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ArribaAbajo- XVI -

Dejando para más tarde la exploración al mercado, marché a la abandonada vivienda de D. Juan Ferragut, canónigo de la catedral, que desde los primeros días del sitio huyó de Gerona buscando lugar más seguro. Aunque este veterano de las milicias docentes de Cristo no figura en mi relación, debo indicar que era el primer anticuario de toda la alta Cataluña; hombre eruditísimo e incansable en esto de reunir monedas, escarbar ruinas, descifrar epígrafes y husmear todos los rastros de pisadas romanas en nuestro suelo. Su colección numismática era célebre en todo el país, y además poseía inapreciable tesoro en vasos, lámparas, arneses y libros raros; pero el grande amor que tenía a estos objetos no fue parte a detenerle en su huida, abandonando la historia romana y carlovingia por poner en seguro la más que ninguna inestimable antigualla de la propia vida. Luego una bomba arregló el museo a su manera.

Entrábase en la desierta casa por una pequeña puerta que comunicaba ambos patios, y que los vecinos solían tener abierta para venir a tomar agua en el del nuestro. Cuando penetré en el patio, hallé que una gran parte   —135→   de este se había trocado en recinto cubierto, formado por la acumulación de vigas y tabiques atascados en un ángulo antes de llegar al piso. Aquel improvisado techo no necesitaba sino ligero impulso, una voz fuerte, una trepidación insensible para caer al suelo. Adelantando cuidadosamente llegué a la caja de la escalera, abierta a la luz y al aire por el hundimiento de las salas de la fachada y de una parte del techo por donde penetró la bomba. Cubrían el suelo muebles confundidos con trozos de pared, vidrios y mil desiguales fragmentos de preciosidades artísticas, materia caótica de la historia, que ningún sabio podía ya reunir ni ordenar. La escalera había perdido uno de sus tramos, y para subir era preciso trepar, saltando abruptas alturas. Desde abajo veíase el interior de una alcoba que debía ser la del señor canónigo, la cual pieza con un testero de menos, y conservando parte de sus muebles, se asemejaba a los aposentos de juguete para los niños, cuando se les quita la tapa o pared lateral, cuya ausencia permite ver el lindo interior. Si algunos cuadros, cofres y roperos manteníanse arriba en los mismos puestos que desde luengos años ocupaban, en cambio la cama del canónigo yacía en lo hondo de la escalera en una postura que podemos llamar boca abajo. Los gruesos pilares de aquel mueble, que no era otra cosa que un mediano monte de roble, aparecían por diversos puntos tronchados, esparciendo sus agudas astillas, y las colgaduras en desorden dejaban   —136→   ver entre sus pliegues los brazos de marfil de un Santo Cristo, y las secas ramas de unas disciplinas. De entre los despojos de la piedra, y en la oscuridad de los rincones y honduras que formaban, vi surgir el brillo de dos discos luminosos, como dos puntos, como dos ojos que me miraban. A pesar de que sentí súbito temor, bajeme a recoger aquellas luces. Eran los espejuelos del buen Ferragut.

En la imposibilidad de subir, di voces al pie de la escalera, por ver si desde aquellas solitarias cavidades me respondía alguno de los muchachos a quienes buscaba. Grité con toda la fuerza de mis pulmones: ¡Badoret, Manalet!, pero nadie me respondía. Recorrí todo lo bajo, explorando lo más escondido y lo más peligroso de los escombros, y sólo encontré la barretina de uno de los chicos; pero esto no era suficiente razón para suponer que ellos existiesen bajo las ruinas. Por último, regresando al hueco oí un agudo silbido, que resonaba en lo más alto del tejado. Aguardé un rato, y en breve oyéronse de nuevo los mismos agudos sones, y apareció una figura, que desde arriba con evidente peligro se inclinaba para mirar hacia el fondo. Era Badoret.

El muchacho, poniéndose ambas manos en la boca, gritó: ¡Manalet, alerta!

Y luego forzando la voz, añadió: -¡Allá van! ¡Allá va Napoleón, con toda la guardia imperial, y la tropa menuda!

Dicho esto desapareció, y yo me quedé absorto esperando ver a Napoleón con toda la   —137→   guardia imperial. En efecto; por la rota escalera descendía a escape tendido un numeroso ejército cuyos precipitados pasos metían bastante ruido. Saltaban de peldaño en peldaño por entre los pedazos de vigas, y con ligereza suma franqueaban los claros de la escalera, gruñendo, chillando, escarbando, describiendo piruetas, curvas, círculos, y empujándose, confundiéndose y precipitándose unos sobre otros.

Delante iba el mayor de todos que era grandísimo, como ser de privilegiada magnitud y belleza entre los de su clase, y seguíanle otros de menos talla y muchos pequeños, entre los cuales había jovenzuelos, juguetones y muchos graciosos niños. No eran docenas, sino cientos, miles, ¡qué sé yo!, un verdadero ejército, una nación entera, masa imponente que en otras circunstancias me habría hecho retroceder con espanto. Las oscilaciones de sus largos rabos negros eran tales, que parecían culebras corriendo en medio de ellos, y sus brillantes ojos de azabache expresaban el azoramiento y la ansiedad de retirada tan vergonzosa. Venían hostigados, y la inmunda caterva pasó junto a mí y en derredor mío con rapidez inapreciable escurriéndose por entre los escombros hacia el patio. Seguíalos yo con la vista, y por una oscura puertecilla que vi en la pared, sumergiéronse todos en un segundo, como chorro que cae al abismo.

Yo no había visto aquella puerta abierta en un ángulo y que ocultaban dos toneles   —138→   puestos en el patio. Acerqueme a ella y desde la boca grité:

-Manalet, ¿estás ahí?

Al principio no sentí rumor alguno, sino un lejano y vago son de hojarasca10 que me parecía producido por las pisadas de la guardia imperial sobre montones de yerba seca. Pero al poco rato creí sentir como voces y lamentos que al principio parecieron aprensión mía o eco de mis propios gritos; pero oyendo que se repetían más acentuados cada vez, resolví aventurarme en lo interior del aposento oscurísimo que ante mí se abría.

Nada pude ver en los primeros momentos; mas a poco de estar allí distinguí las formas robustas de las tinajas y toneles, cajones rotos, arreos de caballerías y de carros, y mil objetos de indefinible configuración, que iban saliendo poco a poco de la oscuridad a medida que mis ojos se acostumbraban a ella.

El sitio era poco agradable, y no sé por qué las barrigas de aquellas tinajas me ofrecían un aspecto temeroso, causa para mí de invencible horror. Yo reconocí en aquellas formas extravagantes las de ciertos monstruos que venían a amedrentarme en mis sueños de enfermo, y no les faltaba más que cuatro patas resbaladizas, húmedas, cartilaginosas, para arrojarse sobre mí. A los pocos pasos produje el mismo ruido de hojarasca que antes había sentido, y observé que pisaba grandes capas de yerba seca, depositada allí sin duda para bestias que no habían de comerla.

  —139→  

De pronto, señores, sentí que las hojas sonaban pisadas por mil patitas, y los cabellos se me erizaron de espanto. ¿Por qué, si allí no había leones, ni tigres, ni culebras, ni ningún animal verdaderamente fuerte y temible? Lo cierto es que tuve miedo, un miedo inmenso que heló la sangre en mis venas, dejándome atónito y paralizado. Quise huir y hundime en la yerba seca. Revolví los ojos en torno mío, y aumentó mi terror al ver que se disponía para acometerme por distintos lados con la rabia de mil bestias feroces todo el ejército imperial.

En un instante me sentí mordido y rasguñado en los tobillos, en las piernas, en los muslos, en las manos, en los hombros, en el pecho. ¡Infame canalla! Sus ojuelos negros y relucientes como pequeñas cuentas, me miraban gozándose en la perplejidad de la víctima, y sus hocicos puntiagudos se lanzaban con voracidad sobre mí. Grité, pateé, manoteé; pero la flojedad del suelo en que me sostenía imposibilitaba mi defensa, y con esfuerzos extraordinarios pugnaba por echarme fuera de aquel mar de hoja seca en el cual, si era difícil el correr, más difícil era el nadar. La turba insolente, aguijoneada por el hambre, se atrevía a atacarme. ¿Qué puede uno solo de aquellos miserables animales contra el hombre? Nada; pero ¿qué puede el hombre contra millares de ellos, cuando la necesidad les obliga a asociarse para combatir al rey de la creación? Hallándome sin defensa, exclamé   —140→   con angustia: ¡Badoret, Manalet, venid en mi auxilio! ¡Socorro!

Por último, conseguí poner el pie en tierra firme, y sacudiendo manotadas a diestra y siniestra, logré aminorar el vigor del ataque. Corrí de un lado para otro, y me siguieron; subime a un gran tonel, y veloces como el rayo subieron ellos también. Su estrategia era admirable; adivinaban mis movimientos antes de que los realizase, y como saltara de un punto a otro, me tomaban la delantera para recibirme en la nueva posición. Animábanse en el combate por un himno de gruñidos que a mí me daba escalofrío, y parecía que rechinaban en acordada música militar sus dientes, demostrando gran rabia y despecho todos aquellos que no podían hacerme presa.

¡Terrible animal! ¡Qué admirablemente le ha dotado la Providencia para que se busque la vida a despecho del hombre, para que se defienda contra las agresiones de fuerza superior, para que venza obstáculos naturales, para que haga suyas las más laboriosas conquistas humanas; para que mantenga su inmensa prole en lo profundo de la tierra y al aire libre, en los despoblados lo mismo que en las ciudades! La Providencia le ha hecho carnívoro para que encuentre alimento en todas partes; le ha hecho un roedor para que devore a pedazos lo que no puede llevarse entero; le ha dado ligereza para que huya; blandura para que no se sientan sus alevosos pasos; finísimo oído para que conozca los peligros; vista penetrante para que   —141→   atisbe las máquinas preparadas en su daño, y agudo instinto para que con hábiles maniobras burle vigilancias exquisitas y persecuciones injustas. Además posee infinitos recursos y como bestia cosmopolita, que igualmente se adapta a la civilización y al salvajismo, posee vastos conocimientos de diversos ramos, de modo que es ingeniero, y sabe abrirse paso por entre paredes y tabiques para explorar nuevos mundos; es arquitecto habilísimo, y se labra grandiosas residencias en los sitios más inaccesibles, en los huecos de las vigas y en los vanos de los tapiales; es gran navegante, y sabe recorrer a nado largas distancias de agua, cuando su espíritu aventurero le obliga a atravesar lagunas y ríos; se aposenta en las cuadernas de los buques, dispuesto a comerse el cargamento si le dejan, y a echarse al agua en la bahía para tomar tierra si le persiguen; es insigne mecánico, y posee el arte de trasportar objetos frágiles y delicados, secretos de que el hombre no es ni puede ser dueño; es geógrafo tan consumado, que no hay tierra que no explore, ni región donde no haya puesto su ligera planta, ni fruto que no haya probado, ni artículo comercial en que no haya impreso el sello de sus diez y seis dientes; es geólogo insigne y audaz minero, pues si advierte que no disfruta de grandes simpatías a flor de tierra, se mete allí donde jamás respiró pulmón nacido, y construye bóvedas admirables por donde entra y sale orgullosamente, comunicando casas y edificios, y huertas y fincas, con lo   —142→   cual abre ricas vías al comercio y destruye rutinarias vallas; y por último, es gran guerrero, porque además de que posee mil habilidades para defenderse de sus enemigos naturales, cuando se encuentra acosado por el hambre en días muy calamitosos, reúne y organiza poderosos ejércitos, ataca al hombre, y al fin, si no halla medio de salir del paso, estos ejércitos se arman unos contra otros, embistiéndose con tanto coraje como táctica, hasta que al fin el vencedor vive a costa del vencido.

Poseyendo un gran sentido civilizador, se acomoda al carácter de las comarcas y regiones que escoge para desarrollar su genio activo, y come siempre de lo que hay. Eso sí, no respeta ni sabe respetar nada: en el tocador de la dama elegante se come los perfumes; y en casa del boticario las medicinas. En la iglesia hace mil condimentos con las reliquias de los santos, y en los teatros se apropia los coturnos de Agamenón y la loriga de D. Pedro el Cruel. Artista a veces, si el destino le lleva a los museos, se almuerza a Murillo y cena con algo de Rafael, y cuando acierta a penetrar en casa de los anticuarios o de los eruditos, se convierte en uno de estos por la influencia de la localidad, es decir, que se traga los libros.

Todas estas eminentes cualidades las desplegó contra mí la inmensa falange. Aquellos padres que por dar de comer a sus hijos; aquellos amantes esposos que por librar de la muerte a sus mujeres, no vacilaban en mirar frente   —143→   a frente a un ser superior, tenían toda la perversidad que dan las supremas exigencias de la vida. Pero era realmente una vergüenza para mí el rendir mi superioridad de fuerza y de inteligencia ante aquella chusma de los bodegones, que procedentes de distintos puntos de la ciudad, por caminos sólo sabidos de ella sola, se había reunido en tal sitio. Así es, que reponiéndome al cabo de algún tiempo de mi primitivo susto, arrebaté un palo que al alcance de la mano vi, y haciendo pie firme sobre el tonel, comencé a descargar golpes a todos lados, increpando a mis enemigos con todos los vocablos insultantes, groseros y desvergonzados de la lengua española.

Si no obtuve desde luego por este medio ventajas positivas, conseguí al menos amedrentar a los pequeños, que eran los más insolentes, y sólo los grandes continuaron empeñados en roerme. Pero los grandes me ofrecían un blanco más seguro, y he aquí que después de un rato de combate peligroso, incesante, en que multiplicaba los movimientos de mis brazos y piernas con rapidez más propia de un bailarín que de un guerrero, comencé a adquirir alguna ventaja. La ventaja en las batallas, una vez que se manifiesta, va creciendo en proporción geométrica, determinada por los temores y recelos del que flaquea, por el orgullo y reanimación del que gana terreno, y esto me pasó a mí, que al fin, señores míos, a fuerza de trabajo y de angustia pude adquirir el convencimiento de que no sería devorado.

  —144→  

Cuando me vi libre de la guardia imperial (pues no renuncio a darle este nombre) me hallaba tan cansado que di con mi cuerpo en tierra.

-Si me atacan otra vez -dije para mí- acabarán conmigo.




ArribaAbajo- XVII -

Pero en la desbandada del numeroso ejército, no abandonaron el campo todos los combatientes, no: allí enfrente de mí, arrastrando por el suelo su panza formidable estaba uno, el más grande, el más fuerte ¿por qué no decirlo?, el más hermoso de todos, fijando en mí el chispeante rayo de sus negras pupilas, con la oreja atenta, el hocico husmeante, las garras preparadas, el pelo erizado, y extendida la resbaladiza cola escamosa y pardusca.

-¡Ah, eres tú, Napoleón! -exclamé en voz alta como si el terrible animal entendiese mis palabras-. Ya te reconozco. Eres el mayor y el más fuerte de todos, eres el que iba delante cuando bajabais por la escalera. Infame, tu corpulencia y tus años te dan sobre los de tu ralea la superioridad que demuestras; pero eres un egoísta que por tu propio provecho reúnes a tus hermanos para que te ayuden en tus carnicerías. Miserable, ellos están flacos y tú estás gordo. Lo que ellos husmean tú te lo comes, y a falta de otro manjar, devorarás a   —145→   los pequeñuelos que te siguen, orgullosos de tener un general tan bravo. Miserable, ¿por qué me miras? ¿Crees que te temo? ¿Crees que temo a una vil alimaña como tú? El hombre, que a todos los animales domina, que de todos se vale, que se alimenta con los más nobles ¿temblará ante un indigno roedor como tú?

Corrí hacia él, pero desapareció agachándose para esconderse entre unos maderos. Despejé aquel sitio; pero él se escurrió ligeramente y le perdí de vista. Esta exploración me llevó muy adelante en la larga bodega, y en la crujía inmediata vi que se desparramaban a un lado y otro, corriendo por encima de las tinajas y por las mil sinuosidades de la pared, mis enemigos de un momento antes. Todos me miraban pasar y corrían de un lado para otro. No me quedaba duda de que eran algunos miles. A cada instante me parecía mayor su número.

En un rincón de la última crujía había un pequeño tonel en pie tapado con una baldosa, con aspecto muy parecido al de una colmena. Cierto vago rumor que de allí salía, me hizo fijar la atención, y entonces vi que por la posición del tonel, la boca estaba de frente. Pero lo que me causó sorpresa no fue esto, sino que por dicha boca apareció un dedo y después dos. En el mismo momento una voz al mismo tiempo infantil y cavernosa, como voz de niño que sale por el agujero de un tonel, llegó a mis oídos diciendo:

-Andrés, ya te veo. Aquí estoy. Soy yo, Manalet. ¿Se ha ido esa canalla? Me he encerrado   —146→   aquí para que no me comieran, y he tapado mi casa con una baldosa. ¿Tienes algo de comer?

-No; ya puedes salir. No tengas miedo -le respondí.

-Están ahí todavía. Siento sus patadas. Son cientos de miles. Ayer no había tantos; pero Napoleón ha ido esta mañana y ha vuelto con no sé cuántos miles más. Toma este eslabón y esta yesca, Andrés. Prende fuego en un manojo de yerba, teniendo cuidado de que no se encienda todo y verás cómo echan a correr.

Diome por el agujero el pedernal, eslabón y pajuela, y al punto hice fuego. Cuando el resplandor de la llama iluminó las oscuras bóvedas y muros, todos los caballeros corrieron despavoridos, y bien pronto no quedó uno. Ignoro el lugar de su repentina retirada.

-Se han ido -dije-. Ya puedes salir.

Entonces vi que se levantaba la baldosa que tapaba el tonel y aparecieron los cuatro picos negros de un bonete de clérigo. Debajo de este tocado se sonreía con expresión de triunfo la cara de Manalet.

-Si tú no vienes -dijo- ¿qué hubiera sido de mí?

-¡Bonito sombrero! -exclamé riendo.

-Perdí la barretina, y como tenía frío en la cabeza...

-¿Y Badoret?

-Está en el tejado. Oye lo que nos pasó. Ayer cazamos algunos; pero no pudimos   —147→   coger a Napoleón; que así le llamamos por ser el más grande y el más malo de todos. Cuando anocheció, anduvimos dando vueltas por la casa y nos encontramos una cama; ¡qué cama, Andresillo! Era la del canónigo. Como valía más que la nuestra, nos acostamos en ella; pero no pudimos dormir, porque al poco rato sentimos un rum de dientes y uñas... Eran esos pillos que se estaban cenando la biblioteca. Nos levantamos, Andrés, y les apedreamos con los libros y con los muchos cacharros y figuritas de barro que el canónigo tiene allí. ¿Pues creerás que no pudimos coger ninguno vivo? Perseguidos por nosotros, se fueron en bandada al tejado, luego bajaron al patio, volvieron, y nosotros siempre tras ellos sin poderlos pescar. Pero me dijo Badoret: «Yo me voy al tejado, y les hostigaré para que bajen. Ponte tú a la entrada de la bodega, detrás de la puerta, y conforme vayan entrando, les vas descargando palos, y alguno ha de caer». Así lo hicimos. Yo bajé aquí, y desde arriba Badoret me decía: «Alerta, Manalet. ¡Allá van!». ¿Querrás creer que estando yo en esa puerta entraron todos en batallón con tanta fuerza que me caí al suelo? Cuando me levanté encendí la luz y todos se marcharon; pero luego volvieron y entre todos casi me comen. ¡Ay, Andrés, qué miedo! Uno me roía por aquí, otro por allá, y yo empecé a llorar, porque ya creía no volver a ver más a Siseta, a Gasparó, a ti ni al Sr. Nomdedeu. Pero, amigo, oye lo que hice para escapar: le recé a San Narciso y a la Virgen unos ocho padrenuestros   —148→   lo menos, y cátate aquí que no había de decir más líbranos del mal amén, cuando, chico, suenan unos truenos, unos cañonazos, unos estampidos tan terribles que aquello parecía el fin del mundo. ¿Qué crees que era? Pues nada más sino que un gigante empezó a dar patadas en la casa, encimita de aquí, y desde esta misma bodega sentí caer las paredes. Allí habías de ver cómo corrían estos bichos, llenos de miedo por los golpes que dio el gigante mandado por la Virgen y San Narciso para salvarme. Me parece que le estoy oyendo.

-Pues qué, ¿habló también?

-Sí, hombre. Pues no había de hablar. Después de dar muchas patadas dijo con un vozarrón11 muy fuerte: «¡Canallas, dejad a Manalet!». Pues verás. Después de esto quise salir, pero no encontré la puerta. Me volví loco dando vueltas para arriba y para abajo, y otra vez recé a San Narciso y a la Virgen para que me sacaran. Nada, no me querían sacar. Luego volvió Napoleón, y con él muchos, muchísimos más, porque has de saber que por el agujero que está debajo de aquella pipa se pasan de esta casa al almacén de la calle de la Argentería, y también van al río, y a las casas de la plaza de las Coles. Como ahora no encuentran qué comer en ninguna parte, andan de aquí para allí y entran y salen. Pues, hijito, la volvieron a emprender conmigo, y la segunda vez no me valió rezar hasta diez y ocho o diez y nueve padrenuestros. Lo que hice fue encender luz, y entonces me dejaron   —149→   en paz; pero tenía tanto miedo que me metí en el tonel donde me encontraste y lo tapé con la baldosa para estar más seguro. Yo decía: «¿Pero tendré que estar aquí un par de años, San Narcisito de mi alma?». Y me acordaba de Siseta y de Gasparó. ¡Ay, Andrés, si no vienes tú, allí me quedo!

-Pues vámonos fuera -le dije tomándole por la mano- y busquemos a Badoret para salir de esta casa. Veo que los dos sois unos cobardes, que os habéis dejado acoquinar por esos animalitos. ¿Habéis llevado algo al mercado?

-¡Qué habíamos de llevar! Espérate y verás. Hemos de coger vivos un par de docenas, y si tú nos ayudas... Andresillo, Napoleón vale lo menos nueve reales. Si le cogiéramos...

Salimos fuera y Manalet se sorprendió de ver los destrozos causados en la casa por la explosión del proyectil.

-Mira los desperfectos hechos por el gigante que vino a salvarte, Manalet. Ahora tratemos de subir en busca de tu hermano.

-En el otro patio hay una escalera chica por donde se puede subir -dijo-. ¡Cómo está la casa! Bien decía yo que el gigante, por querer meter mucho ruido, la destrozó toda.

Subimos, y en ninguna de las habitaciones del piso principal vimos al buen Badoret. Le llamábamos, pero ninguna voz nos respondía. Por último, le hallamos dormido sobre una cama colocada en uno de los últimos aposentos del desván. Despertámosle y nos llevó a la biblioteca donde, según dijo, tenía un repuesto   —150→   de víveres que había encontrado en la casa.

-Sí, señor D. Andrés -dijo sacando gravemente una llave del bolsillo de sus andrajosos calzones-. Aquí tengo una buena cosa.

Y abrió la gaveta de una gran cómoda antigua chapeada de marfil y madreperla. Lo primero que vi fue un gran número de antiguas monedas de cobre y plata, todas romanas, a juzgar por lo que había oído contar de las colecciones del canónigo Ferragut. Badoret apartó a un lado varios objetos, y descubrió un niño Jesús de esa pasta de alfeñique que tan bien han hecho siempre las monjas.

