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La actitud vital de Horacio a la luz del existencialismo

Sebastián Mariner Bigorra





«La ocasión hace al ladrón». La de robar, se entiende. Y puede matizarse «robar» por activa y por pasiva: en el primer caso, cabe que contribuya a convertir a un hombre en ladrón la ocasión constituida por un conjunto de facilidades: de alcanzar lo apetecible, de pasar desapercibido...; en el segundo, la provocación por una serie de circunstancias intrínsecas, de las que el hasta ahora hombre honrado se ve presa: hambre, necesidad...

La presente ocasión de homenaje a quien ha dedicado bellamente una vida entera a demostrar con obras -que son amores- la «importancia de la propia asignatura» -presentada también a lo largo de toda esa vida con palabras de convicción auténtica- me infunde a mí la osadía -siquiera sea por una vez- de ponderar la importancia del propio argumento. Por activa: en cuanto que yo querría con todas las veras del alma ofrecer a Carmina mucho más que un corolario, como es, en realidad, lo que puedo dedicarle: homenajear a la doctora Villanueva representa para mí un cúmulo de facilidades para el estímulo. Por pasiva: en cuanto que, puesto en esta coyuntura de grandes aspiraciones, mi no menos grande ignorancia se acompaña de otra circunstancia intrínseca generada por aquélla: un atrevimiento en grado no menor: lo que ya he reconocido que no es más que un detalle (si, en la hipótesis de que Horacio haya sido oralmente la más añosa raíz de la actual literatura existencialista, podría ser precisamente la temática del existencialismo la que ofrezca una cumplida explicación a su problemática actitud vital) se me antoja importante, en mi ignorancia de que haya sido debidamente tratado y en mi atrevimiento de considerar que -piedra pequeña, como la de León Felipe- puede servir, sin embargo, de toque para contrastar algo muy profundo y muy serio: la sinceridad artística de uno de los más excelsos poetas latinos. Sirva, en todo caso, de alguna disculpa la amable insistencia -estimulante y retadora a la vez- de los colegas conocedores de la monografía anterior1 a que intentara explicar en profundidad ese primado que en ella resultaba haber detentado Horacio entre los posibles predecesores de los literatos existencialistas modernos, por encima de sus modelos griegos y de los restantes seguidores latinos: Homero, el de las generaciones humanas barridas como las caducas hojas; Sófocles, como el «adiós a la vida» en boca de Ayante; Lucrecio, con su catequesis programática de la Muerte como fin y final d e la existencia humana; incluso Catulo, el del tormento del alma destrozada, el de las preguntas de a qué aguardaba para morirse ya de una vez2. Y sírvame, por otro lado, de apoyo -tanto más importante y útil cuanto que producido independientemente3- el acercamiento de ideas existencialistas a la visión de la muerte en la poesía horaciana por parte de uno de los indicados colegas, E. Otón: «Horacio, el poeta fácil y brillante, cantador incansable del carpe diem, ha sido tal vez, si no el primero, sí quien con más fuerza, insistencia y serenidad ha acercado al hombre al problema límite de su existencia: la muerte»... «Habrá de pasar mucho tiempo hasta que el hombre vuelva a ser puesto frente a su postrimería, si vale decirlo, con toda su crudeza. Es la filosofía de Heidegger sobre "el ser para la muerte"»4. Aunque no sólo ésta, sino incluso la segunda característica del existencialismo literario que señalé en aquel trabajo, la angustia vital, viene también reconocida por Otón. Sólo que, al parecer, únicamente al modo «lucreciano» que yo allí traté de distinguir cuidadosamente del que sigo creyendo que se da auténticamente en Horacio: un modo que, a juzgar por la conformidad de Otón con Castorina, a quien cita dos veces al respecto5, no sería sino un intento, dentro del propio epicureísmo, de esforzarse «en superar-o, al menos, en disimular- la inquietud por la muerte, la angustia de la vida, las penas del verdadero amor: este esfuerzo nobilísimo es el otro aspecto del epicureísmo horaciano»... «El epicureísmo horaciano consiste, sobre todo, en el deseo -constante, prolongado hasta el final- de vencer la tendencia natural del hombre a la angustia»; citas que se ven coronadas, a renglón seguido, por esta declaración explícita del citador: «No cabe duda de que Horacio abrazó con sinceridad la enseñanza de Epicuro y quiso aplicarla como norma de vida.»

