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ArribaAbajo La retórica de la conciencia: Cartilla de la doctrina religiosa del padre Antonio Núñez de Miranda70

Podría parecer algo excéntrico que en este Simposio tan iluminador, en el que se han debatido temas que tratan esencialmente de la aniquilación de una cultura a manos de otra o de la reflexión ontológica de nuestro continente, y su relación con el eurocentrismo tradicional para contemplarlo como ser de naturaleza y de cultura, se hable ahora de un personaje novohispano de fines del siglo XVII y de la fuerza ejercida por su palabra. No obstante, y aunque alejados del contexto de la conquista, el descubrimiento, encuentro o apoderamiento de dos mundos, hay una relación esencial entre los tópicos antes mencionados y el nuestro: la sumisión del «otro» ejercida desde el poder; el profundo sentimiento de «diferencia» que experimenta el otro subalterno, a pesar -o quizá por ello mismo- de pertenecer a la cultura oficial. La alteridad de la que hablamos se refiere concretamente a la condición femenina en la sociedad novohispana del siglo XVII, o, más bien, al imaginario colectivo que de la mujer se tiene en un contexto dominado por los valores hispánicos trasculturizados a la geografía novohispana. Esta ponencia quiere más bien plantear supuestos ideológicos que dar tajantes conclusiones definitivas. Quisiera presentar una trilogía de protagonistas: la mujer en su condición doble de sumisión: como ser histórico del XVII novohispano y como religiosa; a un personaje célebre por su relación conflictiva con otro más célebre aún: el jesuita Antonio   —56→   Núñez de Miranda, confesor de sor Juana -de quien necesariamente se hablará como ser atípico en su contexto-, y del discurso de poder que los circunda a todos, representado en prácticas de confesores de monjas, en libros de meditaciones, en reglas y constituciones de las distintas órdenes religiosas, como referencias a dos textos centrales: la biografía que de Núñez hace su discípulo, el también jesuita Juan Antonio de Oviedo y de un texto dialogado del mismo Núñez: la Cartilla de la doctrina religiosa, de la que manejamos la edición original de 1680.

Para comprender la condición real de una monja en el tiempo de sor Juana, creemos que lo mejor es acercarnos a los textos que rigen todas las pulsaciones de su vida de clausura, y de su comportamiento íntimo y cotidiano: las diversas reglas que condicionan su existencia, desde la entrada al convento hasta su muerte y entierro en él. De entre las reglas y constituciones que de la época hemos encontrado, nos interesa una en particular, la de las monjas agustinas del convento de San Jerónimo de Puebla, de fines del XVII. ¿Cuál es el interés especial hacia este texto normativo? Son dos: el primero, que las monjas jerónimas, a las cuales pertenecía sor Juana, se regían por estas constituciones; el segundo gran interés es que estas religiosas dependían del obispo de su diócesis, y el prelado que publica esta observancia es nada menos que el doctor Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla y al que todos conocemos como sor Filotea de la Cruz. El texto se divide en dos partes: en la Regla y en las Constituciones: la primera -que recomienda leer cada semana- se refiere especialmente -según el propio san Agustín- a la armonía y convivencia que deben guardar las esposas de Cristo en su vida de comunidad. Es una síntesis de la buena observancia de los cuatro votos: pobreza, clausura, castidad y, sobre todo, obediencia. Las Constituciones son treinta y cinco; la mayoría de ellas se refieren a la organización interna de la vida de clausura y, lo que es muy importante, a la disciplina interna que deben guardar las profesas, sometidas a la jerarquía de la priora, vicaria, conciliaría y otras funcionarias religiosas. Nos percatamos de la subordinación absoluta de la monja a la autoridad. En este sentido, la obediencia ciega, la supresión de los impulsos interiores, el sentido real y simbólico de la uniformidad en la ropa y la autonegación de la voluntad, recuerdan la severidad de la vida   —57→   militar. En ambas se manifiesta abiertamente la aniquilación de la inteligencia en cuanto ejercicio libre de la decisión intelectual. Es muy claro al respecto el padre Nicolás de Guadalaxara, jesuita y contemporáneo de Núñez, cuando asevera en sus Meditaciones que entre los enemigos del alma se encuentran -además, naturalmente, del cuerpo- los sentidos interiores, sobre todo: «la memoria vaga y el entendimiento ignorante». Aclaremos que el predicador jesuita se refiere a la memoria y al entendimiento puestos en cosas profanas. Para terminar con las Constituciones vemos que sus capítulos no descuidan ningún aspecto de esta entrega irrestricta del ser, que demanda el estado religioso: se habla de cómo deben ser los hábitos de las jerónimas; de los locutorios y los lugares limitados donde se puede hablar; de la clausura perfecta, de las culpas, de la forma en que se debe de enterrar a las difuntas, del silencio y de otras formas voluntarias de anulación del ser. Concluyamos con las recomendaciones que el obispo de la ciudad de los Ángeles hace a sus amadas religiosas:

Lloró el santo Rey Josías, y rompió sus vestiduras, quando vió olvidados los libros de la ley de Dios, por ser Regla, y Constituciones de su Pueblo; coligiendo con espíritu admirable, que tal estaría la obediencia en los súbditos, quando estaban llenas de polvo las Reglas, y Constituciones de los Superiores. Y assí, para no incurrir en esto, lean muchas vezes, y reconozcan, lo que han de guardar, que sin este cuydado, se cria fácilmente el descuydo; con el descuydo el olvido, y con el olvido de lo bueno, la relaxación, y desorden de lo malo71.



Antonio Núñez de Miranda es uno de los más influyentes y poderosos dictaminadores de conciencias de su contexto social. Su fama de santidad y de sabiduría llegaban hasta el otro continente. Antonio Alatorre señala con acierto que: «No son raras, desde luego, las figuras de este tipo en el mundo hispano-católico de la época». Nosotros agregaríamos que la proliferación de guías espirituales, con un ascendiente conciencial tan fuerte e   —58→   influyente, se debe a toda una forma de espiritualidad barroca, producto de la Reforma católica. El hombre del XVII «necesita», en el sentido más literal de la palabra, la constante confrontación desgarrada y ejemplar con el desengaño y la muerte. La vivencialidad casi plástica y profundamente emocional de las potencias del alma, la enseña, como nadie, la ascética pragmática de Ignacio de Loyola. El auge de los Ejercicios espirituales en la época barroca es tanto estético como ético. Nada sacude tanto a la conmoción realista-espiritual de los sentidos interiores, como señala el antes citado padre Guadalaxara, como el breve y efectista libro del santo vasco. Él y la santa de Ávila son los nuevos guías de la meditación espiritual; por ello su canonización es incuestionable. De ahí que Núñez de Miranda, puntual y fervoroso seguidor de la meditación realista de su orden, sea en la Nueva España el más solicitado confesor de virreyes y arzobispos. Entre sus hijos espirituales se cuentan, como clientela asidua, las religiosas. Oviedo dedica todo un capítulo de la biografía de su maestro a su relación con las monjas (el cuarto de la segunda parte) y lo intitula: «Quánto aprovechó en espíritu a las Religiosas». Nos lo muestra como convincente instigador de ricos caballeros coloniales que con sus cuantiosas fortunas amplían o construyen conventos de monjas. No era otro el destino, como sabemos, de las mujeres que no se casaban, mas que tomar el estado religioso. Pero el celo del jesuita por la salvación de las religiosas va mucho más lejos. Oviedo nos dice las siguientes palabras:

Tratábales en las pláticas de los puntos más substanciales de la vida religiosa, de las obligaciones a que empeña tan alto estado, y con la energía y eficacia que sabía, les ponderaba cuán estrecha cuenta tiene que dar a Dios la que habiéndolo dejado todo y encerrándose con perpetua clausura en las paredes de un Convento, vuelve los ojos atrás, y prendándose de cosillas de ninguna importancia, se pone voluntariamente grillos para no caminar ligera por la senda de la perfección. Correspondía a tan fervorosas pláticas colmado fruto, fiando muchísimas Religiosas la dirección de sus almas de la prudencia, sabiduría y santidad del Padre Antonio72.



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Naturalmente, Oviedo destaca entre todas sus hijas espirituales a sor Juana, a la que dedica el capítulo siguiente: «Dase noticia de la Madre Juana Inés de la Cruz, a quien hizo Religiosa el Padre Antonio». A él volveremos más tarde, por lo pronto nos interesa proseguir con la relación de Núñez con las monjas. El mismo biógrafo destaca:

Este fruto que de sus pláticas y confesiones experimentaba el Padre Antonio en las Religiosas le daba alientos para asistirlas en cuanto podía. Y por aprovecharlas más universalmente, y con mayor permanencia dispuso, y dio a la estampa un cuadernillo con título de Cartilla de la doctrina religiosa, en que por modo de diálogo de preguntas y respuestas allana con admirable método, claridad y brevedad, cuantos tropiezos de dificultad se les pueden ofrecer a las Religiosas tocante a la observancia de los cuatro votos de pobreza, castidad, obediencia y clausura, al modo, devoción y frecuencia de la confesión y comunión, al cumplimiento del rezo divino, al acierto y madurez de las elecciones; y finalmente no deja dificultad que se pueda ofrecer a una Religiosa en el cumplimiento de sus obligaciones, que no la resuelva con grande solidez en lo teológico, sin el embarazo, de sentencias y de citas, y con grande claridad y suavidad en el estilo73.



