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Dafnis y Cloe


Juan Valera




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Introducción

Los aficionados a libros suelen cegarse con frecuencia y prestar a muchas obras literarias un mérito que no tienen, y esperar que logren una popularidad que, al cabo, no alcanzan. Es evidente que yo, cuando me he tomado el trabajo de traducir esta novela, y me he atrevido luego a presentarla al público, es porque creo, o bien con fundamento, o bien inducido en error por dicha ceguedad, que esta novela es bonita e interesante, y que ha de gustar y divertir a los lectores.

Lejos de censurar, disculpo yo, y hasta aplaudo, la publicación de cualquier libro antiguo, por malo que sea. La mayoría no tendrá la paciencia de leerle; pero siempre le leerá con gusto y con interés cierto breve círculo de personas estudiosas que busquen en él, y quizá hallen, nuevos datos para la historia literaria, o curiosas noticias sobre costumbres, usos, hechos históricos, estilo y lenguaje de una época y nación determinadas. De libros publicados con este objeto debe salir a la venta muy pequeño número de ejemplares. No son, ni pueden ser, en realidad, libros para el público, sino para unos cuantos bibliófilos.

No es así como yo traduzco y publico en castellano la novela de Longo. La publico como algo que, en mi sentir puede y debe gustar, aun al vulgo; como algo que puede ser popular en nuestros días.

A fin de manifestar las razones en que me apoyo para pensar así, escribo esta introducción.

Escasísima cantidad de obras maestras tienen una fama que jamás se marchita. Sus autores se llaman por excelencia los autores clásicos, y toda persona culta, o que presume de culta, las compra, aunque nunca las lea. Si por acaso acomete, en ratos de ocio, la lectura de uno de estos autores, pongo por caso de Homero, de Píndaro o de Virgilio, a las pocas páginas, o se duerme o se aburre. Tres modos principales suele emplear después el lector aburrido o dormido para explicar su aburrimiento o su sueño. Si es muy modesto, se echa la culpa a sí propio, reconociendo que carece de la educación, estética o de la aptitud natural bastante para penetrar el sentido de lo que lee, y apreciar y ponderar todos los primores y bellezas del estilo, teniendo en cuenta, además, que es menester cierto aparato de erudición y cierto esfuerzo de fantasía para trasladarse en espíritu a la edad en que vivió el autor y para ponerse en lugar de uno de sus contemporáneos, participando de sus creencias, afecciones y anhelos, único modo de comprender todo el valor de lo que lee, y de sentir, al leerlo, la misma honda impresión que sintieron, sin duda, los hombres que vivían cuando el autor, y para quienes el libro se compuso. Los que se explican así el no gustar de un autor clásico son los menos, porque la modestia y la humildad son prendas rarísimas. Otros hay que se lo explican todo dejando a salvo al autor y echando la culpa al traductor desgraciado. Busca, por ejemplo, una persona elegante y de mundo, que oye decir que la Ilíada es un trabajo prodigioso, una traducción castellana de la Ilíada; le dan la de Hermosilla; empieza a leerla, se harta a las seis o siete páginas, y acude, para desenojarse, a una novela de Daudet o de Belot, que le parece mil veces más agradable. No atreviéndose a decir que Homero es insufrible, y que todos los críticos que le han elogiado lo hacían por seguir la corriente, o porque eran unos pedantes que con tales elogios querían darse tono, decide que el traductor lo ha estropeado todo, en lo cual, hasta cierto punto, no se equivoca a veces, y de esta suerte deja a salvo, por una parte, el buen gusto y la agudeza y perspicacia que él cree tener, y por otra, la autoridad de los siglos y el general y constante consentimiento de varias y diversas civilizaciones y de muchas generaciones, que han decidido que los cantos de Homero son de la mayor belleza. Los más atrevidos, por último, se van derechos contra el autor, y decretan que Homero es soporífero; que en la edad bárbara en que vivió, tal vez gustaría; pero que ahora no hay quién le aguante, y que ni los mismos que le encomian le leen, sino que aprenden lo más substancial de lo que dice, en algún compendio o manual de historia de la Literatura, y suponen que le han leído y hasta que se han encantado leyéndole, para darse tono y lustre de discretos y profundos.

A mí me ha ocurrido con frecuencia que hombres políticos de primera magnitud, que han sido ministros cuatro o cinco veces, abogados famosos, hacendistas y economistas, me hayan excitado a que me desemboce con ellos y las confiese que Homero no puede haberme gustado, si es que le he leído. Y como yo me obstinara en que le había leído y en que me gustaba, me han tenido por hipócrita literario o por hombre disimulado y lleno de fingimiento, a fin de darme importancia de erudito y humanista.

Lo expuesto hasta aquí debiera arredrarme, en vez de animarme, para publicar a Longo; pero yo discurro de otra suerte. Es verdad que los poetas clásicos, griegos y latinos, no gustan al vulgo de los españoles; pero ¿por qué no han de gustar los prosistas?

Para que no gusten ni sean populares los poetas, hay, a más de las ya expuestas, otras muchas razones que vamos a exponer. Nosotros poseemos una riquísima poesía nacional, tanto más popular cuanto más se aparta en todo del antiguo gusto clásico. Para el asunto, si es narrativa, nos deleita la Edad Media o los tiempos de la casa de Austria, idealizados de cierta manera y como nunca fueron; para los sentimientos y pensamientos, los católicos y piadosos, aunque el poeta sea ateo y los entrevere y combine con modernas filosofías; y para la forma, o gran riqueza de rimas, o la asonancia del romance, o la castiza y también asonantada seguidilla. Ahora bien; sin entrar aquí a buscar la causa, es lo cierto que Homero y Virgilio se despegarían puestos en seguidillas o en romances, y puestos en octavas reales o en décimas, no sólo se despegan también, sino que es imposible que el más hábil versificador, forzado por el consonante, no ponga mucho de su cosecha, y además, abundantes ripios en su traducción. La versificación clásica antigua, sobre todo los exámetros, han pasado con fortuna a varias lenguas modernas. En inglés y en alemán se escriben y se leen con gusto los exámetros. En castellano casi nadie los ha escrito, y nadie los resiste. Y el verbo endecasílabo libre, que, a mi ver, es muy a propósito para este género de traducciones, y aun para escribir narraciones poéticas originales, inspira en España verdadero aborrecimiento, acaso porque rara vez se ha hecho bien hasta ahora. Como, por otra parte, el vulgo no tiene acostumbrado el oído, no percibe la armonía de esta versificación, ni comprende su valer, y la juzga prosa cansada.

Longo, que está en prosa y que yo traduzco en prosa, no ofrece ninguna de estas graves dificultades. Es cierto que no debe considerarse como un autor clásico; pero también es cierto que su obra pertenece a un género más de moda hoy que nunca; Dafnis y Cloe es una novela. Y como, a mi ver, es la mejor que se escribió en la Antigüedad clásica, y está traducida en casi todos o en todos los idiomas modernos, he creído que debiera estarlo también en castellano, y que una traducción fiel y hecha con alguna gracia, si atinaba yo a dársela, había de agradar a todos.

Harto sé, no obstante, que los libros, no ya clásicos y capitales, por decirlo así, sino de segundo orden, como suelen ser las novelas, están aún más sujetos a la moda que los demás libros. Homero y Virgilio, aunque ya no divierten al vulgo, siguen y seguirán siempre siendo el encanto de los doctos y aun de los medianamente instruidos; pero, a veces, hasta las novelas, que fueron en su época delicia de todos, no hay quien las sufra en el día: ni los más literatos llevan con paciencia su lectura. ¿Qué portugués, por sabio que sea, lee ahora, sin saltar una página, la Menina e moça, de Bernardín Riveiro? ¿Qué español se traga la Diana, de Jorge de Montemayor? El Amadís de Gaula, que durante dos siglos o más hechizó y deleitó a toda Europa, yace hoy arrinconado, para que algún paciente erudito o algún lector tan incansable como raro le lea por entero.

Esta efímera popularidad de la novela debe de consistir, sin duda, en que las más estimadas y leídas en esta época se lo debieron, no a cualidades permanentes, sino al estilo de moda: a algo de convencional, que hechiza en un momento y que un momento después empalaga y aburre por falso y afectado.

Hay excepciones de esta regla; hay algunas novelas que, por encima de la beldad de convención, poseen la beldad absoluta. Tales novelas sólo sobreviven, se salvan del olvido en que las otras caen, y llegan a contarse en el número de los libros clásicos. En toda época, pues, son o deben ser leídos por las personas del buen gusto. No pretendamos por eso que el vulgo las lea también. Algo más las leerá y algo más habrán de agradarle que los grandes poetas antiguos; pero nunca, ni con mucho, le parecerán tan bien como cualquiera novela novísima, según el estilo y la moda vigente. Yo tengo para mí que el mismo Quijote, con ser novela extraordinaria, sin par y única, la más espléndida joya de nuestra literatura, el fruto más rico y sazonado del ingenio español, el libro al lado del cual no se podrá poner acaso sino una docena de otros libros desde que los hay en el mundo, no es hoy leído sino por literatos, mientras que el vulgo y gran multitud de personas cultas, vulgo en esto, se aburre leyéndole, si es que intentan leerle, y apenas perciben algunas de sus bellezas, y los demás se escapan por completo a su percepción, aunque la tengan muy viva, sutil y despierta para comprender hasta los ápices y más menudos primores de Feuillet, Musset, Mérimée, Sue, Balzac, Dickens, Dumas, Víctor Hugo y otra caterva de novelistas contemporáneos, extranjeros, y aun españoles. Claro está que, por patriotismo, por no contrariar la corriente, con lo cual se harían, en este caso, reos de lesa gloria nacional, casi todos afirman y sostienen que el Quijote es obra admirable, si bien la admiran por fe y sin leerla.

