el Retórico», «el Filósofo» para los Sénecas-.

Pero no es la historia de estos procedimientos lo que interesa directamente ahora y aquí, sino ambientar con ellos el estado actual de la situación a efectos lexicográficos. En este aspecto, parecen detectarse en la antroponimia hodierna dos tendencias fundamentales, que permiten explicar varios fenómenos, bien sea distribuidos por cada una de ellas, bien participando de la influencia de una y otra causas a la vez: a la fosilización y a la voluntariedad.

I. La tendencia a la fosilización actúa con mayor o menor intensidad según la índole de los antropónimos.

1. Es muy fuerte en los apellidos:

A) llega a prescindir del sexo en la onomástica neolatina y germánica (cfr., p. ej., «un tal Morenilla» o «una tal Moreno», Herr Abt y Frln. Abt); la eslava le escapa todavía mediante la -a en los femeninos (cfr., p. ej., Macowiecka, Navratilova). Hay moción, en cambio, en aquellas mismas lenguas respecto a los nombres personales, p. ej. «Juana/Juan» (alguna excepción se verá luego en 3A). En latín, en cambio, no había diferencia a estos efectos entre los distintos elementos onomásticos: el mismo procedimiento que permitía oponer una Quinta a un Quintus servía para distinguir una Valeria de un Valerius y una Severa de un Severus. La feminización del apellido en la onomástica neolatina apenas se da más que para esposas de personajes célebres (p. ej., «la Chinchona») o para esposas o hermanas de hombres muy conocidos en pequeños círculos (cfr., p. ej., en cat. familiar la Ferrera, esposa de un Ferrer -en este caso, con cambio, incluso probable de su propio apellido- o hermana de un Ferrer -en tal caso, claro está, llamada ella también, oficialmente, igual, con la fosilización registrada al comienzo de este mismo apartado-);

B) puede llegar a superar incluso la frontera lingüística, y ya no sólo por el hecho de que la fosilización resulte mayoritaria abrumadoramente, sino por haber alcanzado categoría de lo único regular: sería difícil oficializar hoy helenizaciones como la de Felipe Melanchton (= Schwarzerde) o latinizaciones como la de Cristóbal Longueuil, protagonista de una célebre sentada ante el Vaticano para forzar la concesión de la nacionalidad romana a nombre de Christophorus Longolius10. Sólo en casos muy intencionados dinásticamente (y gracias a las posibilidades proporcionadas por tener a disposición los registros o poseerlos propios) parecen haberse dado modernamente versiones de apellidos, cfr., p. ej., Mountbatten por Battenberg, con intención de desalemanizar esta forma, o cambios incluso más radicales, que rebasan la versión (cfr. «y de Grecia», ¿para evitar Hohenzollern?).

2. La fosilización puede alcanzar, incluso, a lo más significante de la antroponimia, a saber, al apodo (cfr., p. ej., «Billy el Niño» -por sus rasgos faciales-; «Lola la Piconera», etc.):

A) no sólo en cuanto el género, sino incluso al número: «la Moños» -personaje muy popular en la Barcelona de la primera mitad de este siglo (cfr. més conegut que la Monyos «más conocido que la Moños»); «el Pecas» -miembro de «la Pandilla» que, durante el primer cuarto del propio s. XX, era celebérrima en el cine mudo-;

B) también en cuanto a la diferencia de lenguas, p. ej., «alias el Visantet», así, con grafía a la castellana, pero en su forma levantina -esto es, no «Vicentito», pese a estar en castellano el contexto judicial de donde lo tomé-.

3. Al nombre de pila le llega en la actualidad esta tendencia fosilizadora en grado muy desigual:

A) escaso con referencia al género, cfr., empero, «María José», que parece predominar hoy sobre el casi general antaño «María Josefa» (¿venganza más o menos feminista por la falta de moción en el tan difundido entre varones «José María»?). Permítaseme evocar con emocionada gratitud a una bretona de nombre «en religión» muy español, Soeur Pierre d'Alcantara: su hispanización fue, al parecer, imposible de la manera regular esperable, «Sor Petra de Alcántara» y se la llamó de por vida «Hna. (y luego, Madre) ¡San! Pedro». (La propia comunidad contaba, en cambio, con una Césarinne, cuyo nombre cuajó casi tal cual: [Cesarín]11);

B) creciente la fosilización referida a la lengua, cf. Iñaki, Jordi, Lois en contextos castellanos, y recuérdense los Walter y Wilhelm aludidos al comienzo. La de los tres primeros puede servir de ejemplo del influjo de la tendencia siguiente.