Sin duda que en esta larga referencia Oviedo ha resumido -mejor de lo que nosotros pudiéramos haberlo hecho- el contenido de este breve libro de treinta y nueve folios. No obstante, yo quisiera resaltar la eficacia ideológica del discurso en el texto de Núñez. Ya su discípulo destaca la «claridad y suavidad en el estilo», es decir la retórica, como en el XVII se entendía esta palabra, que Covarrubias define como «modo de hablar con arte y compostura». Igualmente quisiera apegarme a la acepción que de conciencia se tiene en la época: «Ciencia de sí mismo o ciencia ciertísima de aquello que está en nuestro ánimo bueno o malo». En este sentido, la Cartilla de Núñez de Miranda es una impecable disertación dialogada que cala profundamente en la interioridad de las monjas para inducirlas a discernir el camino de la observancia religiosa. El diálogo es la estrategia   —60→   discursiva perfecta, pues incita al planteamiento de temas que se derivan unos de otros y que otorgan la ventaja cognoscitiva al conductor de la conciencia. Como ocurre con todo auténtico discurso de poder, no existe un verdadero interlocutor contestatario, sólo aparece un convencido dialogante que se deja llevar por la persuasión dialéctica de su guía. Con esto quiero decir que las preguntas están siempre planteadas en función de la verdad irrebatible de las respuestas. Veamos sólo algunos ejemplos que ilustran las secuencias y consecuencias que tiene el diálogo llevado por Núñez con sus ideales y dóciles interlocutoras. La Cartilla se inicia con la pregunta fundamental de la vocación religiosa:

Preg[unta]: [...] Y en primer lugar, muéstranos para qué fin, y con qué intención, hemos de desear, y procurar, ser Monjas? Resp[uesta]: Que me place, hijas mías. Havéis de desear, ser Religiosas, sólo, para servir a Dios, apartadas de los peligros del siglo, en vida perfecta de religión. Y para, por este medio, ir a gozarle en más alto grado de gloria al Cielo74.



Con estas palabras que dan pie a toda una dialéctica de la condición espiritual y material del ser religiosa, se desarrolla el diálogo. En este sentido la Cartilla va a referir ejemplarmente su sujeción al poder que debe asumir una monja. Su vida va a estar siempre sujeta a la autoridad, aun cuando ella misma la ejerza. En realidad la finalidad de los tres votos de clausura, castidad y pobreza se significan en la obediencia como praxis. Claras y casi amenazantes son las palabras de Núñez cuando las moldeables aspirantes a monjas le preguntan sobre la obediencia: el voto de obediencia consiste «en sugetar a los Prelados y Preladas, toda su persona, y acciones, con un mismo juicio, y voluntad, que es la primera, y principal sugeción».

Hasta aquí la Cartilla; volvamos a la biografía de Núñez escrita por Oviedo, al capítulo V de la segunda parte. Este pasaje es en verdad revelador de la diferencia radical que existía entre Núñez y Juana Inés. Sabemos que en lo «distinto», en el antípoda, reside el principio esencial de la alteridad, y el miedo que ella engendra. Veamos las palabras de Oviedo,   —61→   quien toma franco partido por su admirado maestro. Sabe que la acusación principal que se le hace al confesor es la pretendida prohibición que Núñez imponía a sor Juana para dedicarse a la creación intelectual. Oviedo dice que ese veto fue falso, pues el padre

[...no] prohibía a la Madre Juana el ejercicio decente de la poesía santificado con los ejemplos de grandes siervos y siervas de Dios, estorbábale, sí, cuanto podía la publicidad y continuadas correspondencias de palabra y por escrito con los de fuera, y temiendo también que el afecto a los estudios por demasiado no declinase al extremo de vicioso y le robase el tiempo que el estado santo de la Religión pide [...]75.



Al decir esto Oviedo hace coincidir a Núñez con Fernández de Santa Cruz. Sin embargo, los pasajes más inquietantes son los que reflejan el miedo que el confesor tenía de la jerónima. Desde que Núñez conoce a Juana Inés ve en ella la alteridad singular que existió entre ambos. Sabía del éxito que la joven tenía en la corte y esto le hace decir a Oviedo estas significativas palabras: «[...] que no podía Dios enviar azote mayor a aqueste Reino, que si permitiese que Juana Inés se quedara en la publicidad del siglo»76. Más reveladoras aún son estas apreciaciones:

[...] él mismo [Núñez] la víspera de la profesión sin atender a su mucha autoridad se puso a componer por sus manos las luminarias. Porque decía el Padre no quería que tuviese el diablo por donde tentar a Juana Inés, y porque todo lo juzgaba el Padre muy debido, a quien abandonando tan floridas esperanzas de valimiento y estimación en el mundo, se ofrecía holocausto agradable a Dios en la ara de la Religión77.



Sor Juana, como lo demuestra en la Carta encontrada por Aureliano Tapia en 1980, fue siempre consciente de la reserva que Núñez le tuvo. Es   —62→   lógico que así haya ocurrido. La escritora era el «otro» absolutamente incompatible para el jesuita. La monja jerónima fue para él la personificación constante de la transgresión; ella lo supo, de ahí su preferencia por los transgresores en su autobiografía grandiosa, el Sueño. Ella, igual que Ícaro y Faetón, se sabía «el ejemplar osado» (v. 785), «el ejemplar nocivo» (v. 820) que su diferencia y su genio le impusieron como destino.



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ArribaAbajoDos dedicatorias de Núñez de Miranda a sor Filotea de la Cruz, indicios inéditos de una relación peligrosa78

En la compleja red de relaciones que determina el existir de una religiosa -al igual que en la estructura familiar de la época, de la cual la vida monástica es sólo un trasunto- es el varón el que marca los designios que guían la vida de la profesa. En la orden de las monjas jerónimas, y al no existir en la Nueva España el equivalente masculino de ese instituto religioso, es el obispo de la diócesis en la que ellas residen, el responsable directo de la clausura femenina. De ahí que Manuel Fernández de Santa Cruz, al emitir la Regla y Constituciones de las jerónimas poblanas, subrayara una de sus principales responsabilidades: «luego que llegamos a este Obispado, que por la Gracia Divina y Santa Sede, ya sin suficiencia y méritos nuestros, se nos han encargado, pusimos los ojos en reconocer las Reglas y Constituciones de las Religiosas, que están sujetas a nuestra jurisdicción»79.

En cuanto a la elección que del confesor de monjas se hace, el documento señala lo siguiente:

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Y ordenamos, que ningún otro Clérigo, o Regular pueda confessar a las Monjas, sino sólo aquellos, que especialmente fueren diputados, y asignados por el Prelado: y la Priora q[ue] fuere del Monasterio no permita en manera alguna, confiesse ningun otro a las Monjas sin constarle primero si tiene especial licencia para ello [...]80.



Las anteriores alusiones al código canónico que gobierna a las religiosas jerónimas nos ayudan a comprender la conflictiva y engañosa relación de sor Juana con su supuesto admirador y amigo, el obispo poblano travestido como sor Filotea de la Cruz. También nos revela que el rompimiento de la monja con Núñez significa en buena medida su marginación del deber ser monástico, lo cual nos patentiza que el trato que una religiosa tiene con su confesor se vuelve una relación de destino.

Hasta ahora conocíamos de manera rápida e indirecta algunos indicios de la relación entre ambos influyentes personajes. Quizá el testimonio más pormenorizado sea el que nos ofrece el padre Juan Antonio de Oviedo, quien en 1702 publica una biografía de Núñez, la que se ha hecho ya célebre entre los estudiosos de sor Juana. El autor alude en dos ocasiones a la relación entre los dos eclesiásticos; en la primera habla de cómo coinciden confesor y prelado en la necesidad de alejar a sor Juana del conocimiento filosófico y del cultivo de las letras profanas:

Bien conoció aquesto con su grande entendimiento [la prohibición de Núñez] el Ill[ustrísi]mo y Exc[elentísi]mo Señor Doctor D[on] Manuel Fernández de Santa Cruz Obispo de la Puebla de los Ángeles [...] que con ser uno de los mayores plausores que tuvo la Madre Iuana, sin embargo, en la carta que con nombre de Sor Philotea de la Cruz [...] alaba la honesta habilidad, y ocupación de la Poesía, y lección de libros, le aconseja, que trate con empeño en leer el de JESÚS Crucificado [...]81.



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La mención a la severa reconvención que Santa Cruz hace a sor Juana la expone Oviedo para suavizar la condena del confesor:

Hame parecido conveniente esta advertencia, porque parece no ha faltado quien califique de demasiado severo, y aun pagado de su propio juicio, y dictamen al Padre Antonio, por aver procurado contener el natural affecto, e innata inclinación a las letras de la Madre Juana en los límites de una decente, y moderada ocupación, para que del todo se dedicasse al estudio de la perfección82.



La segunda vez que Oviedo menciona al binomio Núñez-Santa Cruz es cuando refiere la admiración y deferencia que las personalidades más notables de su tiempo sentían hacia el jesuita prefecto de la Congregación de la Purísima. Ent re ellos resalta:

El Illustríssimo, y Excellentíssimo Señor Doctor D[on] Manuel Fernández de Santa Cruz, Obispo de la Puebla de los Ángeles, y electo Virrey de esta Nueva España, Prelado de grandes prendas, que veneró y admiró todo este Reyno, le escribía cartas muy familiares, y siempre que se ofrecía la ocasión hablaba con muy significativas palabras de las letras, y virtudes del Padre Antonio83.



En esta ocasión quiero referirme a dos textos hasta ahora desconocidos y que considero pueden arrojar importantes luces acerca de Núñez, de Manuel Fernández de Santa Cruz y, como vértice de un singular triángulo, acerca de la personalidad de sor Juana en su calidad de religiosa, determinada por la influencia y el dominio de la palabra de autoridad. Ambos son dedicatorias al obispo poblano, y preceden a dos tratados de teología pastoral. Uno es de 1687 y el otro de 1690, el año en que Filotea de la Cruz escribe la carta condenatoria a la escritora. La familiaridad a la que alude Oviedo y que implica una cercana y frecuente relación entre los dos eclesiásticos, se trasluce en la reverencia que el sacerdote profesa al prelado y,   —66→   en sentido inverso, a la protección e influencia con las que el obispo distingue y favorece al jesuita.