Válido apoyo, pues, en esa coincidencia en haber hallado en Horacio los dos ingredientes que se me antojaron característicos a la hora de tipificar el existencialismo literario: el «ser para la muerte» y la angustia vital. Pero apoyo sólo hasta aquí; a partir de este punto empieza ya el camino que he de reconocer que me toca recorrer solo. (Por ello ha habido que decir antes no que ignorara que hubiese sido tratado el posible contacto horaciano-existencial, sino que lo hubiera sido «debidamente».) Pues barrunto que la solución estriba en no haber roto, para Horacio, con el molde tradicional de una actitud epicúrea que hace un momento llamé lucreciana, pero que muchos discuten que pueda aplicarse ni siquiera a Lucrecio mismo6: catequizar a los hombres la doctrina epicúrea de que no es razonable la angustia ante la muerte, porque tras ella nada queda, con lo que tampoco queda dolor, de modo que es una auténtica liberación de los males de la vida; males que, por su parte, tampoco tienen que afligir al sabio, porque conoce que son pasajeros: esquivarlos sin preocupación y gozar plácidamente de los bienes mientras duran, he ahí la ataraxia, la imperturbabilidad del convencido. Y ¿desde cuándo cabe equipararla, placentera en las delicias del jardín de Epicuro, con la angustia de la vida, con la náusea existencial? ¡Si, más bien, se diría que son dos extremos opuestos, aunque lleguen a tocarse! (Como, en realidad, también alcanzan a coincidir epicureísmo y estoicismo, su otro extremo opuesto; éstos, cabalmente, en cuanto a que también el estoicismo, desde un punto de partida tan contrario, viene a desembocar en la imperturbabilidad, pues para su sabio no existen otros males que los morales, de modo que los físicos, aun los más terribles, no han de ser temidos, sino arrostrados sin pesar ninguno.)

No puedo pretender que los, hasta este punto, valedores míos no se hayan apercibido de la dificultad. Compruébese: por un lado, traduzco de Castorina7: «Con todo, su corazón tiembla; aquella "sabiduría" la enseña, no la posee: si la contradicción es ésta, es contradicción de epicúreo ideológicamente convencido, débil sentimentalmente. ¿Y no es éste el venero, osaría decir el secreto, de la poesía de Horacio?». Por otro lado, Otón, al defender a Horacio de tal acusación de debilidad, lo hace estribando en la «obligación de sinceridad»8 que, en su benignidad crítica, reconoce no sólo a Horacio, sino a los poetas en general. Pero ¿convencerá una tal benignidad radical a los más críticos que benignos? ¿Callarán para siempre las bocas de quienes ven en el augustismo del republicano de Filipos un oportunismo adecuado a los favores recibidos de Mecenas y a la ambición, o esperanza al menos, de recibir más? Naturalmente, no se ha escapado la problemática de una «conversión», suavizada además con el paliativo explícito de que «el epicureísmo y el estoicismo (si es que efectivamente llegó Horacio a convertirse)9 no son sistemi di concetti, sino forme e attegiamenti di vita. Son, naturalmente, para el poeta puntos vitales, no conceptuales, al menos en un primer momento»10. Pero, en tal caso -y más aún si incluso se duda de que pueda hablarse realmente de conversión-, ¿por qué no romper con el molde, no diré preconcebido, pero sí heredado, y admitir la sinceridad horaciana demostrable a base de reconocer que su pretendido epicureísmo -pretendido por él, según veremos: no hay por qué negarlo- no era, al revés de lo supuesto explícitamente, sino una envoltura conceptual, con la que Horacio, ¡engañándose sinceramente por ignorancia!, creía tener recubierta su actitud vital única y auténtica?

En este último interrogante se resumen a la vez el planteamiento de nuestro problema y un atisbo de la solución que se va a proponer.


I

Porque no un «Horacio sin problema». Se ha ido replanteando precisamente a lo largo de las líneas de quienes hemos visto que o lo negaban, o se asociaban a alguna de sus soluciones antiguas. Pero cabalmente hemos podido notar también cómo los nuevos vinos aportados no se encerraban, desvirtuados, en los odres viejos, sino que los hacían estallar: ni el fermento de la angustia, ni -menos aún- la acidez de la náusea se dejaban encerrar quedamente en la placidez -¡Bien Supremo!- de la ataraxia.

Y problema difícil, contra lo que hará pensar una lectura superficial del enunciado. En efecto, Horacio se ha autodefinido como epicúreo: ¿a qué darle más vueltas? No son testimonios contemporáneos; no, opiniones modernas: confesión de parte. El problema, se diría, no es que sea fácil; en realidad, es que no existe como tal. Pero ¡lástima grande que no sea verdad tanta belleza! Porque que el poeta se tuviera como «cerdo de la piara de Epicuro» no quiere decir que lo fuese en realidad. Lejos de mí ni siquiera el menor atisbo de tratarle de insincero: la afirmación se hace, por si todo lo demás fuera poco, en una epístola efusiva y abierta a un amigo del alma, Tibulo:


me pinguem et nitidum bene curata cute uises,
cum ridere uoles, Epicuri de grege porcum?11


Pero sí la sugerencia de que Horacio podía estar engañado sobre sí mismo, aunque no quisiera engañar a su entrañable compañero de vida y sentimientos. Efectivamente, el libro debió de aparecer el 20 a. C., tres años después que ya habían sido publicados los I-III de las Odas12, y difícilmente pudo haberse escrito ninguna de sus piezas antes del 26 a. C. Lo que significa, pues, que el así autodefinido era ya -o estaba a punto de ser- autor de las Odas romanas del libro III, y no sólo de aquellas en que propagandizaba militarísticamente que


Angustam amice pauperiem pati / robustus acri militia puer condiscat...


2, 1-3                



dulce et decorum est pro patria mori


2, 13,                


donde tal vez se podría objetar que también el maestro griego había reconocido que es dulce morir por el amigo, sino también de la 3.ª, iniciada con una definición del sabio estoico como «justo y tenaz en su propósito», para llegar a atribuirle lo que hace unos momentos mencionaba como característico de la imperturbabilidad de la Stoa13:

si fractus inlabatur orbis / impauidum ferient ruinae


3, 7-8.                


