Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice




ArribaAbajo

Capítulo V

Deja Guzmán de Alfarache los estudios, vase a vivir a Madrid, lleva su mujer y salen de allí desterrados


Pues de bachiller en teología salté a maestro de amor profano, ya se supone que soy licenciado, y como tal podré con su buena licencia decir lo que conozco dél, y como tan buen praticante suyo. Si lo quisiésemos difinir, habiendo tantos dicho tanto, sería volver a repetir lo millares de veces dicho. Es el amor tan todo en todo, tan contrario en sus efectos, que, aunque más dél se diga, quedará menos entendido; empero diremos dél algo con los muchos. Es amor una prisión de locura, nacida de ocio, criada con voluntad y dineros y curada con torpeza. Es un exceso de codicia bestial, sutilísima y penetrante, que corre por los ojos hasta el corazón, como la yerba del ballestero, que hasta llegar a él, como a su centro, no para. Huésped que con gusto convidamos y, una vez recebido en casa, con mucho trabajo aun es dificultoso echarlo della. Es niño antojadizo y desvaría, es viejo y caduco, es hijo que a sus padres no perdona y padre que a sus hijos maltrata. Es dios que no tiene misericordia, enemigo encubierto, amigo fingido, ciego certero, débil para el trabajo y como la muerte fuerte. No tiene ley ni guarda razón. Es impaciente, sospechoso, vengativo y dulce tirano. Píntanlo ciego, porque no tiene medio ni modo, distinción o elección, orden, consejo, firmeza ni vergüenza, y siempre yerra. Tiene alas por su ligereza en aprehender lo que se ama y con que nos lleva en desdichado fin. De manera que sólo aquello que a ciegas aprueba, con ligereza lo solicita y alcanza. Y siendo sus efectos tales, para la ejecución dellos quiere que falte paciencia en esperar, miedo en acometer, policía en hablar, vergüenza en pedir, juicio en seguir, freno en considerar y consideración en los peligros.

Amé con mirar y tanta fue su fuerza contra mí, que me rindió en un punto. No fue necesario transcurso de tiempo, como algunos afirman y yerran. Porque como después de la caída de nuestros primeros padres, con aquella levadura se acedó toda la masa corrompida de los vicios, vino en tal ruina la fábrica deste reloj humano, que no le quedó rueda con rueda ni muelle fijo que las moviese. Quedó tan desbarat[ad]o, sin algún orden o concierto, como si fuera otro contrario en ser muy diferente del primero en que Dios lo crió, lo cual nació de la inobediencia sola. De allí le sobrevino ceguera en el entendimiento, en la memoria olvido, en la voluntad culpa, en el apetito desorden, maldad en las obras, engaño en los sentidos, flaqueza en las fuerzas y en los gustos penalidades. Cruel escuadrón de salteadores enemigos, que luego cuando un alma la infunde Dios en un cuerpo, le salen al encuentro pegándosele, y tanto, que con su halago, promesas y falsas apariencias de torpes gustos la estragan y corrompen, volviéndola de su misma naturaleza. De manera que podría decirse del alma estar compuesta de dos contrarias partes: una racional y divina y la otra de natural corrupción. Y como la carne adonde se aposenta sea flaca, frágil y de tanta imperfeción, habiéndolo dejado el pecado inficionado todo, vino a causar que casi sea natural a nuestro ser la imperfeción y desorden. Tanto y con tal extremo, que podríamos estimar por el mayor vencimiento el que hace un hombre a sus pasiones. Mucha es la fortaleza del que puede resistirlas y vencerlas, por la guerra infernal que se hacen siempre la razón y el apetito. Que, como él nos persuade con aquello que más conforma con la naturaleza nuestra, con lo que más apetecemos, y esto sea de tal calidad que nos pone gusto el tratarlo y deseo en el conseguirlo; y por el contrario, la razón es como el maestro, que, para bien corregirnos, anda siempre con el azote de la reprehensión en la mano, acusándonos lo mal que obramos: hacemos como los niños, huimos de la escuela con temor del castigo y nos vamos a las casas de las tías o de los abuelos, donde se nos hace regalo.

Desta manera siempre o las más veces queda, que no debiera, la razón avasallada de nuestro apetito. El cual, como tiene ya sobre nosotros adquirida tanta posesión y señorío, siendo el del torpe amor tan vehemente, tan poderoso, tan proprio de nuestro ser, tan uno y ordinario nuestro, tan pegado y conforme a nuestra naturaleza, que no es más propria la respiración o el vivir, síguese de necesidad ser lo más dificultoso de reprimir y el enemigo más terrible y el que con mayor poder y fuerzas nos acomete, asalta y rinde. Y aunque sea notoria verdad que teniendo la razón, como tiene, su antiguo y preeminente lugar, suele algunas veces impedir con su mucha sagacidad y valor que una repentina vista -aunque traiga pujanza de causas poderosas que la favorezcan a el mal- pueda con facilidad robar de improviso la voluntad, sacando a un hombre de sí; empero, por lo que tengo dicho, como el apetito y voluntad sean tan certeros, tan señores y enseñados a nunca obedecer ni reconocer superior, es facilísimo que, teniéndolos amor de su parte, haga cualesquier efectos, de la manera y según que mejor le pareciere. Y también porque siendo, como lo es, todo bien apetecible de su misma naturaleza y todo lo que se obra es en razón del bien que se nos representa o hallamos en ello, siempre deseamos conseguirlo, llegándolo a nosotros. Y si nos fuese posible, querríamos con el mismo deseo convertirlo en sustancia nuestra.

Resulta desto no ser forzoso ni necesario para que uno ame que pase distancia de tiempo, que siga discurso ni haga elección; sino que con aquella primera y sola vista concurran juntamente cierta correspondencia o consonancia, lo que acá solemos vulgarmente decir una confrontación de sangre, a que por particular influjo suelen mover las estrellas. Porque, como salen por los ojos los rayos del corazón, se inficionan de aquello que hallan por delante semejante suyo, y volviendo luego al mismo lugar de donde salieron, retratan en él aquello que vieron y codiciaron. Y por parecerle a el apetito prenda noble, digna de ser comprada por cualquier precio, estimándola por de infinito valor, luego trata de quererse quedar con ella, ofreciendo de su voluntad el tesoro que tiene, que es la libertad, quedando el corazón cativo de aquel señor que dentro de sí recibió. Y en el mismo instante que aqueste bien o aquesta cosa que se ama, se considera luego que aplica el hombre su entendimiento a tenerlo por sumo bien, deseándolo convertir en sí, se convierte en él mismo.

Síguese desto que aquellos mismos efetos que puede causar por largos tiempos, ganándose por continuación o trato, también se puedan causar en el instante que se causa esta complacencia del bien que nos figuramos. Porque como no sabemos o, por hablar lenguaje más verdadero, no queremos irnos a la mano y, por la corrupción de nuestra naturaleza, flaqueza de la razón, cativerio de la libertad y débiles fuerzas, deslumbrados desta luz, vamos desalados, perdidos y encandilados a meternos en ella, pareciéndonos decente y proprio rendirnos luego, como a cosa natural, y tanto, como lo es la luz del sol, el frío de la nieve, quemar el fuego, bajar lo grave o subir a su esfera el aire, sin dar lugar a el entendimiento ni consentir a el libre albedrío que, gozando de sus previlegios, usen su oficio, por haberse sujetado a la voluntad, que ya no era libre, y en cambio de contrastarla, le dan armas contra sí. Esto mismo le sucede a la razón y entendimiento con la misma voluntad. Que, cuando en la primera edad, en el estado de inocencia, eran señores absolutos los que gobernaban con sujeción y tenían en paz toda la fábrica, quedaron esclavos obedientes después del primer pecado y por ministros de aquella tiranía; luego son favorecidos del ciego y depravado entendimiento y, sedientos de su antojo, se abalanzaron de pechos por el suelo a beber las aguas de sus gustos; corren como halcones con capirotes ya por lo más levantado de los aires, ya por lo espeso de los bosques, no conociendo el venidero peligro ni temiendo el daño cierto. Así nunca reparan en distancia de tiempo que se les ponga delante, por la cual causa es el amor impaciente y hizo tales efectos en mí.