El texto de 1687 se intitula Explicación literal y sumaria al decreto de los señores cardena[le]s [...] contra algunos abusos que personas fidedignas acusaron a su Santidad que se iban introduciendo en el uso laudabilíssimo dela frequente comunión. Por el P. Antonio Núñez [...] Dedicado al Señor Doctor D[on] Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de la Puebla de los Ángeles, del Consejo de Su Majestad. En León de la Francia, en la emprenta de Avison, Posuel y Rigaud, a costa de Francisco Brugieres, 1687.

El escrito de 1690 es Comulgador penitente de la Puríssima. Explicación doctrinal ascética [...] de la confesión y comunión [...] Dalo a la estampa el P. prefecto de la Puríssima al Illustríssimo y Reverendíssimo Señor Doctor D[on] Manuel Fernández de Santa Cruz [...] Con licencia en la Puebla de los Ángeles, por Diego Fernández de León. 1690.

Creo que se puede abundar sobre muchos aspectos de las dos dedicatorias; no obstante, me circunscribiré a dos líneas temáticas que considero de especial interés: la primera es la concordancia ideológica que entre Núñez y Santa Cruz existe como emisores y emisarios de la ortodoxia oficial y de sus prácticas más eficientes, como pueden ser los sacramentos. El segundo lineamiento es el discurso reverencial que el jesuita usa al referirse al obispo, y que entraña una fórmula convencional de protocolo y de artificio retórico. Es en este -llamémosle- «estilo laudatorio» en el que más se puede vislumbrar la cercanía y la posible amistad que entre los dos existía. En este aspecto es relevante el estricto sentido jerárquico que se establece en la época entre un superior y su subordinado, por muy notable e ilustre que este último haya sido.

Desde sus primeros tiempos como sacerdote, el padre Núñez de Miranda alcanza un gran prestigio como orador y como conductor de conciencias. Su ya por nosotros muy citado biógrafo Oviedo refiere: «El genio escholástico del Padre Antonio Núñez, la viveza, y agudeza de su ingenio, y su innata propensión a las letras lo llamaban ya para las superiores Cáthedras de Theología»84.

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Estas dos habilidades harán de él un influyente guía moral y un confiable y capaz exégeta de los dictados canónicos. Santa Cruz como obispo, y el jesuita como emisario de la palabra de Dios revelada a través de sus cardenales, son reflejo de la influencia que en la época tiene el discurso religioso, infiltrado en la conciencia y en los más profundos resquicios del inconsciente. El favor y la confianza que el obispo le dispensa a Núñez se debe, en buena medida, a toda una estrategia jesuita de la persuasión basada en los sabios y eficaces preceptos acerca de la práctica de los sacramentos; de su habilidad para la conducción ascética del alma; de la enseñanza para lograr el autoconocimiento y la convicción casi tangible del castigo y de la culpa. En fin, de la rica gama que encierran las enseñanzas jesuitas, y que tanto aportan a los modernos métodos psicológicos. El discurso de Núñez es una de las expresiones verbales e ideológicas que más interesante resulta para la historia de las mentalidades, y para comprender los esquemas esenciales del imaginario colectivo de su tiempo.

Santa Cruz conoce el prestigio del jesuita y su fama como uno de los mejores exponentes de la llamada Teología pastoral, es decir, aquella que se avoca al cuidado y conducción de las almas. Recordemos que Núñez había residido en Puebla como profesor del Colegio del Espíritu Santo. Entre sus lustres no era el menor haber sido uno de los principales confesores de Catharina de San Joan, la «China poblana». En el apasionante prólogo que Núñez redacta para la Vida de la venerable sierva de Dios Catharina de San Joan..., escrita por el también jesuita Alfonso Ramos, el confesor de sor Juana se refiere a la beata como «Nuestra Santa Vieja y Venerable Hija Catharina». Señalamos además que el libro de Ramos está dedicado a Santa Cruz. Otro de los nexos que el prelado tiene con los jesuitas es que uno de sus confesores, el padre Joseph Vidal, pertenecía también a esta orden. Es natural que el confesor de las dos mujeres quizás más célebres de su tiempo haga dos largos y confiables comentarios de los Decretos sobre los sacramentos de la confesión y de la comunión. Así se establece el circuito de comunicación entre Santa Cruz y su vicario, en el sentido de la palabra «intermediario», y los fieles de la diócesis. El autor recurre a la trillada pero eficaz metáfora de aludir al obispo como pastor feliz que esparce entre sus ovejas el «pasto espiritual, mental y   —68→   doctrinal».

Es pues obligación y deseo de los obispos el vigilar que sus ministros cumplan con la puntual administración de los sacramentos. Pensemos que para los jesuitas la doctrina católica, la administración de los sacramentos y la oración mental son los pilares para la conducción de los fieles. El jesuita ensalza a Santa Cruz diciendo hiperbólicamente que

[...] este Obispado y Ciudad es verdaderamente de Ángeles [...] en los Conventos de Religiosas, que parecen montones de trigo Eucharístico cercados de Virginales Azuzenas [...] fragante cosecha de Religiosas Virtudes. Angélico proceder; con cuyo título mejor que por su vulgar nombre se puede y debe de nominar y justamente y en realidad de verdad «ciudad de Ángeles»85.



Estas vehementes palabras nos reiteran la obsesión que ambos eclesiásticos sienten por las monjas. Recordemos los innumerables conventos que Santa Cruz funda en Puebla; en uno de ellos, el de Santa Mónica, se conserva su corazón momificado, el cual lega a sus amadas hijas en un arrebatado gesto de amor. Son innumerables las cartas que escribe a religiosas. Su biógrafo, el mercedario Miguel de Torres, sobrino de sor Juana, consigna veinticinco, además de la muy conocida dirigida a la escritora.

Núñez por su parte, no se queda atrás en su celo hacia las esposas del Señor. Es confesor oficial de monjas; escribe múltiples tratados dirigidos a ellas, entre los que se cuentan los Ejercicios espirituales de San Ignacio acomodados para las señoras religiosas, la terrible e impresionante Plática doctrinal en la profesión de una religiosa de San Lorenço y su Cartilla de la doctrina religiosa dedicada también a las monjas. A estos y otros textos impresos, debemos añadir dos manuscritos que encontré en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, dirigidos también a religiosas y de los cuales no se tenía noticia. Uno de ellos, incluso, está en gran parte escrito por el puño y letra del propio jesuita, lo que pude comprobar al cotejar el manuscrito con las calificaciones que Núñez redacta para permitir la impresión de almanaques, y que se encuentran en el Ramo Inquisición del Archivo General de la Nación.

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Para no extenderme demasiado en esta exposición, quisiera entrar al segundo planteamiento de mi trabajo y que más luces nos puede arrojar sobre la relación entre sor Filotea y el confesor de sor Juana: las fórmulas protocolarias, reverenciales y, por qué no, convencionales con las que Núñez se dirige al prelado. A pesar de que estas alocuciones no se apartan de un modelo retórico establecido por la cortesía, en ellas se vislumbra la cercanía que entre los dos personajes existe. En el texto de 1687, el impreso en Francia aunque totalmente escrito en español, el jesuita confiesa que por su prisa irreflexiva, el comentario a los Decretos cardenalicios sobre la comunión salió plagada de defectos, como él lo dice significativamente: «[...] salió ciega y, como ciega, abollada y descalabrada: aun mas por los formales yerros del original, que por las erratas materiales de la imprenta»86.

Esta es la razón quizá de que su reimpresión se haya realizado tan lejos: el no despertar malos entendidos ni comentarios malignos. Además, es obvia la protección del prelado hacia el jesuita, cuando éste, a pesar de la edición fallida, dice lo siguiente al obispo:

[...] por la misma razón y por dobles motivos [el sumo rigor y la pontifical entereza del prelado] debiera yo temer el acérrimo juizio de Vuestra Señoría Illustríssima si no me animara el saber que con ser tan grande su sabiduría, no es menor su piedad: con lo cual no busca yerros que corregir, en lo que lee sino escussas con que dore su paternal charidad los yerros del que escribe87.



Al concluir la dedicatoria, se incluye la aprobación del también jesuita Juan de Robles, asignado por el obispo, quien salva los posibles malentendidos -«aquel aguazero de vozes falsas, tempestad deshecha o hecha de delirios»- al emitir el siguiente dictamen sobre el confesor de sor Juana: «[es su pluma] la de un escritor, en quien a un mismo tiempo relucen las prendas de Theólogo Escholástico, Místico Moral y Expositivo,   —70→   versadísimo en materias de espíritu y acertadíssimo en dirigir las almas en el camino de perfección»88.

En el de 1690, impreso en Puebla, el ya citado Comulgador penitente, el escritor encomienda su texto a Santa Cruz y declara lo siguiente:

[...] si las superiores tanto quanto machiosas ocupaciones del V.S.I. le permitiessen vajar los ojos de su sciencia e inclinarlos a reveer, aunque más de corrida fuesse y corregir algunos más intolerables de los muchos hierros que tendrá este quaderno; pues en la Angélica comprehensión de V.S.I. fío tanto y con tan cierta esperanza de la sombra de su amparo, que sólo el nombre presupuesto de Patrón, no sólo titular sino tutelar, en la frente del Libro, lo ha de ilustrar preclaro y authorizar provechoso a despecho de la vulgar contemptibilidad del Author89.



Al final del escrito él concluye con estas palabras: «besa los sacratíssimos pies de Vuestra Señoría su más fiel criado y obediente súbdito, Antonio Núñez»90.

