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Cuenta Suetonio que, habiendo sido Cayo Rabirio condenado a muerte por César, lo que más contribuyó a justificar a aquél ante los ojos del pueblo, a quien apeló en defensa de su causa, fue la animosidad y rudeza que el emperador había en su juicio mostrado.

El decir es distinto del hacer; es preciso considerar separadamente el predicador y lo que predica. Fácil tarea fue la que eligieron en nuestro tiempo los que combatieron la verdad de nuestra Iglesia echando mano de los vicios de sus ministros; arrancan de otra parte los testimonios de ella; torpe es la manera como esas gentes argumentan y muy adecuada a sembrar la confusión en todas las cosas. Un hombre de costumbres excelentes puede albergar opiniones falsas; un malvado predicar la verdad, hasta aquel   —101→   que no cree en ella. Sin duda concurre una hermosa armonía cuando las palabras y las obras caminan en buen acuerdo, y no pretendo negar que el decir, cuando las acciones lo acompañan, no sea de mayor autoridad y eficacia, como decía Eudamidas oyendo a un filósofo discurrir sobre la guerra: «Esas palabras son hermosas, mas quien las sienta no merece crédito, pues sus oídos no están habituados al son de las trompetas.» Escuchando Cleomenes a un retórico que hablaba del valor, se desternilló de risa, y como el platicante se escandalizara, dijo el filósofo: «Haría lo propio si fuera una golondrina quien del valor hablara, pero si fuera un águila la oiría de buen grado.» Advierto, si no me engaño, en los escritos de los antiguos, que quien dice lo que piensa lo incrusta con viveza mucho mayor en el alma que quien se disfraza. Oíd hablar a Cicerón del amor de la libertad y oíd a Bruto discurrir sobre el mismo tema: los escritos mismos os muestran que éste era hombre para adquirirla a costa de su vida. Que Cicerón, padre de la elocuencia, trate del menosprecio de la muerte, Séneca trate igual tema; aquél se arrastra lánguido haciéndoos sentir que quiere convenceros de cosas en las cuales no tiene gran resolución; ningún vigor os comunica, puesto que él mismo se encuentra falto; mientras que el otro os anima y os inflama. No cojo nunca un autor en mi mano, principalmente si es de los que tratan de la virtud y de las humanas acciones, sin que busque curiosamente cuál ha sido su vida, pues los eforos de Esparta viendo a un hombre disoluto aconsejar útilmente al pueblo le ordenaron que se callara, rogando a otro de buena índole que se atribuyera la idea proponiéndola.

Los escritos de Plutarco, cuando bien los saboreamos, nos le descubren bastante, y yo creo conocer hasta lo hondo de su alma; quisiera, sin embargo, que tuviéramos algunas memorias de su vida. Descarrieme con esta apreciación con motivo del agradecimiento que Aulo Gelio inspira por habernos dejado escrito este cuento de las costumbres de aquél, que cuadra bien a mi asunto de la cólera: Un esclavo, hombre malo y vicioso, pero cuyos oídos estaban un tanto abrevados en las lecciones de la filosofía habiendo sido dado por algún delito que cometiera, conforme a la voluntad de Plutarco, comenzó a gruñir mientras le azotaban «que sin razón era maltratado y que nada había hecho»; poniéndose luego a gritar y a injuriar con buenas razones a su amo, echábale en cara «que no era filósofo como se creía; que él habíale con frecuencia oído predicar la fealdad del encolerizarse, y que hasta sobre el asunto había compuesto un libro; lo de que sumergido en la rabia, concluía, le hiciera tan cruelmente sacudir, desmentía por completo sus escritos». A lo cual Plutarco repone con calma y seguridad cabales: «¡Cómo se   —102→   entiende, zafio! ¿En qué conoces que en este instante me encuentre dominado por la cólera? Mi semblante, mi voz, mis palabras, ¿te procuran algún testimonio de que me halle fuera de mí? No creo tener ni la vista inyectada, ni demudado el rostro, ni lanzo tampoco espantosos gritos: ¿acaso enrojezco? ¿echo espuma por la boca? ¿se me escapa alguna palabra de la cual tenga que arrepentirme? ¿me estremezco? ¿tiemblo de cólera? Pues para decirlo todo, ésos son los verdaderos signos del arrebato.» Luego volviéndose hacia quien le azotaba: «Continuad, le dijo, vuestra tarea, mientras éste y yo cuestionamos.» Tal es la relación de Aulo Gelio.

Volviendo Archytas Tarentino de una guerra en la cual había sido capitán general, encontró su casa envuelta en el más horrible desorden, y sus tierras en barbecho a causa del mal gobierno de su administrador, a quien hizo llamar diciéndole: «Apártate de mi presencia, pues si no estuviera arrebatado te estrellaría de buena gana.» También Platón sintiendo ira contra uno de sus esclavos encargó a Speusipo de castigarle, excusándole de ponerle la mano encima por dominarle la cólera en aquel momento. El lacedemonio Carilo dijo a un ilota que con él se conducía insolente y audazmente: «¡Por los dioses te juro que, si la cólera no me embargara, ahora mismo te mataría!»

Pasión es ésta que consigo misma se complace y regodea. ¡Cuántas veces impelidos a ella por alguna causa injustificada, al mostrársenos una buena defensa o alguna excusa razonable, nos despechamos contra la verdad misma y contra la inocencia! A este propósito retuve de la antigüedad un maravilloso ejemplo: Piso, personaje de virtud relevante en todos los demás respectos, hallándose prevenido contra uno de sus soldados porque al volver solo del forraje no acertaba a darle cuenta del lugar en que dejara a un compañero suyo, decidió repentinamente condenarle a muerte. Mas he aquí que cuando estaba ya en la horca se ve llegar al extraviado: todo el ejército se regocija grandemente de tan fausto suceso, después de muchas caricias y abrazos mutuos entre ambos amigos, condúceles el verdugo en presencia de Piso, esperando todos, que del hecho recibiría placer sumo; pero sucedió todo lo contrario, pues movido por la vergüenza y el despecho de su ardor, el cual se mantenía aún en el período de fortaleza, redoblose, y mediante una sutileza que su pasión le sugirió al instante, al punto vio tres culpables, y a los tres hizo matar: al primero, porque de ello la orden había sido dada; al segundo, por haberse descarriado, habiendo sido la causa de la muerte de su compañero, y el verdugo por no haber obedecido la prescripción que recibiera.

Los que se las han con mujeres testarudas habrán experimentado a cuán tremenda rabia se las lanza cuando a   —103→   su agitación se oponen el silencio y la frialdad, cuando se menosprecia el alimentar su cólera. Celio el orador era por naturaleza maravillosamente colérico; en una ocasión encontrándose, cenando con un hombre de conversación apacible que por no contrariarlo tomaba la determinación de aprobar cuanto decía, consintiendo a todo, no pudo soportar el que su mal humor se deslizara así sin alimento; y encarándose con su comensal: «¡Por los dioses, le dijo, niégame alguna cosa a fin de que seamos dos!» Las mujeres hacen lo propio, no se encolerizan si no es para comunicar su pasión a los demás, a la manera de las leyes del amor. Ante un hombre que perturbaba su discurso, injuriándole rudamente, Foción permaneció callado, procurándole todo el espacio necesario para agotar su rabia; pasada ésta, sin parar mientes en el incidente, comenzó de nuevo su plática en el punto en que la dejara. Ninguna réplica tan picante cual tamaño menosprecio.

Del hombre más colérico de Francia (cualidad que implica siempre imperfección, más excusable en quien las armas ejerce, pues en esta profesión hay cosas que no pueden menos de engendrarla), digo yo a veces que es la persona más paciente que conozco para sujetarla. Con tal violencia y furor le agita,


       Magno veluti quimi flamma sonore
virgea suggeritur costis undantis abeni,
exsultantque aestu latices, furit intus aquai
fumidus, atque alte spumis exuberat amnis;
nec jam se capit unda; volat vapor ater ad auras1018,



que ha menester reprimirse cruelmente para moderarla. Por lo que a mí respecta, desconozco la pasión con la cual cubrir y sostener pudiera semejante esfuerzo; no quisiera colocar la prudencia a tan alto precio. No considero tanto lo que hace como lo mucho que le cuesta el no realizar actos peores.

Otro hombre se me alababa del buen orden y dulzura de sus costumbres (y en verdad que en él eran singulares ambas cualidades en este respecto); a lo cual yo reponía que la cosa era de importancia, principalmente en aquellos que como él pertenecían a la calidad eminente, y hacia los cuales todos convierten la mirada; que era bueno presentarse ante el mundo constantemente de buen temple, pero que lo primordial consistía en proveer interiormente y a sí mismo, y que a mi ver no es gobernar bien sus negocios el atormentarse por dentro, lo cual yo temía que le aconteciera por mantener el semblante apacible y aquella regla aparente exterior.

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La cólera se irrita ocultándola, y lo acredita así el dicho de Diógenes a Demóstenes, quien recelando ser visto en una taberna iba moviéndose hacia dentro: «Cuanto más te ocultes, dijo el primero, otro tanto al interior te diriges.» Yo aconsejo que sacudamos más bien un sopapo en la mejilla de nuestro criado, aun cuando sea algo injusto, mejor que el atormentar nuestra fantasía para mantenernos dentro de la más prudente continencia; y mejor preferiría exteriorizar mis pasiones que incubarlas a mis propias expensas, pues languidecen y se evaporan al expresarlas; preferible es que sus punzadas obren exteriormente a que contra nosotros las pleguemos. Omnia vilia in aperlo leviora sunt: et tunc perniciosissima, quum, simulata subsidunt.1019

Yo advierto a quienes legítimamente pueden encolerizarse en mi familia, primeramente que economicen el hacerlo y que no lo extiendan a todo ruedo, porque así desaparecen su efecto y su peso: el alboroto temerario y ordinario pasa a la categoría de costumbre y es causa de que todos lo menosprecien. La cólera que gastáis contra un servidor por su latrocinio no ocasiona efecto alguno, puesto que es la mima de que os vio cien veces echar mano contra él por haber enjuagado mal un vaso o por no haber colocado diestramente un taburete. En segundo lugar les recomiendo que no se me enfurezcan inútilmente, procurando que su reprensión llegue a quien la merece, pues ordinariamente gritan antes de que el acusado se encuentre en su presencia y, gritando permanecen un siglo después de que se fue,


Et secum petulans amentia certat1020:



pegan contra su propia sombra y desencajan la tormenta en lugar donde nadie, es castigado ni tiene nada que ver, como no sea con el estrépito de su voz, tan horrible que más no puede serlo. Análogamente, censuro en las disputas a los que brabuquean y se insubordinan en la ausencia del adversario; preciso es guardar tales balandronadas para cuando puedan producir efecto:


Mugitus veluti qum prima in praelia taurus
territicos ciet atque irasci in cornua tentat,
arboris obnixus trunco, ventosque lacessit
letibus, et sparsa ad pugnam proludit arena.1021



Dominado por la cólera, no es nada tenue la mía, pero   —105→   en cambio es tan rápida y secreta cuanto puedo hacer que así sea: bien que me pierda en rapidez y violencia con el trastorno no me extravío hasta el punto de lanzar abandonadamente y sin escogerlas toda suerte de palabras injuriosas, y que no procure colocar pertinentemente mis punzadas donde considero que hieren más, pues comúnmente no empleo sino la lengua. A mis criados les va mejor en las grandes ocasiones que en las pequeñas: como éstas me causan sorpresa, quiere la desdicha que tan luego como en el principio os colocáis, nada importa lo que en movimiento os puso, vais a dar constantemente al fondo: la caída se empuja, se pone en movimiento y por sí misma se acelera. En las ocasiones importantes me satisface el que sean tan justas que todos aguardan ver nacer con ellas una cólera razonable; yo me glorifico haciendo que no llegue lo que se espera, me contraigo y preparo contra ellas. Se me incrustan en los sesos, amenazando llevarme bien lejos si las sigo, mas fácilmente me guardo de penetrarlas, y cuando las espero me mantengo suficientemente fuerte para rechazar el impulso de esa pasión, por imperiosa que la causa sea; pero si una vez siquiera me preocupa y agarra, arrástrame, por baladí que sea el motivo. Yo hago el siguiente pacto con los que pueden cuestionar conmigo: «Cuando advirtáis que el primero me sobresalto, dejadme seguir así con razón o sin ella: yo a mi vez haré lo propio cuando os llegue el turno.» La tempestad no se engendra sino con la concurrencia de las cóleras, que fácilmente una de otra se producen, y no nacen en el mismo punto: dejemos a cada una libre curso, y siempre en sosiego permaneceremos. Receta útil, pero de ejecución difícil. A veces me acontece echarlas de contrariado, para coadyuvar así al buen orden de mi casa, sin que por dentro deje de reinar la calma. A medida que la edad va mis humores avinagrando voy oponiéndome al camino cuanto me es dable, y si en mi mano estuviera haría que en adelante me sintiese tanto menos malhumorado y difícil de contentar cuanto más excusable o inclinado a ello pudiera serlo, aunque antaño haya figurado entre los que lo son menos.

Una palabra más para cerrar este pasaje. Dice Aristóteles que alguna vez la cólera procura armas a la virtud y al valor. Verosímil es que sea así; mas de todas suertes los que contradicen este principio afirman con agudeza que son armas de nuevo uso, pues así como las otras las manejamos, éstas a nosotros nos manejan; y nuestra mano no las guía; ellas son las que gobiernan nuestra mano, nos empuñan sin que nosotros las empuñemos.



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ArribaAbajoCapítulo XXXII

Defensa de Séneca y de Plutarco


La familiaridad que mantengo con estos dos personajes y la asistencia que procuran a mi vejez y mi libro, edificado del principio al fin con sus despojos, me obligan a defender el honor de ambos.

Cuanto a Séneca, entre los centenares de librejos que propagan los partidarios de la pretendida religión reformada en defensa de su causa, que a veces proceden de buena mano, y es gran lástima que no tengan mejor asunto, vi hace tiempo uno que por aparejar y mostrar palmaria la semejanza del reinado de nuestro, Carlos IX con el de Nerón, coloca en el mismo rango que Séneca al cardenal de Lorena, considerando igual la fortuna de ambos. Como es sabido, los dos fueron los primeros personajes en el gobierno de sus príncipes respectivos y tuvieron iguales costumbres, idénticas condiciones y los mismos desaciertos. A mi entender, con estos juicios se honra demasiado a dicho señor cardenal, pues aunque yo sea de los que estiman grandemente su espíritu, elocuencia, celo, religión y servicio de su rey, al par que su buena estrella de haber nacido en un siglo en que le fue dado ser hombre singular, y juntamente, necesario a la vez para el bien público, que pudo contar con un eclesiástico de tanta nobleza y dignidad, sin embargo, a juzgar sin ambages la verdad, yo no juzgo su capacidad, ni con mucho, al nivel do la de Séneca ni su virtud tan pura, tan cabal y tan constante.

Este libro de que hablo para llegar a su designio, traza de Séneca un injuriosísimo retrato y encuentra los vituperios en el historiador Dión, de quien yo rechazo el testimonio. A más de que este autor es inconstante, pues después de haber llamado al preceptor de Nerón varón prudentísimo y enemigo mortal de los vicios de su discípulo, le califica de avaricioso, usurero, ambicioso, cobarde y voluptuoso, y añade que encubría todas estas perversas cualidades bajo el manto de la filosofía. A mi ver, la virtud de Séneca aparece en sus escritos resplandeciente y vigorosa, y su defensa contra algunas de aquellas imputaciones es tan clara y evidente como el cargo que su riqueza y fausto excesivos; yo no creo, pues, ningún testimonio en contrario. Con mayor razón debe aprobarse en tales asertos a los historiadores romanos que a los griegos y extranjeros: Tácito y los otros autores latinos hablan muy honrosamente de su vida y de su muerte, pintándonosle en todos sus actos como personaje excelentísimo y virtuosísimo; no quiero alegar otra réplica, contra el juicio de Dión más que ésta de incontestable   —107→   peso: tan desacertadamente juzga las cosas romanas, que se atreve a sostener la causa de Julio César contra Pompeyo y la de Marco Antonio contra Cicerón.

Volvamos a Plutarco. Juan Bodin es un buen autor de nuestro tiempo, cuyos escritos encierran mucho más juicio que los de la turba de escribidores de su siglo; merece, pues, que se le estudie y considere. Yo lo encuentro algo atrevido en el pasaje de su Método de la Historia en que acusa a aquél, no solamente de ignorancia (en lo cual nada tendría yo que reponerle, por no ser asunto de mi competencia), sino también de escribir a veces «cosas increíbles y completamente fabulosas»; tales son las palabras que, Bodin emplea. Si hubiera dicho sólo «que relataba los hechos distintamente de como son», la censura no habría sido grande, pues aquello que no vimos lo tomamos de ajenas manos y así le prestamos crédito. Yo veo que adrede refiere diversamente la misma historia, como el juicio de los tres mejores capitanes que hayan jamás existido, formulado por Aníbal, es diferente en la vida de Flaminio y en la de Pirro. Mas acusarle de haber considerado como moneda contante y sonante cosas increíbles e imposibles, es suponer falta de ponderación al más juicioso autor del mundo. He aquí lo que Bodin señala: «cuando refiere que un muchacho de Lacedemonia se dejó desgarrar el vientre por un zorro que había robado y guardaba oculto bajo su túnica, prefiriendo morir mejor que mostrar su latrocinio». En primer lugar creo mal escogido este ejemplo; puesto que es muy difícil limitar los esfuerzos de las facultades del alma mientras que las fuerzas corporales tenemos más medios de conocerlas y medirlas; por esta razón sino me hubiera impuesto la tarea de buscar contrasentidos a nuestro autor hubiera más bien escogido un ejemplo de esa segunda categoría. De la cual los hay en Plutarco mucho menos creíbles, como el que de Pirro cuenta, diciendo «que encontrándose herido sacudió un tan tremendo sablazo a un enemigo armado de todas armas, que lo partió de arriba abajo, de tal suerte que el cuerpo quedó en dos partes dividido». En el ejemplo que Bodin elige nada encuentro de milagroso, ni admito tampoco la excusa con que a Plutarco disculpa, de haber añadido estas palabras: «según cuentan», para advertirnos mantener en guardia nuestro crédito, pues a no tratarse de las cosas recibidas por autoridad y reverencia de autoridad o de religión, no hubiera pretendido ni acoger él mismo, ni proponernos para que las creyéramos cosas de suyo increíbles. Y lo de que esta frase, «según cuentan», no la empleo en ese pasaje para tal efecto, fácil es penetrarse de ello, por lo que en otro lugar nos refiere sobre el mismo tema de la paciencia de los muchachos lacedemonios, con ocasión de sucesos acaecidos en su tiempo más difíciles a   —108→   persuadirnos, como el que Cicerón, testimonió antes que él «por haberse encontrado (a lo que dice) en el lugar donde aconteció», o sea que hasta su época veíanse criaturas aptas para soportar esa prueba de paciencia, a la cual se las experimentaba ante el altar de Diana, que sufrían el ser azotadas basta que la sangre las corría por todo el cuerpo, no solamente sin gritar sino también sin gemir, y que algunas allí dejaban voluntariamente la vida. Y lo que Plutarco también refiere, juntamente con cien otros testimonios, de que en el sacrificio un carbón encendido se deslizó en la manga de un niño lacedemonio cuando estaba incensando el ara, dejandose abrasar todo el brazo hasta que el olor de la carne chamuscada llegó a las narices de los asistentes. Tan imbuido estoy yo en la grandeza de aquellos hombres que no solamente no me parece, como a Bodin, increíble el relato de Plutarco, sino que ni siquiera ni a raro ni a singular me sabe. Llena está la historia espartana de mil ejemplos más rudos y más peregrinos; extrañamente considerada, toda ella es un puro milagro.

Con ocasión del robo, Marcelino refiere que en su época no se había logrado encontrar ninguna suerte de tormento que forzase a los egipcios a declararlo cuando se los sorprendía en ese delito, entre ellos muy común, como su nombre lo declara.

Conducido al suplicio un campesino español a quien se consideraba como cómplice en el homicidio del pretor Lucio Piso, gritaba, en medio del tormento, «que sus amigos no se movieran, asistiéndole con seguridad cabal, y que del dolor no dependía el arrancarle una palabra de confesión»; no dijo otra cosa durante el primer día. Al siguiente, cuando le llevaban para comenzar de nuevo su tormento, arrancándose de entre las manos de sus guardianes se magulló la cabeza contra un muro, y se mató.

Como Epicaris cansara y hartara la crueldad de los satélites de Nerón resistiendo el fuego los azotes o instrumentos de suplicio durante todo un día sin que ninguna palabra pronunciaran sus labios de la conjuración en que había tomado parte, llevado al siguiente a soportar las mismas crueldades, con todos los miembros quebrados, formó una lazada con un girón de su túnica en el brazo de la silla dolido estaba, a manera de nudo corredizo, y metiendo por él la cabeza se estranguló con el peso de su cuerpo. Teniendo el valor de morir así y hallando tan a la mano el escapar a los primeros tormentos, ¿no parece haber de intento prestado su vida a semejante prueba de paciencia el precedente día para burlarse del tirano, animando a otros a semejante empresa contra él?

Quien se informe de nuestros soldados en punto a los sufrimientos que en nuestras guerras civiles soportaron hallará efectos de paciencia, obstinación y tenacidad en   —109→   nuestros siglos miserables, en medio de esa turba más que la egipcia blanda y afeminada, dignos de ser comparada con los que acabamos de referir de la virtud espartana.

Yo sé que se vio a simples campesinos dejarse abrasar las plantas de los pies, aplastar el extremo de los dedos con el gatillo de una pistola, y sacar los ensangrentados ojos fuera de la cabeza a fuerza de oprimirles la frente, con una cuerda, antes de pretender siquiera ponerse a salvo. A uno vi dejado como muerto, completamente desnudo en un foso, con el cuello magullado e inflado por una soga que de su cuerpo aun pendía, con la cual le habían sujetado toda la noche a la cola de un caballo; su cuerpo estaba atravesado en cien sitios diferentes con heridas de arma blanca, que le asestaron no para matarle, sino pala hacerle sufrir e infundirle miedo. Todo lo había soportado, hasta la pérdida del uso de la palabra y de las sensaciones, resuelto, a lo que me dijo, a morir mejor de mil muertes (y en verdad que en lo tocante a sufrimiento había soportado una bien cabal), antes que ninguna promesa se le escapara; este hombre era, sin embargo, uno de los más ricos labradores de la comarca. ¿A cuántos no se vio dejarse pacientemente quemar y asar por sustentar ajenas opiniones, ignoradas y desconocidas? Cien y cien mujeres conocí (pues dicen que las cabezas de Gascuña gozan de alguna prerrogativa en este respecto), a quienes hubieseis más bien hecho morder hierro candente que abandonar una idea concebida en un momento de cólera; la violencia y los golpes las exasperan, y quien forjó el cuento de la que por ninguna corrección ni amenazas ni palos cesaba de llamar piojoso a su marido, la cual, precipitada en el agua, alzaba todavía las manos (ahogándose ya) por cima de su cabeza para hacer el signo de aplastar piojos, imaginó un cuento del que se ve todos los días señal y expresa imagen en la testarudez de las mujeres. Testarudez hermana de la constancia, a lo menos en vigor y firmeza.

No hay que juzgar de lo posible y de lo imposible según lo creíble y lo increíble para nuestros sentidos, como en otra parte dije; y es defecto grave, en el cual, sin embargo, casi todos los hombres incurren (y esto no va con Bodin), el oponerse a creer del prójimo lo que ellos no querrían, o no serían capaces de llevar a cabo. Piensa cada cual que la soberana forma de la humana naturaleza reside dentro de él mismo, y que según ella precisa reglamentar a todos los otros: las maneras que con las propias no se relacionan son simuladas o falsas. ¡Bestial estupidez si las hay! ¿Proponen a un hombre alguna calidad de las acciones o facultades de otro? lo primero que de su juicio consulta es su propio ejemplo, y conforme a él debe andar el orden del mundo. ¡Borricada perjudicial e insoportable! Por lo que a mi toca, considero a algunos hombres muy   —110→   por cima de mi medida, principalmente entre los antiguos; y aun cuando reconozca claramente mi impotencia para seguirlos ni a mil pasos, mi vista no deja de contemplarlos ni de juzgar los resortes que así los elevan, de los cuales advierto en mí la semilla en cierto modo: hago lo propio con la extrema bajeza de los espíritus, que no me espanta, y en la cual tampoco dejo de creer. Penetre bien la fortaleza que para remontarse emplean, admiro su grandeza y sus ímpetus, que encuentro hermosísimos, abrazándolos. Si mis ánimos no llegan a tan encumbradas cimas, mis fuerzas se aplican a ellas gustosísimas.

El otro ejemplo que Bodin alega entre las cosas increíbles y enteramente fabulosas, dichas por Plutarco, es lo de «que Agesilao fuera multado por los eforos por haber sabido ganar el corazón y la voluntad de sus conciudadanos». No me explico la marca de falsía que en ello encuentra, mas lo que si diré es que Plutarco en este punto habla de cosas que debían serle mucho mejor conocidas que a nosotros; y no era en Grecia cosa nueva el ver a algunos castigados y desterrados por el delito de agradar de sobra a sus paisanos, como lo prueban el ostracismo y el petalismo.

Hay aún otra acusación en el mismo pasaje que me sienta mal por Plutarco: donde Bodin escribe que aquel acomodó, de buena fe, los romanos con los romanos y los griegos entre sí, pero no los griegos con los romanos; pruébanlo, dice, Demóstenes y Cicerón, Catón y Aristides, Sila y Lisandro, Marcelo y Pelópidas, Pompeyo y Agesilao, considerando que favoreció a los griegos procurándoles compañeros tan desemejantes. Este cargo va contra lo que Plutarco tiene de más excelente y laudable, pues en sus comparaciones (que constituyen la parte más admirable de sus obras, en la cual, a mi ver, tanto a sí mismo se plugo), la fidelidad y sinceridad de sus juicios igualan su profundidad y su peso: Plutarco es un filósofo que nos enseña la virtud. Veamos si nos es dable libertarle de ese reproche de prevaricación y falsía. Lo que se me antoja haber motivado tal juicio, es el brillo resplandeciente y grande de los nombres romanos que nuestra cabeza alberga; no admitimos que Demóstenes pueda igualar la gloria de un cónsul, procónsul y pretor de esa gran república; mas quien considere la verdad de la cosa y los hombres por sí mismos (a lo cual Plutarco enderezó sus miras), y quien logre equilibrar las costumbres de unos y otros, la naturaleza y la capacidad de su fortuna, creerá conmigo, al revés de Bodin, que Cicerón y Catón el antiguo son deudores a sus compañeros. Para sustentar el designio de nuestro escritor hubiera yo más bien elegido el ejemplo de Catón el joven puesto al lado del Foción, pues en esta pareja podía encontrarse más verosímil disparidad en provecho del romano.   —111→   En cuanto a Marcelo, Sila y Pompeyo, bien se me alcanza que sus expediciones militares son de mayor relieve, más gloriosas y más pomposas que las de los griegos que Plutarco colocó frente a ellos; pero las acciones más hermosas y virtuosas, así en la guerra como en la paz, no son siempre las más sonadas. Con frecuencia veo muchos nombres de capitanes ahogados bajo el esplendor de otros cuyos merecimientos son más chicos: así lo acreditan Labiano, Ventidio, Telesino y algunos más. Tratándose de censurar a Plutarco por este lado, si tuviera que quejarme por los griegos, ¿no podría decir que mucho menos es Camilo comparable a Temístocles, los Gracos a Agis y Cleomenes y Numa a Licurgo? Pero es locura el pretender juzgar de las cosas que tan distintos aspectos muestran.