Y no digo esto lamentándolo, sino para consignar un hecho. Esta diversidad de gustos, esta moda vulgar de cada siglo, es conveniente. ¿Qué sería del infeliz escritor si el gusto fuese siempre igual? ¿Qué concurrencia no le harían los autores antiguos? ¿Cómo competir en España con el ignorado autor de la Celestina o del Amadís y con tantos otros famosos novelistas, si sus obras tuviesen hoy la vida, la frescura y el encanto, y si fuesen tan sentidas y comprendidas del vulgo como cuando se escribieron? Muchos, los más de los que hoy escribimos, tendríamos que cruzarnos de brazos, llenos de aflicción y desaliento. ¿Quién escribiría un drama si gustasen y se comprendiesen Calderón y Lope y Tirso, y respondiesen hoy, como en el siglo XVII, a los afectos, pasiones y creencias de la muchedumbre?

De todos modos, yo entiendo que la novela de Dafnis y Cloe dista poco de ser una obra extraordinaria; pero entiendo también que hay en ella mérito bastante para colocarla en el número de las novelas excepcionales, de belleza absoluta e independiente de la moda. Esto me basta para justificar su traducción y su publicación en castellano. Pero ¿cómo he de fundar en esto la esperanza de que se divulgue y sea popular la novela que traduzco y patrocino?

Lo espero, en primer lugar, por su concisión, pues no pasa, traducida por mí, de ciento veinte páginas. Y lo espero también, porque la traducción francesa de Courier, refundiendo la de Amyot, y las disputas de Courier con Furia por ocasión de la mancha de tinta, han dado en Francia no muy distante celebridad y popularidad a esta novela; y como las modas vienen a España de Francia, pudiera ser que viniese esta moda de gustar de Dafnis y Cloe.

Otra razón para que la novela guste, es la sencillez de su estilo, donde la belleza de convención no entra para nada, pues los autores griegos, hasta en la edad de decadencia, como se cree que fue la de Longo, se dejaban más difícilmente extraviar por los artificios conceptuosos al uso o al gusto de un momento.

Razón es, asimismo, la de que, a pesar de lo que aseguran muchos, de que los autores griegos y latinos no sentían ni comprendían tan hondamente la Naturaleza como los modernos y los orientales, en Dafnis y Cloe la Naturaleza está viva, cuando no hondamente sentida y pintada. Así lo declaran el sabio Humboldt, en el Cosmos; Villemaín y otros críticos. La brevedad de estas descripciones hace que hieran con más vigor la fantasía de todo lector un poco atento, sin peligro de que fatiguen, como ocurre con frecuencia en las descripciones minuciosas, analíticas e interminables de muchos escritores modernos, de quienes se diría que miran con microscopio, tocan con escalpelo y escriben con plomo derretido.

Una gran contra, fuerza es confesarlo, tiene, por cierto, Dafnis y Cloe: el realismo de sus escenas amorosas, y la libertad, que raya en licencia, con que algunas están escritas; pero sirva de disculpa que lo que en Dafnis y Cloe pueda tildarse de licencioso no es en el fondo perverso, y si algo de esto último hay en el original, lo hemos cambiado o suprimido. En las impurezas de Dafnis y Cloe resplandecen, además, cierto candor y cierta nitidez, y hasta me atrevo a decir que la desnuda y limpia inocencia del mármol pentélico, trabajado por el cincel del escultor antiguo. Para mí sería no menos injusto tildar de poco decentes algunas escenas de Dafnis y Cloe, como tildar de poco decentes el Apolo de Belvedere y la Venus de Milo. Toda la culpa, si la hay, no está en el desnudo. Vestidas, y bien vestidas, están Fanny, Madame Bovary, La mujer de fuego, La Dama de las Camelias y otras mil heroínas del día, y son harto menos honestas que Cloe. Inmensa, pongamos por caso, es la distancia entre Cloe, que ama a Dafnis sin ningún interés y por él mismo, y jura serle fiel, y le es siempre fiel en vida y en muerte, y la heroína de Goethe, Margarita, a quien las damas más púdicas admiran, no ya a solas, en su estancia, donde no es pública la desvergüenza, si no en pleno teatro, por lo menos haciendo gorgoritos en italiano, y en cuya seducción interviene, no obstante, el incentivo de la codicia, el regalo de las joyas, y donde ella, para estar con más descuido en los brazos de su amante, da a su madre un narcótico, y para ocultar su pecado, mata a su hijo. Todo lo cual no impide que Margarita sea admirada como criatura angelical, modelo de ternura y de otras virtudes, y que se vaya derecha al cielo, sin media hora siquiera de purgatorio, y que después interceda con la Virgen María para llevarse también por allá al bribonazo del doctor Fausto, del cual ha hecho el poeta alemán un extraño Job al revés, ya que, en lugar de padecer con resignación las duras pruebas a que somete el diablo al Job árabe, hace, con ayuda del diablo, cuanta maldad y bellaquería se le antojan, sin escrúpulo de conciencia; y para distraer sus melancolías en la ocasión más terrible, cuando ha deshonrado y perdido a Margarita y causado la muerte de tres personas, se va a bailar el jaleo con brujas jóvenes y bonitas en un estupendo y desenfrenado aquelarre.

Al lado de Fausto, al lado de gran parte de los más celebrados libros modernos, es inocentísimo el que traducimos.

Algo podrá también influir para que guste y para que las antedichas faltas se perdonen o se disimulen, el haber indudablemente servido de modelo a la famosísima y con razón encomiada novela de Bernardino de Saint-Pierre, que se titula Pablo y Virginia. No negaré yo que en ésta el pudor y el espiritualismo de los amores se levantan inmensamente por cima de lo que se pinta y refiere en Dafnis y Cloe, como que allí todo está informado, a pesar del autor, que era poco cristiano, por el casto espíritu del cristianismo, mientras que Dafnis y Cloe es obra gentílica; pero en otras cosas, a mi ver, Dafnis y Cloe aventaja a Pablo y Virginia. En esta última novela hay, sin duda, en medio de sus sencillas y naturales bellezas, sobrada afectación y sensiblería malsana, propias de Rousseau, maestro de Saint-Pierre, y teosófico prurito de buscar en la Naturaleza una revelación religiosa, mientras que en Dafnis y Cloe hay religión positiva, aunque sea mala, y todo es más candoroso y menos alambicado.

Tales son las principales razones que me asisten para creer que Dafnis y Cloe pueden gustar aún al vulgo en España.

Ya otra novela griega, que ha sido dos o tres veces traducida o parafraseada en español, la única quizá que ha obtenido esta honra, Teágenes y Cariclea, de Heliodoro, gustó mucho durante más de un siglo, como lo prueban, Cervantes imitándola en el Persiles; Calderón tomando asunto de ella para su comedia Los Hijos de la Fortuna; la antigua traducción hecha por Fernando de Mena y publicada en 1516, y la nueva hecha del latín, como la antigua, por don Fernando Manuel del Castillejo, en el año 1722. Ambas traducciones gustaron, aunque son desmayadísimas, y, más que traducciones, desleídas paráfrasis. La novela de Heliodoro, además, hasta en el original peca de fastidiosa, si bien en lo moral apenas tiene punto vulnerable, como obra de un santo varón cristiano que llegó a ser obispo.

Debe, por último, excitar la curiosidad pública y avivar el deseo de leer la novela de Dafnis y Cloe la consideración de ser la primera por su merecimiento, ya que no en el orden cronológico, de cuantas nos ha dejado la literatura griega, germen fecundo y guía constante de todas las literaturas de la moderna Europa.

Aunque de la historia de este género de ficciones, que hace tiempo se llaman novelas, y que tan en moda están en el día, pudiéramos excusarnos de hablar, remitiendo al lector a los autores de más valer que sobre ello han escrito, bueno será poner algo aquí, en breve resumen, acerca de la novela griega en general, y singularmente acerca de Dafnis y Cloe, tomando por guía a Chassang, a Chauvin, a Sinner, a Dunlop y a otros.