-Este es un regalito que hicieron las monjas al señor canónigo -dije tomándolo -. Se lo llevaremos a Siseta. En casos de hambre, es lícito comerse lo ajeno. Muchachos, cuidado con coger una sola de esas monedas.

Al niño Jesús le faltaba una pierna devorada por Badoret, y no pude evitar que Manalet se comiese la otra.

-¿Tienes algo más? -pregunté.

-Sí -dijo Badoret-. Si el Sr. Andrés quiere unas lonjitas de manuscrito de ochocientos años y una copa de tinta superior, se lo puedo servir.

Por el suelo yacían arrojados en desorden y medio roídos por los ratones, los preciosos manuscritos y los incunables, reunidos en tantos años por el celo y la paciencia del ilustre clérigo; y con un plano a pluma de la vía romana ampurdanesa, Badoret se había hecho un sombrero de tres picos.

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-Aquí tengo un pincho que voy a llevar esta tarde a la muralla para ver qué dicen de él los franceses -dijo el mismo señalando una partesana del renacimiento, cuyo rico damasquino causaría admiración al menos inteligente-. Por ese agujero que está en el rincón, salieron varios generales que venían de la otra casa, y para cortarles la retirada lo tapé con la cabeza de aquella estatua de mármol que está debajo del sillón.

En efecto, una cabeza de ángel tapaba un agujero que se abría por el desconche de la mampostería en el zócalo de la pieza. Estaba ajustado y atacado con papeles y trozos de vitela, entre cuyos pliegues se advertía el hermoso colorido y el oro de las letras pintadas por los benedictinos de la Edad Media.

-Habéis destrozado todas las maravillas que aquí tenía el Sr. Ferragut -dije con enfado-. En cambio de tanta pérdida, nada habéis podido llevar hoy al mercado.

-Ya llevaremos, amigo Andrés -me contestó Badoret-. ¿Cómo está mi hermana? ¿Cómo está mi señor hermano D. Gasparó? No salgo de aquí sin llevarles una buena pieza. La cabeza del niño Jesús será para el chiquito, el cuerpo para Siseta, un brazo para la señorita Josefina, y otro para el Sr. Nomdedeu. Veremos si se coge a Napoleón. Anoche vino aquí y quiso llevarse un pedazo de vela de cera. Si no estoy pronto a coger el violín en que tocaba el señor canónigo y a estampárselo encima, carga con ella.

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En el suelo yacía hecho astillas el Estradivarius del buen Ferragut; pero Manalet le recogió con intento, según dijo, de hacer un barco con él.

-Andrés -dijo Badoret-. Napoleón es malo y traidor. No se deja coger, y sabe más que todos nosotros. Cuando viene con su gente, él se pone delante y les echa cada arenga... Cuando encuentran algo, él se lo come y da hocicadas a los demás. Aunque le tires encima palos, cacharros, estatuas, cuadros, monedas, libros, violines, bonetes, mapas y cuanto hay aquí no consigues matarle ni herirle. Te diré por qué. Tú crees que Napoleón es una rata. Aviado estás. No es sino el demonio, el demonio mismo. O si no, escucha. Anoche después que bajó Manalet, me tendí en la cama del canónigo, que es más blanda que la mía, y desde que cerré los ojos sentí que me roían un dedo. Sacudí la mano y aquello pasó. Pero luego empezaron a roerme otro dedo. ¡Ay, chico, qué miedo! Volviéndome del otro lado, me puse panza arriba. Entonces el condenado animal se me subió encima del pecho. Chico, cada pata pesaba tanto como la torre de San Félix; ya me iba aplastando, aplastando, y no podía respirar. Ya tenía el pecho como el canto de un papel... Aunque me daba muchísimo miedo, tenía muchísima gana de verlo, y dije: «¿abro los ojos o no los abro?». A veces decía: «los abro», y a veces decía: «pues no los abro». Por fin, amigo, dije: «pues quiero verlo», y lo vi. ¡Jesús me valga! Lo tenía encima, echado   —153→   sobre los cuartos traseros, y con las patas delanteras tiesas. Me miraba y los ojos no eran sino como dos lunas muy grandes. En la punta de cada pelo negro tenía una chispa de fuego, y los bigotes eran tan grandes, tan grandísimos como de aquí... como de aquí, ¿hasta dónde diré?, hasta el campanario de las monjas Descalzas. El picarón estaba muy satisfecho mirándome, y se relamía con una lenguaza de fuego encamado tan grande como toda la calle de Cort-Real, desde la plaza del Aceite hasta Ballesterías. Yo quería saltar pero no podía. ¡Pobrecito de mí! Quise echarme a llorar llamando a Siseta, pero tampoco pude. Así estuve hasta que me ocurrió decir: «Huye, perro maldito, al infierno». Amigo, el animal saltó bufando. Corrí tras él de un aposento a otro y grité: «Por la señal de la Santa Cruz». Del dormitorio corrió a la biblioteca, de la biblioteca al dormitorio, hasta que al fin... ¿qué pensarás que hizo? ¡Bendita sea mi boca! Pues reventó, quiero decir, saltó contra las paredes y el techo, y paredes y techo todo se vino abajo. La escalera que está pegada el dormitorio se cayó, haciendo un ruido, ¡qué ruido! Las paredes iban retumbando así, bum, bum... la cama, los muebles, todo se hizo pedazos, todo se cayó al fondo, y luego, chico, el patio subió arriba: yo vi el brocal del pozo volando por los aires, y el tejado se fue al patio y media casa se hizo polvo. Yo me acurruqué detrás de ese armario, y allí, con las manos en cruz, recé hasta que se me secó la lengua.   —154→   Un sudor se me iba y otro se me venía. En fin, Andresillo, hasta que no llegó el día, no salí del rincón, ni se me quitó el miedo. Luego subí al desván, estuve rondando por las bohardillas que no se habían hecho pedazos, y allí me encontré otra vez con el señor Napoleón, seguido de su guardia imperial. Les hostigué: se retiraron por la escalera abajo, llamé a Manalet, no me respondió, me metí en el cuarto del ama del canónigo, registrando todo y en el arca encontré el niño Jesús de alfeñique y después, sin saber cómo ni cuándo quedeme dormido en la cama donde me encontraste.

-Pues ahora a casa -le dije-. Que vuestra hermana está con cuidado por ausencia tan larga.

-Despacio, amigo Andrés -me contestó el mayor-. Mira lo que tengo aquí preparado. ¿Ves este gran artesón? Pues se le pone boca abajo, levantado por un lado con una cañita, se ata a la punta alta de la cañita un hilito, se ponen debajo unos pedazos de esos ratoncillos muertos que hay en la escalera, los cuales quemaremos antes para que huelan; plantamos en el patio toda esta artimaña, y nos escondemos en la escalera, con el hilito en la mano para poder tirar sin que nos vean. Hacemos humo en el sótano quemando la yerba. Salen todos, con el gran Napoleón a la cabeza, y este los lleva al artesón, que es España; empiezan a roer diciendo: «qué buena conquista hemos hecho»; entonces tiramos del hilo, y España se les cae encima cogiéndoles vivos.



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ArribaAbajo- XVIII -

Diciendo esto, cargaron con el artesón y bajáronlo al patio, y en un instante el traidor aparato quedó muy bien instalado, con el cebo dentro y el hilo en su sitio. España estaba dispuesta: no faltaba más que la invasión francesa.

Badoret entró impertérrito en la bodega y volvió al poco rato diciendo: -Están en guerra unos con otros. Vengan acá, que esto merece verse-. Entramos, y en efecto, vi la colosal batalla. Yo sabía que aquel enérgico y emprendedor animal se vuelve en su desesperación contra su propia casta cuando no encuentra en ninguna parte medios de subsistencia; pero jamás había visto los choques de aquellos feroces ejércitos, que se embestían con la saña salvaje de las primitivas guerras entre los hombres. Se arrojaban unos sobre otros, enredándose en horroroso vórtice, y se clavaban sin piedad las terribles armas de sus agudos dientes. Esta lucha no era en modo alguno una revuelta explosión de odios y hambres individuales, sino que tenía conjuntos poderosos, y las masas parduscas indicaban empujes colectivos dirigidos por el instinto militar que algunas castas zoológicas poseen en alto grado.

-Los que están bajo el tonel -dijo Badoret-   —156→   son los del lado de allá del Oñá que han venido nadando. Con ellos están todos los de la parroquia de San Félix, y los de este lado son los de la plaza de las Coles, los más gordos, los más bravos, y tienen por jefe a Napoleón.

-Pues esos que han venido nadando -dije yo- no son otros que los ingleses, y los de la parroquia de San Félix son la gente del Norte. Me parece que va ganando Francia, es decir, la plaza de las Coles.

Sus gruñidos formaban un rumor espeluznante. Las desigualdades del terreno permitían a los ejércitos desarrollar en gran escala poderosa estrategia. Subían unos a apoderarse de un cajón vacío, y embestidos hábilmente por la espalda, eran arrollados y expulsados de su posición. Las masas pequeñas se reunían formando enorme cuña que al punto desbarataba la extensa línea de los contrarios; estos, desorientados y en desorden, reuníanse de nuevo concertando sus falanges, y sobre los cadáveres exangües, las mil patitas marchaban con vertiginosa carrera. Los más pequeños caían rodando impulsados por los grandes, y las panzas blanquecinas vueltas hacia arriba, variaban el informe aspecto de los valientes escuadrones. Las luchas individuales sucedían a los empujes colectivos, y la heroica sangre teñía los feraces campos. ¿A quién pertenece la victoria? Ahora lo veremos. Los de la plaza de las Coles dominaron el tonel, y plantándose allá con provocativa presunción, miraron jadeantes aún de cansancio, cómo huían hacía   —157→   el fondo de la bodega las huestes destrozadas de la parroquia de San Félix y del otro lado del Oñá.

-Badoret, Manalet -exclamé yo-. Francia es vencedora. ¿Veis? Ya domina la hermosa Italia; observad cómo corre hacia el Norte esa nube de tudescos y sajones. Pero esto no ha concluido. Vedle allí. Ved cómo se relame, cómo enrosca el largo rabo reluciente cual una cuerda de seda. Con los ojuelos negros en que resplandece el genio de la guerra, observa desde aquella altura las diversas comarcas que tiene a sus pies, y los movimientos de sus desorganizados enemigos. Está midiendo el terreno, y su previsión admirable adivina los sitios que escogerán los otros para esperarle. Atended bien, Badoret y Manalet: reparad que después que ha descansado un rato, gozándose allá arriba con sus rápidos triunfos, se prepara a bajar de su trono. Inmensas falanges llenas de entusiasmo le rodean, y allá en el Norte el espacio resuena con el chirrido de mil dientes que chocan, y las colas azotan con impaciencia el suelo. Nuevas batallas se preparan, Badoret, Manalet. Esto no quedará así, y si no me engaño, el pérfido aspira a dominar todos los subterráneos, desde el Galligans hasta el puente de piedra y ambas orillas del hermoso Oñá. ¿Oís? Las belicosas uñas se afilan en el suelo, y en las cuentecitas de vidrio que tienen por ojos brilla el ardor de los combates. La hora terrible se acerca, y el ogro, hambriento de carne y nunca saciado,   —158→   devorará a los hijos del Norte. ¡Ay! ¡Las pobres madres han concebido y dado a luz nada más que para esto! Ya van; ya se acercan. Ved cómo todos los de la otra crujía se reúnen, acudiendo de distintas partes. El ogro desciende pausadamente de su trono, y una aureola de majestad le rodea. A su vista los débiles se hacen fuertes y los tímidos se arrojan a los primeros puestos. Ya se encuentran y está trabada de nuevo la feroz pelea.

Avanzamos para ver mejor, y vimos cómo se devoraban llevando siempre la mejor parte los de abajo, es decir, Francia. Si los otros eran más fuertes, estos parecían más ligeros. Los del lado allá del Oñá, los de San Félix y el Matadero, se sostenían enérgicamente, pero al fin no les era posible resistir el empuje de sus contrarios, que parecían poseídos de sublime enajenación, y sus hociquitos negros y bigotudos lo arrasaban todo delante de sí. Si lo que les impulsaba a la lucha era pura y simplemente el anhelo de satisfacer su apetito, una vez trabada aquella, despierto y exaltado el genio militar, los escuálidos soldados no se acordaban de llenar sus panzas con los despojos del vencido, y un ideal de gloria les impelía a avanzar sobre los rotos escuadrones, sobre las tinajas teñidas de sangre, sobre el tonel jamás conquistado, dominándolo todo con su planta atrevida.

Creerán los oyentes que miento, que desfiguro los hechos, que pinto lo que me conviene; juzgarán que mi cabeza trastornada por   —159→   las penalidades y debilitada por la inanición, forjó ella misma para su propio entretenimiento estas batallas de roedores, estas ambiciones de la última escala animal, para representar en pequeño las de la primera. Pero yo juro y perjuro que nada he dicho que no sea cierto, así como también lo es que Badoret, al ver cómo se destrozaban, encendió una buena porción de yerba, apartándola del resto, para que no se declarase incendio, y al instante el mucho y denso humo nos obligó a salir afuera apresuradamente.

-Ahora no quedará uno dentro -dijo Badoret-. Andrés y tú, hermano, coged un palo, y cuando salgan, de cada garrotazo caerá un regimiento. Yo tiraré del hilo de la trampa. Si algún otro que el gran emperador se acerca a comerse el cebo, espantadle con un golpe. En la trampa no ha de caer sino Su Majestad.

Pronto la puerta de la oscura cueva empezó a vomitar gente y más gente, es decir, guerreros de aquella formidable pelea que habíamos visto. Corrieron por el patio en distintas direcciones, subieron la escalera, tornaron a bajar, y no pocos de ellos se acercaron al artesón en quien veían los chicos nada menos que la representación genuina de nuestra querida y desgraciada madre España. Badoret de improviso impúsonos silencio diciendo:

-Ahí viene; apártense todos, y abran paso a su grandeza.

En efecto, el más grande, el más hermoso, el más gordo de aquellos caballeros, apareció   —160→   en la puerta del subterráneo. Desde allí revolvió con orgullo a todos lados los negros ojos, y moviéndose despaciosamente, arrastraba con elegantes ondulaciones el largo rabo. Contrajo el hocico, mostrando sus dientes de marfil, y rasguñó el suelo con majestuoso gesto. Anduvo largo trecho entre la turbamulta de los suyos, que con desdén miraba, y al llegar a la mitad del patio, vio aquel inusitado aparato que teníamos dispuesto. Acercose, y estuvo mirándolo por diversas partes, sorprendido sin duda de su extraña forma, y solicitado de los olorosos reclamos del cebo hábilmente puesto dentro. Muy por lo bajo, dije yo a Manalet:

-Este emperador tiene demasiado talento para meterse aquí.

-Quién sabe, Andresillo -me contestó el chico-. Como está tan enfatuado con las batallas que acaba de ganar, y se le habrá puesto en la cabeza que para él no hay ratoneras, ni trampas, ni lazos, puede que se ciegue y se meta dentro.

Napoleón se acercó con paso resuelto. Aunque dotado de inmensa previsión y de penetrante vista, el humo de gloria que llenaba su cerebro había enturbiado sus poderosas facultades, y encontrándolo todo fácil, sin ver más que a sí mismo y a su feliz estrella, precipitose decididamente dentro de España. El hilo funcionó, y cayendo con estrépito la artesa, Su Majestad quedó en la trampa.

-¡Ah, pícaro, tunante, ladrón! -exclamó   —161→   Badoret saltando de gozo-. Ahora las vas a pagar todas juntas.

-Irá vivo al mercado -añadió el otro- y nos darán por su cuerpecito nueve reales. Ni un cuarto menos, hermano Badoret.




ArribaAbajo- XIX -

Atado por el rabo el vencedor de Europa, los chicos querían llevarlo al mercado; pero yo lo tomé para mí, diciéndoles:

-Si trabajáis un poco más no os faltarán otros respetables sujetos que llevar al mercado. Dejad este para mí, que lo necesito, y coged a Saint-Cyr, a Duhesme, a Verdier y a Augereau.

Haciendo, pues, nuevas y valiosas presas se marcharon.

Yo atravesaba la puertecilla, mejor dicho, el agujero que comunicaba al patio de la casa de Ferragut con la mía, cuando mi cabeza tropezó con otra cabeza. Nos topamos el señor Nomdedeu y yo, él queriendo entrar y yo queriendo salir.

-Detente un rato más, Andrés -me dijo con agitación- y ayúdame. Pero qué hermoso animal tienes ahí. ¿Cuánto pides por él?

-No lo vendo -repuse con orgullo.

-Es que yo lo quiero -me dijo con firmeza, deteniéndome por un brazo-. ¿Sabes que se ha muerto Gasparó? Mi hija se muere también,   —162→   es decir, quiere morirse; pero yo no lo permito, no lo permitiré, no señor; estoy decidido a no permitirlo.

-Nada de eso me importa, Sr. Nomdedeu -repuse-. ¿Cómo está Siseta?

-¿Siseta? Se morirá también. He aquí una muerte que importa poco. Siseta no tiene padre que se quede sin hija. ¿Me das lo que llevas ahí?

-Usted bromea. Adiós, Sr. Nomdedeu. Por aquella puerta se baja a donde hay mucho de esto.

-¡Oh! ¡qué repugnante sitio! -exclamó el doctor-. ¿Pero qué llevas ahí? Un niño Jesús de alfeñique. Dámelo, Andrés, dámelo. ¡Azúcar! Dios mío. ¡Azúcar! ¡Qué rayo de luz divina!

-No puedo darlo tampoco. Es para Siseta.

El doctor se puso lívido, más lívido de lo que estaba, y mirome con una expresión rencorosa que me llenó de espanto. Le temblaban los labios, y a cada instante llevábase las convulsas manos a su amarillo cráneo desnudo. Me infundía lástima; me infundía además su vista poderoso egoísmo, y le detestaba, sí, le detestaba, sobre todo desde que tuvo la audacia de mirar con ávidos ojos el niño Jesús sin piernas que yo llevaba.

-Andrés -me dijo- yo quiero ese pedazo de azúcar. ¿Me lo darás?

Examine rápidamente a Nomdedeu. Ni él tenía armas, ni yo tampoco.

-Si no me lo das, Andrés -prosiguió- yo   —163→   estoy dispuesto a que se pierda mi alma por quitártelo.

Diciendo esto, el doctor, sin darme tiempo a tomar actitud defensiva, arrojose sobre mí, y me hizo caer al suelo. Clavome las manos en los hombros, y digo que me clavó, porque parecía que manos de hierro, horadando mi carne, se hundían en la tierra. Luché, sin embargo, en aquella difícil posición, y conseguí incorporarme. La fuerza de Nomdedeu era vigorosa pero de poca consistencia, y se consumía toda en el primer movimiento. La mía, muscular e interna, carecía de rápidos impulsos; pero duraba más. ¡Oh, qué situación, qué momento! Quisiera olvidarlo, quisiera que se borrara por siempre de mi memoria; quisiera que aquel día no hubiese existido en la esfera de lo real. Pero todo fue cierto y lo mismo que lo voy contando. Yo pesé sobre D. Pablo, como él había pesado sobre mí, y pugné por clavarlo en el suelo. Yo no era hombre, no, era una bestia rabiosa, que carecía de discernimiento para conocer su estúpida animalidad. Todo lo noble y hermoso que enaltece al hombre había desaparecido, y el brutal instinto sustituía a las generosas potencias eclipsadas. Sí, señores, yo era tan despreciable, tan bajo como aquellos inmundos animales que poco antes había visto despedazando a sus propios hermanos para comérselos. Tenía bajo mis manos, ¿qué manos?, bajo mis garras a un anciano infeliz, y sin piedad le oprimía contra el duro suelo. Un fiero secreto impulso que arrancaba   —164→   del fondo de mis entrañas, me hacía recrearme con mi propia brutalidad, y aquella fue la primera, la única vez en que sintiéndome animal puro, me goce de ello con salvaje exaltación. Pero no fui yo mismo, no, no, lo repetiré mil veces; fue otro quien de tal manera y con tanta saña clavó sus manos en el cuello enjuto del buen médico, y le sofocó hasta que los brazos de éste se extendieron en cruz, exhaló un hondo quejido, y cerrando los ojos, quedose sin movimiento, sin fuerzas y sin respiración.

Me levanté jadeante y trémulo, con el juicio trastornado, incapaz de reunir dos ideas, y sin lástima miré al desgraciado que yacía inerte en el suelo. El niño de alfeñique cayóseme de las manos, y Napoleón, que durante la lucha se había visto libre, cargó con él, huyendo a todo escape, con el hilo aún atado en la cola.

Esperé un momento. Nomdedeu no respiraba. La brutalidad principió a disiparse en mí, y así como en las negras nubes se abre un resquicio, dando paso a un rayo de sol, así en los negrores de mi espíritu se abrió una hendidura, por donde la conciencia escondida escurrió un destello de su divina luz. Sentí el corazón oprimido; mil voces extrañas sonaban en mi oído, y un peso, ¡qué peso!, una enorme carga, un plomo abrumador gravitó sobre mí. Quedeme paralizado, dudaba si era hombre, reflexioné rápidamente sobre el sentimiento que me llevara a tan horrible extremo, y al   —165→   fin atemorizado por mi sombra, huí despavorido de aquel sitio.

Pasé al otro patio, y entrando en casa de Siseta, la vi exánime sobre el suelo. A un lado estaba el cadáver del pobre niño, y más al fondo advertí la presencia de una tercera persona. Era Josefina, que hallándose sola por largo tiempo en su casa, había bajado arrastrándose. Examiné a Siseta, que lloraba en silencio, y a su vista experimenté un temor inmenso, una angustia de que no puedo dar idea, y la conciencia que hace poco me enviara un solo rayo, me inundó todo de improviso con espantosas claridades. Un gran impulso de llanto se determinaba en mi interior; pero no podía llorar. Retorciéndome los brazos, golpeándome la cabeza, mugiendo de desesperación, exclamé sin poder contener el grito de mi alma irritada:

-Siseta, soy un criminal. He matado al Sr. Nomdedeu, ¡le he matado! Soy una bestia feroz. Él quería quitarme un pedazo de azúcar que guardaba para ti.

Siseta no me contestó. Estaba estupefacta y muda, y la extenuación, lo mismo que el profundo dolor, la tenían en situación parecida a la estupidez. Josefina acercándose a mí y tirándome de la ropa, me preguntó:

-Andrés, ¿has visto a mi padre?

-¿Al Sr. Nomdedeu? -contesté temblando como si el ángel de la justicia me interrogara-. No, no lo he visto... Sí... allí está... allí... pasando al otro patio.

  —166→  

Y luego, anhelando arrojar lejos de mí las terribles imágenes que me acosaban, volvime a Siseta y le dije:

-Siseta de mi corazón, ¿ha muerto Gasparó? ¡Pobre niño! ¿Y tú cómo estás? ¿Te hace falta algo? ¡Ay! Huyamos, vámonos de esta casa, salgamos de Gerona, vámonos a la Almunia a descansar a la sombra de nuestros olivos. No quiero estar más aquí.

Un extraordinario y vivísimo ruido exterior no me dejó lugar a más reflexiones ni a más palabras. Sonaban cajas, corría la gente, la trompeta y el tambor llamaban a todos los hombres al combate. Siseta alargó lentamente el brazo y con su índice me señaló la calle.