Cuando Plutarco los compara, no por ello los iguala: ¿quién podría advertir sus diferencias con competencia y conciencia mayores? ¿Quiero parangonar, por ejemplo, las victorias, los hechos de armas, el poderío de los ejércitos conducidos por Pompeyo, y sus triunfos, con los de Agesilao? «Yo no creo, dice, que el mismo Jenofonte, si hubiera vivido, a pesar de haberle dejado escribir cual cuanto quiso en ventaja de Agesilao, osara establecer una comparación.» ¿Coloca a Lisandro frente a Sila? «No hay comparación posible, escribe, ni en número de victorias, ni en arriesgadas batallas, pues Lisandro ganó tan sólo dos combates navales.» No es esto aminorar a los romanos. Por haberlos simplemente presentado ante los griegos, ninguna injuria pudo haberlos inferido, cualquiera que sea la disparidad que pueda haber entre unos y otros. Plutarco no los contrapesa por entero; en conjunto, en él no se descubre ninguna preferencia; compara las partes y circunstancias unas tras otras y las juzga separadamente. Por donde, si acusarle quisiera de favoritismo, sería preciso analizar algún juicio particular, o decir en general que incurrió en tal falta no comparando tal griego con tal romano, en atención a que había otros más apropiados para aparejarlos y cuyas vidas mejor se relacionaban.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

La historia de Espurina


No juzga la filosofía haber empleado las armas de que dispone cuando conduce a la razón el soberano gobierno de nuestra alma y cuando alcanza la autoridad de sujetar nuestros apetitos, entre los cuales, los que creen que no los hay más violentos que aquellos que el amor engendra, tienen en su abono que son los que dependen a la vez del cuerpo y del espíritu, y que todo el hombre es   —112→   por ellos poseído, de tal suerte que la salud misma depende del alivio, así es que a veces la medicina se ve obligada a prestarles sus buenos oficios. Pero en cambio podría también decirse que la unión de los cuerpos va acompañada de descanso y flojedad, pues estos deseos están sujetos a hartura y son susceptibles de remedios materiales.

Habiendo querido algunos libertar su alma de las alarmas continuas que su apetito les procuraba, se sirvieron de incisiones y cortaduras de las partes conmovidas y alteradas; otros abatieron por completo la fuerza y el ardor con la frecuente aplicación de cosas frías, como la nieve y el vinagre: los cilicios que nuestros abuelos usaban destinábanse a este uso. Eran un tejido de crines de caballo con el cual unos hacían camisas, y cintos otros, a fin de torturar sus riñones. Un príncipe me contaba no ha mucho que durante su juventud, en un día de fiesta solemne que se celebraba en la corte del rey Francisco I, donde todo el mundo iba vestido de punta en blanco, le entraron ganas de ponerse el cilicio que tenía en su casa y que su padre ya había usado, pero por mucha devoción que tuvo no le fue posible desplegar la paciencia de aguardar a la noche para despojarse de él, permaneciendo luego enfermo de resultas durante mucho tiempo. Decíame además dicho príncipe que no pensaba que hubiera calor juvenil tan fuerte que amortiguar no pudiera la práctica de esta receta. Quizás él no lo experimentaba de los más ardientes, pues la experiencia nos acredita que tal emoción se mantiene viva muchas veces bajo los tormentos más rudos y que más laceran la materia, y los cilicios no encaminan siempre, a la penitencia a los que los llevan.

Jenócrates procedió con más rigor que mi príncipe, pues sus discípulos, para poner a prueba su continencia, metieron en su cama a Laís, aquella hermosa y célebre cortesana, del todo desnuda, salvo de las armas de su belleza, filtros y encantos locos. Sintiendo Jenócrates que a pesar de sus razonamientos y de sus preceptos el cuerpo rebelde comenzaba a insubordinarse se abrasó los miembros que habían prestado oído a la rebelión. Las pasiones que tienen su asiento cabal en el alma, como la ambición, la avaricia y otras, atarean mucho más la razón, pues ésta no puede ser auxiliada sino por sus recursos propios, ni tampoco estos apetitos son capaces de saciedad; a veces se aumentan y aguzan al experimentarlos.

El solo ejemplo de Julio César puede bastar a mostrarnos la disparidad de esos anhelos, pues nunca se vio hombre más amante de los placeres del amor. El meticuloso cuidado que de su persona mostraba lo testimonia, hasta el extremo de servirse para él de los medios más lascivos que en su época se emplearan, como el hacerse arrancar el pelo de todo el cuerpo con pinzas y el adobarse con perfumes   —113→   de una delicadeza extrema. Era de suyo hombre hermoso; blanco, de elevada y grata estatura, lleno el semblante y los ojos obscuros y vivos, si otorgamos crédito a Suetonio, pues las estatuas que de él se ven en Roma no concuerdan del todo con ese retrato. A más de sus mujeres, que cambió cuatro veces, y sin contar los amores de su infancia con Nicomedes, rey de Bitinia, disfrutó la doncellez de aquella tan renombrada reina de Egipto, Cleopatra, como lo testifica el pequeño Cesarión fruto de estos amores: enamoró también a Eunoe, reina de Mauritania, y en Roma a Postumia, mujer de Servio Sulpicio; a Lollia, de Gabino; a Tertulla, de Craso, y también a Mutia, esposa del gran Pompeyo, lo cual, según los historiadores romanos, fue la causa de que él la repudiara, cosa que Plutarco confiesa haber ignorado; y los dos Curianos, el padre y el hijo, echaron en cara luego a Pompeyo, cuando se casó con la hija de César, el hacerse yerno de un hombre que lo había hecho cornudo, y a quien él mismo acostumbraba a llamar Egisto. Además mantuvo relaciones con Servilia, hermana de Catón y madre de Marco Bruto, de donde todos infieren aquella gran afección que profesaba a Bruto por haber nacido en el tiempo y sazón en que verosímilmente pudo haberle engendrado. Paréceme, pues, que la razón me asiste al considerarle como hombre extremadamente lanzado en el desenfreno y de complexión amorosísima1022; pero la otra pasión de la ambición, en él no menos abrasadora, llegó a combatir la del amor, haciéndola perder lugar repentinamente.

Esta particularidad me recuerda a Mahomet, el que subyugó a Constantinopla, acarreando la final exterminación del nombre griego; ningún caso conozco en que esas dos pasiones se encontraran con equidad mayor equilibradas. Fue an infatigable rufián como soldado incansable; mas cuando en su vida se empujan y concurren una y otra cualidad, el ardor guerrero avasalla siempre al amoroso, y éste, bien que fuera de su natural sazón, no ganó de nuevo plenamente la autoridad suprema sino cuando el soberano tocó a la vejez caduca, incapacitado ya de soportar el peso de las guerras.

Lo que se cuenta como un ejemplo contrario de Ladislao, rey de Nápoles, es digno de memoria. Siendo buen capitán, valeroso y ambicioso, era el fin de sus empresas la ejecución de sus deseos voluptuosos y el goce de alguna singular belleza. Su muerte aconteció del propio modo.   —114→   Había reducido, cercándola, la villa de Florencia a estrechez tanta, que sus habitantes iban ya a procurarle una lucida victoria; pero abandonó el resultado de sus hazañas con la sola condición de que le entregaran a una joven de la ciudad, de la cual había oído hablar por su belleza peregrina, siendo forzoso concedérsela, para libertarse de la pública miseria con una privada injuria. Era la joven hija de un médico famoso en aquel tiempo, el cual, viéndose comprometido en una necesidad tan repugnante, se resolvió a ejecutar una empresa memorable. Adornaba como todos a su hija, colocándole joyas y ornatos que pudieran hacerla grata al nuevo amante, y entre otras cosas puso en su ajuar un pañuelo, exquisito en aroma y labor, del cual la doncella había de servirse en las primeras aproximaciones del sitiador: nunca olvidan las damas ese utensilio en circunstancias semejantes. Este pañuelo estaba envenenado conforme a las prescripciones del arte médico, de tal suerte que al frotarlo con las carnes emocionadas y los abiertos poros les comunicó su tóxico, cambiando repentinamente el sudor ardoroso en sudor helado, y haciendo expirar juntos a la doncella en los brazos del amador.

Y vuelvo a Julio César. Nunca sus placeres le quitaron un solo minuto ni le desviaron un paso de las ocasiones que para su engrandecimiento se le presentaban: esta pasión avasalló en él tan soberanamente todas las demás y poseyó su alma con autoridad tan plena, que le llevó donde quiso. En verdad me desespero al considerar la grandeza de un tal personaje y los maravillosos dones que en él residían: tanta capacidad en toda suerte de saber, que apenas hay ciencia sobre la cual no haya escrito: era tan orador que muchos prefirieron su elocuencia a la de Cicerón; y aun él mismo, a mi ver, no juzgaba deberle gran cosa en este respecto. Sus dos Anticatones fueron principalmente compuestos para contrapesar el bien decir que aquél empleara en su Catón. Por otra parte, ¿hubo nunca un alma tan vigilante, tan activa ni tan paciente en la labor como la suya? Y evidentemente estaba además embellecida con algunas semillas de virtud, de las vivas y naturales, en modo alguno simuladas: era singularmente sobrio y tan poco delicado en su comer que, un día (así lo refiere Opio) habiéndole presentado en la mesa para condimento de alguna salsa aceite medicinado en lugar de aceite común, comió de ella abundantemente sólo por complacer a su huésped. En otra ocasión mandó que azotaran a su panadero por haberle servido pan diferente del ordinario. Catón mismo acostumbraba a decir de él que era el primer hombre sobrio que se hubiese encaminado a la ruina de su país; y bien que el mismo Catón le llamara una vez borracho, la cosa aconteció de este modo: hallándose ambos en el Senado, donde se hablaba de la conjuración de Catilina,   —115→   en la cual suponían a César metido, entregáronle una carta a escondidas; suponiendo Catón que el papel era un aviso de los conjurados, le obligó a que se lo mostrara, lo cual hizo César para evitar una mayor sospecha. Quiso el acaso que fuera una carta amorosa que, Servilia, hermana de Catón, le escribía, y habiéndola leído se la tiró diciéndole: «¡Toma, borracho!» Este apelativo fue mejor una palabra de menosprecio sugerida por la cólera, que la censura de ese vicio, de la propia suerte que a veces injuriamos a los que nos contrarían con las primeras expresiones que se nos ocurren, aunque en modo alguno las merezcan aquellos a quienes se las aplicamos; además el vicio que Catón le echaba en cara se avecina maravillosamente con el en que a César sorprendiera, pues Venus y Baco concuerdan de todo en todo, a lo que el proverbio asegura. Venus en mí es mucho más regocijada cuando la sobriedad la acompaña.

Los ejemplos de su dulzura y su elocuencia para con los que le ofendieron son infinitos (no hablo de los que mostró cuando la guerra civil se desarrollaba, de los cuales, él mismo lo sienta en sus escritos, se sirvió para halagar a sus enemigos y para hacerlos sentir menos su futura dominación y su victoria). Mas precisa decir, sin embargo, que si esa clemencia no basta para darnos testimonio de su bondad ingenua, nos hacen patente al menos una maravillosa confianza y una grandeza de ánimo relevante en este personaje. Sucediole a veces devolver ejércitos enteros a su enemigo después de haberlos derrotado, sin dignarse siquiera obligarlos por juramento si no a favorecer al menos a contenerse, sin que le hicieran la guerra. En tres o cuatro ocasiones hizo prisioneros a ciertos capitanes de Pompeyo, y otras tantas los puso en libertad. Consideraba éste como enemigos a cuantos en la guerra dejaban de seguirle; César hizo proclamar que por amigos tenía a los que no se movían ni se armaban contra él. A aquellos de entre sus capitanes que le abandonaban para militar en otras filas, no por eso dejaba de entregarles armas, caballos y bagajes. A las ciudades que por la fuerza se le rindieron, otorgábales la libertad de seguir el partido que querían, sin dejarles más guarnición que la memoria de su dulzura y su clemencia. El día de la gran batalla de Farsalia, prohibió que se pusiera mano sobre los romanos, como no fuera en un caso extremo. A mi entender, son todos éstos rasgos bien peligrosos, y no es maravilla si en las guerras civiles que soportamos los que combaten, como él, contra el estado antiguo de su país dejen de imitar su ejemplo; son los de César medios extraordinarios, pertinentes sólo a su fortuna, y a su admirable previsión incumbe sólo dichosamente conducirlos. Cuando considero de su alma la grandeza incomparable, excuso a la victoria   —116→   el que jamás le abandonara, ni siquiera en esta última injustísima y muy inicua causa.

Volviendo a su clemencia, diré que nos quedan de ella muchos ejemplos ingenuos de la época de su dominación, cuando de su mano dependían todas las cosas y no tenía para qué simularla. Cayo Memmio había compuesto contra él vigorosísimas oraciones, a las cuales César había duramente contestado, y no por ello dejó de contribuir a hacerle cónsul. Cayo Calvo, que le había lanzado algunos epigramas injuriosos, como intentara servirse de sus amigos para reconciliarse, César tomó la iniciativa y fue el primero en escribirle; y como nuestro buen Catulo que tan duramente le zurrara disfrazándole con el nombre de Mamurra, se le excusara un día de su proceder, le sentó al instante a su mesa. Como fuera advertido de que algunos hablaban mal de su persona, limitose a declarar, en una arenga pública, que de ello estaba advertido. Mayor odio que temor le inspiraban sus enemigos: habiendo sido descubiertas algunas cábalas y conjuraciones contra su vida, contentose con hacer público por edicto que le eran conocidas, sin intentar ningún género de persecución contra los conspiradores. Por lo que toca al amor que a sus amigos profesaba, bastará decir que viajando con él un día Cavo Opio y sintiéndose de pronto enfermo, le cedió el único alojamiento de que disponía, permaneciendo acostado toda la noche al raso. Manifiéstanse sus principios de justicia considerando que hizo morir a un servidor a quien profesaba singular cariño, por haber dormido con la mujer de un caballero romano, aun cuando nadie del hecho se hubiera percatado. Ningún hombre mostró tanta moderación en la victoria, ni fortaleza mayor en la fortuna adversa.

Per todas estas hermosas inclinaciones fueron ahogadas y adulteradas por esa furiosa pasión ambiciosa, merced a la cual se dejó arrastrar con impetuosidad tanta, que puede asegurarse que ella sola llevaba el limón y las riendas de sus acciones todas: convirtió a un hombre liberal en ladrón público, para proveer a sus profusiones y larguezas, haciéndole proferir aquellas palabras, feas e injustísimas, de que si los más perversos y perdidos de entre todos los hombres que en el mundo fueran hubiesen sido fieles al servicio de su engrandecimiento, los estimaría, contribuyendo con su poder a su medro, lo mismo que si de hombres de bien se tratara: procurole la ambición una vanidad tan sin límites, que en presencia de sus conciudadanos se alababa de «haber trocado la gran república romana en nombre sin forma ni cuerpo»; hízole decir además «que en lo sucesivo sus respuestas debían servir de leyes»; recibir sin moverse de su sitial a lo mejor del Senado, que había ido a verle, y soportar, en fin, que la adoraran consintiendo que en su presencia le tributasen honores divinos.   —117→   En suma, ese solo vicio, a mi entender, perdió en él al más hermoso y rico natural que jamás se viera, convirtiendo en abominable su memoria para todas las gentes de bien, por haber querido sacar el lauro de la ruina de su país y de la destrucción del más poderoso y floreciente Estado que el mundo jamás haya visto. Podrían, por el contrario, encontrarse algunos ejemplos de personales relevantes a quienes la voluptuosidad hizo olvidar el manejo de sus negocios, como Marco Antonio y algunos más, pero tratándose de hombres en quienes el amor y la ambición permanecieran tan en el fiel de la balanza, en que ambas pasiones se entrechocaran con fuerza tan igual, no duda que César ganara el premio de la maestría.

Y volviendo a mi camino, diré que es meritorio el que podamos sujetar nuestros apetitos, ayudados por el discurso de la razón, o forzar nuestros órganos por la violencia a que se mantengan en su deber estricto; mas el azotarnos a causa del interés del vecino; el procurar no solamente libertarnos de esa dulce pasión que nos cosquillea por el placer que sentimos al experimentar que a los demás somos gratos, de los demás queridos y buscados, y hasta el odiar y malhumorarnos por nuestras gracias que de ello son la causa, condenando nuestra belleza porque sobre otro ejerce influjo, apenas he visto ningún ejemplo. Uno es el de Espurina, mancebo de la Toscana,


Qualis gemma micat, fulvum quae dividit aurum,
aut collo decus, aut capiti; vel quale per artem.
Inclusum buxo, aut Oricia terebintho
lucet ebur1023,



el cual, hallándose dotado de singular hermosura, tan excesiva que ni aun los más serenos ojos podían resistir la mirada de los suyos, no solamente dejó de contentarse con no acudir al socorro de fiebre y fuego tan intensos que atizando iba por todas partes, sino que entró en furioso despecho contra sí mismo y contra aquellos ricos presentes que la naturaleza le había hecho, cual si de la ajena culpa fueran responsables, y cortó y desfiguró a fuerza de heridas y cicatrices la perfecta proporción y simetría que la naturaleza había tan raramente observado en su semblante.

Para anotar mi sentir sobre estas acciones, diré que las admiro más que las honro: esos excesos enemigos son de mis preceptos. El designio de Espurina fue hermoso y por la conciencia dictado, mas a mi ver un poco falto de prudencia. ¿Qué pensar si su fealdad sirvió luego a lanzar a otros al pecado de menosprecio y de odio, o al de la envidia,   —118→   merced a una rara recomendación, o al de la calumnia, creyendo que ese humor obedeció a una ambición avasalladora? ¿hay alguna cosa, de la cual el vicio no alcance, si así lo quiere, ocasión para ejercerse en algún modo? Fuera más justo, y también más gloriosa, el haber hecho de aquellos divinos dones un motivo de virtud ordenada y ejemplar.

Los que se apartan de los comunes deberes y del infinito número de reglas espinosas, circundadas de interpretaciones tantas, como ligan a un hombre de cabal hombría de bien en la vida civil, hacen a mi ver un bonito ahorro, sea cual fuere la rudeza peculiar que desplieguen: es esto en algún modo morir por escapar al trabajo de bien vivir. Pueden los tales tener otro premio, mas el de la lucha nunca pensé que lo gozaran; ni tampoco creo que en punto a contrariedad haya nada por cima del mantenerse firme en medio del oleaje tumultuoso del mundo, ejerciendo lealmente y satisfaciendo a todos los deberes de su cargo. Acaso sea más fácil privarse radicalmente de todo sexo que mantenerse dentro del estricto deber en compañía de una esposa; y más descuidadamente puede vivirse en medio de la pobreza que sumergido en la abundancia justamente dispensada: el uso lleva, según razón, a mayor rudeza que la abstinencia; la moderación es virtud más atareada que la privación. En el bien vivir de Escipión, el joven, hállanse mil maneras distintas; el buen vivir de Diógenes no comprende más que una: éste excede tanto en simplicidad las vidas ordinarias, como las exquisitas y cumplidas le sobrepujan en utilidad y en fuerza.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

Observaciones sobre los medios de hacer la guerra de Julio César


Cuéntase que algunos guerreros tuvieron determinados libros en particular predicamento: Alejandro Magno, Homero; Escipión Africano, Jenofonte; Marco Bruto, Polibio, y Carlos V Felipe de Comines; de la época actual se dice que Maquiavelo goza todavía de autoridad en algunos lugares; pero el difunto mariscal de Strozzi, que eligió a César como consejero, mostró mucho mejor acierto, pues a la verdad éste debería ser el breviario de todo militar, como patrón único y soberano en el arte de la guerra. Y Dios sabe, además, con cuántas gracias y bellezas rellenó un asunto de suyo tan rico, y la manera de decir tan pura, tan delicada y tan perfecta, que para mi gusto no hay escritos en el mundo que con los suyos puedan compararse en este respecto.

  —119→  

Como en cierta ocasión su ejército anduviera algo amedrentado porque entre los soldados corría el rumor de las grandes fuerzas que llevaba contra él el rey Juba en lugar de echar por tierra tal idea aminorando los recursos del adversario, hizo que todos se congregasen para tranquilizarlos e infundirles ánimo, siguiendo la senda contraria a lo que nosotros acostumbramos. Díjoles que no se apenaran por conocer las fuerzas que el enemigo formaban, y que de ellas tenía ciertos indicios, tomando de ello pie para abultar con mucho la verdad y la fama que corrían entre sus soldados, según aconseja Cipo en Jenofonte, en atención a que el engaño no es tan perjudicial al encontrar efectivamente los adversarios más débiles de lo que se había esperado, que al reconocerlos en realidad muy resistentes después de haberlos prejuzgado débiles.

Acostumbraba sobre todo a sus soldados a obedecer sencillamente, sin que se mezclaran a fiscalizar o a hablar de los designios que a los jefes animaban; éstos recibían las órdenes sólo en el punto y hora de la ejecución, y experimentaba placer, cuando habían descubierto alguna cosa, cambiando al instante de mira para engañarlos. A veces, para este efecto, habiendo determinado detenerse en algún lugar, pasaba adelante y dilataba la jornada, principalmente si el tiempo era malo o lluvioso.

En los comienzos de la guerra de las Galias enviáronle los suizos un aviso para facilitarle pasaje al través de la tierra romana, aun cuando realmente hubieran deliberado oponerle resistencia. César, sin embargo, mostró buen semblante ante la nueva, escogiendo algunos días de plazo para comunicar su respuesta, empleándolos en organizar su ejército. No sabían aquellas pobres gentes lo bien que aprovechaba el tiempo, pues muchas veces repitió que la más soberana prenda que a un capitán puede adornar es la ciencia de servirse de las ocasiones con la mayor diligencia, la cual es en sus empresas todas increíble y sorprendente.

Si en lo de ganar ventaja previa sobre su enemigo no era muy meticuloso, so color de tener pactado un acuerdo, éralo tan poco en lo de no exigir de sus soldados virtud distinta a la del valor; y apenas castigaba otras culpas que la desobediencia y la indisciplina. A veces, después de sus victorias, consentíales una libertad licenciosa, dispensándolos durante algún tiempo de las reglas de la disciplina militar. Hay que añadir que sus soldalos eran tan irreprochables, que estando algunos acicalados y perfumados no por ello dejaban de lanzarse al combate furiosamente. Gustaba en verdad de verlos ricamente ataviados, haciendo que llevaran arneses cincelados, dorados y plateados, a fin de que el cuidado de la conservación de sus armas los hiciera más terribles en la defensa. Al arengarlos los llamaba   —120→   compañeros, como nosotros actualmente: Augusto, su sucesor modificó esta costumbre considerando que César la adoptó por las exigencias de sus empresas y para agradar a los que sólo por voluntad propia lo seguían:


       Rheni mihi Caesar in undis
dux erat: hic socius; facinus quos inquinat, aequat1024;



creyó aquel que semejante nombramiento rebajaba demasiado la dignidad de un emperador y general de ejército, y los llamó simplemente soldados.

Con tan grande cortesía mezclaba César, sin embargo, una severidad no menor en las represiones; habiéndosele insubordinado la novena legión cerca de Plasencia, la deshizo ignominiosamente, aun cuando Pompeyo se mantuviera contra él en pie do guerra, y no la otorgó su gracia sino después de algunas súplicas. Apaciguaba a sus gentes más bien con la autoridad y con la audacia que echando mano de la dulzura.

En el lugar en que habla del paso del Rin, para dirigirse a Alemania, dice que consideraba indigno del honor del pueblo romano que el ejército atravesara el río en un barco, o hizo construir un puente a fin de cruzarlo a pie enjuto. Allí edificó uno admirable, del cual explica detalladamente la fábrica, pues de entre todos sus hechos en ningún punto se detiene de mejor gana que en el representarnos la sutileza de sus invenciones en tal suerte de obras de ingeniería.

He advertido también que concede grande importancia a las exhortaciones que dirige a sus soldados antes del combate, pues cuando quiere mostrar que fue sorprendido o se vio en grave aprieto, alega que ni siquiera tuvo lugar suficiente para arengar a su ejército. Antes de aquella renombrada batalla contra los de Tournay, «César, dice, luego que hubo bien dispuesto todo lo demás, corrió inmediatamente donde la fortuna le llevó para exhortar a sus gentes, y como tropezara con las tropas de la décima legión no tuvo espacio para decirlas sino que recordaran su virtud acostumbrada, que no se atemorizaran e hicieran frente vigorosamente al empuje de sus adversarios; y como el enemigo estaba ya cercano, hizo signo de que la batalla comenzara. De allí pasó al instante a otros lugares para infundir alientos a otras tropas, teniendo ocasión de ver que ya habían venido a las manos.» Así se expresa en el pasaje relativo a esa batalla. A la verdad su lengua le prestó en muchas ocasiones servicios relevantes. En su tiempo mismo su elocuencia militar gozaba de tan gran predicamento que muchos hombres de su ejército recogían de sus labios sus   —121→   arengas, y por este medio llegaron a reunirse volúmenes que duraron largo tiempo después de su muerte. En su hablar había características delicadezas, de tal suerte que sus familiares, Augusto entre otros, oyendo recitar las oraciones recogidas de sus labios, echaban de ver hasta en las frases y palabras lo que su mente no había producido.

La primera vez no salió de Roma para ejercer un cargo público tocó en ocho días las aguas del Ródano, llevando en el vehículo, junto a él, uno o dos secretarios que escribían sin cesar; detrás iba el portador de su espada. Y en verdad puede decirse que aun cuando no hiciera sino recorrer sus itinerarios, apenas puede concebirse la prontitud con la cual, siempre victorioso, abandonando la Galia y siguiendo a Pompeyo a Brindis, subyugó la Italia en diez y ocho días; de Brindis volvió a Roma; de Roma al centro de España, donde venció dificultades peliagudas en la guerra contra Afranio y Petreyo como asimismo en el dilatado cerco de Marsella. Dirigiose de esta ciudad a Macedonia; derrotó al ejército romano en Farsalia; pasó de este punto, persiguiendo a Pompeyo, a Egipto, subyugándole; de Egipto se encaminó a Siria y a las regiones del Ponto, donde combatió a Farnaces, luego al África, deshaciendo a Escipión y a Juba; y retrocediendo nuevamente por Italia a España, derrotó allí a los hijos de Pompeyo:


Ocyor et caeli flammis, et tigride foeta.1025


Ac veluti montis saxum de vertice praeceps
quum ruit avulsum vento, seu turbidus imber
proluit, aut annis solvit sublapsa vetustas,
fertur in abruptum magno mons improbus actu,
exsultalque solo, silvas, armenta,virosque
involvens secum.1026



Hablando del sitio de Avarico cuenta que era su costumbre mantenerse noche y día junto a los obreros, a quienes había encomendado algún trabajo. En todas las empresas de consecuencia él era quien primero las preparaba; nunca pasó su ejército por lugar que no hubiera previamente reconocido, y cuando concibió la empresa de pasar a Inglaterra fue el primero en practicar el sondeo, si otorgamos crédito a Suetonio.

Acostumbraba decir que prefería mejor las victorias que se gobernaban por persuasión a las que la fuerza sola contribuía; y en la guerra contra Petreyo y Afranio, como la fortuna le mostrara una evidente ocasión ventajosa, la rechazó, dice, por aguardar con un poco más de tiempo y   —122→   menos riesgo el acabar con sus enemigos. En esta lucha tuvo un maravilloso rasgo al ordenar a todo su ejército que pasara el río a nado, sin que hubiese necesidad de ello:


       Rapuitque ruens in proelia miles,
quod fugiens timuisset, iter: mox uda receptis
membra fovent armis, gelidosque a gurgite, cursu
restituunt artus.1027



Júzgole en sus empresas un poco más moderado y juicioso que a Alejandro, el cual parece buscar y lanzarse a los peligros a viva fuerza como impetuoso torrente que choca y se precipita sin discreción ni tino contra todo cuanto a su paso encuentra;


Sic tauriformis volvitur Aufidus,
qui regna Dauni perfluit Appuli,
    dum saevit, horrendamque cultis
       diluviem meditatur agris1028;



verdad es que éste luchaba en la flor y calor primeros de su edad; mientras que César empuñó las armas ya maduro y adelantado en años. Además, Alejandro era de un temperamento más sanguíneo, colérico y ardiente, y enardecía su naturaleza, con el vino, del cual César siempre se mostró abstinentísimo.