De esta misma imperturbabilidad había ya hablado en I 22, 1, si bien dispuesto -se dirá (y con razón) que epicúreamente- a seguir amando siempre a Lálage, la de dulce sonrisa, a Lálage, la de dulce mirar, en términos cuasi estoicos, pero con la peculiaridad, aquí, de referirlos a sí mismo, pues de su comportamiento ante el lobo del bosque sabino se trata: «el hombre intachable en su conducta y libre de culpa».

Es más: el problema, la «contradicción», según se pretende, se daría no ya entre la definición dada entre los versos compañeriles de una epístola de camaradería y los pensamientos «graves» de la lírica, lo más «elevado» de su producción, sino en el propio género epistolar, en la misma carta a Tibulo, y no sólo a corta distancia de la definición -la brevedad del billete no permite muchos cambios de pensamiento-, sino inmediatamente antes (vv. 13-14): «Hazte cuenta que cada día es el último que ves amanecer: ¡enhorabuena la hora que se le añada sin esperarla!» ¿Cómo se compagina con el epicureísmo de que literalmente a renglón seguido se hará gala esta «presencia» diaria y aun horaria del pensamiento de la muerte? Sobre todo, ¿cómo casa con la idea de liberación de los males o, al menos, no mal ninguno ese gozar infinitesimal con cada momento en que se la demora?

Si así de rara parece una tal actitud, no ha de extrañar que una de las explicaciones que he venido llamando tradicionales, la de una «conversión», cuente entre sus distintos matices con el que representó la postura de E. Courbaud14, que la atribuía, precisamente, a esta época: «... repudiant l'épicureisme de sa jeunesse, il est devenu stoicien». Que haya podido hacerse esta afirmación cabalmente para la época en que Horacio se autodefinía epicúreo creo que justifica más que suficientemente lo que anuncié al comienzo de este apartado: la declaración de parte, en este caso de Horacio, no anula el problema15.




II

Al contrario, permite enfocar la actitud de Horacio como problema: tal es la estridencia de la paradoja que la supuesta conversión plantea, que cabe cuestionarla por todas partes: en cuanto a cada uno de los extremos relacionados y en cuanto a la relación en sí. ¿Fue epicúreo Horacio joven? ¿Dejó de serlo maduro? ¿Hubo conversión?16.

Interrogantes que cruzan tan medularmente la personalidad horaciana no pueden menos de suscitar intentos de solución de la antítesis muy diversos, y aun contradictorios; y realmente los han suscitado. En una síntesis apretada, cabría enumerarlos más o menos así:

1.º Sospechas de insinceridad de alguna de las dos posturas antitéticas. Podría haberse dado de dos clases diferentes:

1.ª Con el lector. Hay que reconocer que apenas si tiene valedores. Un Cézard, por ejemplo, dispuesto a tildar a los vates antiguos de intentos de ocultación de la verdad incluso en lo formal17.

Pero no se ve qué interés podría tener Horacio en mentir en el presente caso: no se trata de nada ritual ni esotérico, que debiera velarse al profanum uolgus. Al contrario, al poeta se le tiene mayoritariamente, más bien, como desenfadado y extrovertido, capaz de cantarle las cuarenta hasta al lucero del alba... ¿Hubiera podido ser satirista, si no? ¡Si hasta supo escabullirse de la «presión» de las exigencias literarias de Mecenas mucho mejor que su común amigo Virgilio! No hubo manera de llevarle a la época. Además, cronológicamente, el problema se plantea incluso desde mucho antes de los fervores augústeos del Libro IV de las Odas18, máximo efecto de aquella presión, si es que a presión le fueron arrancadas, aunque sin sacarle de la lírica, que era lo suyo.

2.ª Consigo mismo. Esta clase de insinceridad horaciana sí ha tenido factores, tantos, que puede llamársela poco menos que tradicional: el tributo militar republicano en las filas de Bruto no habría podido soportar las duras condiciones a que le había reducido la derrota y, comprado por Mecenas -sobre todo, con el regalo de la finca en Sabinia-, se habría «pasado» al bando contrario, pero no manteniéndose como beneficiario personal de la «situación», sino «llegando» incluso a poeta áulico, degradado cortesanamente hasta la lisonja19 del príncipe «nacido por benignidad de los dioses», ante cuya prolongada ausencia se duele en el famoso hiperbólico luego:


«Devuelve la luz a tu patria ya, caudillo bueno,
que cuando, a modo de primavera, tu semblante
resplandece ¿arte el pueblo, el día discurre más grato
y los rayos del sol brillan mejor»


IV 5, 5-8                


Doblegado así ideológicamente, el paso al estoicismo no habría sido sino una faceta más de su servilismo ante Augusto: para favorecer la política nacionalista y moralizante del emperador, tocaba abandonar también las ideas filosóficas del placer como bien supremo, y pasarse a amorado, y aun propagandista, de la Virtud. Tan falto de sinceridad, pues, en lo político (chaquetero por compra), como en lo moral (subordinada la moral a la política: poco menos que el colmo de la inmoralidad).