II. A saber, a la voluntariedad; una especie de reconocimiento progresivo (¿y progresista?) de que cada cual pueda exigir que se le llame como él quiera, cual si, ya que no pudo tener voz y voto cuando le escogieron el nombre, recuperara sus derechos en algo tan personal, forjando, al menos, la manera como llamarle ya mayor, en lugar de relacionar su designación con una creencia que entronca su Jordi con el mismo mártir que en otras lengua se llama «Jorge», Georges, Giorgio, etc. (en caso de no católicos, la creencia puede ser substituida por «entorno cultural»: así muy concretamente para Héctor, Julio César, etc.)12.

1. Muy grande en los seudónimos, meros nombres literarios -equiparables, por tanto, a los artísticos de actores y actrices, cantantes, etc., tipo «Rocío Dúrcal»-, que pueden llegar a suplantar ampliamente el nombre propio; tal ha sido el caso en Azorín (¿cuántos, que le conozcan como «Martínez Ruiz»?), Blanco White, Clarín, etc. También entre ellos se dan fosilizaciones por encima del género13, cfr., p. ej., «Fernán Caballero», Víctor Catalá, etc.

2. Menor en los apodos más bien pasivamente aceptados según circulaban en el ambiente que voluntariamente buscados, aunque llegaran también a predominar sobre los nombres respectivos en frecuencia de uso, y aun a poco menos que excluirlos, como ocurre con «Cid, el Empecinado, Pancho Villa, Lenin, Stalin, Tito», etc. -ejs. tomados del artículo que citaré en la nota inmediata-.

3. Máximo: empezados, como seudónimos, llegan asentirse por los propios usuarios como hipóstasis características de unos determinados rasgos de una personalidad: tal el caso de M. Pessoa en la vecina literatura portuguesa, o, entre nosotros, de la divulgación y polémica médica del «Dr. Fernández Arqueo», médico, sí, pero que no se llama tal, y que sólo firma, así cuando sus artículos son de tema sanitario.

4. Sin llegar a tanto, es cierto que soplan hoy vientos muy fuertes a favor de considerar el nombre propio como algo muy personal, y que hay quien lo tiene por una de sus características más individuales, ya desde su origen, más de lo que puedan serlo su indumentaria, ornato, expresión, peinado y tocado y, en algunos casos, el maquillaje. Naturalmente, como antes de que uno pueda hacerse con esta noción y sentir ganas de ponerla en práctica, otros nombres habrán tenido que dárseles ya -en su infancia y niñez y, en más de un caso, en su primera juventud- viene a ser entonces (más o menos cuando se estabilizan también algunas otras de sus manifestaciones personales, p. ej., la firma) el momento de aceptar la designación recibida o de cambiarla. Cambio que más de un lingüista de prestigio considera del todo justificado e, incluso, digno de apología14.

Naturalmente, no es éste el aspecto del problema que más interesa al tratarse aquí precisamente de la antroponimia en las lenguas clásicas: por definición, sus usuarios no pueden ahora exteriorizar su opinión ante la «nueva ola» y, casi por definición también, aunque sea ex silentio, no consta mucho que ellos mismos se eligiesen sus apodos: casos como Felix para Sula y Magnos para Pompeyo son la minoritarísima excepción. Desde este punto de vista -de falta de constancia de que los propios nombres heredados o adjudicados hayan sido discutidos por quienes eran conocidos mediante ellos-, no parece que haya de sentirse escrúpulo para las versiones (tipos «Virgilio», «Horacio», etc.) que a lo largo de la historia les han afectado para su expresión dentro de diferentes lenguas.

