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Teatro Corsario

Historia de la compañía Teatro Corsario

Teatro Corsario. Escena del espectáculo «El gran teatro del mundo».La historia de Teatro Corsario está a punto de sumar 30 años. Cuando en 2007 cumplía el cuarto de siglo, la Junta de Castilla y León, con la que tiene concertada la condición de «compañía residente», publicaba el libro Teatro Corsario. 25 años de teatro. Víctor Díez se responsabiliza de la mayor parte de sus capítulos, para con excelente literatura y riquísima información de primera mano referir la trayectoria del grupo. El papel asumido es de corifeo: «Resumir y poner palabras a los sentimientos y anhelos de los actores de esta comedia». El texto que sigue es en buena medida síntesis de esas páginas, a las que podrá acudir directamente el lector a través de los enlaces colocados en los lugares oportunos.

Los inicios del largo camino de estos cómicos de la lengua hay que ubicarlos en el Valladolid de 1982, cuando un grupo de universitarios y teatreros vocacionales —filólogos, historiadores y, especialmente, médicos (condición que se repite en otros grupos españoles surgidos esos años, y que deberá estudiarse)— decidieron trascender la militancia política y encauzar sus protestas hacia la creación: Miralles (Licas), Rosa Manzano, Quico Vergara, Javier Semprún, Luismi García, Eduardo Gijón, María José Pelayo, Margarita Santos, Pepe Urbistondo; y a la cabeza de ellos Fernando Urdiales: «psiquiatra con plaza en el manicomio de Palencia, pide la cuenta y enloquece» [«Así que pasen veinticinco años»]. Tuvieron la culpa medio millón de pesetas y una nariz de payaso que querían dejar de ponerse solo los fines de semana.

«Todos a una», pues, seña de identidad de Teatro Corsario desde su prehistoria y a lo largo de toda su carrera. Así, en el primerizo Sin abuso de desesperación, montaje basado en relatos de Tennessee Williams, ensayados para ejercitarse en las técnicas actorales del método Stanislawski, pero con el incipiente estilo de un grupo de actores en gran medida al margen de las enseñanzas regladas y con la profesionalización como primer objetivo, la imaginación como bandera y un libreto prácticamente por escribir. Vinieron después el recital de poesía Diciéndolo de nuevo y la frustrada La caza del Snark de Lewis Carroll, en versión del poeta Leopoldo María Panero, maldito donde los haya [«A la caza del Teatro»]. Las dificultades de sostener una compañía profesional estable se revelaron enormes (carencia de medios, pocas y mal pagadas funciones), pero –como prueba la fidelidad que han mantenido hasta hoy a ese proyecto común– se trataba de un verdadero compromiso de ley.

Teatro Corsario. Escena del espectáculo «El mayor hechizo, amor».Compromiso con ellos mismos, con su vocación y con el mejor teatro. Pero compromiso también con su tiempo, ya desde los primeros pasos: Corsario –no se cansaría de repetirlo Urdiales hasta el final– ha tenido siempre afán de servicio público, de formar a los espectadores en un patrimonio incomparable, entretener y educar, abordar los problemas sociales del momento, mover a la reflexión… En definitiva, «adquirir un compromiso de calado y devolver a los ciudadanos esa cobertura que han sufragado con sus impuestos». El rico fondo documental de este infatigable hombre de teatro se custodiará a partir de ahora en la Biblioteca Municipal de Olmedo, y los propios archivos de Teatro Corsario quedarán ya para siempre albergados en la virtual posteridad de esta otra biblioteca, en un hermoso acto de justicia poética.

Al modo de la vieja Barraca lorquiana, en el verano de 1984 (año en que montarían La voz humana, del muy moderno y heterodoxo Jean Cocteau) promueven institucionalmente el proyecto festivo-culturizador ESTIVAL, para girar por los pueblos de las tierras castellanas con su Teatro con sol y luna, llevando bailes, espectáculos infantiles, y unas Comedias rápidas basadas en textos de Jardiel (a quien muchos tenían entonces por un antiguo, propio de la peor ortodoxia…).