Sólo que una tal tradición, que pudo campear a sus anchas en el prusianismo mommseniano, parece haber hecho quiebra entre el zarandeo de nuestras generaciones atormentadas. He aprovechado varias veces indirectamente, aplicándola a otros grandes discutidos (Cicerón, Lucano)20, la humanísima comprensión que, para las actitudes políticas (¿o sólo actitud política?) de Horacio supuso, ya en la serenidad de los años posteriores a la postguerra mundial, el estudio de V. Pöschl, Horaz und die Politik21. Permítaseme trasladar hoy aquí -por fin, aplicando directamente- uno de aquellos párrafos: «Aleccionado por los vaivenes de una situación insegura, tan difícil de penetrar históricamente, como es la que ha tocado vivir a muchos hombres de nuestro tiempo, el humanista Pöschl -austriaco de nacimiento, enraizado en Italia y profesor en Alemania, combinación de lo más explosivo en la segunda mitad de los cuarenta- se acerca lleno de comprensión a Horacio y, enfrentándose a los aspavientos de quienes condenan sus odas romanas y las alabanzas de Augusto en un ex combatiente de Filipos, les encuentra una explicación, sin necesidad de recurrir a la de la veleidad ni a la del oportunismo. Horacio pudo haber obrado en ambos casos con buena fe. No son exigibles a todo hombre ojos de lince para mirar al futuro, especialmente cuando ya incluso el presente está lleno de sombras confusas que le dificultan la visión. Horacio pudo temer, de buena fe, que Octaviano iba a ser una calamidad para Roma; con la misma o similar buena fe pudo reconocer que no lo estaba siendo, y elogiarle por ello, sin que su poesía merezca, por sólo romana y augústea, ser tachada de insincera. Al revés, el reproche sólo puede iniciarse si la insinceridad aparece en la poesía misma.»

Y no falta quien haya precisamente sostenido lo contrario: que ahora se halla en Horacio una espontaneidad y sinceridad mayores. Lo añado hoy, no sólo en defensa propia, es decir, de mi adhesión a la actitud de Pöschl, sino para que se vea que la suya no es una postura extrema, la diametralmente opuesta a la tradicional adversa, sino que todavía tiene alguien a su izquierda, más tolerante todavía, con lo que se constituye en un medio que no por serlo a mí me parece justo, sino que, por justo, se encuentra en medio de excesos y defectos. Había sido, efectivamente, a propósito de la estrofa hace poco transcrita cuando el entusiasmo de Villeneuve había estallado irrefrenable ya no en defensa, sino en elogio de aquellas espontaneidad y sinceridad horacianas22: «On sent, si l'on compare cette strophe et les suivantes aux pièces civiques des trois premiers livres, combien l'éloge y est plus spontané et plus sincère, et combien l'attachement d'Horace, entré désormais dans l'intimité du prince, avait grandi à son égard. Aussi bien Auguste, restaurateur de la paix, de l'ordre et de la sécurité, avait-il vraiment conquis l'opinion publique.»

2.º Si, de acuerdo con las anteriores consideraciones, se admite que fueron compatibles en Horacio una conversión política y una sinceridad personal, se pasa casi automáticamente a preguntarse si no pudo ocurrir lo mismo respecto a los matices de su actitud ante la vida. Esto es, abandonando las iniciales sospechas de insinceridad de la postura anterior, surge el estímulo de tratar de explicarse como sinceras las dos tomas de posición de Horacio ante la vida, epicúrea y estoica, y de admitir como válida la conversión que de una a otra había pretendido ver Courbaud.

Sólo que, ya de entrada y en general para todos los hombres, lo que es fácil en política no lo es tanto, ni mucho menos, en actitud vital. Y todavía menos en el caso concreto de Horacio. Ha quedado sugerido, en efecto, que la comprensión que su vaivén político puede haber despertado se debe a una evolución de las circunstancias que le rodearon. Apenas hace falta añadir que, con ello, se da por supuesto que el hombre seguía siendo el mismo: únicamente apreciaba de distinta manera a otro(s) hombre(s), a la vista de cómo había ido resultando su conducta. Ya antes, a lo largo de I, se ha patentizado cuán difícil resultaba, a propósito de Odas y Epístolas, encontrar actitudes polares «puras» y, sobre todo, poder marcar la «transición», aun contentándose con que la frontera no fuese una línea recta, sino una amplia zona de tierra de nadie. Pero es que lo mismo parece desprenderse del examen del resto de la producción horaciana y, sobre todo, de aquella que, por ser la primeriza o la más madura, mal podría escudar en una tal «transición» lo que más bien cuadra a una actitud de no alineado.