Volvíme a casar segunda vez muy con mi gusto y tanto, que tuve por cierto que nunca por mí se comenzara el tocino del paraíso y que fuera el hombre más bienaventurado de la tierra. Nunca me pasó por la imaginación considerar entonces que aquel sacramento lo debiera procurar para sólo el servicio y gloria de Dios, perpetuando mi especie, mediante la sucesión; sólo procuré la delectación. Menos di lugar a el entendimiento que me aconsejase de lo que él bien sabía, ni le quise oír; cerré los ojos a todos, despedí a la razón, maltraté a la verdad, porque me dijo que casando con hermosa era de necesidad haber de ofrecérseme cuidados, por haber de ser común. Últimamente, de mal aconsejado, conseguí con mi gusto un mal bien deseado: cegáronme dotes naturales, diéronme hechizos, gracia y belleza, tan proprio de mi esposa y sin algún artificio. Yerra el que piensa que pueda parecer algo bien con ajena compostura, pues lo ajeno se lo da y luego se lo vuelve, vuelve lo feo a quedarse con su fealdad.

Tuve días muy alegres: que los que no gozan de suegra, no gozan de cosa buena. Tratábame como a verdadero hijo, buscando por cuantas vías podía mi regalo. No trujo huésped bocado bueno a casa, que no me alcanzase parte, ni ella lo pudo haber, que no me lo comprase. Y como mi esposa trujo poca dote, tenía para hablar poca licencia y menos causa de pedirme demasías. Era moza, y tanto, que pude hacerla de mi voluntad. Tomé parientes que se honraban de mí por las ventajas que me reconocían. Que a quien los toma mejores, nunca le falta señores a quien servir, jueces a quien temer y dueños a quien ser forzosos tributarios. Mi suegra lo era mía y mi cuñada mi esclava, mi esposa me adoraba y toda la casa me servía. Nunca jamás, como aquel breve tiempo, me vi libre de cuidados. No eran otros los míos que comer, beber, dormir, holgar, y sin ser ni de solo un maravedí pechero, me bailaban delante todos, las bocas llenas de risa. Era danza de ciegos y yo lo estaba más, que los guiaba.

Dicen de Circes, una ramera, que con sus malas artes volvía en bestia los hombres con quien trataba; cuáles convertía en leones, otros en lobos, jabalíes, osos o sierpes y en otras formas de fieras, pero juntamente con aquello quedábales vivo y sano su entendimiento de hombres, porque a él no les tocaba. Muy al revés lo hace agora estotra ramera, nuestra ciega voluntad, que, dejándonos las formas de hombres, quedamos con entendimiento de bestias. Y como ya otra vez dije, nunca se vio mudanza de fortuna que no se acompañase de daños nunca presumidos ni pensados y siempre se nos finge a los principios blandísima y suave, para mejor despeñarnos con mayor pena. Pues la que se siente más es, en la falta de los bienes, acordarse de los muchos poseídos.

Dio la vuelta comigo, con mi mujer y toda su familia. Mi suegro, que haya buen siglo, aunque mesonero, era un buen hombre. Que no todos hacen sobajar las maletas ni alforjas de los huéspedes. Muchos hay que no mandan a los mozos quitar a las bestias la cebada ni a los amos les moderan la comida, que son cosas ésas que tocan más a mujeres, por ser curiosas. Y si algo desto hay, no tienen ellos la culpa ni se debe presumir esto de mi gente, por ser, como eran todos, de los buenos de la Montaña, hidalgos como el Cid, salvo que por desgracias y pobreza vinieron en aquel trato. Lo cual se prueba bien con lo siguiente. Porque, como él fuese tan honrado, tan amigo de amigos, inclinado a hacer bien, fió a un su compañero en cierta renta de diezmos. Algunos quisieron decir que la cebada y trigo la gastó en su casa, pero no lo creo, pues tan mal salió dello; salvo si no se perdió por pasar adelante con su honra, que, según decían después mi suegra, mujer y cuñada, fue hombre muy amigo de bien comer y que su mesa siempre tuviese abundancia, sus cubas generosos vinos y su persona bien tratada. Fue usufrutuario de su vida, que hay hombres cuyo Dios está en su vientre.

Yo conocí en Sevilla un hombre casi su semejante, aunque de poca honra, el cual trataba de sólo trasladar sermones y le pagaban a medio real por pliego. El cual, como lo hubiese menester para que me trasladase cierto proceso dentro de mi casa y se tardase mucho en volver a trabajar después de mediodía, diciéndole yo que cómo se había detenido tanto, me respondió que había ido muy lejos a comer. Pues, como yo le viese un hombre hecho pedazos, con más rabos que un pulpo, sin zapatos, calzas, capa ni sayo y tan pobre, pareciéndome que podría o debía comer en la taberna, le dije: «¿Pues no hay bodegones por aquí cerca, sin ir tan lejos?» Y respondióme: «Señor, sí hay; empero ninguno dellos tiene lo que yo como, ni lo dan en otro que adonde voy.» Quise por curiosidad saber qué comía y díjome: «Yo soy pobre hombre, como lo que gano y gano lo que puedo, para vivir mejor. En el bodegón adonde voy, saben ya que me tienen de dar una libreta de carnero merino castrado y para con él una salsa de oruga hecha con azúcar. Con esto paso el invierno; que el verano con una poca de ternera me basta.»

Digo de mi cuento que, como el compañero de mi suegro, faltase y [él] a cabo de pocos días falleciese, cuando se cumplió el plazo de la paga, vinieron a ejecutar a mi suegra por ella. Llevaron cuanto en toda la casa hallaron, que no faltó sino llevarnos a vueltas dello a mí y a mi mujer; empero ¡tanto monta!, pues dieron con las personas de patitas en la calle. Vímonos desbaratados, como quien escapa robado de cosarios. Recogímonos como pudimos a casa de un vecino. Y, como habían de dar los acreedores el mesón a quien mejor se lo pagase, no faltaron para él opositores. Que quien es de tu oficio, ése es tu enemigo. Nunca en los tales falta invidia: siempre les pesa del acrecentamiento del otro. Aquel mesón estaba de antes bien acreditado. Fueron echando pujas, queriéndolo cada cual para sí, sobre las de mi suegra, que también lo pretendía por su arrendamiento, como mujer que allí se había criado, y a sus hijas, y por su buena gracia estaba en él aparroquiada. Quedamos con él a pesar de ruines; mas tan subido de precio y por sus cabales, que apenas alcanzábamos un pan y sardinas, que toda la ganancia se la chupaba la renta, como una espongia, y tanto, que perecíamos con el oficio de hambre.