Sabemos que la autohumillación y las fórmulas de falsa modestia, de vasallaje ante el poderoso, son un rasgo de cortesía y de entrega al protector, a quien se profesa un amor rendido y más allá de toda retórica. No son muy distintas las dedicatorias de las loas cortesanas que sor Juana ofrece a los condes de Paredes; también son similares las fórmulas que Sigüenza escame al virrey conde de Galve. Podríamos decir que se trata de todo un género y una corriente que entraña códigos sociales y culturales de la época: la protección del poderoso al artista, al intelectual, al escritor, quien a cambio le dedica el servicio de su persona y la posibilidad de gloria y fama imperecederas. El criado del noble es también una especie de amante cortesano sublimado, al momento que sublima a su Señor. La dedicatoria es todo un género, como lo es la aprobación o la licencia. Núñez lo cultiva con gran destreza, pero Santa Cruz lo recibe con una manifiesta y cordial familiaridad. Los textos dejan ver -al igual que en la relación de sor   —71→   Juana con los Paredes- una cercanía, una relación que rebasa las fórmulas retóricas de la adulación, aunque parta inicialmente de ellas. Los escritos nos revelan que entre el confesor de sor Juana y la encubierta sor Filotea se establece un vínculo real. Es -parafraseando a Chorderlos de Laclos- una «relación peligrosa» que influirá enormemente en el cerco de silencio y de represión con el que el poder eclesiástico acosará unos cuantos años después al genio literario de la monja.



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ArribaAbajo La excepción y la regla: una monja según el discurso oficial y según sor Juana91

Que la Madre Priora, Vicaria y Difinidoras examinen prudente y discretamente su vocación, sus motivos y fines que la traen a la Religiõ, si son de buscar su salvación sirviendo a Dios Nuestro Señor en ella y no por motivos o conveniencias temporales [...] porque la experiencia ha mostrado, que si los motivos no son muy superiores no professan con toda su voluntad, viven siempre disgustadas, sin amor a la Religiõ y sin observancia Regular ni promptitud a la obediencia.



Estas palabras, tomadas de la Regla y Constituciones que por authoridad apostólica deben observar las religiosas gerónimas del convento de San Lorenzo de la ciudad de México, impresas en 170792, transmiten al lector moderno la suspicacia que las preladas y los confesores de la época sentían ante los verdaderos motivos que impulsaban a una joven a tomar el estado religioso.

Si contrastamos esta determinación con la casi impúdica declaración de sor Juana sobre sus motivos para entrar en clausura, vemos que existe una distancia casi insalvable entre el discurso público y la voluntad privada, entre la norma ideal y la realidad subjetiva que se ciñe «por motivos o conveniencias temporales». La escritora dice lo siguiente a Fernández de Santa Cruz:

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Sabe también Su magestad que no consiguiendo esto [reprimir su inclinación a las letras y al estudio], he intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificársele sólo a quien me le dio; y que no otro motivo me entró en religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad93.



En este trabajo nos proponemos analizar dos actitudes y dos posturas discursivas e ideológicas emanadas de una misma realidad social, pero lejanas entre sí: el rol conductual, axiológico, que el ser monja reviste para su contexto, y los ya conocidos motivos que llevan a sor Juana al convento. Nos extenderemos en el primer tópico para tratar de ubicar con mayor veracidad al segundo.

Debemos considerar que en una sociedad patriarcal, dominada por la obsesión de la honra masculina y del honor de Dios, sustentada por una teocracia ideológica, la religiosa es uno de los roles ético-sociales más importantes para el imaginario colectivo de la época. Para ver cómo concibe este contexto histórico a una monja ideal, nos basaremos en tres textos extraordinarios y prácticamente inéditos. Dos de ellos son Regla y Constituciones de la orden jerónima; unas están ordenadas por el ilustrísimo y excelentísimo doctor don Manuel Fernández de Santa Cruz y las otras por el arzobispo-virrey don Juan Ortega y Montañés. Las primeras están impresas en 1701; las segundas en México en 1707. La Regla, en ambas, es la legada por san Agustín a sus hermanos de comunidad; en cuanto a las Constituciones, las de Santa Cruz constan de treinta y cinco capítulos y las de Ortega y Montañés de treinta y ocho. Aunque las impresas en México son un poco más extensas y prolijas, en esencia las normas son las mismas. Queremos agregar que las jerónimas, ante la falta de orden masculina correspondiente en la Nueva España, dependen enteramente de la jurisdicción episcopal. Del tercer documento, intitulado Testamento mystico, dijo Antonio Alatorre en 1987:

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Ningún moderno parece haber leído este librito de 13 hojas, a pesar de que tuvo varias ediciones. Como el testamento «místico» se refiere obviamente al acto de la profesión religiosa, por el cual la monja queda en efecto muerta al mundo, podría conjeturarse que se trata de un extracto de la mencionada Plática doctrinal en la profesión de una religiosa de San Lorenzo94.



A este texto de siete hojas, que es en realidad una cartilla escrita en primera persona, por la cual la monja evoca constantemente su inferioridad y su complejo de culpa ante su Divino Esposo, volveremos más tarde. Por el momento nos centraremos en la Regla y Constituciones antes mencionadas, de las que tomaremos algunos estatutos y principios normativos que nos parecen de especial importancia. No debemos olvidar que una monja jerónima contemporánea de sor Juana regía o debía regir su existencia toda por la observancia de estas normas que condicionarán su vida de clausura, desde su entrada como novicia hasta su muerte y entierro, contemplados en los últimos capítulos de estos textos.

La primera realidad que enfrenta la religiosa es la de un mundo rígidamente jerarquizado, en el que constantemente prevalece la presencia de la autoridad. La Regla, que persuade a la profesa de la bondad de la clausura, se infiltra como un sutil y reiterado mensaje de persuasión y convicción, con el cual debe familiarizarse:

Y porque en esta Regla os miréis, como en espejo, y no os olvidéis della, leaseos una vez cada semana; y quando hizieredes lo que en ella está escrito, dad gracias al Señor [...], y quando viéredes que faltáis en algo, pesseos de lo passado y guardaos de caer otra vez95.



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Con estas palabras termina la Regla que, como señalábamos, es el mandato esencial para la vida en comunidad. A continuación se incluyen las Constituciones, que contienen la práctica de la existencia conventual; son las leyes que rigen ese microcosmos que es el claustro. De los casi cuarenta capítulos que las componen, resaltaremos los que nos parecen más significativos. En ambas Constituciones, en las de Santa Cruz y en las de Ortega y Montañés, se dan perfectamente bien especificadas y descritas las tareas que las monjas deben desempeñar en cada uno de los oficios que existen para el perfecto funcionamiento de esta comunidad, lo cual evoca la exactitud y sincronía de una colmena. Nombremos algunos de los oficios más interesantes. Después de la priora y la vicaria, que son las máximas autoridades, siguen otros cargos importantes como son los que desempeñan las conciliarías, las escuchas, la tornera, la vicaria de coro, la depositaria, la celadora de los dormitorios, y para las recién admitidas, la maestra de novicias. Todas estas funciones y otras más que no mencionamos, dan la sensación de una colectividad en la que todas se observan y se controlan unas a otras, como si buena parte de la conciencia individual dependiera de la conciencia de las demás. Es muy interesante observar algunas realidades características de la Nueva España que se vislumbran en estos textos y que les confieren una especificidad histórico-social. En el capítulo relativo a las «Hermanas Legas o Donadas», se especifica: «[...] pero respecto de que en este Reyno de la Nueva-España tiene criadas las Religiosas para su servicio, y hazer éstas lo que devían hazer aquéllas, ordenamos, y mandamos, que en adelante no se recivan dichas Legas, o Donadas»96.

Un capítulo de especial interés y que ayuda a esclarecer y a darnos más luces sobre la difícil relación sor Juana-Núñez de Miranda, es «De los confessores que han de confessar a las monjas y de lo que se ha de guardar acerca de esto». Al leer estas disposiciones comprendemos la sujeción predestinada que en una etapa de su vida debió haber sentido la escritora con relación al jesuita. En primer lugar vemos que el confesor será designado por el prelado y deberá tener como atributos las «[...] calidades   —77→   necessarias, de madurez, prudencia, y experiencia en las cosas espirituales [...] Y ordenamos, que ningún otro Clérigo, o Regular pueda confessar a las Monjas, sino sólo aquellos, que especialmente fueren diputados, y asignados por el Prelado [...] y si alguna de las Monjas osasse confesar con alguno, fuera de los señalados, haga la penitencia de la culpa más grave»97. Es conveniente observar el sentido de punible transgresión que tiene el osasse. El confesionario es un simulacro de prisión: «Tengan los confessionarios un rayo de fierro, y por la parte de adentro un velo clavado al marco en que está dicho rayo»98.

Antes de tratar acerca de los capítulos de las culpas y de cómo se deben expiar, considero pertinente señalar que se dan preceptos de cómo rezar; de cómo cumplir las obligaciones cotidianas y sobre qué aspectos poner énfasis; de qué manera y a qué hora rezar el oficio divino, etcétera. Todo esto nos lleva a la conclusión de que la devoción y la espiritualidad se condicionan y se «dirigen», de acuerdo con la estricta obediencia a la jerarquía.

Entre las normas que rigen a las religiosas resaltan las que se dan acerca del silencio, que es el lenguaje más común y elocuente entre las monjas. El locutorio es uno de los pocos espacios en los que se puede romper el silencio; en general, éste se debe guardar puntualmente: «[...] en el choro en todo tiempo, y en las fiestas de guardar (aunque no tan estrechamente como en los días de travajo). En el refectorio mientras se come: en el dormitorio quando se van a recoger, hasta la hora de Prima»99.