Mucho antiestoicismo hay, burla burlando, en las Sátiras: no sólo contra individuos de la escuela, que tal vez podrían considerarse objeto de aversión en cuanto que exagerados sectarios más que juiciosos afiliados (Fabio, Stertinio y, sobre todo, Crispino)23, sino contra preceptos bien conocidos como muy extendidos entre los practicantes, como es el caso de medir todas las faltas por el mismo rasero, dándoles castigos iguales, o pretender que, entre las habilidades del sabio, por el mero hecho de serlo, han de entrar las que la capaciten para todos los oficios manuales, incluido el de zapatero24. Más: II 3 es, es rigor, casi toda ella una diatriba epicúrea contra los estoicos. Pero ello no quita que dedique a su, por lo demás, poco alabado predecesor Lucilio, como elogio el más importante, el que jamás se metiera contra la virtud ni contra los que de ella eran amigos (II 1, 70). Ni que, en sentido contrario, queden abundantemente zaheridos los que iban desmesuradamente tras los placeres25. Ni, en fin, que en II 7 su esclavo Davo, estoico converso, resulte al cabo vencedor de la disputa, con lo que toda la pieza resulta ser una diatriba estoica contra el epicureísmo, compensadora de la de Damasipo de signo contrario recién citada.

Tanto o más primerizos, los Epodos26, de ellos, los 7 y 16, denostadores de las guerras civiles, y anteriores con gran probabilidad a toda captación augústea del poeta, lo muestran campeón más que de un pacifismo radical, a lo Tibulo, de una Virtus cuasi estoica, que desaconseja la guerra civil misma como procedimiento27.

Y, por el extremo contrario, el de la madurez, la comprobación contraria también: en el Libro IV de las Odas, nuevamente risas y besos y vino, de manera tan poco estoica, que mal se puede dar por abandonada, después de una «conversión », la supuesta actitud epicúrea inicial de los años mozos28. Con lo que la supuesta conversión, en lo que a actitud vital se refiere, aparece muy cuestionable en todos los sentidos. Si «no abandonada», ¿por qué «inicial»? ¿Por qué no, mejor, elemento constante? Y ¿por qué no constante también el otro elemento?

3.º Este haz de posibilidades equivale a una invitación a superar la antítesis sinceridad/insinceridad mediante una síntesis que pueda abarcar los hechos contradictorios que daban lugar a alguna de las dos explicaciones anteriores. Dos parecen ser los tipos de una tal síntesis que se presentan automáticamente: la contradicción y el eclecticismo:

1.º El primer tipo, como tal, a saber, en cuanto característica evidente y conspicua de una constante vital, parece fácil y prontamente descartable en el caso de Horacio. No se presenta él, que sepamos, con el corazón partido en dos, víctima desgarrada de un ansia de virtud estoicista y de un arrastre hacia el placer epicúreo. No: éste es seguido plácidamente, sin que obste ( = sin que haya contradicción) con una admiración por la virtud. Tan no la hay, que ni siquiera se considera que en el placer haya el polo opuesto de ésta. Nada, en Horacio, de lo que será explícita y aristocrática definición en Ovidio:

uideo meliora proboque, /deteriora sequor29,


lo que, en última instancia, cuadra bien con el reconocimiento generalmente aceptado del carácter poco apasionado de Horacio en comparación con el violentamente arrebatado de sus coetáneos Tibulo y Propercio, e incluso de Ovidio, sucesor de los tres. Se diría que hace falta una capacidad de reflexión sobre la concupiscencia propia para sentirla opuesta al dictado de la razón. Quien se deja llevar sin advertirlo, mal puede sentirse objeto de contradicción.

2.º Con ello parece que el otro tipo de explicación se impone: el eclecticismo: Horacio habría tomado de uno y otro movimiento moralista de su época lo que de bueno había, y lo habría incorporado a su conducta e incluso a su visión del mundo o, al menos, del hombre. Con ello resulta conjugable aquel no chocar de tendencia al placer y admiración por la virtud, de pacífico amigable convivir y de austera y disciplinada militancia, de tribunario entusiasmo por la libertad y de rendido servicio al príncipe de la auténtica paz.

No obstante este casar bien de las figuras del cuadro en el marco final, en los resultados, no parece todo tan sencillo desde la paleta al lienzo. Se tratarla de un eclecticismo tan sui generis, que no sé si cabría llamarlo tal, y ello sin piruetear juegos etimológicos con el concepto, que habla palpablemente de un «tomar eligiendo de», antes con sólo fiarse del sentido común del vocablo.

Horacio no ha tomado del estoicismo; tan poca idea tiene de haberlo hecho, que lo hemos visto autodefiniéndose como epicúreo sin más. Pero es que también esta definición impide la intencionalidad de equilibrio entre extremos o contrarios que subyace al habitual significado de la palabra. Poco costaría, ahora, intentar una solución ecléctica doblemente, partiendo la diferencia: algo así como suponiendo que, aun sin haber tomado activamente nada, aun sin darse cuenta de que lo tenía incorporado, el fondo virtuoso del mos maiorum, de la adusta moral tradicional del romano, coincidía amplia e intensamente con la actitud estoica (incluso podría ésta no ser sino el ropaje filosófico erudito con que se vestía aquella costumbre ancestralmente buena, la que precisamente trataba de preservar y reforzar la nueva política augústea, a la que vimos que pretendía servir, según Courbaud, la nueva alineación ideológica de Horacio). Pero este paso adelante en el eclecticismo, metodológico ahora, es una peligrosa arma de dos filos. En efecto, ¿por qué aplicarla sólo al ingrediente estoico del supuesto eclecticismo básico? ¿Acaso no cabría algo parecido en el otro término, proponiendo que, en lo que de matiz epicúreo hay en el comportamiento individual -o incluso en el adoctrinamiento literario- del poeta no debiera verse sino la raigambre templadamente mediterránea del itálico, suavizado, al entrar en contacto con la suavidad de su brisa y lo azulado de su agua y cerúleo de su cielo como se había suavizado el griego y se suavizaría luego el resto indoeuropeo que aquí llegara, germánico y eslavo, e incluso el semita y bereber?