Mas allí donde, las ocasiones se presentaban, cuando las circunstancias lo requerían, nunca hubo hombre que expusiera su vida de mejor grado. Paréceme leer en algunas de sus expediciones cierta resolución de buscar la muerte a fin de huir la deshonra de ser vencido. En aquella gran batalla que libró contra los de Tournay, corrió para salir al encuentro de sus enemigos, sin escudo, tal y como se encontraba, al ver que la cabeza de su ejército se descomponía, lo cual le aconteció algunas otras veces. Oyendo decir que sus gentes se encontraban sitiadas, pasó disfrazado al través de las tropas enemigas para fortificar a los suyos con su presencia. Como atravesara Durazzo con muy escasas fuerzas, y viera que el resto de su ejército, cuya conducción había encomendado a Antonio, tardara en seguirle decidió él solo pasar de nuevo la mar durante una fuerte tormenta, y desapareció para volver a encargarse del resto de sus fuerzas, porque de los puertos más lejanos y de todo el mar se había Pompeyo enseñoreado. En punto a sus expediciones ejecutadas a mano armada, algunas hay cuyo riesgo sobrepuja todo discurso de razón militar, pues con   —123→   debilísimos medios acertó a subyugar el Egipto, yendo luego a atacar las fuerzas de Escipión y Juba, diez veces mayores que las suyas propias. Tuvieron los hombres como él no sé que sobrehumana confianza en su fortuna, y César decía que era preciso ejecutar, y, no deliberar, las empresas elevadas. Después de la batalla de Farsalia, como hubiese enviado sus tropas al Asia precediéndole, pasando con un solo navío el estrecho del Helesponto, encontró en el mar a Lucio Casio con diez grandes buques de guerra, y tuvo valor no solamente para esperarle, sino para ir derecho a él, invitándole a rendirse y realizando su voluntad.

Cuando inició el famoso cerco de Alesia, contaba la plaza ochenta mil defensores; la Galia toda se alzó en su perseguimiento para hacerle levantar el sitio, formando un ejército de ciento nueve mil caballos y doscientos cuarenta mil infantes; ¿qué arrojo y qué loca confianza no precisaban para mantenerse firme en su propósito, resolviéndose a afrontar reunidas dos tan grandes dificultades? A las que sin embargo hizo frente; y después de ganar aquella gran batalla contra los de fuera, dispuso como quiso de los que tenía encerrados. Otro tanto aconteció a Luculo en el sitio de Tigranocerta peleando contra el rey Tigranes, mas en condiciones desemejantes, a causa de la blandura de los enemigos con quienes se las hubo.

Quiero notar aquí dos acontecimientos peregrinos y extraordinarios relativos al cerco de Alesia: uno es que, habiéndose reunido los galos para dirigirse allí al encuentro de César, luego que hubieron contado todas sus fuerzas resolvieron separar una buena parte de tan gran multitud, temiendo que esta los lanzara en confusión. Nuevo es este ejemplo de inspirar temor el ser muchos, pero si bien se mira no es inverosímil que el cuerpo de un ejército deba componerse de un guarismo moderado y sometido a ciertos límites, ya por la dificultad de alimentarlo, ya por la de conducirlo ordenadamente. A lo menos sería fácil demostrar que aquellos ejércitos de los antiguos, monstruosos en número, apenas hicieron nada que valiera la pena. Al decir de Ciro en Jenofonte, no es el número de hombres, sino el número de buenos hombres lo que constituye la superioridad de las tropas; todo lo demás sirve mejor de trastorno que de socorro. Bayaceto se apoyó principalmente para resolverse a librar batalla a Tamerlán, contra el parecer de todos sus capitanes, en que el infinito número de hombres de su enemigo le procuraba cierta esperanza de confusión. Scanderberg, juez excelente y expertísimo en estas cosas, acostumbraba decir que a un guerrero suficientemente capaz deben bastarle diez o doce mil combatientes para guarecer su reputación en toda suerte de lides militares. El otro punto, contrario al parecer al empleo y razón de la guerra, es que Vercingetorix, que mandaba   —124→   como general en jefe todas las regiones de las Galias sublevadas contra César, tomó la determinación de encerrarse en Alesia; quien manda todo un país no debe estancarse en un sitio determinado, sino en el caso extremo en que de otro lugar no disponga, y nada tenga que esperar sino la defensa del mismo. Si su situación no es ésta, debe mantenerse libre para socorrer en general todos los puntos que su gobierno abarca.

Volviendo a César, diré que el tiempo le trocó en más tardío y reposado, como testimonia su familiar Opio, considerando que no debía exponer fácilmente el honor de tantas victorias con el advenimiento de un solo infortunio. Es lo que dicen los italianos cuando en los jóvenes quieren censurar el arrojo temerario, llamándolos «menesterosos de honor», bisognosi d'onore. Hallándose aún dominados por esa necesidad y hambre grande de reputación, obran bien buscándola a cualquier precio, lo cual no deben hacer los que alcanzaron ya la suficiente. Alguna justa medida puede haber en este deseo de gloria, o sea saciedad de apetito semejante, al igual de todos los otros, y muchas gentes lo entienden así.

Estaba muy lejos de aquella religión de los antiguos romanos, quienes en sus guerras no querían prevalerse sino de la virtud simple e ingenua; pero llevaba a aquéllas mayor suma de conciencia de la que nosotros empleamos en nuestro tiempo, y no aprobaba toda suerte de medios para llegar a la victoria. En la lucha con Ariovisto sobrevino un movimiento entre los dos ejércitos mientras con él parlamentaba, promovido por los jinetes de su adversario ayudado por el tumulto alcanzaba ventaja grande sobre sus enemigos, pero no quiso sacar ningún provecho, temiendo que pudiera echársele en cara el haber procedido de mala fe.

En el combate iba cubierto con ricas vestiduras de color brillante para que fuera advertida su presencia.

Disponía de sus soldados con muy estrecha disciplina, la cual aumentaba con la proximidad del enemigo.

Cuando los primitivos griegos querían acusar a alguien de incapacidad extrema era común entre ellos decir «que no sabía leer ni nadar»: César también creía que la ciencia de nadar era en las guerras utilísima, y de ella alcanzó provecho grande. Cuando había menester despachar con urgencia algún negocio, franqueaba ordinariamente a nado los ríos que en su camino le salían al paso, pues era amigo de viajar a pie, lo mismo que Alejandro el Grande. Como en Egipto se viera obligado para salvar su vida a guarecerse en un barco pequeño, en el cual tanta gente buscó albergue que todos temían ahogarse de un momento a otro, prefirió lanzarse al mar, ganando su flota a nado, la cual estaba unos doscientos pasos más allá, y guardó   —125→   en su mano izquierda sus tablillas fuera del agua, mientras que con los dientes sujetaba la cota de armas a fin de que el enemigo no se la arrebatara. Realizó esta proeza siendo ya casi viejo.

Ningún guerrero gozó nunca de tanto crédito para con sus soldados. En los comienzos de sus guerras civiles los centuriones le ofrecieron costear de su bolsillo un soldado cada uno, y los de a pie servirle a sus propias expensas (los que se hallaban en situación más holgada), comprometiéndose además al sostén de los más necesitados. El difunto señor almirante de Castillón nos mostró no ha mucho un ejemplo parecido en nuestras guerras civiles, pues los franceses de su séquito proveían con su bolsa al pago de los extranjeros que le acompañaban. Apenas se hallarán ejemplos de afección tan ardiente ni tan presta entre los que caminan a la vieja usanza, bajo la antigua dirección de las leyes. En la guerra contra Aníbal aconteció, sin embargo, que a imitación de la liberalidad del pueblo romano en la ciudad, las gentes de a caballo y los capitanes desecharon sus haberes; y en el campo de Marcelo se llamaba mercenarios a los que los aceptaban. Habiendo llevado la peor parte en Durazzo, sus soldados se presentaron por sí mismos para ser reprendidos y castigados, de suerte que César tuvo más bien que echar mano del consuelo que no de la cólera: una sola cohorte de entre las suyas hizo frente a cuatro legiones de Pompeyo por espacio de cuatro horas consecutivas, hasta que se vio completamente destrozada por las flechas enemigas, encontrándose en la trinchera hasta ciento treinta mil de ellas: un soldado llamado Séneca, que mandaba una de las entradas, se mantuvo invencible teniendo saltado un ojo, un hombro y un muslo atravesados, y su escudo abollado en doscientos treinta sitios diferentes. Sucedió que muchos de sus hombres, cuando caían prisioneros, acogían mejor la muerte que adoptaban otro partido: habiéndose apoderado Escipión de Granio Petronio, luego de dar aquél la muerte a todos los compañeros del segundo, enviole a decir que le perdonaba la vida, como hombre de rango y cuestor que era: Petronio respondió «que los soldados de César tenían por costumbre dar la vida a los demás, y no recibirla», matándose al instante con su propia mano.

Innumerables ejemplos llegaron a nosotros de la fidelidad de sus gentes; no hay que olvidar el rasgo de los que fueron sitiados en Salona, ciudad partidaria de César contra Pompeyo, al cual dio lugar un raro incidente que aconteció. Marco Octavio los había cercado, y hallándose los de la plaza reducidos a la necesidad más extrema en todas las cosas, tanto que para suplir la falta de hombres (la mayor parte habían muerto o estaban heridos), pusieron en libertad a todos los esclavos, y para el manejo de sus   —126→   máquinas de guerra viéronse obligados a cortar los cabellos de las mujeres para con ellos hacer cuerdas, sin contar con la extraordinaria escasez de víveres, más a pesar de todo estaban resueltos a no rendirse. Octavio, con la prolongación del sitio trocose en más descuidado, prestando menos atención a su empresa; entonces los soldados de César en el promediar de un día luego, de haber colocado a las mujeres y a los niños en las murallas, a fin de que al mal tiempo mostrasen buen semblante, salieron con rabiosa furia para lanzarse contra los sitiadores, y habiendo atravesado el primero, segundo y tercer cuerpo de guardia, y también el cuarto y después los otros, luego de haber hecho abandonar por completo las trincheras lanzaron al enemigo hacia los navíos; el propio Octavio escapó a Durazzo, donde Pompeyo se encontraba. No guardo memoria en este instante de haber visto ningún otro ejemplo parecido, en que los sitiados derrotan por completo a los sitiadores, haciéndose dueños del campo, ni de que una salida haya procurado una tan pura y cabal victoria.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

De tres virtuosas mujeres


De esta índole no se encuentran a docenas como todos sabemos, y todavía menos en lo tocante a los deberes matrimoniales. El matrimonio es una aventura llena de circunstancias tan espinosas, que es muy raro que la voluntad de una mujer se mantenga cabal en él durante largo tiempo. Y aun cuando los hombres procedan en esta unión de manera más cumplida que ellas, les es costoso sin embargo conseguirlo. El toque de un buen matrimonio y la verdadera prueba del mismo miran al tiempo que la unión dura, y a si ésta fue constantemente dulce, leal y tranquila. En nuestro tiempo las mujeres guardan más comúnmente el hacer gala de sus buenos oficios, así como de la vehemencia afectiva, para cuando los maridos ya no existen, buscando entonces la manera de dar testimonio de su buena voluntad. ¡Tardío o inoportuno testimonio, con el cual acreditan que no los aman sino muertos! La vida estuvo preñada de querellas y a la muerte siguieron el amor y la cortesía. Del propio modo que los padres esconden la afección que a sus hijos profesan, así las mujeres ocultan de buen grado la suya a sus esposos para el mantenimiento de un respeto lleno de honestidad. No es de mi grado este misterio; inútil es que se arranquen los cabellos y que se arañen, siempre me queda la duda de como pasaron las cosas en vida, y deslizo al oído de la doncella o del secretario: «¿Cómo procedieron antaño?¿De qué condición   —127→   fue la sociedad que mantuvieron?» Siempre vienen estas palabras a mi memoria: jactancius maerent, quae minus dolent1029; su rechinar de dientes es odioso a los vivos e inútil a los muertos. Consentiríamos de buena gana que rieran después con tal de que hubieran reído durante nuestra vida. ¿No es para resucitar de despecho el ver que quien me escupió a la cara cuando me tenía delante venga a cosquillearme los pies cuando ya no existo? Si algún mérito encierra el llorar a los maridos, éste no pertenece sino a las que en vida les rieron; las que deshonraron que se rían luego por fuera y por dentro. Así que, no paréis mientes en esos ojos húmedos, ni en esa voz lastimera. Considerad más bien el porte, el tinte y las mejillas gordas bajo los velos enlutados. Por ahí sólo hablan con elocuencia y claridad, y son contadas aquellas cuya salud no va mejorando, circunstancia que no miente jamás. Ese continente ceremonioso no mira tanto a lo que pasó como a lo que pueda venir; más que pago, es adquisición. Recuerdo que siendo niño vi a una dama honesta y muy hermosa, viuda de un príncipe, la cual vive todavía, que llevaba más adornos de los que las leyes de nuestra viudez consienten. A los que la censuraban contestaba diciendo que no frecuentaba nuevas amistades y que no pensaba en volver a casarse.

Para no ponernos en abierta contradicción con nuestras costumbres hablaré aquí de tres mujeres que emplearon también el efecto de su afección y bondad hacia sus maridos cuando éstos se encontraban próximos a morir. Son, sin embargo, casos algo distintos de lo que vemos, y de una convicción tan palmaria que costaron la vida a quienes los pusieron en práctica.

Tenía Plinio el joven un vecino que se hallaba horriblemente atormentado por algunas úlceras que le habían salido en las partes vergonzosas. La mujer de éste, viéndole en perfecto estado de languidecimiento, rogole que consintiera en que ella examinara con todo detenimiento y de cerca el estado de su mal para luego decirle francamente el desenlace que de la enfermedad podía esperarse. Luego de obtenida licencia de su marido y de haberle curiosamente reconocido, convenciose la mujer de que la curación era imposible, y de que todo cuanto podía esperarse era arrastrar penosamente y por tiempo dilatado una existencia dolorosa y lánguida. En consecuencia, aconsejole como remedio soberano que se diera la muerte; mas como le viera algo reacio para realizar tan dura empresa, díjole: «No creas, ¡oh amigo mío! que los dolores que te veo sufrir no me hacen penar tanto como a ti, y que por librarme quisiera servirme de la medicina que te ordeno; quiero acompañarte en la curación como te acompañé en la enfermedad;   —128→   aleja ese temor de tu alma, y está seguro de que solo placer hallaremos en el tránsito que debe libertarnos de tantos tormentos; contentos y juntos partiremos.» Dicho esto y reanimando el vigor de su marido resolvió la esposa que se lanzarían al mar por una ventana de la casa, y para llevar hasta el fin la afección vehemente y leal con que en vida lo había amado quiso que muriera entre sus brazos a este fin, no teniendo en ellos seguridad cabal, y temiendo que después de enlazados se soltaran por la caída y el pavor, se hizo ligar estrechísamente con él, abandonando así la vida por el reposo de la de su marido. Esta mujer era de extracción baja, y sabido es que entre tales gentes no es peregrino el tropezar con algún rasgo de singular bondad y fortaleza:


Extrema per illos
justitia excedens terris vestigia fecit.1030



Las otras dos de que voy a hablar eran nobles y ricas; entre éstas los ejemplos virtuosos se encuentran difícilmente.

Arria, esposa de Cécina Peto, personaje que ejercía la dignidad consular, fue madre de otra Arria, casada con Trasea Peto, aquel cuya virtud fue tan renombrada en tiempo de Nerón, y por medio de este yerno abuela de Fannia. Necesario es consignar estos detalles, porque la semejanza de los nombres y fortuna de estos personajes hizo a muchos incurrir en error. Como Cécina Peto fuera reducido a prisión por las gentes del emperador Claudio después e la derrota de Escriboniano, cuyo partido había seguido, su esposa suplicó a los que le conducían a Roma que la recibieran en el navío, donde su presencia evitaría el número considerable de personas que había de serles necesario para su servicio, al par que los gastos consiguientes, pues ella se encargaba de servir de camarera y cocinera y a llenar todos los demás oficios. Rechazada su proposición, se lanzó en una barquilla pescadora que alquiló al instante y siguió a su esposo de esta suerte desde Esclavonia a Roma. Llegados a la ciudad, un día, encontrándose el emperador presente, Junia, viuda de Escriboniano, dirigiéndose familiarmente a Arria, como dama que pertenecía al mismo rango, fue rudamente repelida con estas palabras: «¡Hablar yo contigo ni escuchar siquiera, tú en cuyo regazo Escriboniano recibió la muerte y tienes todavía la desfachatez de vivir!» Esta expresión, con algunos otros indicios, hicieron presumir a su familia que Arria trataba de darse la muerte no pudiendo soportar las desdichas de su marido. Entonces Trasea, su yerno, suplicándola que no se perdiera, hablola así: «¡Pues qué! ¿si   —129→   mi situación fuera un día la misma que la de Cécina anhelaríais que mi esposa, vuestra hija, imitara vuestra conducta?» «¡Ya lo creo que lo anhelaría, si mi hija había vivido tanto tiempo y en tan buena armonía contigo como yo he vivido con mi marido!» Esta respuesta aumentó el cuidado que les inspiraba, e hizo que su vida se vigilara más de cerca. Un día, después de haber dicho a los que la custodiaban: «¡Es inútil que tengáis constantemente los ojos puestos en mí; podéis conseguir que fenezca de más dura muerte de la que seréis capaces de imposibilitar mi fin», lanzándose furiosamente del sitial donde se encontraba, su cabeza chocó con todas sus fuerzas contra la pared vecina; siguió a esta tentativa un largo desvanecimiento, y muchas heridas, y luego que a duras penas la hicieron volver en sí, prefirió estas palabras: «¡Bien os decía que si poníais obstáculos a algún medio fácil de matarme elegiría otro por penoso que fuera!» El desenlace de tan admirable fortaleza femenina tuvo lugar del modo siguiente: careciendo su marido por sí mismo de valor suficiente pasa darse la muerte a que la crueldad del emperador le condenara, un día, entre otros, Arria, después de haber primeramente empleado las razones y exhortaciones adecuadas a su intento, que era el instigar al suicidio a su esposo, cogió el puñal que éste llevaba, y blandiéndolo desnudo, concluyó su exhortación diciendo: «¡Haz así, Peto!» Y en el mismo instante se asestó en el pecho una herida mortal. Luego, arrancándola de sus carnes, presentole el arma a su marido, acabando su vida con esta frase noble, generosa e inmortal: Paete, non dolet. No la quedó espacio sino para proferir esas tres palabras de una tan hermosa trascendencia: ¡Toma, Peto, a mí no me ha hecho ningún daño!


Casta suo gladium quum traderet Arria Praeto,
       quem de visceribus traxerat ipsa suis:
si qua fides, vuinos quod feci non dolet, inquit,
       sed quod tuo facies, id mihi, Paete, dolet.1031



La realidad es mucho más viva y de más rico alcance que como el poeta la interpretó, pues así las heridas del marido como las propia, la muerte del mismo como la suya, nada pesaban a Arria, habiendo sido de ambas cosas consejera y promovedora. Mas luego de realizada la empresa tan alta y valerosa sólo por la ventaja de su esposo, nada más que a él tuvo presente en el último trance de su vida para alejar de su ánimo el temor de seguirle, muriendo también. Peto se clavó el mismo puñal, vergonzoso   —130→   sin duda de haber necesitado una tan cara y preciosa enseñanza.

Pompeya Paulina, nobilísima y joven dama romana, casó con Séneca cuando éste se encontraba ya en la vejez extrema. Nerón, su lindo discípulo, enviole sus satélites para que le comunicaran la orden de su muerte, la cual era costumbre notificarla del siguiente modo: cuando los emperadores romanos de esta época condenaban a algún hombre de calidad preguntábanle por medio de sus oficiales cuál era el género de muerte que deseaba escoger, y hacíanle saber el plazo que le prescribían con arreglo al temple de su cólera, el cual era corto o largo pero casi siempre disponía la víctima del tiempo necesario para poner en orden sus negocios aun cuando alguna vez le faltara por la brevedad del plazo. Cuando dudaba el condenado en cumplir las imperiales órdenes, enviábanle gentes propias a su ejecución, quienes o le cortaban las venas de los pies y las de los brazos, o le hacían a la fuerza tomar veneno. Las personas de honor no aguardaban este desenlace, y para tales operaciones servíanse de sus propios médicos y cirujanos. Séneca oyó la orden que le comunicaban con apacible y sereno semblante, y pidió que le llevaran papel para hacer su testamento; como le rechazara el capitán este servicio, volviose del lado de sus amigos y les dijo: «Puesto que no puedo dejaros otra cosa en reconocimiento de lo que os debo; os otorgo lo mejor que poseo, o sea la imagen de mis costumbres y de mi vida, las cuales os ruego conservéis en vuestra memoria, a fin de que practicándolas así adquiráis la gloria de sinceros y verdaderos amigos.» Al mismo tiempo el filósofo, ya dulcificaba sus palabras para contrarrestar la amargura del dolor que los veía sufrir; ya las hacia graves para reprenderlos: «¿Dónde se fueron, decía, los hermosos preceptos filosóficos? ¿Qué se hicieron las provisiones que durante tantos años hicimos contra las desventuras de la vida humana? ¿Por ventura era para nosotros cosa nueva la crueldad de Nerón? ¿Qué podíamos esperar de quien matara a su madre y a su hermano, sino que diera también muerte a quien le gobernara, encaminara y educara?» Luego de haber dirigido a todos estas palabras, volviose hacia su mujer, que agobiada por el dolor desfallecía de ánimo y de fuerzas; estrechola entre sus brazos, rogola que soportara con calma su desventura por el amor, que le profesaba, y la dijo además que había llegado la llora de mostrar, no por discursos ni disputas, sino por efectos, el fruto que de sus estudios había sacado, y que creía abrazar la muerte no ya sólo sin dolor, sino con regocijo. «Por lo cual amiga mía, decía Séneca, te ruego que no la empañes con tus lágrimas a fin de que no parezca que tú misma te prefieres a mi buen nombre; apacigua tu   —131→   dolor; sírvate de consuelo el conocimiento que tuviste de mi vida y de mis acciones, gobernando el resto de la tuya con las honestas ocupaciones a las cuales estás habituada.» A esto Paulina, algo más animada, alentando la magnanimidad de su alma por una afección nobilísima: «No, Séneca, respondió, no puedo privaros de mi compañía en trance semejante; no quiero que penséis que los virtuosos ejemplos de vuestra vida no me hayan todavía enseñado a saber morir bien; ¿y cuándo podría acabar mejor, ni más dignamente, ni mas a mi gusto que con vosotros? Estad, pues, seguro de que nos vamos juntos.» Entonces el filósofo, considerando como buena la deliberación de su mujer, y al mismo tiempo por libertarse del temor de dejarla después de su muerte a la merced de la crueldad de sus enemigos, habló así: «Te había dado consejos que servían a gobernar felizmente tu vida, pero puesto que prefieres mejor el honor de la muerte, en nada te lo envidiaré; que la firmeza y la resolución sean iguales en nuestro común fin, pero que la hermosura y la gloria del mismo sea más grande de tu parte.» Esto dicho, se les cortaron al mismo tiempo las venas de los brazos, pero como, las de Séneca estuvieran oprimidas a causa de sus muchos años, y también por su abstinencia, manaban poco sangre y muy despacio, por lo cual ordenó que le abrieran las de los muslos. Temiendo que el tormento que sufría enterneciera el corazón de su mujer, al par que para libertarse del mismo de la aflicción que le causaba verla en tan lastimoso estado, luego de haberse despedido de ella amantísimamente, rogó que se permitiera que le trasladaran a la habitación vecina, como se hizo. Mas como todas las incisiones que en su cuerpo se habían practicado eran insuficientes para hacerle morir, ordenó a Estacio Anneo, su médico, que le suministrara un brebaje venenoso, que apenas hizo tampoco efecto, pues a causa de la frialdad y debilidad de sus miembros no pudo llegar al corazón; de suerte que preparó además un baño muy caliente, y entonces, sintiendo su fin cercano, mientras le duró el aliento continuó sus excelentísimos razonamientos sobre el estado en que se encontraba, que sus secretarios recogieron mientras les fue dable oír su voz. Las últimas palabras que pronunció permanecieron durante largo tiempo en crédito y honor en los labios de todos (y es bien de lamentar que no hayan llegado a nosotros). Como advirtiera los últimos síntomas de la muerte, tomó agua del baño, ensangrentada como estaba, y la derramó por su cabeza, diciendo: «Consagro esta agua a Júpiter el libertador.» Advertido Nerón de todo lo acontecido, temiendo que la muerte de Paulina, que pertenecía a las damas mejor emparentadas de la nobleza romana, y a quien no profesaba rencor ninguno,   —132→   se le achacara también, mandó con toda diligencia que se la ligaran las venas como así se hizo, mas sin que ella lo advirtiera, puesto que se encontraba medio muerta e insensible. El tiempo que contra su designio estuvo en el mundo viviolo honestísimamente, como a su virtud pertenecía, mostrando por la palidez de su semblante cuánta vida dejara escapar por sus heridas.

Estas son mis tres verídicas relaciones, que a mi entender son tan interesantes y tan trágicas como las que aderezamos a nuestro albedrío para procurar placer al pueblo. Me admira que a los que se dedican a forjarlas no se les ocurra elegir más bien diez mil lindas historias que se encuentran en los libros, donde con menos molestia procurarían mayor regocijo y provecho. Quien quisiere edificar un cuerpo entero en que las unas fueran unidas a las otras no habría menester poner de propio más que el enlace, como la soldadura de otro metal. Por este medio podría amontonar numerosos acontecimientos verídicos de todas suertes, disponiéndolos y diversificándolos según que la belleza de la obra lo exigiera, sobre poco más o menos como Ovidio ha cosido y remendado sus Metamorfosis con un gran número de diversos mitos.

Digno es de reflexión en la última pareja considerar que Paulina sacrifica gustosa su vida en aras del amor de su marido, y que éste había en otra ocasión escapado a la muerte sólo por el amor que a su mujer profesaba. A juicio nuestro no hay gran compensación en este cambio; mas según el criterio estoico, entiendo que Séneca pensaría haber hecho tanto por su esposa al alargar la propia existencia en su favor, como si por ella hubiera muerto. En una de las cartas que escribe a Lucilio, después de contarte cómo las calenturas habiéndole asaltado en Roma montó de repente en un vehículo para trasladarse a una de sus casas de campo, contra el parecer de su mujer, que quería detenerle, y a quien él había repuesto que la calentura que tenía no emanaba del cuerpo sino del lugar donde vivía, concluye así: «Dejome partir recomendándome que me cuidara mucho, y yo que pongo su vida en la mía empiezo a remediar mis males por aliviar los suyos. El privilegio que mi vejez me había otorgado al convertirme en más firme y resuelto para muchas cosas, lo pierdo cuando a mi memoria viene la idea de que en este anciano hay una joven a quien aquél rinde servicios. Puesto que no la puedo obligar a amarme con mayor firmeza, ella me fuerza a mí mismo a quererme con mayor celo. Preciso es condescender con nuestras legítimas afecciones; y a veces, aun cuando todo nos llevara a la muerte, retener en sí, aun a costa de sufrimientos, el soplo vital que nos escapa. El hombre, probo debe permanecer aquí bajo no solamente mientras no se encuentre   —133→   mal hallado, sino mientras su permanencia sea necesaria. Aquél a quien el cariño de su mujer o el de un amigo no mueven a prolongar sus días; aquél que se obstina en morir, es demasiado delicado y demasiado blando. Preciso es que el alma se amarre a la vida cuando el provecho de los nuestros lo requiere. Necesario es a veces que nos sacrifiquemos a nuestros amigos, y que aun cuando quisiéramos morir interrumpamos nuestro designio por ellos. Es un testimonio de grandeza de ánimo el volver a la vida por interés ajeno, y muchos hombres notables así lo hicieron. Es un rasgo de bondad singular el conservarse en la vejez (cuya ventaja mayor es la negligencia de su duración y un más valeroso menosprecio de la existencia), cuando se ve que es dulce, agradable y, provechosa a alguna persona querida. Con ello se recibe una placentera recompensa; porque, ¿qué puede haber más grato que ser tan caro a su esposa que por ello sea uno más caro para sí mismo? Así mi Paulina impúsome no solamente sus cuidados, sino también los míos. No me bastó considerar, con cuánta resolución podría yo morir, consideré además la flaqueza con que ella soportaría mi muerte. Obligueme a vivir y alguna vez vivir es magnánimo.» Tales son las palabras de Séneca, excelentes como todas las suyas.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

De los hombres más relevantes


Si se me pidiera que escogiese entre todos los hombres que vinieron a mi conocimiento, paréceme que me quedaría con tres excelentes, que están por cima de todos los demás.