Teatro Corsario. Cartel del espectáculo «Coplas por la muerte».Poco después llegarían Antonin Artaud, tan del gusto de Urdiales, y Peter Handke [«No future for me»]. Y con ellos, el escándalo: Para terminar con el juicio de Dios e Insultos al público, montajes de 1985 y 1986, respectivamente, con los que Corsario quiso investigar –algo temerariamente– en un repertorio menos amable, sin concesiones al público más tradicional (que les dio, claro, la espalda). Su arrojo les llevó incluso a dar funciones en antiguas cárceles, en condiciones duras y muy lamentables, y a arriesgarse en pequeños pueblos más preparados para la crueldad que para aquel teatro. Como resultado de este repertorio «demasiado punk para la época», Corsario vaciaba los teatros que previamente había llenado [«El público»].

El revolcón sufrido con estos montajes fue el detonante para un cambio de rumbo hacia los no menos procelosos mares del teatro clásico, donde podrían conjugar «el Teatro del Arte que se proponía como premisa ética y estética de la compañía, con la comercialidad imprescindible para sacar adelante un proyecto profesional». Y es que esa «toma de tierra» que llevaría a Corsario a navegar con un viento algo más favorable en las velas, finalmente les permitió que todo empezara a ir Sobre ruedas (1987), con el espectáculo así denominado –un popurrí de pasos de Lope de Rueda [«Asalto a las ciudades»]– y, sobre todo, con Pasión (1988), sorprendente montaje que supuso su afianzamiento definitivo [«Apasionados por los clásicos»], si bien les granjearon ambos también la enemiga de los detractores del teatro del Siglo de Oro o los no muy entusiastas de esa imaginería barroca castellana que llevaron a los teatros y las iglesias los actores de Corsario, convertidos en estatuas vivas llenas de dolor y patetismo (teatro, al fin, de la crueldad).

Pese a las críticas recibidas de parte de compañeros que les acusaron de tomar un camino fácil («Para mí supuso una crucifixión real», confesaba Urdiales a propósito de Pasión), la recuperación del legado teatral clásico español y de los propios valores artísticos, históricos y culturales de la Semana Santa vallisoletana, más allá de la estricta confesionalidad (por no remontarnos a la antiquísima vinculación de teatro y liturgia), acabaría por otorgarles el reconocimiento casi unánime de público y crítica.

Teatro Corsario. Cartel del espectáculo «Titus Andronicus».A partir de aquí («Por primera vez la Compañía era capaz de comprender qué era el éxito con mayúsculas») fue todo bastante rodado: los más grandes del siglo XVII, Calderón y Lope, atacados por unos Corsarios sin miedo a vérselas nada menos que con el auto sacramental (El gran teatro del mundo, 1990 [«En la telaraña del verso»], o con comedias casi desconocidas (Asalto a una ciudad, 1991, versión de Alfonso Sastre de El asalto de Mastrique). «De la escultura barroca al teatro de Calderón hay un paso», resume Víctor Díez; y de la Pascua al Corpus Christi, o de la misa en latín al teatro en verso, otro –podríamos añadir–, si bien éste de singular dificultad: El gran teatro del mundo, con su potente carga de alegoría y metateatralidad, les adentró por los misterios del verso: al principio de forma titubeante («Estábamos muy flojitos, casi en pañales», recuerda Urdiales), pero pronto, y gracias a la ayuda decisiva de Josefina García Aráez, logrando un alto nivel en esta difícil modalidad que asumieron como propia.

Los siguientes montajes tuvieron todos el teatro antiguo en verso como protagonista, bien fueran piezas muy poco conocidas (Amar después de la muerte, de Calderón, en 1993; o los Clásicos locos, recopilación de entremeses barrocos, en 1994), bien obras maestras de la envergadura disuasoria de La vida es sueño (1995, de nuevo Calderón, el autor fetiche de Corsario). Así, a mediados de los años noventa ya habían dejado una impronta clara de sus señas de identidad: calidad interpretativa, dominio del verso, gran imaginación en las puestas en escena y un repertorio amplio y variado.