Todo lo contrario: cabe observar que, entre las dos clásicas, lo abundante eran las acomodaciones en cualesquiera elementos de la antroponimia, lo mismo de la griega en latín que de la latina en griego, y no sólo grafémicas y/o fonéticas, sino incluso morfológicas: cfr., p. ej. Aeu/xioz < Lucios (prenombre), O)u))alerioz < Valerius (nombre), Sxipi/on < Scipio (cognombre), Ma/gnoz < Magnus (agnomen); viceversa: Plato < Pla/ton, Alexander < 'Ale/candros; como Scipio y los dos últimos, alcanzan el terreno morfológico otros, p. ej., los genits. sgs. latinos en -ae de masculinos como Thomas y Cleophas. Y no sólo se dan estas versiones con acomodación entre nombres de ambas lenguas clásicas, sino que cosas parecidas ocurrían también en el trasiego onomástico con otras lenguas, cfr., p. ej., cómo los nombres galos de N. en -ix pasaban a tener genit. sg. en -igis en la flexión latina, y algo análogo -ya hacia el final de la antigüedad- respecto de adaptaciones del germánico con flexiones a la romana de diferentes tipos, tales como Rodericus, Ervigius, genits. Faffilani, Hugonis, etc.15

De acuerdo con este carácter de sentimiento de la onomástica, el procedimiento de las versiones frente a la fosilización según forma en la lengua de origen puede ser aconsejable incluso por motivos literarios. Así, por ejemplo, cuando se trata de antroponimia «parlante», que ya deja de ser meramente designativa y alcanza a ser, a la vez, significativa, según suele ocurrir en muchos de los nombres fingidos en diferentes géneros (epopeya y narrativa en general16, sátira y epigramática, comedia, etc.). Válgame rememorar aquí que a persona tan cuidadosa en el tratamiento formal de la onomástica en la traducción como es nuestro colega Dr. A. Ruiz de Elvira le he oído verter los Colaphe, Cordalio y Corax de los lorarii de Hegión en el v. 657 de los Captivi plautinos por «Puñetazo, Garfio, Latigón»: no hay duda de que sólo así son parlantes también -de acuerdo con su oficio de azotadores y el cometido que en el propio pasaje les encomienda su amo que los llama: ir por las correas para azotar a los que cree que la han burlado- para el lector castellano, como debieron de serlo para la mayoría del público romano los nombres griegos con que Plauto había «bautizado» a tales personajes mudos, concentrando en tales denominaciones -que nada bueno presagiaban para los presuntos engañadores- toda la gracia que, sin decir nada, podían aportar al texto de la pieza. No hay que decir que una tal motivación no tiene por qué ser privativa de una literatura de la antigüedad: personajes de otras mucho más modernas hay que ven habitualmente «traducidos» sus nombres: cfr., p. ej., «Pulgarcito, Cenicienta», etc.

También literariamente la versión puede ser preferible al mantenimiento fosilizado por un motivo diametralmente opuesto al anterior: evitar que nombres familiarísimos en la obra original parezcan algo prototípico o antonomástico si se dejan en su forma primigenia: así, p. ej., «Romeo y Julieta», «Juan y Margarita», etc. Dejar, p. ej., Hans y Grette sin más sería a riesgo de convertirlos en nombres de niños no corrientes, como lo son en el cuento original, sino característicos, comparables, p. ej., con los de los tres mosqueteros, o con los de los «grandes detectives» ficticios, que -por ser de personajes excepcionales- se dejan prácticamente siempre en sus respectivos francés e inglés originales.

En consecuencia, pues, parece fundada la costumbre, seguida aún hoy, según veíamos al comienzo, de que los diccionarios bilingües (y muy especialmente los de las lenguas clásicas -entre sí17 y de cualquiera de ellas y otra moderna-, en los cuales ni siquiera se ha llegado a prescindir de suministrar equivalencias de los elementos onomásticos que en las modernas corresponderían a los apellidos, material que sí viene excluido de modo prácticamente ya tradicional en los de estas últimas):

A) den la traducción de los antropónimos significantes, aunque sólo sea en su parte dedicada a la etimología, especialmente si se trata de lenguas de extensa literatura (hebreo, griego, latín, árabe, alemán, etc.);

B) sigan proporcionando las equivalencias respectivas. Éstas pueden contribuir a reflejar mejor la anterior situación -más tradicional y humanísticamente conservadora y que, pese a ello, no dejaba de practicar las adaptaciones-; tienen ya un peso en las culturas modernas, y no parece oportuno cortar relación tan importante; por último, suministran en general el «registro» estilístico en tanto que la fosilización podría suscitar una impresión de extranjerismo por mímesis o por moda ocasional.





 
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