Uno es Homero, y no es que Aristóteles y Varrón no fueran quizás tan sabios como él, ni que en su arte, Virgilio no pueda serle comparable: dejo estos extremos al inicio de aquellos que los conocen a ambos. Yo que no conozco más que a uno puedo decir solamente que a mi entender ni las musas mismas sobrepujaron al romano:


Tale facit carmen docta testudine, quale
    Cynthius impositis temperat articulis.1032



En esta apreciación, sin embargo, no hay que olvidar que a Homero principalmente debe Virgilio gran parte de su mérito; que es su maestro y su guía, y que un solo pasaje de la Iliada proveyó de cuerpo y argumento a la grande y divina Eneida. Yo no fundamento en esto mi opinión,   —134→   sino que tengo presentes muchas circunstancias que para mí hacen a Homero admirable; considérolo casi por cima de la humana condición, y verdad me extraña a veces que quien creó y dio crédito en el mundo merced a su exclusiva autoridad a tantas deidades no haya también ganado divino rango. Siendo ciego o indigente; habiendo vivido antes de que las ciencias florecieran y merecieran asenso, conociolas tanto, que cuantos después gobernaron pueblos o mandaron ejércitos escribieron, idearon cultos o filosofaron en cualquier secta, o trataron de las artes, sacaron provecho de él como de un maestro perfectísimo en todas las cosas, y de sus libros como de un semillero donde se guarda toda suerte de saber:


Qui, quid sit pulchrum quid turpe, quid utile, quid non,
plenius ac melius Chrysippo et Crantore dicit1033:



y como dice Ovidio,


A quo, ceu fonte perenni,
vatum Pieriis ora rigantur aquis1034;



y Lucrecio,


Adde Heliconiadum comites, quorum unus Homerus
sceptra potitus1035;



y Manilio,


Cujusque ex ore profuso
omnis posteritas lacites in carmina duxit.
Amnemque in tenues ausa est deducere rivos,
unius foecunda bonis.1036



Contra lo que conforme al orden natural acontece, produjo la obra más excelente que pueda imaginarse, pues cuando las cosas nacen son imperfectas, luego van puliéndose y fortificándose a medida de su crecimiento. Homero llevó a cabal sazón la infancia de la poesía y de las otras artes dejándolas cumplidas y perfectas. Por eso puede llamársele el primero y el último poeta, conforme al testimonio que de él nos dejó la antigüedad, o sea «que no habiendo tenido nadie a quien poder seguir, tampoco encontró ninguno que imitarle pudiera después». Sus palabras, según Aritóteles, son las únicas que tengan movimiento y vida, las únicas sustanciales. Como Alejandro el Grande encontrara entre los despojos de Darío una   —135→   suntuosa arquilla, ordenó que se la reservaran para guardar su Homero, diciendo que era el mejor y el más fiel de sus consejeros que le guiara en las cosas militares. Por la misma razón decía Cleomenes, hijo de Anaxandridas, «que era el poeta favorito de los lacedemonios, como ejemplar maestro en la disciplina guerrera». A juicio de Plutarco merece Homero esta singular y particularísima alabanza: ¡Es el único autor del mundo que no haya jamás causado ni hastiado a los hombres, mostrándose al lector siempre distinto, y constantemente floreciente en nuevos encantos.» Aquel calavera de Alcibíades pidió en una ocasión a un individuo que ejercía las letras un ejemplar de Homero, y sacudiole un sopapo porque no lo tenía. La cosa le produjo impresión igual como si alguien hubiera encontrado hoy a un clérigo sin breviario. Jenófanes quejábase un día a Hierón, tirano de Siracusa, de que estaba tan pobre que ni siquiera podía sustentar a dos criados, a lo cual, aquél repuso: «Homero, que era mucho más pobre que tú, alimenta más de diez mil, muerto y todo como está.» Elogio grande hacía Panecio de Platón cuando le nombraba «el Homero de los filósofo». Aparte de todo esto, ¿qué gloria puede, equipararse, a la suya? Nada hay tan vivo en los labios de los hombres como su nombre y sus obras; nada tan conocido y tan recibido como Troya, Helena y sus guerras, que acaso jamás hayan existido: designamos todavía a nuestros a nuestros hijos con los nombres que él forjó hace tres mil años; ¿quién no conoce a Héctor y a Aquiles? No ya sólo algunos pueblos particulares, sino la mayor parte de las naciones buscan su origen en las invenciones del poeta. Mahomet, segundo de este nombre, emperador de los turcos, escribió a nuestro pontífice Pio II, diciéndole: «Me sorprende que los italianos se levanten en armas contra mí, en atención a que somos de un origen común; los dos pueblos descendemos de los troyanos, y yo, como ellos, tengo empeño en vengar la sangre de Héctor contra los griegos, a los cuales los italianos están favoreciendo contra mí.» ¿No constituye esto una noble comedia que los reyes, los emperadores y las repúblicas vienen tantos siglos ha representando, y a la cual este inmenso universo sirve de teatro? Siete ciudades griegas entraron en debate sobre el lugar de su nacimiento: ¡hasta tal punto su obscuro origen procurole honor!


Smirna, Rhodas, Colophon, Salamis, Quios, Argos, Athenaes.



Otro de mis hombres relevantes es Alejandro Magno, pues considerando la edad en que comenzó sus expediciones guerreras; los pocos medios con que contó para realizar un designio tan glorioso; la autoridad que supo ganar en su infancia entre los más grandes y experimentados capitanes de todo el mundo, de los cuales iba seguido;   —136→   el extraordinario favor con que la fortuna abrazó y favoreció tantas y tantas expediciones arriesgadas y casi temerarias:


       Impellens quidquid sibi summa petenti
obstaret, gaudensque viam fecisse ruina1037;



aquella grandeza de haber, a la edad de treinta y tres años, paseado sus armas victoriosas por toda la tierra habitable, y en media vida haber desarrollado todo el esfuerzo de que la humana naturaleza sea capaz, de tal suerte que no es dable imaginar la legítima duración de su existencia con la continuación de su existencia con la continuación de su crecimiento en fortaleza y fortuna hasta un razonable término de años, sin imaginar algo por cima del hombre; que dio origen entre sus soldados a tantas dinastías reales, dejando después de su muerte el mundo dividido entre cuatro sucesores, simples capitanes de su ejército, cuyos descendientes gobernaron después, tan dilatados años, manteniéndose en posesión de reinos tan amplios; tantas eximias virtudes como se guardaban en su alma: justicia, templanza, liberalidad, cumplimiento de las palabras, amor a los suyos y humanidad para con los vencidos, pues en sus costumbres no se encuentra ningún punto débil, como no sea en alguna de sus acciones, particulares, raras y extraordinarias; mas preciso es considerar la imposibilidad de concluir tan imponente movimiento conforme a los preceptos comunes de la justicia. Tales hombres deben ser juzgados en conjunto, con arreglo al fin principal de sus miras. Entre aquellas que pudieran engendrar algún cargo figuran la ruina de Tebas y de Persópolis, la muerte de Menandro, la del médico de Efestión o tantos prisioneros persas y soldados indios con quien acabó de súbito, contraviniendo a la palabra dada, y el asesinato de los coscianos, de quienes aniquiló hasta los niños de corta edad. Todos éstos son arranques difíciles de justificar; y por lo que toca a la muerte de Clito, la culpa fue enmendada con demasía. Esta, como todas sus demás acciones, testimonian lo bondadoso de su complexión, por sí misma inclinada a lo justo excelentemente y hecha a la bondad; por lo cual se dijo de él con sumo acierto «que de la naturaleza recibió sus virtudes y los vicios de las circunstancias de su vida». Cuanto a lo de ser un poco amigo de alabarse y algo impaciente en punto a oír hablar mal de su persona, como por lo que toca a los pesebres de sus caballos, arneses y frenos que esparció en las Indias, todas estas cosas, a mi ver, son atribuibles a su edad y a la extraña bienandanza de su fortuna. Quien consideró al propio tiempo tantas virtudes militares: diligencia, previsión, paciencia, disciplina, sutileza, magnanimidad,   —137→   resolución y acierto, en todo lo cual, aun cuando la autoridad de Aníbal no nos lo hubiera enseñado, fue el primero entre todos los hombres; la singular belleza y raras condiciones de su persona hasta rayar en lo milagroso; aquel porte y aquel ademán venerables bajo un semblante tan joven, sonrosado y resplandeciente:


Qualis, ubi Oceani perfusus Lucifer unda,
quem Venus ante alios astrorum diligit ignes,
extulit os sacrum caelo, tenebrasque resolvit1038;



la excelencia de su saber y capacidad; la duración y grandeza de su gloria, pura, nítida y exenta de mancha y envidia, y el que todavía largo tiempo después de su muerte se tuviese por religioso artículo el creer que sus medallas fueran presagio de felicidad para los que las llevaban; el hecho de que tantos reyes y príncipes hayan escrito sus gestas con profusión mayor de la que los historiadores trazaran los de todos los reyes y de todos los príncipes; y hasta la circunstancia misma de que aún hoy los mahometanos, que menosprecian todos los demás libros, reciban y honren sólo el de su vida por especial privilegio, confesará que tuve razón de preferirlo al mismo César, el cual únicamente le es comparable. No puede sin embargo negarse que haya más labor propia en las expediciones de éste y mayor influjo de la buena estrella en las de Alejandro. En muchas cosas son los dos héroes idénticos, y acaso César le aventaja en algunas: fueron dos rayos, dos raudales capaces de desolar el mundo por motivos diversos:


Et velut immissi diversis partibus ignes
aremtem in silvam, et virgulta sonantia lauro;
aut ubi decursu rapido de montibus altis.
Dant sonitum spumosi amnes et in aequora corrunt
quisque suum populatus iter.1039



Aun cuando la ambición del romano fuese más moderada, la acompaña tanta desdicha, puesto que acabó con la entera ruina de su país y el universal empeoramiento del mundo, que, todo bien pesado y medido, no puedo menos de inclinarme del lado de Alejandro.

El tercero, y a mi ver el más excelente, es Epaminondas. No es como otros tan glorioso (tampoco la gloria es ingrediente indispensable para la esencia de la cosa), mas en cuanto a resolución y valentía (y no de aquellas que la   —138→   ambición aguza, sino las que la prudencia, y la razón pueden implantar en un alma bien gobernada), era dueño de todas cuantas pueden concebirse. Dio tantas pruebas de esas sus virtudes peculiares, cual el propio Alejandro y como César, pues aun cuando sus expediciones guerreras no sean tan frecuentes ni tan ruidosas, consideradas detenidamente en todas sus circunstancias, no dejan de ser tan importantes y vigorosas como las de aquellos, al par que suponen igual suma de arrojo y capacidad militar. Concediéronle los griegos, el honor de nombrarle, sin contradicción, el primero de entre todos ellos; y ser el primero en Grecia viene a ser lo mismo que ser el primero del mundo. Por lo que toca a su entendimiento y sabiduría, este parecer antiguo llegó a nosotros: «que jamás ningún hombre supo tanto ni habló tan poco como él», pues pertenecía a la escuela de Pitágoras; y en lo que habló, nadie le llevó ventaja: era orador excelente, incomparable en la persuasión de sus oyentes. En punto a costumbres y conciencia, sobrepujó con mucho a cuantos al manejo de los negocios se hayan consagrado esta parte, de preferencia a las otras, debe ser examinada, como que designa realmente quiénes somos; con ella contrapeso yo todas las demás reunidas, y en ella ningún otro filósofo lo aventaja, ni siquiera el propio Sócrates. El candor en Epaminondas es una cualidad propia, dominadora, constante, uniforme e incorruptible. El de Alejandro, comparado con él, se nos muestra subalterno, incierto, adulterado, blando y fortuito.

Juzgó la antigüedad que al examinar por lo menudo todas las acciones de los otros grandes capitanes, en cada uno de ellos se encuentra alguna especial cualidad que lo ilustra: en éste solamente se reconoce una virtud y una capacidad, a las cuales nada falta, mostrándose de un modo permanente; nada deja que apetecer en todos los deberes de la vida humana, ya se trate de ocupación pública y privada, pacífica o guerrera; lo mismo en el vivir que en el morir grande y gloriosamente: no conozco ninguna categoría, ni ninguna fortuna humanas que yo considere con tanto honor y contemple con tan amorosa mirada.

Cierto que su obstinación por permanecer en la pobreza la encuentro en algún modo escrupulosa, tal y como sus mejores amigos nos la pintan. Esta sola acción, que a pesar de todo es altísima y muy digna de ser admirada, se me antojó agrilla para deseármela conforme él la practicaba.

Tan sólo Escipión Emiliano, por su fin altivo y magnífico y por su conocimiento de las ciencias, tan profundo y universal, podría colocarse en contraposición en el otro platillo de la balanza. ¡Cuán enorme contrariedad me ocasionaron los siglos apartando precisamente de nuestros   —139→   ojos, de las primeras, la más noble pareja de vidas que Plutarco encierre, las de esos dos personajes que, conforme al común consentimiento del mundo, fueron el primero de los griegos uno, y el otro el primero de los romanos! ¡Qué asunto el de sus existencias! ¡qué artífice el biógrafo que las describiera!

Para un hombre que no sea santo, sino lo que nosotros llamamos varón cumplido, de costumbres urbanas y corrientes, y de una moderada elevación, la más rica vida, digna de ser vivida que yo conozca entre los vivos, como generalmente se dice, adornada de mejores y más apetecibles prendas, es a mi ver la de Alcibíades, todo bien considerado.

Mas como Epaminondas dio siempre muestras de una bondad excesiva, quiero apuntar aquí algunas de sus opiniones. El más dulce contentamiento que en toda su vida experimentara, según él mismo testimonia, dice que fue el placer que procuró a su padre y a su madre con su victoria de Leuctres; relegábase de buen grado, prefiriendo el placer de ellos al propio contentamiento, tan justo y tan pleno en una tan gloriosa acción: no creía «que fuera lícito, ni siquiera para recobrar la libertad de su país, el dar la muerte a un hombre sin conocimiento de causa»; por eso desplegó tan poco ardor en la expedición de Pelópidas, su compañero de armas en la liberación de Tebas. Decía también «que en una batalla había que huir el encuentro de un amigo que militara en el partido contrario, sin sacrificar su vida». Y como su humanidad para con sus mismos enemigos le hiciera sospechoso a los ojos de los beocios, porque luego de haber forzado milagrosamente a los lacedemonios a abrirle el paso que pretendían obstruir a la entrada de Morea, cerca de Corinto, se conformó solamente con vencerlos sin perseguirlos tenazmente, fue honrosísimamente desposeído del cargo de capitán general por semejante causa. Avergonzados sus conciudadanos, tuvieron por necesidad que reponerle pronto en su grado, reconociendo cuánto dependían de él la gloria y la salvación de todos: la victoria le seguía como su sombra por los sitios todos donde guiaba, y, cuando murió, acabó también con él la prosperidad de su país, como con él había nacido.




ArribaAbajoCapítulo XXXVII

De la semejanza entre padres e hijos


En este hacinamiento de tantas piezas diversas sólo pongo mano cuando un vagar demasiado ocioso me empuja, y nunca en otro lugar que no sea mi propia casa; por eso   —140→   fue formándose en ocasiones distintas y con largos intervalos, por haberme ausentado de mi vivienda a veces durante meses enteros. Tampoco enmiendo mis primeras fantasías con las segundas; si alguna vez me ocurre cambiar alguna palabra, lo hago para modificar, no para suprimir. Quiero representar el camino de mis humores para que cada parcela sea vista en el instante de su nacimiento, y me sería muy grato hoy haber comenzado más temprano la labor para así reconocer la marcha de mis mutaciones. Un criado que me servía a escribirlas bajo mi dictado creyó procurarse rico botín sustrayéndome algunas que escogió a su gusto, pero me consuela que no hallará más ganancia que pérdida yo he experimentado. Desde que comencé he envejecido siete u ocho primaveras, lo cual no aconteció sin que yo ganara alguna adquisición nueva: la liberalidad de los años hízome experimentar el cólico; que el comercio de ellos y su conversación dilatada nunca transcurren sin algún fruto semejante. Hubiera querido que entre los varios presentes que procuran a los que durante largo tiempo los frecuentan, eligieran alguno para mi más aceptable, pues ni adrede hubiesen acertado a ofrecerme otro que desde mi infancia mayor horror me infundiera; era de todos los accidentes de la vejez precisamente el que más yo temía. Muchas veces pensé conmigo mismo que iba metiéndome demasiado adentro, y que de recorrer un tan dilatado camino no dejaría de hablar a mi paso algún desagradable obstáculo; sentía que la hora de partir era llegada y que precisaba cortar en lo vivo y en lo no dañado, siguiendo a regla de los cirujanos cuando tienen que amputar algún miembro; y que a aquel que no devuelve a tiempo la vida naturaleza acostumbra a hacerle pagar usuras bien caras. Pero tan lejos me hallaba entonces de encontrarme presto a entregarla, que después de diez y ocho meses, o poco menos, que me veo en esta ingrata situación, aprendí ya a acomodarme a ella; me encuentro bien hallado con este vivir colicoso y doy con que consolarme y esperar. ¡Tan acoquinados están los hombres con su ser miserable que no hay condición, por ruda que sea, que no acepten para conservarse! Oíd a Mecenas:


Debilem facito manu,
debilem pede, coxa;
lubricos quate dentes:
vita dum superest, bene est1040:



y Tamerlán encubría con visos de torpe humanidad la increíble que ejerciera contra los leprosos haciendo matar a cuantos venían a su conocimiento para de este modo, decía, «libertarlos de la existencia penosa que vivían»:   —141→   pues todos ellos hubieran mejor preferido ser tres veces leprosos que dejar de ser; y Antistenos el estoico, hallándose enfermo de gravedad, exclamaba: «¿Quién me librará de estos males?» Diógenes, que lo había ido a ver, le dijo presentándole un cuchillo: «Éste, si tú quieres, y en un instante. -No digo de la vida, replicó aquél, sino de los dolores.» Los sufrimientos de que simplemente el alma padece me afligen mucho menos que a la mayor parte de los hombres, ya por reflexión, pues el mundo juzga horribles algunas cosas, o evitables a expensas de la vida, que para mí son casi indiferentes, merced a una complexión estúpida e insensible para con los accidentes que me acometen en derechura, la cual considero como uno de los mejores componentes de mi natural; mas los quebrantos verdaderamente esenciales y corporales los experimento con harta viveza. Por eso, como antaño los preveía con vista débil, delicada y blanda, a causa de haber gozado la prolongada salud y el reposo que Dios me prestara durante la mejor parte de mis años, mi mente los había concebido tan insoportables, que, a la verdad, más miedo albergaba con la idea que mal experimenté con la realidad; por donde creo cada día con mayor firmeza que la mayor parte de las facultades de nuestra alma, conforme nosotros las ejercitamos, trastornan más que contribuyen al reposo de la vida.

Yo me encuentro en lucha con la peor de las enfermedades, la más repentina, la más dolorosa, la más mortal y la más irremediable; me ha hecho ya experimentar cinco o deis dilatadísimos y penosos accesos, mas sin embargo, yo no vanaglorio o entiendo que aun en ese estado encuentra todavía modo de sustraerse quien tiene el espíritu aligerado del temor de la muerte y descargado de las amenazas, conclusiones y consecuencias con que la medicina nos llena la cabeza; ni siquiera al efecto mismo del dolor circunda tina agriura tan áspera y prepotente para que un hombre tranquilo se encolerice y desespere. Este provecho he sacado del cólico que no había logrado con mis solas fuerzas alcanzar: que me concilia de todo en todo con la muerte y me arrima a ella, pues cuanto más aquél me oprima o importune, tanto menos el sucumbir me será temible. Había ya ganado el no amar la vida sino por la vida misma; aquel dolor servirá aún para desatar esta inteligencia; ¡y quiera Dios que al fin (si la rudeza del acabar viene a sobrepujar mis fuerzas) el mal no me lance a la opuesta extremidad, no menos viciosa, de amar y desear el morir!


Summum nec metuas diem, nec optes1041 :



  —142→  

son dos pasiones igualmente merecedoras de temor; mas el remedio de la una se alcanza con mayor presteza que el de la otra.

Por lo demás siempre consideré como cosa de ceremonia el precepto que tan rigorosa y exactamente ordena el mantener buen semblante junto con un ademán desdeñoso ante el sufrimiento de los males ¿Por qué la filosofía, cuya misión mira solamente a lo vivo y a los efectos, se detiene en estas apariencias externas? Que abandone ese cuidado a los farsantes y a los maestros de retórica, quienes con tantos aspavientos encarecen nuestros gestos; que conceda valientemente al dolor la flojedad vocal, siempre y cuando que ésta no sea ni cordial ni del pecho emane, y preste de buen grado esas quejas al género de suspiros, sollozos, palpitaciones y palideces que la naturaleza puso por cima de nuestro poder: mientras el ánimo se mantenga libre de horror y las palabras surjan sin desesperación, que la filosofía se dé por satisfecha; ¿qué importa que retorzamos nuestros brazos mientras no hagamos lo propio con nuestros pensamientos? Debe enderezarnos para nosotros, no para los demás; para ser, no para parecer; que la filosofía se detenga a gobernar nuestro entendimiento, que es la misión que se impuso; que en medio de los esfuerzos del cólico mantenga el alma capaz de reconocerse, de seguir su camino acostumbrado, combatiendo el dolor y haciéndole frente, no prosternándose vergonzosamente a sus pies; conmovida y ardorosa por el combate, no abatida y derribada; capaz de comercio, susceptible de conversar y de otra ocupación cualquiera, hasta llegar a cierto límite. En accidentes tan extremos es crueldad el requerir de nosotros una compostura tan ordenada; si con ello experimentamos mejoría, poco importa que adoptemos mal semblante; si el cuerpo se alivia con los lamentos, que los exhale; si la agitación le place, que se eche a rodar de un lado a otro como mejor cuadre a su albedrío; si le parece que el mal se evapora en algún modo (algunos médicos dicen que esto ayuda a parir a las mujeres preñadas) expulsando la voz afuera, con violencia grande, o si así entretiene su tormento, que grite hasta desgañitarse. No ordenemos a esa voz que camine, dejémosla marchar. Epicuro, no solamente perdona a sus discípulos el gritar ante los tormentos, sino que se lo aconseja: Pugiles etiam, quum feriunt, in jactandis caestibus ingemiscunt, quia profundenda voce omne corpus intenditur, venitque plaga vehementior1042. Sobrado trabajo nos procura el mal sin que vayamos a sobrecargarnos con estas reglas superfluas.

Todo lo cual va dicho para excusar a los que ordinariamente   —143→   vemos armar estrépito ante los asaltos y sacudidas de esta enfermedad, pues por lo que a mí toca hasta la hora actual la he pasado con algún mejor continente, y me conformo con gemir, sin bramar; y no porque me violente a fin de mantener esta decencia exterior, pues no doy importancia alguna a semejante ventaja (en este punto otorgo al mal rienda suelta), sino porque mis dolores o no son tan excesivos o muestro ante sus acometidas firmeza, mayor que el común de las gentes. Yo me quejo y me despecho cuando las agrias punzadas me oprimen pero no llego a la desesperación como aquél,


Ejulatu, questu, gemitu, fremitibus
resonando, multum flebiles voces refert1043:



me sondeo en lo más duro del dolor, y siempre me he reconocido capaz de decir, pensar y responder tan sanamente como en cualquiera otra hora, mas no con igual firmeza, merced al mal, perturbador y desquiciador. Cuando más me aterra y los que me rodean no economizan ninguna suerte de cuidados, ensayo yo muchas veces mil fuerzas hablándoles de las cosas más lejanas de mi estado. Todo me es factible a cambio de un repentino esfuerzo, mas la duración es brevísima. ¡Qué no dispusiera yo de la facultad de aquel soñador de Cicerón, que soñando gozar una muchacha se encontró con que se había aligerado de su piedra en medio de las sábanas! Los míos me descargan extrañamente. En los intervalos de este dolor excesivo, cuando mi uretra languidece sin mortificame, encamínome de pronto a mi estado ordinario con tanta mayor facilidad cuanto que mi alma no estaba ganada anteriormente por otra alarma distinta de la sensible y corporal, de lo cual soy deudor al cuidado que siempre tuve de prepararme por reflexión a semejantes accidentes:


Laborum
nulla mihi nova nunc facies inopinave surgit:
omnia praecepi, atque animo mecum ante peregi1044:



Por eso estoy habituado con bastante resistencia para un aprendiz a los cambios repentinos y rudos, habiendo ido a dar de pronto de una dichosísima y muy dulce condición de vida a la más lamentable y penosa que pueda imaginarse; pues a más de ser la mía una enfermedad por sí misma muy de temer, hizo en mí sus comienzos con mucha mayor aspereza y dificultad de lo que tiene por costumbre: los accesos se apoderan de mí con frecuencia tanta, que   —144→   casi nunca me siento en cabal salud. De todas suertes hasta el presente me mantengo en tal situación que si a ella puedo llevar la constancia, reconózcome en mejor condición de vida que mil otros desprovistos de fiebre ni enfermedad diferentes de las que se procuran a sí mismos por defecto de raciocinio.

Existe cierta manera de humildad sutil que emana de presunción, como la que hace que reconozcamos nuestra ignorancia en muchas cosas y seamos tan corteses que declaremos la existencia en las obras de la naturaleza de algunas cualidades y condiciones que nos son imperceptibles, y de las cuales nuestra insuficiencia no alcanza a decir los medios y las causas. Con esta honrada declaración de conciencia esperamos ganar la ventaja de que se nos crea igualmente en aquello que decimos comprender. Inútil es que vayamos escogiendo milagros y casos singulares extraños; paréceme que entre las cosas que ordinariamente vemos hay singularidades incomprensibles que superan la dificultad de los milagros. ¿Qué cosa más estupenda que esa gota de semilla, de la cual somos producto, incluya en ella las impresiones no ya sólo de la forma corporal, sino de los pensamientos e inclinaciones de nuestros padres? Esa gota de agua, ¿dónde acomoda un número tan infinito de formas, y cómo incluye las semejanzas por virtud de mi progreso tan temerario y desordenado que el biznieto responderá a su bisabuelo, y el sobrino al tío? En la familia de Lépido, en Roma, hubo tres individuos que nacieron (no los unos a continuación de los otros, sino por intervalos) con el ojo del mismo lado cubierto con un cartílago. En Tebas había una familia cuyos miembros llevaban estampado desde el vientre de la madre la forma de un hierro de lanza, y quien no lo tenía era considerado como ilegítimo. Aristóteles dice que en cierta nación en que las mujeres eran comunes, los hijos asignábanse por la semejanza a sus padres respectivos.

Puede creerse que yo debo al mío mi mal de piedra, pues murió afligidísimo por una muy gruesa que tenía en la vejiga, y sólo advirtió su mal a los sesenta y siete tiros de su edad; antes de este tiempo nunca sintió amenaza o resentimiento en los riñones, ni en los costados, ni en ningún otro lugar, y había vivido hasta entonces con salud próspera, muy poco sujeto a enfermedad. Siete años duró después del reconocimiento del mal, arrastrando un muy doloroso fin de vida. Yo nací veinticinco años, o más temprano, antes de su enfermedad, cuando se deslizaba su existencia en su mejor estado, y fui el tercero de sus hijos en el orden de nacimiento. ¿Dónde se incubó por espacio de tanto tiempo la propensión a este mal? Y cuando mi padre estaba tan lejos de él, esa ligerísima sustancia con que me edificó, ¿cómo fue capaz de producir una impresión tan   —145→   grande? ¿y cómo permaneció luego tan encubierta que únicamente cuarenta y cinco años después he comenzado a resentirme, y yo sólo hasta el presente entre tantos hermanos y hermanas nacidos todos de la misma madre? A quien me aclare este problema, creeré cuantos milagros quiera, siempre y cuando que (como suele hacerse) no me muestre en pago de mi curiosidad una doctrina mucho más difícil y abstrusa que no es la cosa misma.