Cuando me vi tan apurado quise revolver sobre mí, valiéndome de mi filosofía, comenzando a cursar en Medicina como hijo de sastre; pero no pude ni fue posible, aunque continué algunos días y se me daba muy bien, por los famosísimos principios que tenía de la metafísica. Que así se suele decir que comienza el médico de donde acaba el físico y el clérigo de donde el médico. Todo mi deseo era si pudiera sustentarme hasta graduarme; mas era en vano. Aunque, para poderlo hacer, permití en mi casa juego, conversaciones y otras impertinencias, que todas me dañaron. Huí del perejil y nacióme en la frente. Mas parecióme que nada de aquello pudiera tocar a fuego y que bastaba la sola golosina y fuera como los cominos, que, colgados en un taleguillo en el palomar, a sólo el olor vinieran las palomas; empero sucedióme lo que a el confitero, que al sabor de lo dulce acudían las moxcas y se lo comían. A los principios disimulélo un poco, y poco basta consentir a una mujer para que se alargue mucho. Todo andaba de harapo. Comíamos, aunque limitadamente; mas ya las libertades entraban muy a lo hondo, perdían pie. Desmandábanseme ya, faltando el miedo y respeto. Mi reputación se anegaba, nuestra honra se abrasaba, la casa se ardía y todo por el comer se sufría. Callaba mi suegra, solicitaba mi cuñada, y, tres al mohíno, jugaban al más certero. Yo no podía hablar, porque di puerta y fui ocasión y sin esto pereciéramos de hambre. Corrí con ello, dándome siempre por desentendido, hasta que más no pude.

Los estudiantes podían poco, que nunca sus porciones tienen fuerzas para sufrir ancas y no había en todos ellos alguno que, rigiendo la oración, se hiciera nominativo, a quien se guardara respeto y acudiera con lo necesario. Pues mal comer, poco y tarde y por tan poco interés dar tanto, que siempre había de verme puesto en acusativo, como la persona que padece, no quise. Hice mi cuenta: «Ya no puede ser el cuervo más negro que sus alas. El daño está hecho y el mayor trago pasado; empeñada la honra, menos mal es que se venda. El provecho aquí es breve, la infamia larga, los estudiantes engañosos, la comida difícil. No sólo conviene mudar los bolos, empero hacerlo con mucha brevedad. Malo de una manera y peor de la otra. Vamos a lo que nos fuere más de provecho, donde, ya que algo se pierda, no seamos el alfayate de la esquina, que ponía hasta el hilo de su casa. No ha de arronjarse todo con la maldición: quédenos algo que algo valga, siquiera lo necesario a la vida, comer y vestido. Salgamos de aqueste valle de lágrimas antes que vengan las vacaciones, donde todo calme. Dejemos esta gente non santa, de quien lo que más en grueso se puede sacar es un pastel de a real o dos pellas de manjar blanco y, cuando dan para ello, no se van de casa hasta comerse la mitad. Si sus madres les envían un barril de aceitunas cordobesas, cumplen con darnos un platillo y nos quiebran los ojos con dos chorizos ahumados de la montaña. No, no, eso no, que nos tiene más de costa.»

Yo sabía ya lo que pasaba en la corte. Había visto en ella muchos hombres que no tenían otro trato ni comían de otro juro que de una hermosa cara y aun la tomaban en dote; porque para ellos era una mina, buscando y solicitando casarse con hembras acreditadas, diestras en el arte, que supiesen ya lo que les importaba y dónde les apretaba el zapatillo. Vía también las buenas trazas que tenían para no quedar obligados a lo que debieran, que, cuando estaba tomada la posada, o dejaban caer la celogía o ponían en la ventana un jarro, un chapín o cualquier otra cosa, en que supiesen los maridos que habían de pasarse de largo y no entrasen a embarazar. A mediodía ya sabían que habían de tener el campo franco. Entraban en sus casas, hallaban las mesas puestas, la comida buena y bien prevenida y que no habían de calentar mucho la silla, porque quien la enviaba quería venirse a entretener un rato. Y a las noches, en dando las Avemarías, volvían otra vez, dábanles de cenar, íbanse a dormir solos, hasta que se les hiciese horas a sus mujeres de irse con ellos a la cama. Y acontecía detenerse hasta el día, porque iban a visitar a sus vecinas. En resolución, ellos y ellas vivían con tal artificio que, sin darse por entendidos de palabra, sabían ya lo que había cada uno de poner por la obra. Y estos tales eran respetados de sus mujeres y de las visitas, a diferencia de otros, que sin máscara ni rodeo pasaban por ello y aun lo solicitaban, llamando y trayendo consigo a los convidados, comiendo en una mesa y durmiendo en una cama juntos.

Yo conocí uno que, porque un galán de su mujer se amancebó con otra, se fue a él y diciéndole que por qué faltas que le hubiese hallado había dejádola, le dio de puñaladas, aunque no murió dellas. Estos tales van al bodegón por la comida, por el vino a la taberna y a la plaza con la espuerta. Pero los más honrados basta que dejen la casa franca y se vayan a la comedia o al juego de los trucos, cuando acaso les faltan las comisiones. No hiciera yo por ningún caso lo que algunos, que cuando en presencia de sus mujeres alababan otros algunas buenas prendas de damas cortesanas, les hacían ellos que descubriesen allí las suyas, loándoselas por mejores. Mas en cuanto una tácita permisión sin género de sumisión, ésa ya yo estaba dispuesto a ella.

Cogí mi hatillo, que todo era el del caracol, que cupo en una caja vieja bien pequeña y, metida en un carro, sentados encima della nos venimos a Madrid, cantando «Tres ánades, madre». Venía yo a mis solas haciendo la cuenta: «Comigo llevo pieza de rey, fruta nueva, fresca y no sobajada: pondréle precio como quisiere. No me puede faltar quien, por suceder en mi lugar, me traiga muy bien ocupado. Un trabajo secreto puédese disimular a título de amistad, ahorrando la costa de casa. Y ganando yo por otra parte, presto seré rico, tendré para poner una casa honrada donde reciba seis o siete huéspedes que me den lo necesario bastantemente, con que pasaremos. Yo tengo todas aquellas partes que importan para cualquier negocio que de mí quieran fiar. Para fuera soy solícito y para en casa sufrido. Iré cobrando crédito y, en teniendo colmada la medida de mi deseo, alzaréme a mayores, pondré mi trato, sin que sea necesario tener otros achaques.» Venía mi esposa con el mejor vestido de los que tenía y un galán sombrerillo con sus plumas y, fuera dellas, ¡maldito el caudal!, ni aun cañones, que [no] teníamos otros, ecepto la guitarra.

