Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —[100]→     —[101]→  

ArribaAbajoSermo autoritatis: otras cartas del obispo Santa Cruz a monjas

De entre los sacerdotes y dignidades eclesiásticas que rodearon a sor Juana, destaca su ilustrísima, el doctor Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de la diócesis poblana y a quien la posteridad conoce travestido en sor Filotea de la Cruz. De él es el único reproche directo que se conoce hacia la vocación intelectual de la monja; a él le responde ésta con una de las grandes disertaciones literarias que tiene la prosa en español.

Sobre sor Filotea se conserva un número considerable de obras; la mayoría son oraciones fúnebres panegíricas, que en realidad son breves pero concentradas biografías que incitan al oyente o al lector a una catártica y mimética ejemplaridad.

En este trabajo aludiremos a dos sermones fúnebres y a la biografía que de Santa Cruz escribe el fraile mercedario Miguel de Torres, sobrino de sor Juana. Dos de estos textos pertenecen a la cultura colonial poblana, pues están impresos en esta ciudad; las oraciones fúnebres se publican en 1699, año de la muerte del prelado, y el libro de De Torres, en 1714. El tópico que resaltaremos en los tres textos es la relación del obispo con las monjas. Veremos que el celo que el dignatario ejerce para salvaguardar la clausura femenina es la modalidad más radical del principio de autoridad y de sanción que la sociedad patriarcal ejerce sobre la mujer.

El bachiller Joseph Díaz Chamorro predica un sermón luctuoso en la iglesia de San Felipe Neri, de Puebla; en un largo y significativo pasaje nos refiere la obediencia que Santa Cruz practicaba desde su juventud, y cómo incita a las monjas a guardarla:

Tan zeloso era de esta virtud, que dando orden a los Conventos de Religiosas de que leyeran los libros de la Doctora Mystica Santa   —102→   Theresa de Jesús [...] la última que embió a los combentos muy poco antes de salir de esta última visita fue aquella admirable carta de la obediencia de el Insigne patriarca San Ignacio de Loyola (porque no hay más singular cosa de esta materia) para que se leyera siquiera cada mes. Muy bien sé yo la negación y obediencia que quería en las Religiosas139.



También señala de manera insistente la relación obispo-monja el dominico Diego de Gorospe, quien predica un conmovido sermón en el Colegio del Espíritu Santo de Puebla. El exaltado orador enumera con retórica y efectivista reiteración los generosos bienes derramados por su ilustrísima, de los cuales pocos se beneficiaron tanto como las religiosas:

Pero decidlo vosotras como más obligadas Vírgines discretas en las clausuras que enriqueció la gruessa en que liberó a la perfección el estado; [dio] dote a la honestidad y patrimonio a la virtud. Decidlo vosotras como más destacadas doncellas virtuosas en los retiros en los que en fomento de sus limosnas, passaban no sólo con decencia la vida sino con aliento el espíritu para caminar a la eterna140.



Si analizamos los pasajes de ambos autores vemos que en los dos se destaca la función de la clausura como sujeción de la personalidad femenina a la autoridad del superior y a la del discurso religioso. Se insiste en la identidad de «doncellas virtuosas» que se someten a la palabra irrebatible del fundador de la Compañía. La síntesis conclusiva de los textos se compendia en lo que espera un superior de un subordinado: autonegación y obediencia. La persuasión alcanza el nivel simbólico, y es por ello que se usan las mayúsculas en sustantivos como «Religiosa» o «Prelado», ya que   —103→   se está designando más la esencia de la jerarquía religiosa, que la individualidad del obispo o de la monja. Si bien aquí sólo aludimos a estos dos sermones fúnebres en honor de Santa Cruz, hemos podido constatar que en todos los penegíricos al obispo las religiosas se convierten en centro de la preocupación pastoral del prelado.

La segunda parte -y pienso que la medular de este trabajo- es la que tiene como tema el anunciado en el título: las prácticamente desconocidas cartas que el obispo poblano envía a distintas profesas, entre ellas a dos superioras. Todo el epistolario está incluido a manera de apéndice en el mencionado libro de Miguel de Torres. Son veintiséis cartas, incluyendo la que envía a sor Juana. El biógrafo también nos ofrece una carta singular: la que Santa Cruz manda a su confesor, en la que se invierten los roles y es el príncipe de la Iglesia el que guarda una actitud de sumisión ante su guía espiritual, a quien dócilmente da cuenta de todo lo que éste le demanda: «Mándame V. P. M. R. que le dé quenta de mi exterior e interior, en que no he hablado ni hablo muchas vezes por los recelos de estos pensamientos de vanidad que me asaltan»141.

Conjeturamos que el autor la incluye como testimonio ejemplar de la sujeción espiritual que cualquier cristiano -incluso los pertenecientes a las más altas jerarquías temporales o espirituales- debe tener ante su padre espiritual. Quisiera añadir que, hasta dónde yo tengo noticia, el único estudioso de sor Juana que alude a estas cartas de Fernández de Santa Cruz es Francisco de la Maza, quien afirma en su libro Sor Juana Inés de la Cruz ante la historia: «escribió muchas cartas a monjas, la de Sor Juana es una de tantas, si bien la más importante»142.

Antes de comentar las cartas del obispo a otras monjas, diremos que la enviada a sor Juana es la número veinticuatro de la colección. De gran interés y cargadas de intención son las palabras del sobrino de la escritora:

  —104→  

Era muy celebrada en esta Nueva España la Madre Sor Juana Inés de la Cruz, Religiosa del Convento de San Gerónimo de la Gran Ciudad de México, assí por la grande capazidad y soverano entendimiento de que Dios la havía dotado, como por la gracia de saber hazer y componer elegantes versos; con esta ocasión era visitada de muchas personas y de las de primera clase: corría la fama por todas partes aplaudiendo sus eruditos versos y philosophía; llegó la noticia a nuestro amantíssimo obispo el S[e]ñor Don Manuel y como tan zeloso de q[ue] las esposas de Xpto no estubiessen todas empleadas en el trato interior de su Celestial Esposo (como lo deben estar las Religiossas) condolido y lastimado de que un sujeto de tan relevantes prendas estubiera tan distraído, y combertido a las criaturas, y no a Dios, resolvió escrevirla la carta siguiente, con nombre supuesto de una Religiossa de el Convento de la Santíssima Trinidad143.



La introducción del mercedario a la epístola de sor Filotea nos da una serie de pautas que Santa Cruz sigue en el discurso que dirige a sus subordinadas. Ante todo se puede observar la indiscutible autoridad que el prelado ejerce sobre las monjas, así como la mezcla de paternalismo y dominio absoluto sobre la conciencia de la religiosa. El autor pone de manifiesto la atipicidad, la alteridad que la escritora guarda en relación con el estado religioso; malintencionadas son las alusiones a su mundaneidad y a su irreverente saber profano. Con escueto estilo, como decíamos, De Torres disimula el autoritarismo del obispo al manifestar que éste se sentía «condolido y lastimado» por la desobediencia de la monja. Así, el autor defiende y exalta la obligación y el derecho que detenta un prelado sobre la conciencia y las inclinaciones interiores de las religiosas. Su injerencia alcanza la natural sumisión y el cumplimiento de la clausura connatural a la vida del convento. Torres, intencionalmente, contrapone las dos personalidades, defendiendo siempre la de Santa Cruz.

Pasemos al análisis de las cartas que Filotea de la Cruz envía a sus «súbditas», nombre que se da frecuentemente a las profesas. Considero que tan importante como la regulación del estado religioso es -sobre   —105→   todo para el análisis textual- el empleo de la epístola como género discursivo, ideal para transmitir la palabra de autoridad directa e inmediata del superior. La carta posee en el siglo XVII un prestigio especial, proveniente de la antigüedad romana y del Renacimiento: «cartas a la vez privadas y públicas, que siguen el modelo de los antiguos, hermosamente escritas y con un contenido filosófico o moral»144. Agreguemos que ya la Edad Media había expuesto diversas teorías sobre las partes de la epístola y la función semántica que tiene cada una de ellas. La retórica medieval marca, asimismo, los matices que deben existir en cuanto al emisor y al receptor: «Si se escribe a un superior la carta no puede ser jocosa; si a un igual no ha de ser descortés; si a un inferior, no debe ser orgullosa»145.

Después de estas breves consideraciones sobre el género epistolar, y de la popularidad que goza en el Renacimiento y el Barroco, pasemos a las cartas que De Torres incluye en su Dechado de príncipes eclesiásticos. Su intención, creemos, es transmitir al lector una apología del obispo ante aquéllos que lo acusaron de dureza e intolerancia intelectual hacia sor Juana. El biógrafo pretende marcar la diferencia entre el tono autoritario y coercitivo que dirige Santa Cruz hacia las otras monjas y el aparentemente amigable y laudatorio que, como sor Filotea, tiene hacia la escritora. Como veremos, a las otras religiosas se dirige como «Hija Mía», mientras a sor Juana la llama «Señora Mía». Ante la imposibilidad de hablar acerca de todas, destacaremos algunos aspectos que nos parecen de especial interés, y finalmente nos centraremos en una que refleja de manera singular la relación prelado-religiosa y la influencia ideológica que el primero tiene sobre la segunda.

