Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Oficios compartidos [Aparta de mí este cáliz, acerca a mí este cáliz]

Sergio Ramírez





Esta doble selección de poemas se la había prometido a Luis Rocha desde hace tiempos, para que apareciera en El Nuevo Amanecer Cultural en el mes de marzo [de 1992], como corresponde, acompañada de una presentación más concienzuda y extensa. En marzo se cumplió el centenario del nacimiento de César Vallejo (Santiago de Chuco, Perú, 1892; París, Francia, 1938); y también el cincuentenario de la muerte de Miguel Hernández (Orihuela, España, 1910; Alicante, España, 1942). Le dije desde entonces a Luis que llamaríamos a todo el homenaje España, aparta de mí este cáliz, España, acerca a mí este cáliz, por la confluencia que los dos grandes poetas de nuestra lengua encuentran en la guerra civil española, empezada en 1936, como se encontraron los dos, quizás la única vez, en el Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia en 1937.

Ese mismo año de 1937, en plena guerra y en plena coincidencia de causa, César Vallejo publicó España, aparta de mí este cáliz, Miguel Hernández, Viento del pueblo, y Pablo Neruda, España en el corazón, los tres libros de poemas dedicados a la causa republicana, que fue también la causa de Ernest Hemingway, de Louis Aragon, de André Malraux; la causa por la que fusilaron a Federico García Lorca, la causa de Luis Buñuel, la causa de Pablo Picasso frente a la inmortalidad de su Guernica.

En otro tiempo renovado, cerca de nosotros, con Nicaragua en el corazón, la causa de la revolución sandinista fue igualmente una causa internacional, la causa de Graham Greene, de William Styron, de Oliver Stone, de Alice Walker, de Salman Rushdie, de Leonard Bernstein, de Rafael Alberti, de Harold Pinter, de Gabriel García Márquez, de Carlos Fuentes, de Roberto Matta, de Julio Cortázar, el espejo de la solidaridad mundial vuelto a desenterrar, con sus reflejos deslumbrantes.

Tras muchos atrasos, de los tantos con que proyectos semejantes nacidos del entusiasmo justiciero se cruzan en mi camino, encontré que los días de Semana Santa eran los únicos que podría aprovechar para cumplir, aunque a destiempo, con el encargo que yo mismo me había impuesto, y me llevé a la casa que me dejaron en prenda Mundo y Claudia en El Velero, las obras poéticas completas de Vallejo (Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1979) y de Miguel Hernández (Alianza Editorial, Madrid, 1982) para hacer la selección y escribir el trabajo prometido a Luis.

Terminé la lectura y mi escogencia fue siendo marcada por una indoblegable atracción hacia los textos de Vallejo donde se acoge el recuerdo de su infancia perdida y la búsqueda a ciegas de sus hermanos muertos:


¿Aguedita, Nativa, Miguel?
Llamo, busco al tanteo en la oscuridad.
No me vayan a haber dejado solo,
y el único recluso sea yo.



Y no pocas veces releí la elegía de Miguel Hernández a Ramón Sijé, muerto en Orihuela, que era su hermano:


Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado...



El martes santo 14 de abril, a la medianoche, llegaron Henry Ruiz, mi hijo Sergio y Juanita [Bermúdez], a darme el aviso de la muerte de mi hermano Rogelio en Piong-Yang, al otro lado del mundo, y entonces, mientras abandonábamos la casa de El Velero con esa premura irreal que provoca la muerte, mientras rodaba el vehículo por la carretera solitaria hacia Masatepe, envueltos en el silencio en busca de mi madre, mientras avanzábamos sin remedio por las calles del pueblo dormido hacia aquella puerta de mi casa natal iluminada ella sola en la oscuridad, fui encontrando el sentido premonitorio de esas lecturas que me habían llenado de tanta desazón e infinita tristeza.

Recordé, además, que al sacar de los estantes de mi biblioteca en Managua la novela Sheltering sky (El cielo protector) de Paul Bowles, destinada también a lectura de veraneo, fue porque quería marcar una frase sobre la precariedad de la existencia que el mismo Bowles recita en la película de Bertolucci: creer que el número de crepúsculos que vamos a ver todavía es infinito, cuando sólo tenemos pendiente presenciar dieciocho o veinte puestas de sol, quizá menos. ¿Por qué esa insistencia sobre la frase de Bowles, metida como un hilo negro en la urdimbre de conversaciones en el corredor de la casa, Antonina, mientras en el mar se ponía el sol?

Y no pude tampoco olvidar, ardid de coincidencias, que César Vallejo murió también un 15 de abril en París, lejos de Santiago de Chuco, pobre, sin nada que heredar. Mañana del 15 de abril en Piong-Yang; primavera al otro lado del mundo, cerezos en flor, escarchados por las últimas heladas. Dice William Ramírez que una medianoche entró Rogelio a su cuarto, a despertarlo, con la cabeza y la barba cubiertas de nieve, para invitarlo a salir a ver la nieve que William quería ver porque nunca había visto nevar.