-Ya, ya lo entiendo -dije-. D. Mariano quiere que todos estos espectros hagan una salida, o resistan el asalto de los franceses. Vamos a morir. Anhelo la muerte, Siseta. Adiós. Aquí están los chicos. ¿Los ves?

Eran Badoret y Manalet que entraron diciendo:

-Hermana Siseta, trece reales, traemos trece reales. ¿Has arreglado a Napoleón? ¿Dónde está Napoleón?

Saliendo con mi fusil al hombro a donde el tambor me llamaba, corrí por las calles. Estaba ciego y no veía nada ni a nadie. Mi cuerpo desfallecido apenas podía sostenerse; pero lo cierto es que andaba, andaba sin cesar. Hablando febrilmente conmigo me decía; ¿pero estoy loco?... ¿pero estoy vivo acaso? ¡Terrible situación de cuerpo y de espíritu! Fui a la   —167→   muralla de Alemanes, hice fuego, me batí con desesperación contra los franceses que venían al asalto, gritaba con los demás y me movía como los demás. Era la rueda de una máquina, y me dejaba llevar engranado a mis compañeros. No era yo quien hacía todo aquello: era una fuerza superior, colectiva, un todo formidable que no paraba jamás. Lo mismo era para mí morir que vivir. Este es el heroísmo. Es a veces un impulso deliberado y activo; a veces un ciego empuje, un abandono a la general corriente, una fuerza pasiva, el mareo de las cabezas, el mecánico arranque de la musculatura, el frenético y desbocado andar del corazón que no sabe a dónde va, el hervor de la sangre, que dilatándose anhela encontrar heridas por donde salirse.

Este heroísmo lo tuve, sin que trate ahora de alabarme por ello. Lo mismo que yo hicieron otros muchos también medio muertos de hambre, y su exaltación no se admiraba porque no había tiempo para admirar. Yo opino que nadie se bate mejor que los moribundos.

Allí estaba D. Mariano Álvarez, que nos repitió su cantilena: «Sepan los que ocupan los primeros puestos, que los que están detrás tienen orden de hacer fuego sobre todo el que retroceda». Pero no necesitábamos de este aguijón que el inflexible gobernador nos clavaba en la espalda para llevarnos siempre hacia adelante, y como muy acostumbrados a ver la muerte en todas formas, no podíamos temer   —168→   a la amiga inseparable de todos los momentos y lugares.

La misma fatiga sostenía nuestros cuerpos hablábamos poco y nos batíamos sin gritos ni bravatas, como es costumbre hacerlo en las ocasiones ordinarias. Jamás ha existido heroísmo más decoroso, y a fuerza de ver el ejemplo, imitábamos el aspecto estatuario de D. Mariano Álvarez, en cuya naturaleza poderosa y sobrehumana se estrellaban sin conmoverla las impresiones de la lucha, como las rabiosas olas en la peña inmóvil.

Por mi parte puedo asegurar que lleno el espíritu de angustia, alarmada hasta lo sumo la conciencia, aborrecido de mí mismo, me echaba con insensato gozo en brazos de aquella tempestad, que en cierto modo reproducía exteriormente el estado de mi propio ser. La asimilación entre ambos era natural, y si en pequenos intervalos yo acertaba a dirigir mi observación dentro de mí mismo, me reconocía como una existencia flamígera y estruendosa, parte esencial de aquella atmósfera inundada de truenos y rayos, tan aterradora como sublime. Dentro de ella experimentábanse grandes acrecentamientos de vida, o la súbita extinción de la misma. Yo puedo decirlo: yo puedo dar cuenta de ambas sensaciones, y describir cómo acrecía el movimiento, o por el contrario, cómo se iban extinguiendo los ruidos del cañón, cual ecos que se apagaban repetidos de concavidad en concavidad. Yo puedo dar cuenta de cómo todo, absolutamente   —169→   todo, ciudad, campo enemigo, cielo y tierra, daba vueltas en derredor de nuestra vista, y cómo el propio cuerpo se encontraba de improviso apartado del bullidor y vertiginoso conjunto que allí formaban las almas coléricas, el humo, el fuego y los ojos atentos de D. Mariano Álvarez, que relampagueando entre tantos horrores lo engrandecían todo con su luz. Digo esto porque yo fui de los que quedaron apartados del conjunto activo. Me sentí arrojado hacia atrás por una fuerza poderosa y al caer, bañándome la sangre, exclamé en voz alta:

-¡Gracias a Dios que me he muerto!

Un patriota que por no tener arma se contentaba con arrojar piedras, arrancó el fusil de mis manos inertes, y ocupando mi puesto gritó con alegría:

-Acabáramos. ¡Gracias a Dios que tengo fusil!




ArribaAbajo- XX -

Fui primero hollado y pisoteado, y sobre mi cuerpo algunos patriotas se empinaban para ver mejor hacia fuera; pero pronto me apartaron de allí y sentí el contacto de suavísimas manos. Pareciome que unos pájaros del cielo bajaban a posarse sobre mi cuerpo dolorido, trayéndole milagroso alivio. Aquellas manos eran las de unas monjas.

  —170→  

Diéronme de beber y me curaron, diciéndose unas a otras:

-El pobrecillo no vivirá.

Ignoro dónde estaba, y no me es posible apreciar el tiempo que transcurría. Sólo en una ocasión recuerdo haber abierto los ojos adquiriendo la certidumbre de que me rodeaba oscurísima noche. En el cielo había algunas tristes estrellas que fulguraban con blanca luz. Sentía entonces agudísimos dolores; pero todo se extinguió prontamente, y cayendo en profundo sopor, vivía con largas interrupciones de sensibilidad. Otra vez abrí los ojos y vi que se estaban batiendo. Las monjas acudieron de nuevo a mí, y su asistencia me produjo muy vivo consuelo. Yo no hablaba: no podía hablar; pero un accidente harto original me obligó poco después a empeñarme en usar la palabra. Entre la mucha gente que por allí en distintas direcciones discurría, vi un muchacho en quien hube de reconocer a Badoret.

Badoret llevaba a cuestas el cuerpo de un niño de pocos años, cuyas piernas y brazos colgaban hacia adelante. Así cargaba comúnmente a su hermano cuando vivía, y así lo llevaba muerto. Hice un esfuerzo y llamé al muchacho. Este, que se inclinaba a examinar a los que allí en diversos puntos yacían, acercose a mí y me dijo:

-Andrés, ¿tú también has muerto?

-¿Por qué llevas a cuestas el cuerpecito de tu hermano?

-¡Ay! Andrés, me mandaron que lo echara   —171→   al hoyo que hay en la plaza del Vino; pero no quiero enterrarlo, y lo llevo conmigo. El pobre ya no llora ni chilla.

-¿Y tu hermana?

-Hermana Siseta no se mueve, ni habla, ni llora tampoco. La llamamos y no nos responde.

Iba a preguntarle por Josefina; pero me faltó valor, se me extinguió la facultad de hablar, y nublándose mis ojos, vi desaparecer a Badoret, saltando con su lúgubre carga sobre los12 hombros.

La fiebre traumática se apoderó de mí con gran intensidad, reproduciéndome los hechos que habían precedido a la situación en que me encontraba. Siseta aparecía a mi lado con su hermano en los brazos, y yo le decía: -Prenda mía, ya no podemos ir a sentarnos a la sombra de los olivos que tengo en la Almunia, porque mi conciencia va detrás de mí acosándome sin cesar, y tengo que huir y correr hasta que encuentre un sitio lejano a donde ella no pueda seguirme. No volveré a entrar jamás en tu casa, porque allí junto está, tendido en cruz sobre el suelo, D. Pablo Nomdedeu, a quien maté porque me quería quitar mi azúcar. Yo me voy a donde no me vea gente nacida. Dame tu mano. Adiós.

Al decir esto, estaba besando la mano de una señora monja.

Otras veces creía sentir el contacto de un brazo junto al mío, y exclamaba: ¡Ah!, es usted, Sr. D. Pablo Nomdedeu. Los dos hemos   —172→   muerto y nos juntamos en lo que llamábamos allá la otra vida; sólo que usted camina hacia el cielo, y yo voy derecho al infierno. Aquí donde estamos, entre estas oscuras nubes, ya no hay odios ni resentimientos. Me pesa de haberle matado a usted, y válgame el arrepentimiento. ¿Cómo había de consentir en darle a usted el azúcar? No, Sr. D. Pablo, no lo consentiré jamás. ¿Aún insiste usted en quitármela, cuando despojados de la vestidura corporal, volamos los dos por esta región donde no hay ruido, ni luz, ni nada? ¿Aún aquí, equivocándonos de caminos, nos encontramos para reñir? Pero no, siga usted adelante y no se detenga a quitarme lo mío. Dios me perdonará mi crimen; yo fui atacado por usted, yo me defendía, y una bestia feroz que se metió dentro de mí, le mató a usted. Fue sin duda aquel infame Napoleón. ¡Oh! ¿Por qué quise apropiarme el aparente cuerpo de tan fiero demonio? Sí, ya te estoy viendo delante de mí... Allá voy, no me llames más. Vagando por estos espacios donde no hay ruido, ni luz, ni nada, yo creí que no te presentarías delante de mí; pero aquí estás. Cierra esos ojillos negros como cuentas de azabache, no claves en mí tus dientes más blancos que el marfil, ni enrosques esa culebra que llevas por cola. Ya sé que te pertenezco desde que cayó el artesón sobre ti, y tus tramas infernales me pusieron en el caso de matar a aquel santo varón, buen amigo, excelente padre y honrado patriota. Iré contigo al infierno, que será mi expiación.   —173→   No vuelvas el horrendo hocico hacia atrás, que ya te sigo. Los arcángeles celestiales me azuzaron como a un perro cuando me acerqué a las puertas del Paraíso, y ahora camino hacia abajo. Adiós, Nomdedeu, ya te veo allá arriba. Brillas como una estrella; pero tu resplandor no ilumina esta oscuridad en que me veo. El calor de las llamas que despides por la boca, infame Napoleón, me está abrasando, me ahogo en una atmósfera de fuego, y una sed espantosa seca mi boca. ¿No hay quién me dé un poco de agua?

Un vaso tocó mis labios. Las monjas me daban agua.

Luego tornaba a los mismos delirios, siempre éstos diversos a cada instante, ora terribles, ora gratos, hasta que un día me reconocí en el uso completo de mis sentidos y con el entendimiento claro y sin nubes. Vi el cielo encima, en derredor mucha gente que hablaba, y a mi lado un fraile. No se oían cañonazos, y el silencio, con serlo, parecía un ruido indefinible.

-Hijo mío -me dijo el fraile- ¿estás mejor? ¿Te sientes bien? Esa herida del pecho no es mortal. Si hubiera recursos en Gerona y se te alimentara bien, curarías como otros muchos.

-¿Qué ocurre, padre? ¿Qué día es hoy? ¿A cuántos estamos?

-Hoy es el 9 de Diciembre, y ocurre una inmensa desgracia.

-¿Qué?

  —174→  

-Está enfermo D. Mariano Álvarez, y la ciudad se va a rendir.

-¡Enfermo! -exclamé con sorpresa-. Yo creí que D. Mariano no podía estar enfermo ni morir. Moriremos nosotros; pero él...

-Él también morirá. Hoy le ha entrado el delirio y ha traspasado el mando al teniente del Rey D. Juan Bolívar. Desde que Álvarez está en cama, nadie considera posible la defensa. Sólo hay mil hombres disponibles, y aun estos están también enfermos. A estas horas hay junta de jefes para ver si se rinde o no la plaza en este día. Me temo que se saldrán con la suya los pícaros que quieren la rendición. Es una vergüenza que esto pase. Hay aquí mucha gente que no piensa más que en comer.

-Padre -dije yo- si hay algo por ahí, démelo, aunque sea un pedazo de madera. No puedo resistir más.

El fraile me dio no sé qué cosa; pero yo la devoré sin averiguar lo que era. Después le hablé así:

-¿Su paternidad está aquí auxiliando a los moribundos? Yo, aunque Dios en su infinita misericordia me conserve por ahora la vida, quiero confesar un gran pecado que tengo. Si no me quito de encima este gran peso, no podré vivir. Por ahí creerán que D. Pablo Nomdedeu ha muerto de hambre o de miedo. No, yo debo declarar que le he matado porque me quiso quitar un pedazo de azúcar.

-Hijo mío -repuso el fraile- o estás aún   —175→   delirando, o confundiste con otro al Sr. Nomdedeu, pues tengo la seguridad de haber visto a este hoy mismo, si no bueno y sano, al menos con vida. No descansa en lo de curar a diestro y siniestro.

-¡Cómo! ¿Es posible? -exclamé con estupefacción-. ¿Vive el Sr. D. Pablo Nomdedeu, ese espejo de los médicos? Padre, tan buena nueva me devuelve por entero la vida. Yo le dejé por muerto en medio del patio. No puedo creer sino que ha resucitado para que su hija no quedase huérfana. Padre, ¿conoce usted a Siseta, la hija del Sr. Cristòful Mongat? ¿Sabe por ventura si vive?

-Hijo, nada puedo decirte de esa muchacha. Sólo sé que la casa donde vivían el Sr. Mongat y el Sr. Nomdedeu, ha sido destruida por una bomba ayer mismo. Tengo idea de que todos sus habitantes se salvaron, excepto alguno que se ha extraviado, y no se le puede encontrar.

-¡Oh! ¡Si pudiera levantarme y correr allá! -dije-. Pero parece que me han clavado en esta maldita cama. ¿En dónde estoy?

-Esta es la cama en que murió Periquillo del Roch, asistente del Sr. D. Francisco Satué, que es, como sabes, edecán del gobernador. Cuando murió Periquillo, te pusimos aquí, y ayer dijo Satué que te tomaría por asistente.

-¿Con que Su Paternidad no me da noticias de la pobre Siseta? El corazón me dice que no ha muerto, y que no soy por lo tanto viudo.

  —176→  

-¿Eres casado?

-Con el corazón. Siseta será mi mujer si vive... ¿Y dice Su Paternidad que no ha muerto el Sr. Nomdedeu?

-Así parece, pues se le ve por la ciudad. Verdad es que más bien tiene aspecto de un muerto que anda, que de persona viva.

-¿Será cierto lo que oigo? ¿Y el Sr. D. Pablo se mueve?

-Anda, aunque cojo.

-¿Y abre los ojos?

-Sí; sus ojos parduzcos buscan las piernas rotas en la oscuridad de los escombros.

-¿Y habla?

-Con su voz clueca, que tan buenas cosas sabe decir.

-¿Pero es el mismo, o un remedo de don Pablo, una sombra que viene del otro mundo a figurar que pone vendas?

-El mismo, aunque de puro desfigurado, apenas se le conoce.

-¡Oh, qué inmensa alegría siento! ¿De modo que ha resucitado?

-No dudes que vive; pero también te aseguro que no doy dos ochavos por lo que le quede de razón.

En todo aquel día no me pude mover, aunque notaba de hora en hora bastante mejoría. La curiosidad y el afán me devoraban, anhelando saber la suerte de los míos, y aunque la certidumbre de no ser matador de Nomdedeu había dado gran tranquilidad a mi espíritu, el no saber el paradero de Siseta me entristecía   —177→   en sumo grado. Sin moverme de allí supe que la plaza estaba a punto de rendirse, y que había ido a tratar con el general francés el español D. Blas de Fournás. Esto tenía muy irritados a los fantasmas que con el nombre de hombres discurrían aún arma al brazo por las murallas destruidas, y fue preciso a Fournás, cuando salió de la plaza, ocultar el verdadero motivo de su viaje.

Álvarez, según oí, se agravaba por instantes y recibió los sacramentos el mismo día 9; pero aun en tal situación insistía en no rendirse, repitiendo esto con palabras enérgicas, lo mismo dormido que despierto. Muchos patriotas se resistían a creer que fuera cierto lo de la rendición, y la posibilidad de entregarse al extranjero causaba más horror que la muerte y el hambre; verdad es que muchos tenían aún la loca esperanza de que llegasen socorros.

Por la tarde empezó a susurrarse que al día siguiente entrarían los cerdos, y los patriotas acudieron a casa del gobernador, la cual, casi por completo arruinada, apenas conservaba en pie los aposentos donde el heroico paciente residía, y allí entre las ruinas, metiéndose por los claros de las paredes destruidas, alborotaron largo rato pidiendo a su excelencia que saliese de nuevo a gobernar la plaza. Dicen que Álvarez en su delirio oyó los populares gritos, e incorporándose dispuso que resistiéramos a todo trance. Enfermos o heridos los que aún vivíamos, con diez mil cadáveres esparcidos por las calles, alimentándonos   —178→   de animales inmundos y sustancias que repugna nombrar, nuestro más propio jefe debía de ser y era un delirante, un insensato, cuyo grande espíritu perturbado aún se sostenía varonil y sublime en las esferas de la fiebre.

Al día siguiente pude dar algunos pasos sin alejarme mucho. De buena gana habría hecho una excursión por la ciudad visitando la casa de Siseta; pero las señoras monjas que tan cariñosamente me cuidaban impidiéronmelo. El capitán D. Francisco Satué llegose a mí y me hizo saber que había resuelto tomarme por asistente en reemplazo de Periquillo Delroch13, y yo, agradecido a su bondad, me tomé la libertad de decirle:

-Mi capitán: ¿sabe usía por dónde anda Siseta? Supongo que usía conoce a Siseta, la hija del Sr. Cristòful Mongat.

Satué no se dignó contestarme, y volvió la espalda, dejándome solo con mis horrorosas dudas. Yo preguntaba a todos; pero nadie me hablaba sino de la capitulación. ¡Capitular! Parecía imposible tal cosa cuando todavía existía pegado a las esquinas el bando de D. Mariano: «Será pasada inmediatamente por las armas cualquier persona a quien se oiga la palabra capitulación u otra equivalente».

Según oí decir, los franceses habían dado una hora de tiempo para arreglar la capitulación; pero nuestra Junta pedía un armisticio de cuatro días, prometiendo cumplirla si al cabo de dicho plazo no venía el socorro que desde Noviembre estábamos esperando. El mariscal   —179→   Augereau no quiso acceder a esto, y por último, después de muchas idas y venidas de un campo a otro, firmáronse las condiciones de nuestra rendición a las siete de la noche del 10.

En este convenio, como en todos los que hicieron los franceses en aquella guerra, se pactó lo que luego no había de ser cumplido: respetar a los habitantes, respetar la religión católica y las vidas y haciendas, etc... Todo esto se escribe y se firma sobre un tambor dentro de una tienda de campaña; pero luego las órdenes expedidas desde París por la gran rata obligan a poner en olvido lo acordado.

-¡Bonito final! -me dijo el padre Rull, que me había asistido durante el penoso mal-. ¡Y que hayamos venido a esto después de haber resistido siete meses! ¿Y todo por qué, amigo Andrés? Porque no se reparten dos pavos por barba al día, y porque alguno se ha visto obligado a mantenerse chupando el jugo de un pedazo de estera. Dioscórides dice que el esparto contiene sustancias alimenticias. ¡Oh! Si Álvarez no hubiera caído enfermo, si aquel hombre de bronce pudiera aún levantarse de su lecho y venir aquí y alzar el bastón en la mano derecha... Ya sabes, Andrés, que la guarnición debe salir mañana de la plaza con los honores de la guerra, marchando a Francia prisionera. Creo que os pondrán a tirar del carro de Napoleón cuando salga a paseo... Los cerdos se nos meterán aquí mañana a las ocho y media, y parece han acordado no   —180→   alojarse en las casas sino en los cuarteles. ¿Lo crees tú? Ya verás cómo no lo cumplen. Me parece que los veo echando a los vecinos a la calle para acomodarse sus señorías en las pocas casas que han dejado en pie. Y ahora te pregunto yo: ¿qué harán de nosotros, los pobres frailes? Amigo, con Gerona se acabó España, y con la salud de Álvarez se acabaron los españoles bravos y dignos. Muchachos, ¡viva D. Mariano Álvarez de Castro, terror de la Francia!

Durante la noche, los vecinos y los soldados, sabedores ya de las principales cláusulas de la capitulación, inutilizaron las armas o las arrojaron al río, y al amanecer los que podían andar, que eran los menos, salieron por la puerta del Areny para depositar en el glacis unas cuantas armas si tal nombre merecían algunos centenares de herramientas viejas y fusiles despedazados. Los enfermos nos quedamos dentro de la plaza, y tuvimos el disgusto de ver entrar a los señores cerdos. Como no nos habían conquistado, sino simplemente sometido por la fuerza del hambre, nosotros los mirábamos de arriba abajo, pues éramos los verdaderos vencedores, y ellos al modo de impíos carceleros. Si no existiese el goloso cuerpo, y sólo el alma viviera, ¿pasarían estas cosas?

En honor de la verdad, debo decir que los franceses entraron sin orgullo, contemplándonos con cierto respeto, y cuando pasaban junto a los grupos donde había más enfermos,   —181→   nos ofrecían pan y vino. Muchos se resistieron a comerlo; pero al fin la fuerza instintiva era tal que aceptamos lo que a las pocas horas de su entrada nos ofrecieron. Durante todo el día estuvieron entrando carros cargados de víveres que estacionados en las plazas de San Pedro y del Vino, servían de depósito, a donde todo el mundo iba a recoger su parte. ¡Comer!, ¡qué novedad tan grande! Sentíamos el regreso del cuerpo que volvía después de la larga ausencia, a ser apoyo del alma. Se admiraba uno de tener claros ojos para ver, piernas para andar y manos con que afianzarse en las paredes para ir de un punto a otro. Los rostros adquirían de nuevo poco a poco la expresión habitual de la fisonomía humana, y se iba extinguiendo el espanto que aun después de la rendición causábamos a los franceses.

Dadme albricias, porque al fin, señores míos, me reconocí con bríos para andar veinte pasos seguidos, aunque apoyándome con la derecha mano en un palo, y con la izquierda en las paredes de las casas. No creáis que el andar por las calles de Gerona en aquellos días era cosa fácil, pues ninguna vía pública estaba libre de hoyos profundísimos, de montones de tierra y piedras, además de los miles de cadáveres insepultos que cubrían el suelo. En muchas partes los escombros de las casas destruidas obstruían la angosta calle, y era preciso trepar a gatas por las ruinas, exponiéndose a caer luego en las charcas que formaban las fétidas aguas remansadas. El viaje   —182→   al través de aquellos montes, lagos y ríos era tan fatigoso para mí, que a cada poco trecho me sentaba sobre una piedra para tomar aliento. Mas cuando no era ya posible pensar en batirse, y cuando estaba aplacado el terrible ardor de la guerra, me producía indecible espanto la vista de tantos muertos; y al examinar los horrorosos cuadros que se desarrollaban ante mi vista, cerraba a veces los ojos temiendo reconocer en una mano helada la mano de Siseta, en la punta de un vestido, la punta del vestido de Siseta, en una piedrecita encarnada las cuentas de coral que adornaban las lindas orejas de Siseta.




ArribaAbajo- XXI -

Al llegar a la calle de Cort-Real, vi allí casi en total ruina la casa donde se albergaban los míos. Unos vecinos me dijeron que el señor Nomdedeu y su hija estaban aposentados en la calle de la Neu; pero que no se sabía dónde habían ido a parar Siseta y sus hermanos. Contristado con tal noticia, fui en busca del doctor, y la primer persona que salió a mi encuentro fue la señora Sumta, encargándome que no hiciera ruido porque el señor dormía.