Cierto que la novela, escrita en prosa, con alguna extensión, en una forma aproximada a aquella en que hoy la concebimos y escribimos, y contando lances de la vida privada de personas, no históricas, sino particulares y fingidas las más veces, es una aparición muy tardía en la literatura griega, y se puede y debe colocar en época de decadencia, al menos relativa; pero, si por novela hemos de entender toda narración, oral o escrita, en prosa o en verso, de casos inventados, ya se inventen con plena conciencia, ya se imaginen o se sueñen por unos hombres de un modo espontáneo e inconsciente, y por otros se crean verdaderos y reales, la novela es tan antigua como el mundo, desde que vive en el mundo que habla.

Los griegos la llamaron mytho, y los latinos fabula. Contar o hablar equivalía a referir fábulas o mythos. Hablar viene de fabulor, que a su vez viene de fabula; y mytho en griego significa a la vez palabra, discurso, fábula o tradición popular o cuento. Toda habla tenía, pues, en lo antiguo, sobre todo cuando narraba, mucho de cuento, novela o fábula. Por medio de ellas se explicaban los fenómenos de la Naturaleza: el terror de los bosques, el curso del sol y de las estrellas, la vida misteriosa de las plantas, la voz del escondido eco, la recóndita inmensidad y el prolífico abismo de los mares, el subterráneo origen de las fuentes: el brío devorador a par que plasmante de la llama, la lucha de los elementos, sus afinidades y consorcios fecundos, la fuerza que amontona los metales o que cuaja el cristal en las entrañas de la tierra, el arco iris que se extiende en la bóveda azul, las tinieblas de la noche, el fulgor de la aurora, las nubes, el trueno, el rayo, la lluvia que fertiliza y el viento que destroza; cuanto hiere, en suma, la imaginación de los hombres, cuando la Naturaleza hablaba con más poderosa voz que en el día a sus potencias y sentidos, sin apartar el velo que la cubre ni hacer patentes sus entonces inefables y temerosos arcanos. Los afectos, pasiones y apetitos, que conmovían nuestro ser, no analizados tampoco entonces, ni fisiológica ni psicológicamente, se personifican del mismo modo que los fenómenos naturales externos, y de aquí nacían también dioses y diosas, demonios y genios. Cada uno de estos seres fantásticos tenían su vida propia. Su historia, ya se refería, ya se cantaba en himnos. Los acontecimientos humanos, las conquistas bienhechoras o destructoras, la emigración de los pueblos, la fundación de ciudades, reinos o repúblicas; los viajes por mar y por tierra en un mundo apenas conocido, donde la imaginación ponía lo que el entendimiento ignoraba; todo esto, engrandecido a poco de suceder, y a veces a par que sucedía, sin que nadie lo escribiese, trasmitiéndose y creciendo al pasar de boca en boca, y conservando a menudo en la memoria, merced a la palabra rítmica, dejaba de ser historia, se convertía en cuento, fábula o mytho, y era, en suma, la materia épica diseminada o difusa. En ella se guardaba, oculto en símbolos y figuras, todo el saber de las primeras edades; de donde, con el andar del tiempo, salieron las maravillosas epopeyas, cuando un vate singular y dichoso acertó a reunir los dispersos cantares en armónico conjunto, y de donde la historia brotó más tarde, cuando un observador, curioso y discreto, agrupó esos mismos cantares épicos, hablas y tradiciones, poniéndolos en desatada prosa y procurando dar alguna razón de ellos en virtud de la crítica naciente.

De aquí que, en fuerza de ser todo novela (religión, geografía, historia, ciencias naturales, moral y política), no viniese hasta muy tarde la novela propiamente dicha.

Han disputado muchos eruditos sobre la procedencia de la novela griega. Unos, como Huet, suponen que vino del Oriente; otros, que nació en Grecia, original y castiza. Yo creo que, sin duda, los primitivos griegos traían ya sus creencias y sus mythos desde que emigraron de la cuna de la raza aria, en las faldas del Paropamiso; que fueron después inventando mucho, y que tomaron también no poco de Egipto, de Fenicia, del Asia Menor, de Tracia y de otras regiones y pueblos; pero los griegos, admirablemente dotados por la Naturaleza, pusieron en todo el sello de su propio ser: la gracia, la medida, la armonía y el buen gusto instintivo e innato.

Como quiera que ello sea, la ficción fue, en un principio, candorosa, y no reflexiva: tuvo carácter épico, tanto por el sujeto que fingía, cuanto por el objeto fingido. No era la ficción individual, o se habían perdido las huellas de que lo fuese: era obra de la imaginación colectiva: no era historia fingida adrede, sino creída y soñada; ni era tampoco de casos meramente domésticos, sino importantes al pueblo todo o a todos los hombres: historia de reyes, de patriarcas, de héroes epónimos, de dioses y semidioses, los cuales, ya, como Hércules, Teseo y Belerofonte, altos modelos de los ulteriores caballeros andantes, socorrían doncellas, amparaban menesterosos y libertaban la tierra de monstruos y tiranos; ya, como Baco, Osiris y los Argonautas, se extendían por el mundo, civilizándole en expedición conquistadora; ya, como Hermes, inventaban artes que hacen grata la vida; ya, como Prometeo, arrostraban la cólera del cielo y del inflexible destino, a fin de salvar, mejorar o ennoblecer al género humano.

Cuando toda esta materia épica pasó de ser oral a ser escrita, y perdiendo el ritmo o forma de la poesía, vino a ponerse en prosa la ficción, o dígase la novela en su más lato sentido, entró en un período importante de su historia, si bien aun apenas aparecía aislada, sino combinándose con todo. Los moralistas se valían de ella para inculcar sus preceptos, y los filósofos y políticos para hacer más perceptibles y populares sus teorías y sistemas. De aquí la fábula de Platón sobre la Atlántida y sobre Her el armenio, la del grave Aristóteles sobre Sileno y Midas, y la de Jenofonte sobre la educación de Ciro.

Lo inexplorado hasta entonces de este planeta en que vivimos, daba lugar a innumerables utopías; esto es, a tierras incógnitas o muy remotas, donde vivían pueblos extraños, ya por lo monstruoso de su ser y condición, ya por estar gobernados de una manera singular y perfecta, según el gusto de quien transmitía o inventaba la ficción. Así nacieron, y se pusieron en diversos sitios, reinos o repúblicas de amazonas, de pigmeos y de arimaspes, y así surgieron también islas afortunadas: el país de los hiperbóreos, amados de Apolo; la tierra de los meropes, la nación india de los atacoros, y hasta la Pancaya de Evhemero.

De la misma suerte que, por ignorancia de la geografía, se creaban países y pueblos fantásticos, por el desconocimiento de los casos pasados, emigraciones de razas, conquistas, victorias, civilizaciones, florecimientos y decadencias, nacieron multitud de historias de pueblos primitivos, donde a veces, sobre la leve trama de algunos hechos reales, la fantasía tejía y bordaba mil prodigios.

Para dar autoridad a alguna doctrina religiosa o filosófica, casi se forjaba un personaje y toda su portentosa historia, como la de Abaris o la de Zamolxis, y, por el contrario, para glorificación de un personaje real, se forjaba su leyenda. Así se escribieron no pocas vidas, no ya sólo de reyes, héroes y conquistadores, sino también de sabios y de filósofos, como la de Pitágoras por Jámblico y Porfirio, la de Apolonio de Tyana por Filostrato, la de Plotino por Porfirio y la de Proclo por Marino. Hasta para dar una explicación racionalista a la historia divina, para traer a la tierra a los númenes que el vulgo adoraba y reducirlos a la condición y proporciones humanas, se inventaba fábulas no menos increíbles y absurdas que la misma religión, que tiraban a destruir, como ocurría en la ya citada Pancaya de Evhemero, quien cuenta hoy sin las disculpas que él tenía, tan numerosos y brillantes discípulos, v. gr.: Rodier, Renan, Moreau de Jonnes y, sobre todo, el autor de un libro titulado Dios y su tocayo donde se pretende probar que Jehováh era el emperador de la China y Adán un súbdito rebelde, expulsado del Celeste Imperio.

Es evidente que, al señalar aquí las diversas direcciones que tomó entre los griegos el espíritu de invención novelesca, lo hacemos con rapidez y a grandes rasgos, y no podemos ceñirnos a la cronología, ni marcar con precisa distinción épocas y períodos. Baste que nos atrevamos a afirmar que, hasta los tiempos de Alejandro Magno, apenas queda rastro de lo que ahora podemos llamar novela de costumbres. Toda ficción es sobre algo que toca o interesa a la vida pública, ya religiosa, ya política, ya filosófica. La novela de casos domésticos estaba en germen y reducida al cuento oral, que hasta muy tarde no empezó a coleccionarse.

Estos cuentos venían principalmente de Mileto, de Sibaris y de Chipre, y eran a menudo amorosos y obscenos. Los más antiguos recopiladores de estos cuentos, de quienes se tiene noticia, son de la edad de Alejandro, o posteriores, como Clearco de Soli, Partenio de Nicea, maestro de Virgilio, y Conón, que vivió en el mismo tiempo.