Cuando a la corte llegamos, luego a el instante, antes de bajar los pies en el suelo, corrió la fama de la bienvenida. Hizo reseña con su hermosura. Llegósele la gente, y el que más por entonces mostró desearnos acomodar fue un ropero rico de la calle Mayor, que, preguntándonos de dónde veníamos y adónde caminábamos, cuando le dije que allí no más y que no teníamos posada cierta, profesando querernos hacer amistad, nos llevó a la de una su conocida, donde nos hicieron todo buen acogimiento: no por el asno, sino por la diosa. El buen ropero dijo que vendríamos muy cansados de la mala noche y del camino y, pues no teníamos quien luego nos trujese lo necesario, descuidásemos dello, que con su criado lo enviaría. Hízonos aquel día traer de comer gallardamente de casa de un figón que allí lo tenía siempre bien prevenido, y veislo aquí donde viene a la tarde, donde ya, después de cumplimientos y comedimientos, le pregunté que cuánto había gastado. Respondióme ser todo una miseria, que deseaba servirme cuando se ofreciese ocasión en cosas de más calidad y que de aquélla no había que hacer caso. Hízose como del corrido en que se le tratase dello, empero yo porfiaba en que había de recebir el costo; que fuese lo que es amistad, amistad, y el dinero, dinero. Así me vino a decir que todo había costado solos ocho reales. Díselos. Mas, porque no saliesen de casa, comencé a usar de mi oficio, que, tomando la capa, dije que me importaba ir a visitar a cierto amigo. Dejélos en buena conversación en el aposento de la huéspeda y fuime a pasear hasta la noche. Cuando volví, ya estaba la mesa puesta, la cena guisada y todo tan bien prevenido, como si para ello le hubiera quedado a mi mujer mucho dinero. No le hablé palabra ni pregunté de dónde había venido ni quién lo había enviado, tanto porque no me convenía, cuanto porque la huéspeda dijo que habíamos de ser aquella noche sus convidados. Fuelo también el señor de la ropería y desde aquella cena quedamos muy grandísimos amigos.

Veníanos a visitar, llevábanos a holguras, a cenar al río, a comer en quintas y jardines, las tardes a comedias, dándonos aposento y muy buena colación en él, con que fuemos pasando un poco de tiempo. Y aunque verdaderamente hacía el hombre cuanto podía y nada nos faltaba, ya se me hacía poco, porque había quien lo quería sacar de la puja. Yo sabía que las mujeres de buen parecer son como harina de trigo: de la flor, de lo más apurado y sutil della se saca el pan blanco regalado que comen los príncipes, los poderosos y gente de calidad; el no tal, que sale del moyuelo, del corazón y algo más moreno, come la gente de casa, los criados, los trabajadores y personas de menos cuenta; y del salvado se hace pan para perros o lo dan a los puercos. La hermosa y de buena cara, luego que llega en alguna parte donde no es conocida, lo primero se llevan los mejores del pueblo, los principales ricos dél y los que son señores o más valen. Luego entran, cuando ya éstos están hartos, los plebeyos, los hijos de vecinos y gente que con un cantarillo de arrope por vendimias, una carga de leña por Navidad, una cestilla de higos por el tiempo, pagan salario para todo el año, como al médico y barbero. Mas, en pasando destos, anda ladrada de los perros, no hay zapatero de viejo que no les acometa ni queda cedacero que no las haga bailar al son de la sonaja.

Ya le había dado un vestido de azabachado negro, guarnecido de terciopelo, con un manteo de grana, guarnecido con oro. Teníamos cama, bufete y sillas. Y, no supe de dónde, se habían comprado cuatro buenos guadamecíes. La casa estaba que, con pocos trastos más, pudiéramos matar por nosotros. La huéspeda nos desollaba, pareciéndole que también había de meter sopa y mojar en la miel por sólo la permisión que ponía de su parte. Y aquesto no era lo que yo buscaba ni me venía bien a cuento. Tampoco el señor; porque solicitaba la cátedra otro mejor opositor de más provecho. Y, aunque conozco que procedía en su trato como ropavejero de bien, es caso muy distinto del mío, que hoy daré por tres lo que mañana no por diez. El tiempo es el que lo vende y no es a propósito que sea hombre de bien uno, si yo lo he menester para otro. Porque importa poco que sea buen músico el sastre para hacer un vestido, ni el médico que trata de mi salud, que sea famoso jugador de ajedrez. Dinero y más dinero era el que yo entonces buscaba, que no bondades ni linajes.

Lo que no era de mucho provecho me causaba mucho enfado. No solamente me contentaba con el sustento y vestido necesario, sino con el regalo extraordinario. Que comprasen a peso de oro la silla que se les daba, la conversación que se les tenía, el buen rostro que se les hacía, el dejarlos entrar en casa y sobre todo la libertad que les quedaba en saliendo yo della. Y esto no podía hacer nuestro buen hombre. Queríanos llevar por el canto llano, que comenzó cuando al principio nos conoció, como si fuera imposición de censo perpetuo, que había siempre de pasar de una misma forma. Ya yo sabía quién con exceso de ventajas era más benemérito y más a mi cuento; empero poníaseme sólo por delante la diferencia que hace tienes a quieres, haberle yo de ir a dar a entender que gustaría de su amistad. Bien sabía y me constaba que la deseaba; mas era estranjero y no se atrevía. Pues acometerle yo fuera estimarnos en poco; dejar a el otro también fuera locura. Porque mejor es pan duro, que ninguno. Ni osaba tomar ni dejar. Desta manera fui algunos días pasando diestramente, hasta ver el mío. Acudía de ordinario a las casas de juego, ya jugando, ya siendo tomajón, pidiendo a mis amigos y conocidos del tiempo pasado, y lo que me daban o juntaba esperaba ocasión y, cuando el ropero estaba en casa, dábaselo a mi mujer para el gasto, por no darle a entender mi flaqueza y que consentía sus visitas por el sustento y, en apartándose de allí, luego a mi mujer le pedía dineros para jugar y volvíamelos a dar y aun otros muchos. De manera que siempre fui para con él señor de mi voluntad, sin darle alguna entrada por donde pudiera perdérseme respeto.

Andaba el estranjero por su parte bebiendo vientos, haciendo grandísimas diligencias por ganarnos la voluntad, y nosotros cada uno entre sí por tener la suya, conociendo las ventajas que se habían de seguir; mas, como yo por mi parte recataba mi casa de algún desastre, temí no la hollasen dos a la par. Que ni sufrió dos cabezas un gobierno ni se anidaron bien dos pájaros juntos en un agujero. Y tampoco mi mujer se atrevía, por no juntar cuadrillas ni ser común de tres, hasta que ya, viendo lo bien que a cuento nos venía y que cuanto el ropero aflojaba la cuerda, el extranjero apretaba más en su negocio, que andaban los presentes, joyas, dineros y banquetes en buen punto, alcéme a mayores, diciendo que no me hallaba en disposición de pagar posada pudiendo sustentar casa.

Con esto apartamos el rancho y puse mi tienda. El estranjero me hacía mil zalemas y yo a el ropero la cara de perro. Tanto cuanto el uno me llevaba tras de sí, procuraba ir sacudiendo a el otro de mí, hasta que ya cansado dél, vine a decirle que, si me había pasado a casa sola, era por sólo ser el señor della y andar a mi gusto, si vestido o si desnudo. Que me hiciese merced en visitarme a tiempos que le pudiese bien recebir, y no cuando tuviese forzosa ocupación en mis negocios. Porque yo ni mi mujer podíamos estar siempre dispuestos ni emballestado[s], esperando visitas. El hombre lo sintió de manera que nunca más volvió a cruzarme los umbrales, ecepto por tercerías de su amiga, huéspeda que había sido nuestra, y allá se vían en achaque de visita, de mil a mil años, cuando podía escaparse. Acá nuestro estranjero, como anduvo tan manirroto y liberal, fueme forzoso mostrarme de buen semblante, porque iba de portante y, según llevaba el paso, presto saliéramos de muda. Y así fue. Porque, como mi mujer le fuese haciendo buen rostro, viéndose sola, estimaba él en tanto cualquier pequeño favor, que la pagaba con peso de oro. Dímonos por amigos, convidóme a su casa y, pidiéndome licencia, envió a la mía muchos y muy buenos platos, de los manjares que sirvieron a n[u]estra mesa. Y con secreta orden a los criados que los llevaban, que no los volviesen y que allá los dejasen, aunque todos eran de plata. No me pesaba dello; empero pesábame que tan al descubierto se hiciese, pues no hay hombre tan leño que no entienda que, cuando aquesto se hace, no es a humo de pajas ni por sus ojos bellidos.