Ésta es una reflexión aparte, porque sobre Rogelio mi hermano, el hermano de todos, y su amor por la poesía, me quedan muchas cosas por decir, entre ellas que el poema «Campo de amor» de Blas Otero que aparece con su foto en la portada de El Semanario, estaba impreso en una tarjeta que repartieron en el homenaje tributado al otro gran poeta español en la plaza de toros de Las Ventas, en Madrid, el 19 de julio de 1979, en ocasión de su reciente muerte, homenaje al que asistió Rogelio, siempre donde menos se le esperaba en los momentos en que menos se esperaba, regresando de Libia de cumplir una misión del FSLN, mientras en Managua amanecía la revolución.

La tarjeta, que me trajo de regalo, ahora teñida de ese amarillo implacable del pasado, la tuve siempre y desde entonces en mi escritorio; y en mi cabeza, el recado que Soledad Bravo, quien había cantado Campo de amor en el homenaje a Blas de Otero en la plaza de toros, me envió con Rogelio: que no dejáramos de invitarla a venir a Nicaragua.

Ésta es, pues, una selección inducida por preferencias personales, sobre todo por las razones apuntadas; su rigor depende antes que nada del espacio de que disponemos en el suplemento, que podría ser fácilmente desbordado, pues se trata de dos poetas inmensos que me han acompañado desde la adolescencia.

César Vallejo y Miguel Hernández marcan, cada uno en la calidad incomparable de sus voces, dos cimas de la lengua castellana en el siglo XX. Los dos, parten de la corriente renovadora de Darío, y los dos son por sí mismos, renovadores que buscan afanosamente una ruptura desde el experimento verbal, utilizando la palabra como instrumento revolucionario y catapultándola desde el caudal de la herencia modernista. Mucho habría que decir sobre las reflexiones teóricas de Vallejo en cuanto a la palabra, su ambición de descoyuntar el idioma que cristaliza en Trilce, una ambición que Miguel Hernández cumple desde sus orígenes gongorinos, entre ecos modernistas, porque son sus lecturas de Góngora las que marcan sus primeros empeños renovadores.

Los dos se encuentran también en el compromiso, un término y una actitud que trata de ser puesto hoy en descrédito, aunque ningún crepúsculo ideológico podrá hacer olvidar su condición de poetas proletarios, combatientes de una causa, la causa, cada uno por su lado, poetas de izquierda, poetas militantes, poetas antifascistas, poetas comunistas, aunque esas parezcan ahora malas frases, o malas palabras.

César Vallejo perseguido y procesado en el Perú, acusado de instigador de un motín popular en Santiago de Chuco en 1920, expulsado de Francia en 1930 por sus viajes a la Unión Soviética y su participación en protestas callejeras en París. ¿No iba a morir en París con aguacero, un día del cual tenía ya el recuerdo, pobre, sin nada que heredar?

Miguel Hernández, soldado del Quinto Regimiento de las Milicias Populares en el Ejército Republicano, capturado en 1939 por la Guardia Civil en Rosal de la Frontera, en Huelva, internado en cárceles de Sevilla y Madrid; en septiembre de 1939, escribió en la prisión las Nanas de la cebolla, la canción de cuna más honda y dolorosa de la lengua española, sólo comparable a A Phocas, el campesino, de Darío. Condenado a muerte en 1940 por un consejo de guerra franquista, le fue conmutada la pena capital por reclusión de treinta años, y murió en la enfermería de la prisión de Alicante en 1942, el mismo año de la batalla de Stalingrado. Pobre, sin nada que heredar.

César Vallejo, un cholo del Perú, hijo de mestizos pobres; Miguel Hernández, un campesino de Orihuela, hijo de campesinos, pastor de cabras él mismo, dos rayos que no cesan. La causa que defendieron jamás entorpeció la excelencia de sus obras, en la avanzada como hombres, y en la avanzada como creadores, instigadores de una revolución literaria. Vallejo insistía en que la modernidad no estaba en sumar un catálogo de términos modernos en la poesía, sino en usar la poesía como instrumento de la modernidad, de la transformación del mundo a través de la palabra, para que fuera una poesía de los nuevos tiempos.

Ahora, Luis, pospuesta esta tarea desde hace ratos, cumplida a destiempo, y después de todo lo que nos ha pasado esta Semana Santa, dejemos simplemente como título de este homenaje Aparta de mí este cáliz, acerca a mí este cáliz. Siempre estará lleno de lágrimas.

Lo sabe Antonina, que con igual tristeza premonitoria, en las tardes sin aire de El Velero, se asomó a las páginas señaladas por mi mano en esos dos libros, donde estaban ya marcados los signos del dolor:


Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

Otra vez, la poesía repite a la vida.





Indice