En el corpus de cartas vemos que De Torres, después de numerar cada una con letras mayúsculas, pone como epígrafe el asunto medular de la misiva. Por ejemplo «CARTA DÉZIMA: Enséñase en ella qual es el camino de la anichilación»146. Pongamos a continuación otros ejemplos: «CARTA DÉZIMA SÉPTIMA: Encarga a una Religiosa el sufrimiento y manda que   —106→   alivie a otra en los ejercicios» o «CARTA DÉZIMA OCTAVA: En la labranza espiritual para coger frutos, sembrar trabajos»147.

Los subtítulos no sólo sintetizan el tema de la carta, sino que tienen valor de sentencia moral. El mercedario parece decirnos que el sermo autoritatis es asimismo un sermo veritatis. En esto se manifiesta que el prelado es, simbólicamente, un padre terreno hecho a imagen y semejanza de la paternidad metafísica. La obediencia debe ser indiscutida y absoluta pues el obispo-sacerdote es un trasunto del Padre-Dios.

Después de varias y minuciosas lecturas de las cartas el lector descubre que su innegable dificultad se debe a que las epístolas son respuesta a otras que las religiosas enviaron al prelado en busca de consejo, de consuelo o en cumplimiento de una orden. Esto que parece tan simple arroja una cuestión textual de interés: en cada misiva hay una emisora implícita que hace que las cartas de Santa Cruz estén casi en escritura cifrada, mucho más sugestiva que descriptiva. Pensamos que ésta es también la razón que asiste a De Torres para ponerle título a cada texto: que el lector comprenda más fácilmente el mensaje del dignatario eclesiástico.

A continuación señalaremos una serie de rasgos semánticos que encontramos en estas cartas y que, de alguna manera relacionaremos con la Carta de sor Filotea:

1. A diferencia de la carta que le manda a la escritora, en éstas Santa Cruz aparece investido con su verdadera identidad de obispo; aparece como sacerdote de altísima jerarquía, lo que le confiere autoridad absoluta para ejercer su ministerio, lo cual se verbaliza en términos como «regir», «aconsejar», «sancionar», «advertir», «guiar», etcétera. El discurso del prelado se dirige a encaminar a sus «amadas hijas» a seguir la senda de la obediencia estrecha a la que se debe someter toda religiosa. El obispo sigue, pues, la senda de la autoridad patriarcal. En la carta que firma como sor Filotea, por el contrario, desaparece la autoridad masculina, para surgir en la supuesta monja trinitaria una polémica apolegético-doctrinal. Lo que desea Santa Cruz-Filotea es «convencer» a la escritora de su desviación intelectual y doctrinal como religiosa.

  —107→  

2. En las cartas a las monjas la salutación se hace con la fórmula «Hija Mía» o «Hija Mía Querida» y el obispo firma invariablemente como «Tu padre que te ama en Xpto.» o «Tu padre que te quiere para Dios»148. En la carta a sor Juana, por el contrario, usa el «Señora Mía» como título de retórica cortesía: en este texto firma como «su afecta servidora Filotea de la Cruz»149.

3. En las cartas a las monjas se observa el discurso de poder con la implacable verticalidad que da la relación superior-subordinado. En este caso el verbo tiene la función de mandato irrefutable. La palabra designa la docilidad espiritual de la monja ante la voluntad del superior que se acata sin discusión; en realidad, en las cartas a las religiosas no existe un diálogo potencial sino un monólogo de la autoridad.

La epístola escrita por sor Filotea es un diálogo implícito con una interlocutora invisible pero existente, lo cual da al discurso la cualidad de una auténtica polémica.

Después de establecer estas diferencias entre las epístolas de su ilustrísima a las monjas, y la de sor Filotea a sor Juana, hablaremos de la última que compone el apéndice del Dechado de príncipes eclesiásticos; no está numerada y es la más larga de todo el epistolario (10 páginas). El título designa de antemano el contenido autoritario del texto: «Instrucción que dio a una Súbdita suya, siendo Obispo de Guadalaxara, que después entró Religiossa, en el Convento de Capuchinas de la ciudad de México»150. Después del título aparecen las siguientes palabras: «Camino derecho, pelear para vencer las malas inclinaciones»151, que tienen el peso de una máxima que norma la conducta y traza los lineamientos de un «camino de perfección». La extensión de la carta hace posible que se desarrolle todo un programa de preceptos que regulan la vida espiritual y la conciencia. La epístola toda entremezcla el tono admonitorio con el paternalista para crear en la «Hija espiritual» un interior sentimiento de culpa. El escritor   —108→   instruye a la monja sobre las acechanzas del demonio, que puede tomar frecuentemente el rostro de uno mismo. Santa Cruz advierte de las engañosas estrategias que el «Maligno» usa para convertir las aparentes virtudes en un «camino de perdición». La voluntad debe abandonarse a Dios, anulando las propias inclinaciones. Santa Cruz -como tópico central de la carta- propone la obediencia como única senda hacia la salvación. Es determinante la escasa opción que el obispo otorga al albedrío; las palabras que citamos a continuación dan el tono general de todo el texto:

Muchos piensan que an conseguido la Perfección, porque gastan la vida en varias mortificaciones, muchas penitencias, y largas horas de oración; aunque estas cosas por la obediencia, suelen adelantar mucho, pero si faltarse ésta son de más riesgo que los mismos pecados152.



En las palabras anteriores se manifiesta una absoluta sumisión de la voluntad a la autoridad de los superiores. El prelado, al igual que como sor Filotea, en su verdadera identidad, recalca que la salvación reside en anular las propias inclinaciones y entregarse con docilidad a su Divino Esposo. El precepto conceptual de todo el discurso es el autorrechazo a la voluntad y al albedrío. El siguiente paso es el propio desprecio que el alma debe experimentar, pues sin la asistencia de un buen confesor a la sabia guía de una superiora, la religiosa se aniquila en su propia nada.

El texto previene obsesivamente de las inesperadas formas que el demonio puede tomar para triunfar en sus tentaciones; como formidable Proteo, toma la forma de nuestras propias afecciones. De ahí que el individuo debe tender a «crucificar» su propia naturaleza. El siguiente paso es advertir a la monja para que las aparentes virtudes no se conviertan en «un amor propio solapado»153, lo que concluiría con un desasirse de Dios y caer en la más abierta trasgresión.

Por último, vemos que la carta tiene una influencia decisiva de Teresa de Jesús y de Ignacio de Loyola, los grandes maestros de la nueva   —109→   espiritualidad postridentina. De ellos Santa Cruz imita una hábil cadena de razonamientos consecuentes; de ellos aprende también que no es suficiente ordenar sino persuadir inteligentemente hacia la obediencia. De ellos proviene, asimismo, la eficaz penetración psicológica para lograr una recia ascesis del alma. Es así como en Fernández de Santa Cruz la autoridad se reviste de profunda convicción y se verbaliza en un eficaz y sugerente discurso epistolar.



  —[110]→     —[111]→  

ArribaAbajoSantidad y narración novelesca en las crónicas de las órdenes religiosas (siglos XVI y XVII)154

Es bien conocida la escasa producción de textos novelescos durante nuestro periodo colonial. La obra clasificada como uno de los más logrados y felices preludios del género es la tan comentada relación de Carlos de Sigüenza y Góngora, Los infortunios de Alonso Ramírez. En este singularísimo texto el sabio criollo «presta» al desventurado náufrago puertorriqueño su habilidad verbal para estructurar una emocionante historia, narrada secuencialmente en el tiempo y en el espacio; por ello, gran parte de la crítica ha considerado este texto como «novela». No quisiéramos -puesto que es otro el propósito de este trabajo- tomar partido o discutir más aún en esta nutrida polémica. Sólo diremos que el autor nunca la llama así, aunque también es indiscutible que utiliza procedimientos discursivos que provienen, en gran medida, de las narraciones novelescas. Sigüenza sabe que puede ser ambiguo, y hasta comprometedor, nombrar novela a un texto que pretende ser una puntual y verosímil relación de sucesos acaecidos en la realidad. La distancia entre la verdad fáctica y la narración novelesca es algo que debe guardarse con celo y sabiduría.

La culpa histórica de que los escritos de ficción fueran tan poco cultivados en la Nueva España reside en una significativa Cédula que el Emperador Carlos V envió a América en 1531 y en la que prohibía que llegasen a las nuevas tierras los textos de contenido novelesco; este veto comprende: «libros de romance, historias vanas o de profanidad, como son de Amadís o otras desta calidad, porque ese es mal ejercicio para los indios e cosa en que no es bien que se ocupen»155.