Galana cosa es que un poderoso regale a mi mujer y que no haya yo de conocer el fin que lleva. Holgábame yo: todos hacen lo mismo. No dice verdad quien dice que le pesa, que, si le pesara, no lo consintiera. Si me holgaba dello y consentía que mi mujer lo recibiera; si la dejé salir fuera y gusté que, cuando volviese, viniese cargada de la joya, del vestido nuevo, de las colaciones, y mi desvergüenza era tanta, que las comía y con todo lo más disimulaba: lo mismo hacen ellos. No quieran o piensen cargarme las cabras y salirse afuera, que les prometo que los entiendo y los entienden. Y aun es lo peor que cuando me vían ir por la calle muy galán con el cintillo en el sombrero de piezas y piedras finísimas, me decían a las espaldas y aun tan recio que pude bien oírlo: «¡Bellos pitones lleva Guzmán, bien se le lucen!» Y algunos de los que me lo decían quizás me lo envidiaban y otros no se los vían; pero víanselos a ellos.

Nuestro estranjero compró nuestra libertad y tenía tanta, que ya en mi posada no se hacía otra sino la suya. Pero yo siempre sustenté mis trece, llevándolo en amistad, haciéndome del honrado. Como la espuma crecían los bienes en mi casa, colgaduras de invierno y verano, tapices de Bruselas, brocateles adamascados, camas de damasco, pabellones, colchas, alfombras, almohadas del estrado y otros muebles dignos de un señor. Pues la mesa que tuve y casa que sustenté no creo que bastaran dos mil ducados a el año. Y cuando me daba gusto volver loco a el patrón cuando habíamos comido -que lo solía hacer algunas veces, en especial días de fiesta- mandaba yo sacar sobremesa la guitarra y decíale a mi mujer:

-Por tu vida, Gracia, que nos cantes un poco.

Que de otra manera por maravilla la tomaba en mi presencia en cantar. Que, aunque sabía que yo lo entendía y nada ignoraba, guardábame siempre mucho aquel decoro, recatábase cuanto podía de que yo viese cosa de que me afrentase y quedase obligado a la demonstración del sentimiento.

Cada uno de nosotros nos entendíamos y los unos a los otros, no dándonos por entendidos ni dello jamás tratábamos. Al buen señor le gastábamos muchos de los bellos escudos. Yo me trataba como un príncipe. Rodaban por la casa las piezas de plata, en los cofres no cabían las bordaduras y vestidos de varias telas de oro y seda, los escritorios abundaban de joyas preciosísimas. Nunca me faltó qué jugar, siempre me sobró con qué triunfar. Y con esto gozaban de su libertad. Porque, como yo sintiese que no convenía entrar en casa -lo cual sabía por ver que tenía cerrada la puerta-, pasaba de largo hasta parecerme hora. Y, viendo que la tenían abierta, era señal que pasaban el tiempo en buena conversación: entrábame allá y parlábamos todos.

¿Ves toda esta felicidad, esta serenidad y fresco viento? ¿Ves aquesta fortuna favorable, risueña y franca? Pues no sucedió menos, que como todo lo más en que tuve malos medios. Ni creo que alguno pueda escaparse sin borrascas tales de cuantos navegaren este océano. A la fama de tanta hermosura y de tanta licencia, la tomaron algunos príncipes y caballeros que olieron la boda. Paseos van, recabdos vienen; aunque nunca, según creo, se les hizo amistad ni se dio causa con que nuestro dueño se ofendiese. Con todo eso, viéndose perseguido y conquistado de otros más poderosos en hacienda, linaje y galas, andaba celosísimo, perdía el juicio. Quiso a los principios esforzarse a competir con ellos, haciendo franquezas extraordinarias, con dádivas de mucho precio, que importaron millares de ducados; mas cuando vio que no podía pleitear contra tanto poder ni resistir a tanta fuerza sin hacérsela nadie, sin causa y sin más de su consideración, se fue retirando de sol a una sombra. ¡Qué de veces consideraba yo este necio, qué despepitado iba en seguimiento de una torpeza, con tan estraña costa y tanto sobresalto! Reíame dél y de su poco entendimiento, como si una de las criadas de mi casa llegara pidiéndole cualquiera cosa de mucho valor, se la diera con mucho gusto y, si acaso llegara un pobre a pedirle medio real por Dios, lo negara.

Todos tuvimos nuestro pago. El señor a quien servimos, por enriquecernos quedó pobre; nosotros por mal gobierno no fuimos ricos y juntos dimos en el suelo. El hombre comenzó a huir y los otros a perseguir. Que cuanto tienen de señores los que lo son, tanto tienen de libres en lo que pretenden. Sobre todo quieren que por su sola persona se les postre todo viviente. Quisiérales yo decir o preguntar: «¿Señor, qué te debo, qué me das, de qué me vales, para que quieras que te sirva con obras, palabras y pensamientos?» Y sobre todo, ya con lo que malpagan, también maltratan con una sequedad, con una soberbia, como si fuera deuda por que me pudieran ejecutar.

Su licencia fue tanta, su trato tal, que a pocos días dimos en manos de la justicia. Supo lo que pasaba un ministro grave y hizo como cuando asentó el león compañía con los más animales, que, habiendo cazado un ciervo, lo adjudicó todo para sí. Desta manera se levantó con ello y para hacerlo con un poco de buen color, comenzó con un poco de estruendo, como que nos quería hacer una causa. Yo, cuando lo supe, acudí a él, formando quejas de semejante agravio, haciéndome de los godos. Y él, que otra cosa no deseaba, me hizo todo buen acogimiento, sentóme a par de sí, preguntáme de qué tierra era. Díjele que de Sevilla.

-¡Oh -dijo-, de Sevilla, la mejor tierra de todo el mundo!

Comenzóme a tratar della, engrandeciéndome sus cosas, como si de aquello me resultara honra o provecho. Preguntóme que quiénes habían sido allí mis padres. Y cuando se los nombré dijo haber sido sus grandes amigos y conocidos. Refirióme cierto pleito que, siendo él allí juez, había sentenciado en su favor, y díjome que tenía por cierto aún ser mi madre viva, porque la conoció mucho en sus mocedades. Tanto me dijo, que sólo le faltó hacerme su deudo muy cercano.

Harto lo esperaba yo, cuando tan particulares cosas me decía y señas me daba, y entre mí decía: «¡Todo lo pueden los poderosos!» Y acordéme de cierto juez que, habiendo usado fidelísimamente su judicatura y siendo residenciado, no se le hizo algún cargo de otra cosa que de haber sido humanista. Lo cual, como se le reprehendiese mucho, respondió: «Cuando a mí me ofrecieron este cargo, sólo me mandaron que lo hiciese con rectitud y así lo cumplí. Véase toda la instrución que me dieron y dónde se trata en ella de que fuese casto y háganme dello cargo.» De manera que, porque no lo llevan dicho expresamente, les parece que no van contra su oficio, aunque barran todo un pueblo. Como lo hizo cierto juez que, habiendo estrupado casi treinta doncellas y entre ellas una hija de una pobre mujer, cuando vio el daño hecho, le fue a suplicar que ya, pues la tenía perdida, se la diese, por que no se divulgase su deshonra. Y sacando él un real de a ocho de la bolsa, le dijo: «Hermana, yo no sé de vuestra hija. Veis ahí esos ocho reales. Decidlos de misas a San Antonio de Padua, que os la depare.» Ahora bien, mas yo no sé a quién esto le parece bien; pierdo el seso del poco castigo que se hace por delitos tan graves.