¿Cuál fue, en efecto, el grado en epicureísmo alcanzado por Horacio? Quedó ya dicho -por boca de Castorina- que no el primario y rastrero del goce sin fin e irreflexivo. No: Horacio era erudito y meditó; escribió, incluso, sus reflexiones, cantó sus sentimientos. Pero la doctrina no le llevó a la cumbre: da la impresión de que también se quedó en ropaje filosófico dignificante de una muy explicable actitud humana, a bastante distancia de la cimera altura del sabio epicúreo: la imperturbabilidad. Amor a la naturaleza, dorada medianía, ecuanimidad tanto en lo próspero como en lo adverso: esto sí. Pero de aquí a la ataraxia va gran trecho. Y son otros -aparte de mí- los que reconocen que Horacio no lo ha recorrido entero, ni siquiera cuando más lo parece: al aconsejar a otros que aprovechen la vida: el que en I he llamado «gozar infinitesimal» de cada hora en la epístola a Tibulo, se encuentra homologablemente en el «carpe diem» a Leucónoe (Od. I 11, 8), tantas veces desfigurado y tanto, por no advertir que te sigue en el mismo verso el terrible «quam minimum credula postero», esto es, la amenaza omnipresente de la muerte, y haber olvidado, a sólo siete versos de distancia, el quizá más terrible comienzo de la oda: el poeta disuade a su amiga de consultar a los caldeos acerca del día final de ella y de él; la explicación inmediata ha sido el «vivamos y debamos, que un día moriremos»; ¿se me permitirá deslizar, al menos como hipótesis facilona, la sospecha de que, en la obsesiva angustia horaciana por el morir, el conocer la fecha exacta de la ejecución -como consta que ha ocurrido a tantos condenados- iba a ser la ciencia del mal que había de impedir el bien de un efímero gozar? Y homologable también, mutatis mutandis, el consejo a Póstumo (ibid. II 4), donde la inexorabilidad de la muerte pasa a protagonista, lo que constituye el más importante de los mutanda. Sobre todo, por lo inesperado, porque donde menos se pensaría -en sendas exaltaciones de la vuelta de la primavera- salta la liebre de la angustia vital, los dirigidos a Sestio (ibid. I 4) y a Torcuato (ibid. IV 7): nótese bien, para que no se piense en variaciones: mismo tema, misma desviación a la angustiada obsesión en los dos libros líricos más distantes en cronología. Demasiado abundante, reiterativo y, prácticamente, típico para que hubiese pasado desapercibido. Por ello hemos visto al comienzo que tanto Castorina como Otón paliaban sus respectivas visiones de Horacio epicúreo, admitiendo la posibilidad de que las aspiraciones, que en este sentido les atribuían, no hubieran pasado de intención. Por ello he podido decir ahora que otros lo han reconocido también. La ataraxia no fue realmente conseguida. Horacio, no epicúreo rastrero y vulgar, sino noble y erudito, no alcanzó, con todo, la sabiduría de la escuela. La doctrina no llegó a impregnar del todo al hombre. Hasta aquí mi acuerdo con los otros. Pero nuevamente, a renglón seguido, una propuesta de discrepancia, ya sugerida poco ha: ¿y si, en lugar de vivencia no del todo lograda, esa doctrina no hubiera sido sino ropaje circunstancial de la auténtica personalidad?




III

Si, para el planteamiento de este dilema, puedo contar con las armas que me proporciona una dirección de la filosofía moderna -un poeta del «ser para la muerte» y de la «angustia vital» ¿no podrá explicarse mejor desde la perspectiva existencialista que desde la epicúrea?-, para su resolución creo poder contar, a la vez, con datos muy objetivos de la Psicología contemporánea. Y me parece que los necesito. No me quedaría satisfecho, en efecto, combatiendo con sólo argumentos de índole literaria, porque se los podría tachar de subjetivos, convincentes sólo para quien participase -no sólo conmigo, sino con los mantenedores de la posición que impugno- de una admiración por el poeta en grado sumo. Me produciría una impresión de sofisma razonar más o menos así: «Horacio es un poeta cimero. La cumbre de la poesía comporta una visión del mundo personal, vivida total y sinceramente. Es así que Horacio no ha vivido el epicureísmo en su totalidad, luego su poesía no es epicúrea.» Me abstengo, por tanto. Si ha llegado a formularlo explícitamente, ha sido sólo para que se tenga en cuenta por parte de quien de modo paralelo -por ser el poeta quien es- cree válido poder atribuirle determinados valores, la sinceridad, por ejemplo. Opino que el buen camino -¡sin decir que éste no lo sea!- debe, en todo caso , recorrerse en sentido inverso: prescindiendo, de momento, de la admiración personal, y en el supuesto de que se crea connatural la sinceridad con la alta y profunda poesía, no inducirla del hecho de hallarse ante un gran poeta ( = «Valor: se le supone», de las cartillas militares), sino cuestionar a la obra y a la vida, y, si se las halla sinceras ambas y auténtica la relación entre sí, declarar cumplida la condición de sinceridad que se considera exigible al poeta cabal y verdadero.