  —112→  

Es claro que la censura real no tenía nada que ver con el Amadís como texto literario en sí; es obvio que la prohibición tampoco se dirige a los indígenas analfabetas. El veto monárquico se establece contra las amenazantes y peligrosas pretensiones señoriales de los conquistadores, quienes tienen -entre otras muchas- la inspiración desbordada de la ficción hecha realidad que se patentiza en las novelas de caballerías. Tampoco está ausente la delicada relación monarca-vasallo que algunos de estos textos ofrecen como ejemplo subversivo, ya que la personalidad del soberano, como en el caso mismo de Amadís, se presenta bastante devaluada. En pocas palabras, la novela de caballerías cuestiona y relativiza el sublime y casi divinizado heroísmo del rey. Y lo que es más peligroso, no lo logra mediante debates políticos e ideológicos, sino con los procedimientos literarios que convencen al lector de que el caballero es un héroe más digno que el propio monarca.

Ahora bien, si en la Nueva España la novela es casi inexistente, ¿hay algún otro tipo de literatura que sustituya a la emoción y a los efectos catárticos que el relato ficcional produce? La respuesta es sí. En el siglo XVI encontramos a aquellos escritores que los novelistas latinoamericanos del siglo XX han considerado como sus antecesores: los llamados cronistas de Indias.

Entre la abundante producción de crónicas escritas durante el primer siglo, destacan las producidas por los frailes de las diversas órdenes, cuya misión providencial es evangelizar a los habitantes de las tierras recién descubiertas. Al igual que en las obras de los soldados, en estas crónicas se encuentra un claro propósito partidista, representativo de toda una ideología institucional. Así, los frailes manifiestan los a veces contradictorios principios históricos, doctrinarios y teológicos de la «conquista espiritual». Es así que las primeras historias y crónicas resaltan, en buena medida, la relación de la labor evangelizadora de los religiosos, y la del contacto antropológico, profundamente sorpresivo, entre dos universos y dos modelos de la realidad antagónicos.

Dentro de las historias tienen un lugar destacado las biografías, como relato ejemplar y didáctico. Este trabajo se propone algunas reflexiones acerca de las vidas que aparecen en algunas crónicas franciscanas. La   —113→   inserción de estos textos tiene un claro propósito mimético y edificante. O bien, al contrario, pueden servir de nefasto ejemplo del cual se debe apartar el lector. Covarrubias ya lo asienta así en su Tesoro de la lengua castellana: «Vulgarmente llamamos corónica la historia que trata de la vida de algún rey o reyes, dispuesta por sus años y discurso de tiempo [...] Los reyes y príncipes deven leer o escuchar las corónicas donde están las hazañas de sus passados y lo que deven imitar o huir»156.

En las historias y crónicas más antiguas -y pensemos en Motolinia (1542)- las biografías son dependientes del corpus general de la historia de la evangelización franciscana en la Nueva España. La vida como narración sólo le interesa como complemento para realzar la misión de fray Martín de Valencia, primer prelado y custodio de la orden. Este religioso es el único de quien relata la vida. A los otros frailes fundadores de la Provincia franciscana del Santo Evangelio sólo los destaca en su función evangelizadora. Con esto quiero decir que, para fray Toribio de Benavente, la vida como narración es un pretexto para destacar al legendario Martín de Valencia como provincial. La biografía, así, se convierte sólo en una parte complementaria de la crónica documental.

Desde mediados del XVI hasta el inicio del XVII, los cronistas del clero regular continúan escribiendo un nutrido número de historias sobre sus respectivas órdenes o «religiones», como también se les llamaba. Los dos más destacados autores de la provincia franciscana en ese tiempo son Jerónimo de Mendieta y Juan de Torquemada, ambos peninsulares llegados a la Nueva España ya ordenados sacerdotes. El primero es célebre por su Historia eclesiástica indiana, concluida en 1596. Es indudable que al escritor le interesa dar una puntual relación de la orden desde 1524 hasta 1596. No obstante, en él observamos ya un avance notable en la importancia que da a las vidas como textos. Esto se nota en el énfasis que da al carácter edificante de la narración, en el interés que proyectan los personajes en su valor protagónico, en la utilidad que para la orden tiene el que sus miembros se destaquen relevantemente en la santidad, y, sobre todo, en la existencia de un modelo hagiográfico no sólo de los rasgos elevados de   —114→   sus personajes, sino de los elementos que la narración debe privilegiar para hacer de ellos auténticos héroes de santidad. Esto indica que Mendieta ya tiene una conciencia de lo enriquecedor y apasionante que puede ser el discurso biográfico. De ahí que el cronista dedique un libro entero a narrar las biografías de los frailes más destacados, quienes entregaron su vida a la evangelización del Nuevo Mundo. En Mendieta también se puede apreciar una estructura determinada y una correlación cuidadosa entre ciertos elementos del género hagiográfico como son, por ejemplo, los rasgos psicológicos de los protagonistas y su comportamiento en los episodios de los que son personajes principales. En pocas palabras, Mendieta escribe literatura, y para ello, conscientemente, se inspira en dos prestigiados modelos textuales: las novelas y las vidas de santos. De aquí toma variados recursos, estrategias temáticas y estructurales que hacen de sus religiosos auténticos protagonistas de narraciones hagiográficas. Como escritor, puntualiza la primera razón de ser de la narración biográfica: la ejemplaridad que de ellas debe desprenderse:

De tres cosas nos hemos de acordar en las vidas de los santos, la primera es del buen ejemplo que nos dieron con su vida mientras vivieron en el mundo. La segunda de cotejar nuestra vida con la suya para nuestra confusión. La tercera de cómo nos favorecen agora delante de Nuestro Señor Dios en la gloria157.



En las palabras anteriores observamos el valor que el cronista confiere a la ejemplaridad, como uno de los motivos esenciales que lo impulsan a escribir sus vidas franciscanas.

Detengámonos en la biografía que escribe acerca de fray Martín de Valencia. Entre el escueto Motolinia y el prolijo Mendieta existe lo que podríamos llamar una gran distancia textual. El último dedica quince jugosos capítulos a describir al portentoso evangelizador. Después de leer al cronista, fray Martín de Valencia aparece como el auténtico protagonista de una bien estructurada historia de santidad. De ahí que el autor siga una serie de pautas y de convenciones inherentes al relato hagiográfico. La   —115→   primera norma es que el personaje sea depositario de las virtudes que un santo debe patentizar. Así como el caballero, el pícaro o la Celestina se ajustan a una cadena de acciones, de actitudes morales, y de contacto con otros personajes, lo mismo ocurre con el protagonista hagiográfico. Algunos de los rasgos esenciales del género son los siguientes: 1) el protagonismo del héroe, alrededor del cual se organizan todos los demás personajes; 2) las virtudes propias de la vida cristiana (castidad, humildad, pobreza, etcétera) le otorgan la ejemplaridad sublimada de que goza; 3) como el santo es finalmente un medio humano para establecer una lucha teológica entre el bien y el mal -en la que él obviamente representa a Dios- es común que el demonio «lo tiente», haciéndole pasar duras pruebas y perturbándolo con terribles visiones. El héroe hagiográfico es un personaje que se debe plegar a las acciones que lo significan. Esto es lo propio de un género que hacía más de tres siglos, desde Santiago de la Vorágine y su Leyenda dorada, tenía un gran prestigio y una envidiable popularidad. Así pues, es vital la adecuación existente entre las acciones que el héroe realiza y el léxico que las designa. De ahí que las palabras «portento», «sobrenatural», «prodigio», «admirable» y otras similares, sean frecuentes en estos textos. Eso mismo sucede con las aventuras. Así como es imprescindible que el caballero adore a su dama, sirva lealmente a su señor y sea valiente hasta lo insensato, el santo debe ajustarse a una determinada serie de acciones. Al igual que en las novelas, la narración hagiográfica nos proyecta la historia de una vida en el tiempo y en el espacio. Lo que trata de privilegiar Mendieta es un ritmo de acción que va a imponerle a su protagonista. Al contrario del héroe profano, el santo es un elegido de Dios y de ahí se deriva una serie de episodios y comportamientos íntimamente ligados con la hagiografía como género literario. Por lo tanto lo sobrenatural surge a cada momento. Su adversario real y metafísico es el demonio. Los santos viven algunos de sus más jugosos episodios cuando son víctimas de los ataques de este enemigo desmesurado, el único que puede oponerse a Dios. Me atrevería a decir que en estas narraciones encontramos excelentes pasajes de lo que después se llamará novela psicológica, ya que los protagonistas enfrentan al demonio en sus propias tentaciones, dudas, mezquindad, en fin, en lo oscuro que todos   —116→   guardamos en nuestro interior. Mendieta parece decirnos que el mal es el reflejo de nuestro oscuro ser y que debe ser expurgado mediante el autoconvencimiento para sufrir:

[...] le procuró nuestro adversario muchas tentaciones y de muchas maneras [...] parecíale que cuando celebraba y decía Misa, no consagraba, y como quien se hace grandísima fuerza, y con gran dificultad, consumía el Santísimo Sacramento. Tanto le fatigaba aquesta imaginación, que no quería celebrar, ni quasi podía comer y estaba ya tan flaco de la mucha abstinencia y de la aflicción de su espíritu, que no tenía sino solos los huesos pegados a la piel y consumidas las carnes como otro Job158.