-Aquí encontrarás todos los papeles cambiados, Andresillo -me dijo- porque la señorita Josefina se ha puesto buena, y el amo está   —183→   tan malo, que se morirá pronto si Dios no lo remedia.

En esto oímos la voz del doctor, que en aposento cercano sonaba, diciendo:

-Déjele usted entrar, señora Sumta, que estoy despierto. Andrés, amigo querido, ven acá.

Entré, pues, y D. Pablo arrojándose de su lecho me abrazó con cariño, hablándome así:

-¡Qué placer me das, Andrés! ¡Yo creí que habías muerto! ¡Ven acá, valiente joven, y abrázame otra vez! ¿Cómo va esa salud? ¿Y ese estómago? No conviene cargarlo después de tanta privación. ¿Hay apetito?... Te recomiendo mucho la sobriedad. ¿Tienes heridas? Las curaremos... Manda lo que gustes, hijo.

Yo, muy confundido, le expresé mi gratitud por tanta benevolencia, añadiendo que le consideraba como el más generoso y cristiano de los mortales por pagar con abrazos y cariños los golpes que de mí recibiera.

-Señor -añadí- yo creí haber muerto al mejor de los hombres, y no podía vivir con el gran peso de mi conciencia. Veo que usted perdona las ofensas y abre sus brazos a los que han intentado matarle.

-Todo está perdonado, y si culpa hubo en ti tratándome como me trataste, mayor fue la mía, que en mi furor, no reparaba en quitarte la vida por un pedazo de azúcar. Aquellas, amigo Andrés, no deben considerarse como acciones libres que constituyen verdadera responsabilidad, y la horrible situación en que   —184→   ambos nos hallábamos nos disculpa a los ojos de Dios. En tan triste momento, la ley suprema de la propia conservación imperaba sobre todas las leyes, nuestro carácter, el resultado de las facultades ingénitas o cultivadas por el trato y de los hábitos adquiridos, no existía realmente, y el torpe bruto en que estamos metidos, rompía salvajemente todos los frenos que se oponían a la satisfacción de sus necesidades. Por mi parte, puedo decirte que no me daba cuenta de lo que hacía. El espectáculo de mi pobre hija me trastornaba el poco sentido que aún me hacía reconocerme como hombre, y delante de mí no había amigos ni semejantes. Estas relaciones se acaban, se extinguen cuando el brutal instinto recobra sus dominios, y si veía un pedazo de pan en boca de otro hombre, parecíame esto un privilegio irritante, que mi egoísmo no podía tolerar. ¡Ay, qué horroroso padecimiento! ¡Qué vergonzoso estado de moral y qué degradación del ser más noble que pisa la tierra! Válgame tan sólo la circunstancia de que nada quería para mí, sino todo para ella. Tengo la seguridad de que a no ser por mi idolatrada hija, yo me hubiera recostado en un rincón de la casa, dejándome morir sin hacer esfuerzo alguno por conservar la vida.

-Y la señorita Josefina ha resistido las privaciones tal vez mejor que nosotros.

-Mucho mejor -añadió Nomdedeu-. Ya me ves a mí que parezco un cadáver. Pues ella, completamente transfigurada, parece haberse   —185→   apropiado toda la salud que a mí me falta. Esto me tenía contentísimo, Andrés. Pero verás ahora lo que ha pasado. Cuando me dejaste en el patio de la casa del canónigo, tardé mucho tiempo en recobrar el uso de los sentidos a consecuencia del gran golpe y de la mucha extenuación. Por fin, no sé qué manos caritativas me sacaron a la calle, donde recobré completo acuerdo. Mi sensación principal era una gran sorpresa de hallarme con vida. Arrastréme hasta entrar en casa, y en las habitaciones de Siseta encontré a mi hija. La infeliz casi no me conocía. Iba a perecer de inanición. ¡Dios mío! Quisiera morir, si la muerte borrara de mi memoria el recuerdo de aquellas horas. Yo decía: -Señor, antes de ver tal espectáculo, valiera más que quedara exánime sobre las baldosas de la casa del canónigo-. ¡Ay, amigo Marijuán, no me preguntes nada sobre esto! Sólo te diré que habiendo salido en busca de alimentos, al regresar, mi hija ya no estaba allí.

-¿Y Siseta? -pregunté con la mayor inquietud.

-Siseta tampoco -repuso Nomdedeu inmutándose en sumo grado-. Pero ¿a qué me preguntas por Siseta? Yo no sé nada de ella. Déjame seguir. Ninguno de los vecinos supo darme razón del paradero de mi hija, y corrí como un loco por la ciudad buscándola. Felizmente ni ella ni yo estábamos allí, cuando la casa fue destruida. Pero yo te pregunto: ¿a dónde creerás que había ido mi idolatrada Josefina?   —186→   Pues nada menos que a la torre Gironella, donde contemplaba el horrible fuego con que se defendió aquel fuerte en sus postrimerías. Te asombrarás de que mi hija fuera a tal sitio. Pues oye. Encontrándose sola en la casa, la horrible necesidad obligola a salir a la calle, y discurrió largo tiempo por Gerona, implorando la caridad pública, pero sin ser atendida por nadie. Mientras mayor era su desamparo, mayores eran sus esfuerzos por apegarse a la vida, y aquella naturaleza miserable halló en sí misma suficiente energía para sobreponerse a la situación. Parece esto imposible, pero es cierto. Ahora caigo en que a las criaturas de ánimo apocado nada les conviene tanto como encontrarse lanzadas de improviso a un gran peligro sin sostén ni ayuda de mano extraña. Pues bien, Josefina, sola en medio de tantos horrores, huyó por la pendiente que conduce a los fuertes, creyendo más seguros aquellos sitios. La vista de los cadáveres que obstruyen el camino prodújole gran espanto, y mayor aún al ver de cerca la terrible acción que allí se trabara. Cuando quiso retroceder la pobrecita, le fue imposible, y encontrose envuelta en el fuego, en el momento de la retirada. ¡Oh, qué incomprensibles son los arcanos de la Naturaleza! Si yo hubiera sabido por qué lugares andaba mi enferma, y todo el protomedicato hubiérame pedido mi dictamen sobre su suerte, habría dicho: «Josefina morirá en el acto de verse próxima a un combate». Pues no fue así, Andrés. Según me ha contado ella   —187→   misma, al ver aquello, sintiose con inusitada energía, y sus miembros desentumecidos como por milagro, adquirieron una agilidad que jamás habían tenido. Sin hallarse libre de miedo, inundaba su alma una generosa y expansiva inquietud, y abundantes lágrimas corrían de sus ojos... A esto añade que luego volvió dos veces a la ciudad, donde unas señoras apiadadas de ella la dieron algún alimento; que después, sin saber cómo, viose arrastrada en el tropel de las que iban a llevar pólvora a las murallas; añade que durmió dos noches en campo raso; que la señora Sumta tomándola por su cuenta, la tuvo más de tres horas en Alemanes, hasta que se retiró de allí la guarnición, y comprenderás si han sido fuertes los cauterios aplicados por el azar al espíritu de esa pobre niña. Ahora, Andrés, me resta decirte que si ella ha adquirido súbitamente bríos y agilidad, yo he perdido radicalmente mi salud, a consecuencia de los intensos padeceres físicos y morales de esta temporada, y aquí donde me ves, no doy dos cuartos por lo que pueda vivir de aquí al domingo que viene. La alegría que me causa el ver cómo se ha regenerado el organismo de aquella que es todo mi amor y mi consuelo, ahoga el sentimiento que podría causarme la propia muerte. Lo que hoy me produce profunda tristeza es el convencimiento adquirido hace poco de que soy un detestable médico. Sí, Andrés, yo creí saber bastante, y ahora resulta que todo lo ignoro, todo, todo. Figúrate que después de   —188→   adoptar en el tratamiento de Josefina el sistema de precauciones, de cuidados que me recomendaban en diverso estilo centenares de libros, salimos con la patochada de que el mejor sistema es el opuesto al que yo seguí. ¡Y para esto, Dios mío, ha estudiado uno treinta años! ¡Oh!, medicina, medicina, ¡cuán desdeñosa y esquiva eres! ¡Cómo te ocultas al que más te busca, y qué bien guardas tus encantos! Cuando parece más fácil tocarte, más rápidamente desapareces, como sombra que de las ansiosas manos se escapa. ¡Quién me lo había de decir! Yo intentaba curarla con delicadezas y cuidados y dengues, resguardándola hasta del aire por temor a que el aire mismo la hiciera daño, y Dios la ha fortalecido con las crudezas, las molestias, los golpes, los sustos, con el fuego y el frío, con los peligros y las muertes. Yo evitaba en ella las grandes impresiones que me parecía debieran quebrar su naturaleza, como los martillazos rompen el vidrio, y los fortísimos sacudimientos de la sensibilidad la han repuesto en su primer ser y estado. Curose como había enfermado, y este misterio y esta novedad pasmosa confunden mi inteligencia. Hasta ahora no sabía que la enfermedad curase la enfermedad, y me muero con mil ideas sobre este oscuro punto... porque yo me muero, Andrés: en eso sí que no se equivocará mi escaso saber.

Diciendo esto, se tendió de largo a largo en la cama, y a cada rato exhalaba hondísimos suspiros. Yo le hablé así:

  —189→  

-Sr. D. Pablo, usted, aunque ha padecido bastante, tiene el consuelo de ver a su hija no sólo con vida, sino con la salud que antes no tenía; pero yo, ni siquiera puedo asegurar que vive mi adorada Siseta y sus dos hermanos.

El doctor, al oírme, moviose inquietamente en su lecho con síntomas de alteración nerviosa, e incorporándose de improviso, me mostró su cara, muy contrariada y desfigurada de un modo notable.

-No me preguntes por Siseta y sus hermanos -exclamó con torpe lengua y haciendo ademán de apartar un objeto que inspira desagrado-. Yo no sé nada de ellos. Andrés, más vale que te marches y me dejes en paz.

La señora Sumta, que entró a la sazón, puso el dedo en la sien, mirando a su amo con expresión de lástima. Con el gesto y la mirada quería decirme:

-No hagas caso, que el amo ha perdido el juicio.

Perdiéralo o no, lo cierto es que me llenaban de inexplicables confusiones sus palabras. Interroguele de nuevo; pero él, cerrando los ojos y extendiendo brazos y piernas, cual exánime cuerpo, aparentaba no oírme, o realmente aletargado, no me oía.

Josefina entró en seguida y mostró mucha alegría al verme. Por mi parte quedeme sorprendido al notar la animación de sus ojos, su color menos pálido que de ordinario, y al observar la agilidad, la gracia y desenvoltura   —190→   que había adquirido en sus movimientos desde que no nos veíamos. Después de contestar con amables sonrisas a mis cumplidos, que adivinaba por el movimiento de los labios, me preguntó por Siseta.

-¡Ay! -respondí, expresando con signos mi suprema aflicción-. Siseta... se ha ido, señorita; no sé dónde está.

-Busquémosla -dijo Josefina con resolución.

-¡Ay!, gracias, señorita Josefina... Yo no me puedo tener; pero si usted me acompaña, sacaré fuerzas de flaqueza para recorrer la ciudad.

En la casa tenían ya comida abundante, que se repartía entre los diferentes vecinos allegadizos que allí se albergaban, y a mí me dieron una buena porción. Cuando salí enlazando mi brazo con el de Josefina, me sentía tan restablecido, que no necesité buscar apoyo en las paredes, ni arrojarme al suelo cada diez minutos para tomar aliento.




ArribaAbajo- XXII -

¿Dónde buscaremos a Siseta? ¿Dónde?... Siseta, gritábamos por todos lados, en las ruinas, en la puerta de las casas enteras, en las plazas, en las murallas, en las cortaduras, en los montones de escombros; pero ninguna voz conocida nos respondía. En diversos puntos de   —191→   la ciudad, los franceses se ocupaban en tapar con tierra los hoyos donde habían sido arrojados los cadáveres, y miles de cuerpos desaparecían de la vista de los vivos para siempre... ¡Oh! -exclamaba yo con la mayor angustia-, ¡si estará ahí Siseta!

Hubiera querido escarbar con mis manos todas las fosas, por cerciorarme de que no yacía en ellas la persona perdida. Visitamos luego los hospitales, y en ninguno de ellos aparecieron tampoco Siseta ni sus hermanos: preguntamos de puerta en puerta a todos los conocidos, a los vecinos todos, y nadie nos dio razón ni noticia alguna. Pasando a Mercadal, lo recorrimos todo, y al volver, miré al fondo del río, por ver si entre sus turbias aguas se distinguía el cuerpo de Siseta. Pregunté por ella a los españoles y a los franceses que no me entendieron; pero ambas naciones carecían de noticias acerca de mi amiga; subí a los tejados, bajé a los sótanos, la busqué en plena luz y en la profunda oscuridad; pero el rayo de sus ojos, para mí superior a todas las claridades, no brillaba en ninguna parte.

Por último, cuando llegábamos cerca del puente de San Francisco de Asís, creí distinguir una lastimosa figura de muchacho, en la cual, aunque con mucha dificultad, podía reconocer a la persona del buen Manalet. No era posible determinar la forma de su vestido, que era un andrajo, por cuyas rasgaduras los brazos y las piernas en completa desnudez asomaban. Su rostro cadavérico, sus manos   —192→   negras, su cuello manchado de sangre, sus pies heridos, su mirar temeroso me causaron profunda pena. Le llamé, con el alma dividida entre una animosa esperanza y un inmenso dolor, y él corrió a abrazarme con los ojos llenos de lágrimas. Pasado el primer momento de su alegría, la presencia de Josefina al lado mío produjo en el ánimo del pobre chico vivísima inquietud; mirábala con ojos azorados, e hizo algún movimiento para huir de nosotros. Deteniéndole, tuve valor para preguntarle por su hermana.

-Hermana Siseta -me dijo- no está, no la busquen ustedes. Se ha ido con Gasparó. Los dos...

Al decir los dos señalaba la tierra.

Yo, poseído de profundo dolor, no me reconocía satisfecho con sus vagas noticias y quería saber más; seguí tras él, pero mi corto andar no me permitió alcanzarle y hube de resignarme al terrible padecimiento de la duda; porque, en efecto, las afirmaciones de Manalet no resolvían mi perplejidad, y las palabras, el razonamiento, la inquietud del infeliz chico indicaban que algún misterio para mí ignorado, existía en la desaparición de Siseta.

-Señorita Josefina -dije a mi acompañante, expresando como me fue posible el desaliento y la desesperación- no conseguiremos nada. Volvámonos a la calle de la Neu.

Ambos muy tristes y desanimados nos detuvimos en el puente, mirando a los transeúntes, que discurrían sin cesar de un lado a otro   —193→   y como yo buscaban personas queridas que el desorden de los últimos días había hecho desaparecer. Las fosas sobre las cuales se echaba tanta tierra iban poco a poco destruyendo los rastros que habrían podido guiar en sus exploraciones a padres, esposas e hijos, y la necesidad de enterrar pronto hacía que muchas familias se quedasen en completa ignorancia respecto a la suerte de los suyos.

Estábamos sentados junto al puente. Josefina me miraba en silencio, compadecida de mi dolorosa perplejidad, y yo interrogaba al cielo, cansado ya de interrogar a la tierra y a los hombres. De repente, la hija del doctor diome un ligero golpe en la cabeza y agitando los brazos en dirección del río, señaló una casa de las que se levantan con los cimientos dentro del Oñá a espaldas de la plaza de las Coles y de la calle de la Argentería. Al principio no distinguí nada; pero ella con el rostro alterado, la mirada chispeante y el índice extendido hacia un punto fijo, dirigió mi atención al tejado de una de aquellas casas, de cuyo alero, un muchacho se descolgaba trabajosamente por una cuerda. Era Badoret. Al instante grité fuertemente: ¡Badoret! ¡Badoret!, y el chico que oyó mi voz, saludome con la mano en el momento de poner pie firme en un balcón, desde el cual parecía querer avanzar al puente saltando de una casa a otra. Los irregulares aleros, balconajes, miradores y cuerpos salientes de aquella orilla del río, permitían este viaje sin gran peligro. Por fin, Badoret llegó   —194→   a donde estábamos, y pude notar que su aspecto era más lastimoso que el de su hermano.

-Andrés -me dijo- ¿han entrado los franceses?

-Sí -le respondí-. ¿En dónde estás metido que no lo sabes? ¿Has resucitado acaso?

-¿De modo que ya hay algo que comer?

-Sí, todo lo que quieras... ¿Y Siseta?

-Siseta está durmiendo desde ayer. ¿Quieres verla? La llamamos y no quiere despertar.

-¿Pero dónde os habéis metido? ¿Dónde está Siseta?

-¿Hay ya qué comer? No hemos vuelto a ver a Napoleón, Andrés. ¿Cuánto darán ahora por él?

-Anda al diablo con Napoleón. Llévame a donde está tu hermana.

-En el tejado.

-¡En el tejado!

-Sí: la llevamos allá entre todos, porque el Sr. Nomdedeu la quería matar.

-¡Matarla! ¡Estás loco!

-Sí; para comérsela.

No pude reprimir la risa, a pesar de que mi ánimo no estaba para burlas.

-El Sr. Nomdedeu -prosiguió- se volvió loco y quiso comernos a todos.

-Estáis tontos sin duda -repliqué-. Llévame donde está Siseta.

-Si no vas por donde yo he venido... De la casa del canónigo donde estamos, se pasa por el tejado a la del droguero de la calle de   —195→   la Argentería, pero de esta no se puede salir a la calle porque está cerrada... Por la bodega, se pasa a una casa del otro extremo que está quemada y por las tejas se baja a los balcones del río. Si puedes hacer que te abran la puerta de la casa del droguero que está en la calle de la Argentería junto a la plaza de las Coles, entrarás mejor que yo he salido.

-Vamos allá -dije con resolución-. Si ese señor droguero no nos quiere abrir la puerta, la derribaremos a puñetazos.

Por fortuna, no me pusieron obstáculos a que entrara por la casa indicada, lo cual verifiqué dejando a Josefina en la inmediata de la calle de la Neu. Subí al tejado, y saltando con grandes esfuerzos y peligros de techo en techo, llegamos Badoret y yo a las bohardillas de la casa del canónigo. Allí en un lóbrego aposento del desván, donde antaño tuvo su vivienda el ama de gobierno del Sr. Ferragut, yacía la pobre Siseta sin movimiento ni sentido sobre un miserable colchón. La llamé con fuertes voces, incorporela en el lecho, y la infeliz abrió los ojos, pero sin aparentar reconocerme. Mi gozo al ver que vivía fue inmenso; pero aún dudaba que pudiese tornar a la vida, y no pensé más que en prodigarle toda clase de socorros. Recorrí la casa aturdidamente sin darme cuenta de lo que buscaba, y vi en distintas habitaciones hasta una docena de chicos de ocho a doce años, en quienes reconocí a los amigos que acompañaban a Badoret y Manalet en todas sus correrías; pero el estado de   —196→   aquellos infelices niños era atrozmente lastimoso y desconsolador. Algunos de ellos yacían muertos sobre el suelo, otros se arrastraban por la biblioteca sin poderse tener, uno estaba comiéndose un libro, y otro saboreaba el esparto de una estera.

-¿Qué ha pasado aquí? -pregunté a Badoret.

-Ay ¡Andrés!, no podíamos salir por ninguna parte. Estábamos encerrados hace dos días. A nuestra casa no se podía pasar, porque siete paredes llenaron el patio hasta arriba. No teníamos qué comer, ni dónde buscarlo... Esta mañana buscamos Manalet y yo una salida. Él se descolgó por la calle de Argentería, y yo por donde me viste... pero a mí se me está ya pegando la lengua al cielo de la boca, no puedo moverme, y me caigo muerto también.

Diciéndolo, Badoret, cerró los ojos y se extendió de largo a largo en el suelo. Algunos de sus camaradas lloraban, llamando a sus madres, y por todos lados el espectáculo de aquella desolación infantil contristaba mi alma. Resuelto a obrar con prontitud, pasé por el tejado a las casas inmediatas, llamé, pedí socorro, logré que me oyeran y que acudiesen en mi auxilio algunos vecinos, y bien pronto, reuní en los desiertos lugares donde se hallaba mi infeliz amiga gran número de víveres y no pocas personas caritativas.

La primera en quien probamos nuestros recursos fue Siseta, que tardó mucho en recobrar   —197→   su acuerdo, inspirándome serias inquietudes; pero al fin me reconoció, y vencida su repugnancia a tomar los alimentos que le ofrecíamos, convenciéndose al fin de que no le dábamos animales inmundos ni horribles manjares, entró en un período de fortalecimiento que indicaba una enérgica disposición de la naturaleza a recobrar su primitivo equilibrio y asiento. Badoret cobró sus fuerzas con más rapidez y a la media hora ya hablaba como una tarabilla arengando a sus amigos. Para algunos de estos llegó tarde el remedio, y no nos dieron más trabajo que entregar sus cuerpos a las pobres madres que venían a recogerlos, después de haberlos buscado inútilmente por toda la ciudad.

-Hermana Siseta ha despertado al fin -me dijo Badoret, tragándose medio pan-. Yo pensé que íbamos a quedarnos aquí para que se regalaran con nuestro pellejo Napoleón, Sancir, Agujerón y los demás que andan por ahí. No estamos todos vivos, Andrés, porque Pauet no resuella, y Sisó, que estaba tan rabioso contra los cerdos, se ha quedado tieso en la biblioteca con medio libro en el cuerpo y otro medio en la mano. Así quisiera yo ver al condenado de D. Pablo Nomdedeu que quiso hacer con nosotros un guisote. Ya estamos libres de caer al fondo de la cazuela con sal y agua, y eso de que la señorita Josefina se le almuerce a uno, no tiene gracia... Los marranos están ya dentro de Gerona. Vaya... y decían que D. Mariano no les dejaría entrar. Si   —198→   es lo que yo digo... mucha facha, mucho boquear, y después nada.

-No desatines, y cuéntame por qué trajisteis aquí a tu hermana.