Nada sofísticos, sino del todo válidos me parecen, en cambio, los razonamientos que cabe aportar para dicha solución a partir de la moderna teoría psicológica. Además, de aplicación muy sencilla, si es que no me lo hace considerar así precisamente mi condición de profano en la materia. Se trata, simplemente, de observar cuál es la actitud constante de la poesía horaciana ante la muerte y el más allá de la fábula mitológica, del que, como buen «poeta doctus», tiene a gala no prescindir. Pues bien: Horacio sólo presenta el lado triste de la muerte (separación, privación absoluta, desgarramiento familiar, inexorabilidad, lividez); ni una sola vez30 no ya el alegre, sino ni siquiera el meramente positivo (fin de los achaques de la vejez, superación definitiva del mal y del dolor; incluso la culminación de la vida, en el célebre final de la primera colección de Odas31 es presentada como un escapar a la muerte -designada lúgubremente con el nombre de la diosa dedos funerales, Libitina- de la obra del escritor). Congruente paralelismo en lo que respecta a la contemplación de ultratumba: ninguna mención de los premios -que también la mitología comportaba, y en variada abundancia, por cierto-; sólo tormentos, oscuridad, lodo, monstruos. Y tanto más llamativamente, cuanto que incluso en las dos ya destacadas odas ¡de exaltación de la primavera! Inferir de esa congruencia conjunta y total la idea de que, tanto en la conciencia como -quizá más significativamente a nuestros efectos: uiderint psychologi) en el subconsciente de Horacio, el «ser para la muerte» es una obsesión horripilante, capaz de impregnar de sentimiento trágico la vida, me parece una muy legítima inducción. Deducir de ahí que, ante tal panorama, el placer cantado por Horacio es más bien el desquite- no diré la droga alienante, pero sí el vino que hace olvidar, en el sentido de suspender ocasionalmente el memento mori-, el «¡que nos quiten lo bailao!» mucho más que el sumo bien (¿dónde la supremacía de lo escurridizo y fugaz?), lo encuentro altamente probable. Y concluir de todo ello que el ponible epicureísmo horaciano, más que doctrina profesada, a la que había que amoldar una conducta y la concepción misma de la vida, fue oportuno asidero a que agarrarse, para cohonestar razonablemente incluso por el lado teórico aquel desquite, se me antoja lógicamente elemental. Tanto más, cuanto que no pocas de las direcciones fundamentales de tal teoría (actitud indulgente, contentarse con un buen pasar, evitar los extremismos) coincidían con el adoctrinamiento práctico de una filosofía del sentimiento común en la que Horacio declara explícitamente32 haber sido formado por su excelente padre.

Por descontado que admitir esta conclusión no supone ninguna menos en la apreciación de la sinceridad de Horacio, ni quita un adarme a la unicidad de su visión poética. Al contrario, una y otra salen favorecidas, puesto que elimina toda sombra de oportunismo que pudiera tal vez haber empeñado la pretendida «conversión», si es que hubiera que admitirla. Como tampoco este reconocimiento no quita que pueda asentarse en el haber de aquellas fundamentaciones epicúreas a posteriori: la potenciación del capital de sensatez de la formación paterna, de modo que, entre uno y otras, lo mantuvieran anclado, en medio de su obsesiva angustia, sin que llegara a rebasar la fase del desquite y del hastío, prácticamente ignorando la de la náusea y el suicidio.

Más bien ya no parece que le hicieran. Llevarle a la auténtica alegría de la vida, con la aceptación serena de la muerte como no mal, espero haber demostrado que fue fase inalcanzada. Y confío incluso poder probar, en lo que falta, el porqué.

Pues hay que anotar, como compensación al asentamiento que acabo de reconocer en el Haber epicúreo, una cuantiosa suma también en el Debe. Tremendamente negativa resulta, en efecto, en general, para cualquier hombre, la omisión en la doctrina de Epicuro de la aspiración tan humana a la prolongación del bien, a que éste dure mientras se le siga queriendo como tal, a que no nos sea arrebatado. ¿Sumo bien, el placer, no siendo -ya no diré eterno- perdurable a voluntad? Espina en la rosa del gozar ese saber que, antes de estar ahíto, incluso deseándolo todavía ardientemente, se puede acabar. Sobre todo, aguijón envenenado, cuyo punzante escozor puede llegar hasta a hacer insensible para las mieles de la vida el acabar definitivo, el que ya no deja ni siquiera otear un volver a empezar otra vez, porque ya no habrá más veces: la muerte. Demasiado simplista para la mayoría de los hombres, la vacuna epicúrea contra el temor a la muerte. Cierto -genial, reconoceré incluso, por lo que tiene de lógico sorites- el razonamiento: «Si priva de todos los bienes, priva también de la conciencia de sentirse privado de ellos; luego no es un mal.» Pero con el inconveniente de servir sólo para los epicúreos ya muertos; para los todavía vivos, conscientes de que representa la privación de los bienes presentes, un mal ( = privación de bien), el Mal ( = privación de todo bien).