Mandóme ir a mi casa, ofreciéndose de hacerme mucha merced y que tendría mucha cuenta con lo que se me ofreciese. Que bastaba ser de Sevilla y hijo de tales padres, para que con muchas veras acudiese a mis negocios. Con esto me volví, y a pocos días, estábamos a solas mi mujer y yo, bien descuidados, veis aquí una noche que andaba de ronda, se llegó a nuestra puerta y haciendo llamar a ella preguntaron por mí, pidiendo para su merced un jarro de agua. Entendíle la sed que traía. Supliquéle con instancia que me hiciera merced en beberla sentado. Él no deseaba otra cosa. Entró y, dándole una silla, le sirvieron una poca de conserva, con que bebió. Comenzó la conversación de que venía cansadísimo y que había visto aquella noche mujeres muy hermosas, empero que ninguna tanto como la mía. Dijo que la loaban mucho de buena voz. Yo le dije que pidiese la vihuela y, pues dello gustaba su merced, que cantase alguna cosa. Hízolo sin algún melindre, pareciéndonos a entrambos que sería de mucha importancia tener granjeado un tan buen personaje por amigo, para lo que allí se nos pudiese ofrecer. El hombre quedó pasmado de verla y oírla y, cuando se quiso ir, me mandó que lo visitase a menudo. Despidióse y quedámonos tratando de cosas pasadas y cómo para las venideras nos venía tan a buen propósito aquel favor, con quien seríamos tenidos y temidos.

Yo lo visité algunas veces y uno de los días que iba más descuidado de cosa que me lo pudiera dar, me dijo que, pues él estaba vivo, ¿por qué no quería con su calor tratar de alguna comisión que me fuese honrosa y provechosa? Respondíle que le besaba las manos por merced semejante, mas que, por no cansarlo, no habiendo en algo servido, no trataba dello. Entonces, vendiéndome las amistades de mis padres -aunque más era por ganar la de mi mujer-, me ofreció una comisión, diciendo que me sería muy provechosa. Dile por ello las gracias, que fueron principio de todas mis desgracias. Porque dentro de dos días me puso los papeles en la mano, con orden a que fuese a hacer cierta cobranza por el Consejo de la Hacienda, la cual sacó pidiéndola para mí de un su grande amigo que asistía en aquel tribunal, diciendo serlo yo mucho suyo y persona benemérita, digna de cosas muy graves, cual se vería por la buena satisfación que daría de mi persona y negocios. Cuando la tuve despachada, salí de mi casa bien contra mi voluntad, porque llevaba ochocientos maravedís de salario. Y para quien como yo estaba tan mal acostumbrado a buena mesa, no tenía para comenzar a comer con ellos, cuanto más para poder ahorrar que traer o enviar a mi casa. Empero érame ya forzoso hacerlo. Callé y tomélo, por escusar mayores daños. Partíme y perdíme. Porque le pareció a el señor que con mercedes ajenas había de ganar esclavos que le sirviesen y que de aquellos ochocientos maravedís pudiera repartir con mi mujer, sustentándose ambas casas, y aquello nos bastaba por paga, con que no sólo había de ser franco de pecho y de todo derecho, empero que no se había de mirar a el sol ni recebir visita más de la suya.

Quiso ser tan juez de mis cosas y apretarlas tanto, que morían de hambre, iban cada día vendiendo las alhajas para el sustento. No le pareció buena cuenta ni aun razonable a mi huéspeda ser mucha la sujeción y poca la provisión. Comenzó a rozarse la prima. También falseaba la tercera, que era una su grande amiga, porque pensó sacar deste mercado muy buenas ferias. Y cuando el señor sintió la mala consonancia, pareciéndole que con mi presencia se remediaría todo, hizo que no me diesen más prorrogaciones y que me mandasen venir a dar cuenta de lo hecho. Hiciéronlo y volví de mejor gana de la con que fui, porque volví empeñado y hallé mi casa gastada. Él creyó que mi presencia fuera parte para el remedio de su gusto; y salióle al revés, porque con mi presencia creció el gasto y la libertad para poderlo hacer. Hallóse rematado, sin saber cómo mejor negociar. Y pareciendo que ninguna cosa ya haría tanto al caso como el rigor, para cogernos por seca, cruzadas las manos y que con lágrimas le fuésemos a pedir misericordia, trató con sus compañeros de hacernos desterrar y así nos lo notificaron.

Yo hice mi cuenta: «Este señor lo pretende ser tanto, que quiere que yo le sustente la casa y el gusto, vendiendo lo que con muchas afrentas y trabajos he adquirido. Pues quedar no puedo, si me falta la libertad con que ganarlo, menos mal será obedecer. Que, aunque para nosotros es duro, para él será doloroso. Si nos quebramos un ojo, le sacamos a él dos, pues le falta la cuenta que hizo y le sale a el revés el pensamiento.» Demás desto, al fin de aquel año se cumplían los diez en que había de pagar a mis acreedores. Vínome todo a cuenta. Ya yo sabía estar mi madre viva. Hice alquilar un coche para nuestras personas y dos carros para llevar la hacienda y gente, dejando la corte y cortesanos. Pareciéndonos de más importancia los peruleros, calladamente me vine a Sevilla.




ArribaAbajo

Capítulo VI

Llegaron a Sevilla Guzmán de Alfarache y su mujer. Halla Guzmán a su madre ya muy vieja, vásele su mujer a Italia con un capitán de galera, dejándolo solo y pobre. Vuelve a hurtar como solía


Como los que se escapan de algún grave peligro, que pensando en él siempre aún les parece no verse libres, me acuerdo muchas veces y nunca se me olvida mi mala vida -y más la del discurso pasado-, el mal estado, poca honra, falta de respeto que tuve a Dios todo aquel tiempo que seguí tan malos pasos. Admirándome de mí, que fuese tan bruto y más que el mayor de los hombres, pues ninguno de todos los criados en la tierra permitieran lo que yo: haciendo caudal de la torpeza de mi mujer, poniéndola en la ocasión, dándole tácita licencia y aun expresamente mandándole ser mala, pues le pedía la comida, el vestido y sustento de la casa, estándome yo holgando y lomienhiesto. ¡Terrible caso es y que pensase yo de mí ser hombre de bien o que tenía honra, estando tan lejos della y falto del verdadero bien! ¡Que por tener para jugar seis escudos, quisiese manchar los de mis armas y nobleza, perdiendo lo más dificultoso de ganar, que es el nombre y la opinión! ¡Que, profanando un tan santo sacramento, usase de manera dél que, habiendo de ser el medio para mi salvación, lo hiciese camino del infierno, por sólo tener una desventurada comida o por un triste vestido! ¡Que me pusiese a peligro que a espalda vuelta y aun rostro a rostro, me lo pudiesen dar por afrenta, obligándome a perder por ello la vida!