-Pregúntaselo a D. Pablo y a la señora Sumta. Nosotros le llevamos a hermana Siseta siete reales que habíamos ganado. Hermana Siseta estaba llorando con Gasparó en brazos. Un caballero entró en la casa y con malos modos mandó que enterrásemos al niño. Entonces hermana Siseta le dio muchos besos y yo le cargué para llevarle a la fosa; pero me daba lástima y estuve con él a cuestas todo el día, hasta que al fin... Manalet, echaba la tierra y yo la apretaba con las manos para que quedase bien. Pero luego quisimos volverle a ver, y sacamos la tierra... ¡Ay! Andresillo: después la tornamos a echar, y ya no le vimos más... Al volver a casa, D. Pablo entró suspirando y dando gemidos, y dijo que traía todos los huesos rotos. Después pidió algo de comer a la señora Sumta, y la señora Sumta se puso también a echar suspiros y gemidos. La señorita Josefina, tendida en el suelo, se chupaba los dedos, D. Pablo empezó a gritar llamando al santo acá y al santo allá, y luego a todos nos daba con la punta del pie, diciendo: «Levantaos y salid a buscar algo para mi hija». Después del entierro habíamos comprado con los siete reales un pan negro y duro, y se lo dimos a mi hermana. Si vieras qué ojos le echó D. Pablo. Siseta es más tonta... ¿creerás que no quiso el pan y mandó que se lo   —199→   diéramos a la señorita Josefina? Pero yo dije: «sí, para ella está», y dando la mitad a Manalet empezamos a comérnoslo. La señora Sumta saltando encima de mí, me quitó mi parte; pero Manalet se comió toda la suya de un tragón, atacándosela con los dedos para que le pasara por el gañote. Entonces, amigo Andrés, el Sr. Nomdedeu fue arriba y bajando al poco rato con un gran cuchillo, nos dijo: «Diablillos desvergonzados, puesto que no servís más que de estorbo, os comeremos». Yo me reí y Manalet se puso a temblar y a llorar, pero yo le decía: «no seas burro: primero nos le comeríamos nosotros a él, si tuviera algo más que huesos. La señora Sumta sí que está gordita». Cuando la vieja oyó esto, me amenazó con el puño, y D. Pablo volvió a decir: «Sí; nos les comeremos, ¿por qué no?...». Después la señorita Josefina se abrazó a su padre, y este se puso a llorar soltando lagrimones como balas, y luego la arrullaba en sus brazos como si ella fuera un chiquillo. ¡Pobre D. Pablo! De veras me daba lástima... Arrullando a su hija le cantaba como a los niños y después decía: «Señora Sumta, traiga usted una taza de caldo». Al oír esto, no podía menos de reírme, y dije: «Pues ya que va a la cocina la señora Sumta, tráigame a mí un par de perdices porque estoy desganado, y no quiero más». Los dos se pusieron furiosos, pero el médico parecía loco, y todo se le volvía gritar: «Señora Sumta; traiga usted caldo para mi hija, tráigalo usted pronto o la mato   —200→   a usted...». ¡Si le hubieras visto, Andrés! Echaba chispas por los ojos, y con los pelos amarillos tiesos sobre el casco, parecía nada menos que un demonio... En esto pasaron mis amigos por la calle, llamáronme, yo salí con ellos, y al poco rato, cuando iba por la calle de Ciudadanos, veo venir a Manalet corriendo y llorando, que decía: «Hermano Badoret, ven pronto que D. Pablo nos quiere matar a todos». Chico, eché a correr con todos mis amigos hacia casa. ¿Has visto un gato rabioso cómo tira la zarpa, enseña los dientes, bufa y salta? Pues así estaba D. Pablo. Dejando a su hija en el suelo, venía hacia nosotros, nos amenazaba con el cuchillo, golpeaba con el pie a mi hermana, luego parecía querer matarse a él mismo, y a todo esto gritaba así: «¡Quiero acabar con el género humano!...». Esto lo dijo muchas, muchísimas veces. Mis amigos estaban muertos de miedo, y yo cogí unas tenazas para tirárselas a la cabeza. Pero no me dio tiempo, porque sin soltar su cuchillo salió a la calle gritando siempre que iba a acabar con todo el género humano, y entonces Manalet dijo: «Vámonos de aquí y llevémonos a Siseta». Dicho y hecho: éramos doce: entre los más grandes cargamos a mi hermana, que estaba como un cuerpo muerto sin mover ni brazo ni pierna, y la llevamos a la casa del Canónigo; Manalet, lleno de miedo iba delante chillando: «A prisa, a prisa, que viene otra vez con el cuchillo...». ¡Ay! Amigo Andrés, cuando nos vimos en esta casa, respiramos. Luego   —201→   porque la pobrecita no estuviera sobre las baldosas del patio la subimos a este aposento con grandísimo trabajo, poniéndola en la cama donde la ves. La llamamos, y no nos respondía. Entonces nos ocurrió que debíamos buscarle algo que comer; pero no hallamos salida más que por los tejados, y antes nos asparían que pasar otra vez a nuestra casa. Aquí de los apuros, chico, llegó la noche y nos moríamos de hambre. Pauet y Sisó anduvieron por los techos comiéndose las yerbas y el musgo que nacen entre las tejas. Yo bajé a la bodega... ni rastro de Napoleón. Se han ido todos al otro lado del Oñá, corriéndose hacia el campo enemigo... Pues como te iba diciendo, vino después de la noche el día, y después del día otra noche, y luego amaneció el día de hoy y nosotros sin comer. Se me olvidaba contarte que oímos caer la bomba en nuestra casa, y yo dije: «Ahí me las den todas. Si ha cogido a Nomdedeu bien empleado le está por bruto...». Amigo, desde el tejado nos asomábamos a los patios de todas las casas de por aquí; llamábamos a la gente para que nos socorriera; pero no nos hacían caso. Verdad es que muchos de los que veíamos abajo estaban muertos. Mis amigos se acobardaron ¡pobrecitos!, como unos gallinas, y Sisó dijo que se iba a comer una de sus manos. Yo los llevé a la biblioteca, dándoles permiso para que sacaran el vientre de mal año con los libros, y algunos así fueron tirando. ¡Qué día, qué noche, Andrés! Mi hermana no nos respondía cuando la llamábamos, y   —202→   Manalet me dijo: «Hermano, yo me voy a tirar del tejado a la calle para traer algo de comida a Siseta...». Estuvimos mirando las rejas y los balcones para ver si se podía saltar, y por fin Manalet se fue escurriendo, no sé cómo, sentando los pies en los clavos y las manos en las rejas, y bajó a la calle por junto a la plaza. Yo bajé también por donde me viste, y con esto te digo todo, porque ya no hay nada más que contar.

-Bien, Badoret, veo que acertaste en trasladar aquí a tu hermana, pues aunque no me parezca cierto, como dijiste, que D. Pablo quisiera merendarse a tu familia, ese es un hombre a quien la desgracia de su hija exalta y enfurece, y capaz es de cometer cualquier atrocidad. Ahora, gracias a Dios, estamos libres de tales horrores, porque el sitio ha concluido y hay en Gerona víveres abundantes.

Al caer de la tarde, Siseta, sus dos hermanos y los camaradas de estos que habían escapado a la muerte, no ofrecían cuidado. Al día siguiente trasladé a mis amiguitos a una casa de la calle de la Barca, donde nos dieron asilo.




ArribaAbajo- XXIII -

Yo no tardé en reponerme, y transcurridos pocos días me presenté a mi amo don Francisco Satué, quien me dio una malísima noticia.

  —203→  

-Disponte para el viaje -me dijo, dándome uniforme, tahalí y espada, para que en todo ello comenzase a ejercitar mis altas funciones.

-¿Pues a dónde vamos, mi capitán?

-A Francia, bruto -me respondió con su habitual rudeza-. ¿No sabes que somos prisioneros de guerra? ¿Crees que nos dejan aquí para muestra?

-Señor, yo creí que nadie se metería ya con nosotros.

-Estamos en Gerona como enfermos; pero quieren que vayamos a convalecer a Perpiñán. Nos detienen tan sólo porque el gobernador no se halla en situación de poder ser llevado en un carro de municiones.

-¡Ojalá no lo estuviera en cien meses!

-Bárbaro ¿qué dices? -exclamó amenazándome.

-No, mi capitán, no es que yo desee otra cosa que la salud de nuestro queridísimo gobernador D. Mariano Álvarez de Castro; pero eso de llevarle a uno a Perpiñán es casi tan malo como lo que hemos pasado. Pero pues así lo mandan los que pueden más que nosotros, sea, y por mí no ha de quedar. No a Perpiñán, sino al fin del mundo, iré con mis jefes, mayormente si llevamos entre nosotros al gran gobernador.

Yo hablaba así, echándomela de bravo; pero en realidad sentía profunda pena al caer en la cuenta de que era un prisionero de guerra, de cuya libertad y residencia los franceses   —204→   disponían a su antojo. ¡Desgraciado el que en la guerra pone su afición en lugares y personas, que no han de poder seguir tras él en los frecuentes e inesperados viajes a que impulsan la victoria o la desdicha!

Cuando fui al lado de Siseta, casi derramando lágrimas me expresé así:

-Prenda mía, ¿ves cuán desgraciado soy?... Ahora me llevan a Francia como prisionero de guerra, con todos los demás militares que estamos aquí, desde D. Mariano hasta el último ranchero. Si te pudiera llevar conmigo, Siseta... Pero mi capitán, el Sr. D. Francisco Satué, es el primer perseguidor de muchachas que hay en toda Cataluña, y le tengo miedo. Ahora me ocurre, Siseta, que mientras yo tomo el camino de esa condenada Francia, a quien vería de buena gana comida de lobos, tú con tus dos hermanos debes marcharte a la Almunia de doña Godina, donde está mi madre, y esperarme allí cuidándome las haciendas, hasta que me suelten o Dios disponga de la vida de este pecador.

Siseta me contestó dándome esperanza, y asegurando que convenía aguardar con serenidad el cumplimiento de nuestro destino, sin desconfiar de la bienhechora Providencia. Convinimos al fin en que no era una gran desventura que yo fuese a Francia, y por su parte halló muy prudente refugiarse en la Almunia, mientras yo volvía. La verdadera dificultad era la absoluta carencia de medios para vivir dentro de Gerona, lo mismo que para ausentarse.   —205→   Éramos pobres hasta el último grado, y después de pasar tantos y tan penosos trabajos, Siseta y sus hermanos estaban destinados a sostenerse de la caridad pública. Pero Dios no abandona a las criaturas desvalidas, y he aquí cómo vino en nuestra ayuda por inesperados caminos. ¿De qué manera? ¿Cuándo? Esto, los mismos acontecimientos que voy contando os lo dirán.

Pero déjenme acudir a casa del Sr. D. Pablo Nomdedeu, de cuya salud me han dado muy malas noticias al volver de casa del talabartero, donde llevé el tahalí de mi amo para que le echase una pieza. Déjenme ir allá, que a pesar de las cuestiones desagradables que tuvimos, no deja de ser el señor don Pablo un entrañable amigo mío, a quien quiero de todas veras. Lo malo es que no puedo ir tan pronto como deseara, porque en la calle de Cort-Real la mucha gente que allí se junta en animados corrillos, me detiene el paso. ¿Qué ocurre? ¿Tenemos un cuarto sitio? No es nada; parece que los franceses, cansados de haber cumplido hasta ayer de mala gana las principales cláusulas de la capitulación, han acordado solemnemente romperlas. Así me lo dijo el padre Rull, a quien vi muy sofocado entre el gentío, refiriendo con declamatoria pomposidad los pormenores del suceso.

-Esto es una desvergüenza -decía- y un emperador que tales cosas hace es un pillo... nada, un pillo; ¿qué me importa que oigan los franceses? No bajaré la voz, no, señores. Lo dicho,   —206→   dicho. En la capitulación se acordó que los regulares serían respetados, y ahora salimos con que nos llevan a Francia. ¿Pues qué, las órdenes son cosas de juego? ¿Somos chicos de escuela, para que hoy se nos diga una cosa y mañana otra?

-También yo voy a Francia, padre Rull -le dije- y consolémonos uno con otro, que frailes y soldados hacen buena miga, y la carga se lleva mejor en dos hombros que en uno.

-Nada, hijos míos, iremos adonde nos lleven y soportaremos sus crueldades con paciencia, como nos lo manda Nuestro Señor Jesucristo. Si así lo habéis querido vosotros, ¿qué se ha de hacer? Ved aquí las consecuencias de capitular cuando todavía podía haberse tirado una temporadita más, comiendo lo que había. A Francia, pues, y fíese usted de palabras de cerdos. Nosotros confiábamos ingenuamente en el cumplimiento de lo pactado, cuando vierais aquí que esta mañana se presenta en la santa casa un oficialejo, el cual con voces torpes y destempladas, dijo que nos preparásemos para salir mañana mismo para Francia, porque S. M. el emperador lo había dispuesto así desde París. Por lo visto, nos temen tanto como a los soldados. Y díganme ustedes ahora: ¿qué va a ser de Gerona sin frailes?

Cada uno contestaba al padre Rull, según sus ideas, cuál con enojo, cuál festivamente; pero al fin todos los que le oímos, convinimos en que lo del viaje era una grandísima picardía de S. M. el emperador de los franceses.   —207→   Cuando me retiré de allí, quedaba el buen fraile sermoneando a sus amigos sobre la preeminencia que siempre alcanzaron las órdenes religiosas en los tratados de las naciones.

Llegué a casa del Sr. Nomdedeu, y desde mi entrada conocí que la salud del buen médico no debía de ser buena, por las señales de consternación que noté en el semblante de Josefina lo mismo que en el de la señora Sumta. Esta me dijo:

-Andresillo, no hables al amo de Siseta ni de los chicos, porque siempre que se le nombran, le da uno al modo de desmayo.

Josefina me preguntó por los míos, y al instante le comuniqué con la alegría de mis ojos el infeliz encuentro de mi novia y sus hermanos.

-Todos se salvan, menos mi buen padre -dijo tristemente la muchacha.

Al instante entré a ver al enfermo, quien me recibió con su habitual bondad. Junto a su lecho estaba un hombre en quien reconocí a uno de los escribanos de Gerona.

Indudablemente D. Pablo iba a hacer testamento. Su aspecto y figura no podían ser más tristes, al punto se echaba de ver que aquella lámpara tenía ya muy poco aceite. La postrimera luz brillaba, sí, como próxima a extinguirse, con viva claridad, y la irregular llama, tan pronto grande como chica, espantaba con sus oscilaciones deslumbradoras. Unas veces el espíritu del buen doctor se empequeñecía con extraordinario aplanamiento; otras   —208→   se agrandaba, tomando proporciones superiores a las de la vida común: y con este variar angustioso, síntoma de todo fuego que se apaga luchando entre la combustión y la muerte, la lengua del médico pasaba de un mutismo invencible a una locuacidad mareante.

Cuando entré, respondió a mis cariñosas preguntas con monosílabos, que salían difícilmente de su sofocado pecho; pero al poco rato se fue despabilando en términos, que a ninguno de los presentes nos dejaba meter baza, y él se lo decía todo sin mostrarse cansado.

-¿Con que aseguras tú que no moriré? Ilusión, amigo mío, ilusión de tu buen deseo. Dios me ha leído ya la sentencia y en esto no hay ni puede haber duda alguna. Yo cumplí mi misión, ahora estoy demás.

-Señor, anímese usted -exclamé fingiendo entusiasmarme-. Pues qué, ¿ahora que Gerona está libre de hambres y muertes, se ha de ir el hombre mejor de toda la ciudad? Levántese de esa cama y vamos por ahí a ver las murallas rotas, los fuertes deshechos, las casas arruinadas, testigos de tanto heroísmo. Fuera pereza. Eso no es más que pereza, señor don Pablo.

-Pereza es, sí; pero la pereza última y definitiva, aquella del viajero que habiendo andado toda la jornada, se arroja sin aliento en el camino, convencido de que no puede más. Pereza es, sí, la mejor de todas, porque lleva al más dulce, al más placentero de los sueños, la muerte. ¡Ay, qué postrado me siento! Pues   —209→   qué, ¿era posible que después de tan colosales esfuerzos en lo físico y en lo moral, siguiese yo viviendo? No una vida como la mía, sino cien robustas y vigorosas habríanse consumido en esta lucha con la naturaleza, que yo sostuve durante tanto tiempo; porque decirte, Andrés, el sin número de dificultades que vencí, sería el cuento de nunca acabar. Baste referirte que en pocos días, busque, fomenté y desarrollé en mí cualidades que no tenía; en pocos días, trasformado hasta lo sumo, encontreme con sentimientos y pasiones que antes no tenía, y todo fue como si una serie de hombres diversos se desarrollaran dentro de mí propio. Yo estoy asombrado de lo que hice, y ahora comprendo qué inmenso tesoro de recursos tiene el hombre en sí, si sabe explotarlo. Al fin, Andrés, mi pobre hija alargó sus días hasta el fin del cerco, y cuando los sanos y robustos sucumbieron, ella, enferma y endeble se ha salvado. He aquí premiada dignamente mi amorosa solicitud y mis colosales esfuerzos. Esta tierna niña, que es todo mi amor, está hoy delante de mí alegrando mi vista y mi alma con el color de sus mejillas. Basta este espectáculo a consolarme de todas mis penas, y si me entristece la muerte es porque mi hija y yo nos separamos ahora. Dios lo permite así, porque ya ella no necesita de mis constantes cuidados, y la savia vital que milagrosamente ha adquirido le dará bríos para subsistir por sí sola, sin el apoyo de estas manos fatigadas, que reclama la tierra, ansiosa de carne.

  —210→  

-Sr. D. Pablo -le dije dominando mi melancolía- deseche usted esos tristes pensamientos, que son la primera y única causa de su mal; mande a la señora Sumta que traiga y aderece un par de chuletas, que ya las hay buenas en Gerona, sin ser de gato ni de ratón, y cómaselas en paz y gracia de Dios, con lo cual, o mucho me engaño, o no habrá muerte que le entre en largos años.

-Esto no va con chuletas, amigo Andrés. Mi cuerpo rechaza todo alimento, y no quiere más que morirse. Está echando a voces el alma, increpándola para que se vaya fuera de una vez.

-Más consumidos y extenuados estaban otros, y sin embargo han vivido, y por ahí andan hechos unos robles. Y si no, ahí tenemos el ejemplo de Siseta, a quien dimos todos por muerta, y viva y sana está, gracias a Dios.

-¿Vive Siseta? -preguntó Nomdedeu con profundo interés y cierta exaltación que no pudo disimular.

-Sí, señor; tan viva está como sus dos hermanos.

-¿Estás seguro de ello?

-Segurísimo.

-¿Y no tiene heridas en su cuerpo gentil, ni golpes en su cabeza, ni rasguños en su piel, ni le falta brazo, pierna, dedo u otra parte alguna de su estimable persona?

-No, señor, nada le falta -repuse jovialmente- o al menos no tengo yo noticia de ello.

  —211→  

-¿Y los muchachos, aquellos juguetones y traviesos muchachos, están vivos y sanos?

-También, señor doctor, y todos muy deseosos de venir a ofrecer a usted sus respetos con la cortesía que les es propia, saltando y chillando.

-¡Oh, loado sea Dios! -exclamó con cierto arrobamiento contemplativo el infortunado doctor.

Dicho esto, permaneció un rato meditando u orando, que ambas funciones podían deducirse de su recogida y silenciosa actitud, y luego reposadamente me habló así:

-Me has proporcionado indecible consuelo al darme noticias tan lisonjeras de la familia del Sr. Mongat, porque me atormentaba la sospecha, el recelo, más que sospecha y recelo, la terrible certidumbre de que yo había ocasionado un gran mal a esos muchachos y a su bondadosa hermanita, cuando después del lamentable accidente del pedazo de azúcar, entré en casa de Siseta. Mi hija iba a morir de inanición. Yo pedía a la señora Sumta que nos diera algo de comer, y la señora Sumta no nos daba nada. Yo pedí a Dios que me enviase algo del cielo, y Dios tampoco quería enviarme nada. Siseta estaba allí; sus hermanos entraron haciendo ruido, y la insolente vitalidad que revelaban sus ágiles cuerpos despertó en mi alma un sentimiento que no te podré pintar, aunque por espacio de cien años te hable y agote todos los recursos de todas las lenguas conocidas. No: aquel sentimiento es una anomalía   —212→   horrorosa en el ser humano, y sólo es posible que exista durante cortísimos intervalos en días que muy rara vez contará el tiempo en su infinita marcha. Yo miraba a los chicos, yo miraba a su hermana, y sentía un insaciable y sofocante anhelo de hacerlos desaparecer de entre los seres vivientes. ¿Por qué, amigo mío? Esto sí que no sabré decírtelo, porque yo mismo no lo entiendo. No creas que conturbaba mi cerebro el repugnante instinto de la antropofagia: no, no es nada de eso. Era un sentimiento del linaje de la envidia, Andrés; pero mucho, muchísimo más fuerte; era el egoísmo llevado al extremo de preferir la conservación propia a la existencia de todo el resto de la humana familia; era una aspiración brutal a aislarme en el centro del planeta devastado, arrojando a todos los demás al abismo, para quedarme solo con mi hija; era un vivísimo deseo de cortar todas las manos que quisieran asirse a la tabla en que los dos flotábamos sobre las embravecidas olas. Pintar todo lo que yo odié en aquel momento a los dos hermanos y a la pobre muchacha, sería más difícil que pintarte los horrores del infierno, abrazando lo grande y lo pequeño, el conjunto y los pormenores de la mansión donde el hombre impenitente expía sus culpas. Cada inhalación de su aliento al respirar, me parecía un robo; cada átomo de aire que entraba en sus pulmones, un tesoro arrancado al conjunto de elementos vitales que yo quería reunir en torno mío y de mi hija. Los malditos se repartían   —213→   un pedazo de pan, un pedacito de pan, Andrés, amasado con todo el trigo y con toda el agua de la creación, para mi regalo. En aquella crisis del egoísmo, yo no comprendía que el Universo con sus mil mundos, su fauna y su flora, sus inagotables recursos y prodigios existiese para nadie más que para Josefina y para mí.

Detúvose el doctor fatigado, y yo, queriendo apartar de su mente ideas que le hacían más daño que el mal físico, le dije:

-Mande usted a paseo, Sr. D. Pablo, esas vanas imaginaciones que le están secando el cerebro. Siseta y sus hermanos están buenos, amigo, y yo le aseguro a usted que no se los ha comido. ¿A qué pensar más en eso?

-Calla, Andrés, y déjame seguir -dijo reposadamente-. No son vanas imaginaciones lo que cuento, pues lo que yo sentía real existencia tuvo dentro de mí. Me faltaba decirte que reconocí la horrible metamorfosis de mi espíritu, pues no puedo darle otro nombre, y me decía: «No, yo no soy yo. Dios mío, ¿por qué has consentido que yo sea otro?». Efectivamente, yo no era yo. ¡Qué horrorosas lobregueces rodeaban los ojos de mi espíritu así como los de mi cuerpo!... Aquellos condenados muchachos estaban comiendo, Andrés; llevaban a la boca unos pedazos de pan, y delante de mí, tenían la audacia de ofrecer una parte a su hermana. ¡Cómo quieres tú que esto viera impasiblemente quien dentro tenía difundidos por su sangre   —214→   y haciendo cabriolas en las sutiles cuerdas de sus nervios los millares de demonios que yo llevaba conmigo! ¡Al ver cómo mordían con sus insolentes dientecillos; al verles tragar con tanta desvergüenza, duplicose en mí el furor contra ellos y les increpé, diciéndoles no estar dispuesto a consentir que nadie viviese delante de mí! Andrés amigo, Andrés de mi corazón; yo tomé un cuchillo y lo esgrimía, como quien intenta matar moscas a estocadas; corría hacia ellos, corría hacia Siseta y la señora Sumta; pero en mi salvaje insensatez no me faltaba un pensamiento humano que me detuviese en los arranques brutales de aquel desbordado apetito de matar. Los chicos, que de improviso salieron, regresaron con otros de su edad, y sus chillidos y provocativas risas me enardecieron más. Desde entonces mis ojos nublados no vieron más que sangrientos objetos; entrome un delirio salvaje, durante el cual sentía detestable complacencia en herir acaso en el vacío, descargando golpes a todos lados contra cuerpos que me rodeaban y azuzaban sin cesar. Creo que después de dar vueltas por la casa, salí a la calle, y mi brazo vengativo iba destruyendo en imaginarios cuerpos a toda la familia humana. Hablaba mil inconexos desatinos; contemplaba con gozo a los que creía mis víctimas; buscaba la soledad, insultando a cuantos se me ofrecían al paso; pero la soledad no llegaba nunca, pues de cada víctima surgían nuevos cuerpos vivos que me disputaban el aire respirable, la luz y cuantos   —215→   tesoros de vida hermosean y enriquecen el vasto mundo... No sé qué habría sido de mí si unos frailes no me hubieran sujetado en la calle de Ciudadanos, llevándome a cuestas largo trecho. ¡Ay, amigo mío! En mi cerebro, que era una masa de bullidoras burbujas, cual si hirviera puesto al fuego, retumbaron estas palabras: «Es lástima que el Sr. Nomdedeu se haya vuelto loco». Y al recoger esta idea, mi alma pareció disponerse a recobrar su perdido asiento. Luego los frailes dijeron: «Démosle un poco de estas lonjas de cuero de sillón que hemos cocido, a ver si se repone...». Les pregunté por mi hija, y respondiéronme que no tenían noticia de las hijas de nadie. Encontreme con un poco de fuerza regular, no exaltada y anómala como la que me había impulsado a tantos disparates, y quise marchar a mi casa... Caí al suelo... perdí el cuchillo... una monja me ofreció su brazo y llegué a mi casa. Ni Siseta, ni sus hermanos, ni Josefina, ni la señora Sumta estaban ya allí. Las monjas me dieron un poco de corcho frito que no pude comer, y les pregunté por mi hija. Todo lo que había pasado se me presentó como los recuerdos de un sueño, pero aunque adquirí el convencimiento de no haber extinguido todo el linaje de los nacidos, no estaba seguro de la invulnerabilidad de mis ciegos golpes. «Yo he matado algo», me dije para mí; y esta idea me causaba hondísima pena. Me reconocía como yo mismo exclamando: «Pablo Nomdedeu, ¿fuiste tú quien tal hizo?».