Tremendamente negativa para toda clase de hombres, con tal que sean capaces de imaginar hacia el futuro, cualquiera que sea el tipo de cosa que tengan por su bien, que les produzca la felicidad, hasta lo más rastrero. Que incluso el libertino, entre los vapores etílicos o la pesadez soñolienta de -lo diré en granadino- estar «ajumao», lamenta: «¡Lástima que tengamos que morirnos!», o formula, en optativo irrealizable: «¡No tendríamos que morirnos jamás!». Pero mucho más terriblemente negativa en los capacitados para catar bienes más excelsos, y más aún para los mejores catadores de estos bienes, los artistas. Entre ellos, los poetas. Entre éstos, Horacio.

Hoy día lo sabemos por confesión de parte que esta vez ya no llamaré doble, sino al cuadrado. La base es pieza célebre en estas cuestiones: el «Cant espiritual», de Maragall, confesión, sincera si las hay, de un poeta ante la muerte. La potenciación la han proporcionado las notas del propio escritor, los borradores del poema, que han permitido aquilatar todavía más aquella sinceridad, afinando al máximo el calibre de cada uno de los matices constituyentes. El afortunado operador fue, como es habitual, un hombre que se merecía aquella fortuna. E. Valentí, formado en el exigente rigor de la Filología clásica, especialista en el otro gran poeta latino de profesión epicúrea, Lucrecio, pudo terciar con autoridad propia y con la que le conferían aquellos instrumentos inestimables que manejaba, en la dilatada controversia de si el «Cant» era el grito angustiado de la duda o la esperada superación de la misma por la fe33. El sentido de la confesión, en lo que va a ser aquí aprovechada, el de más o menos las siguientes palabras:


«A aquel que a ningún momento dijo. "¡Tente!"34,
sino a aquel mismo que le trajo la muerte
yo no lo entiendo, Señor, yo, que querría
detener tantos momentos cada día
y hacerlos eternos en mi corazón.»



Detener: si ya no eternizar, al menos detener, sustraer al ritmo también inexorable del tiempo escurridizo la belleza que el artista, mejor que el filósofo, es capaz de estrujar de cada ser que de ella se halla transido. Me ha salido «estrujan»: ¿por reminiscencia del carpere de Horacio? No hace falta que lo sepa: basta, porque ya queda claro, que veo aquí la actitud natural en el excelso catador de belleza: no perderla, no dejarla, apurarla, mientras lo sea y satisfaga. En Maragall, deseo de prolongación, potenciado, a la postre, por una fe en un continuar después del tiempo, después de la muerte, compendio de todas las terminaciones sin dicha fe; renovación, gozoso nacimiento superador de todos los temores, con ella:


«Y, cuando venga aquella hora de temores
en que se cierren estos ojos humanos,
abridme, ¡oh Dios!, otros ojos aún mayores
para contemplaros faz a faz, Señor.
¡sea la muerte un nacimiento mejor!»



En Horacio, estrujar angustiado hasta apurar la última gota, dejando al día, una vez transcurrido, como esponja escurrida de todo bálsamo de belleza, de todo perfume de placer. Desquite por no poder confiar en que «mañana sea otro día», porque «mañana» puede, sencillamente, no ser. Pero desquite angustiado: porque ese apurar sin confiar en el mañana comporta automáticamente la pena de haber estado pensando, durante el placer, en que la fruición de la belleza puede no continuar.

Angustia, por otra parte, noblemente soportada: sin maldiciones, sin rebeldías contra la suerte propia, sin considerar delito el mero haber nacido, sin apenas quejas de una vida habitualmente pensada como río que ha de dar en la mar que es el morir; sin esperanza, pero también sin aspavientos de desesperación. Grande, en ello, la profundidad humana y la elevación artística de Horacio. Reconociéndolo al terminar, vuelvo a estar de acuerdo con mis respetados mentores y entrañables colegas, con quienes lo estuvo al comienzo, en el acercar a la explicación del problema de Horacio los datos del pensamiento -o, tal vez, mejor- del sentimiento existencial. Desearía de veras que en la extensa parte central en que he discordado, al proponer sustituir la imagen del Horacio sereno del preexistencialismo cristianizante del agustino Fray Luis (anima bona naturaliter christiana, había sostenido el autor de su Regla) y de Costa y Llobera, o incluso de ese acercamiento ya conocedor del existencialismo, pero contenido y respetuoso, de Castorina y Otón, con la imagen epicúrea más o menos tradicional, por la de un Horacio acechado por la angustia, no hubiera dado la impresión de que lo estaba rebajando. Si he podido darla, habrá sido por pura inhabilidad en la expresión. Estoy dispuesto a enmendarla muy gustoso, con la declaración expresa de que no se me oculta que la talla, en el espíritu, no se mide burdamente por alcance superficial de la estatura, sino por dinas de alerta y de tensión.

Así, el Horacio angustiado igual de grande o más aún que el sin problema, porque el mero no sucumbir a esa congoja no se consigue sin un alto grado de tensa autosuperación.







 
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