Que un hombre no pueda más, que lo sepa y disimule, o por el mucho amor o por el mucho dolor o por no dar otra campanada mayor, no me admira. Y no solamente pudiera no ser esto vicio; mas virtud y mérito, no consintiéndolo ni dando favor o entrada para ello. Mas que, como yo, no sólo gustaba dello, mas que, si necesario era, les echaba, como dicen, la capa encima, no sé si estaba ciego, si loco, si enhechizado, pues no lo consideraba, o cómo, si lo consideré, no le puse remedio, antes lo favorecía. ¡Oh loco, loco, mil veces loco! ¡Qué poco se me daba de todo, sin reparar en lo mal que se compadecían honra y mujer guitarrera ni que diese solaz a otros que a mí con ella! Suelen los hombres para obligar a las damas darlas músicas y cantarles en las calles; pero mi mujer enamoraba los hombres yéndoles a tañer y a cantar a sus casas. Bien claro está de ver que tales gracias de suyo son apetecibles. ¿Pues cómo, convidando con ellas, no me las habían de codiciar? ¿Qué juicio tiene un hombre que a ladrones descubre sus tesoros? ¿Con qué descuido duerme o cómo puede nunca reposar sin temor que no se los hurten? ¡Que fuese yo tan ignorante, que, ya que pasaba por semejante flaqueza, viniese por interés a dar en otra mayor, loar en las conversaciones en presencia de aquellos que pretendían ser galanes de mi esposa, las prendas y partes buenas que tenía, pidiéndole y aun mandándole que descubriese algunas cosas ilícitas, pechos, brazos, pies y aun y aun... -quiero callar, que me corro de imaginarlo- para que viesen si era gruesa o delgada, blanca, morena o roja! ¡Que ya todo anduviese de rompido, que aquello que en otro tiempo abominaba, con el uso y frecuentación se me hiciese fácil y entretenimiento! ¡Que le consintiese visitas y aun se las trujese a casa y, dejándolas en ella, me volviese a ir fuera, y sobre todo quisiese hacerlos tontos a todos, para que me diesen a entender que creían ser aquello bueno y lícito, siendo depravado y malo! ¡Que la hiciese salir a solicitar comisiones y buscarme ocupaciones a casa de personajes que la codiciaban, y que me diese por desentendido de la infamia con que a su casa volvía con ellas o sin ellas! ¡Que, dándole tantos banquetes, joyas, dineros y vestidos quisiera yo creyesen se los daban a humo muerto y por sus ojos bellidos, por amistad sola, sencilla, sin doblez y sin otra pretensión! ¿Qué puedo responderme o qué podía esperarse de mí, que no sólo lo consentía, mas juntamente lo causaba?

Tuvo mucha razón el que, viéndome algo medrado en Madrid, en la cárcel y en mi presencia dijo: «Veisme a mí aquí, que ha tres años que estoy preso por ladrón, por falsario, por adúltero, por maldiciente, por matador y otras mil causas que me tienen acumuladas, que con todas ellas muero de hambre; y el señor Guzmán, con sólo dar a su mujer una poca de licencia, vive libre, descansado y rico.» ¿Qué podréis creer que sentí? ¡Oh maldita riqueza, maldito descanso, maldita libertad y maldito sea el día que tal consentí, ya fuese por amor, por necesidad, por privanza o algún otro interés! Mas para que se conozca el paradero que tiene lo que así se granjea y el desdichado fin de tales gustos, contaré mis desdichas, discurso de mi amarga vida y en mi mal empleada.

Caminábamos a Sevilla, como dicen, al paso del buey, con mucho espacio, porque se le mareaba en el coche una falderilla que llevaba mi mujer, en quien tenía puesta su felicidad y era todo su regalo, que es cosa muy esencial y propria en un dama uno destos perritos y así podrían pasar sin ellos como un médico sin guantes y sortija, un boticario sin ajedrez, un barbero sin guitarra y un molinero sin rabelico. Cuando allá llegamos, con el deseo de aquellos peruleros y de ver nuestra casa hecha otra de la Contratación de las Indias, barras van, barras vienen, que pudiera toda fabricarla de plata y solarla con oro, ya me parecía verlos asobarcados con barras, las faltriqueras descosidas con el peso de los escudos y reales, todo para ofrecer a el ídolo. Con aquello me vengaba del que nos enviaba desterrados y entre mí le decía: «¡Oh traidor, que por donde me pensaste calvar te dejé burlado! A tierra voy de Jauja, donde todo abunda y las calles están cubiertas de plata, donde, luego que llegue, nos vendrán a recebir con palio y mandaremos la tierra.» Con estos y otros tales pensamientos, a el emparejar con San Lázaro, se me refrescó en la memoria cuanto allí me pasó cuando de Sevilla salí. Vi la fuente donde bebí, los poyos en que me quedé dormido, las gradas por donde bajé y subí. Vi su santo templo y deste acá fuera dije: «¡Ah glorioso santo! Cuando de vos me despedí, salí con lágrimas, a pie, pobre, solo y niño. Ya vuelto a veros y me veis rico, acompañado, alegre y hombre casado.» Representóseme de aquel principio todo el discurso de mi vida, hasta en aquel mismo punto. Acordéme de la ventera y venta, donde me dieron aquella buena tortilla de huevos y el machuelo de Cantillana; mas ya lo había dejado a la mano derecha. Entré por aquella calzada real. Dimos vuelta por el campo, cercando la ciudad hasta el mesón de los carros, donde por fuerza los míos habían de parar. Y como todos aquellos eran pasos muchas veces andados en mi niñez y tierra conocida donde recebí el ser, alegróseme la sangre, como si a mi madre misma viera.

Reposamos allí aquella noche, no muy bien; mas a la mañana me levanté con el sol para buscar posada y despachar mi ropa del aduana y también a procurar si por ventura hubiera quien de mi madre nos dijese. Mas, por buena diligencia que hice, no fue de provecho ni della tuve rastro. Creí hallarlo todo como lo había dejado, mas aun sombra ni memoria dello había. Que unos mudados, ausentes otros y los más muertos, no había piedra sobre piedra. Dejélo hasta más de propósito, por la priesa que tenía entonces de acomodarme. Y andando buscando adónde, vi una cédula sobre la puerta de una casa en los barrios de San Bartolomé. Pedí que me la enseñasen, vila y parecióme buena por entonces. Concertéla por meses y, pagando aquél adelantado, hice pasar a ella toda mi ropa. Descansamos dos días, comiendo y durmiendo, hasta que ya le pareció a Gracia que no era justo haber llegado a ciudad tan ilustre, de tanta fama por todo el mundo, y dejar de salir a pasearla. Fuime a Gradas. Concertéle un escudero de quien se acompañase, por que supiese andar las calles y fuese adonde más gustase, sin rodear o perderse ni andar preguntando, y en más de quince días no dobló el manto, que mañana y tarde siempre salía y nunca se cansaba ni hartaba de ver tantas grandezas. Porque, aunque se había hallado bien todo el tiempo que residió en Madrid y le parecía que hacía la corte ventajas a todo el mundo, con aquella majestad, grandezas de señores, trato gallardo, discreción general y libertad sin segundo, hallaba en Sevilla un olor de ciudad, un otro no sé qué, otras grandezas, aunque no en calidad -por faltar allí reyes, tantos grandes y titulados-, a lo menos en cantidad. Porque había grandísima suma de riquezas y muy en menos estimadas. Pues corría la plata en el trato de la gente, como el cobre por otras partes, y con poca estimación la dispensaban francamente.