Con la novela hubo de suceder lo mismo, en cierto modo, que con el teatro cómico. Aristófanes, en la comedia antigua, habla y trata de la vida pública, política y religiosa. Viene después la comedia media, que trata aún de la vida pública; pero, ya perdidas la actividad y la libertad de la democracia ateniense, olvida lo político y se emplea en representar filósofos y cortesanas. Sólo con Menandro, en la comedia nueva aparece la verdadera vida interior y doméstica, y se pintan caracteres y pasiones de personajes privados.

En la novela, lo que responde a la comedia nueva en el teatro, esto es, lo que hasta cierto punto pudiéramos llamar novela de costumbres, vino mucho más tarde. Todo novelista de este género puede afirmarse que es posterior a la Era cristiana.

No por esto juzgo yo, como los clasicistas severos, que es época de decadencia ésta en que apareció la novela de dicha clase. Verdad que el siglo de oro de las letras griegas fue el de Pericles; pero autores eminentes hubo en épocas muy distintas, nuevos períodos de florecimiento y nuevos campos para luchar y vencer se abrieron después en repetidas ocasiones al ingenio helénico; ora bajo los Ptolomeos y otros sucesores de Alejandro, en filosofía, en ciencias exactas y naturales, y en poesía lírica y bucólica; ora bajo la dominación de Roma, en quien infundió Grecia su cultura ora con la aparición y difusión del cristianismo y el gran movimiento de ideas que trajo en pos de sí, aun hasta después de caer el Imperio de Occidente. Yo creo que no pueden llamarse épocas de decadencia en una literatura aquellas en que florecen poetas como Teócrito, Bión y Calímaco; prosistas como Polibio, Plutarco y Luciano; filósofos como Plotino, y escritores tan elocuentes y pensadores tan profundos como tantos y tantos padres de la Iglesia.

En esta última época, a saber, desde el primero al quinto o sexto siglo de la Era cristiana, es cuando escriben los principales novelistas griegos de la novela propiamente dicha, o dígase de la novela de costumbres, o más bien de la novela de amor y aventuras, ya que las costumbres no se pintaban entonces con la exactitud de ahora; no se empleaba lo que hoy llamamos o podemos llamar color local y temporal, sino cuando esto salía sin caer en ello los autores; ni mucho menos había, ni era posible que hubiese, este análisis psicológico de las pasiones y afectos, que hoy se usa y agrada tanto. En cambio, el empleo de lo sobrenatural y prodigioso no era tan difícil como en el día, porque los hombres creían sin gran dificultad, por dónde era llano ingerir en las novelas lo fantástico de las antiguas fábulas filosóficas, religiosas, geográficas e históricas.

Las novelas más famosas y conocidas del expresado género son: la Eubea, de Dión Crisóstomo; el Asno, de Lucio de Patras; Las Efesiacas, de Jenofonte de Éfeso; Teágenes y Clariclea, de Heliodoro; Leucipe y Clitofonte, de Aquiles Tacio, y Las Pastorales, de Longo, o Dafnis y Cloe, que damos aquí traducida, y que es sin duda la mejor de todas, ya que el Asno, de Lucio, es ferozmente obsceno, y la Eubea, de Dion, tiene poco interés, por más que esté lindamente escrita. Las otras novelas de dicha época son en el día harto pesadas de leer. Y las novelas posteriores, del Bajo Imperio, no son más amenas ahora, si bien son en extremo interesantes por lo mucho que influyen en el desenvolvimiento de todas las literaturas del centro y occidente de Europa durante la Edad Media; ya en leyendas y cuentos; ya en poemas y libros de caballerías; ya en el mismo teatro, cuando el renacimiento y después, como sucede por ejemplo, con la historia de Apolonio de Tiro, el poema de Alejandro y las historias troyanas.

Según ya hemos dicho, aunque nuestro elogio se atribuya a pasión de traductor Dafnis y Cloe es la mejor de todas estas novelas; la única quizá que, por la sencillez y gracia del argumento, por el primor del estilo, y en suma, por su permanente belleza, vive y debe gustar en todo tiempo.

Contra los ataques que se han dirigido a su poca moralidad y decencia, ya la hemos defendido hasta donde nos ha sido posible. De otras faltas es harto más fácil defenderla. Una, sobre todo, apenas se comprende que haya críticos juiciosos que se la atribuyen: la de la intervención milagrosa de Pan para salvar a Cloe, a quien llevaban robada. Lo extraño es que los críticos se hayan fijado en este momento, como si en él apareciese sólo lo sobrenatural, y no hayan querido comprender que, desde el comienzo de la novela, lo sobrenatural interviene en todo. Sin su intervención la novela no sería verosímil, y por lo tanto, no sería divertida. La verosimilitud estética se funda, pues, en la creencia en ciertos seres por cima del ser humano y que le amparan y guían; en la creencia en las Ninfas; en Amor, no como figura alegórica, sino como persona real, viva y divina, y en Pan, como dios protector de los pastores, belicoso a veces y tremendo.

Sin la providencia especial de estas divinidades, sin el cuidado que toman por Dafnis y Cloe y sin la elección que hacéis de ello para un caso singular de enamoramiento dulcísimo, ni se hubieran salvado los niños recién nacidos, abandonados en medio del campo, ni los hubieran criado con tanto amor una cabra y una oveja, ni hubieran conservado su rara hermosura a pesar de las inclemencias del cielo, ni hubieran sido tan sencillos e inocentes, ni hubiera pasado, en resolución, casi nada de lo que en la novela pasa. Por esto es de maravillar que los críticos censuren el milagro de Pan para libertad a Cloe, y no censuren los demás milagros ni se paren en ellos.

Ni yo creo en Pan ni en las Ninfas, ni hay lector en el día que pueda creer en tales disparates; mas, para la verosimilitud estética, es fuerza ponerse en lugar del vulgo gentilicio, que en un tiempo dado (todavía cuando la novela se escribió) creía en las mencionadas patrañas, sobre todo en lugares agrestes, lejos de las grandes ciudades. Una vez concedido esto, todo es verosímil y llano.

Dafnis y Cloe, en completo estado de naturaleza, aunque sublimado e idealizado por el favor divino, pero por el favor divino de dioses poco severos, se aman antes de saber que se aman, son bellos e ignorantes, contemplan y comprenden su hermosura, y de esta contemplación y admiración nace un afecto bastante delicado para dos que viven casi vida selvática: él, sin colegio ni estudio de moral, y ella sin madre vigilante y cristiana, sin aya inglesa que la advierta lo que es shocking, y sin nada por el estilo. Si el autor, dado ya el asunto, hubiera puesto en los amores de sus dos personajes algo de más sutil, etéreo y espiritual, hubiera sido completamente falso, tonto e insufrible.

La novela de Dafnis y Cloe es, pues, lo que debe y puede ser, y, tal como es, es muy linda.

Su autor imita, sin duda, a los antiguos poetas bucólicos, a Teócrito sobre todo; pero le imita con tino y gracia. De aquí que su obra sea la mejor, la más natural, la menos afectada y artificiosa, la única acaso no afectada de cuantas novelas pastorales se han escrito posteriormente, y que, pasada ya la moda, no hay quien lea con paciencia.

Dafnis y Cloe, más bien que de novela bucólica, puede calificarse de novela campesina, de novela idílica o de idilio en prosa; y en este sentido, lejos de pasar de moda, da la moda y sirve de modelo aún, mutatis mutandi, no sólo a Pablo y Virginia, sino a muchas preciosas novelas de Jorge Sand, y hasta a una que compuso en español, pocos años ha, cierto amigo mío, con el título de Pepita Jiménez.

De estas novelas en prosa se ha pasado también al componerlas en verso, tomando asunto de la vida común; pintando escenas villanescas, rústicas o burguesas que no carecen de poesía, sino que la tienen muy grande, cuando se aciertan a pintar con la debida sencillez homérica. En vez de cantar a los héroes tradicionales de la epopeya, se ha cantado en estos idilios modernos a sujetos de condición humilde. Los dos más bellos modelos de tal género de composición, en nuestros días son Hermann y Dorotea, de Goethe, y Evangelina, de Longfellow. Algunos de nuestros mejores poetas han seguido un poquito esta corriente desde hace cinco o seis años. Así Campoamor, en los que llama Pequeños poemas, y Núñez de Arce, en otro que titula Idilio.

Grecia también nos dio el ejemplo de esto, al ir a expirar su gran literatura. En el siglo V, o después (porque así como nada se sabe de quién fue Longo, nada se sabe tampoco de este otro autor, ni del tiempo en que vivió), hubo un cierto Museo, a quien llaman el gramático o el escolástico, para distinguirle del antiquísimo Museo mitológico, hijo de Eumolpo y discípulo de Orfeo, el cual Museo más reciente compuso la novela en verso de Hero y Leandro, que es un idilio por el estilo de los que ahora se usan, un dechado de sencillez y de gracia, un pequeño poema precioso. Ganas se lo han pasado al productor de Dafnis y Cloe de traducirle también y de incluirle en este mismo volumen; pero, como no está seguro de que el público guste de lo primero, deja para más adelante, si el público no le desdeña y le anima, el ofrecerle lo segundo. Entretanto, y por hoy, se despide de él, pidiéndole perdón de sus muchas faltas.