Que los médicos excusen algún tanto mi libertad si digo que merced a esa misma infusión e insinuación fatales he asentado en mi alma el menosprecio y el odio hacia sus doctrinas. Esa antipatía que yo profeso al arte de sanar es en mí hereditaria. Mi padre vivió setenta y cuatro años; mi abuelo sesenta y nueve, y mi bisabuelo cerca de ochenta, sin que llegaran a gustar ninguna suerte de suerte de medicina; y entre todos ellos, cuanto no pertenecía al uso ordinario de la vida era considerado como droga. La medicina se fundamenta en los ejemplos y en la experiencia; así también se engendran mis opiniones. ¿No es el que ofrecen mis abuelos un caso peregrino, prueba de experiencia y de los más ventajosos? Ignoro si los médicos acertarían a señalarme consignado en sus registros otro parecido de personas nacidas, educadas y muertas en el mismo hogar, bajo el mismo techo, que hayan pasado por la tierra bajo un régimen de vida hijo del propio dictamen. Necesario es que confiesen en este punto que si no la razón, al menos la fortuna recae en provecho mío, y téngase en cuenta que entre los médicos acaso vale tanto fortuna como la razón. Que en los momentos presentes no me tomen como argumento de sus miras, y que no me amenacen, aterrado como me encuentro, que esto sería cosa de superchería. De suerte que, a decir la verdad, yo he ganado bastante sobre los médicos con los ejemplos de mi casa, aun cuando en lo dicho se detengan. Las cosas humanas no muestran tanta constancia: doscientos años ha (ocho solamente faltan para que se cumplan) que aquel largo vivir nos dura pues el primero nació en mil cuatrocientos dos; así que, razón es ya que la experiencia comience a escaparnos. Que no me echen encara nuestros Galenos los males que a la hora presente me tienen agarrado por el pescuezo, pues haber vivido libre de ellos cuarenta y siete años, ¿no es ya suficiente? Aunque éstos sean el fin de mi carrera, considérola ya como de las más dilatadas.

Mis antepasados tenían tirria a la medicina a causa de una inclinación oculta y natural; hasta la sola vista de las drogas horrorizaba a mi padre. El señor de Gaviac, mi tío paternal, hombre de iglesia, enfermo desde su nacimiento, y que sin embargo hizo durar su débil vida hasta los sesenta y siete años, como cayera enfermo de una fuerte y vehemente fiebre crónica, ordenaron los médicos que se le   —146→   advirtiera que de no ayudarse con eficacia (socorro llaman a lo que casi siempre es impedimento), moriría infaliblemente. Asustado como estaba con tal terrible sentencia, respondió: «Pues entonces me doy por muerto.» Mas Dios trocó muy luego en vano semejante pronóstico. El último de sus hermanos (eran cuatro), el señor de Bussaguet, que era el más joven, sometiose sólo a este arte, acaso por el comercio, así lo creo yo al menos, que sostenía con las otras artes, pues era consejero en la Cámara del Parlamento, y le fue tan mal que, siendo en apariencia de complexión más resistente murió, sin embargo, mucho antes que los otros hermanos, a excepción de uno de ellos, el señor de Saint-Michel.

Posible es que yo haya recibido de ellos esta aversión natural a la medicina, pero si no tuviera en mi favor otras consideraciones, hubiese intentado vencer aquélla, por cuanto todas las convicciones que nacen en nosotros son viciosas y constituyen una especie de enfermedad que es preciso combatir. Pudo, como digo, ocurrir que yo me inclinara a semejante propensión, pero lo seguro es que la apoyé y fortifiqué con el raciocinio, el cual arraigó en mí la opinión que profeso, pues, yo odio también la consideración que rechaza la medicina por el amargor de su gusto. No sería éste mi sentir encontrando la salud merecedora de ser rescatada aun a costa de todos los cauterios e incisiones más penosos que se practiquen. Y siguiendo a Epicuro, me parece que deben evitarse los goces si traen luego como consecuencia dolores más grandes, y buscarse los quebrantos que acarrean goces mayores.

Cosa preciosa es la salud, y la sola, en verdad, merecedora de que se empleen en su inquirimiento no ya el tiempo solamente, los sudores, los dolores y los bienes, sino hasta la misma vida, tanto más cuanto que sin ella la existencia nos es carga penosa y horrenda. Sin ella los goces, la prudencia, la ciencia y la virtud se empañan y desvanecen, y a los más firmes y rígidos discursos que la filosofía quiera imprimirnos en prueba de lo contrario, no tenemos sino oponer la imagen de Platón, herido de enfermedad aguda o por el mal apoplético, y admitida ya presuposición semejante, desafiarle a que llamara en su socorro las espléndidas facultades de su alma. Todo camino que nos conduzca a la salud no puede en mi sentir considerarse como áspero ni costoso. Mas yo albergo otras razones que me hacen desconfiar extrañamente de esta mercancía. Y no digo que no pueda haber algún arte, ni que no existan entre tantas producciones de la naturaleza, algunas cosas propias a la conservación de nuestra salud; esto es evidente. Yo bien sé que hay simples que humedecen y otros que secan; por experiencia conozco que los rábanos ocasionan flatos, y que las hojas de sen libertan el vientre; familiares me son estos   —147→   remedios como igualmente que el carnero me sirve de alimento y que el vino me caldea; y decía Solón que el comer era como las otras drogas, una medicina contra la enfermedad del hambre. No desapruebo el uso que del mundo sacamos, ni pongo en duda la fecundidad y el poder de la naturaleza y la aplicación de ésta a nuestras necesidades; bien advierto que los sollos y las golondrinas se encuentran con ella bien hallados. Yo desconfío de las invenciones de nuestro espíritu, de nuestra ciencia y de nuestro arte, en favor del cual abandonamos aquella sabia maestra y sus preceptos, y por el cual gobernados no acertamos a mantenernos en la moderación ni en el justo límite. Como llamamos justicia a la modelación de las primeras leyes que caen bajo nuestra mano, a su aplicación y práctica ineptísisima y frecuentemente escandalosísima; y como aquellos que de ella se burlan y la acusan no entienden sin embargo injuriar virtud tan noble, sino exclusivamente condenar el abuso y profanación de tan sagrado título, así en la medicina venero yo su glorioso epípeto, su proposición y sus promesas de utilidad indudable al género humano; mas lo que entre nosotros designa, ni lo honro ni lo estimo.

En primer lugar, la experiencia me la hace temer, pues allí donde mis conocimientos alcanzan no veo ninguna clase de gentes que más enferme ni que más tarde cure que la que vive bajo la jurisdicción de la medicina; la salud de aquéllas se adultera y corrompe con la sujeción del régimen.

Los médicos no se contentan con gobernar la enfermedad, sino que además truecan la salud en mal para asegurar en toda ocasión el ejercicio de su autoridad; y efectivamente, de una salud constante y plena ¿no sacan como consecuencia una enfermedad futura? Yo he estado enfermo con sobrada frecuencia, y sin socorro extraño hallé mis males (y los experimenté de todas suertes) tan dulces de soportar y tan cortos cual ninguna otra persona, no habiendo recurrido a la amargura de sus prescripciones. Mi sanidad es libre y cabal sin más regla ni disciplina que mi costumbre y ni deleite; cualquier lugar me es adecuado para fijarme, pues no me precisan comodidades distintas en la enfermedad a las que he menester estando bueno. Carecer de facultativo no me intranquiliza ni tampoco de boticario y otros auxilios cuya privación aflige a la mayor parte de las gentes más que el mal mismo. ¡Cómo! ¿Acaso ellos nos muestran con su vida bienandante y duradera que podamos abrigar en su ciencia alguna racional seguridad?

No hay nación que no haya vivido muchos siglos sin medicina, entre ellas las primeras, es decir, las mejores y las más dichosas; y en todo el mundo la décima parte no se sirve de ella ni aun actualmente. Infinitos pueblos la desconocen, en los cuales se vive más sana y dilatadamente que   —148→   entre nosotros. En nuestro país el vulgo prescinde de ella felizmente; entre los romanos transcurrieron seiscientos años antes de recibirla, y luego de haberla puesto a prueba lanzáronla de su ciudad por mediación de Catón el censor, el cual mostró con cuantísima facilidad se subsistía sin ella, habiendo vivido ochenta y cinco años y hecho durar a su mujer hasta la vejez más extrema, no precisamente sin medicina, sino sin médico, pues todo lo saludable a nuestra vida puede llamarse medicina. Catón mantenía, así lo dice Plutarco, a su familia en salud cabal sustentándola con liebre; como los árcades, dice Plinio, curaban todas las enfermedades con leche de vaca: y los libios, según Herodoto, gozaban popularmente de singular salud gracias a la costumbre que adoptaran: cuando los muchachos habían cumplido cuatro años los cauterizaban y quemaban las venas de la cabeza y de las sienes, por donde para toda la vida cortaban el camino a toda fluxión y constipado; los aldeanos de ese pueblo, en todos los accidentes que les sobrevenían, no empleaban sino el vino más fuerte que tenían, mezclado con azafrán y especias, y siempre con fortuna prospera.

Y a decir la verdad, entre toda esa diversidad y confusión de ordenanzas, ¿qué otro efecto se persigue sino vaciar el vientre? Lo cual pueden ejecutar mil simples domésticos; y no sé yo si la operación es tan útil como dicen, y si nuestra naturaleza no tiene necesidad de guardar sus excrementos hasta cierta medida, como el vino ha menester de las heces para su conservación; frecuentemente vemos a personas sanas acometidas por los vómitos o por los flujos de vientre; por algún accidente extraño se procuran una limpia general sin necesidad alguna precedente ni utilidad consiguiente, y a veces hasta con empeoramiento y menoscabo.

Antaño aprendí en el gran Platón que de las tres suertes de movimientos que nos son inherentes, el último y el peor de todos es el de la purgación; y que ningún hombre, como no sea loco de remate, debe echar mano de ella si no se reconoce empujado por la necesidad más extrema. Con ella se va revolviendo y despertando el mal por oposiciones contrarias; precisa que sea la manera de vivir lo que dulcemente ponga en vías de languidecimiento y reconduzca a su fin; los violentos arponazos entre la droga que se aplica y el mal que se combate redundan siempre en nuestro daño, puesto que la querella se dilucida dentro de nosotros y la medicina es un socorro de poco fiar, por naturaleza enemigo de nuestra salud, y que en nuestra economía no encuentra acceso sino merced al trastorno. Dejemos marchar las cosas sin violentarlas; el orden que auxilia a las pulgas y a los topos,   —149→   ayuda también a los hombres que tienen paciencia semejante en el dejarse gobernar a la de los topos y las pulgas; inútil es que gritemos; así no hacemos más que enronquecernos sin avanzar un paso, puesto que nos las habemos con un orden indomable y soberbio. Nuestro temor y nuestra desesperación le contrarían, retardando nuestro alivio en vez de convidarlo; al mal debe su curso como a la salud; dejarse corromper en provecho del uno y perjudicando los derechos de la otra, el orden no lo consentirá sin lanzarse derecho al desorden. ¡Sigámosle por lo más santo! Vayamos con él de la mano: él conduce a los que lo acompañan, y a los que le abandonan los arrastra y trueca en hidrófobos y a su medicina con ellos. Purgad mejor vuestro cerebro; así ganaréis más que purgando vuestro vientre.

Preguntado un lacedemonio por la causa de su larga y saludable vida respondió que obedecía a «la ignorancia de la medicina»; y Adriano el emperador, ya moribundo, gritaba sin cesar «que la tiranía de los médicos le había matado». Un luchador detestable se hizo médico, y Diógenes le dijo: «Ánimo, amigo, hiciste bien, ahora echarás por tierra a los que antaño te derribaron.» Pero los galenos, según Nicocles, tienen la buena estrella «de que el sol alumbra sus bienandanzas y la tierra oculta sus delitos». Y a más de esto hallan a la mano una ventajosísima manera de que en su provecho recaigan los acontecimientos todos, pues aquello que, merced el acaso, a la naturaleza o a cualquiera otra causa extraña (y todas consideradas son infinitas), ocasiona en nosotros efecto saludable y bueno, lo achacan a privilegio de la medicina y a ella se lo atribuyen. Todos los resultados felices que llegan al paciente permaneciendo bajo su régimen, de la medicina los alcanza. Las ocasiones en que yo me vi curado y en que mil otros se vieron sanados sin recurrir a los médicos ni a sus socorros las usurpan éstos en su provecho; y en cuanto a los desdichados accidentes, ¿rechazan la responsabilidad por completo echando la culpa al paciente con el arrimo de razones tan vanas como éstas, que jamás dejan de encontrar en buen número: «Sacó los brazos de la cama; oyó el ruido de un coche,


    Rhedarum transitus areto
vicorum in flexu1045;



entreabrieron la ventana, se acostó del lado izquierdo, o sin duda pasó por su cabeza alguna penosa idea.» (En, suma, una palabra, una soñación, una ojeada les bastan como excusa para descargo de sus culpas.) O si les viene en ganas, se sirven del empeoramiento para salir ilesos por otro procedimiento que jamás les falla, y es el convencernos,   —150→   cuando la enfermedad se encuentra aguzada por los remedios que aplican, de la seguridad de que nuestra estado sería aun más desastroso sin sus remedios: aquel a quien lanzaron del escalofrío a las tercianas hubiera, según ellos, padecido la fiebre crónica. En verdad obran cuerdamente al requerir del enfermo una creencia que les sea enteramente favorable; preciso es que sea de esa índole, y bien elástica además, para aplicarla a las especies tan difíciles de tragar. Platón decía, con razón sobrada, que sólo a los médicos pertenecía el mentir con libertad completa, puesto que nuestra salud depende de la vanidad y falsedad de sus promesas. Esopo, autor de excelencia rarísima, de quien pocas gentes descubren todas las gracias, nos representa ingeniosamente la autoridad tiránica que los médicos usurpan sobre esas pobres almas débiles y abatidas por el temor y el mal, pues refiere que un enfermo, interrogado por el que le asistía acerca del efecto que experimentaba con los medicamentos que le suministrara, contestó: «He sudado mucho. -Eso es bueno», repuso el médico. Otra vez preguntole cómo lo había ido después: «He sentido un frío intenso, respondió el paciente, y he rehilado mucho. -Eso es bueno», añadió el médico. Y como uno de sus domésticos se inquiriera de su situación; «En verdad, amigo, respondió, a fuerza de bienestar me voy muriendo.»

En Egipto había una ley equitativa según la cual el facultativo tomaba al paciente a su cargo durante los tres días primeros del mal a riesgo y fortuna del segundo, mas pasado ese tiempo la cosa corría a cargo del médico; y en verdad que el proceder era justo, pues ¿qué razón hay para que Esculapio, patrón de nuestros hombres, fuera castigado por haber convertido a Hipólito de la muerte a la vida:


Nam Pater omnipotens, aliquem indignatus ab umbris
mortalem infernis ad lumina surgere vitae,
ipse repertorem medicinae talis, et artis,
fulmine Phaebigenam Stygias detrusit ad undas1046;



y sus sucesores sean absueltos enviando a tantas almas de la vida a la muerte? Un médico alababa a Nicocles el arte que ejercía como cosa de autoridad preeminente: «En verdad opino como tú, repuso Nicocles, puesto que con impunidad completa puede matar a tantas gentes.»

Por lo demás, si yo hubiera pertenecido a esa camada habría convertido mi disciplina en más sagrada y misteriosa; si bien empezaron a maravilla, no siguieron luego el mismo camino. Excelente comenzar era el hacer a los   —151→   dioses y a los demonios autores de su ciencia, y el haber adoptado un lenguaje aparte y una escritura aparte, a pesar de que la filosofía declara locura el adoctrinar a un hombre para su provecho por manera ininteligible. Ut si quis medicus imperet, ut sumat


Terrigenam, herbigradam, domiportam, sanguine cassam.1047



Buen precepto de la ciencia de curar es el que acompaña a todas las artes fantásticas, vanas y sobrenaturales; reza ésta la necesidad de que la fe del paciente aguarde con esperanza dichosa y seguridad cabal el efecto de la operación. Esta regla la llevan a una extremidad tal, que para ellos el médico más ignorante y grosero es más adecuado para quien confía en él que el más experimentado y diestro. La elección misma de sus drogas es en algún modo misteriosa y como divina; ya prescriben la pata izquierda de una tortuga, la orina del lagarto, el excremento del elefante o el hígado de un topo; ya la sangre extraída del ala derecha de un pichón blanco; y a los que propendemos al cólico (a tal punto abusan en menosprecio de nuestra miseria) nos preceptúan las cagarrutas de ratón pulverizadas y otras ridiculeces, que mas parecen cosas de magia y encantamiento que de ciencia sólida. Dejo a un lado el número impar de sus píldoras; el señalamiento de ciertos días y fiestas del año; la distinción de horas para recoger las hierbas de sus ingredientes, y ese gesto de urañería y prudencia que revisten en porte y continente, el cual ya Plinio ridiculiza. Pero, como dije, no continuaron este hermoso comenzar al no convertir en más religiosas y secretas sus asambleas y consultaciones: ningún profano debía tener en ellas acceso, como no lo alcanza en las reservadas ceremonias de Esculapio; porque acontece con tamaña falta que la irresolución médica, la debilidad de sus argumentos, adivinaciones y fundamentos, la rudeza de sus discusiones impregnadas de odio, envidia y egoísmo, viniendo de todo el mundo a ser descubiertas, es preciso ser ciego de remate para no reconocerse en peligro entre sus manos. ¿Quién vio nunca a un médico servirse de la receta de su compañero sin añadir o quitar alguna cosa? Con esto denuncian de sobre su arte, haciéndonos ver que atienden más a la propia reputación, y por consiguiente a su provecho, que al interés de sus pacientes. Aquel de sus doctores fue más prudente que en lo antiguo les prescribiera que tan sólo uno se las hubiese con un enfermo; pues en este caso, de no hacer nada de provecho, la acusación al arte de la medicina no podrá ser muy grande por la culpa de   —152→   un hombre solo; por el contrario, la gloria será mayor si la bienandanza corona la obra; mientras que siendo muchos desacreditan constantemente la profesión, con tanta más razón cuanto que mayor es la frecuencia con que practican el mal que con que ejecutan el bien. Debieran resignarse con el perpetuo desacuerdo que se descubre en las opiniones de los principales maestros y autores antiguos que trataron de esta ciencia, el cual sólo es conocido de los hombres versados en los libros, guardándose de hacer patente al vulgo las controversias y veleidades de juicio que perpetuamente encienden y alimentan entre ellos.

¿Queremos mostrar un ejemplo del remoto debate de la medicina? Herófilo coloca en los humores la causa generadora de las enfermedades, Herasistrato en la sangre de las arterias, Asclepiades en los átomos invisibles que penetran en nuestros poros, Alamón en la exuberancia o defecto de fuerzas corporales, Diocles en el desequilibrio de los elementos del cuerpo y en la calidad del aire no respiramos, Estrato en la abundancia, crudeza y corrupción del alimento que nos sustenta, e Hipócrates supone que los espíritus son la causa de los males. Hay uno de sus colegas, a quien los médicos conocen mejor que yo, que clama a propósito de tamaña disparidad: «La ciencia más importante que existe para nuestro provecho, o sea aquella cuya misión es nuestra conservación y salud, es por desdicha la más incierta, la más turbia y a la que agitan cambios más grandes.» No corremos grave riesgo al engañarnos en punto a la altura del sol, o en echar una fracción de más o de menos en las medidas astronómicas; pero aquí donde todo nuestro ser se pone en juego no es prudente que nos abandonemos a merced de la agitación de tantos vientos contrarios.

Antes de la guerra peloponesiaca no hubo grandes nuevas de esta ciencia. Hipócrates la acreditó, y, cuantos principios éste había sentado, vino Crisipo y los derribó; luego, Erasistrato, nieto de Aristóteles, desmenuzó cuanto Crisipo había escrito; después de ellos sobrevinieron los empíricos, quienes siguieron un camino enteramente opuesto al seguido por los antiguos en el cultivo de este arte; y citando el crédito de estos últimos empezó a envejecer, Herófilo puso de moda otra suerte de medicina que Asclepiades vino a combatir y a aniquilar a su vez. En su época alcanzaron autoridad las opiniones de Temison, y después las de Musa, y todavía posteriormente las de Victio Valens, médico famoso por el trato íntimo que mantuvo con Mesalina. El cetro de la medicina fue a parar en tiempo de Nerón a manos de Tesalo, el cual abolió y condenó cuanto había hasta él estado vigente; la doctrina de éste fue abatida por Crinas de Marsella, quien nos trajo como novedades el apañar   —153→   todas las operaciones médicas conforme a las efemérides y movimientos de los astros; comer, beber y dormir a la hora que pluguiera a la luna y a Mercurio. Su autoridad fue muy poco tiempo después suplantada por Carino, médico de la misma ciudad de Marsella, quien combatió no sólo la antigua medicina sino también el uso público de los baños calientes, de tantos siglos antes acostumbrado. Este galeno hacía bañar a los hombres en agua fría hasta en invierno, zambullía a los enfermos en la corriente de los arroyos. Hasta la época de Plinio ningún romano se había dignado ejercer la medicina; practicábanla los griegos y los extranjeros, como entre nosotros la ejercen los latinajistas; pues, como dice un médico competentísimo, no aceptamos de buen grado el remedio que entendemos, como tampoco la droga que cogemos con nuestras manos. Si los países que nos procuran el guayacán, la zarzaparrilla y el árbol de la quina tienen sus médicos correspondientes, merced al crédito que entre éstos goza lo extraño, lo singular y lo caro, ¿cuánto no encomiarán nuestras coles y nuestro perejil? En efecto, ¿quién osara menospreciar las cosas tan lejos buscadas, al través de los azares de una peregrinación tan dilatada y peligrosa? Después de estas antiguas mutaciones de la medicina, hubo infinitas otras hasta nuestros días, y ordinariamente transformaciones completas y universales, como son las acontecidas en nuestro tiempo con Paracelso, Fioravanti y Argenterio: pues no solamente cambian un principio, sino que, según me informan, vuelven del revés todo el contexto y ensambladura de la medicina, acusando de ignorancia y engaño a los que la profesaron hasta ellos. Con lo cual puede formarse idea de la suerte que corre el desdichado paciente.

Si a lo menos estuviéramos seguros de que al engañarse no perdemos si no salimos gananciosos, obtendríamos con ello una compensación muy razonable exponiéndonos a alcanzar el bien sin abocarnos a las pérdidas. Esopo relata el cuento siguiente de un individuo que compró un esclavo: como supusiera que el color le había sobrevenido por accidente y perversos tratamientos de su primer amo, hízole medicinar con muchos baños y brebajes, con exquisito esmero, y aconteció que el esclavo no cambió en modo alguno su color obscuro, perdiendo por completo la salud de que antes disfrutara. ¿Cuántas veces no nos ocurre ver a los médicos imputarse los unos a los otros la muerte de sus pacientes? Me acuerdo ahora de una enfermedad epidémica que reinó en los pueblos de mi vecindad hace algunos años, mortal y peligrosísima; una vez la avalancha pasada (había arrastrado tras sí infinito número de vidas), uno de los médicos más renombrados de la localidad publicó un libro tocante a la materia, en el cual se consignaba que para combatir el mal se había empleado la sangría, y que esto   —154→   había sido una de las causas principales del daño sobrevenido. Con fundamento mayor los autores sostienen que no hay medicina que no tenga alguna parte dañosa; y si aun aquellas mismas que nos benefician nos perjudican en algún modo, ¿qué no harán las que se nos aplican de todo en todo fuera de propósito? Por mi parte, y ya que no otra cosa, considero que para aquellos que detestan el sabor de las drogas debe constituir un esfuerzo peligroso y perjudicial el tragarlas a una hora tan incómoda y con tanta repugnancia; y creo que esto expone inminentemente al enfermo en los momentos en que tanto ha menester de reposo; de considerar además las ocasiones en que ordinariamente fundan las causas de nuestras dolencias, se ve que aquéllas son tan ligeras y delicadas, que de ello puede argumentarse que un error baladí en la suministración de sus potingues puede acarrearnos un mal incalculable.

Ahora bien; si el error del médico es dañoso, nos irá rematadamente mal, pues es muy difícil que no caiga en él de nuevo frecuentemente. Tiene éste necesidad de desmontar demasiadas piezas, consideraciones y circunstancias para marcar justamente sus designios; le precisa conocer la complexión del enfermo, su temperatura, sus humores e inclinaciones, sus actos, sus pensamientos mismos y fantasías; es necesario, además, que sepa darse cuenta de las circunstancias externas, de la naturaleza del lugar, condición del aire y del tiempo, posición de los planetas y su influencia; que conozca, en la enfermedad que tiene entre manos, las causas, signos, afecciones y días críticos; de la droga: el peso, la fuerza, el país de donde procede, la figura, el tiempo y la manera de suministrarla. Menester es que todos estos puntos sepa proporcionarlos y referirlos unos a otros, para de este modo engendrar una cabal simetría, la cual no alcanza, por escasa que sea la falta; si entre tantos resortes uno solo se desvía, basta y sobra para perdernos. Dios sabe de cuánta dificultad sea la penetración de casi todas estas partes, pues, por ejemplo, ¿cómo echará de ver la señal propia de la enfermedad, cada una de éstas siendo capaz de un número tan grande de signos? ¿Cuántos debates y dudas no sostienen y albergan los médicos en punto a la interpretación de la orina? Si así no fuera, ¿cuál sería el origen de ese continuo altercado que vemos entre ellos sobre el conocimiento del mal? ¿Cómo excusaríamos ese error en que caen con tanta frecuencia, de confundir la marta con el zorro? En los males que yo he sufrido, por pequeña que haya sido su aplicación, nunca encontré tres que estuvieran de acuerdo, y señalo más particularmente los ejemplos que me incumben. Últimamente en París, un caballero sufrió la operación de la talla aconsejado por los médicos, al cual no se encontró piedra ninguna ni en la vejiga ni en la mano: en París también un   —155→   obispo, a quien yo tenía por grande amigo, fue solicitado por la mayor parte de los médicos, a quienes pidió consejo para que se prestase a la misma operación; yo también, por impulso ajeno, ayudé a ello con mis persuasiones, y cuando murió y le abrieron encontrose que su mal residía en los riñones. Menos disculpables son al engañarse en esta enfermedad, por cuanto que es palpable hasta cierto punto. Por donde la cirugía me parece de certeza mucho mayor, en atención a que maneja y ve lo que ejecuta; hay en ella menos que conjeturar y menos que adivinar: en la medicina, los médicos carecían de speculum matricis que les descubra nuestro cerebro, nuestro pulmón y nuestro hígado.

Las promesas mismas de la medicina son increíbles, pues habiendo de proveer a accidentes diversos y contrarios, que frecuentemente nos acosan juntos y que guardan una relación casi necesaria, como el calor del hígado y la frialdad del estómago, los médicos tratan de persuadirnos de que con sus menjurjes uno calentará el estómago, mientras el otro refrescará el hígado; uno tiene a su cargo ir derecho a los riñones, o a la vejiga, sin extenderse por otra parte, y conservando su fuerza y su virtud en este largo camino lleno de sinuosidades hasta el lugar a cuyo servicio se destina, por su propiedad oculta; el otro secará el cerebro, éste humedecerá el pulmón. De todo ese montón elaborados una mixtura y un brebaje, ¿no es una especie de ensueño el confiar que estas virtudes vayan dividiéndose y seleccionándose en medio de semejante confusión y mezcla, para proveer a cargas tan diversa? Yo temería infinitamente que perdieran o cambiaran sus direcciones, y que alborotaran el barrio. ¿Y por qué no imaginar en medio de tal confusión de elementos que las propiedades de estos no se corrompan, confundan y alteren los unos a los otros? ¿Y qué decir si la ejecución de esta ordenanza depende de otro encargado, a cuya fe y merced abandonamos una vez más nuestra vida?