Observemos el hincapié que hace el cronista al referirse como última cuestión a la aflicción de su espíritu, que es lo que anímicamente consume al sarao Martín.

Así como las tentaciones del Maligno se presentan de muchas formas, existen asimismo otras acciones y conductas que son arquetípicas -como el protagonista mismo- del género. Los misioneros franciscanos, por ejemplo, vienen a estas tierras con el anhelo y el superior propósito de padecer martirio. Nos describe de manera abiertamente literaria, exagerada, el gozo que vivió el fraile cuando le comunicaron que pasaría a América a convertir infieles:

Y quedó como fuera de sí, que no pudo pasar adelante. Los religiosos, viéndolo así como atónito y embriagado, no sabiendo el misterio, pensando que enloquecía, lleváronlo a una celda y claváronle la ventana, y cerrándole la puerta de la celda, se tornaron a acabar los maitines159.



Es notable la forma en que Mendieta resalta los efectos psicológicos de su protagonista. Como característica recurrente de este género -también típico de la novela- encontramos al héroe como centro en torno al   —117→   cual giran otros personajes. En su caracterización el protagonista presenta actitudes ascéticas y un comportamiento de abstinencia hacia lo corporal. El desprecio y la sublimación de lo físico y material son otras de sus cualidades.

Las virtudes emblemáticas de estos personajes se representan en los votos que profesa el religioso al entrar a la clausura. Humildad, obediencia, pobreza y castidad son las acciones hacia las cuales está encaminada la vida del protagonista. Sobre estas bases se construye el relato hagiográfico que -como es lógico suponer- a lo largo del XVII llega a sus más ficcionales e hiperbólicas intensidades. Mendieta es sobrio respecto a los autores barrocos. Tanto es así, que la santidad de Urbano VIII tiene que poner un dique a la desbordada imaginación de los escritores de vidas de religiosos. El pontífice decreta que sean las virtudes más que los individuos las que se magnifiquen en estos textos. A partir de la segunda mitad del XVII vemos -como parte obligatoria para otorgar la aprobación para imprimir los escritos- la «Protesta del Autor», en la que se siguen dócilmente los preceptos del citado Papa. Al respecto, obsérvese lo que jura el célebre y también cronista franciscano Agustín de Vetancurt:

Sujetándome obediente a los mandatos y decretos de la Santidad de Urbano VIII [...] acerca de los que escriven vidas, martirios, milagros, prophesías, de personas que murieron con opinión de santidad, protesto que ninguna cosa de la que escrivo tiene autoridad infalible, sino solamente la fe que estriva en autoridad humana de los que escrivieron, compuestas y formadas de las relaciones de personas de crédito, fidedignas, no confirmándolas por milagros sino por imitación y ejemplo de virtudes160.



Para concluir nos referiremos a algunos de los episodios más espectaculares en los relatos hagiográficos, tratados por Mendieta con suspenso y maestría. Son los referentes al misterio que entrañan las visiones que sólo experimentan los elegidos. El escritor busca dar credibilidad a lo que narra, de ahí que se apoye en testimonios de gran autoridad. Junto   —118→   con la declaración del testigo presencial, no menos importante es lo inefable y hermético de las visiones, que les otorga un carácter de misterio y trascendencia:

Un venerable religioso llamado Bernardino de Sahagún [...] Y llegando a un lugar donde lo podía acechar [a Fray Martín de Valencia] vio una claridad e otra cosa semejante (que no pudo determinar qué fuese) que lo encandiló y lo privó de la vista, de suerte que no pudo ver cosa alguna ni tampoco al siervo de Dios que allí estaba y así se volvió atrás turbado, y con miedo de lo que interior y exterior había sentido161.



Igualmente atractivos desde el punto de vista de la narración de la historia son los momentos climáticos de la biografía que formalmente definen el desenlace: la muerte y los milagros realizados. Para el religioso la muerte simboliza el desprecio ascético por la vida y el anhelo de la trascendencia. En el caso de Martín de Valencia, el momento de morir le es revelado tiempo antes de su fallecimiento; éste es un don del que sólo gozan los elegidos de Dios. Él sabe que va a morir de rodillas. En el caso de este personaje la expresión «olor a santidad» cobra su verdadero sentido. A él le es conferido un auténtico prodigio, exclusivo de las grandes figuras de santidad: la incorrupción de la carne. Asimismo, su ejemplar existencia se corona, después de su muerte, con la realización de múltiples milagros, evidencia y prueba última de su cualidad de santo. Entre sus portentos se cuenta el haber resucitado a un niño para que recibiera el bautismo; el haber multiplicado los panes en un humilde hogar. A continuación, reproducimos el favor que les hace a los indígenas, desesperados ante los estragos de una terrible sequía:

Viendo pues el santo la necesidad y petición de los naturales, díjoles que se juntasen para hacer procesión a una cruz o humilladero que estaba donde después se edificó la iglesia que agora es de la Natividad de Nuestra Señora. El santo viejo se desnudó el   —119→   hábito, y de rodillas se fue azotando hasta la cruz con ser todo cuesta arriba. Apenas ovieron acabado la procesión, cuando se armaron unas gruesas nubes y llovió aquella tarde un grande aguacero, y de allí adelante no faltó el agua162.



Mendieta es sólo un ejemplo -sobrio al lado de sus sucesores- de lo que los autores hagiográficos usan como recurso para atraer a sus lectores. Estos escritores se dirigen conscientemente a un público, al cual emocionan con los procedimientos propios del género. Dentro de los lineamientos establecidos, acuden a la exageración y al artificio imaginativo. Sus protagonistas, como los de las novelas, deben ejecutar hazañas arquetípicas; el santo es, así, protagonista de un relato de ficción perfectamente construido. Es entonces que su ser etéreo se hace casi profano para competir en interés y emoción con el osado caballero o con el degradado pícaro. Sólo así se comprende la ficción a lo divino.



  —[120]→     —[121]→  

ArribaAbajoLa Vida y virtudes del padre Antonio Núñez de Miranda, de Juan Antonio de Oviedo, y algunas consideraciones sobre la biografía novohispana del siglo XVII163

Uno de los géneros que más proliferan durante el siglo XVII es el de las biografías de religiosos y de monjas que durante su vida destacaron por sus virtudes excepcionales, lo cual a su muerte les otorga una celebridad especial y un insistente olor a prodigio y a sublime grandeza espiritual. La enorme cantidad de impresos que de estos tópicos existe en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, nos mueve a verlos como un corpus literario que corresponde no a una moda de época si no a toda una manifestación profunda de la espiritualidad y la ideología barrocas novohispanas.

Las abundantes vidas que sobre personajes con intencionado olor a santidad se escribieron, obedecieron entre otros impulsos a la voluntad de ensalzar a las personalidades que en la Nueva España nacieron o que, bien, allí realizaron su excepcional existencia espiritual. La intención fue pues, doble: exaltar al protagonista y a la tierra que es escenario del milagro. El nacionalismo criollo que, en la segunda mitad del XVII alcanzó su punto cimero, tuvo entre otros antecesores a los que Francisco de la Maza llamara «cuatro evangelistas guadalupanos», quienes hicieron de la Nueva España el auténtico paraíso elegido por la virgen apocalíptica. Ella fue, sin duda alguna, la más excelsa de todos los protagonistas hagiográficos de la época. Muy de cerca le siguió el mártir Felipe de Jesús, a quien Miguel Sánchez, el primero de esos «evangelistas», llamó con fervor nacionalista «el venturoso de México, el más logrado de todos sus criollos, el más dichoso de toda nuestra patria»164.

  —122→  

Como observamos en las palabras citadas, el entusiasmo hacia el personaje fue inherente al que despertó el ámbito novohispano como tierra de promisión sobrenatural. Fue así como Carlos de Sigüenza y Góngora concibió a México en su Parayso occidental de 1684, en el que escribió una colección de biografías de las monjas del Real Convento de Jesús María. El de Sigüenza, como ramillete de vidas ejemplares, no fue un libro aislado; dos de los más notables autores de la época, Agustín de Vetancurt y Francisco de Florencia, escribieron el Menologio franciscano y el Menologio jesuita, respectivamente. Vemos pues que el entusiasmo criollo por la literatura hagiográfica fue desbordante. En ella se cifró uno de los más legítimos signos de identidad novohispana. No obstante, esta exaltación de la santidad criolla tuvo sus límites, impuestos por la misma Iglesia. Esta contención fue doble en sus propósitos. Por un lado, se ciñó a la cautela que sobre personas y actos prodigiosos se debía tener; por el otro, contuvo a los escritores americanos en su afán de darle a la hagiografía local una peligrosa autonomía con relación a la península. Esto explica claramente que muchas biografías que circularon libremente al ser publicadas, fueran después prohibidas por la Inquisición.