Para terminar con las Constituciones, quisiéramos analizar lo referente a la infracción de la norma, o sea lo relativo a las culpas. En este rubro vemos que existen cuatro gradaciones: «la culpa leve», «la culpa grave», «la más grave» y «la culpa gravíssima». La primera se relaciona con faltas casi pueriles, como hacer ruido en el dormitorio o «si alguna estuviere con negligencia, o se durmiere en el Officio Divino»100. La culpa grave tiene que ver con la intemperancia de carácter, la maledicencia o la agresión de unas   —78→   hacia otras; también se refiere a ciertas faltas de disciplina, como el estar sin velo ante la visita de padres y hermanos. Se contempla también en este coto obsesivo de silencio el que «alguna hablare sin licencia de ella [la priora] a qualquiera persona que la venga a visitar, y sin que esté presente la Escucha»101. La «culpa más grave», como la nombran las Constituciones, se relaciona directamente con la transgresión de la cualidad más preciada de la vida religiosa: la obediencia, lo cual se patentiza en tres acciones límite: el tratar a la priora con rebeldía, el cometer pecado mortal manifiesto, y el tener contacto escandaloso con el mundo exterior. Es comprensible que la desobediencia sea el centro de todo desorden, pues además sería un «ejemplar nocivo» y una fruta podrida que corrompe a las demás. Como la desobediencia entraña una gran soberbia, el castigo impuesto a esta falta se traduce en una humillación pública: «[...] se ponga postrada en tierra, teniendo puesto su rostro sobre las manos cruzadas, y juntas en el suelo, y ninguna de las otras Monjas se atreva a llegar a hablarla sin licencia de la Priora»102. La «culpa gravísima» es el comportamiento transgresor pertinaz, el retar abiertamente todo el orden del claustro. Las Constituciones nos hablan de esta culpa como el grado límite de la desobediencia, como la pérdida de todo temor de Dios. De tales excesos señala el texto que es mejor «que nos apartemos de esta tal persona, y huyamos de su conversación como si fuera de un Gentil, o Hereje, que no tiene temor de Dios»103. Más adelante, lo cual es en realidad inquietante para el lector moderno, se da a entender que la religiosa que llegue a tal extremo, está inducida por Satanás, lo cual sugiere que el demonio, como en el pecado original, se hace presente a causa de una desobediencia a nivel cósmico. El castigo conlleva la marginación y la degradación más absolutas:

Séale quitado el hábito de la Religión por el Prelado, puesto que la q[ue] obra de esta manera parece haverse apartado, y olvidadose de su professión, y sea tenida en todas las cosas como muger seglar, y descomulgada, y ninguna de las Monjas hable con ella, y   —79→   sea puesta, y encerrada en cárcel, la qual mandamos aya en la parte más a propósito del Cõvento con los aparejos necessarios para este efecto104.



No obstante, y seguramente para no anular o por lo menos desvirtuar el trasunto de amor y perdón que conlleva la doctrina cristiana, el texto señala que la infractora puede ser perdonada por el prelado:

[...] estando bien informado de su arrepentimiento la restituya el hábito, y la incorpore con la Comunidad, y le imponga la penitencia que juzgare conveniente, templando el rigor, y usando de benignidad, más, o menos, según fuere el arrepentimiento que mostrare, y los deseos, y propósitos de su verdadera emmienda105.



El Testamento mystico escrito por el padre Antonio Núñez de Miranda106, e investido retóricamente de la primera persona en la propia voz de la religiosa, es un recordatorio y un autoconvencimiento constante de los votos y de las promesas del día de la profesión. Este escrito es un eslabón más (y muy eficaz) de todo su discurso «monjil», como lo llama Alatorre. Este pequeño folleto encierra de manera magistral toda una retórica de la persuasión. Asimismo -y de no menor importancia desde el punto de vista ideológico- el jesuita deja asomar las mejores estrategias discursivas de su orden: el miedo unido, pero a la vez, contrastado con el ansia de Dios; el anhelo de redención mezclado con el sentimiento de culpa; realidades abstractas y metafísicas corporeizadas en imágenes y metáforas de una fuerte concreción; los sentidos corporales trasuntados en las potencias anímicas; en suma, la escritura característica de los hijos de la Compañía. Se nos dice que Núñez -como ocurre con otros textos, por ejemplo, la   —80→   Cartilla de la doctrina religiosa- lo escribe «para una hija espiritual suya» como se aclara en la portada. Se imprime por patrocinio de un sacerdote, congregante de la Purísima, con el fin de que: «la Señora Religiosa fervorosa y desengañada [que] lo quisiere hazer, lo puede reiterar los días que haze años de su profession»107. El texto tiene el protocolo y la solemnidad de un escrito legal, por lo que se inicia con una declaración de identidad. En el ejemplar que yo manejé, en el espacio para escribir el nombre se lee Josepha Antonia de Santa Rosa, quien coincidentemente pertenece a la orden jerónima; también se alude a la fecha de su profesión, en la que se lee el mes, octubre, mas no el año.

Núñez de Miranda desde el inicio del Testamento va a manejar hábilmente toda una serie dialéctica de contrastes entre lo alto y lo bajo, lo sublime y lo degradado; entre la suprema elevación del Esposo y la miseria de la criatura humana: «siendo yo tan vil e indigna se dignó escogerme por verdadera esposa suya»108. A continuación, y siguiendo el paralelismo ideal entre los esposos reales y los sagrados, la profesa declara que su dote consistió en:

[...] los quatro votos religiosos de Pobreza, Castidad, Obediencia y perpetua clausura: como consta por la carta de Dote, que con mi solemne professión le entregué el día mismo de nuestros desposorios [...] Item, traje el precioso ajuar de las Reglas, Constituciones y loables costumbres de este santo Convento109.



Está presente, al igual que en la Plática doctrinal -como bien intuye Alatorre-, el lenguaje amoroso pero sumiso que la esposa debe a su cónyuge, y más aún cuando éste es Dios: «Nombro, dexo e instituyo por mi universal Heredero a mi dulcíssimo Esposo Christo JESÚS, cuyo quiero que sea con pleno, libre y universal dominio, todo el caudal de mi ser [...] mi cuerpo con todos sus sentidos, mi alma con todas sus potencias»110.

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Hemos dicho que Núñez escribe esto para «una hija suya». Sería muy aventurado decir que lo dirige a sor Juana; pero lo que el escrito sí nos arroja es una autorreconvención por alejarse de la entrega absoluta al Sagrado Esposo, y el deseo de adecuar las potencias anímicas y de la persona toda a la dócil aceptación y al cumplimiento del estado religioso. Es por ello que relacionamos el Testamento mystico con sor Juana y con el planteamiento esencial de este trabajo: cómo vio el discurso oficial de su época a una religiosa y cómo vivió la escritora esta profesión. A continuación reproducimos un pasaje que nos revive de manera impresionante lo que el imaginario colectivo concibe de una profesa; la forma como ella misma, psíquicamente, debe normar su ser:

Mando pues, que mi alma se entregue toda en sus manos y que en todo y por todo se trate como suya, empleada en lo eterno, sin acordarse de cosa temporal. Mi entendimiento sólo piense, juzgue y discurra de el cielo sin atender a la tierra. Mi voluntad se ocupe toda en amar tan infinita bondad y amable dueño: sin mirar sujeto criado que sería vil sacrilegio a vista de tal Esposo, en quien totalmente y únicamente se deben emplear todos mis pensamientos111.



Si leemos con cuidado el párrafo anterior, vemos que el texto demanda de la religiosa una absoluta autoenajenación, física, intelectual y anímica. Las palabras citadas encubren, sublimándolo, el verdadero discurso del superior y del padre espiritual. Así los constantes reproches a sor Juana -los de Santa Cruz y los de Núñez mismo- resultan plenamente comprensibles al adentrarnos en la palabra de la autoridad. Lo que se ordena es que una monja carezca de autonomía espiritual e intelectual; se enfatiza que la religiosa «sólo piense, discurra de el cielo». Más grave fue en sor Juana el violar la disposición de «no mirar sujeto criado, que sería vil sacrilegio». Como inconfundible sacrilegio han de haber visto Núñez, Santa Cruz, Aguiar y Seijas y otros muchos más, el audaz y ambiguo culto amatorio que sor Juana profesa a las virreinas. Aunque el escribir sea su   —82→   realidad, los cánones de la vida de clausura lo ven como una transgresión que se cifra en sacrílegas agresiones como tener un mundo intelectual más profano que divino y sobre todo el escribir poemas fuera de todos los lineamientos y géneros que a una religiosa le están permitidos. Al escribir textos de devoción es muy probable que lo haya hecho, como señala Georgina Sabat de Rivers en su espléndido ensayo: «[...] para contrarrestar, aunque fuera en mínima parte, lo que se le achacaba en cuanto a no utilizar su pluma e inteligencia en cuestiones de religión»112.

Para su contexto es también un delito -y no menor- el discurrir y filosofar siguiendo con admiración a pensadores laicos y gentiles; también lo es su proclividad al empirismo y al conocimiento hermético.

Para terminar -y después de acercarnos a estos textos normativos que limitan intelectualmente a una monja del siglo XVII novohispano- podríamos aventurar ciertas conclusiones. Es cierto que en esa época (como en todas) el cumplimiento de las normas y de las reglas depende en los conventos de las prioras y los prelados, y de su rigor o condescendencia como autoridad. No obstante, algo que no puede escapar al entorno de sor Juana, es el reconocer en ella una naturaleza mundana y una inteligencia cuestionante; asimismo, saber que si está confinada en el claustro es no por su elección, sino por las limitaciones de su época, que no le permiten vivir en otro espacio. Sin embargo, la escritora traspasa las paredes del claustro; con la imaginación y el arte que la rebasan y exceden, sor Juana hace suyo el espacio simbólico y absolutamente perdurable -tanto como la gloria- de su trascendente palabra poética.



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ArribaAbajoEl cerco de la conciencia: sor Juana, Regla y Constituciones de San Jerónimo, dictadas por el obispo Fernández de Santa Cruz113

Desde luego que entró su Exc[elencia] a governar este su Obispado, se aplicó todo a solicitar a los Cõventos de Religiosas la mayor perfecciõ en la observãcia y augmento el más seguro de sus rentas: eran frequentes sus visitas en todos los Cõventos, haciéndoles pláticas para intimar y persuadir la pũtual observãcia de sus reglas y constituciones para caminar a la perfección114.