  —216→  

-Basta ya, amigo mío -dije interrumpiéndole, al advertir que los recuerdos de sus locuras empeoraban al buen doctor-. Más adelante nos contará usted tan curiosas novedades. Ahora procure descabezar un sueño, entre tanto que la señora Sumta adereza las chuletas consabidas.

-Calla, Andrés, y no quieras gobernar en mí -repuso-. Yo dormiré cuando lo tenga por conveniente. Déjame concluir, que ya no falta mucho. Los enfermeros del hospital fueron los que me proporcionaron algún alimento que se podía comer, con lo cual me encontré relativamente bien, y pude salir en busca de mi hija. Ya sabes cómo la encontré al fin, y lo que le aconteció. Por mi parte, hijo, yo mismo, después de la horrorosa crisis que había pasado, me espantaba de verme asistiendo enfermos que sin duda lo estaban menos que yo, y heridos que no tenían llagas tan terribles en su cuerpo como la que yo tenía en mi alma. ¡Ay, Andrés! Nomdedeu estaba herido de muerte. Las penas sufridas con tanta paciencia desde mayo me han labrado este profundo mal que ahora siento y que me llevará dentro de poco al seno de Dios. Me admiro de haber resistido tanto, y digo que tuve fuerza de cien hombres. No, uno solo es incapaz de tanto. D. Mariano Álvarez tenía para resistir el estímulo de la gloria y del agradecimiento patrio; yo no he tenido ante mí sino espectáculos lastimosos y un porvenir oscuro. El esfuerzo ha sido grande; la tensión inmensa; por eso la cuerda se ha   —217→   roto, y me voy, me voy, hija mía, Andrés, señora Sumta y demás presentes. Bastante he hecho. El que crea haber hecho más, que levante el dedo.

Josefina y la señora Sumta lloraban, y yo cuando el enfermo calló, procuraba consolarle con tiernas palabras. Poco más tarde fueron a verle Siseta y sus hermanos, con cuya visita pareció muy complacido el enfermo, y a todos prodigó cariños y congratulaciones, obsequiándoles con una excelente comida. Después se durmió, y al caer de la noche, hora en que por encargo suyo, volvió el escribano, acompañado de tres personas de la intimidad de D. Pablo; este nos llamó a todos diciendo que iba a dictar su testamento, el cual hizo en regla, nombrando por heredera de casi todos sus bienes a su hija Josefina, con una cláusula, sobre la cual debo llamar a ustedes la atención, para que conozcan la generosidad de aquel ejemplar sujeto. Además de que el doctor dejaba a Siseta y a sus hermanos los veinticuatro alcornoques que tenía en la parte de Olot, dispuso que en caso de morir sin sucesión la señorita Josefina, pasase el total de los bienes a Siseta y a sus hermanos, recomendando a aquella y a esta que viviesen juntos para perpetuar la amistad y buenos servicios de que la infeliz enferma había sido objeto por parte de los míos durante el sitio. La fortuna del doctor era harto exigua, pues la finca de Castellà, devastada por los franceses, valía bien poco, y lo demás consistía en diversos grupos de alcornoques   —218→   diseminados por la comarca ampurdanesa y en sitios a los cuales los herederos no se aventurarían a emprender viaje por saber el corcho de que eran dueños. También a mí y a la señora Sumta nos dejó varias mandas, aunque la mía más era honorífica que de provecho, por consistir en el Diario de las peripecias del sitio, redactado de puño y letra por el mismo doctor. El ama de gobierno pescó todos los muebles y ropas que de la casa pudieron salvarse.

Luego que el testamento fue hecho, administraron al enfermo el Santo Viático, y cumplida esta ceremonia, quedose Nomdedeu muy postrado, hablando poco y con dificultad, mirándonos a ratos con estúpido asombro y cerrando después los ojos para entregarse a un inquieto sueño. Exceptuando Manalet, que se durmió en el suelo, todos velamos, dispuestos a asistirle con la mayor solicitud y esmero; pero el infeliz D. Pablo no necesitó largo tiempo de nuestra asistencia. Cerca de la madrugada, abrió los ojos, llamó a su hija, y abrazándola tiernamente le habló así:

-¿Te quedas tú, hija mía? ¿Te quedas aquí cuando yo me voy? ¿De modo que no te veré más? Entonces toda la eternidad será infierno para mí... Josefina, ven, sígueme, ponte el manto que nos vamos. Mi hija no se apartará de mí ni un solo momento... Después de pasar juntos las grandes penas, ¿hemos de separarnos cuando todo ha concluido? No, Josefina. Vámonos juntos o nos quedaremos aquí en Castellà.   —219→   Paseemos por nuestra huerta viendo cómo van saliendo los pepinos, y no nos cuidemos de lo que pasa en Gerona. Mira qué tomates, hija, y observa cómo van tomando color esos pimientos... ¿Ves? Por ahí viene la señora Pintada pavoneándose con sus diez y ocho pollos: entre ellos hay seis patitos, que son los más guapos, los más salados y los más monos de todos. Llegan al estanque, y sin que la madre pueda impedirlo con cacareadas amonestaciones... ¡zas!, al agua todos. Mira cómo se asusta la señora Pintada y los llama. Pero ellos... sí, que si quieres... Hija mía, los perales no pueden con más peras: algunas están maduras. ¿Pues y los melocotones? Me parece que la cabra ha mordido en las matas de estas remolachas... ¡pero quia! ¡si es Dioscórides, el burro de nostramo Mansió! Míralo, allí está haciendo de las suyas. ¡Eh, fuera! Le llamo Dioscórides por lo grave y sesudo. El gran sabio de la antigüedad me perdone... ¿Has visto las palomas, Josefina? Veamos si anoche se han comido también las ratas algunos huevos de los que aquellas están sacando... ¡Eh, nostramo Mansió, que Dioscórides se come la huerta! Amárrelo usted... El pobre hortelano no me oye... ¡Qué ha de oír si está limpiándole las babas a su nieta? Ven acá, Pauleta, toma la mano de Josefina, y vamos a ordeñar la vaca. ¡Qué hermoso está el ternerillo! No acercarse mucho, que el otro día dio una cornada a nostramo... A ver, Josefina, trae el cántaro. Mansió dice que yo no sé hacer esta maniobra, y   —220→   yo le desafío a él y a todos los nostramos de la comarca a que hagan mejor que yo esta operación del ordeñar. No temas, Esmeralda, no te hago daño, pisch, pisch... Esta atmósfera del establo te sienta muy bien, hija, y a mí me agrada en extremo... Ya viene tranquila, dulce, grave, amorosa y callada la incomparable noche, en cuyo seno tan bien reposa mi alma. ¿Oyes las ranas, que empiezan a saludarse diciéndose: ¿Cómo estáis? Bien, ¿y vos? ¿Oyes los grillos disputando esta noche sobre el mismo tema de anoche? ¿Oyes el misterioso disílabo del cuco, que parece la imagen musical más perfecta de la serenidad del espíritu? Ya vienen los labradores del trabajo. ¡Con qué gusto alargan los bueyes su hocico adivinando la proximidad del establo! Oye los cantos de esos gañanes y de esos chicos, que vuelven hambrientos a la cabaña. Ahí los tienes. Mira cómo rodean a la abuela, que ya ha puesto el puchero a la lumbre. El humo de los techos formando esbeltas columnas sobre el cielo azul, discurre luego y vaporosamente se extiende a impulsos del suave viento que viene de la montaña a jugar en las copas de estos verdes olmos, de estas oscuras encinas, de estos lánguidos sauces, de estos flacos chopos, cuyas charoladas hojas brillan con las últimas luces de la tarde... La oscuridad avanza poco a poco, y el cielo profundo ofrece sobre nuestras cabezas un tranquilo mar al revés, por cuyo diáfano cristal en vano tratamos de lanzar la vista para distinguir el fondo. ¡Oh!, quedémonos   —221→   aquí, hija mía, y no nos separemos ni salgamos más de este lugar delicioso. Todo está tranquilo: los cencerros de las ovejas suenan con grave música a lo lejos; el cuco, el grillo y la rana no han acabado aún de poner en claro la cuestión que les tiene tan declamadores. El viento cesa también, cierra los ojos, extiende los brazos y se duerme. Ya no humean los techos; Esmeralda se echa sobre la fresca yerba, y su hijo, abrigándose junto a ella, hociquea buscando en el seno materno lo que nosotros hemos dejado. Nostramo Mansió duerme también, y Dioscórides, escondiendo el ojo brillante bajo la negra ceja, sumerge el cerebro en profundo sopor. Las palomas han dejado de arrullarse, los conejos se esconden en sus guaridas, meten los pájaros bajo el ala la inteligente cabeza, y la señora Pintada se retira pausadamente al corral con sus diez y ocho hijos, incluso los patos, que van dejando en el suelo la huella de sus palmas mojadas. El mundo reposa, hija; reposemos nosotros también. El cielo está oscuro. Todo está oscuro, y no se ve nada. Mi espíritu y el tuyo anhelaban ha tiempo esta profunda tranquilidad por nadie ni por nada turbada. Reposemos; no hay sol ni luna en el cielo, y sólo el lucero nos envía una luz que viene recta hasta nosotros como un hilo de plata. Míralo, Josefina, y descansa tu frente en mi hombro. Yo reposaré mi cabeza sobre la tuya, y así nos dormiremos apoyados el uno en el otro. Todo ha callado y no se ve más que el lucero... ¿lo ves?

  —222→  

Después de esto, nada más dijo en este mundo el Sr. Nomdedeu.

Algún tiempo después de expirar, nos costó gran trabajo desasir de los brazos helados del doctor a su desconsolada hija, cuyo estado era tan lastimoso que daba ocasión a augurar una segunda catástrofe.




ArribaAbajo- XXIV -

Adiós, señores; me voy a Francia, me llevan. Los sucesos que he referido habíanme hecho olvidar que era prisionero de guerra, como los demás defensores de la plaza, y era forzoso partir. Solamente en razón de mi enfermedad me fue permitido, como a otros muchos, el permanecer allí desde el 10 hasta el 21, de modo que con el mal acababa la dulce libertad.

Adiós, señores; me voy, adiós, pues tanta prisa me daba aquella canalla, que no digo para despedirme de mis caros oyentes, pero ni aun para abrazar a Siseta y sus hermanos me alcanzaba el breve tiempo de que disponía. Notificada la marcha, nos señalaron hora, nos recogieron y haciéndonos formar en fila, camina que caminarás a Francia. Los castigos impuestos por contravenir el programa de circunspección que nos habían recomendado, eran: la pena de muerte para el conato de fuga, cincuenta palos por hablar mal de José   —223→   Botellas, cantar el dígasme tú Girona, o nombrar a D. Mariano Álvarez. -Adiós, Siseta, adiós, Badoret y Manalet, cara esposa y hermanitos míos. Cuidado con lo que os he advertido. El prisionero os escribirá desde Francia, si antes no logra burlar la vigilancia de sus crueles carceleros. Adiós. No os mováis de aquí, mientras yo no os lo mande, ni penséis por ahora en tomar posesión de vuestros alcornoques, que eso y mucho más se hará más adelante. Acompañad a la desgraciada hija del gran D. Pablo, y alegrad sus tristes horas. Adiós, dad otro abrazo a Andrés Marijuán, a quien llevan preso a Francia por haber defendido la patria. Tengo confianza en Dios, y el corazón me dice que no he de dejar los huesos en la tierra de los cerdos. Ánimo: no lloréis, que el que ha escapado de las balas, también escapará de las prisiones; y sobre todo no es de personas valerosas el lagrimear tanto por un viaje de pocos días. Salud es lo que importa, que libertad... ella sola se viene por sus pasos contados, sin que nadie lo pueda impedir. Adiós, adiós.

Así les hablaba yo al despedirme, y por cierto que carecía completamente del ánimo y entereza que a los demás recomendaba, faltándome poco para dar al traste con mi seriedad; pero convenía en aquella ocasión echármela de hombre de bronce. Mi gravedad era ficticia y no hay heroísmo más difícil que aquel que yo intentaba al despedirme de Siseta y sus hermanos. La verdad es que tenía el corazón oprimido   —224→   como si mano gigantesca me lo estrujara para sacarle todo su jugo.

Siseta se quedó en la calle de la Neu, agobiada por su profunda aflicción. Badoret y Manalet me acompañaron hasta más allá de Pedret, y no fueron más adelante porque se lo prohibí, temiendo que con la oscuridad de la noche se extraviaran al regresar. Salimos, pues, en la noche del 21. Delante iba rodeado de gendarmes a caballo el coche en que llevaban a D. Mariano Álvarez: seguían los oficiales, entre los cuales estaba mi amo, y dos o tres asistentes completábamos el primer grupo de la comitiva. Más atrás marchaba toda la clase de tropa, soldados convalecientes de heridas o de epidemia en su mayor parte. La procesión no podía ser más lúgubre, y el coche del gobernador rodaba despaciosamente. No se oía más que lengua francesa, que hablaban en voz alta y alegre nuestros carceleros. Los españoles íbamos mudos y tristes.

Hicimos alto en Sarrià, donde se nos agregaron los frailes que habían salido antes que nosotros con el mismo destino, y con sus paternidades a la cabeza nada faltó para que la comitiva pareciese un jubileo. Daba lástima verlos, porque si entre ellos había jóvenes robustos y recios que resistían el rigor de la penosa jornada, no faltaban ancianos encorvados y débiles que apenas podían dar un paso. La gendarmería los arreaba sin piedad, y lo más que se les concedió fue que alguno de nosotros les ofreciera apoyo llevándolos del brazo. El   —225→   padre Rull sofocaba su impetuosa cólera, y marchando delante de todos con resuelto paso, revolvía sin duda en su mente proyectos de venganza. Los legos, que cargaban repletas alforjas, repartían graciosamente en cada descanso raciones de pan, queso, frutas secas y algún vino, de lo cual algo se rodaba siempre hacia la parte seglar de la caravana, aunque no mucho. Algunos gendarmes franceses, más humanos que sus jefes, también nos ofrecían no poca parte de sus víveres.

De este modo llegamos a Figueras a las tres de la tarde del 22, y sin permitirle descanso alguno, fue el gobernador enviado al castillo de San Fernando. Frailes y soldados quedaron en el pueblo, y solamente subimos con aquel los del servicio del propio general o de sus ayudantes. Marchamos todos tras el coche, y al llegar dentro de la fortaleza, la debilidad de D. Mariano era tal, que tuvimos que sacarle en brazos para trasportarle de la misma manera al pabellón que le habían destinado, el cual era un desnudo y destartalado cuartucho sin muebles. Entró el héroe con resignación en aquella pieza, y echose sin pronunciar queja alguna sobre las tablas, que a manera de cama le destinaron. Los que tal veíamos, estábamos indignados, no comprendiendo tan baja e innoble crueldad en militares hechos ya de antiguo a tratar enemigos vencidos y rivales poderosos, pero callábamos por no irritar más a los verdugos, que parecían disputarse cuál trataba peor a la víctima. Luego que se   —226→   instaló, trajeron al enfermo una repugnante comida, igual al rancho de los soldados de la guarnición; pero Álvarez, calenturiento, extenuado, moribundo, no quiso ni aun probarla. De nada nos valió pedir para él alimentos de enfermo, pues nos contestaron bruscamente que allí no había nada mejor, y que si durante el cerco habíamos sido tan sobrios, comiésemos entonces lo que había.

Con la resignación y entereza propias de su grande alma, resistió Álvarez estas miserias y bajas venganzas de sus carceleros; y sólo le vimos inmutado cuando el gobernador del castillo, que era un soldadote de mediana graduación, brusco, fatuo y muy soplado, empezó a dirigirle impertinentes preguntas. La insolencia de aquella canalla nos tenía ciegos de ira, pues no sólo el gobernador de la plaza, sino oficialejos de la última escala, se atrevían a hacer preguntas tontas e importunas a nuestro héroe, que ni siquiera les hacía el honor de mirarles.

Las preguntas eran no sólo contrarias a la cortesía, sino al espíritu militar, pues en todas ellas se le pedía cuenta a nuestro jefe del gran crimen de haber defendido hasta la desesperación la ciudad que el gobierno de su patria le había confiado. No parecían militares los que con insultos y burlas groseras mortificaban al hombre de más temple que en todo tiempo se pusiera delante de sus armas. Álvarez, siempre caballero aun en presencia de gente de tal ralea, les respondió sencillamente:   —227→   -Si ustedes son hombres de honor, hubieran hecho lo mismo en mi lugar-. Tan sublime concepto no lo comprendían la mayor parte, y solamente algunos oficiales distinguidos, penetrándose del indigno papel que estaban haciendo, se apresuraron después de la respuesta del general, a poner fin al denigrante interrogatorio.

Mi amo enviome al instante al pueblo en busca de carne para aderezar la comida del enfermo, y gracias a mi prontitud y diligencia, pronto pudimos servirle una comida mediana. Delante de los franceses, que nos negaban todo auxilio, Satué puso el puchero, soplaba el fuego otro oficial español, y convertidos todos en cocineros, nos disputábamos chicos y grandes el honor de asistir al enfermo. Pasó bien la noche; pero serían las dos de la madrugada, cuando con estrépito llamaron a la puerta del pabellón, diciéndonos que nos dispusiéramos a seguir el viaje a Francia. Álvarez, que dormía profundamente, despertó al ruido, y enterado de la continuación de la jornada, dijo sencillamente: -Vamos allá-. Quiso incorporarse sobre las tablas en que con nuestros capotes le habíamos arreglado un mal lecho, y no pudo... ¡Tan agotadas estaban sus fuerzas!... Pero en brazos le llevamos nosotros al coche, y con un frío espantoso, azotados por la lluvia de hielo y pisando la nieve que cubría el camino, emprendimos el de la Junquera. Una precaución ridícula habían añadido los franceses a las que antes tomaran para custodiarnos. Esto hace   —228→   reír, señores. Además de la fuerte escolta de caballos, sacaron también de Figueras dos piezas de artillería, que iban detrás de nosotros, amenazándonos constantemente. Es que su recelo de que nos escapásemos era vivísimo, y con ninguna de las cautelas ordinarias creían segura la persona de D. Mariano Álvarez, inválido y casi moribundo. Éramos muy pocos en aquella segunda jornada, porque los frailes y la tropa quedáronse en Figueras hasta el amanecer. Ignoro si para tener a raya las fogosidades del padre Rull, se pertrecharon también con un par de baterías de campaña y algunos regimientos de línea.

En la Junquera nos detuvimos muy poco tiempo; siguiendo luego por Francia adelante, llegamos a Perpiñán a las siete de la noche del mismo día 23, y después de detenemos en casa del gobernador, nos llevaron al Castillet, fortaleza de ladrillo, de airosa vista, obra del rey D. Sancho, la cual habrán visto cuantos hayan estado en aquella ciudad. Sin más ceremonias, destinaron para habitación de Álvarez un tenebroso aposento a manera de calabozo, con más humedades que muebles, y tan inmundo y sucio, que el mismo D. Mariano, a pesar de su temple resignado y fuerte, no pudo contenerse y exclamó con indignación: ¿Es este sitio propio para vivienda de un general? ¿Y son ustedes los que se precian de guerreros? El alcaide, que era un bárbaro, alzó los hombros, pronunciando algunas palabrotas francesas, que me pareció querían decir   —229→   poco más o menos: «es preciso tener paciencia». Luego, dirigiéndose a los de la comitiva, aquel caritativo personaje nos dijo que estaba dispuesto a darnos de comer lo que quisiéramos, pagándolo previamente en buena moneda española. La moneda española ha sido siempre muy bien recibida en todo país donde ha habido manos. Dándole las gracias, pedímosle lo que nos pareció más necesario, y aguardamos la cena, aposentados todos en la inmunda pocilga. Nuestro primer cuidado fue improvisar con los capotes una cama para el gobernador, cuya fatiga y debilidad iban siempre en aumento. El cancerbero volvió al poco rato con unos manjares tan mal guisados, que no se podían comer, lo cual no fue parte a impedir que nos los cobrase a peso de oro; pero se los pagamos con gusto, suplicándole, unos en mal francés y otros en castellano, que nos hiciera el favor de no honrarnos más con su interesante presencia.

Pero él o no entendió o quiso mostrarnos todo el peso de su impertinencia, y a cada cuarto de hora venía a visitarnos, poniéndonos ante los ojos, que en vano querían dormir, la luz de una deslumbradora linterna. Esto mortificaba a todos; pero principalmente al enfermo, que por su estado necesitaba reposo y sueño, y así se lo dijimos al alcaide, añadiéndole que como no pensábamos fugarnos, podía eximirnos de sus repetidos reconocimientos. Él nos respondía con amenazas soeces; quedábamos luego a oscuras, nos vencía el dulce sueño;   —230→   pero no habíamos trasportado los umbrales de esta rica y apacible residencia del espíritu, cuando la luz de la linterna volvía a encandilar nuestros ojos, y el alcaide nos tocaba el cuerpo con su pata para cerciorarse por la vista y el tacto de que estábamos allí.

Satué, furioso y fuera de sí, me dijo en uno de los pequeños intervalos en que estábamos solos: «Si ese bestia vuelve con la linterna, se la estrello en la cabeza». Pero D. Mariano, calmó su arrebato, condenando una imprudencia que podía ser a todos funestísima. La noche fue por tanto, y merced a las visitas del alcaide, penosa y horrible. Por la mañana nos hizo el honor de visitarnos el comandante de la plaza, el cual habló largamente con Álvarez, tratándole con cierta benevolencia cortés que nos agradó; mas luego hizo recaer la conversación sobre un suceso de que no teníamos noticia y allí dio rienda suelta a las groserías y los insultos. Parece que algunos oficiales de los trasladados a Francia inmediatamente después de la rendición de Gerona, se habían fugado, en lo cual obraron cuerdamente, si padecieron el martirio de la linterna del señor alcaide. Al hablar de esto, el comandante les prodigó delante de nosotros vocablos harto denigrantes, añadiendo: «Pero por fortuna, hemos pescado a once de los prófugos, y han sido arcabuceados hace dos días. Buscamos a los demás».