Así como tenemos coleteros y calzoneros para vestirnos, y somos tanto mejor servidos cuanto que cada cual se ocupa solamente de su oficio, y su ciencia es más restringida y limitada que la del sastre, el cual todas las prendas abraza; y como en materia de alimentos los grandes para comodidad mayor tienen despensas, y en unas ponen las verduras y los asados en otras, de los cuales un cocinero que se ocupara de todo no podría delicadamente salir del paso, así los egipcios en punto al arte de curar tuvieron razón al desechar el general oficio de médico y al cortar esta profesión: a cada enfermedad, a cada parte del cuerpo asignaron en su obrero correspondiente, pues así cada una de ellas se veía más propia y menos confusamente tratada por no considerarse sino ella sola especialmente. Los nuestros no echan de ver que quien provee a todo no provee a nada,   —156→   que la total organización de este mundo les es indigesta. Por temor de detener el curso de una disentería, a causa de la fiebre que hubiera sobrevenido, no mataron a un amigo que valía más que todos juntos, tantos como son. Amontonan sus adivinaciones en oposición con los males presentes, y por no curar el cerebro a expensas del estómago perjudican el estómago y empeoran el cerebro con sus drogas tumultuorias y contradictorias.

En cuanto a la variedad y debilidad de las razones de este arte, las de ningún otro son más palmarias; veamos, si no, una muestra. Las cosas aperitivas son útiles a un hombre sujeto al cólico porque abren los conductos y los dilatan, y encaminan la materia viscosa de que se forman la grava y la piedra conduciendo hacia bajo lo que comienza a amasarse y a endurecerse en los riñones: las cosas aperitivas son nocivas a un hombre sujeto al cólico porque abriendo los conductos y dilatándolos encaminan hacia los riñones las materias propias a formar la piedra, las cuales juntándose fácilmente por serles habitual esta propensión, es difícil que no amontonen mucho de lo que se haya acarreado; mayormente, si por casualidad se encuentra algún cuerpo algo más grueso de lo necesario para atravesar todos los estrechos que quedan por franquear para salir al exterior, este cuerpo puesto en movimiento por las substancias aperitivas y lanzado en conductos estrechos, si llega a taparlos encaminará al enfermo a una muerte dolorosísima. Es conveniente hacer aguas con frecuencia, puesto que la experiencia nos muestra que dejándolas estancar procurámoslas el tiempo preciso para que se descarguen de la parte sólida disuelta y demás sedimentos que servirán de materiales para formar la piedra en la vejiga: es bueno no hacer aguas con frecuencia, porque los pesados sedimentos que éstas arrastran consigo no los llevarán si no hay violencia en la operación, como la experiencia nos enseña: así un torrente que rueda con impetuosidad barre con mayor limpieza el lugar por donde pasa que no el curso de un arroyuelo blando y tardo. Análogamente, es bueno tener comercio frecuente con mujeres, porque así abren los conductos, dando suelta a la grava y a la arena; es también nocivo, porque irrita los riñones, los cansa y debilita. Es bueno bañarse en agua caliente, porque así se aflojan y reblandecen los lugares en que se estancan la arena y la piedra; malo también es, porque esta aplicación del calor externo cuece los riñones, endureciendo y fortificando la materia, que para ello interiormente está dispuesta. A los que están en balnearios es saludable comer poco por la noche a fin de que el brebaje de las aguas que tienen que tomar al siguiente día por la mañana haga mejor su operación encontrando el estómago vacío y no imposibilitado; por el contrario, es mejor comer poco a medio   —157→   día a fin de no trastornar los efectos del agua, que no llegaron todavía a ser perfectos, no cargando el estómago tan de repente con otra labor que efectuar, y dejando así la tarea de digerir para la noche, que la práctica mejor que no el día, en que el cuerpo y el espíritu están en perpetuo movimiento y acción. He aquí cómo van burlándose y divirtiéndose a nuestras expensas en todos sus discursos, y no acertarían a presentarme una proposición la cual yo no rebatiera con otra contraria de fuerza parecida. Que no lo alboroten, pues, en medio de barahúnda semejante contra los que mansamente se dejan guiar por el propio instinto y consejo de la naturaleza, echándose en brazos de la común fortuna.

Con ocasión de mis viajes he visitado casi todos los balnearios famosos de la cristiandad, y hace algunos años comencé de ellos a servirme, pues en general considero el remojarse como saludable, y creo que corremos incomodidades no ligeras en nuestra salud por haber perdido esta costumbre, que fue generalmente observada en los tiempos pasados en casi todas las naciones, y lo es todavía en muchas de lavarse el cuerpo todos los días; no puedo yo imaginar que no valgamos mucho menos teniendo así nuestros miembros como los crustáceos y nuestros poros cubiertos de grasa. Por lo que toca a tomar aguas, la casualidad hizo que esto no fuera en modo alguno enemigo de mi gusto; en segundo lugar es cosa sencilla y natural, que a lo menos no perjudica si no ocasiona buenos resultados, de lo cual es prueba la multitud de pueblos de todas suertes y complexiones que en los baños se congregan; aunque yo no haya advertido con el agua ningún efecto extraordinario y milagroso, informándome con mayor atención de la que comúnmente se pone en estas cosas, he reconocido como mal fundados y falsos todos los rumores de tales operaciones como se esparcen por estos lugares y a que se da crédito (así el mundo va engañándose fácilmente con lo que desea); apenas si he visto ninguna persona a quien las aguas hayan empeorado, y sin malicia no puede negarse que despiertan el apetito, facilitan la digestión y nos prestan algún nuevo contentamiento, si a ellas no se va con las fuerzas demasiado abatidas, lo cual yo a nadie aconsejo; las aguas son impotentes para enderezar una pesada ruina; pueden sí servir de apoyo a una inclinación ligera o remediar la amenaza de algún trastorno. Quien no lleva suficientes ánimos para poder gozar el placer de las compañías que allí se encuentran y de los paseos y ejercicios a que nos convida la hermosura de los lugares en que comúnmente están situadas, pierde sin duda la mejor parte y la más segura del efecto de las mismas. Por esta causa yo procuré hasta hoy detenerme y servirme de aquellas en que la amenidad del lugar es mayor, la comodidad de alojamiento, la diversidad   —158→   de víveres y la excelencia de compañía, como son en Francia los baños de Bañeras, en la frontera de Alemania y de Lorena los de Plombiers, en Suiza los de Baden, en Toscana los de Luca, especialmente los llamados della Villa, que son los que yo he visitado con mayor frecuencia en diversas épocas.

Cada nación profesa opiniones particulares en punto a su uso y tiene modos y formas de servirse de ellos completamente diversos; a lo que yo entiendo, los efectos son casi idénticos: el beber no es en manera alguna recibido en Alemania; allí se bañan para curar todas las enfermedades y permanecen en el agua como las ranas, de sol a sol; en Italia, cuando beben nueve días se remojan treinta por lo menos, y comúnmente toman el agua mezclada con otras drogas para que ayuden mejor a la operación. En unos sitios se nos ordena, el paseo para dirigirla, en otros el permanecer en el lecho donde la tomamos hasta desalojarla, teniendo bien abrigados el vientre y los pies. Como los alemanes tienen por costumbre peculiar, el aplicarse ventosas en el baño, así los italianos usan las doccie, que son ciertas goteras de agua caliente conducida por caños, y se riegan una hora por la mañana y otro tanto a medio, día, por espacio de un mes, el pecho, la cabeza o la parte del cuerpo que de ello ha menester. En cada localidad hay multitud de particularidades en la manera de servirse del mejor decir, casi ninguna semejanza existe de unos a otros lugares. He aquí con o esta parte de la medicina, la única con que haya yo transigido, aun cuando sea la menos artificial, incluyo también una parte no pequeña de la incertidumbre y confusión que por doquiera se ven en el arte de curar.

Los poetas expresan cuanto les pasa por las mientes con gracia y énfasis mayores que los demás mortales; ejemplo este epigrama:


Alcon hesterno signum Jovis attigit: ille,
    quamvis marmoreus, vim patitur medici.
Ecce bodic, jussus transferri ex aede vetusta,
    effertur, quamvis sit deus atque lapis1048:



y este otro:


Lotus nobiscum est, hilaris coenavit, et idem
    invertus mane est mortuus Andragoras.
Tam subitae mortis causam,Faustine, requiris?
    in somnis rnedicum viderat Hermecratem1049:



a propósito de los cuales quiero ingerir aquí dos cuentos.

  —159→  

El barón de Caupene de Chalosse y yo tenemos en común el derecho de patronato sobre un beneficio de extensión dilatada, al pie de nuestras montañas, que se llama Lahontan. Ocurrió con los habitantes de este rincón lo que se refiere de los del valle de Angrougne: llevaban una vida aparte; sus maneras, vestidos y costumbres les eran peculiares; vivían regidos y gobernados por ciertas leyes y reglamentos particulares, recibidos de padres a hijos, a los cuales se sometían sin más sujeción que la reverencia emanada del uso. Este pequeño Estado vivió una existencia tan dichosa, desde tiempos remotísimos que ningún juez vecino había tenido jamás necesidad de inmiscuirse en sus negocios; ningún abogado se empleó en iluminarlos con sus consejos, ni extranjero fue llamado para nunca extinguir sus querellas, y tampoco se vio vecino que para subsistir tuviera que pedir limosna: todos huían la alianza y comercio con el resto del mundo, a fin de no adulterar la pureza de su gobierno, hasta que un día aconteció, como refieren por el testimonio de sus padres, que uno de ellos sintiéndose con el alma espoleada por una noble ambición, ideó, para que su nombre alcanzara reputación y crédito, hacer de uno de sus hijos el señor Juan o el señor Pedro; y como le enviara para que se instruyese y aprendiera a escribir a una ciudad vecina, convirtiole al fin en un cumplido notario de aldea. Este joven, llegado a su mayoría de edad, comenzó a menospreciar los antiguos usos y costumbres de su pueblo y a ingerir en la cabeza de sus vecinos la pompa reinante en las regiones de por acá; al primero de sus compadres a quien descornaran una cara, aconsejole pedir razón del desmán a los jueces reales de alrededor, y de ése a otro, hasta que acabó por bastardearlo todo. Como consecuencia de tanta corrupción cuentan que al punto sobrevino otra de peores consecuencias, ocasionada por un médico a quien se le ocurrió la idea de casarse con una joven del lugar y avecindarse en él. Este físico comenzó por enseñarles primeramente el nombre de las diversas fiebres, el de los reumas y el de las apostemas; la situación del corazón, la del hígado y la de los intestinos, que era una ciencia hasta entonces para ellos desconocida hasta en lo más remoto; y en lugar de los ajos, con lo cual estaban enseñados a expulsar toda suerte de males, por extremos y rudos que fueran, acostumbroles, para una tos o un constipado, a tomar mixturas extrañas, empezando con esto a hacer tráfico no sólo de la salud de sus vecinos, sino también de su vida misma. Juran éstos que sólo desde entonces advierten que el sereno les ataca a la cabeza; que el beber acalorados es nocivo; que los vientos de otoño son más perjudiciales que los de primavera; que después del empleo de la medicina se encuentran molestados por una legión de males desacostumbrados,   —160→   y que advierten un general decaimiento de su antiguo vigor, al par que sus vidas se redujeron a la mitad en punto a duración. Tal es el primero de mis cuentos.

He aquí el otro. Antes de mi sujeción al mal de piedra, como llegara a mi conocimiento por intermedio de muchas personas que la sangre del cabrón era un remedio infalible y como celestial que se nos enviara en estos últimos siglos para la tutela y conservación de la vida humana, y como oyera hablar en este sentido a personas de mucho seso considerando aquélla como una droga admirable de milagrosos resultados, yo que siempre tuve fija en ni mente la exposición de todos los accidentes a que cualquier hombre puede estar abocado, tuve gusto en plena salud de procurarme este milagro, y ordené que en mi casa nutrieran un macho cabrio conforme a un régimen particular, pues es preciso recoger el animal en los meses más calurosos del estío y no darle de comer sino hierbas apetitosas y de beber sólo vino blanco. Por casualidad me dirigí a mi casa el día en que el animal debía ser matado, y me vinieron a decir que, el cocinero encontró en la panza de aquél dos o tres bolas gruesas que se entrechocaban unas con otras entre el condumio; hice por curiosidad que trajeran todo el bandullo en mi presencia y mandé que abrieran la piel del animal, gruesa y ancha, del interior de la cual salieron tres abultados cuerpos, ligeros como esponjas, de tal suerte que parecían huecos, duros, sin embargo, en la superficie, de contextura resistente y abigarrados de varios colores poco intensos; uno de ellos, perfecto en redondez, tenía, el tamaño de una bola pequeña; los otros dos, un poco más chicos, eran de redondez imperfecta, pero semejaban ir camino de ella. Informándome de personas acostumbradas a destripar estos animales tuve noticia de que se trataba de un caso inusitado y singular, y es muy verosímil que esas piedras fueran hermanas de las que en nosotros se forman. Caso de que así sea en efecto, considérese la vanidad de la esperanza de los sujetos al mal de piedra al pretender alcanzar la curación con la sangre de esos animales no menos sujetos a concluir de un modo parecido, pues sostener que la sangre no participa del contagio y que no se adultera su virtud acostumbrada es de todo punto inverosímil; más bien debemos creer que no se engendra nada en un cuerpo sino por la conspiración y comunicación de todas las partes del mismo: obra la masa toda entera aun cuando una parte contribuya más que otra según la diversidad de las operaciones, por donde habría verosimilitud grande de que en todas las partes de ese cabrón existiese alguna cualidad petrificante. No tanto por temor de lo venidero ni por mi propia persona tenía yo interés en esta experiencia, sino porque ordinariamente ocurre en mi casa y en muchas otras que las mujeres amontonan   —161→   tales menudas drogas para socorrer al pueblo, empleando remedios que ellas no adoptan para sí; sin embargo, suelen a veces obtener buenos resultados.

Por lo demás yo honro a los médicos, no conforme al sentir común, o sea por la necesidad (pues a este pasaje se opone otro del profeta que reprende al rey Asa por haberse puesto en manos de un médico), sino por el amor que les profeso en atención a que entre ellos conocí muchos dignos varones merecedores de ser amados. Ellos no me inspiran mala voluntad, sino su arte; y no los censuro grandemente porque conviertan en provecho nuestra torpeza, pues casi todo el mundo hace lo propio; muchas profesiones menores y otras más dignas que la de ellos no tienen otro fundamento ni apoyo que los públicos abusos. Cuando estoy enfermo los llamo a mi compañía; si los encuentro cerca de mí les hablo de mis males, y como los demás los pago. Autorízolos para que me ordenen abrigarme continuamente, si así lo deseo, mejor que de otra suerte; pueden también escoger entre los puerros y las lechugas para preparar el caldo que haya de tomar, u ordenarme el vino blanco o el clarete; y así por el estilo entre todas las demás cosas que son indiferentes a mi apetito y hábitos. Bien se me alcanza que concesiones tales nada significan para ellos, puesto que la agriura y la extrañeza son los accidentes que constituyen la esencia de la medicina. ¿Por qué Licurgo ordenaba el vino a los esparciatas enfermos? Porque detestaban su uso cuando estaban sanos. Hacía lo propio que un gentilhombre, vecino mío, el cual se sirve del vino para remedio de sus liebres como de droga muy salutífera, porque por naturaleza odia mortalmente sentirla en su paladar. ¿Cuantísimos médicos no vemos de humor idéntico al mío, que menosprecian la medicina para su servicio y adoptan una forma libre de vida, contraria en todo a la que recomiendan a los demás? ¿Y qué significa esto si no es un escandaloso abuso de nuestra simplicidad? Pues no profesan a su vida y salud menos afección que los demás mortales, y acomodarían los efectos a su doctrina si ellos mismos no conocieran la falsedad de ésta.

El temor de la muerte y del dolor, la impaciencia con que éste se soporta y la sed indiscreta de curación son las cosas que así nos ciegan; en suma, la cobardía es lo que convierte nuestra creencia en tan blanda y maleable. La mayor parte de los enfermos, sin embargo, no creen tanto como sufren y se ponen a la merced del médico, pues yo los oigo lamentarse y hablar como nosotros, y a la postre sin poder contenerse, exclaman: «¿Qué haré yo pues?» Como si la impaciencia fuera de suyo un remedio mejor que la paciencia. ¿Hay alguno entre los que se entregan a esa miserable esclavitud que no se rinda igualmente ante toda suerte de imposturas y no se ponga a la merced de   —162→   quienquiera que tenga el descaro de prometerle segura curación? Los babilonios llevaban sus enfermos a la plaza pública; el médico era el pueblo: todos los pasajeros, por humanidad y civilidad se informaban del estado de aquéllos, y según la experiencia de cada uno dábanlos algún aviso saludable. Apenas si nosotros hacemos cosa distinta, no hay mujerzuela de quien no empleemos la charla y ordenanzas, y, a mi ver, si yo hubiera de aceptar algunas, de mejor grado acogería esta medicina que ninguna otra, puesto que al menos con ella no hay ningún mal que temer. Lo que Homero y Platón decían de los egipcios, o sea que entre ellos todos eran médicos, debe decirse igualmente de todos los pueblos: no hay persona que no se alabe de poseer el secreto de alguna receta y que no la experimente en su vecino, si éste quiere creerla. Hallándome días pasados en una reunión donde no sé quién llevó la nueva de una suerte de píldoras elaboradas con la friolera de ciento y tantos ingredientes, panacea maravillosa, la cosa dio lugar ir una fiesta y consolación singulares, pues en verdad, ¿qué parapeto bastaría a sostener el esfuerzo de una tan nutrida batería? Después oí de los mismos que la ensayaron que ni las más insignificante piedrecilla se dignó moverse de su lugar.

No puedo desprenderme de este papel sin escribir todavía una palabra de lo que los médicos nos dan como seguridad en la certeza de sus tropas, que es la experiencia del mayor número; yo creo que más de las dos terceras partes de las virtudes medicinales radican en la quinta esencia o propiedad oculta de los simples, de la cual no podemos alcanzar instrucción distinta a la que el uso nos procura, pues quinta esencia no es, otra cosa que una cualidad, de la cual mediante nuestra razón no podemos hallar la causa. En semejantes pruebas, cuando se me dice haber sido adquiridas por inspiración de algún espíritu acójolas con contentamiento (pues, en cuanto a los milagros se refiere, ni a tocarlos siquiera me determino jamás); e igualmente las que se sacan de las cosas que por consideraciones de otro orden caen frecuentemente en nuestro uso, como si en la lana con que nos guardamos del frío se encontró por casualidad alguna oculta propiedad desecativa que curara los sabañones de los pies, o si en el rábano picante que comemos se halló algún efecto aperitivo. Cirenta Galeno que aconteció a un leproso recibir la salud mediante el vino que bebía, porque el acaso hizo que una culebra se deslizara en la vasija. En este ejemplo encontramos el medio de un procedimiento adecuado a aquella experiencia, como también en aquellos otros a que los médicos dicen haber sido encaminados por la observación de algunos animales; mas casi todas las otras a que el acaso los condujo, y en que confiesan no haber tenido otro guía que el azar, encuentro inaceptable semejante procedimiento.   —163→   Yo imagino al hombre mirando en su derredor el número infinito de las cosas creadas: animales, plantas y metales, y no se por dónde hacerle comenzar su ensayo; y en caso de que su inclinación primera le lance desde luego sobre el cuerno de ciervo1050, para lo cual necesario es presuponer una facilidad en el creer llena de blandura, encuéntrase aún imposibilitado en su segunda operación; tantas enfermedades acometen al hombre, y tantos circunstancias precisan para la acertada aplicación de los remedios que, antes de que el médico sea llegado al punto de la certitud en su experiencia, el juicio humano pierde los estribos: antes de que haya descubierto entre la infinidad de cosas lo que es un cuerno, y entre la variedad de enfermedades, complexiones, naciones, edades, mutaciones celestes, partes de nuestro organismo, a todo esto no siendo guiado por argumentaciones ni conjeturas, por ejemplo, ni por inspiración divina, sino exclusivamente por fortuito movimiento, cuando precisaría que fuese una operación perfectamente medida, ordenada y metódica. Además, aun cuando la curación en estas circunstancias fuese realizada, ¿cómo puede asegurarse el médico de que la causa no fue debida a que el mal era ya llegado a su período de saneamiento, o también a un efecto del acaso, o al efecto de alguna otra cosa que el enfermo hubiera comido o bebido, o tocado el día de su medicación, o al fruto de los rezos de su abuela? A mayor abundamiento, aun suponiendo que esa prueba haya sido perfectamente demostrada, ¿cuántas veces se ve repetida? Y esa larga hilera de casualidades y casos ¿es bastante para dejar sentada una regla general? y aun cuando por la regla se concluya ¿quién es el que la fundamenta? Entre tantos y tantos millones, sólo tres hombres hay que se ocupen de registrar sus experiencias: ¿acaso la suerte habrá hecho que se encuentre precisamente uno de ellos? ¿Pero y si otro y cien otros hicieron experiencias opuestas? Acaso nos fuera dable ver alguna luz si nos fuesen conocidos todos los juicios y razonamientos de los hombres; pero eso de que tres testigos y tres doctores regenten el género humano, es locura singular; precisaría para ello que el universo mundo los hubiera elegido, y que fueran declarados nuestros síndicos por poder expreso.

A LA SEÑORA DE DURAS1051

«Señora: en vuestra última visita me encontrasteis en este lugar de mis devaneos. Porque puede suceder que estas bagatelas caigan algún día en esas manos, quiero que   —164→   ellas, testimonien que su autor se siente muy honrado del favor que las dispensaréis. Hallaréis en ellas el mismo porte que habéis visto en la conversación del nombre que las trazó. Aun cuando me hubiera sido dable adoptar alguna otra manera distinta de la mía habitual y alguna otra forma más elevada y mejor, yo no la hubiese acogido, pues a ningún otro fin van encaminados mis escritos sino a que vuestra memoria pueda al natural representarse mi imagen. Esas mismas condiciones y facultades que practicasteis y acogisteis, señora, con mucho mayor honor y cortesía del que merecen, quiero acomodarlas, mas sin alteraciones ni cambios, en un cuerpo sólido que pueda durar algunos años, o algunos días, después de mi muerte, donde, podáis encontrarlas cuando os plazca refrescar vuestra memoria, sin que os molestéis buscando recuerdos, pues no valen éstos la pena de tal trabajo; mi deseo es que prolonguéis en mí el favor de vuestra amistad por las cualidades que la originaron.

»Yo no busco en manera alguna que se me ame ni se me estime mejor, cuando muerto que en vida. El humor de Tiberio es ridículo, y común, sin embargo, porque cuidaba más de extender su nombradía en lo venidero de lo que procuraba hacerse estimable y grato a los hombres de su tiempo. Si fuera yo de aquellos a quienes el mundo puede, andando los años, deber alabanza, perdonaríale la mitad con tal que me la pagara por anticipado; que aquélla se apresurase y amontonase en torno mío, más espesa que dilatada, más plena que perdurable, y que con mi conocimiento se disipara de raíz cuando su dulce son mis oídos ya no adviertan. Torpe cosa sería el ir, a la edad en que yo me encuentro, presto ya a abandonar el comercio de los hombres, mostrándome a ellos para buscar una recomendación nueva. Yo no hago mérito alguno de los beneficios que no haya podido emplear al servicio de mi vida. Como quiera que yo sea, quiero serlo en otra parte y no en el papel; mi arte y mi industria fueron empleados en hacerme valer a mí mismo; mis estudios, a enseñarme a obrar, no a escribir. Mis esfuerzos todos fueron encaminados a formar mi vida, éste es mi oficio y ésta es mi obra; yo soy menos hacedor de libros que de ninguna otra labor. He deseado capacidad para provecho de mis comodidades presentes y esenciales, no para hacer almacenaje y reserva para mis herederos. A quien el valer adorna que lo muestre en sus costumbres, en su conversación habitual, en sus relaciones amorosas o en sus querellas, en el juego, en el lecho, en la mesa, en el manejo de sus negocios o en la manera de gobernarse. Esos a quienes yo veo componer buenos libros bajo malos gregüescos, debieran haberse provisto de gregüescos antes de seguir mi dictamen: preguntad a un esparciata si prefiere mejor ser buen retórico que buen soldado,   —165→   no a mí que me inclinaría más a ser cocinero diestro, si no tuviera quien como tal me sirviese. ¡Bien sabe Dios, Señora, que yo detestaría semejante recomendación, de ser hombre hábil por escrito, y hombre baladí o tonto en otros respectos! Prefiero ser ambas cosas aquí y acullá a haber tan mal elegido el empleo de mi valer. Así que, podéis considerar lo distante que me encuentro de buscar un honor nuevo por medio de estas simplezas, si os digo que me daré por contento con no perder el escaso que haber pueda alcanzado, pues aparte de lo que esta pintura muerta y muda arrebate de mi ser natural, no tiene que ver nada con mi mejor estado, sino con el ya muy decaído de mi primer vigor y lozanía, inclinado ya a lo ajado y rancio: estoy en lo hondo del navío, donde huelen la profundidad y las heces.

»Por lo demás, señora, no hubiera yo osado remover tan sin escrúpulos los misterios de la medicina, en vista del crédito que vos y tantos otros la otorgan, si a ello no me hubiesen empujado los autores mismos que de ella escriben. Creo que entre éstos no hay más que dos latinos: si los leyerais algún día, vierais que hablan con mayor rudeza de la que yo empleo; yo no hago más que pincharla, y ellos la degüellan. Plinio se burla, entre otras cosas, de que al verse los médicos en la extremidad última de sus remedios, recurren a la hermosa derrota de enviar a sus enfermos, a quienes inútilmente agitaron y atormentaron con sus drogas y regímenes, a los unos al cumplimiento de algún milagro y a las aguas calientes a los otros. (No os encolericéis, señora, pues no habla de las de por acá, que pertenecen a los dominios de vuestra casa y son todas gramontesas.) Todavía tienen una tercera suerte de deshacerse de nosotros para alejarnos de su contacto y aligerarse de las censuras que pudiéramos lanzarles por la escasa enmienda que procuraron a nuestros males (que tanto tiempo estuvieron bajo su jurisdicción), cuando ya no les queda artificio ninguno con que conseguir nuestro entretenimiento, y es el enviarnos a buscar la salubridad del aire en alguna otra región. Entiendo que lo dicho es ya bastante, y voy con vuestro consentimiento a seguir el hilo de mi discurso, del cual me había separado para hablar con vosotros.»



Me parece que fue Pericles quien preguntado cómo iba de salud: «Ya podéis verlo», contestó, mostrando los amuletos que llevaba sujetos al cuello y al brazo. Quería con tal respuesta significar que su situación era muy grave, puesto que al extremo era llegado de recurrir a cosas tan inútiles y de haberse dejado equipar de utensilios semejantes. No digo yo que no pudiera algún día ser impelido a la determinación ridícula de poner mi vida y mi salud a la merced y gobierno de los médicos; podré caer en esta flaqueza, no puedo asegurarme de mi firmeza venidera, mas también   —166→   entonces, si alguien se inquiere de mi estado, podré como Pericles contestar: «Podéis juzgar por esto», mostrando mi mano cargada de seis dragmas de opiata. Signo evidentísimo será mi aspecto de enfermedad violenta; tendré mi juicio soberanamente trastornado: si la intranquilidad y el horror ganan la dicha sobre mi individuo, de ello podrá concluirse la fiebre en que mi alma yacerá sumida.