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Proemio

Cazando en Lesbos, en un bosque consagrado a las Ninfas, vi lo más lindo que vi jamás: imágenes pintadas, historia de amores. El soto, por cierto, era hermoso, florido, bien regado y con mucha arboleda. Una sola fuente alimentaba árboles y flores; pero la pintura era más deleitable que lo demás: de hábil mano y de asunto amoroso. Así es que no pocos forasteros acudían allí, atraídos por la fama, a dar culto a las Ninfas y a ver la pintura.

Parecíanse en ella mujeres de parto, otras que envolvían en pañales a los abandonados pequeñuelos, cabras y ovejas que les daban de mamar, pastores que de ellos cuidaban, mancebos y rapazas que andaban enamorándose, correría de ladrones y algarada de enemigos. Otras mil cosas, y todas de amor, contemplé allí con tanto pasmo, que me entró deseo de ponerlas por escrito; y habiendo buscado a alguien que me explicase bien la pintura, compuse estos cuatro libros, que consagro al Amor, a las Ninfas y a Pan, esperando que mi trabajo ha de ser grato a todos los hombres, porque sanará al enfermo, mitigará las penas del triste, recordará de amor al que ya amó y enseñará el amor al que no ha amado nunca; pues nadie se libertó hasta ahora de amar, ni ha de libertarse en lo futuro, mientras hubiere beldad y ojos que la miren. Concédanos el Numen que nosotros mismos atinemos otros.






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Libro primero

Ciudad de Lesbos es Mitilene, grande y hermosa. La parten canales, por donde entra y corre la mar, y la adornan puentes de lustrosa y blanca piedra. No semeja, a la vista, ciudad, sino grupo de islas.

A unos doscientos estadios de Mitilene, cierto rico hombre poseía magnífica hacienda, montes abundantes de caza, fértiles sembrados, dehesas y colinas cubiertas de viñedo: todo junto a la mar, cuyas ondas besaban la arena menuda de la playa.

En esta hacienda, un cabrero llamado Lamón, que apacentaba su ganado, halló a un niño, a quien criaba una cabra. En el centro de un matorral, entre zarzas y hiedra trepadora, y sobre blanco césped, reposaba el infantico. Allí solía entrar la cabra, de suerte que desaparecía a menudo, y abandonando su cabritillo, asistía a la criatura. Lamón notó estas desapariciones, y se compadeció del cabritillo abandonado; pero un día, en el ardor de la siesta, siguiendo la pista de la cabra, la vio deslizarse con cautela entre las matas, a fin de no lastimar con las pezuñas al niño, el cual, como si fuera del pecho materno, iba tomando la leche. Maravillado Lamón, que harto motivo había para ello, se acercó más, y vio que la criatura era varón, bonito y robusto, y con prendas más ricas de lo que prometía su corta ventura, porque estaba envuelto en mantilla de púrpura con hebilla de oro, y al lado habla un puñalito, cuyo puño era de marfil. Lo primero que discurrió Lamón fue cargar con aquellas alhajas y abandonar al niño; pero avergonzado luego de no remedar siquiera la compasión de la cabra, no bien llegó la noche, lo llevó todo, niño, cabra y alhajas, a su mujer, Mirtale, a la cual, para que se le quitase la aprensión de que las cabras parieran niños, le contó lo ocurrido; cómo halló a la criatura, cómo la cabra la amamantaba y cómo él había tenido vergüenza de dejarla morir. Y siendo Mirtale del mismo parecer, ocultaron las alhajas, prohijaron al niño y encomendaron a la cabra su crianza. A fin de que el nombre del niño pareciese pastoral, decidieron llamarle Dafnis.

Dos años después, otro pastor de los vecinos campos, cuyo nombre era Dryas, halló y vio algo semejante cuando apacentaba su rebaño. Había una gruta consagrada a las Ninfas, gran roca, hueca por dentro, y en lo exterior, redonda. En esta gruta se veían figuras de Ninfas, hechas de piedra, los pies descalzos, los brazos desnudos hasta los hombros, los cabellos esparcidos sobre la espalda y la garganta, el traje ceñido a la cintura y una dulce sonrisa en entrecejo y boca; todo el aspecto de ellas, como si hubiesen bailado en coro. En el fondo de la gruta se levantaba un poco el terreno, y de allí manaba una fuente, cuyas aguas se deslizaban formando manso arroyo, y alimentando en torno un prado amenísimo, de copiosa y blanda grama cubierto. Allí se veían suspendidos tarros, colodras, flautas, pífanos y churumbelas, ofrendas de antiguos pastores. A este templo de las Ninfas acudía una oveja que había ya criado corderos, y el pastor Dryas sospechaba a veces que se le había Perdido. Queriendo, pues, corregirla y traerla de nuevo a su antiguo y tranquilo modo de pacer, tejió con sutiles varitas de mimbre verde uno a modo de lazo, y entró en la gruta a fin de coger la oveja; pero no bien llegó cerca, vio lo que no esperaba: vio a la oveja que, con ternura verdaderamente humana, daba su ubre, para que de ella sacase abundante leche, a una criaturita, la cual, con avidez, pero sin llanto, aplicaba la boca pura y limpia, ya a una teta, ya a otra, y cuando se había hartado de mamar, la oveja le lamía la cara. Esta criatura era una niña, y tenía pañales y otras prendas para poder ser reconocida; toquillas y chinelas bordadas de hilo de oro, y ajorcas de oro también.

Considerando divino tal hallazgo, y enseñado por la oveja a compadecer y amar a la niña, Dryas la tomó en sus brazos, guardó aquellas prendas en el zurrón y rogó a las Ninfas que le dejasen criar con buena suerte a la que se había puesto bajo su amparo. Y como ya era tiempo de llevar la manada al aprisco, volvió a su cabaña, contó a su mujer lo ocurrido, le mostró a la niña, y la exhortó a tomarla por hija, ocultando cómo había sido hallada. Napé, que así se llamaba la pastora, amó desde luego a la niña como madre, recelosa de que la oveja no la venciese en ternura y en prueba de que la niña era su hija, le puso el nombre pastoral de Cloe.

Pronto crecieron los niños. Su hermosura distaba mucho de parecer rústica. Cuando él cumplió quince años y ella dos menos, Dryas y Lamón tuvieron idéntico sueño en una misma noche. Pensaron ver que las Ninfas, las de la gruta donde estaba la fuente y donde Dryas había encontrado a la niña, ponían a Dafnis y a Cloe en poder de un mozuelo gentil a par que arrogante, con alas en los hombros y armado de arco y flechas pequeñitas, el cual, hiriendo a ambos con la misma flecha, les mandó que fuesen pastores: a ella, de ovejas; a él, de cabras. No poco afligió a los viejos este sueño, que destinaba a sus hijos al oficio de guardar ganado, porque hasta entonces habían augurado mejor suerte para ellos, fiándose en las prendas halladas, por lo cual los hablan criado con el mayor regalo y les habían hecho aprender las letras y cuanto en el campo hay de bueno. Resolvieron, no obstante, obedecer a los dioses, cuya providencia había salvado a los niños. Y después de comunicarse mutuamente el sueño, y de haber hecho un sacrificio, en la gruta de las Ninfas, al mozuelo de las alas (cuyo nombre no acertaban a adivinar), enviaron a los mozos a cuidar del hato, enseñándoles el oficio pastoril: de qué modo ha de apacentarse antes del mediodía, de qué modo después de pasada la siesta; cuándo conviene llevar al abrevadero, cuándo al aprisco; en qué ocasión debe emplearse el cayado y en qué ocasión basta la voz. Ellos se alegraron de esto en gran manera, como si los hubieran hecho príncipes, y amaron a sus cabras y corderos más que suele el vulgo de los pastores, porque ella recordaba que debía la vida a una oveja, y él no había olvidado que una cabra le cuidó y alimentó en su abandono.

Empezaba entonces la primavera y se abrían las flores en montes, selvas y prados. Oíase ya por todas partes susurro de abejas y gorjeo de pajarillos. Los recentales balaban, los corderos retozaban en la montaña, las abejas susurraban en el prado, y en umbrías y sotos cantaban las aves. Como en aquella bendita estación todo se regocijaba, Dafnis y Cloe, tan jóvenes y sencillos, se pusieron a remedar lo que veían y oían. Oían cantar a los pájaros, y cantaban; veían brincar a los corderos, y brincaban gallardamente, y remedando a las abejas, cogían flores, y ya se las ponían en el pecho, ya, tejiendo guirnaldas, se las ofrecían a las Ninfas. Todo lo hacían juntos y apacentaban cerca el uno del otro. A menudo Dafnis hacía volver a la oveja que se extraviaba, y a menudo Cloe espantaba a las cabras más atrevidas para que no trepasen a los riscos. A veces uno solo cuidaba de ambos hatos, mientras que el otro se recreaba y jugaba. Sus juegos eran infantiles y propios de zagales. Ora ella, con juncos que cogía, formaba jaulas para cigarras, y, distraída en esta faena, descuidaba el ganado. Ora él cortaba delgadas cañas, les agujereaba los nudos, las pegaba con cera blanda, y se esmeraba hasta la noche en tocar la zampoña. A menudo compartían ambos la leche y el vino, y se comían juntos la merienda que traían de casa. En suma, más bien se hubieran visto las cabras y las ovejas dispersas que a Dafnis y Cloe separados.