Creemos que el estudio de las biografías novohispanas debe tomar en cuenta un importante elemento ideológico en estos textos: la «protesta» que los autores debían forzosamente incluir y en la que manifestaban no sólo su apego a las disposiciones ortodoxas, marcadas por la Santa Sede en materia de obediencia canónica, sino que restringían el fervor que los escritores sentían por sus biografiados. Lo que queremos decir es que la «protesta» es una contención doctrinal.

Respecto a lo ideológico y a la intención conceptual del lenguaje empleado, el autor debía de guardar una gran cautela al referir las virtudes de su personaje. Las palabras no podían excederse a sí mismas, o por lo menos así estaba codificado por los decretos pontificios. Veamos lo que el propio Sigüenza declaró en su Parayso occidental:

[...] y así digo que esta historia no merece más crédito que el que se debe a la diligencia cuidadosa de ajustar la verdad en lo que pide la gravedad de su materia, en que también puede haber   —123→   falencia, como en las historias humanas sucede a veces. Y así las palabras Santidad; Santa; Bienaventurada; Gloriosa; Virtud heroica; Revelación; Visión; Profecía; Milagro y otras semejantes que se hallarán en la vida de la V. M. Marina de la Cruz y en las de otras personas que aquí se expresan, de ninguna manera son para que se les de culto, veneración, ni opinión de Santidad, pues ésta sólo la califica la Católica Iglesia, a quien me postro y humillo como su hijo y si por descuido, e inadvertencia (y sólo así puede ser) hubiere algo que bien no suene, tíldese, bórrese, etc[étera]165.



La protesta de Sigüenza es muy similar a la que encontramos en los otros autores del género. La uniformidad se comprende pues todos tenían que hacer un juramento formal de su ortodoxia. Entremos ahora al contenido de las vidas. Si como hemos visto, los escritores no podían excederse en lo doctrinal ni otorgar a sus personajes la categoría de santos canonizados, sí podían dar rienda suelta a su creatividad e imaginación, pues como dice don Carlos se trata de «historias humanas» en las que puede haber «falencia» que, según el Diccionario de Autoridades quiere decir «poca seguridad de la subsistencia de lo que se asegura o se discurre». Así pues, la restricción que los biógrafos guardaban respecto de los decretos pontificios en materia de ortodoxia, la olvidaban al narrar las existencias «ejemplares» y «heroicas» de sus personajes.

Una de las hipótesis que tenemos es que ante la escasa producción de novelas en la colonia, las vidas llenaron ese vacío de literatura ficcional. Su materia temática, la atracción por el protagonismo central de los personajes, la estructura secuencial de su contenido y, finalmente, la irrupción de lo sobrenatural y lo maravilloso hacen de estos textos auténticos relatos novelescos, por más que sus creadores no les dieran ese título. Además, al igual que la novela como tal, las biografías nos narran la historia de una   —124→   vida a través del tiempo y del espacio, destacándolos como coordenadas esenciales de la existencia humana.

Estos escritos obedecen a una estructura que se conforma a la vida exterior e interior del protagonista. Nos presentan un orden programático similar al que rige la composición de las novelas caballerescas y picarescas. Siguen, también, naturalmente, el mismo desarrollo secuencial que se da en la hagiografía. Sabemos que en este género la obra clásica es La leyenda dorada, de Santiago de la Vorágine. Generalmente la hagiografía novohispana se estructura en dos o tres libros, de acuerdo con la cantidad de sucesos que el autor pretende narrar.

Del gran número de obras biográficas quisiéramos centrarnos sobre todo en las escritas por los padres de la Compañía de Jesús. Por un lado, encontramos las colecciones de biografías como es el citado Menologio jesuita del también evangelista guadalupano Francisco de Florencia. Al mencionarlo quisiera referirme a él como uno de los grandes prosistas del XVII, al cual creo que se debería revalorar. Florencia es un prolífico escritor mariano y un narrador innato. Tiene un magno libro que es la Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España (México, 1694), en el que introduce algunas biografías de los que establecieron la provincia jesuita en estas tierras. El antes citado Menologio es tan logrado en sus sintéticas biografías como es el de Vetancurt en las vidas franciscanas. Juan Antonio de Oviedo lo reimprime en 1747, añadiendo las vidas de los miembros de la Compañía que destacaron después de Florencia. La cita que daremos a continuación refleja con gran claridad la configuración temática y conceptual que los jesuitas buscan en sus biografías:

Assí también, oyendo V.V. R.R. y mis Carísimos Hermanos a menudo los heroicos exemplos de virtudes con que tantos Jesuitas de esta Provincia, hijos verdaderos de N. P. S. Ignacio abandonaron de veras el Mundo, y por medio de la verdadera humildad, mortificación de las passiones, exercicio de la oración, y penitencia, ardiente zelo de la salvación de las almas, y de una exactísima observancia de las Reglas, se dedicaron del todo al amor, y servicio de nuestro Adalid JESÚS, y al provecho de los próximos, sin perdonar a trabajos, ni aun a su misma vida, perdiéndola algunos   —125→   de ellos a manos de los Idólatras, se alienten a seguir las huellas de sus Hermanos, procurando todos cumplir con las altísimas obligaciones, a que nos empeña nuestro Apostólico Instituto, a mayor gloria de Dios. Assí sea166.



Aunque bastante larga, premeditadamente incluyo la cita en su totalidad, pues es una declaración completa de la acción vital que debe seguir un miembro de la Compañía. Los biógrafos jesuitas resaltan siempre en especial la observación de la Regla y la eficaz austeridad en el dominio de sí mismo. Esta es la concepción de héroe hagiográfico y literario que tienen los escritores de la Compañía. Si bien en ellos no aparece el colorido descriptivo de los franciscanos en su gusto por lo sobrenatural o prodigioso, sí encontramos la plasticidad realista de los sentidos interiores y de la profunda oración mental. Con estas características suplen también el detallismo cronológico que tanto gusta a los biógrafos agustinos. El autor de vidas jesuitas incide en el ascetismo de su orden y en la fascinación que siente por el cumplimiento absoluto a la obediencia.

Es frecuente que los jesuitas formen sagas de biografías; los discípulos escriben sobre los maestros y los más jóvenes plasman la labor pedagógica, misionera o la fama de confesor o de predicador que cumplieron los padres de la generación anterior. Vemos, por ejemplo, que Oviedo escribe sobre Núñez de Miranda y Francisco Xavier Lazcano lo hace sobre Oviedo. Era muy importante cumplir la labor intelectual de preservar del olvido a los predecesores en la milicia de Cristo concebida por Loyola.

Hablemos ahora de Núñez de Miranda y Oviedo. Este último sintió una admiración sin reservas por el confesor de sor Juana. Además, Oviedo es un experto biógrafo, que encuentra un gran deleite en esa puntual reseña de la intimidad que es el género de las vidas. También disfruta en la introspección por la que siempre pugnó su orden. La mayoría de los textos que de él se conocen son de este tipo. Tiene incluso una singular biografía de la virgen llamada Vida de Nuestra Señora repartida en quince principales misterios, de 1726. Al igual que Florencia, es autor de una colección   —126→   de vidas que intitula Elogio de muchos hermanos coadjutores de la Compañía de Jesús.

Sin embargo, su fama -sobre todo para los lectores modernos- reside en su biografía de Núñez de Miranda. Los estudiosos de sor Juana que se han acercado a su confesor, tienen como fuente primordial la obra de Oviedo, quien estuvo muy cerca de Núñez, tanto, que para escribir su libro dispuso de los cuadernos del influyente personaje que rigió la conciencia del conde de Baños y de otros virreyes, como los Mancera. La obra se intitula Vida exemplar, heroicas virtudes y apostólicos ministerios de el V. P. Antonio Núñez de Miranda, de la Compañía de Jesús, México, 1702. El título no es por demás original; el autor lo repite en la biografía que hace de un sensacional personaje, el padre Joseph Vidal, español misionero jesuita que ejerce su vida y su ministerio en la Nueva España. A diferencia de Núñez, quien fue un sedentario y excepcional «burócrata» de almas, Vidal eligió la azarosa y andariega existencia del apostolado misional. Es lógico que los textos sean distintos, empero, la última parte de ambas biografías es temáticamente parecida, pues se concentra en las «virtudes» de los dos sacerdotes. Ahora bien, por virtudes, el escritor jesuita entiende las inherentes a los votos del estado religioso, que se cumplen con una disciplina férrea y con la anulación voluntaria del ser: humildad, pobreza, castidad y obediencia. Núñez, según Oviedo -y es lo que el discípulo más admira en él-, con el constante olvido de sí mismo que demanda la milicia ignaciana: «preservó de la corrupción de los vicios su bendita alma y la de otros muchos, que edificados de su religioso trato y santa conversación , siguieron fervorosos la estrecha senda de la virtud». Si en Vidal Oviedo admira su paciencia con los naturales, de Núñez lo fascina el casi hipnótico miedo que despierta en sus hijos espirituales. De un virrey -inferimos que es el de Baños- dice Oviedo:

V[uestra] Ex[celenci]a haga lo que le pareciere: pero yo sé bien que esto es lo que debe hacer, y de no hacerlo se irá sin remedio a los infiernos sin pasar al Purgatorio. Y pudo tanto con la eficacia, y entereza de estas palabras que mudó el señor Virrey de parecer, haciendo al pie de la letra cuanto el padre Núñez le había   —127→   aconsejado, y decía que era notable el miedo que le tenía, quedando de allí adelante con más estima de su virtud, mirándole, y venerándole como a gran siervo de Dios167.