Me tomé el trabajo de pleitear esta causa, que entiendo bastante mal, para apoyar algún tanto y, fortalecer la propensión natural contra las drogas y la práctica de nuestra medicina, que en mí deriva de mis antepasados, a fin de que mi antipatía no fuera solamente ocasionada por una inclinación estúpida y temeraria; para que tuviese algún viso de razonamiento. Así que los que me ven tan firme frente a las exhortaciones y amenazas que se me lanzan cuando las enfermedades me postran no crean que se trata de simple testarudez; que ninguno sea tampoco tan estrafalario que imagine ser el aguijón de gloria lo que me haya impulsado a hilvanar este discurso: ¡torpe sería el deseo de querer alcanzar honra de una acción que me es común con mi muletero y mi mozo de mulas! Declaro que no tengo el corazón tan inflamado ni hinchado de viento para que un placer sólido y carnudo como es la salud fuera yo a trocarlo por un placer imaginario, espiritual y aéreo; la gloria, hasta la misma que cupo a los cuatro hijos de Aymon se compra sobrado cara para un hombre si va a costarle tres fuertes accesos de cólico. ¡La salud, por Dios, primero y antes que todo! Los que aman nuestra medicina pueden tener en apoyo de su idea sus consideraciones excelentes, grandes y sólidas; yo no odio las fantasías contrarias a las mías: tan lejos estoy de molestarme por la discordancia de mis juicios con los ajenos, ni de incompatibilizar con la sociedad humana por ser de otro sentir y partido distinto del mío, que muy por el contrario (y es a la vez la más común tendencia que la naturaleza haya seguido: la variedad, más en los espíritus que en los cuerpos, porque aquéllos son de substancia más flexible y capaz de formas), hallo mucho más raro ver convenir nuestros humores y designios. Jamás en el mundo existieron dos opiniones iguales como tampoco dos cabellos, ni dos granos iguales. La cualidad más universal de aquéllas es la diversidad.





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ArribaAbajoLibro III


ArribaAbajoCapítulo I

De lo útil y de lo honroso


Nadie está exento de decir vaciedades; lo desdichado es proferirlas presuntuosamente:


Nae iste magno conatu magnas nugas dixerit.1052



Esto no va contigo: las mías se me escapan tan al desaire como insignificantes son donde bien las acomoda. Abandonarlas a poca costa, y no las compro ni las vendo sino por lo que pesan y miden. Yo hablo al papel como al primero con quien tropiezo.

¿Para quién no será abominable la perfidia, puesto que Tiberio la rechaza costándole tan caro? Anunciáronle de Alemania que si lo creía bueno le aligerarían de Arminio por medio del veneno; era este guerrero el más poderoso enemigo que los romanos tuvieran, el que tan malamente los tratara bajo Varo, quien solo impedía el crecimiento de la dominación romana en aquellas regiones. El emperador respondió «que su pueblo acostumbraba a vengarse de sus enemigos frente a frente, con las armas en la mano, no por fraude y a escondidas», abandonando así lo útil por lo honroso. Cosa de milagro es ésta en personas de su oficio, mas la confesión de la virtud no dice menos bien en labios del que la odia, puesto que la verdad se la arrancan forzosamente, y, si no quiere recibirla en sí, al menos se cubre con ella.

Llena está de imperfecciones nuestra contextura pública y privada, mas en la naturaleza no hay nada inútil, ni siquiera la inutilidad misma. Nada se ingirió en este universo que no ocupe su lugar oportuno. Nuestro ser está cimentado por cualidades enfermizas: la ambición, los celos, la envidia, la venganza, la superstición y la desesperanza viven tan naturalmente dentro de nosotros que la imagen de tales dolencias se reconoce también en los animales; hasta la crueldad reside en nosotros, pues dominados por la compasión experimentamos interiormente como una punzada agridulce de voluptuosidad maligna ante los sufrimientos de nuestros semejantes. Los niños también la sienten:

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Suave mari magno, turbantibus aequora ventis,
e terra magnum alterius spectare laborem1053:



Quien de aquellas cualidades arrancara las semillas en el hombre acabaría con las condiciones fundamentales de nuestra vida. De igual suerte hay en toda policía oficios necesarios que son no solamente abyectos sino también viciosos; los vicios ocupan su rango en nuestra naturaleza, y su papel es el enlace de nuestra contextura, como los venenos sirven a la conservación de nuestra salud. Pero si se truecan en excusables, puesto que nos son necesarios y el menester común borra su cualidad genuina, necesario es también abandonar este papel a los ciudadanos más vigorosos y menos pusilánimes, a los que sacrifican su tranquilidad y conciencia a la salvación de su país, como los antiguos sacrificaban su vida. Nosotros, más débiles, desempeñamos un papel más sencillo y menos arriesgado. El bien público requiere que se traicione, que se mienta y que se degüelle: resignemos esta comisión a gentes más obedientes y flexibles.

A la verdad, yo experimenté frecuentes desconsuelos al ver que los jueces atraen al criminal ayudados por el fraude y falsas esperanzas de favor o de perdón para descubrir su delito, empleando el engaño y la impudicia. Bien serviría a la justicia y a Platón también quien favoreciera la costumbre de procurar otros medios más en armonía con mi naturaleza; es aquélla una justicia maliciosa, y no la considero menos nociva para sí misma que para los que sus efectos experimentan. Confesé no ha mucho que apenas si osaría traicionar al príncipe por el interés de un particular, yo me entristecería de vender a un particular en provecho del príncipe, pues no solamente odio el engañar, sino el que a mí me engañen; ni siquiera me resigno a procurar ocasión para que la farsa se realice.

En las escasas negociaciones en que con nuestros príncipes intervine con ocasión de estas divisiones y subdivisiones que actualmente nos desgarran, evité cuidadosamente infringirles perjuicio, y que se engañaran con las apariencias de mi semblante. Las gentes del oficio se mantienen encubiertas, mostrándose contrahechas cuanto con mayor tino pueden; yo me ofrezco conforme a mis ideas más vivas y conforme a la manera que me es más peculiar, negociador flojo y novicio que prefiere mejor faltar a lo negociado que a su persona. Y sin embargo hasta ahora las desempeñé con tal fortuna (pues en verdad esta diosa tuvo la parte principal) que pocas pasaron de una mano a otra con menos sospecha, ni con mayor favor y privanza. Mis maneras son abiertas, fáciles a la insinuación, y alcanzan   —169→   crédito con el primer contacto. En cualquier siglo son oportunas y dignas de ser mostradas la ingenuidad y la verdad puras y sin disfraz. Además la libertad es poco sospechosa y todavía menos odiosa en boca de aquellos que trabajan desinteresadamente, los cuales pueden en verdad servirse de la respuesta que Hypérides dio a los atenienses que se quejaban de la rudeza de su hablar, el cual se expresó así: «No consideréis que yo sea demasiado libre, reparad sólo si soy así para mi particular provecho o para el mejoramiento de mis intereses.» Descargome también mi libertad de toda sospecha de fingimientos, por el cabal vigor de aquélla, que de nada jamás hizo gracia por duro y, amargo que fuese (peor no hubiera podido hablar en la ausencia), y por mostrarse simplemente y al desgaire. Con el obrar no persigo otro fruto ulterior, ni cuelgo a él consecuencias prolongadas; cada acción cumple particularmente su juego; que el golpe produzca efecto si lo tiene a bien.

Tampoco, por otra parte, me siento dominado por pasión alguna de amor ni de odio hacia los grandes, ni mi voluntad se siente agarrotada por obligación u ofensa particular. Yo miro a nuestros reyes con afección simplemente legítima y urbana, sin frialdad excesiva ni extremo celo hijo de interés privado, lo cual me sirve de congratulación. Tampoco me ata la causa común y justa sino por manera moderada, exenta de fiebre, que no estoy sujeto a esas hipocresías y compromisos íntimos y penetrantes. La cólera y el odio trasponen los límites a que la justicia debe mantenerse sujeta, y son pasiones privativas de aquellos que no se mantienen firmes dentro de los límites de la simple razón: Utatur motu animi,qui uti ratione non potest.1054 Todas las intenciones legítimas y justas son por sí mismas equitativas y templadas, convirtiéndose de lo contrario en sediciosas e ilegítimas: este principio es el que hace en toda ocasión que yo marche con la cabeza erguida, la mirada y el corazón serenos. A la verdad, y no me embaraza el confesarlo, en caso necesario yo encendería una vela a san Miguel y otra al diablo, siguiendo el designio de la vieja; seguiré el buen partido hasta el último límite, más exclusivamente, si la cosa está en mi mano: que Montaigne quede con la ruina pública sumido en el abismo, si de ello hay necesidad, pero, si no la hay, quedaré reconocido a la fortuna por mi salvación; y tanto como la cuerda durar pueda la emplearé en la conservación de mi individuo. ¿No fue Ático quien manteniéndose en el partido de la justicia, en el partido que perdió, logró salvarse por su moderación en aquel naufragio universal del mundo entre tantas mutaciones diversas? A los hombres privados, como él lo era, es más fácil hallar la barca; y en tal suerte de tempestades   —170→   creo que puede uno a justo título no dejarse empujar por la ambición en el ingerirse ni invitarse a sí mismo.

El mantenerse oscilante y mestizo o guardar la afección inmóvil sin inclinarse a uno ni a otro lado en las revueltas de su país y en las públicas divisiones no lo creo bueno ni honrado: Ea non media, sed nulla via est, velut eventum exspectantium, quo fortunae consilia sua applicent.1055 Puede tal conducta consentirse en lo relativo a los negocios del vecino; así Gelón, tirano de Siracusa, guardó queda su inclinación en la guerra de los bárbaros contra los griegos manteniendo un embajador en Delfos para así permanecer cual vigilante centinela, ver de qué lado la fortuna se inclinaba y tomar de ello ocasión puntual para conciliarse con los vencedores. Pero constituiría una traición declarada seguir conducta análoga en los domésticos negocios, en los cuales necesariamente hay que adoptar un partido por designio y de hecho. Mas el no imponerse esta carga quien carezca de deber expreso que a ello le obligue lo encuentro más excusable (aunque en lo que a mí respecta no practique esta excusa) que en las guerras extranjeras, por lo cual nuestras leyes no eximen a quien se opone a tomar parte en ellas. Sin embargo aun los que en absoluto se lanzan en la pelea pueden hacerlo con tal orden y templanza que la tormenta se cierna sin ofensa por cima de sus cabezas. ¡Razón tuvimos al esperarlo así del difunto obispo de Orleáns, señor de Morvilliers! Y yo conozco entre los que valerosamente trabajan a la hora actual muchos hombres de costumbres tan dulces y mesuradas que se hallan dispuestos a permanecer de pie, cualquiera que sea la mutación y caída que el cielo nos prepare. Yo creo que incumbe propiamente a los reyes el esforzarse contra los reyes, y me burlo de los espíritus espontáneamente se brindan a ser instrumentos de querellas tan desproporcionadas. El hecho de marchar contra un príncipe abierta y valerosamente por honor individual y conforme al deber de cada uno no constituye una querella particular con el mismo príncipe; mas si el soldado no ama a éste, hace más todavía: tiene por él estimación. Señaladamente, la causa de las leyes y la defensa del antiguo Estado tienen de ventajoso que aquellos mismos que por designio particular lo trastornan excusan a los que lo defienden, si no los honran.

Pero no hay que llamar deber, como nosotros hacemos todos los días, al agrior e intestina rudeza que nacen del interés y la pasión privados, ni valor a la conducta maliciosa y traidora; sólo nombran su propensión hacia la malignidad y la violencia; y no es la causa lo que les acalora, es   —171→   el interés particular, atizando la guerra no porque sea justa, sino porque es guerra.

Nada se opone a que puedan sostenerse relaciones armónicas y leales entre dos hombres enemigos el uno del otro; conducíos con una afección, si no igual en todo (pues ésta puede soportar medidas diferentes), al menos templada, y que no os comprometa tanto a uno que todo lo pueda exigir de vosotros; contentaos igualmente con media medida de su gracia y con agitaros en el agua turbia sin echar la caña.

La otra manera, o sea el brindarse con todas sus fuerzas a los unos y a los otros, depende todavía menos de la prudencia que de la conciencia. Aquel a quien servís de instrumento para traicionar a una persona y de quien sois igualmente bien conocido ¿no sabe de sobra que con él haréis lo propio cuando le llegue el turno? Reconoceos como hombre perverso, y sin embargo os oye, obtiene y alcanza de vosotros el provecho merced a vuestra deslealtad; los hombres dobles son inútiles en lo que procuran, pero es preciso guardarse de que, sólo arranquen lo menos posible.

Nada digo yo a uno que a otro confesar no pueda, la ocasión llegada; el acento exclusivamente cambiará un poco; yo no comunico de las cosas sino las que son indiferentes o conocidas, o las que delante de todos pueden formularse; ni hay utilidad humana que a mentirlas pueda empujarme. Lo que a mi silencio se confiara guárdolo religiosamente, pero me encargo de custodiar lo menos posible por ser de un reservar importuno los secretos de los príncipes a quien de ellos nada tiene que hacer. Yo me atendría de buen grado a esta condición: que me encomienden poco, pero que confíen resueltamente en lo que les muestro. Siempre he sabido más de lo que he querido. Un hablar abierto y franco descubre otro hablar y lo saca afuera, como hacen el vino y el amor. Filipides, a mi ver, contestó prudentemente al rey Lisímaco, que le decía: «¿Qué quieres que de mis bienes te comunique?» «Lo que te parezca, con tal de que no me encomiendes ningún secreto.» Yo veo que todos se sublevan cuando se les oculta el fondo de los negocios en que se les emplea, y cuando se aparta de sus miradas el sentido más remoto. Por lo que a mí toca, me contento con que no se me diga más de lo que se quiere que manifieste, y, no quiero que mi ciencia sobrepuje y contraiga mis palabras. Si yo debo servir de instrumento al engaño, que al menos sea dejando mi conciencia a salvo; no quiero ser tenido por servidor tan afecto ni tan leal que se me reconozca apto para vender a nadie; quien es infiel para consigo mismo lo es también fácilmente para su dueño. Pero son príncipes que no aceptan a los hombres a medias y que menosprecian los servicios limitados   —172→   y acondicionados. Así pues, no hay remedio posible, y yo les declaro francamente mis linderos, pues sólo de mi razón debo ser esclavo, y aun a esto no me resigno fácilmente. También los soberanos se engañan al exigir de un hombre libre una sujeción y una obligación tales para su servicio que aquel a quien elevaron y compraron tiene su fortuna particularmente comprometida con la de ellos. Las leyes quitáronme de encima un gran peso considerándome como de un partido y habiéndonle dado un señor; toda superioridad y obligación distintas deben con ésta relacionarse y resolverla. Lo cual no significa que, si mis afecciones me hicieran conducir de diferente modo, ya cortara incontinenti por lo sano; la voluntad y los deseos se procuran leyes por sí mismos; las acciones las reciben de la pública ordenanza.

Este proceder mío se encuentra algo alejado de nuestras usanzas, pero no serviría para producir grandes efectos ni persistiría tampoco. La inocencia misma, no podría en los momentos actuales ni negociar entre nosotros sin disimulo, ni comerciar sin mentira, de suerte que en manera alguna son de mi cuerda las ocupaciones públicas; lo que mi estado requiere de éstas provéolo de la manera más privada que me es dable. Cuando niño me zambulleron en ellas hasta las orejas, y así aconteció que me desprendí tan a los comienzos. Después evité frecuentemente el inmiscuirme; rara vez las acepté y no los solicité jamás; viví con la espalda vuelta a la ambición, si no como los remeros que avanzan de ese modo a reculones, de tal suerte que de no haberme embarcado estoy menos reconocido a mi resolución que a mi buena estrella, pues hay caminos menos enemigos de mi gusto y más en armonía con mis facultades, merced a los cuales si el destino me hubiera llamado antaño al servicio público y a mi avanzamiento para con el crédito del mundo, sé que hubiera traspuesto la razón de mis discursos para seguirlos. Los que comúnmente aseguran, contra mi dictamen, que lo que yo llamo franqueza, simplicidad e ingenuidad en mis costumbres es arte y refinamiento, y más bien prudencia que bondad, industria que naturaleza, y buen sentido que sino dichoso, suminístranme más honor del que me quitan; mas por descontado llevan mi fineza a un gran extremo. A quien de cerca me hubiera seguido y espiado daríale la razón, a menos que no confesara serle imposible con todos los artificios de la escuela a que pertenece, simular el movimiento natural que distingue mi proceder, y mantener una apariencia de licencia y libertad tan igual e inflexible por caminos tan torcidos y diversos, por donde toda su atención y artificios no acertaría a conducirle. La vía de la verdad es una y simple; la del provecho particular y la de la comodidad de los negocios que a cargo se tienen, doble desigual y fortuita. No son nuevas para mi esas   —173→   licencias artificiales y contrahechas que casi nunca el éxito corona, las cuales muestran a las claras la imagen del asno de Esopo, quien, por emulación del perro, se lanzó alegremente con las patas delanteras sobre los hombros de su amo; pero en vez de las prodigadas caricias del can, el asno recibió paliza doble: id maxime queinque decet, quod est cujusque suum maxime1056. Yo no quiero, sin embargo, apartar a las malas artes del rango que les pertenece; esto sería mal comprender el mundo; yo sé que el engaño sirvió frecuentemente de provecho y que mantiene y alimenta la mayor parte de los oficios de los hombres. Vicios hay legítimos, como acciones buenas y excusables ilegítimas.

La justicia en sí, la natural y universal, está de otra manera ordenada, más noblemente que la otra especial, nacional y sujeta a las necesidades de nuestras policías: Veri juris germanaeque justitiae solidam et expressam effigiem nullam tenemus; umbra et imaginibus utimur1057: de tal suerte que el sabio Dandamys, oyendo relatar las vidas de Sócrates, Pitágoras y Diógenes, juzgolos como a grandes personajes en todo otro respecto, pero demasiado apegados a la obediencia de las leyes, para autorizar y secundar las cuales la virtud verdadera tiene mucho que aflojar su vigor original; y no sólo las leyes consienten numerosas acciones viciosas, sino que también las aprueban: ex senatus consultis plebisquescitis scelera exercentur1058.Yo sigo el lenguaje corriente, que establece diferencia entre las cosas útiles y las honradas, de tal suerte que algunos actos naturales, no solamente útiles sino necesarios, los nombra deshonestos y puercos.

Pero continuemos nuestro ejemplo de la traición. Dos pretendientes a la corona de Tracia sostenían rudo debate sobre sus derechos respectivos, y el emperador Tiberio pudo evitar que llegaran a las manos; mas uno de ellos, so pretexto de pactar un convenio, propuso una entrevista a su contrincante para festejarle en su casa, y le aprisionó y mató. Requería la justicia que los romanos pidieran cuenta estrecha de este crimen, mas la dificultad impedía para ello las vías ordinarias; lo que no podían llevar a cabo sin resolución ni riesgos, hiciéronlo empleando la traición; ya que no honrada obraron útilmente; para esta empresa se encontró propicio un tal Pomponio Flaco, quien bajo fingidas palabras y seguridades simuladas, atrajo al matador a sus redes, y en vez del honor y favor que le prometía le envió a Roma atado de pies y manos. Un traidor traicionó a   —174→   otro, contra lo que ordinariamente acontece, pues los tales viven llenos de desconfianza y es difícil sorprenderlos echando mano de sus propias artes, como prueba la dura experiencia de que acabamos de ser testigos1059.

Ejerza de Pomonio Flaco quien lo tenga a bien; muchos habrá que no lo rechacen; por lo que a mí toca, mi palabra y mi fe son, como todo lo demás, piezas de este común cuerpo; el mejor papel que pueden desempeñar es el bien público; para mí en esto no hay duda posible. Mas como al ordenarme que tomara a mi cargo el gobierno de los tribunales y litigios respondería: «Soy lego en la materia», si se me encargara el de capataz de peones diría: «Me corresponde otro papel más honorífico.» De la propia suerte, a quien quisiera emplearme en mentir, traicionar y perjudicar en pro de algún servicio señalado, y no digo ya asesinar y envenenar, le respondería: «Si yo he rogado o hurtado a alguien, que me envíen mejor a galeras»; pues es lícito a un hombre de honor hablar como los lacedemonios cuando vencidos por Antipáter repusieron a las medidas de este: «Podéis echar sobre nuestros hombros cuantas cargas aflictivas y perjudiciales os vengan en ganas; mas en cuanto a la comisión de acciones vergonzosas y deshonrosas perderéis vuestro tiempo ordenándonoslas.» Cada cual debe jurarse a sí mismo lo que los reyes de Egipto hacían jurar solemnemente a sus jueces, o sea «que no se desviarían de su conciencia frente a ninguna orden de aquéllos recibida». Semejantes comisiones suponen signos evidentes de ignominia y condenación; quien os las encomienda os acusa y os las procura, si no sois ciegos para vuestra carga y delito. Cuanto los negocios públicos mejoran por vuestra acción, empeoran los vuestros; obráis tanto peor cuanto con destreza mayor trabajáis, y no será sorprendente, pero si algún tanto justiciero que ocasione vuestra ruina el mismo que la traición os encomendó.

Si ésta puede ser en algún caso excusable, lo es exclusivamente cuando se emplea en castigar y vender la traición misma. Constantemente se realizan perfidias no solamente rechazadas, sino también castigadas por aquellos mismos en favor de quienes fueron emprendidas. ¿Quién ignora la sentencia de Fabricio contra el médico de Pirro1060?

Acontece más todavía en este sentido. Tal hubo que ordenó una traición que luego la vengó vigorosamente sobre el mismo que en ella empleara, rechazando un crédito y un poder tan desenfrenados y desaprobando una servidumbre y una obediencia tan abandonada y tan cobarde. Jaropelc,   —175→   duque ruso, ganó a un gentilhombre de Hungría para vender al rey de Polonia Boleslao haciéndolo morir o procurando a los rusos el medio de inferirle algún grave daño. Condújose el traidor en hombre hábil, consagrándose, con todas sus fuerzas al servicio del rey y logrando figurar en su consejo entre los más leales. Con semejantes ventajas y aprovechando la ausencia del soberano, entregó a los rusos a Vislieza, ciudad grande y rica, que fue enteramente, saqueada y quenada con degollina general no sólo de sus habitantes, de uno y otro sexo y edad, sino también de casi toda la nobleza a quien había cerca congregado para este fin Jaropolc. Aplacadas ya su cólera y venganza (que no carecían de fundamento, pues Boleslao le había duramente ofendido con una acción semejante), harto ya con el fruto de la traición, como se pusiera a considerarla en toda su fealdad desnuda y monda y a mirarla con vista sana y por la pasión no perturbada, se dejó ganar tanto por los remordimientos y el asco para quien la realizó, que le hizo saltar los ojos y cortar la lengua y las partes vergonzosas.

Antígono sobornó a los soldados argiráspides para que le hicieran entrega de Eumenes, general de aquéllos, mas apenas le hubo dado muerte, al punto de comparecer ante su presencia deseó ser él mismo ejecutor de la justicia divina para castigo de un crimen tan odioso, y puso a los hacedores del mismo en manos del gobernador de la provincia, con expresa orden de hacerlos perecer de cualquier modo que fuese. Así aconteció en efecto, pues de tan gran número como eran, ninguno respiró después el aire de Macedonia. Cuanto mejor había sido servido, con mayor maldad encontró que lo fue y de modo más digno de expiación.

El esclavo que descubrió el escondrijo de Publio Sulpicio fue puesto en libertad conforme a la promesa de la prescripción de Sila, pero según el parecer del público, libre y todo como ya se encontraba, se le precipitó de lo alto de la roca Tarpeya.

Los que compran a los traidores los ahorcan luego con la bolsa colgada al cuello; satisfechos ya sus instintos secundarios, cumplen los primeros que la conciencia dicta, que son los más sagrados.

Queriendo Mahomed II deshacerse de su hermano por envidia de su poder, echó mano para ello, según la costumbre de la raza, de uno de sus oficiales, el cual sofocó a aquel y le ahogó haciéndole tragar de golpe gran cantidad de agua. Muerto ya, el fratricida puso al matador en manos de la madre del muerto, para expiación del crimen, -pues no eran hermanos sino de padre-, quien le abrió el pecho, y revolviendo con sus manos le arrancó el corazón para pasto de los perros. Y nuestro rey Clodoveo, en lugar de las doradas armas que les prometiera, mandó ahorcar a los tres servidores de Canacre en cuanto de él le hubieron hecho   —176→   entrega, como se lo había ordenado. Y aún a los mismos cuya conciencia no peca de escrupulosa, les es dulce después de haber recogido el fruto de una acción criminal poder realizar algún rasgo de bondad y de justicia, como por compensación y corrección de conciencia. Consideran además a los ministros de tan horribles fechorías como agentes que se las echan en cara, y con la muerte de ellos buscan el medio de ahogar el conocimiento y testimonio de acciones tan horrendas. Y si por acaso un malvado alcanza recompensa para no frustrar la necesidad pública de este último desesperado remedio, quien de él echa mano no deja de consideraros, si no lo es él mismo, como un hombre maldito y execrable, más traidor que aquel contra quien obrasteis, pues tocará la malignidad de vuestro valor que vuestras manos realizaron sin rechazarlo ni oponerse; y de la propia suerte os emplea que a los hombres perdidos se encomiendan las ejecuciones de la justicia, que es carga tan necesaria como poco honrosa. A más de la vileza propia de tales comisiones, suponen éstas la prostitución de la conciencia. No pudiendo ser condenada a muerte la hija de Sejano, por ser virgen, conforme a ciertas formalidades jurídicas de Roma, fue, para aplicar la ley, forzada por el verdugo antes de ser estrangulada. No ya sólo la mano del traidor, también su alma es esclava de la comodidad pública.

Cuando Amurat I para agravar el castigo contra sus súbditos, que habían ayudado a la parricida rebelión de su hijo contra él, ordenó que sus parientes más cercanos coadyuvaran a su designio, encuentro honradísimo que algunos de ellos prefirieran mejor ser injustamente considerados como culpables del parricidio ajeno, que no desempeñar la justicia con el parricida auténtico; y cuando en mi tiempo, por algunas bicocas asaltadas, he visto a ciertos cobardes para resguardar su pellejo consentir buenamente en ahorcar a sus amigos y consortes, los he considerado como de peor condición que a los ahorcados mismos. Dícese que Witolde, príncipe de Lituania, introdujo en su nación la costumbre de que un condenado a muerte pudiera quitarse la vida, encontrando extraño que un tercero, inocente de la falta, echara sobre sus hombros la realización de un homicidio.

Cuando una circunstancia urgente o algún accidente impetuoso e inopinado de las necesidades públicas obligan al soberano a faltar a su palabra y a violar su fe, o de cualquier otro modo le lanzan fuera de su deber ordinario, debe atribuir esta necesidad a cosa de la voluntad divina. Y en ello no puede haber vicio, pues abandonó su razón por otra más universal y poderosa; pero con todo no deja de ser desdicha. De tal suerte así lo miro, que a cualquiera que me preguntara: «¿Qué remedio?» «Ninguno, respondería   —177→   yo; si se vio realmente atormentado entre aquellos dos extremos, sed videat, ne quaeratur latebra perjurio1061, érale preciso obrar; mas si lo hizo sin duelo, si no se siente apesadumbrado, si no es de que su conciencia está enferma.» Aun cuando se encontrase alguien de conciencia tan meticulosa y tierna, a quien ninguna curación pareciera digna de tan penoso remedio, no por ello le tendría yo en menor estima; de ningún modo acertaría a perderse que fuera más excusable y decoroso. Nosotros no lo podemos todo. Así como así, precisamos frecuentemente como áncora de salvación encomendar la última protección de nuestra nave a la sola dirección del cielo. ¿Y para qué necesidad más justa se reservaría este recurso? ¿Ni qué le es menos posible cumplir que lo que realizar no puede sino a expensas de su fe y honor, cosas que a las veces deben serle más caras que su propia salvación y la de su pueblo? Cuando con los brazos quedos llame a Dios simplemente en su ayuda, ¿por qué no ha de aguardar que la bondad divina no rechace el favor sobrenatural de su mano a una mano pura y justiciera? Son éstos peligrosos ejemplos, enfermizas y raras excepciones en nuestras reglas naturales; preciso es ceder ante ellos, mas con moderación y circunspección grandes: ninguna utilidad privada puede haber tan digna para que infrinjamos este esfuerzo a nuestra conciencia; la pública lo merece cuando el caso es justo o importante la magnitud de lo que se salva.