Estas palabras del entusiasta biógrafo de Manuel Fernández de Santa Cruz, Joseph Gómez de la Parra, nos dan puntual noticia de la inmensa preocupación que su ilustrísima sentía hacia las monjas. La admiración, amistad, deferencia, pero también el profundo antagonismo ideológico que siente hacia la más grande de todas, sor Juana, se podrá entender en su cabal dimensión en la medida que Santa Cruz se vea en su retórica identidad de sor Filotea. La supuesta monja trinitaria -con aparente y solidaria comprensión de religiosa, de igual- se revela, conforme avanza su carta como la auténtica figura de poder que ejerce sobre la escritora una conminatoria autoridad pastoral y una terrible amenaza de condenación metafísica. El trato entre ellos nunca abandona la verticalidad que se da entre el superior y la subordinada. Señala Octavio Paz: «La relación entre Sor Juana y Fernández de Santa Cruz debe haber sido bastante estrecha [...] aunque sin que esa familiaridad rompiese el orden jerárquico: él hombre,   —84→   y ella mujer, él príncipe de la Iglesia y ella simple religiosa»115. Sor Filotea encubre al príncipe eclesiástico, para que entre ambas, mujeres y monjas, surja una aparente y democrática igualdad. No obstante -y aquí residiría en buena medida la condición femenina subalterna- la sujeción al hombre es un imperativo categórico connatural a la sociedad en la que vive la monja jerónima. La mujer como ser social, carente de identidad autónoma, depende siempre del varón, y su esquema de acción reproduce idílica o brutalmente el núcleo familiar. Vemos que la familia profana es una traslación de la emblemática Sagrada familia cristiana. La mujer seglar siempre será madre, esposa o hija, si no transgrede el espacio del hogar -sagrado al fin- y gana el de la calle, el ámbito abierto de la sexualidad externa del varón y no de la íntima de la mujer. Los prelados novohispanos tienen la obsesión de salvaguardar la pureza de las mujeres que carecen de varón para proteger su honra. Así, Francisco de Aguiar y Seijas, en asociación semántica con la santa pecadora, funda en México una casa llamada María Magdalena, asilo obligado para mujeres; Fernández de Santa Cruz establece en Puebla la de Santa María Egipciaca, también en recuerdo de una prostituta ganada para la santidad. Estas instituciones llevan el nombre irónico de Casas de Recogidas o de Recogimiento. Es tal el miedo que inspira la transgresión sexual que el autor de unos curiosos versos en honor a sor Filotea de la Cruz refiere así su obra de caridad:


Casa de Recogidas
para refreno de las malas hembras
que al precipicio bestias se desbocan,
fundó el recogimiento, donde dejan
recogidas, de ser escandalosas.



Ahora bien, el modelo de la casa como ámbito inviolable se traslada también a la estructura de un convento de monjas. La vida de clausura   —85→   reproduce el modelo doméstico. El prelado, confesor o vicario hace las veces del padre. La priora, vicaria, conciliarias por su lado, son la figura materna. Así, vemos que la priora es llamada «madre», mientras que las otras religiosas son las «hermanas charissimas». La maestra de novicias se ha de portar como una madre «assí para las necesidades y enfermedades del cuerpo, como para el consuelo, y esfuerzo del espíritu, y será muy solícita, y cuidadosa en la enseñanza, e instrucción de las cosas de la Religión, advirtiéndoles, y amonestándoles de lo que deven guardar, y observar cerca de las Constituciones»116. En estas palabras vemos reproducido el rol de la madre, sintetizado en el «advertir» y el «amonestar». También dentro de las funciones familiares, vemos que la maternidad inexistente se sublima en los artísticos y elaborados ajuares con los que las religiosas visten a «su hijo», el Niño Dios.

Constatamos, pues, que la estructura familiar se da en el claustro, cotidianamente, en la obediencia a las «madres». En los niveles profundos y simbólicos de la autoridad, se acatan los mandatos de los superiores que en buena medida están representando a las figuras paternas, en una sociedad eminentemente patriarcal. En el prelado y en el confesor se realiza la transferencia material e inmediata de la figura de autoridad masculina. No obstante, el clímax del trasunto amoroso, en ese complejo modelo familiar, se logra en la magnificada relación conyugal entre la religiosa y Cristo. Así pues, el más cerrado núcleo de la «intimidad familiar» lo constituyen Cristo, la Virgen y la religiosa quien, acorde con las persuasivas palabras del obispo poblano, ha de vivir:

[...] siempre mereciendo, y padeciendo con alegría; siempre penando, y gozando con consuelo, favorecidas de la Virgen como hijas amadas de su Hijo, como Esposas, respetadas de los Ángeles   —86→   [...], en que perseveren hasta la muerte, para vivir en su agrado, y pasar en los braços de su Esposo al eterno descanso de la Gloria117.



Después de destacar estas correlaciones entre los dos universos familiares, el profano y el sagrado, volvamos a la actitud del obispo de Puebla hacia las religiosas. Como todos los prelados, considera el claustro como el espacio natural de confinamiento y control de la mujer como ser social. El honor colectivo tiene en el convento su mejor bastión. Esto hace decir a Gómez de la Parra:

Con este cuydado Pastoral de su obligación, dirigido con el paternal cariño y con la suave disposición de su discreta, prudente y experimentada benignidad. Concurriendo la obediencia, docilidad y rendida sujeción de las religiosas, consiguió su Excelencia que cada Convento de esta Ciudad fuese un plantel de exercicios santos, un jardín de virtudes, un parayso de espirituales delicias, un cielo de Ángeles por la pureza virginal, y todos fuertes escudos que nos defiendan, que assí ordinariamente los apedillaba su Excelencia118.



Vale la pena detenernos en este pasaje. En la primera parte del periodo, vemos que el obispo encarna el rol de padre benigno ante la rendida y dispuesta docilidad de las hijas espirituales. Es el varón el que ejerce el mando, real y simbólicamente, sobre las mujeres. Es digna también de observar la sublimación del convento, en el que se vive el ideal femenino de la época: la castidad como deber ético-social femenino. Así, cada claustro es «jardín» libre de culpa; un auténtico cielo habitado por ángeles; y a la manera de Sigüenza (a quien seguramente tiene presente el autor), la vida religiosa se convierte en un «parayso de espirituales delicias». Lo más significativo de todo es cómo el escritor da la palabra al prelado, quien define con naturalidad la verdadera razón de ser de un convento de monjas. En el imaginario colectivo de la sociedad absolutista y patriarcal del   —87→   XVII novohispano, los conventos se metaforizan en «fuertes escudos que nos defiendan». El hogar y el claustro son los mejores bastiones del honor social.

Si la vida de clausura se asemeja al esquema familiar, también recuerda -según la alusión de sor Filotea de la Cruz- la severidad de la vida militar. La disciplina absoluta que guardan en sus acciones las monjas; la uniformidad de la ropa que borra cualquier asomo de subjetivismo; la codificación de los actos cotidianos; la anulación de la inteligencia como arbitrio de la imaginación y del entendimiento; la obediencia incuestionable e irrestricta a los superiores; todos estos rasgos en común acercan conductualmente al modelo ideológico castrense con el conventual. La rigidez de ambas formas de vida evoca, fácilmente, la dureza de una prisión.

La Regla [y Constituciones] del Glorioso Doctor de la Iglesia San Agustín que rige a las monjas jerónimas nos ejemplifica todo lo dicho anteriormente. El dignatario eclesiástico que las «manda guardar» es nuevamente el obispo de quien hemos hablado a lo largo de esta exposición, su ilustrísima, el doctor Manuel Fernández de Santa Cruz. Los preceptos están concretamente dirigidos a las monjas del convento poblano de San Jerónimo. Queremos destacar dos cosas: primero, que las religiosas jerónimas -orden a la que todos sabemos pertenecía sor Juana- se regían por las constituciones agustinas; segundo, que estas monjas dependían directamente del obispo de la diócesis. Es decir, creemos que la verdadera o por lo menos la más significativa relación entre Santa Cruz y sor Juana, más que de amistad fue, como dice Paz, de prelado a monja, de superior a subordinada. Ahora bien, esta aseveración no tiene mucho sentido si no vemos los lineamientos esenciales que determinan a una religiosa jerónima. Sólo aproximándonos a las normas que delinean la existencia cotidiana y la restricción ideológica e intelectual de una monja del siglo XVII novohispano, podemos comprender la alteridad de sor Juana en relación con su contexto. Solo así la podemos captar como una individualidad completamente atípica para sus contemporáneos.

En la dedicatoria del obispo, nos percatamos que cada prelado tiene la obligación de revisar las ordenanzas de las órdenes regulares, para que «las almas [a] nuestro cargo sigan el camino de la eternidad». Estas palabras no   —88→   son de Santa Cruz, sino pertenecen a la fórmula establecida por los prelados en lo que sería un modelo convencional del discurso del poder. Con esto quiero decir que existe lo que podríamos llamar un esquema oficial, que siguen todos los obispos. Esto lo podemos constatar, pues tuvimos la fortuna de encontrar unas Reglas y Constituciones para las monjas concepcionistas emitidas por el célebre obispo Palafox, en 1641, en Puebla, y las palabras de la dedicatoria inicial son iguales. Esto nos permite deducir que el discurso de poder -entonces como ahora- tiene sus fórmulas retóricas que se centran esencialmente en la eficacia y en el impacto ideológico de la palabra. Es interesante notar, al confrontar los dos textos, el de Palafox y el de Fernández de Santa Cruz, cómo éste prosigue y alarga la exhortación de su predecesor. De entre las palabras originales de sor Filotea, nos interesa destacar la insistencia que «Manuel, indigno obispo de la Puebla», tiene en que las monjas comprendan que lo esencial de las Reglas y Constituciones y de la vida toda de clausura, es la convicción de anular su propio ser. El prelado insiste una y otra vez en este mensaje para sus profesas jerónimas: «A la Religiosa que ciñe con las paredes los desseos, a la que tiene la memoria donde está su voluntad, a la que puso su voluntad donde está su obligación»119. Es interesante observar que lo medular del enunciado es la anulación de las potencias espirituales en aras de la obligación. Es imposible adentrarnos en las Constituciones. Sólo diremos que constan de treinta y cinco capítulos que norman, en el sentido más estricto de la palabra, la existencia de una profesa. Todo en ella está rígidamente codificado; el ritmo de la vida cotidiana; las horas dispuestas para dormir, para rezar y para platicar; la insistencia en la obediencia a la jerarquía femenina y masculina de superiores; la obligación que la monja tiene de confesarse con el sacerdote que se le asigne. Esto también nos aclara lo conflictivo de la relación de sor Juana con Núñez de Miranda y de la verdadera desgracia que para una religiosa significaba el enemistarse con su confesor. Las normas son muy claras cuando se refieren al confesor, como nos puntualiza el capítulo IX de las Constituciones:

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Tendrá un capellán, el qual será señalado, y aprovado por el Prelado de las partes, y calidades necessarias, de madurez, prudencia, y experiencia en las cosas espirituales, el qual les ha de administrar los Sacramentos de la Penitencia, y Eucharistía [...] Y ordenamos, que ningún otro Clérigo, o Regular pueda confessar a las Monjas, sino sólo aquellos, que especialmente fueren diputados y asignados por el Prelado [...]120



Para finalizar, queremos realzar la naturaleza del discurso de poder que tienen estas Reglas y Constituciones. No es gratuito que las palabras que menudean sean «ordenar y mandar». La obediencia es la atmósfera primordial que priva en la clausura. De la obediencia se pasa necesariamente a la enajenación de la voluntad y de ahí a la evasión de las potencias interiores que tanto resaltan los superiores. El cerco conciencial es tan estrecho, que generalmente se concluye en la claudicación. No obstante, si bien sor Juana termina por claudicar, su genio racional e imaginativo crea a Faetón, a Ícaro y a Eco, la ninfa trágica de El Divino Narciso. Si la escritora pide a Núñez de Miranda que se reconcilie con ella, no es menos cierto que en el Sueño, su poema más grandioso y el más sincero, su verdadera e íntima autobiografía, sor Juana, en el espacio de 975 versos, rebasa la clausura, plantea la duda metódica, deja abierto el camino a la imaginación y, sobre todo, convierte la transgresión en gran poesía.



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ArribaAbajoLa permanencia del corazón121

Hijas mías, mando en mi testamento, que se saque mi corazón, y se entierre en vuestro Choro y con vosotras, para que esté muerto, donde estuvo cuando vivía, y para memoria de las que os sucedieren, en mi retrato poned este rótulo: «Hijas, rogad a Dios por quien os dio su corazón»122.



En un gesto entre sublime y macabro, con las palabras antes citadas, Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla, lega su corazón a las religiosas agustinas del convento de Santa Mónica, de la Puebla de los Ángeles. El rasgo es eminentemente simbólico, y una muestra de amor más allá de la muerte. Denota una actitud erótico-idealista característica de la época: el anhelo de lograr lo metafísico por medio de lo sensual. Esta sensibilidad que busca lo trascendente a través de signos sensoriales se repite como esquema, tanto en la vida como en el arte, en lo vivencial y en lo imaginario.

Este amante singular, que conjuga un peculiar idealismo erótico-tanático, es una figura influyente dentro del contexto novohispano.

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Manuel Fernández de Santa Cruz es toda una personalidad en la cultura novohispana. Los lectores de sor Juana están familiarizados con él quien, encubierto bajo el célebre sobrenombre de sor Filotea de la Cruz, es su inferior antagonista intelectual. Con ese pseudónimo publica el prelado la disertación de sor Juana acerca de Antonio de Vieyra, y la da a la imprenta bajo el nombre de Carta Atenagórica. La monja defiende sus derechos de intelectual en un texto que ha pasado a ser modelo retórico del género epistolar, la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. No obstante, y además de su vínculo con sor Juana, Manuel Fernández de Santa Cruz ejerce un poder considerable en su contexto. Su área de influencia abarca buena parte de la política eclesiástica de su tiempo. Llega a la Nueva España como obispo de la Nueva Galicia y después asciende a la diócesis de Puebla, la segunda en importancia después de la de México. Permanece en ella de 1676 a 1699, año de su muerte. Fue nombrado arzobispo electo de México y virrey, cargos elevadísimos a los que supuestamente renuncia «Su Ilustrísima». Francisco de la Maza dice al respecto: «esta afirmación de que renanciÓ a ambos puestos es discutible»123.

Mucho se ha escrito y especulado sobre este personaje. De la Maza y Octavio Paz, por ejemplo, han manejado como fuente esencial la vida del obispo escrita por el padre Miguel de Torres, sobrino de sor Juana. Su obra se intitula Dechado de príncipes eclesiásticos que dibujó con su ejemplar, virtuosa y ajustada vida el Ill[ustrísi]mo y Exc[elentísi]mo S[eño]r D[on] Manuel Fernández de Santa Cruz, Puebla, 1716.

Nuestras investigaciones nos han conducido a encontrar numerosos textos, hasta hoy intocados, acerca de Fernández de Santa Cruz; sobre todo oraciones fúnebres, que en esencia son verdaderas biografías. En el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional se encuentran por lo menos cinco de ellas, que revelan y amplían la fisonomía que el obispo tiene como personaje real, por un lado, y como protagonista idealizado en la hipérbole de en discurso barroco. En esta ocasión nos centraremos en uno por demás significativo y que alude a este hecho que mencionábamos al inicio   —93→   de nuestro trabajo: el legado que de su corazón hace Fernández de Santa Cruz a sus amadas religiosas agustinas del convento poblano que él fundó.

El doctor Ignacio de Torres predica un sermón no sólo revelador de la mentalidad de la época, sino de un bien construido discurso que gira alrededor del tópico retórico del motivo del corazón. Su título completo es Fúnebre cordial declamación en las exequias del Ill[ustrísi]mo y Exc[elentísi]mo Señor Doctor D[on] Manuel Fernández de Sancta Cruz, obispo de la Sancta Iglesia de la Puebla celebradas en el Convento de religiosas de Santa Mónica, fundación de su Excellencia. Está fechada el 23 de febrero de 1699, e impresa por los herederos del capitán Juan de Villa Real, en la Puebla de los Ángeles.

Desde la dedicatoria se plantea, en una antítesis estilística, el rescate del olvido: «de que las memorias de su sepulchro, podían parar en sepultura de sus memorias»124. Siguen los consabidos pareceres y censuras, y los también obligados elogios al orador. Es importante resaltar esta actitud, ya que la muerte de un poderoso siempre culmina con el rescate simbólico de su recuerdo. A diferencia de otras oraciones y sermones fúnebres que desarrollan rasgos biográficos del personaje, este texto se centra en un tópico específico: la significación del legado del corazón del obispo. Tiene en común con los otros escritos fúnebres el ser un discurso panegírico, lo cual es ideológicamente imprescindible cuando se habla de un personaje de poder.

En la Fúnebre cordial declamación seguiremos tres tópicos que dan unidad estilística y temática al sermón, y que son reiterativos de la época: 1) la alegoría y significación analógica del corazón en el nivel real y en el simbólico; 2) las analogías protagónicas que existen entre el difunto prelado y personajes bíblicos; 3) la sumisión y obediencia que las monjas, como amadas idealizadas y como subordinadas reales, deben a su superior.

Como es típico en los escritos barrocos (aspecto no estudiado suficientemente y en el que se centra gran parte de la complejidad de estos textos), el discurso funciona por relaciones metafórico-reales. La analogía se establece como recurso formal y conceptual, que da sentido a la totalidad   —94→   del sermón. Desde tiempos inmemoriales, y por la función esencial que para la preservación de la vida tiene, el corazón ha sido considerado como centro del cuerpo. «Centro» y «vital volante»125 que rige, unidos, al cuerpo y al espíritu. La simbología del corazón proviene del conocimiento hermético y religioso de pueblos muy antiguos, entre ellos, los egipcios. «En la doctrina tradicional, el corazón es el verdadero asiento de la inteligencia, siendo el cerebro sólo un centro de realización; por ello al cerebro corresponde la luna y al corazón el sol»126.

Al intitular su sermón Fúnebre cordial declamación, el autor refuerza la carga semántica en la palabra cordial, usada en su origen latino, como lo relativo al corazón. El Diccionario de Autoridades define así la palabra: «Cordial. cosa perteneciente al corazón: y por lo común se toma por muy afectuoso y de verdadero corazón. Todo aquello que es útil para confortar y fortalecer el corazón»127. De ahí que el orador tome al corazón como símbolo afectivo, como fuerza del espíritu, y, a la vez, como receptáculo y consuelo del dolor. La imagen del prelado difunto despierta en el corazón de sus fieles la ejemplaridad de su vida, cifrada en la elocuencia de la muerte. Por ello el autor relaciona la fisiología del corazón con su trascendencia, que es la que lo convierte en espíritu.

Las analogías se establecen en diversos niveles. En un sentido, el corazón de Santa Cruz permanece celosamente guardado entre dos custodias, la del convento y la del coro de éste, más íntimo y cerrado; el corazón seco se encierra, así, con la devoción y custodia con que se guarda a Cristo mismo. El corazón es, así también, el eje de la vida espiritual; su importancia se acentúa, puesto que de entre todas las partes del microcosmos que es el cuerpo humano: «es el primero que se forma y anima, y el postrero que muere, y es como un centro, principio y fin de todo movimiento»128.