En medio de tales juegos, Amor empezó a darles penas. Una loba, que recientemente había tenido cría, robaba muchas veces corderos de los campos próximos para alimentar sus cachorros. Algunos aldeanos se reunieron con este motivo, e hicieron de noche zanjas de más de una vara de ancho y de cuatro o cinco de hondo. Mucha porción de la tierra removida la esparcieron a lo lejos, y sobre el hoyo extendieron palos secos y quebradizos, cubriéndolos con el resto de la tierra para que el suelo apareciese como antes, de modo que hasta una liebre que corriese por cima, rompiese los palos, más débiles que paja, y probase que no era suelo, sino apariencia de suelo. Así abrieron varías zanjas en los cerros y en el llano; pero nunca pudieron coger la loba, que presintió la trampa. En cambio, perdieron no pocos corderos y cabras, y Dafnis estuvo a punto de perderse.

Dos machos cabríos, irritados por la brama, lucharon con tal furor y violencia, que a uno de ellos se le rompió un cuerno, y, lleno de dolor, comenzó a huir dando bramidos, mientras que el vencedor le perseguía sin tregua ni sosiego. Doliose Dafnis del cuerno quebrado, y lleno de ira contra la terquedad del macho victorioso, empuñó el cayado y dio en perseguirle a su vez. Así, huyendo el uno y siguiéndole enfurecido el otro, sin ver dónde ponían los pies, cayeron ambos en la trampa, el macho primero y luego Dafnis, lo cual le salvó, pues al caer se quedó caballero en el macho; pero como se veía en el fondo del hoyo, lloraba, aguardando que alguien viniese a sacarle de allí. Cloe, que vio de lejos lo sucedido, acudió de carrera al hoyo, reconoció que Dafnis estaba con vida y pidió socorro a un boyero de los vecinos campos. Llegó el boyero y buscó una cuerda o soga, para que, asido a ella, Dafnis saliese; pero no se encontraba cuerda. Entonces Cloe desató la cinta de sus crenchas, la dio al boyero, y de esta suerte, puestos ambos en la boca del hoyo, agarrándose Dafnis a la cinta y tirando ellos, logró subir el caído. Sacaron después al macho infeliz, que con el golpe se había roto entrambos cuernos (pronta y completa venganza del vencido), y se le dieron al boyero en pago de la ayuda, con propósito de decir en casa, si alguien preguntaba por él, que un lobo se le había llevado.

Volvieron luego donde estaban cabras y ovejas, y hallaron que pacían en paz y buen orden. Sentáronse entonces sobre el tronco de una encina, y miraron ambos con atención si alguna parte del cuerpo de Dafnis se había lastimado al caer; pero ni herida ni sangre tenía, sino sucio barro en el pelo y en lo demás de su persona. Dafnis determinó lavarse para que Lamón y Mirtale no supiesen lo ocurrido. Y yéndose con Cloe a la gruta de las Ninfas, le dio a guardar la tuniquilla y el zurrón y se puso a lavar en la fuente su cabellera y el cuerpo todo. La cabellera era negra y abundante; el cuerpo, tostado del sol. Diríase que le daba color obscuro la sombra de la cabellera. Cloe, que miraba a Dafnis, le halló hermoso, y como hasta allí no había reparado en su hermosura, imaginó que el baño se la prestaba. Cloe lavó luego las espaldas a Dafnis, y halló tan suave la piel, que de oculto se tocó ella muchas veces la suya para decidir cuál de los dos la tenía más delicada.

Como ya el sol iba a ponerse, ambos volvieron con el hato a sus cabañas, y Cloe nada deseaba tanto como ver a Dafnis bañarse de nuevo.

Al día siguiente, de vuelta en la pradera, Dafnis, sentado, según solía al pie de una encina, tocaba la flauta, a par que miraba sus cabras, encantadas, al parecer, con el dulce sonido. Cloe, sentada asimismo a la vera de él, miraba sus ovejas y corderos; pero miraba más a Dafnis. Y otra vez le pareció hermoso tocando la flauta y creyó que la música le hermoseaba y para hermosearse ella tomó la flauta también. Quiso luego que volviera él a bañarse y le vio en el baño, y sintió como fuego al verle, y volvió a alabarle, y fue principio de amor la alabanza. Niña candorosa, criada en los campos, no se daba cuenta de lo que le pasaba, porque ni siquiera había oído mentar al Amor. Sentía inquietud en el alma; no podía dominar sus ojos y hablaba mucho de Dafnis. No comía de día, velaba de noche y descuidaba sus ovejas; ya reía, ya lloraba; si dormía, se despertaba de súbito; su rostro se cubría de palidez y luego ardía en rubor. Nunca se agitó más becerra picada del tábano. Acontecía a veces que ella a sus solas prorrompía en estas razones:

«Estoy mala e ignoro mi mal; padezco y no me veo herida; me lamento y no perdí ningún corderillo; me abraso y estoy sentada a la sombra. Mil veces me clavé las espinas de los zarzales y no lloré; me picaron las abejas y pronto quedé sana. Sin duda que esta picadura de ahora llega al corazón y es más cruel que las otras. Si Dafnis es bello, las flores lo son también; si él canta lindamente, no cantan mal las avecicas. ¿Por qué pienso en él y no en las avecicas y en las flores? ¡Quisiera ser su flauta para que infundiese en mí su aliento! ¡Quisiera ser su cabritillo para que me tomara en sus brazos!, ¡Oh, agua perversa, que a él sólo hace hermoso y me lavas en balde! Yo me muero, queridas Ninfas; ¿cómo no salváis a la doncella que se crió con vosotras? ¿Quién os coronará de flores después de mi muerte? ¿Quién tendrá cuidado de los pobres corderos? ¿A quién encomendaré mi parlera cigarra, que cogí con tanta fatiga y que solía cantar en la gruta para que yo durmiese la siesta? En vano canta ahora, pues yo velo, gracias a Dafnis.» Así padecía, así se lamentaba Cloe, procurando descubrir el nombre de Amor.

Entretanto, Dorcón, el boyero que sacó del hoyo a Dafnis y al macho, mozuelo ya con barbas y harto sabido en cosas de Amor, se había prendado de Cloe desde el primer día, y como mientras más la trataba más se abrasaba su alma, resolvió valerse o de regalos o de violencia para lograr sus fines. Fueron sus primeros presentes, para Dafnis, una zompoña, que tenía nueve canutos ligados con latón y no con cera, y para Cloe la piel de un cervatillo, esmaltada de lunares blancos, para que la llevase en los hombros, cual suelen las bacantes.

Así creyó haberse ganado la voluntad de ambos, y pronto desatendió a Dafnis; pero a Cloe la obsequiaba de diario, ya con blandos quesos, ya con guirnaldas de flores, ya con frutas sazonadas. Y hasta hubo ocasiones en que le trajo un becerro montaraz, un vaso sobredorado y pajarillos cazados en el nido. Ignorante ella del artificio y malicia de los amadores, tomaba los regalos y se alegraba, y se alegraba más aún porque con ellos podía regalar a Dafnis.

No tardó éste en conocer también las obras de Amor. Entre él y Dorcón sobrevino contienda acerca de la hermosura. Cloe había de sentenciar. Premio del vencedor, un beso de Cloe. Dorcón habló primero de esta manera:

«Yo, zagala, soy más alto que Dafnis, y valgo más de boyero que él de cabrero, porque los bueyes valen más que las cabras. Soy blanco como la leche y rubio como la mies cuando la siegan. No me crió una bestia, sino mi madre. Este es chiquitín, lampiño como las mujeres y negro como un lobezno. Vive entre chotos, y su olor ha de ser atroz, y es tan pobre, que no tiene para mantener un perro.

»Se cuenta que una cabra le dio leche, y a la verdad que parece cabrito.»

Así dijo Dorcón. Luego contestó Dafnis: «Me crió una cabra como a Júpiter, y son mejores que tus vacas las cabras que yo apaciento. Y no huelo como ellas, como no huele Pan, que casi es macho cabrío. Bastan para mi sustento queso, blanco vino y pan bazo, manjares campesinos, no de gente rica. Soy lampiño como Baco, y como los jacintos moreno; pero más vale Baco que los sátiros, y más el jacinto que la azucena. Este es bermejo como los zorros, barbudo como los chivos, y como las cortesanas blanco. Y mira bien a quién besas, pues a mí me besarás la boca, y a él, las cerdas que se la cubren. Recuerda, por último, ¡oh, zagala, que a ti también te crió una oveja, y eres, no obstante, linda.»