También se abrió una nueva vía dentro de un terreno casi inexplorado (y en el que llegarán a alcanzar gran maestría): el teatro de títeres para adultos, de estética expresionista y tenebrosa, inaugurado bajo la dirección de Jesús Peña con La maldición de Poe (1994), a la que siguieron Vampyria (1997) y Aullidos (2007), con manipuladores como Teresa Lázaro, Olga Mansilla o Sergio Reques [«El vals de los títeres»].

Teatro Corsario. Escena del espectáculo «La caza del Snark».El liderazgo del incansable y todoterreno Urdiales –actor, escenógrafo, apagafuegos, más tarde incluso autor, rostro visible siempre del grupo– quedaba igualmente asentado al frente de la compañía [«El hombre de la campana»], al tiempo que algunos de los miembros fundadores emprendían también sus propios proyectos y se daba entrada a nuevos corsarios. La compañía va saliendo de «la huerta regional», se consagra en los festivales más importantes y empieza a recorrer mundo, apoyándose no sólo en sus aptitudes artísticas sino también en un equipo crecientemente nutrido (músicos, técnicos, fotógrafos) que aporta el empaque necesario para afrontar la itinerancia que les caracteriza, simbolizada en su querido camión [«Invisibles» y «Camerinos de la memoria»].

Más seguros, pues, de sus fuerzas, emprenden aventuras tan particulares como las Coplas por la muerte (1996), recuperadas de un acervo de honda raigambre —las coplas de Jorge Manrique, el Arcipreste de Hita y las Danzas de la muerte medievales [«Tan callando»]—; nada menos que un Sófocles, Edipo rey (1998); un Shakespeare poco conocido, Titus Andronicus (2001); y hasta una maravillosa rareza mitológica, de nuevo de su Calderón, El mayor hechizo, amor (2000), con la que consiguieron un resultado impresionante desde el punto de vista técnico y estético [«Sin complejos»].

Poco después llegaría de nuevo un clásico canónico, este sí «de los de toda la vida», pero no exento tampoco de dificultades: Don Gil de las calzas verdes (2002), del tercer gran dramaturgo del Siglo de Oro, Tirso de Molina, al que Corsario supo extraer todo su jugo en un montaje divertidísimo que cosechó un éxito extraordinario (es uno de sus proyectos con mayor número de representaciones alcanzadas).

Teatro Corsario. Lámina del espectáculo «El caballero de Olmedo».Corsario ha sabido también tocar temas y géneros diversos (la novela, la Historia, el cuento de terror), espigar en muy distintas épocas y lugares (la América colombina, el Bierzo más tenebroso), y experimentar con las modalidades dramáticas más variopintas (el esperpento circense –parece que algún Valle-Inclán se les quedó en el tintero–, el cabaret, las variedades), consiguiendo de nuevo plenos aciertos (premios ADE, Max, etc.) [«Entre el páramo y el océano: un alto en el camino»]. Así, en 2004 llevaron al teatro el universo fantasmal de la Celama de Luis Mateo Díez, y en 2005 el propio Urdiales (que «cual zahorí, busca agua en nuevos prados») se atrevió a picar en poeta dramático a la vieja usanza para escribir su disparatada La barraca de Colón (2005), donde se desmitificaba la figura del conquistador y la España de Isabel la Católica. En 2009 estrenaron en el Festival de Teatro y Artes de Calle de Valladolid El cuervo, con protagonismo para otro de los corsarios históricos, Javier Semprún.

Y de vuelta nuevamente a los clásicos del Siglo de Oro, los dos últimos montajes de Corsario han estado protagonizados por Lope: Los locos de Valencia –de 2008, otra de esas piezas poco habituales en los repertorios–, con que celebraron los 25 años en los escenarios, y El caballero de Olmedo (2009), ésta sí clásico indiscutible, que ha supuesto a la postre el colofón perfecto a la trayectoria de Urdiales, ocupado los últimos años de su vida precisamente en la dirección del Festival de Teatro Clásico que él mismo auspició en la Villa del Caballero.

Héctor Urzáiz Tortajada

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