Timoleón se resguardó oportunamente de su acción peregrina con las lágrimas que derramó recordando que su mano fratricida había acabado con el tirano. Espoleó justamente su conciencia la necesidad de comprar el bienestar público a expensas de la honradez de sus costumbres. El senado mismo, desligado de la servidumbre por ese medio, no se atrevió redondamente a decidir de un hecho tan capital y tan magno, desgarrado como se sentía por los dos rudos y encontrados aspectos; mas como los siracusanos solicitaran precisamente en aquel momento la protección de los corintios y un jefe capaz de convertir su ciudad a su dignidad primera limpiando a Sicilia de algunos tiranuelos que la oprimían, eligieron a Timoleón declarándole de una manera terminante «que según se condujera bien o mal en su empresa, sería absuelto o condenado como libertador de su país o como asesino de su hermano». Esta singular conclusión encuentra alguna excusa en el ejemplo e importancia de un hecho tan extraño; y obraron con cordura los jueces descargándole de la sentencia, o apoyándole, no en la propia conciencia sino en consideraciones secundarias. Las hazañas de Timoleón en este viaje hicieron muy luego su causa más clara, ¡con tanta dignidad y esfuerzo se   —178→   condujo en todo! La dicha que le acompañó en las contrariedades que tuvo que allanar en tan noble liza, pareció serle enviada por los dioses, conspiradores favorables de su justificación.

El fin de éste es perdonable si hay alguno que de semejante índole pueda serlo, mas el beneficio del aumento de las rentas públicas que sirvió de pretexto al senado romano para realizar la asquerosa acción que voy a recitar, no es suficientemente poderoso para llevar a cabo semejante injusticia. Algunas ciudades se habían rescatado por dinero y alcanzado la libertad con orden y consentimiento del senado, del poder de Sila; mas como luego la cosa cayera de nuevo en disquisición, el mismo senado condenolas de nuevo a pagar impuestos como antaño los habían pagado y el dinero que destinaran a rescatarse quedó perdido para ellas. Las guerras civiles dan frecuentemente lugar a feos ejemplos: castigamos a los particulares porque nos prestaron crédito cuando éramos otros; un mismo magistrado hace cargar la pena de su propia mutación a quien ya no puede más; el maestro azota a su discípulo en castigo a su docilidad, y lo mismo el clarividente al ciego. ¡Monstruosa imagen de la justicia!

La filosofía encierra preceptos falsos y maleables. El ejemplo que se nos propone para que hagamos prevalecer la autoridad privada y la fe prometida no recibe suficiente peso por la circunstancia que algunos alegan; por ejemplo: los ladrones os han atrapado, y al punto puesto en libertad mediante el juramento del pago de cierta suma; pues bien, es error el declarar que un hombre de bien cumplirá con su fe escapando sin ajustar cuentas en cuanto se vea libre de los malhechores. Lo que el temor me hizo querer una vez estoy obligado a quererlo despojado de temor; y aun cuando el miedo no hubiera forzado más que mi lengua, dejando libre la voluntad, todavía estoy obligado a mantenerme firmemente en mi palabra. Cuando ésta sobrepujó en mí alguna vez inconsideradamente mi pensamiento, como caso de conciencia consideré por lo mismo desaprobarla. A proceder de otra suerte, paulatinamente iríamos aboliendo todo derecho que un tercero fundamentara en nuestras promesas y juramentos. Quasi vero forti viro vis possit adhiberi.1062 Sólo en el siguiente caso tiene fundamento el interés privado para excusarnos de faltar a la promesa: si ésta consiste en algo detestable e inicuo de suyo, pues los fueros de la virtud deben prevalecer siempre sobre los de nuestra obligación.

En otra ocasión acomodé a Epaminondas en el primer rango entre los hombres relevantes1063, y de mi aserto no me   —179→   desdigo. ¿Hasta dónde no elevó la consideración de su particular deber? Jamás quitó la vida a ningún hombre a quien venciera, y aun por el inestimable bien de procurar la libertad a su país hacía caso de conciencia de asesinar al tirano o a sus cómplices, sin emplear las formalidades de la justicia; juzgaba perverso a un hombre, por eximio ciudadano que fuera, si en la batalla no era humano con su amigo y con su huésped. Alma de rica composición, casaba con las acciones humanas más rudas y violentas la humanidad y la bondad, hasta las más exquisitas que hallarse puedan en la escuela de la filosofía. En medio de aquel vigor tan magno, tan extremo y obstinado contra el dolor, la muerte y la pobreza, ¿fueron la naturaleza o la reflexión lo que le enternecieron hasta arrastrarle a una dulzura increíble y a una bondad de complexión sin límites? Sintiendo horror por el acero y la sangre, va rompiendo y despedazando una nación invencible para todos menos para él, y sumergido en tan tremenda liza evita el encuentro de su amigo y de su huésped. En verdad él solo dominaba bien la guerra, puesto que la hacía soportar el freno de la benignidad en lo más ardiente e inflamado de la refriega, toda espumante de matanzas y furor. Milagro es juntar a tales acciones alguna imagen de justicia, mas sólo a Epaminondas pertenece la rigidez de poder llevar a ellas la dulzura y benignidad de las más blandas costumbres, y hasta la pura inocencia: y donde el uno dice a los mamertinos «que los estatutos no rezan con los hombres armados», el otro al tribuno del pueblo «que el tiempo de la justicia y de la guerra eran distintos», y el tercero «que el ruido de las armas le imposibilitaba oír la voz de las leyes», Epaminondas escuchaba hasta los acentos de la civilidad y los de la pura cortesía. ¿Había adoptado de sus enemigos1064 la costumbre de hacer ofrendas a las musas, camino de la guerra, para templar con su dulzura y regocijo la furia ruda y marcial? En presencia de las enseñanzas de un tal preceptor no temamos el creer que hay algo de ilícito al obrar contra nuestros mismos enemigos, y que el interés común no debe requirirlo todo de todos contra el interés privado; manente memoria, etiam in dissidio publicorum foederum, privati juris1065;


       Et nulla potentia vires
praestandi, ne quid peccet amicus, habet1066;



y que ni todas las cosas son laudables a un hombre de bien por el servicio de su rey ni por la causa general de   —180→   las leyes; non enim patria proestat omnibus officiis... et ipsi conducit pios habere cives in parentes1067. Instrucción es ésta propia al tiempo en que vivimos: no tenemos necesidad de endurecer nuestros ánimos con las hojas de las espadas; basta que nuestros hombros sean resistentes; basta mojar nuestras plumas en la tinta sin sumergirlas en la sangre. Si es grandeza de alientos y efecto de una virtud rara y singular el menospreciar la amistad, las obligaciones privadas, la palabra y el parentesco en pro del bien común y obediencia del magistrado, basta y sobra para que de ello nos excusemos considerando que es una grandeza que no pudo tener cabida en la magnitud de ánimo de un Epaminondas.

Yo abomino las rabiosas exhortaciones de esta alma turbulenta:


. . .Deum tela micant, non vos pietatis imago
ulla, nec adversa conspecti fronti parentes
commoveant; vultus gladio turbate verendos.1068



Despojemos a los perversos, a los sanguinarios y a los traidores de este pretexto de razón. Abandonemos esa justicia atroz o insensata, y atengámonos a la conducta humana. ¡Cuantísimo pueden para lograrlo el tiempo y el ejemplo! En un encuentro de la guerra civil contra Cina un soldado de Pompeyo mató a su hermano sin pensarlo, el cual pertenecía al partido contrario, y el dolor junto con la vergüenza le hicieron morir a su vez; años después, en otra guerra civil de ese mismo pueblo, otro soldado, por haber matado también a su hermano, pidió una recompensa a sus capitanes.

Mal se argumenta el honor y la hermosura de una acción pregonando su utilidad; y se concluye mal estimando que todos a ella permanecen obligados, suponiendo que es honrada en particular porque es útil en general:


Omnia non pariter rerum sum omnibus apta.1069



Elijamos la más necesaria y provechosa a la humana sociedad; ésta será sin duda el matrimonio; sin embargo, el parecer de los santos reconoce más conveniente el partido contrario, excluyendo de aquel el vivir más venerable de los hombres, como nosotros destinamos a las yeguadas a los caballos de menor valía.



  —181→  

ArribaAbajoCapítulo II

Del arrepentimiento


Los demás forman al hombre: yo lo recito como representante de uno particular con tanta imperfección formado que si tuviera que modelarle de nuevo le trocaría en bien distinto de lo que es: pero al presente ya está hecho. Los trazos de mi pintura no se contradicen, aun cuando cambien y se diversifiquen. El mundo no es más que un balanceo perenne, todo en él se agita sin cesar, así las rocas del Cáucaso como las pirámides de Egipto, con el movimiento general y con el suyo propio; el reposo mismo no es sino un movimiento más lánguido. Yo puedo asegurar mi objeto, el cual va alterándose y haciendo eses merced a su natural claridad; tómolo en este punto, conforme es en el instante que con él converso. Yo no pinto el ser, pinto solamente lo transitorio; y no lo transitorio de una edad a otra, o como el pueblo dice, de siete en siete años, sino de día en día, de minuto en minuto: precisa que acomode mi historia a la hora misma en que la refiero, pues podría cambiar un momento después; y no por acaso, también intencionadamente. Es la mía una fiscalización de diversos y movibles accidentes, de fantasías irresueltas, y contradictorias, cuando viene al caso, bien porque me convierta en otro yo mismo, bien porque acoja los objetos por virtud de otras circunstancias y consideraciones, es el echo que me contradigo fácilmente, pero la verdad, como decía Demades, jamás la adultero. Si mi alma pudiera tomar pie, no me sentaría, me resolvería; mas constantemente se mantiene en prueba y aprendizaje.

Yo propongo una vida baja y sin brillo, mas para el caso es indiferente que fuera relevante. Igualmente se aplica toda la filosofía moral a una existencia ordinaria y privada que a una vida de más rica contextura; cada hombre lleva en sí la forma cabal de la humana condición. Los autores se comunican con el mundo merced a un distintivo especial y extraño; yo, principalmente, merced a mi ser general, como Miguel de Montaigne, no como gramático, poeta o jurisconsulto. Si el mundo se queja porque yo hablé de mí demasiado, yo me quejo porque él ni siquiera piensa en sí mismo. ¿Pero es razonable que siendo yo tan particular en uso, pretenda mostrarme al conocimiento público? ¿Lo es tampoco el que produzca ante la sociedad, donde las maneras y artificios gozan de tanto crédito, los efectos de naturaleza, crudos y mondos, y de una naturaleza enteca, por añadidura? ¿No es constituir una muralla sin piedra, o cosa semejante, el fabricar libros sin ciencia ni arte? Las fantasías de la música el arte las acomoda,   —182→   las mías el acaso. Pero al menos voy de acuerdo con la disciplina, en que jamás ningún hombre trató asunto que mejor conociera ni entendiera que yo entiendo y conozco el que he emprendido; en él soy el hombre más sabio que existir pueda; en segundo lugar, ningún mortal penetró nunca en su tema más adentro, ni más distintamente examinó los miembros y consecuencias del mismo, ni llegó con más exactitud y plenitud al fin que propusiera a su tarea. Expuse la verdad, no hasta el hartazgo, sino hasta el límite en que me atrevo a exteriorizarla, y me atrevo algo más envejeciendo, pues parece que la costumbre concede a esta edad mayor libertad de charla, y mayor indiscreción en el hablarse de sí mismo. Aquí no puede acontecer lo que veo que sucede frecuentemente, o sea que el artesano y su labor se contradicen: ¿cómo un hombre, oímos, de tan sabrosa conversación ha podido componer un libro tan insulso? O al revés: ¿cómo escritos tan relevantes han emanado de un espíritu cuyo hablar es tan flojo? Quien conversa vulgarmente y escribe de modo diestro declara que su capacidad reside en mi lugar de donde la toma, no en él mismo. Un personaje, sabio no lo es en todas las cosas; mas la suficiencia en todo se basta, hasta en el ignorar vamos conformes y en igual sentido, mi libro y yo. Acullá puede recomendarse, o acusarse la obra independientemente del obrero; aquí no; pues quien se las ha con el uno se las ha igualmente con el otro. Quien le juzgare sin conocerle se perjudicará más de lo que a mí me perjudique; quien le haya conocido me procura satisfacción cabal. Por contento me daré y por cima de mis merecimientos me consideraré, si logro solamente alcanzar de la aprobación pública el hacer sentir a las gentes de entendimiento que he sido capaz de la ciencia en mi provecho, caso de que la haya tenido, y que merecía que la memoria me prestara mayor ayuda.

Pasemos aquí por alto lo que acostumbro a decir frecuentemente o sea que yo me arrepiento rara vez, y que mi conciencia se satisface consigo misma; no como la de mi ángel o como la de un caballo, sino como la de un hombre, añadiendo constantemente este refrán, y no ceremoniosamente sino con sumisión esencial e ingeniosa: «que yo hablo como quien ignora e investiga, remitiéndome para la resolución pura y simplemente a las creencias comunes legítimas». Yo no enseño ni adoctrino, lo que hago es relatar.

No hay vicio que esencialmente lo sea que no ofenda y que un juicio cabal no acuse, pues muestran todos una fealdad e incomodidad tan palmarias que acaso tengan razón los que los suponen emanados de torpeza e ignorancia tan difícil es imaginar que se los conozca sin odiarlos. La malicia absorbe la mayor parte de su propio veneno y   —183→   se envenena igualmente. El vicio deja como una úlcera en la carne y un arrepentimiento en el alma que constantemente a ésta, araña y ensangrienta, pues la razón borra las demás tristezas y dolores engendrando el del arrepentimiento, que es más duro, como nacido interiormente, a la manera que el frío y el calor de las fiebres emanados son más rudos que los que vienen de fuera. Yo considero como, vicios (mas cada cual según su medida) no sólo aquellos que la razón y la naturaleza condenan, sino también los que las ideas de los hombres, falsas y todo como son, consideran como tales, siempre y cuando que el uso y las leyes las autoricen.

Por el contrario, no hay bondad que no regocije a una naturaleza bien nacida. Existe en verdad yo no sé qué congratulación en el bien obrar que nos alegra interiormente, y una altivez generosa que acompaña a las conciencias sanas. Un alma valerosamente viciosa puede acaso revestirse de seguridad, mas de aquella complacencia y satisfacción no puede proveerse. No es un plan baladí el sentirse preservado del contagio en un siglo tan dañado, y el poder decirse consigo mismo: «Ni siquiera me encontraría culpable quien viese hasta el fondo de mi alma, de la aflicción y ruina de nadie, ni de venganza o envidia, ni de ofensa pública a las leyes, ni de novelerías y trastornos, ni de falta al cumplimiento de mi palabra; y aun cuando la licencia del tiempo en que vivimos a todos se lo consienta y se lo enseñe, no puse yo jamás la mano en los bienes ni en la bolsa de ningún hombre de mi nación, ni viví sino a expensas de la mía, así en la guerra como en la paz, ni del trabajo de nadie me serví sin recompensarlo.» Placen estos testimonios de la propia conciencia, y nos procura saludable beneficio esta alegría natural, la sola remuneración que jamás nos falte.

Fundamentar la recompensa de las acciones virtuosas en la aprobación ajena es aceptar un inciertísimo y turbio fundamento, señaladamente en un siglo corrompido e ignorante como éste; la buena estima del pueblo es injuriosa. ¿A quién confiáis el ver lo que es laudable? ¡Dios me guarde de ser hombre cumplido conforme a la descripción que para dignificarse oigo hacer todos los días a cada cual de sí mismo! Quae fuerant vitia, mores sunt.1070 Tales de entre mis amigos me censuraron y reprimendaron abiertamente, ya movidos por su propia voluntad, ya instigados por mí, cosa que para cualquier alma bien nacida sobrepuja no ya sólo en utilidad sino también en dulzura los oficios todos de la amistad; yo acogí siempre sus catilinarias con los brazos abiertos, reconocida y cortésmente; mas, hablando ahora en conciencia, encontré a veces en reproches   —184→   y alabanzas tanta escasez de medida, que más bien hubiera incurrido en falta que bien obrado dejándome llevar por sus consejos. Principalmente nosotros que vivimos una existencia privada, sólo visible a nuestra conciencia, debemos fijar un patrón interior para acomodar a él todas nuestras acciones, y según el cual acariciamos unas veces y castigamos otras. Yo tengo mis leyes y mi corte para juzgar de mí mismo, a quienes me dirijo más que a otra parte; yo restrinjo mis acciones con arreglo a los demás, pero no las entiendo sino conforme a mí. Sólo vosotros mismos podéis saber si sois cobardes y crueles, o leales y archidevotos; los demás no os ven, os adivinan mediante ciertas conjeturas; no tanto contemplan vuestra naturaleza como vuestro arte, por donde no debéis ateneros a su sentencia, sino a la vuestra: Tuo tibi judicio est utendum... Virtutis et vitiorum grave ipsius concientiae pondus est: qua sublata, jacent omnia1071. Mas lo que comúnmente se dice de que el arrepentimiento sigue de cerca al mal obrar, me parece que no puede aplicarse al pecado que llegó ya a su límite más alto, al que dentro de nosotros habita como en su propio domicilio; podemos desaprobar y desdecirnos de los vicios que nos sorprenden y hacia los cuales las pasiones nos arrastran, pero aquellos que por dilatado hábito permanecen anclados y arraigados en una voluntad fuerte y vigorosa no están ya sujetos a contradicción. El arrepentimiento no es más que el desdecir de nuestra voluntad y la oposición de nuestras fantasías, que nos llevan en todas direcciones haciendo desaprobar a algunos hasta su virtud y continencia pasadas:


Quae mens est hodie, cur cadem non puero fuit?
Vel cur his animis incolumes non redeunt genae?1072



Es una vida relevante la que se mantiene dentro del orden hasta en su privado. Cada cual puede tomar parte en la mundanal barahúnda y representar en la escena el papel de un hombre honrado; mas interiormente y en su pecho, donde todo nos es factible y donde todo permanece oculto, que el orden persista es la meta. El cercano grado de esta bienandanza es practicarla en la propia casa, en las acciones ordinarias, de las cuales a nadie tenemos que dar cuenta, y donde no hay estudio ni artificio; por eso Bías, pintando un estado perfecto en la familia, dijo «que el jefe de ella debe ser tal interiormente por sí mismo como lo   —185→   es afuera por el temor de la ley y el decir de los hombres». Y Julio Druso respondió dignamente a los obreros que mediante tres mil escudos le ofrecían disponer su casa de tal suerte que sus vecinos no vieran nada de lo que pasara en ella, cuando dijo: «Os daré seis mil si hacéis que todo el mundo pueda mirar por todas partes.» Advierten en honor de Agesilao que tenía la costumbre de elegir en sus viajes los templos por vivienda, a fin de que así el pueblo como los dioses mismos pudieran contemplarle en sus acciones privadas. Tal fue para el mundo hombre prodigioso en quien su mujer y su lacayo ni siquiera vieron nada de notable; pocos hombres fueron admirados por sus domésticos; nadie fue profeta no ya sólo en su casa, sino tampoco en su país, dice la experiencia de las historias; lo mismo sucede en las cosas insignificantes, y en este bajo ejemplo se ve la imagen de las grandes. En mi terruño de Gascuña consideran como suceso extraordinario el verme en letras de molde, en la misma proporción que el conocimiento de mi individuo se aleja de mi vivienda, y así valgo más a los ojos de mis paisanos; en Guiena compro los impresores, y en otros lugares soy yo el comprado. En esta particularidad se escudan los que se esconden vivos y presentes para acreditarse muertos y ausentes. Yo mejor prefiero gozar menos honores; lánzome al mundo simplemente por la parte que de ellos alcanzo, y llegado a este punto los abandono. El pueblo acompaña a un hombre hasta su puerta deslumbrado por el ruido de un acto público, y el favorecido con su vestidura abandona el papel que desempeñara, cayendo tanto más hondo cuanto más alto había subido, y dentro de su alojamiento todo es tumultuario y vil. Aun cuando en ella el orden presidiera, todavía precisa hallarse provisto de un juicio vivo y señalado para advertirlo en las propias acciones privadas y ordinarias. Montar brecha, conducir una embajada, gobernar un pueblo, son acciones de relumbrón; amonestar, reír, vender, pagar, amar, odiar y conversar con los suyos y consigo mismo, dulcemente y equitablemente, no incurrir en debilidades, mantener cabal su carácter, es cosa mas rara, más difícil y menos aparatosa. Por donde las existencias retiradas cumplen, dígase lo que se quiera, deberes tan austeros y rudos como las otras; y las privadas, dice Aristóteles, sirven a la virtud venciendo dificultades mayores y de modo más relevante que las públicas. Más nos preparamos a las ocasiones eminentes por gloria que por conciencia. El más breve camino de la gloria sería desvelarnos por la conciencia como nos desvelamos por la gloria. La virtud de Alejandro me parece que representa mucho menos vigor en su teatro que la de Sócrates en aquella su ejercitación ordinaria y obscura. Concibo fácilmente al filósofo en el lugar de Alejandro; a Alejandro en el de Sócrates no lo imagino. Quien preguntara   —186→   a aquél qué sabía hacer obtendría por respuesta. «Subyugar el mundo»; quien interrogara a éste, oiría: «Conducir la vida humana conforme a su natural condición», que es ciencia más universal, legítima y penosa.

No consiste el valer del alma en encaramarse a las alturas, sino en marchar ordenadamente; su grandeza no se ejercita en la grandeza, sino en la mediocridad. Como aquellos que nos juzgan por dentro nos sondean, reparan poco en el resplandor de nuestras acciones públicas, viendo que éstas no son más que hilillos finísimos y chispillas de agua surgidos de un fondo cenagoso, así los que nos consideran por la arrogante apariencia del exterior concluyen lo mismo de nuestra constitución interna; y no pueden acoplar las facultades vulgares, iguales a las propias con las otras que los pasman y alejan de su perspectiva. Por eso suponemos a los demonios formados como los salvajes. ¿Y quién no imaginará a Tamerlán con el entrecejo erguido, dilatadas las ventanas de la nariz, el rostro horrendo y la estatura desmesurada, como lo sería la fantasía que lo concibiere gracias al estruendo de sus acciones? Si antaño me hubieran presentado a Erasmo, difícil habría sido que yo no hubiese tomado por apotegmas y adagios cuanto hubiera dicho a su criado y a su hostelera. Imaginamos con facilidad mayor a un artesano haciendo sus menesteres o encima de su mujer, que en la misma disposición a un presidente, venerable por su apostura y capacidad; parécenos que éstos desde los sitiales preeminentes que ocupan no descienden a las modestas labores de la vida. Como las almas viciosas son frecuentemente incitadas al bien obrar movidas por algún extraño impulso, así acontece a las virtuosas en la práctica del mal; precisa, pues, que las juzguemos en su estado de tranquilidad, cuando son dueñas de sí mismas, si alguna vez lo son, o al menos cuando más con el reposo están avecinadas en su situación ingenua.

Las inclinaciones naturales se ayudan y fortifican con el concurso de la educación; mas apenas se modifican ni se vencen: mil naturalezas de mi tiempo escaparon hacia la virtud o hacia el vicio al través de opuestas disciplinas,


Sic ubi desuetae silvis in carcere clausae,
mansuevere ferae, et vultus posuere minaces,
atque hominem didicere pati, si torrida parvus;
venit in ora cruor, redeunt rabiesque furorque,
admonitaeque tument gustato sanguine fances;
fervet, et a trepido vix abstinet ira magistro1073 :



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las cualidades originales no se extirpan, se cubren y ocultan. La lengua latina es en mí como natural e ingénita (mejor la entiendo que la francesa); sin embargo, hace cuarenta años que de ella no me he servido para hablarla y apenas para escribirla, a pesar de lo cual, en dos extremas y repentinas emociones en que vino a dar dos o tres veces en mi vida, una de ellas viendo a mi padre en perfecto estado de salud caer sobre mí desfallecido, lancé siempre del fondo de mis entrañas las primeras palabras en latín; mi naturaleza se exhaló y expresó fatalmente en oposición de un uso tan dilatado. Este ejemplo podría con muchos otros corroborarse.

Los que en mi tiempo intentaron corregir las costumbres públicas con el apoyo de nuevas opiniones, reforman sólo los vicios aparentes, los esenciales los dejan quedos si es que no los aumentan, y este aumento es muy de tener en aquella labor. Repósase fácilmente de todo otro bien hacer con estas enmiendas externas, arbitrarias, de menor coste y de mayor mérito, satisfaciéndose así con poco gasto los otros vicios naturales, consustanciales o intestinos. Deteneos un poco a considerar lo que acontece dentro de vosotros: no hay persona, si se escucha, que no descubra en sí una forma suya, una forma que domina contra todas las otras, que lucha contra la educación y contra la tempestad de las pasiones que la son contrarias. Por lo que a mi respecta, apenas me siento agitado por ninguna sacudida; encuéntrome casi siempre en mi lugar natural, como los cuerpos pesados y macizos; si no soy siempre yo mismo, estoy muy cerca de serlo. Mis desórdenes no me arrastran muy lejos; nada hay en mí de extremo ni de extraño, y sin embargo vuelvo sobre mis acuerdos por modo sano y vigoroso.

La verdadera condenación, que arrastra a la común manera de ser de los hombres, consiste en que el retiro mismo de éstos está preñado de corrupción y encenagado; la idea de su enmienda emporcada, la penitencia enferma y empecatada, tanto aproximadamente como la culpa. Algunos, o por estar colados al vicio con soldadura natural, o por hábito dilatado, no reconocen la fealdad del mismo; para otros (entre los cuales yo me encuentro), el vicio pesa, pero lo contrabalancean con el placer o cualquiera otra circunstancia, y lo sufren y a él se prestan, a cierto coste, por lo mismo viciosa y cobardemente. Sin embargo, acaso pudiera imaginarse una desproporción tan lejana, en que el vicio fuera ligero y grande el placer que recabara, por donde justamente el pecado podría excusarse, como decimos de lo útil; y no sólo hablo aquí de los placeres accidentales de que no se goza sino después del pecado cometido, como los que el latrocinio procura, sino del ejercicio mismo del placer, como el que ayuntándonos con las mujeres   —188→   experimentamos, en que la incitación es violenta, y dicen que a veces invencible. Hallándome días pasados en las tierras que uno de mis parientes posee en Armaignac conocí a un campesino a quien todos sus vecinos llaman el Ladrón, el cual relataba su vida por el tenor siguiente: como hubiera nacido mendigo y cayera en la cuenta de que con el trabajo de sus manos no llegaría jamás a fortificarse contra la indigencia, determinó hacerse ladrón, y en este oficio empleó toda su juventud, con seguridad cabal, merced a sus fuerzas robustas, pues recolectaba y vendimiaba las tierras ajenas con esplendidez tanta que parecía inimaginable que un hombre hubiera acarreado en una noche tal cantidad sobre sus costillas; cuidaba además de igualar y dispersar los perjuicios ocasionados, de suerte que las pérdidas importaran menos a cada particular de los robados. En los momentos actuales vive su vejez, rico, para un hombre de su condición, gracias a ese tráfico que abiertamente confiesa; y, para acomodarse con Dios, a pesar de sus adquisiciones, dice que todos los días remunera a los sucesores de los robados y añade que si no acaba con su tarea (pues proveerlos a un tiempo no le es dable), encargará de ello a sus herederos en razón a la ciencia, que el solo posee, del mal que a cada uno ocasionara. Conforme a esta descripción, verdadera o falsa, este hombre considera el latrocinio como una acción deshonrosa, y lo detesta, si bien menos que la indigencia; su arrepentimiento no deja lugar a duda; mas considerando el robo, según su escuela, contrabalanceado y compensado, no se arrepiente en modo alguno. Este proceder no constituye la costumbre que nos incorpora al vicio y con él conforma nuestro entendimiento mismo, ni es tampoco ese viento impetuoso que va enturbiando y cegando a sacudidas nuestra alma y nos precipita, como asimismo a nuestro juicio, en las garras del vicio.