Cloe no supo ya contenerse, y movida de la alabanza, y más aún del largo anhelo que por besar a Dafnis sentía, se levantó y le besó; beso inocente y sin arte, pero harto poderoso para encenderle el alma.

Dorcón huyó afligido en busca de nuevos medios de lograr su amor. Dafnis no parecía haber sido besado, sino mordido: de repente se le puso la cara triste; suspiraba con frecuencia, no reprimía la agitación de su pecho, miraba a Cloe, y al mirarla se ponía rojo como la grana. Entonces se maravilló por primera vez de los cabellos de ella, que eran rubios, y de sus ojos, que los tenía grandes y dulces como las becerras, y de su rostro, más blanco que leche de cabra. Diríase que a deshora se le abrieron los ojos y que antes estaba ciego. Ya no tomaba alimento sino para gustarle, ni bebía sino para humedecerse la boca. Estaba taciturno, cuando antes era más picotero que las cigarras; yacía inmóvil, cuando antes brincaba más que los chivos; no se curaba del ganado; había tirado la flauta lejos de sí, y tenía pálido el rostro como agostada hierba. Únicamente con Cloe o pensando en Cloe volvía a ser parlero. A veces, a solas, se lamentaba de esta suerte:

«¿Qué me hizo el beso de Cloe? Sus labios son más suaves que las rosas, su boca más dulce que un panal, y su beso más punzante que el aguijón de las abejas. No pocas veces he besado los chivos, no pocas veces he besado los recentales de ella y el becerro que le regaló Dorcón; pero este beso de ahora es muy diferente. Me falta el aliento, el corazón me palpita, se me derrite el alma, y a pesar de todo, quiero más besos. ¡Oh, extraña victoria! ¡Oh, dolencia nueva, cuyo nombre ignoro! ¿Habría Cloe tomado veneno antes de besarme? ¿Cómo no ha muerto entonces? Los ruiseñores cantan, y mi zampoña enmudece; brincan los cabritillos, y yo estoy sentado; abundan las flores, y yo no tejo guirnaldas. Jacintos y violetas florecen, y Dafnis se marchita. ¿Llegará Dorcón a ser más lindo que yo?».

Así se quejaba el bueno de Dafnis, probando los tormentos de Amor por vez primera.

Dorcón, entretanto, el boyero enamorado de Cloe, se fue a buscar a Dryas, que plantaba estacas para sostener una parra, y le llevó de regalo muy ricos quesos. Y como era su antiguo amigo, porque habían ido juntos a apacentar el ganado, trabó conversación con él, y acabó por hablarle del casamiento de Cloe. Díjole que él deseaba tomarla por mujer, y le prometió grandes dones, como rico boyero que era: una yunta de bueyes para arar, cuatro colmenas, cincuenta manzanos, un cuero de buey para suelas, y cada año un becerro que podría ya destetarse. Halagado por las promesas Dryas estuvo a punto de consentir en la boda; pero recapacitando después que la doncella merecía mejor novio, y temiendo ser acusado algún día de ocasionar irremediables males, desechó la proposición de boda, y se disculpó como pudo, sin aceptar lo prometido en alboroque.

Viéndose Dorcón defraudado por segunda vez en su esperanza y perdidos sin fruto sus excelentes quesos, resolvió apelar a las manos, no bien hallase sola a Cloe. Y como había notado que Cloe y Dafnis traían alternativamente a beber el ganado, él un día y ella otro, se valió de una treta propia de zagal: tomó la piel de un gran lobo, que un toro había muerto con sus astas defendiendo la vacada, y se cubrió con dicha piel puesta en los hombros, de modo que las patas de delante le cubrían los brazos, las patas traseras se extendían desde los muslos a los talones, y el hocico le tapaba la cabeza como casco de guerrero. Disfrazado así en fiera lo menos mal que pudo, se fue a la fuente donde bebían cabras y ovejas después de pacer. Estaba la fuente en un barranco, y en torno de ella formaban matorral tantos espinos, zarzas, cardos y enebros rastreros, que fácilmente se hubiera ocultado allí un lobo de veras. Allí se escondió Dorcón, espiando el momento de venir a beber el ganado, y con grande esperanza de asustar a Cloe con su disfraz y de apoderarse de ella.

A poco llegó Cloe a la fuente con el ganado, mientras Dafnis cortaba verdes tallos y renuevos para que los cabritillos se regalasen después del pasto. Los perros que guardaban el rebaño seguían a Cloe, y como tenían buena nariz, sintieron a Dorcón, que ya se disponía a caer sobre Cloe; se pusieron a ladrar, se echaron sobre él como si fuera lobo, le rodearon, y antes de que volviese del susto, le mordieron. Al principio, con vergüenza de ser descubierto, y recatándose aún con la piel de lobo, Dorcón yacía silencioso en el matorral. Cloe, entre tanto, llena de terror, había llamado a Dafnis para que le socorriese. Y los perros, destrozada ya la piel del lobo, mordían sin piedad el cuerpo de Dorcón, el cual, a grandes voces, acabó por suplicar que le amparasen a Cloe y a Dafnis, que ya había llegado. Estos mitigaron pronto el furor de los perros con las voces que tenían de costumbre. Después, llevaron a la fuente a Dorcón, que había sido herido en los muslos y en las espaldas. Le lavaron las mordeduras, donde se veía la impresión de los dientes, y pusieron encima corteza mascada y verde de olmo. La ignorancia de ambos en punto a atrevimientos amorosos, les hizo considerar la empresa de Dorcón como broma y niñería pastoril, y en vez de enojarse contra él, le consolaron con buenas palabras, y le llevaron un poco de la mano hasta que le despidieron.

Él, salvo de tan grave peligro, y no, como se dice, de la boca del lobo, sino de la del perro, fue a curarse las heridas.

Dafnis y Cloe no tuvieron poco que afanarse, hasta bien entrada la noche, para recoger las ovejas y las cabras, las cuales, espantadas de la piel del lobo y de los ladridos, unas se encaramaron a los peñascos, y otras se fueron huyendo hasta la mar. Todas estaban bien enseñadas a acudir a la voz, a congregarse al son de la zampoña y a venir oyendo sólo una palmada; pero entonces el miedo les había hecho olvidarse de todo. Casi fue menester perseguirlas y buscarlas por el rastro, como a las liebres. Después las llevaron al aprisco. Aquella sola noche durmieron ambos con profundo sueño. La fatiga fue remedio del mal de Amor; pero, venido el día, padecieron de nuevo el mismo mal. Se alegraban al verse; les dolía separarse; estaban desazonados; deseaban algo, e ignoraban qué. Sólo sabían él, que origen de su mal era un beso, y ella, que era un baño.

Tocaba ya a su fin la primavera y empezaba el estío. Todo era vigor en la tierra. Los árboles tenían fruta; los sembrados, espigas. Grato el cantar de las cigarras, deleitoso el balar de los corderos, dulce el ambiente perfumado por la fruta en sazón. Parecía que los ríos cantaban al correr mansamente; que los vientos daban música como de flauta al suspirar entre los pinos; que las manzanas caían enamoradas al suelo, y que el sol, anhelante de hermosura, rasgaba todo velo que pudiera encubrirla. Dafnis, impulsado de un ardor íntimo, que todo esto le causaba, se echaba en los ríos, y ya se lavaba, ya cogía ligeros peces, ya bebía como si quisiese apagar aquel fuego. Cloe, después de ordeñar sus ovejas y no pocas de las cabras, empleaba bastante tiempo en cuajar la leche y en osear las moscas, que al osearlas le picaban; luego se lavaba la cara; se coronaba de ramas de pino, se ponía al hombro la piel del cervatillo, llenaba una gran taza de vino y de leche, y gozaba con Dafnis de aquella bebida.

Cuando llegaba la hora de la siesta, llegaba también mayor hechizo y cautividad de los ojos, porque ella miraba a Dafnis desnudo y su beldad floreciente, y desfallecía al considerar que no había falta que ponerle en parte alguna; y él, al verla con la piel del ciervo, coronada de pino y ofreciéndole bebida en la taza, imaginaba ver a una de las Ninfas de la gruta. Entonces Dafnis, arrebatando de la cabeza de ella las ramas de pino, se coronaba a sí propio, no sin besar antes la corona. Ella, en cambio, solía tomar la ropa de él, mientras él se bañaba, y vestírsela, no sin besarla antes también. Ambos se tiraban manzanas, y otras veces se peinaban el uno al otro, y Cloe comparaba el cabello de él, por lo negro, a la endrina, y Dafnis decía que el rostro de ella era como las manzanas, por lo blanco y sonrosado. A veces le enseñaba a tocar la flauta; y apenas soplaba ella, se la quitaba él y recorría todos los agujeros, como para mostrarle dónde había faltado, y en realidad para besar a Cloe por medio de la flauta.