Núñez tal vez -sin la voluntad consciente de Oviedo- se presenta como una autoridad terrible; como el asceta que se sabe él mismo paradigma moral de una sociedad. Son varios los capítulos en los que nos habla de su mortificación, su penitencia y su continuo control de las pasiones. No en vano Núñez fue el confesor más prestigiado de su sociedad. Por último diremos que Oviedo destaca a una singular y extraña personalidad que no le temió; por el contrario, el austero personaje le temió a ella. Hablamos, claro, de sor Juana.

Terminemos con las palabras de Oviedo, cuando nos habla de la conflictiva relación entre el jesuita y la monja jerónima, refiriendo que el confesor no logra persuadir a la escritora de abandonar su vocación intelectual:

Viendo pues el padre Antonio, que no podía conseguir lo que desseaba, se retiró totalmente de la assistencia a la madre Juana, llorando si no mal logradas, por lo menos no tan bien logradas como quisiera aquellas singularíssimas prendas; mas nunca dexó de encomendar a Dios a su espiritual hija; y sin duda fue effecto de sus missas y oraciones la admirable mudanza de la Madre Juana dos años antes de su muerte168.



Como corolario, Oviedo da el triunfo a Núñez en el terreno de la renuncia y la claudicación de la poetisa. Gran satisfacción denotan estas lapidarias palabras:

[...] entregó su alma en las manos de su Esposo, como de su misericordia esperamos, a los dos meses cabales de la dichosa muerte de su padre espiritual, y director el padre Antonio Núñez dexando   —128→   más edificada con su resolución heroica, y exemplos singulares de virtud a toda esta Ciudad, de lo que la avía admirado con su ingenio, escritos y talentos169.



Esto lo dice a siete años de muertos los dos. Hoy, a casi trescientos, el biógrafo jesuita tendría honestamente que modificar su juicio ante la admiración que se profesa a sor Juana.



  —[129]→  

ArribaAbajoUna biografía ejemplar del siglo XVII, la vida y virtudes de Catharina de San Joan (La China poblana), por el P. Francisco de Aguilera, de la Compañía de Jesús. Puebla, año de 1688170

Los curiosos visitantes que llegan a la iglesia de la Compañía, en la ciudad de Puebla, se enteran que en ella están los restos de una mujer a quien la portentosa imaginación colectiva-popular ha convertido en un mito nacional: la China poblana. Sin embargo, no era ni china ni poblana. Tampoco -para desilusión de quienes así la imaginan- fue un personaje con una apasionada leyenda romántica. Fue, eso sí, un gran símbolo de santidad y su historia es tan accidentada, ejemplar y novelesca, como las de los otros grandes héroes hagiográficos.

Un extraordinario testimonio de su vida -veremos que lo es por varios factores- es el Sermón que sobre ella escribe el jesuita Francisco de Aguilera, quien lo predica en sus «Funerales Exequias», el 24 de enero de 1688, en el «Collegio del Espíritu Santo» de Puebla. El título completo del texto es revelador, tanto del contenido, como de los propósitos que tuvo el orador: Sermón en que se da noticia de la vida admirable, virtudes heroicas y preciossa muerte de la Venerable Señora Catharina de San Joan, que floreció en perfección de vida, y murió con acclamación de santidad en la Ciudad de la Puebla de los Ángeles a cinco de enero de este año de 1688. Agradecemos al doctor Antonio Rubial el habernos facilitado este texto.

La biografía de Catharina de San Joan no es un ejemplo aislado, pues ese género literario se cultiva abundantemente en el siglo XVII. No obstante,   —130→   la mayoría de las vidas que hemos tenido oportunidad de conocer son más extensas y no tienen la calidad inmediata y oportuna de predicarse en la ceremonia fúnebre del personaje homenajeado. Tenemos los túmulos, los llantos, las pyras fúnebres, en los que se hace una semblanza biográfica del difunto: pero éstos son textos distintos y están dedicados a grandes personajes como reyes, arzobispos y virreyes; acompañan a una estructura arquitectónica (como la de los arcos triunfales); son patrocinados por el cabildo eclesiástico o por el civil y, literariamente, constituyen una auténtica miscelánea: contienen poesía y oraciones en latín y castellano, y también descripciones en prosa.

Pero si por las características señaladas anteriormente el texto de Aguilera es diferente de los otros escritos biográficos, también resulta excepcional por resumir, en su brevedad, la cualidad panegírica del túmulo y la composición programática de las vidas extensas. Por otro lado, el Sermón del jesuita se ciñe a la estructura retórico-didáctica y a la prédica doctrinal que el sermón tiene como género literario, y a sus cuatro partes esenciales: exordio, explicación, comprobación y peroración o conclusión.

Sin embargo, el escritor también se ajusta a los lineamientos de la biografía como género hagiográfico, el cual posee una larga y prestigiada tradición medieval que viene desde el siglo IV y que culmina, en el siglo XIII, con la célebre Leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, «Pequeña joya gótica de la hagiografía»171, como la llama Jacques Le Goff.

De la obra del padre Aguilera, considerada más como biografía que como sermón, nos interesa destacar dos elementos esenciales: por un lado, el concepto de realidad y la mentalidad que se desprenden de este texto barroco novohispano; y por el otro, la conciencia literaria que el jesuita tiene en cuanto a la estructura y a los recursos narrativos que emplea para hacer de Catharina de San Joan la protagonista de un auténtico relato literario.

Con relación al concepto de realidad que priva en la época en la que viven Aguilera y su personaje, considero que son invaluables las palabras de Jorge Alberto Manrique:

  —131→  

En un mundo en que perduraron -por la estructura misma del primer siglo de la Conquista- tantos elementos de actitudes medievales, remachados en parte por el Concilio de Trento y más presentes en la tradición hispánica, la religión formaba el marco teórico fundamental que justificaba desde la moral hasta la política y que aglutinaba y daba sentido a todo el discurrir de la vida, ya individual, ya colectiva172.



Es, en efecto, el pensamiento o más bien la actitud religiosa del hombre novohispano, la que permite que el prodigio y lo maravilloso formen toda una estructura mental y moral de valores que anulan, en buena medida, las fronteras entre lo fáctico y lo imaginario. La mentalidad novohispana se asemeja mucho a la medieval, en cuanto que: «La irrupción de lo maravilloso en lo cotidiano se verifica sin fricciones, sin fisuras. El reconocimiento de lo maravilloso en lo cotidiano es natural»173. La Iglesia no sólo regula los valores sociales e ideológicos, sino que logra que esos valores den una categoría especial de veracidad a los sucesos sobrenaturales. En la biografía de Catharina de San Joan vemos que hay una serie de elementos y episodios que son consustanciales a la verosimilitud que la heroína irradia, y que refuerzan su calidad y cualidad literarias. La protagonista se hace creíble, precisamente porque el portento y lo maravilloso forman parte de su realidad inmediata. El milagro no es tan excepcional como lo es para nosotros, ya que se integra normalmente en lo que Le Goff llama: «la ortodoxia de lo sobrenatural»174. En otras palabras, podemos decir que el contexto cultural inserta al hombre en la naturalidad de lo sobrenatural.

Así, resulta «normal» para la heroína que: «Las nuves, mojando a otros caminantes con reçios aguaçeros, a ella le hazían como un toldo de christal para que no le tocara ni una gota»175. También es verosímil que Catharina:

  —132→  

Otra vez encontró en essa calle un perro muerto, dividida la cabeça del cuerpo, por averle passado una carreta por encima; y movida a compassión, hizo que se lo llevaran a su cassa, y puesta en oración por la vida del perro, se levantó éste, con asombro de todos, vivo, y sin señal de su tragedia passada176.



Las referencias anteriores nos aproximan a este concepto de realidad, en el que no existe una separación rotunda entre lo inmediato y lo trascendente, que se presentan como categorías relativamente complementarias y no rotundamente antagónicas. A partir de esta imagen del mundo podemos acercarnos más estrechamente al texto que nos ocupa, y aprehender no sólo los valores ideológicos que postula, sino captar el modelo literario que Aguilera sigue en su escrito.

Como señalamos anteriormente, es indudable que el autor tiene en mente los prestigiados modelos hagiográficos que siguen vigentes hasta su tiempo. Es por ello que el jesuita, al igual que otros de sus contemporáneos, es fiel a una serie de convenciones y de recursos retóricos inherentes a esta tradición. De ahí su conciencia creadora de centrarse en la identidad protagónica de Catharina:

¿Quién es ésta? Quae est ista? Que a esto sólo venimos, ni yo vengo a otra cosa, pues a esta sola pregunta me mandan que responda, y sin empeñarme en prolixos discursos, en conceptos subtiles, que me fuera más fácil, que reducir a este Sermon una vida, quanto más exemplar, tanto más dilatada, os respondo desde luego, por llevar algún hilo, que se sirva de reclamo en la narración, con la misma pregunta que hizieron los Ángeles de esa misma Alma santa al nacer177.