Álvarez se sonrió y dijo: ¿Con que volaron, eh?... y en su rostro por un instante dibujose   —231→   ligera expresión festiva. A pesar de que el comandante de Perpiñán no era hombre de mieles, prometió a Álvarez dejarle descansar todo aquel día, poniendo freno a las importunidades de la candileja, y nos dispusimos para dormir; pero ¡ay!, estábamos destinados a nuevos tormentos, entre los cuales el mayor era presenciar cómo padecía en silencio sin hallar alivio en sus males ni piedad en los hombres, el más fuerte y digno de los españoles de aquel tiempo; estábamos entre gente que hacía punto de honra el mudar las coronas del heroísmo en coronas de martirio sobre la frente del que no se abatió, ni se dobló, ni se rompió jamás mientras tuvo un hálito de vida que sostuviera su grande espíritu.

Serían, pues, las diez de la mañana, cuando el alcaide nos hizo ver su cara redonda, encendida y brutal, de rubios pelos adornada, y aunque por la claridad del día venía sin linterna, demostronos desde sus primeras palabras que no venía a nada bueno. Díjonos aquel simpático pedazo de la humanidad que nos dispusiéramos a salir todos, y como le indicáramos que el enfermo a causa de la horrorosa fiebre no podía moverse, repuso que vendría quien le hiciese mover. D. Mariano nos dio el ejemplo de la resignación, incorporándose en su lecho, y pidiendo su sombrero. Le levantamos en brazos; trató de andar por su propio pie, mas no siéndole posible, le condujimos fuera del aposento, y bajamos todos en triste procesión, mudos y abrumados de pena. Fuera   —232→   del castillo vimos dos filas de gendarmería indicándonos el camino hacia la muralla, y la curiosa multitud nos contemplaba con lástima. Aquel espectáculo no podía ser más triste, y con el alma oprimida y llena de angustia dije para mí: «Nos van a fusilar».




ArribaAbajo- XXV -

¡Oh, qué trance tan amargo, y qué horrenda hora! Eso de que a sangre fría le quiten a uno la preciosa existencia, lejos de la patria, ausente de las personas queridas, sin ojos que le lloren, en soledad espantosa y entre gente que no ve en ello más que la víctima inmolada a los intereses militares, es de lo más abrumador que puede ofrecerse a la contemplación del espíritu humano. Yo miraba aquel cielo, y no era como el cielo de España; yo miraba a aquella gente, oía su lengua extraña modulando en conjunto voces incomprensibles, y no era aquella gente tampoco como la gente de España. Sobre todo, Siseta no estaba allí, y el vacío formado por su ausencia no lo habrían frenado cien vidas otorgadas en cambio de la que me iban a quitar. Me ocurrió protestar contra aquella barbarie, gritando y defendiéndome contra miles de hombres; pero la realidad de mi impotencia me aplastaba con formidable pesadumbre. Dejé de ver lo que tenía ante los ojos, y muy intensa congoja me hizo   —233→   llorar como una mujer. Mostraban entereza mis compañeros; pero ellos no habían dejado en Gerona ninguna Siseta.

Al llegar a la muralla vimos formados en fila a los frailes y soldados que nos habían seguido. Algunos legos y ancianos lloraban; pero el padre Rull despedía llamas por sus negros y varoniles ojos. En tan supremo trance, el fraile patriota, rabiando de enojo contra sus verdugos, había olvidado la principal página del Evangelio. Nos pusieron también a nosotros en fila, y la persona de Álvarez fue confundida entre los demás sin consideración a su jerarquía. Estuvimos parados largo rato, ignorando qué harían de nosotros, en terrible agonía, hasta que apareció un oficialejo barrigudo, que con un papelito en la mano nos iba nombrando uno por uno. Tanto aparato, la cruel exhibición ante el populacho, el despliegue de tan colosales fuerzas contra unos pobres enfermos muertos de hambre, de cansancio y de sueño, no tenía más objeto que pasar lista. ¡Ay! Cuando adquirí la certidumbre de que no nos fusilaban, los franceses me parecieron la gente más amable, más caritativa y más humana del mundo.

Volvimos al castillo, donde hallamos una gran novedad. El aposento donde pasamos la noche, se había considerado como un gran lujo de comodidades para estos pícaros insurgentes y bandidos, que tan heroicamente defendieron la plaza de Gerona, y nos destinaron a una lóbrega mazmorra sin aire, empedrada de   —234→   agudísimos guijarros, entre cuyos huecos se remansaban fétidas aguas. Doble puerta con cerrojos fuertísimos la cerraba, y un mezquino agujero abierto en el ancho muro dejaba entrar sólo al medio día un rayo de luz, insuficiente para que nos reconociésemos las caras. Protestamos; el mismo Álvarez reprendió ásperamente al alcaide; pero este ni aun siquiera tuvo la dignación de contestarnos otra cosa más que la oferta de servirnos una buena comida, si se la pagábamos bien. El ilustre enfermo se empeoraba de hora en hora, y desde aquel día comprendimos que se nos iba a morir en los brazos, si no se instalaba en lugar más higiénico. Haciendo un esfuerzo el mismo Álvarez, escribió una carta al general Augereau, notificándole los malos tratamientos de que era objeto; pero no tuvo contestación. Y seguía lo de la linterna por la noche, en cuya obra caritativa se esmeraba el maldito francés regordete y rubio, amén de robarnos con la perversa cena que nos ponía. Si el gobernador necesitaba alguna medicina, no había fuerzas humanas que la hiciesen traer, por temor de que se envenenara, y registrándonos escrupulosamente, fuimos despojados de todo instrumento cortante para evitar que tratásemos de poner fin a aquella deliciosa vida con que éramos regalados.

En aquella inmunda pocilga estuvimos hasta que concluyó Diciembre y el funestísimo año 9, enfermos todos, y más que enfermo, moribundo el gran Álvarez, que al resistir tan   —235→   grandes padecimientos mostró tener el cuerpo tan enérgico y vigoroso como el alma. Durante las largas y tristes horas departía con nosotros sobre la guerra, contábanos su gloriosa historia militar y nos infundía esperanza y bríos, augurando con elevado discernimiento el glorioso fin de la lucha con los franceses y el triunfo de la causa nacional. Su extraordinario espíritu, superior a cuanto le rodeaba, sabía abarcar los acontecimientos con segura perspicacia, y oyéndole, oíamos la voz poderosa de la patria que llegaba al calabozo excavado en extranjero suelo.

Al fin nuestro doloroso encierro en aquella mazmorra donde nos consumíamos viendo extinguirse la noble vida del defensor de Gerona, tuvo fin una noche en que el alcaide entró a decirnos que nos vistiéramos a toda prisa porque nos iban a internar en Francia. Esta noticia, a pesar de alejarnos de España nos produjo inmensa alegría porque ponía fin al encierro, y no aguardamos a que la repitiese el panzudo hombre de la linterna, demostrándole de diversos modos el gran gusto que sentíamos por perderle de vista lo mismo que a su aparato. Nos sacaron de Perpiñán con numerosa escolta, y iban los frailes con nosotros. El jefe de la gendarmería dio orden de fusilar a todo señor fraile que tratase de huir, y nos pusimos en marcha.

Pero en este viaje la Providencia nos deparó un hombre generoso y caritativo que a escondidas de los franceses, sus compatriotas,   —236→   prodigó al ilustre enfermo solícitos cuidados. Era el mismo cochero que le conducía, el cual, condolido de sus males e ignorando que fuese un héroe, mostró sus cristianos sentimientos de diversos modos. Agradecidos a su bondad quisimos recompensarle; pero no consintió en admitir nada, y como los gendarmes le mandaran que avivase el paso de las caballerías para marchar más a prisa, él, sabiendo cuánto daño hacía al paciente la celeridad de la carrera, fingió enfermedades en el escuálido ganado y desperfectos en el viejo coche para justificar el tardo paso con que andaba. Todos los de a pie, que éramos los más, le agradecimos en el alma la pereza de su vehículo.

Después de descansar un poco en Salces, hicimos noche en Sitjans, y nunca a tal punto llegáramos, porque haciendo bajar de su coche al general, le aposentaron con los demás de su séquito en una caballeriza llena de estiércol, y donde no había cama ni sillas, ni nada que se pareciese a un mueble, siquiera fuese el más mezquino y pobre. Agotada la paciencia ante tanta infamia, y viendo cuán poco adecuado era aquel inmundo sitio para quien por su categoría y además por su lastimoso estado tenía derecho a todas las consideraciones, no pudimos contener la explosión de nuestro enojo, y con durísimas palabras increpamos al jefe de la gendarmería. Este, después de amenazarnos, pareció aplacarse, comprendiendo sin duda la justicia de nuestra reclamación, y al fin después de vacilar, vino a decir en suma   —237→   que el alojamiento no era cuenta suya. Por fin el cochero, con orden o por simple tolerancia del jefe de la fuerza, introdujo en la cuadra una cama en que descansó algunas horas el desgraciado enfermo, cuya prodigiosa resistencia parecía tocar ya al último límite.

A la mañana siguiente cuando nos íbamos a poner de nuevo en marcha, aparecieron unos guardias a caballo que traían una orden para el jefe que nos conducía. Abriendo el pliego en nuestra presencia, nos dio a conocer su contenido, el cual no era otra cosa sino que monsieur Álvarez debía volver a España. Esto nos alegró sobre manera, por la esperanza de ver pronto la patria querida, y hasta sospechamos, si, apiadados de nuestra desgracia, se dispondrían aquellos caballeros a dejarnos en libertad luego que traspasásemos la frontera. Los frailes, la gente de tropa que no pertenecía a la comitiva del enfermo, creyéronse también destinados a pisar pronto el suelo español, y mostráronse muy alegres; pero los gendarmes al punto les sacaron de su risueño error, mandándoles seguir adelante, por Francia adentro. Nos despedimos de ellos tiernamente recogiendo encargos, recados, cartas y amorosas memorias de familia, y volvimos la cara al Pirineo. D. Mariano al saber que se variaba de rumbo, dijo: «Como no me vuelvan al Castillet de Perpiñán, llévenme a donde quieran».

Excuso enumerar los miserables aposentamientos, los crueles tratos que se sucedieron   —238→   desde Sitjans a la frontera española, ni sé cómo por tanto tiempo y a tan repetidos golpes resistió la naturaleza del hombre contra quien se desplegaba tan gran lujo de maldad. Por último, señores, concluiré refiriendo a ustedes la última escena de aquel terrible via crucis, la cual ocurrió en la misma frontera, y un poco más allá de Pertús. Es el caso que cuando con el mayor gozo habíamos pisado la tierra de España, se presentaron unos guardias a caballo con nuevas órdenes para los gendarmes. El jefe mostrose muy contrariado, y habiéndose trabado ligera reyerta entre este y uno de los portadores del oficio, oímos esta frase, que aunque dicha en francés, fácilmente podía ser comprendida: «Monsieur Álvarez debe volver, pero los edecanes y asistentes no».

Al punto comprendimos que se nos quería separar de nuestro idolatrado general, dejándonos a todos en Francia, mientras a él se le llevaba otra vez solo, enteramente solo, al castillo de Figueras. Esto causó una verdadera desolación en la pequeña comitiva. Satué, cerrando los puños y vociferando como un insensato, dijo que antes se dejaría hacer pedazos que abandonar a su general; otros, creyendo mal camino para convencer a nuestros conductores el de la amenaza y la cólera, suplicamos al jefe de los gendarmes que nos dejase seguir. El mismo enfermo indicó que si se le separaba de sus fieles compañeros de desgracia, la residencia en España le sería tan insoportable al menos, como la prisión en el Castillet. Suplicamos   —239→   todos en diverso estilo que nos dejasen asistir y consolar a nuestro querido gobernador, pero esto fue inútil. Como complemento de los mil martirios que con refinado ingenio habían aplicado al héroe, quisieron someter su grande alma a la última prueba. Ni su enfermedad penosísima, ni sus años, ni la presunción de su muerte que se creía próxima y segura, les movieron a lástima; tanta era la rabia contra aquel que había detenido durante siete meses frente a una ciudad indefensa a más de cuarenta mil hombres, mandados por los primeros generales de la época; que no había sentido ni asomo de abatimiento ante una expugnación horrorosa en que jugaron once mil novecientas bombas, siete mil ochocientas granadas, ochenta mil balas, y asaltos de cuyo empuje se puede juzgar considerando que los franceses perdieron en todos ellos veinte mil hombres.

Cansados de inútiles ruegos, pedimos al fin que se permitiera ir acompañando y sirviendo al general a uno de nosotros, para que al menos no careciese aquel de la asistencia que su estado exigía; pero ni esto se nos concedió. La agria disputa inspiró al mismo Álvarez las palabras siguientes: «Todas estas son estratagemas de que se valen los franceses para mortificar a aquel a quien no han podido hacer bajar la espalda».

Bruscamente nos quisieron apartar del coche en que iba; pero atropellando a los que nos lo impedían, nos abalanzamos sobre él, y unos por un costado otros por el opuesto, le besamos   —240→   las manos regándolas con nuestras lágrimas. Satué se metió violentamente dentro del coche, y los gendarmes lo sacaron a viva fuerza, amenazándole con fusilarle allí mismo, si no se reportaba en las manifestaciones de su dolor. El general, despidiéndonos con ánimo sereno, nos dijo que renunciásemos a una inútil resistencia, conformándonos con nuestra suerte; añadió que él confiaba en el próximo triunfo de la causa nacional, y que aun sintiéndose próximo a morir, su alma se regocijaba con aquella idea. Recomendonos la prudencia, la conformidad, la resignación, y él mismo dio a sus conductores la orden de partir para poner pronto fin a una escena que desgarraba su corazón lo mismo que el nuestro. El cupé partió a escape y nos quedamos en Francia, sujetados por los gendarmes, que nos ponían sus fusiles en el pecho para impedir las demostraciones de nuestra ira. Seguimos con los ojos llenos de lágrimas de desesperación el coche que se perdía poco a poco entre la bruma, y cuando dejamos de verle, Satué bramando de ira, exclamó: «Se lo llevaron esos perros; se lo llevan para matarle sin que nadie lo vea».




Arriba- XXVI -

No puedo pintar a ustedes nuestra profunda consternación al vernos esclavos de Francia, y considerando la situación del desgraciado   —241→   Álvarez, solo, en poder de sus verdugos. Nuestra propia suerte de prisioneros nos causaba menos pesar que la de aquel heroico veterano, condenado por su valor sublime a ser juguete de una cruel soldadesca, a quien lo entregaron para que se divirtiese martirizándole.

Encerráronnos en Pertús en una inmunda cuadra, donde con centinelas de vista nos tuvieron hasta el día siguiente, en cuya alborada, cuando nos llevaban fuera del pueblo, verificamos un acto honroso, con el cual quiero poner fin a mi narración. Allí, sobre unas peñas desde las cuales se divisaban a lo lejos los cerros y vertientes de España, nos dimos las manos y juramos todos morir antes que resignarnos a soportar la odiosa esclavitud que la canalla quería imponernos. Desde aquel instante principiamos a concertar un hábil plan para fugarnos, cual tantos otros, que llevados a Francia, habían sabido volver por peligrosos caminos y medios a la patria invadida.

Amigos míos: por no cansar a ustedes con prolijidades que sólo a mí se refieren y a mis particulares cuitas, omito los pormenores de nuestra residencia en Francia, y de los medios que empleamos para regresar a España. Éramos seis, y sólo tres volvimos. Los demás, cogidos in fraganti, fueron fusilados, dos en Maurellas y uno en Boulou. ¿Alguno de los que me oyen no se ha visto en igual caso? ¡Cuántos de los que estamos aquí desataron sus manos de las cuerdas que los franceses han   —242→   llevado a Francia después de la toma de Zaragoza o de Madrid! Con la relación de los padecimientos que sufrí en la frontera, de las diabluras y estratagemas que puse en juego para escaparme, y de las mil cosas que me sucedieron desde que pasé la frontera por Puigcerdà hasta unirme en el centro de España a esta división de Lacy en que ahora estoy, emplearía otras dos noches largas, pues todo el sitio de Gerona y las extravagancias de D. Pablo Nomdedeu no exigen más tiempo y espacio que los peligros, trapisondas, trabajos y terribles trances en que me he visto. Concluyo, pues, no sin dirigir una ojeada hacia atrás, como parecen exigírmelo mis caros oyentes, deseosos de saber qué fue de Siseta, así como de sus hermanitos Badoret y Manalet.

No estaría mi ánimo tranquilo si en tan largo plazo hubiese vivido sin saber de personas tan caras para mí. Antes de abandonar a Cataluña con intención de unirme al ejército del Centro, hallé medios para hacer llegar a Gerona noticias mías, y Dios me deparó el consuelo de que también vinieran a mí verdaderas y frescas. Los tres hermanos siguen allí sanos y buenos en compañía de la señorita Josefina, que en ellos ve toda su familia, y el único consuelo de sus tristes días. La hija del doctor no ha recobrado por completo la salud, ni desgraciadamente la recobrará, según me dicen. Ha tenido inclinación a entrar en un convento; mas Siseta procura arrancarla sus melancolías y la induce a que aspire al matrimonio,   —243→   en la seguridad de encontrar buen esposo. No demuestra, sin embargo, Josefina disposición a seguir este consejo, y gusta de embeber su vida en contemplaciones de la Naturaleza y de la religión, que son sin duda el alimento más apropiado a su pobre espíritu huérfano y solitario.

Siseta y sus hermanos aguardan a que yo me retire del ejército para marchar a la Almunia, donde tengo mis tierras, consistentes en dos docenas de cepas y un número no menor de frondosos olivos, y por mi parte pido a Dios que nos libre al fin de franceses, para poder soltar el grave peso de las armas y tornar a mi pueblo, donde no pienso hacer al tiempo de mi llegada otra cosa de provecho más que casarme.

Con lo que Siseta ha heredado, y lo que yo poseo, tenemos lo suficiente para pasar con humilde bienestar y felicidad inalterable la vida, pues no me mortifica el escozor de la ambición, ni aspiro a altos empleos, a honores vanos ni a la riqueza, madre de inquietudes y zozobras. Hoy peleo por la patria, no por amor a los engrandecimientos de la milicia, y de todos los presentes soy quizás el único que no sueña con ser general.

Otros anhelan gobernar el mundo; sojuzgar pueblos y vivir entre el bullicio de los ejércitos; pero yo contento en la soledad silenciosa, no quiero más ejércitos que los hijos que espero ha de darme Siseta.

  —244→  

Así acabó su relación Andresillo Marijuán. La he reproducido con toda fidelidad en su parte esencial, valiéndome como poderoso auxiliar del manuscrito de D. Pablo Nomdedeu, que aquel mi buen amigo me regaló más tarde cuando asistí a su boda. Repito lo que dije al comenzar el libro, y es que las modificaciones introducidas en esta relación afectan sólo a la superficie de la misma, y la forma de expresión es enteramente mía. Tal vez haya perdido mucho la leyenda de Andrés al perder la sencillez de su tosco estilo; pero yo tenía empeño en uniformar todas las partes de esta historia de mi vida, de modo que en su vasta longitud se hallase el trazo de una sola pluma.

Cuando Marijuán calló, algunos de los presentes dieron interpretaciones diversas al encierro de D. Mariano Álvarez en el castillo de Figueras, y como ya desde antes de entrar en Andalucía habíamos sabido la misteriosa muerte del insigne capitán, la figura más grande sin duda de las que ilustraron aquella guerra, cada cual explicó el suceso de distinto modo.

-Dícese que le envenenaron -afirmó uno- en cuanto llegó al castillo.

-Yo creo que Álvarez fue ahorcado -opinó otro- pues el rostro cárdeno e hinchado, según aseguran los que vieron el cadáver de   —245→   Su Excelencia, indica que murió por estrangulación.

-Pues a mí me han dicho -añadió un tercero- que lo arrojaron a la cisterna del castillo.

-Hay quien afirma que le mataron a palos.

-Pues no murió sino de hambre, y parece que desde su llegada fue encerrado en un calabozo, donde lo tuvieron tres días sin alimento alguno.

-Y cuando le vieron bien muerto, y se aseguraron de que no volvería hacer14 otra como la de Gerona, expusiéronle en unas parihuelas a la vista del pueblo de Figueras, que subió en masa a contemplar el cuerpo del grande hombre.

Discutimos largo rato sin poder poner en claro la clase de muerte que había arrebatado del mundo a aquel inmortal ejemplo de militares y patriotas; pero como su fin era evidente, convinimos por último en que el esclarecimiento del medio empleado para exterminar tan terrible enemigo del poder imperial, afectaba más al honor francés que al ejército español, huérfano de tan insigne jefe; y si verdaderamente fue asesinado, como se ha venido creyendo desde entonces acá, la responsabilidad de los que toleraron sin castigarla tan atroz barbarie bastaría a exceptuar entonces a Francia de la aplicación de las leyes de la guerra en lo que antes tienen de humano. Que murió violentamente parece indudable, y mil indicios corroboran una opinión que los historiadores   —246→   franceses no han podido con ingeniosos esfuerzos destruir. No es creíble que órdenes de París impulsaran este horrible asesinato; pero un poder que si no disponía, toleraba tan salvajes atentados, merecía indisputablemente las amarguras y horrendas caídas que experimentó luego. La soberbia enfatuada y sin freno perpetra grandes crímenes ciegamente, creyendo realizar actos marcados por ilusorio destino. Los malvados en grande escala que han tenido la suerte o la desgracia de que todo un continente se envilezca arrojándose a sus pies, llegan a creer que están por encima de las leyes morales, reguladoras según su criterio, tan sólo de las menudencias de la vida. Por esta causa se atreven tranquilamente y sin que su empedernido corazón palpite con zozobra, a violar las leyes morales, ateniéndose para ello a las mil fútiles y movedizas reglas que ellos mismos dictaron llamándolas razones de estado, intereses de esta o de la otra nación; y a veces si se les deja, sobre el vano eje de su capricho o de sus pasiones hacen mover y voltear a pueblos inocentes, a millares de individuos que no quieren sino el bien. Verdad es que parte de la responsabilidad corresponde al mundo, por permitir que media docena de hombres o uno solo jueguen con él a la pelota.

Desarrollados en proporciones colosales los vicios y los crímenes, se desfiguran en tales términos que no se les conoce; el historiador se emboba engañado por la grandeza óptica de lo   —247→   que en realidad es pequeño, y aplaude y admira un delito tan sólo porque es perpetrado en la extensión de todo un hemisferio. La excesiva magnitud estorba a la observación lo mismo que el achicamiento que hace perder el objeto en las nieblas de lo invisible. Digo esto, porque a mi juicio, Napoleón I y su efímero imperio, salvo el inmenso genio militar, se diferencian de los bandoleros y asesinos que han pululado por el mundo cuando faltaba policía, tan sólo en la magnitud. Invadir las naciones, saquearlas, apropiárselas, quebrantar los tratados, engañar al mundo entero, a reyes y a pueblos, no tener más ley que el capricho y sostenerse en constante rebelión contra la humanidad entera, es elevar al máximum15 de desarrollo el mismo sistema de nuestros famosos caballistas. Ciertas voces no tienen en ningún lenguaje la extensión que debieran, y si despojar a un viajante de su pañuelo se llama robo, para expresar la tala de una comarca, la expropiación forzosa de un pueblo entero, los idiomas tienen pérfidas voces y frases con que se llenan la boca los diplomáticos y los conquistadores, pues nadie se avergüenza de nombrar los grandiosos planes continentales, la absorción16 de unos pueblos por otros... etc. Para evitar esto debiera existir (no reírse) una policía de las naciones, corporación en verdad algo difícil de montar; pero entre tanto tenemos a la Providencia, que al fin y al cabo sabe poner a la sombra a los merodeadores en grande escala, devolviendo   —248→   a sus dueños los objetos perdidos, y restableciendo el imperio moral, que nunca está por tierra largo tiempo.