Tocando él así una siesta, y reposando a la sombra el ganado, Cloe hubo de quedarse dormida. Y no bien lo advirtió Dafnis, dejó la flauta para mirarla toda, sin hartarse de mirarla; y ya sin avergonzarse de nada, dijo en voz baja de este modo: «¡Cómo duermen sus ojos! ¡Cómo alienta su boca! Ni las frutas ni el tomillo huelen mejor; pero no me atrevo a besarla. Su beso pica en el corazón y vuelve loco como la miel nueva. Además, temo despertarla si la beso. ¡Oh parleras cigarras! ¿No la dejaréis dormir con vuestros chirridos? ¿Y estos pícaros chivos, que alborotan peleando a cornadas? ¡Oh lobos, más cobardes que zorras! ¿Por qué no venís a robarlos?».

Mientras que él profería estas razones, una cigarra, huyendo de una golondrina que la quería cautivar, vino a refugiarse en el seno de Cloe. La golondrina no pudo coger su presa ni reprimir el vuelo, y rozó con las alas las mejillas de la zagala, la cual, sin comprender lo que había sucedido, despertó asustada y gritando; pero no bien vio la golondrina, que aún volaba cerca, y a Dafnis, que reía del susto, el susto se le pasó y se restregó los ojos, que querían dormir todavía. Entonces la cigarra se puso a cantar entre los pechos de Cloe, como si quisiera darla gracias por haberla salvado. Cloe se asustó y gritó de nuevo, y Dafnis rió. Y aprovechándose éste de la ocasión, metió bien la mano en el seno de Cloe, y sacó de allí a la buena de la cigarra, que ni en la mano quería callarse. Ella la vio con gusto, la tomó y la besó, y se la volvió a poner en el pecho, siempre cantando.

Recreábase una vez en oír a una paloma torcaz que arrullaba en la selva. Quiso Cloe aprender lo que decía, y Dafnis la doctrinó, refiriendo esta sabida conseja: «Hubo en tiempos antiguos, zagala, una zagala linda y de pocos años como tú, la cual apacentaba muchos bueyes. Era gentil cantadora, y su ganado se deleitaba con la música, por manera que la zagala no se valía del cayado, ni picaba con la aijada, sino que reposando a la sombra de un pino y coronada de verdes ramas, se ponía a cantar de Pan y de Pitis, toda la vacada pacía en torno oyéndola. No lejos de allí había un zagal, que también guardaba vacas y era hábil cantador, como la zagala, y competía con ella en los cantares, siendo los de él más briosos, como de varón y como de muchacho, no menos dulces. Así fue que los ocho mejores becerros que ella tenía, hechizados por los cantares del zagal, se pasaron de un rebaño a otro. La zagala se apesadumbró en extremo con la pérdida de los becerros, y más aún con el vencimiento en los cantares, y suplicó a los dioses que, antes de volver a casa, la convirtiesen en ave. Accedieron los dioses y la convirtieron en ave montaraz y cantadora cual la zagala. Aun en el día, cuando canta, recuerda su derrota, y dice que busca los becerros huidos.»

En tales recreos se pasó el verano, y vino el otoño con sus racimos. Entonces ciertos piratas de Tiro que tripulaban una nave de Caria, a fin de no parecer bárbaros, desembarcaron en aquella costa con espadas y petos, y garbearon cuanto pudieron hallar a su alcance: vino oloroso, trigo a manta, panales de miel y hasta algunos bueyes y vacas del rebaño de Dorcón. Quiso la suerte que se apoderasen de Dafnis, el cual se andaba solazando solo junto al mar, porque Cloe, como niña que era, sacaba más tarde a pacer las ovejas de Dryas, por temor de los pastores insolentes. Viendo los piratas a aquel mozo gallardo y espigado, juzgáronle mejor presa que las ovejas y las cabras, y cesando en sus correrías y robos, se le llevaron a la nave, mientras que él lloraba, no sabía qué hacer, y llamaba a voces a Cloe. Los piratas, en tanto desataron la amarra, pusieron mano a los remos, y se iban engolfando en la mar, cuando acudió Cloe ya con sus ovejas y trayendo de presente a Dafnis una nueva flauta. Y viendo ella las cabras medrosas y descarriadas, y oyendo a Dafnis, que la llamaba siempre a gritos, abandonó las ovejas, tiró al suelo la flauta, y a todo correr se fue hacia Dorcón, pidiéndole socorro. Hallole por tierra, cubierto de heridas que le habían hecho los ladrones, respirando apenas y derramando mucha sangre. Cuando él vio a Cloe, el recuerdo de su amor le hizo cobrar aliento. «Cloe -le dijo-, pronto voy a morir. Esos inicuos piratas me han destrozado como a un buey, porque defendía mis bueyes. Sálvate tú, salva a Dafnis, véngame y piérdelos. Yo tengo enseñadas a mis vacas a seguir el son de mi flauta, y por lejos que estén, acuden cuando la oyen. Tómala, ve a la playa, y toca allí la sonata que yo enseñé a Dafnis y que Dafnis te enseñó. Lo demás lo harán la flauta sonando y las mismas vacas. A ti hago presente de esta flauta, con la cual vencí en contienda musical a muchos vaqueros y cabreros. Tú, en pago, bésame ahora, que aún vivo, y llórame muerto. Y cuando veas a alguien apacentando bueyes, acuérdate de mí.» Dicho esto, Dorcón besó el beso último, pues a par de beso y voz exhaló el alma.

Tomó la flauta Cloe, aplicó a ella los labios y sopló con cuanta fuerza pudo. Oyéronla las vacas, reconocieron al punto el son, mugieron todas, y de consuno se tiraron con ímpetu a la mar. Con salto tan violento se ladeó la nave de un costado y al caer las vacas se abrió en la mar como una sima, de suerte que se volcó la nave, y las olas, al volverse a juntar, se la tragaron. No todos los náufragos tenían la misma esperanza de salvación, porque los piratas llevaban espada al cinto, vestían medias corazas escamosas y calzaban grebas, mientras que Dafnis iba descalzo, como quien apacienta en la llanura, y casi desnudo, por ser la estación del calor. Así fue que los piratas, apenas bregaron un poco, se hundieron con el peso de las armas; pero Dafnis se despojó con facilidad de su ligero vestido, y aun así se cansaba con tanto nadar, como quien antes sólo por poco tiempo había nadado en los ríos. La necesidad le enseñó, obstante, lo que importaba hacer: se puso entre dos vacas, asió sus cuernos con ambas manos y se dejó llevar tan cómodo y sin fatiga, como en una carreta, pues es de saber que las vacas nadan más y mejor que los hombres, y sólo ceden en esto a las aves de agua y a los peces, por lo cual no se cuenta de vaca ni de buey que jamás se ahogue, como no se le ablande la pezuña con el sobrado remojo. Y en prueba de la verdad de lo que digo, hay muchos estrechos de mar que hasta hoy se llaman pasos de bueyes.

Del modo referido escapó Dafnis, contra toda previsión, de los peligros, piratería y naufragio. Luego que saltó en tierra y halló a Cloe, que reía y lloraba al mismo tiempo, se echó en sus brazos y le preguntó por qué tocaba la flauta. Ella se lo contó todo: su ida en busca de Dorcón; la costumbre de las vacas de acudir al son de la flauta; el consejo de Dorcón de que la tocase, y la muerte de éste. Sólo por pudor se calló lo del beso.

Decidieron ambos honrar la memoria de su bienhechor, y en compañía de amigos y parientes hicieron el entierro de aquél sin ventura. Echaron tierra en la huesa, plantaron en torno árboles, y suspendieron de las ramas las primicias de su trabajo; libaron leche sobre el sepulcro, exprimieron racimos de uvas y quebraron flautas. Se oyó a las vacas dar lastimeros mugidos, y se las vio correr despavoridas y sin concierto; todo lo cual, según declaraban pastores peritos, era lamentación y duelo de las vacas por el vaquero difunto.

Después del entierro de Dorcón, Cloe se fue con Dafnis a la gruta de las Ninfas, y allí le lavó, y luego ella misma, por la primera vez, viéndolo Dafnis, lavó su cuerpo, blanco y reluciente de hermosura, y sin necesitar el baño para ser hermoso. Cogieron, por último, flores de las que daba la estación, coronaron con ellas a las imágenes y colgaron como ofrenda la flauta de Dorcón en la pared de la gruta.

Hecho esto, salieron a ver cabras y ovejas Todas estaban echadas, sin pacer ni balar, sino, a lo que yo entiendo, harto afligidas por la ausencia de Dafnis y de Cloe. Así fue que en cuanto los vieron y oyeron que las llamaban como de costumbre y que tocaban la churumbela, se alzaron todas alegres, y las ovejas se pusieron a pacer, y las cabras a brincar y a balar, celebrando que su cabrero se había salvado.

Con todo esto, Dafnis, no podía recobrar su antiguo contento desde que vio a Cloe desnuda y patente toda su beldad, escondida antes. Le dolía el corazón como si hubiese tomado ponzoña, y su aliento ya era fuerte y agitado, como de alguien a quien persiguen, ya desfallecido, como por el cansancio de la fuga. Parecíale el baño de Cloe más temible que la mar, y pensaba que su alma estaba aún cautiva de los piratas; pues, como mozuelo campesino, ignoraba las piraterías de Amor.



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