A partir de esta interrogación admirativa, Aguilera, como buen escritor que es, construye a su personaje intercalando técnicas, elementos y anécdotas, provenientes tanto de la hagiografía como de los relatos   —133→   novelescos. Veamos cómo, a partir de estos dos modelos textuales, el autor elabora su narración.

Tanto en las vidas de santos como en la novela de caballerías, por ejemplo, es común que se hable de los orígenes del héroe, de la calidad de elegido que posee el protagonista, y de su predestinación para lo excepcional. En Catharina de San Joan destacan los signos de elección. Después de varios años de esterilidad, su madre -natural de Mogor y obviamente de noble linaje- recibe la visita de la Virgen quien, acompañada de unos Ángeles, le predice una nueva Anunciación: «[...] porque presto concebirás a una Niña que sea como éstos que aquí ves»178. Su nacimiento, como el de todos los grandes héroes y los predestinados, está precedido por grandes presagios, astrólogos, adivinos y magos que «Levantaron figura, hizieron sus conjeturas, y hallaron todos de común acuerdo, que la Niña sería un prodigio en la tierra, pero que no la gozarían sus Padres»179. No faltan las comparaciones con Moisés y con Amadís, pues la niña es arrastrada por las aguas, y al cabo de cinco días: «[...] la hallaron buena y sana y sin haver passado una gota de agua»180. Aguilera aprovecha las descripciones de las novelas de caballerías y en un episodio casi escapado del Caballero Cifar, nos narra el rapto de la heroína por los piratas. Las vicisitudes y el paso de la felicidad a la desgracia se da por medio de la evocación de la novela como viaje. La protagonista pasa a Manila y después de una serie de peripecias, llega a la Nueva España.

Paralelos al paso del tiempo y al desplazamiento en el espacio, se dan los elementos y pasajes sobrenaturales: apariciones, entrevistas con Dios y la Virgen y luchas contra el demonio. Sin embargo, Aguilera no descuida la especificidad de lo concreto: su llegada a «esta ciudad de los Ángeles para gran felicidad nuestra [fue] a quinze de Henero del año de diez y nueve, o veinte deste siglo de seiscientos, teniendo de edad de diez, a onze años»181.

  —134→  

El retrato de Catharina, como paradigma de virtud, se polariza en su belleza física y en la castidad que ella ofrece a Dios para toda su vida. A la manera de las heroínas que concibe la tradición neoplatónica, nuestro personaje es hermosa hasta lo increíble. Aguilera hace una descripción de Catharina, en la que sigue el orden vertical de los retratos retóricos de la época, y para la que parte desde los cabellos, hasta la gracilidad del cuerpo. No obstante, y como símbolo vivente de virginidad, la protagonista, para salvaguardar su virtud, renuncia a su belleza: «Oyó su Esposo la petición; y siendo Niña, y muy bella, se le fue desde entonçes amortiguando el color, enturbiándose el cabello, secándosele las carnes, y mudándosele todas las facciones de el rostro, quedando éste, aunque Venerable, desde aquel día desapacible a la vista»182.

A partir de este momento, y con una voluntad creadora muy consciente, el autor da un giro a su relato y se centra ya no en la vida exterior de su personaje, sino en la interior. Menudean las visitas que los santos de gran jerarquía hacen a la beata, los coloquios con la Virgen y, naturalmente, los raptos místicos con Dios: «Veníase [Cristo] muchas vezes a sus braços, sacándola de sí con arrobos extáticos»183. No falta la intensa sensualidad sublimada que, en esa época, alcanza francos e inquietantes niveles de erotismo: «[...] y aprovechándose de la liberalidad de su Amado: entraba las manos en el costado de Christo, y sacándolas llenas de Sangre, se llenaba con ella la voca, y se bañaba todo el cuerpo»184.

En el modelo espiritual de la protagonista se infiltran las grandes virtudes que el discurso de poder demanda a los fieles cristianos: la humildad, la obediencia y la anulación del cuerpo por medio del castigo, con el que se llega a la intensidad de lo corporal santificado: «Sus disciplinas de cada día no las contaba con golpes de uno en uno, sino de treinta, y tres en treinta, y tres. Treinta y tres por los años q[ue] vivió su Esposo»185.

El abandono del cuerpo se compensa con la fuerza extraordinaria que   —135→   Dios le concede para luchar contra los demonios y derrotarlos fácilmente. Su combate contra el Maligno se verbaliza en ingenuas imágenes que eran familiares para los oyentes y lectores de la época: «Creçió tanto este poder, en esta Alma, contra los Demonios, que ya en los últimos tercios de su vida, estaban tan intimidados estos espíritus, que unas vezes le pedían treguas, aunq[ue] nunca se las concedía»186.

Después de su infatigable lucha contra el mal, y de ser regalada con el don de profecía, Catharina muere a los setenta y ocho años de edad.

Como lo anuncia el autor en su título, la última parte del Sermón narra la «aclamación de Santidad» que recibe de parte de los vecinos de la Puebla de los Ángeles. Mito viviente, Catharina es proclamada como santa en el momento mismo de su muerte. El relato se mimetiza con la euforia colectiva y aparecen impresionantes descripciones de la manera en que el pueblo se trata de apoderar de porciones del cadáver para guardarlas como reliquias. La multitud se desborda

[...] rompiendo las chapas, quebrando los çerrojos, derribando las puertas para poder besarle las manos, y los pies, por tocarle los Rosarios, hasta desnudarla dos vezes de su mortaja para llevar en sus pedaços, reliquias de su virtud, intentando muchas vezes, con piadosa temeridad, cortarle los dedos, y las carnes de su cuerpo, sin que la authoridad de los Prelados con sus mandatos, y presencia, sin que la violencia de la Iusticia con sus ministros, con sus Soldados, y con sus armas pudieran detener los excessos de vuestra devoción187.



Pero no sólo es el vulgo el que se abalanza sobre el cuerpo de Catharina; al introducir el cadáver en la iglesia para rescatarlo de la plebe, «lo más granado de uno, y otro estado» se arrojó sobre la muerta «para arancarle a pedaços la mortaja, los cabellos; y aun las carnes; sin bastar el ponerse de por medio los Sacerdotes, y Religiosos para impedirlo»188.

  —136→  

Aguilera, en su morbosa descripción barroca, y como criollo que es, rescata a Catharina de San Joan como signo novohispano de santidad. En su afán de buscar mitos propios de identidad, el jesuita no imagina que su heroína trasciende la hagiografía y queda -quizá fuera de sus propósitos ejemplares- sobre todo, como un profano símbolo nacional.



  —[137]→  

ArribaAbajo Canonización real e invención novelesca: una biografía novohispana de san Juan de la Cruz189

En la época colonial la fiesta pública es el momento en que el individuo manifiesta su sensibilidad privada. El criollo expresa su emoción y su inspiración intimista en poemas, narraciones y relaciones en prosa, organizados por la singular teocracia ideológica que es el estado novohispano. Entre las festividades instituidas por el poder destacan las procesiones de rogativas por agua a la Virgen de los Remedios, y las celebradas para que las lluvias cesen, en las que la petición se hace a su rival, la criolla, la imagen de Guadalupe, reina de las advocaciones marianas en la Nueva España. También son motivo de fiesta los impresionantes Autos de fe, en los que se fortalece igualmente a la ortodoxia católica y a la monarquía española. Las inauguraciones de templos incitan a los «Mexicanos cisnes» a desplegar todas sus habilidades versificadoras para celebrar las nuevas «fábricas». Sin embargo, de entre todos estos actos, sobresalen las canonizaciones de santos, ocasiones en verdad grandiosas y espectaculares; auténticos rituales de los valores colectivos que sostienen a la cultura oficial. En la ciudad de México resaltan en el siglo XVII las apoteósicas y significativas fiestas para canonizar a Rosa de Santa María, mejor conocida como Santa Rosa de Lima, primera santa americana, fragancia orgullosa de la orden dominicana. Tampoco es fácil olvidar el «Festivo aparato» que se construyó para celebrar al Marqués de Lombay, como a «Grande del Cielo». Así, en 1672 Inocencio X nombra como nuevo santo jesuita a Francisco de Borja, tercer provincial a quien se debe, en 1572, la instauración de la milicia de Loyola en la Nueva España.