Perdónenme mis queridos amigos esta digresión. No pensaba hacerla; pero al hablar de la muerte del incomparable D. Mariano Álvarez de Castro, el hombre, entre todos los españoles de este siglo, que a más alto extremo supo llevar la aplicación del sentimiento patrio, no he podido menos de extender la vista para observar todo lo que había en derredor, encima y debajo de aquel cadáver amoratado que el pueblo de Figueras contemplaba en el patio del castillo una mañana del mes de enero de 1810. Aquel asesinato, si realmente lo fue, como se cree, debía traer grandes catástrofes a quien lo perpetró o consintió, y no importa que los criminales, cada vez más orgullosos, se nos presentaran con aparente impunidad, porque ya vemos que el mucho subir trae la consecuencia de caer de más alto, de lo cual suele resultar el estrellarse.

Oímos el relato de Andrés Marijuán, aposentados en una casa del Puerto de Santa María, donde moraban, además de nosotros, que pertenecíamos al ejército de Areizaga, muchos canarios de Alburquerque, que habían llegado el día antes, terminando su gloriosa retirada. A este general debió el poder supremo no haber caído en poder de los franceses, pues con su hábil movimiento sobre Jerez, mientras contenía en Écija las avanzadas de Víctor y   —249→   Mortier, dio tiempo a preparar la defensa de la isla de León, y entretuvo al enemigo en las inmediaciones de Sevilla. Esto pasaba a principios de Febrero, y en los mismos días se nos dio orden de pasar a la Isla, porque en el continente, o sea del puente de Suazo para acá ¡triste es decirlo!, no había ni un palmo de terreno defendible. Toda España afluyó a aquel pedazo de país, y se juntaban allí ejército, nobleza, clero, pueblo, fuerza e inteligencia, toda la vida nacional en suma. De la misma manera, en momentos de repentino peligro para el hombre de ánimo esforzado, toda la sangre afluye al corazón, de donde sale después con nuevo brío.

Por mi parte deseaba ardientemente entrar en la Isla. Aquel pantano de sal y arena invadido por movedizos charcos y surcado por regueros de agua salada, tenían para mí el encanto del hogar nativo, y más aún las peñas donde se asienta Cádiz en la extremidad del istmo, o sea en la mano de aquel brazo que se adelanta para depositarla en medio de las olas. Yo veía desde lejos a Cádiz, y una viva emoción agitaba mi pecho. ¿Quién no se enorgullece de tener por cuna la cuna de la moderna civilización española? Ambos nacimos en los mismos días, pues al fenecer el siglo se agitó el seno de la ciudad de Hércules con la gestión de una cultura que hasta mucho después no se encarnó en las entrañas de la madre España. Mis primeros años agitados y turbulentos, fuéronlo tanto como los del siglo,   —250→   que en aquella misma peña vio condensada la nacionalidad española, ansiando regenerarse entre el doble cerco de las olas tempestuosas y del fuego enemigo. Pero en Febrero de 1810 aún no había nada de esto, y Cádiz sólo era para mí el mejor de los asilos que la tierra puede ofrecer al hombre; la ciudad de mi infancia, llena de tiernísimos recuerdos, y tan soberbiamente bella que ninguna otra podía comparársele. Cádiz ha sido siempre la Andalucía de las ondas, graciosa y festiva dentro de un círculo de tempestades. Entonces asumía toda la poesía del mar, todas las glorias de la marina, todas las grandezas del comercio. Pero en aquellos meses empezaba su mayor poesía, grandeza y gloria, porque iba a contener dentro de sus blancos muros el conjunto de la nacionalidad con todos sus elementos de vida en plena efervescencia, los cuales expulsados del gran territorio, se refugiaban allí dejando la patria vacía.

A las puertas de Cádiz comienzan los acontecimientos de mi vida que más vivamente anhelo contar. Estadme atentos, y dejadme que ponga orden en tantos y tan variados sucesos, así particulares como históricos. La historia al llegar a esta isla y a esta peña es tan fecunda, que ni ella misma se da cuenta de la multitud de hijos que deposita en tan estrecho nido. Trataré de que no se me olvide nada, ni en lo mío ni en lo ajeno. Para no perder la costumbre, comienzo por una aventura propia, en que nada tiene que ver la atisbadora   —251→   historia, pues hasta hoy no he tenido empeño en comunicarlo a nadie, ni aunque la comunicara, se inmortalizaría en láminas de bronce, y fue lo siguiente:

Un amigo mío portugués de los que habían venido de Extremadura con Alburquerque, rondaba cierta casa en la extremidad de la calle Larga donde algunos días antes viera entrar desconocida beldad, que él ponía por las nubes, siempre que tocábamos este punto. Sus paseos diurnos y nocturnos, en que mostraba un celo, una abnegación superiores a todo encomio, no dieron más resultado que ver al través de las apretadas verdes celosías, dos figuras, dos bultos de indeterminada forma, pero que al punto revelaban ser alegres mujeres por el sordo cuchicheo y las risas con que parecían festejar la cachaza de mi paseante amigo. Cuanto menos las veía, más acabadamente hermosas se le figuraban, y con la dificultad de hablarlas, crecía su deseo de poner fin gloriosamente a una aventura, que hasta entonces había tenido pocos lances. Una tarde quiso le acompañase yo en su centinela al pie de la reja, y tuve la suerte de que mi presencia modificara la monótona esquivez de las bellas damas, las cuales hasta entonces ni a billetes ni a señas, ni a miradas lánguidas habían contestado más que con las risas consabidas y los ceceos burlones. Figueroa había deslizado una esquela, y tuvo la indecible satisfacción de recibir respuesta en un billete que cayó, cual bendición del cielo, delante   —252→   de nosotros. En él decía la hermosa desconocida que estaba dispuesta a abrir la celosía para expresarle de palabra su gratitud por los amorosos rendimientos, y añadía que hallándose en un gran compromiso por causa de un suceso doméstico que no podía revelar, solicitaba para salir de él la ayuda del galán juntamente con la de su amigo.

Esto nos llamó grandemente la atención, y de vuelta al alojamiento para esperar la hora de las siete en que se nos había citado, hicimos mil comentarios sobre el suceso. Mientras mayor era el misterio, mayor también el anhelo de descifrarlo, y curiosos ambos por saber si íbamos a tener una sabrosa aventura o a ser objetos de una broma, acudimos por la noche al pie de la reja. En cuanto llegamos, abriose esta y una voz de mujer, cuyo acento aunque dulce no me pareció revelar persona de elevada clase, dijo a Figueroa con bastante agitación estas palabras:

-Señor militar, si es usted caballero, como creo, espero que no se negará a conceder a una desgraciada dama la generosa ayuda que solicita. Mi esposo el señor duque de los Umbrosos Montes duerme a estas horas; pero no puedo dejarle pisar a usted el recinto de este arcásar, que mi celoso dueño ha convertido en sepulcro de mi hermosura, en cárcel de mi libertad y en muerte de mi vida. El más leve rumor despertaría al fiel y sanguinario Rodulfo, paje de mi señor y carcelero mío. Pues verasté: mi honra depende de que al punto una persona   —253→   de confianza atraviese las saladas ondas y parta a Cádiz a llevar un recado urgentísimo, sin lo cual mi situación es tal que no esperaré a que venga la rosada aurora, para arrancalme la vida con un veneno de cien mortíferas plantas compuesto que tengo aquí en aquesta botellita.

Figueroa estaba perplejo y embobado, aunque algo dispuesto a tomar aquello en serio, y yo contenía la risa al considerar cómo se reían de nosotros las dos desconocidas; pero mi amigo aseguró estar resuelto a prestar a ambas cuantos servicios fáciles o difíciles quisieran pedirle, y entonces la misma que antes hablara, añadió:

-¡Oh!, gracias, invito militar; así lo esperaba yo de su galantería y caballerosidad nunca desmentida en mil y mil lances, cual lo prueban las voces de la fama que han traído a mis orejas sus hasañas. Bueno, pues verasté. Mi criada, que es esta guapa y gallarda donsella17, que a mi lado ve usted, y se llama Soraida18, irá a Cádiz en un frágil esquife que Perico el botero tiene preparado en el muelle; pero como es grande su cortedad, deseo vaya acompañada de ese vuestro leal amigo, que está ahí oyéndonos como un marmolejo.

Al punto dije que estaba dispuesto a acompañar a la doncella, y mi amigo, algo corrido con los discursos de su adorada beldad, no sabía qué contestar. La desconocida habló así con creciente afectación:

-¡Oh! Gracias, insine amigo del valiente   —254→   Otelo. Ya lo esperaba yo de su malanimidad19. Pues oigasté, señor militar. Mientras este fiel amigo va a Cádiz a acompañar a mi donsella20 en la difícil comisión que mi amenasado21 honor le encomienda, nosotros nos quedaremos aquí pelando la pava en este balcón; con lo cual, ¿usté22 se entera?, tendré ocasión de mostrarle el amoroso fuego que inflama mi pecho.

No había acabado de hablar, cuando abriéndose la puerta de la casa, apareció una mujer cubierta de la cabeza a los pies con espeso manto negro, la cual llegándose a mí y tomándome el brazo, me obligó a que rápidamente la siguiese, diciéndome:

-Señor oficial, vamos, que es tarde.

No tuve tiempo para oír lo que desde la ventana decía la desconocida al amartelado Figueroa, porque la dama, criada o lo que fuera, no me permitía detenerme y me impulsaba hacia adelante, repitiendo siempre:

-Señor oficial, siga usted. ¡Qué pesado es usted!... No mire usted atrás ni se detenga, que estoy de prisa.

Quise ver su rostro; pero se lo ocultaba cuidadosamente. Se conocía que trataba de contener la risa y disimular la voz. Era una mujer arrogante y que me revelaba con sólo el roce de su mano en mi brazo la alta calidad a que pertenecía. Desde su aparición había yo sospechado, que no era criada, y después de oírla y sentir el contacto de su vestido, ningún hombre se habría equivocado respecto a su clase. Yo estaba algo aturdido por lo inusitado   —255→   de la aventura, y una dulce confusión embargaba mi alma. Venían a mi mente indicios, recuerdos, y aquella mujer llevaba en los pliegues de su vestido una atmósfera que no era nueva para mí. Pero al principio ni aun pude formular claramente mis sospechas. La desconocida me llevaba rápidamente y andábamos a prisa por las calles del Puerto, hablando de esta manera:

-Señora, ¿insiste usted en ir a Cádiz por mar a estas horas?

-¿Por qué no? ¿Se marea usted? ¿Tiene usted miedo a embarcarse?

-Por bueno que esté el mar, el viaje no será cómodo para una dama.

-Es usted un necio. ¿Cree usted que yo soy cobarde? Si no tiene usted ánimo iré sola.

-Eso no lo consentiré, y aunque se tratara de ir a América en el frágil esquife de que hablaba la señora duquesa de los Umbrosos Montes...

La desconocida no pudo contener la risa, y el dulce acento de su voz resonó en mi cerebro, despertando mil ideas que rápidamente cambiaron en luz las oscuridades de mi pensamiento, y en certidumbre las nebulosas dudas.

-Adelante -exclamó al ver que me detenía-. Ya estamos en el muelle. El botero está allí. La marea sube y nos favorecerá; el mar parece tranquilo.

Callé y seguimos hasta el malecón. Era preciso bajar por una serie de piedras puestas en la forma más parecida a una escalera, y el   —256→   descenso no carecía de peligro. Tomé en brazos a mi compañera, y la bajé cuidadosamente al bote. Entonces ni pudo, ni quiso sin duda ocultarme su rostro, y la conocí. La fuerte emoción no me permitió hablar.

-¡Oh, señora condesa! -exclamé besándole tiernamente las manos-. ¡Qué felicidad tan grande encontrar a usía!...

-Gabriel -me contestó- ha sido realmente una felicidad que me hayas encontrado, porque vas a prestarme un gran servicio.

-Estoy destinado a ser criado de vuecencia en donde quiera que me halle.

-Criado no: ya esos tiempos pasaron. ¿Dónde has estado?

-En Zaragoza.

-¿Ves qué fácilmente se van ganando charreteras, y con ellas posición y nombre en el mundo? Entramos en unos tiempos en que los desgraciados y los pobres se encaramarán a los puestos que debe ocupar la grandeza. Gabriel, estoy asombrada de verte caballero. Bien, muy bien. Así te quería. No me habías dicho nada. ¿Por qué no me has buscado?... Ya no nos quieres.

-Señora, ¿cómo he de olvidar los beneficios que de vuecencia recibí? Estoy confundido al ver que nuevamente, y cuando menos lo esperaba, se digna usía servirse de mí.

-No bajes tanto, Gabriel; han cambiado las cosas. Tú no eres el mismo; no te conozco. Me ves, me hablas, ¿y no me preguntas por Inés?

  —257→  

-Señora -exclamé anonadado- no me atreví a tanto. Veo que vuecencia ha cambiado más que yo.

-Tal vez.

-¿Inés vive?

-Sí, está en Cádiz. ¿Deseas verla? Pues no te apures; yo te prometo que la verás, la verás.

Diciendo esto, Amaranta se expresaba en un tono que me hacía comprender su anhelo de mortificar a alguien, al permitirme ver a su hija. Su benevolencia me tenía tan confundido, que ni aun acertaba a darle las gracias.

-¡En qué momento tan crítico para mí te me has aparecido, Gabriel! Un suceso que sabrás más tarde me obliga a ir a Cádiz esta noche, sola, sin que ninguno de mi familia lo sepa. Dios no me podía ofrecer compañero ni custodio más a propósito.

-Pero señora, ¿usía no considera que las puertas de Cádiz están cerradas a estas horas?

-Lo están para mí todas menos una. Por eso me aventuro en esta travesía que podría ser peligrosa. El jefe de guardia en la puerta de mar es amigo mío y me espera. Yo tenía el bote preparado. Estaba dispuesta a ir sola, y cuando te presentaste en la calle acompañando al oficial que nos rondaba, vi el cielo abierto. Gabriel, te juro que estoy contentísima de verte en la honrosa condición en que ahora te hallas. Así te deseaba yo. Pero chiquillo, ¿eres tú mismo?... ¡Pues no lleva sus charreteras como un hombre!... El muy zarramplín con ese uniforme, que le sienta bien, tiene aire de   —258→   persona decente... Vaya usted a hacer creer a la gente que has jugado en la Caleta... chico, bien, bien, así me gusta... qué bien te vendría ahora aquella farsa de tus abolengos... No me canso de mirarte, pelafustán... ¡qué tiempos estos! He aquí un gato que quiso zapatos y que se ha salido con ello... Te juro que eres otro. Inés no te va a conocer... ¡Qué a tiempo has venido! Estás muy bien, hijito... Desde que fuiste mi paje conocí tu corazón de oro... ¡Ay!, no te faltaba más que el forro, y veo que lo vas teniendo... Gabriel: creo que te alegras de verme, ¿no es verdad? Yo también. Cuántas veces he dicho: si ahora apareciese ese muchacho... Mañana te contaré todo. Chiquillo, soy la mujer más desgraciada de la tierra.

El bote avanzaba con la proa a Cádiz. El botero fijo en la popa llevaba el timón, y dos muchachos habían izado la vela latina, con la cual, merced al viento fresco de la noche, la embarcación se deslizaba cortando gallardamente las mansas olas de la bahía. La claridad de la luna nos alumbraba el camino: pasábamos velozmente junto a la negra masa de los barcos de guerra ingleses y españoles, que parecían correr al costado en dirección opuesta a la que seguíamos. Aunque el mar estaba tranquilo, agitábase bastante el bote, y sostuve con mi brazo a la condesa para impedir que se hiciera daño con las frecuentes cabezadas del barco. Los tres marinos no pronunciaron una sola palabra en todo el trayecto.

  —259→  

-¡Cuánto tardamos! -dijo Amaranta con impaciencia.

-El bote va como un rayo. Antes de diez minutos estaremos allá -dije al ver las luces de la ciudad reflejadas en el agua-. ¿Tiene vuecencia miedo?

-No, no tengo miedo -repuso tristemente- y te juro que aunque las olas fueran tan fuertes, que lanzaran el bote a la altura de los topes de ese navío, no vacilaría en hacer este viaje. Lo habría hecho sola, si no te hubieras aparecido como enviado del cielo para acompañarme. Cuando te vi, mi primera idea fue llamarte; pero luego mi criada y yo discurrimos la invención que oíste, para desorientar al hidalgo portugués. No quiero que nadie me conozca.

-La señora duquesa de los Umbrosos Montes estará a estas horas trastornando el seso de mi buen amigo.

-Sí, y lo hará bien. Si mi ánimo estuviera tranquilo, me reiría recordando la gravedad con que dijo las relaciones que le enseñé esta tarde. Hace poco, como se empeñara en galantearme un viajero inglés, Dolores quiso pasar por ama y yo por criada; pero él conoció al punto el engaño. No nos dejaba ni a sol ni a sombra, y no puedes figurarte las felices ocurrencias de mi doncella a propósito del caballero británico, de su aspecto tristón, de sus ardientes arrebatos y de su cojera. Era a ratos amable y fino, a ratos sombrío y sarcástico y se llamaba lord Byron.

  —260→  

-No es extraño que vuecencia enloqueciera a ese señor inglés. Pero ya llegamos, señora condesa, y el bote va a atracar en el muelle. Sale la guardia a darnos el quién vive.

-No importa; tengo pase. Di que llamen a D. Antonio Maella, jefe de la guardia.

Presentose el oficial, y nos dio entrada sin dificultad, abriéndonos luego la puerta, por donde pasamos a la plaza de San Juan de Dios. Mientras nos acompañaba hasta dicho punto, habló brevemente con Amaranta.

-Ya la esperaba a usted -dijo-. Las dos señoras marquesas tienen preparado su viaje para mañana, en la fragata inglesa Eleusis. Piensan establecerse en Lisboa.

-Su objeto es alejarse de mí -repuso Amaranta-. Felizmente he tenido aviso oportuno, y me parece que llego a tiempo.

-Tan callado tenían el viaje, que yo mismo no lo he sabido hasta esta tarde por el capitán de la fragata. ¿Piensa usted partir también con ellas?

-Partiré si no puedo detenerlas.

Al decir esto, la condesa, sin perder tiempo en contestar a los cumplidos y finezas del oficial, tomó mi brazo, y obligándome a tomar paso algo vivo, me dijo:

-Gabriel, no nos detengamos. ¡Cuán inquieta estoy!... Ya te lo contaré todo después. Figúrate que después de que me hacen vivir como en destierro, separada de lo que más amo en el mundo... ¿qué te parece? Dios mío, ¿qué he hecho yo para merecer tal castigo?... Pues   —261→   sí... Después que me obligan a vivir allá... Te diré... hasta se han empeñado en hacerme pasar por afrancesada... Y todo ¿por qué?, dirás tú... Pues nada más sino porque... andemos más a prisa... porque me opongo a que la hagan desventurada para siempre... Mi tía no tiene sensibilidad, y nuestra parienta la de Rumblar tiene un rollo de pergaminos en el sitio donde los demás llevamos el corazón. Además, con los vidrios verdes de sus espejuelos no ve más que dinero... Gabriel, etiqueta y soberbia en un lado, soberbia y avaricia en otro... No puedes figurarte cuán apenadas y tristes están las tres pobres muchachas... Y ahora quieren llevárselas a Lisboa... ¿qué dices tú a eso?... Todo por alejar a Inés de mí... ¡Con cuánto secreto han preparado el viaje!... ¡Con qué habilidad me confinaron en el Puerto, haciendo llegar a los individuos de la Junta falsas noticias acerca de mí! Por fortuna soy amiga del embajador inglés, Wellesley... que no... Pues sí, mi tía y yo nos disputamos ardientemente el dirigir a la pobre Inés hacia su mejor destino... ella va por una senda, yo por otra... lo que yo quiero es más razonable; y si no, dime tu parecer... Pero ya hablaremos mañana. ¿Te quedarás en la Isla o vendrás a Cádiz? Espero que nos veremos, Gabrielillo. ¿Te acuerdas cuando eras mi paje en el Escorial y yo te contaba aquellas historias?

-Esos y otros recuerdos de aquel tiempo, señora -le respondí- son los más dulces de mi vida.

  —262→  

-¿Te acuerdas cuando te presentaste en Córdoba? -prosiguió riendo-. Entonces estabas algo tonto. ¿Te acuerdas de cuando en Madrid fuiste a casa con el padre Salmón?... ¿Te acuerdas de cuando te encontré en el Pardo vestido de duque de Arión?... Después me he acordado mucho de ti, y he dicho: «¡Dónde estará aquel desgraciado!...». No puedo creer sino que Dios te ha cogido por la mano para ponerte delante de mí... Ya llegamos.

Nos detuvimos junto a una casa de la calle de la Verónica.

-Llama a la puerta -me dijo la condesa-. Esta es la casa de una amiga mía de toda confianza.

-¿Vive aquí la señora marquesa? -pregunté tirando de la campanilla de la reja-. Esta casa no me es desconocida.

-Aquí vive doña Flora de Cisniega: ¿la conoces? Entremos. Se ven luces en la sala. Aún están en la tertulia; es temprano. Ahí estarán Quintana, Gallego, Argüelles, Gallardo y otros muchos patriotas.

Subimos y en un gabinete interior nos recibió el ama de la casa, en quien al punto reconocí una amistad antigua.

-¿Está aquí? -le preguntó con ansiedad la condesa.

-Sí; aunque se embarcan mañana de secreto, han venido esta noche sin duda para que yo no sospeche su determinación. Pero a mí no se me engaña... ¿va usted a la sala? Está muy animada la tertulia. ¡Ay!, amiga mía,   —263→   esta noche he ganado al monte una buena suma.

-No, no voy a la sala. Haga usted salir a Inés con cualquier pretexto.

-Está en coloquio tirado con el amable inglesito. Pero saldrá. Mandaré a Juana que la llame.

Después de dar la orden a su doncella, doña Flora me observó atentamente, queriendo reconocerme.

-Sí, soy Gabriel, señora doña Flora, soy Gabriel, el paje del Sr. D. Alonso Gutiérrez de Cisniega.

Doña Flora, no necesitando más, abalanzose a mí con todo el ímpetu de su sensible corazón.

-Gabrielillo, ¿es posible que seas tú? -exclamó chillonamente estrechándome entre sus brazos-. Estás hecho un hombre, un caballero... ¡Qué alto estás! Cuánto me alegro de verte... ya te he echado de menos... pero ¡qué buen mozo eres!... ¿Qué tal me encuentras?... Otro abrazo... ¡Ay!... ¿Por qué me dejaste?... ¡pobrecito niño!

Mientras era objeto de tan ardientes demostraciones de regocijo, sentí el rumor propio de un rápido movimiento de faldas hacia el corredor que conducía a la pieza donde estábamos.






 
 
FIN
 
 


Junio de 1874.