De esta significación parte el escritor para establecer la relación entre la fisiología del corazón y su trascendencia, que lo convierte en espíritu,   —95→   en presencia inmortal. La naturaleza como segunda causa emanada de la sabiduría de Dios, lo protege con dos custodias corporales, el pericardio y las costillas. Ignacio de Torres va a proceder por medio de una serie de analogías (como hemos señalado que funciona el discurso barroco) entre el nivel real del cuerpo y el nivel alegórico del espíritu. La atracción hacia lo fisiológico lo designa como punto de partida para llegar al nivel metafórico: el recurso discursivo de elevarse de lo sensorial a lo trascendente. En un lenguaje casi ritual el autor nos dice: «El espiritual y mystico corazón, origen y fuente de la vida del alma; estas dos custodias [membrana del pericardio y muro de las costillas] en la allegoría, que en vida son sepulchro de un corazón vivo, sean en muerte sepulchro de un corazón muerto»129.

El pericardio, primera custodia, cobra su pleno simbolismo cuando se le designa como moderador de impulsos que regula el movimiento de las pasiones. El autor da la referencia erudita de cómo los antiguos llamaban a la conciencia precordium. Es así que, ejemplarmente, esta membrana simbólica, regula las conciencias de los fieles del obispo, en especial las de sus amadas religiosas. También esta custodia del corazón le otorgó en vida a Santa Cruz la luz del desengaño, que designa uno de los temas recurrentes de la literatura barroca, entendido como desilusión por las cosas externas y por los «favores del mundo». Opera, así, como una luz contra la tiniebla del engaño. Gracias a él se advierten las trampas de la maldad, personificadas usualmente en objetos materiales y apariencias sensuales. Así, por medio del desengaño, se deja de vivir en el error. En este sentido es también, según autores connotados como Quevedo, Calderón, Saavedra, Fajardo y tantos más, el autoconocimiento del individuo, y por ende el desprecio de lo visible y lo mutable. Es parte de todo el saber estoico, que tanta influencia adquiere en ese tiempo; el desprecio a lo aparente; el dominio de las pasiones; el valor supremo del ánimo. Todos estos factores conducen al individuo a un sólido y verdadero autoconocimiento y, en consecuencia, al desprecio de la realidad aparente, para concentrarse en la interior y espiritual. La definición que nos da Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana (1611) es por demás exacta y reveladora: «Sacar   —96→   del engaño a quien está en él; caer en la cuenta de que era engaño lo que se tenía por cierto»130. También el Diccionario de Autoridades, un siglo después, nos da un sentido certero de la palabra: «Luz de la verdad, conocimiento del error con que se sale del engaño». Se llama también al «objeto que excita al desengaño»131. El autor nos declara al inicio del sermón: «Mas es oy hablar nuestro difunto Prelado desde essa Tumba, vivo a los desengaños y muerto a la realidad»132. En esta cultura de la trascendencia, en la que por medio de la axiología religiosa se ponen los ojos en la metafísica, es natural que la muerte resulte el ámbito triunfal del desengaño.

El siguiente tópico relevante en el sermón de De Torres es la analogía Fernández de Santa Cruz-Moisés. Como es característico de los textos panegíricos de la época, ya sean oraciones fúnebres, túmulos o arcos triunfales, el personaje real siempre es equiparado con un protagonista mítico o bíblico. Esta analogía tiene varias funciones: en la similitud entre los dos protagonistas, al real se le eleva a una significación ejemplar, eterna y simbólica. Se le dota de investiduras propias del personaje alegórico y se crean asociaciones por medio de las cuales el personaje real se magnifica. En un código de representación ya establecido, es la forma en que el poder se ritualiza en signos sublimes de valor hierático e histórico. De ahí que menudeen los proteos, aarones, ulises, ezequieles, etcétera. En esta ocasión, el referente metafórico que va a designar el obispo es Moisés. El desarrollo de la oración fúnebre va, pues, a tomar de manera emblemática la correlación paralela entre el legislador judío y el obispo de Puebla. Las analogías se sustentan en la función sublime que ambos tuvieron para sus pueblos. La acción y la significación trascendente de los dos van de la mano. De Torres, como lo hace todo escritor, selecciona pasajes de la historia del personaje bíblico y los adapta a la vida del prelado. La asociación se inicia con un símil alusivo a la muerte de los dos y con el simbolismo sagrado de la presencia de los ángeles. En la retórica de la época, los tópicos se ajustan para lograr el efecto deseado de elevación; es necesario   —97→   buscar la ascensión del referente real a los niveles sublimes del referente metafórico. Es por ello que vale la pena citar lo que el autor asienta: «Por ministerio de Ángeles en un lugar secreto, y occulto a los ojos del Pueblo fue sepultado Moysés. Assí mandó nuestro Prelado enterrar su corazón a los Ángeles que componen el Religiosíssimo Convento de Santa Monica, en una pared del Choro, lugar occulto y negado a los ojos del Pueblo»133. Para realzar el efecto de lo sagrado, en las palabras del orador se trasluce lo hermético del mensaje religioso, el designio hierático que en la comunidad despierta la sensación sublime del misterio.

Las relaciones paralelas se construyen al resaltar momentos claves en la historia de cada uno de los dos protagonistas, del personaje bíblico y del prelado. En un discurso en el que es común aludir a la biografía del homenajeado, los símiles de identidad menudean. Así, Moisés y Santa Cruz se presentan en unidad de significación ejemplar. Ambos son «Príncipe de aquel pueblo y Pastor de aquel rebaño»134. En los dos, por la fuerza de la revelación de su mortalidad, su corazón sabe atemperar con extraordinario equilibrio: «El Diástole de la vanidad para el mando, o por compressión, con el Sístole de la humildad»135. Lo más impresionante y efectista en el desarrollo del sermón es la simbiosis, ya plenamente lograda, entre el referente simbólico (Moisés) y el real (Fernández de Santa Cruz). Al concluir los símiles, el obispo es ya el Moisés que logra

[...] haver sacado del captiverio de las culpas tantas almas a su cargo: dirigídolas a la tierra de Promissión que es el Cielo [...] haver sustentado tantos súbditos en los desiertos deste Obispado; haver llovido el pan, como el Manná, a la nesessidad de tantas hambres. Haver passado el mar Bermexo de tantas tribulaciones y peligros de su vida por los caminos, por las montañas, por los ríos136.



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Como podemos observar en esta larga cita, los dos personajes se resuelven en la misma representación emblemática de virtudes y de signos de identidad paralelos. Es, pues, designio de Dios para inmortalizar a su siervo, el otorgarle «los empleos de Moyses».

El último de los tres temas relevantes que hemos elegido es la relación entre Santa Cruz y sus fieles religiosas del convento de Santa Mónica. Este tópico, entrelazado al del legado del corazón, no sólo nos revela la presencia del erotismo sublimado, tan común en la época, sino que arroja interesantes luces sobre el concepto de lo femenino que en el siglo XVII impera. La valoración de la mujer se centra, esencialmente, en dos instancias: su castidad, como rasgo axiológico, y su dependencia del varón, ya sea su estado laico o religioso. En la sociedad hispánica el honor masculino está depositado en la honra de la mujer. De ahí que su única realización sea el matrimonio o el confinamiento conventual. La propaganda emanada del poder insiste y reitera en la conservación y salvaguarda de la pureza corporal. El cuerpo femenino es el receptáculo de los valores masculinos y del equilibrio social. Por ello, la insistencia en que la máxima transgresión que la mujer hace a su contexto es a través del uso indebido del cuerpo. Por uso indebido debemos entender la libre práctica de su sexualidad. El valor de la castidad, como ocurre en toda sociedad altamente religiosa y represora, se convierte en obsesión. De ahí que en las cartillas y prácticas y guías de confesores se insista ad infinitum en la preservación de la castidad. Manchar el cuerpo es, sobre todo para la mujer, agredir al cuerpo social y, en última instancia, al cuerpo místico de Dios.

No menos relevante en la sociedad novohispana es la sumisión que la mujer guarda respecto del varón. Si es seglar, depende siempre del padre, del hermano o del marido. Si entra al estado religioso, se subordina a la superiora, en cuanto a su existir cotidiano, e interiormente, desde el punto de vista de lo profundo de la conciencia, al confesor y al obispo. Observamos en un texto terrible por su eficacia conminatoria, Plática doctrinal [...] en la profession de una señora religiosa del Convento de San Lorenço, México, 1679, del célebre Antonio Núñez de Miranda, confesor de sor Juana, que las monjas estarán a salvo de todo lo negativo exterior e   —99→   interior: «[...] si se goviernan por obediencia ciega, y sincera de sus Superiores y Padres espirituales»137.

La figura masculina religiosa es sublimada por la monja y en ella, no pocas veces, se transfiere un casto amor ideal. Huelga decir, sin embargo, que es Cristo Sacramentado el «que ha de ser su Esposo»138. Es con él, como revelan frecuentemente los textos de la época, con quien las religiosas viven éxtasis y deliquios amorosos de un fuerte erotismo sublimado.

Después de estas referencias a la imagen de lo femenino en el siglo XVII, volvamos a nuestro texto. En Fúnebre cordial declamación el autor, sin dejar el tópico axial del corazón, reitera en él a las costillas como su custodia. La interrelación analógica entre lo real y lo metafórico vuelve a establecerse con el tradicional símil de Eva como costilla de Adán. De ahí se deriva otra preciosa reveladora analogía, la de la relación y dependencia de las religiosas agustinas con su prelado.

A partir de la sentencia bíblica sub viri potentate eris (estarán bajo la potestad del varón), las monjas pasan a ser «nuevas Evas» que se desprenden, alegóricamente, de la virtud de Santa Cruz. Se sella el pacto, y el corazón del difunto obispo es el «Muro de las Costillas» que protegerá a sus amadas religiosas. Y así la entrega simbólica termina con las palabras mismas del prelado al legar su preciosa herencia: «Para que esté [mi corazón] muerto donde estuvo cuando vivía».

Para finalizar, diremos únicamente que este rasgo vehemente de amor se puede contemplar en el corazón amojamado de Manuel Fernández de Santa Cruz, que el visitante puede ver en el coro del Convento de Santa Mónica en la ciudad de Puebla. No obstante, la significación absoluta de la permanencia de su corazón queda, sobre todo, en la apasionada retórica de este revelador texto barroco.



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