  —138→  

En 1729 la imperial ciudad de México celebra la canonización que el pontífice Benedicto XIII hace del «Querúbico Monstruo», san Juan de la Cruz. Han debido transcurrir más de cien años para que el compañero de la «Mística Doctora», su cabeza trocada para reformar no sólo el instituto del Carmelo, sino la interioridad espiritual surgida de la corriente más sincera de la Reforma católica, llegue a santo. Los grandes escritores e intelectuales mexicanos de la época participan bien como autores, relatores, secretarios, censores, etcétera. Así, vemos entre algunos nombres a José Ignacio de Castorena y Ursúa, el admirador que labra la Fama póstuma de la más grande figura de las letras coloniales. También figura Eguiara y Eguren, desmitificador de la incapacidad intelectual de los criollos afirmada por el tonto y prejuiciado deán de Alicante. Con la participación de éstos y otros más de entre los ingenios dieciochescos, se publica un monumental e interesantísimo volumen que recoge los textos de las fiestas celebradas en México y en Puebla. El libro todo, que consta de más de 700 folios, lleva el enigmático y rebuscado nombre de El segundo quinze de enero de la Corte mexicana. Solemnes fiestas, que a la canonización del Mystico Doctor San Juan de la Cruz celebró la provincia de San Alberto de carmelitas descalzos de esta Nueva España. Lo dan a luz dedicándolo a sus digníssimos prelados, provincial y diffinidores, los DDs. D[on] Joachín Ignacio Ximénez de Bonilla [y otros]. En México, por Joseph Bernardo de Hogal, Año de 1730.

Al leer la explicación del título uno se entera del énfasis que el hombre barroco pone en la significación de los contrastes y las paradojas. El impreso se titula así con el afán de reivindicar otro quince de enero, éste nefasto, en el cual en 1624 las dos máximas jerarquías, el arzobispo Pérez de la Serna y el virrey Marqués de Gelves dieron un muy poco edificante ejemplo de lucha de poder. Este quince de enero, el segundo, por el contrario, está señalado por el júbilo de una gran celebración. El magno suceso y la relación pormenorizada de todos los acontecimientos festivos y literarios van precedidos por una ceñida y bien escrita biografía del santo carmelita. El propósito de colocar este texto al inicio es que los lectores se familiaricen con tan portentoso personaje. El texto se intitula Breve epítome de la vida del Mystico Doctor San Juan de la Cruz. Lo escribe   —139→   uno de los tres autores -nunca se especifica quién- de toda la prolija relación. Se advierte que es una síntesis sacada de tres extensas biografías.

En este breve trabajo quisiéramos referirnos a algunos aspectos que el escrito comparte con los relatos novelescos, elementos que, por otro lado, tiene la narración hagiográfica. La gran cantidad de autores que abunda en los siglos XVII y XVIII demuestra, entre otras cuestiones, la atracción ficcional y la catártica emoción que las aventuras de estos héroes a lo divino ejercían en un público lector que veía en aquéllos a protagonistas escapados de relatos novelescos. Podemos aventurar que la narración hagiográfica tal como se cultiva en la Nueva España, se nutre de las flos sanctorum medievales y de libros ya clásicos como La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, verdadera obra maestra del género. La otra gran veta para estos escritores es el relato novelesco que, como es bien sabido -y sólo desde el punto de vista oficial- se cultivó escasamente en estas tierras. Así, el Breve epítome toma algunos procedimientos discursivos que provienen de los textos novelescos. También menudean, con ajustada retórica, los lineamientos de la narración hagiográfica, que, finalmente, es la narración de una vida en el tiempo y en el espacio; la historia de un protagonismo edificante que en las aventuras adversas guarda su mayor ejemplaridad. El texto en verdad es breve, pues consta sólo de cuarenta folios recto y vuelta y se estructura en diez capítulos.

Como es tradicional, la narración guarda una progresión cronológica y en los primeros capítulos se nos habla del origen, patria, linaje, padres, etcétera, rasgos que, como sabemos, comparten los héroes de las novelas picarescas y de las de caballerías. De la narración hagiográfica toma los trazos esenciales del heroísmo santo: a) el héroe como un elegido prodigioso, y de las señales que lo designan como ungido del Señor; b) el protagonismo central del personaje, alrededor del cual giran los demás. En este texto vemos que la santa de Ávila, si bien no tiene la misma importancia que san Juan, sí comparte con él gran parte de las aventuras narradas: los dos son los creadores de la reforma de la orden, que es para la Iglesia la principal tarea que emprenden. Así, el verbo conjugado «reformar» y los sujetos santa Teresa y san Juan, emocionan al lector con pasajes como   —140→   éste que recuerda cómo se arma a un caballero: «[Santa Teresa] le cosió el ábito [...] que era angosto y de sayal grosero y desnudos los pies offreció al mundo la imagen del primer carmelita descalzo a los primeros días de octubre d el 568»190.

Se hace hincapié en la descalcez como símbolo histórico de la nueva orden (o de la reformada) del presagio de lucha y de santidad de sus creadores como formadores de la espiritualidad española. De sus experiencias compartidas se cuenta este extraordinario episodio:

Y fue que hablando el Santo Padre con la Santa Madre de las cosas eternas como solían y encaminando la plática al misterio de la Santísima Trinidad, estando ella de la parte del locutorio y él de la de afuera, tanto se encendió en la declaración de Misterio tan inefable, que dejando suspensa a la Seráfica Virgen, y en sabroso éxtasis, él, llevando la silla tras sí, se quedó en el aire arrebatado, con pasmo de una religiosa que fue testigo de tan admirable espectáculo191.



Otra característica primordial de la narración hagiográfica es cómo el biografiado lleva en lo más profundo de sí las virtudes inherentes a la santidad: castidad, humildad, pobreza. Además de las virtudes emblemáticas san Juan posee los dones, cualidades con las que Dios señala y designa a sus elegidos. Estos signos interiores se templan en las pruebas más duras: enemigos, prisión, enfermedades, etcétera. Así, la biografía recorre diversos niveles de acercamiento al personaje: el anecdótico, el espiritual, el teológico, el histórico, entre otros. Naturalmente que uno de los aspectos que resalta de san Juan es el de su esencia mística, iluminada, inefable. El autor se contagia miméticamente y logra expresiones en verdad felices. Cuando se habla de sus raptos, de sus trances, de su hermética e impenetrable intimidad con Dios se dice: «Al fin allí a sus anchuras se abrazó con la estrechez, midió, con las noches las vigilias, contó con suspiros tiernos las estrellas, y rompió a violencia de rigores los Cielos»192.

  —141→  

Tanta es su elevación y su desprecio por lo corpóreo y material que la «Doctora Mística» exclama: «no se puede hablar de Dios con el padre Juan de la Cruz, porque luego se traspone y hace trasponer»193. El autor capta tan bien su lejanía del mundo para enajenarse en su Amado, que señala lo siguiente: «Movíale todo esto [su pobreza y renuncia al mundo] de la suma desnudez de espíritu tan desembarazado que a cosa criada nunca tuvo afición porque sólo Dios era su posesión»194.

Todo santo es finalmente un medio para establecer una lucha teológica entre el bien y el mal, de ahí, pues, su proximidad y a la vez su lucha encarnizada o más bien espiritualizada contra el demonio. San Juan ejerce un poderoso dominio sobre las criaturas del mal, tanto, que para agregar triunfos a su héroe el autor dice ingenuamente: «[los demonios] apremiados con conjuros varias ocasiones han afirmado que el Santo que más guerra les hace hoy en el cielo es el carmelita descalzo Juan de la Cruz»195.

Los capítulos finales se refieren a la enfermedad y a los últimos días de vida terrena de este espíritu excepcional. Es sabido que su penoso padecimiento le había ocasionado llagas en todo el cuerpo y que de ellas salía podre. El autor, que es un indudable buen narrador y que sabe seleccionar y adecuar el lenguaje a las situaciones y crear suspenso y emociones viscerales, narra el siguiente pasaje:

Pero sobre todo, lo que más manifiesta la virtud y fragancia de esta podre es que encontrando una entera escudilla della un religioso, no sabiendo lo que era la probó y saboreado del gusto la acabó toda, y aunque supo después lo que era, no le pesó ni asqueó por averla bebido196.



Este pasaje, entre escatológico y sublime, muestra mejor que reiteradas insistencias el «olor a fragancia y a santidad» que exhalaban las heridas purulentas de san Juan.

  —142→  

El capítulo que epiloga la vida del santo es el referente a los milagros que hace después de muerto «y al culto que goza de la Iglesia». Como es lógica suponer, el innato don narrativo que tiene el escritor se da vuelo con los prodigios, en los que la hipérbole barroca se magnifica a sí misma. Se cuentan muchos fantásticos milagros, pero el prodigio exclusivo del santo, como dice el autor para captar la atención, «no visto ni leído de otro santo es que se aparece en las reliquias de su carne bendita». No sólo aparece la imagen del santo, sino la de la Virgen, la de la Magdalena o la de Dios crucificado.

Al concluir la vida de san Juan sigue la relación de las fiestas que la Corte mexicana le tributó. Antes de iniciar la lectura del otro texto al lector le queda el buen sabor de un sabrosísimo relato biográfico, de un magnífico ejemplo de lo que podríamos llamar «la aventura novelesca a lo divino».



Anterior Indice Siguiente