A pocos días llegó la cuaresma y vio la semana santa de la manera que allí la celebran, las limosnas [que] se hacen, la cera que se gasta. Quedó pasmada y como fuera de sí, no pareciéndole que aquello pudiera ser y exceder mucho en las obras a lo que antes le habían dicho con palabras. Ya en este tiempo y pocos días después que a la ciudad llegué, con mucha solicitud, por señas y rodeos vine a saber de mi madre y se pudo decir haberla hallado por el rastro de la sangre. Pues tratando mi mujer con otras amigas damas y hermosas, preguntando por ella, vino a saber cómo asistía en compañía de una hermosa moza, de quien se sospechaba ser madre por el buen tratamiento que le hacía y respeto con que la trataba. Mas verdaderamente no lo era ni tuvo más que a mí. Lo que acerca desto hubo sólo fue que, como se viese sola, pobre y que ya entraba en edad, crió aquella muchacha para su servicio. Y salióle acaso de provecho y así se valían las dos como mejor podían. Yo, cuando supe della hice mucha instancia para traerla comigo, por la mala gana con que dejaba su mozuela, tanto por haberla criado, cuanto por no venir a manos de nuera. Y siempre que se lo rogaba, me respondía que dos tocas en un fuego nunca encienden lumbre a derechas; que no era tanto el dolor que con la soledad padecía un solo, cuanto la pena que recibe quien tiene compañía contra su gusto, que, pues, nunca nuera se llevó a derechas con su suegra, que mejor pasaría mi mujer sola comigo que con ella. Mas el amor de hijo pudo tanto, que la hice venir en mi deseo.

Era mi madre, deseaba regalar y darle algún descanso. Que, aunque siempre se me representaba con aquella hermosura y frescura de rostro con que la dejé cuando della me fui, ya estaba tal, que con dificultad la conocieran. Halléla flaca, vieja, sin dientes, arrugada y muy otra en su parecer. Consideraba en ella lo que los años estragan. Volvía los ojos a mi mujer y decía: «Lo mismo será désta dentro de breves días. Y cuando alguna mujer escape de la fealdad que causa la vejez, a lo menos habrá de caer por fuerza en la de la muerte.» De mí figuraba lo mismo; empero, en estas y otras muchas y buenas consideraciones que siempre me ocurrían, hacía como el que se detiene a beber en alguna venta, que luego suelta la taza y pasa su camino. Poco me duraban. Túvelas en pie siempre; nunca les di asiento en que reposasen. Porque las que había en la posada estaban ocupadas de la sensualidad y apetito.

A instancia mía se vinieron a juntar suegra y nuera. Mi madre ya la conocistes y, si no de vista, por sus famosas obras, pudiérasele sujetar cualquiera otra de muy gallardo entendimiento, así por serlo el suyo como por la dotrina con que fue criada y sobre todo las experiencias largas de sus largos años. Dábale buenos consejos: que no admitiese mocitos de barrio, que demás de infamar, decía dellos que son como el agua de por San Juan, quitan el provecho y ellos no lo dan; acaban en sus casas de comer, no tienen qué hacer, viénense a la nuestra, quieren que los entretengan en buena conversación, estánse allí toda la tarde, tres necios en plata y un majadero en menudos, no con más fundamento que ser del barrio. De pajes de palacio y estudiantes decía lo mismo: son como cuervos, que huelen la carne de lejos y de otra cosa no valen que para picarla y pasearla. Decíale que hiciese cruces a su puerta para los casados: que de ningún enemigo podría resultarle algún otro mayor daño, porque las mujeres con el celo hacen muchos desconciertos y, cuando más no pueden, se van a un juez y con cuatro lágrimas y dos pucheritos alborotan el pueblo y descomponen el crédito.

Tan ajustada la tenía y tales leciones le daba, como aquella que del vientre de su madre nació enseñada. Sacábala siempre tras de sí, no dejando estación por andar, fiesta por ver ni calle por pasear. Cuando venían a casa, unas veces volvían con amadicitos, otras con alanos, y dellos escogían los que más a mi madre le parecían de provecho, que como tan baquiana en la tierra, todo lo conocía, y como sabia, todo lo tracendía. Decía de los caballeritos que ni por lumbre: porque por el yo me lo valgo, mi alcorzado y copete, mi lindeza lo merece, aun creían que les habían de convidar con ello y hacerles una reverencia. Harto hizo y trabajó porque no la conociesen los de la plaza de San Francisco, temiéndose de su trato. Pues, en comenzando los escribanos de la justicia, no paraban hasta el que asiste al cajón, a quien les parecía debérseles todo de derechos. Empero no pudieron escaparse dellos, que por bien o por mal, por fieros y amenazas, como absolutos y disolutos -digo algunos- hacen más tiranías que Totile ni Dionisio, como si no hubiese Dios para ellos.

La flota no venía, la ciudad estaba muy apretada, cerradas las bolsas y nosotros abiertas las bocas, muriendo de hambre, vendiendo y comiendo y sobre todo pechando. Íbamos mal, porque aun con esto a cada repelón destocaban la muchacha, por cada niñería nos hacían mil fieros. No había pícaro que no se nos atreviese, unos con «mi señor don Fulano» y otros con «don Zutano». Mi mujer andaba temerosa y muy cansada de tanta suegra, porque comigo estuvo siempre con tanta libertad y se hallaba con ella sujeta, sin ser señora de su voluntad. Si la una hablaba, la otra rezongaba. De cada pulga fabricaban un pueblo. Levantábase tal tormenta, que por no volverme a ninguna de las partes tomaba la capa en viendo los delfines encima del agua; salíame huyendo a la calle y dejábalas asidas de las tocas. Tanto se indignaba mi mujer que no volviese por ella, pareciéndole que, a tuerto [o] a derecho, ayude Dios a los nuestros, que con razón o sin ella me había de poner contra mi madre; mas no era lícito. Fueme cobrando tal odio, aborrecióme tanto que, hallándose con la ocasión de cierto capitán de las galeras de Nápoles, que allí estaban, trocó mi amor por el suyo y, recogiendo todo el dinero, joyas de oro y plata con que nos hallábamos entonces, alzó velas y fuese a Italia, sin que más della supiese por entonces.

Yo había oído decir que aquel era verdaderamente loco que buscaba su mujer habiéndosele ido, o que a el enemigo se le había de hacer la puente de plata por donde huyese. Parecióme que solo me iría mejor que mal acompañado. Que, aunque sea verdad que todo lo consentía y dello comía, ya me cansaba, porque cada cual me acosaba. ¡Ved la fuerza del uso! Como siempre me crié sujeto a bajezas y estuve acostumbrado a oír afrentas, niño y mozo, también se me hacían fáciles de llevar cuando era hombre. Mi mujer se me fue; merced me hizo, porque, fuera de la obligación de consentirla, estaba libre del pecado cotidiano. Yo no la eché; por su gusto se ausentó. Seguirla era imposible, por el riesgo que corría si a Italia volviera. Recogíme con mi madre. Fuimos vendiendo para comer las alhajas que nos quedaron; mas, como nos quedaron más días que alhajas, al cabo de poco nos dieron alcance. San Juan y Corpus Christi cayeron para mí en un día. Faltó qué vender, dinero con que comprar. Halléme roto, sin qué me vestir ni otro remedio con que lo ganar, sino con el antiguo mío. Salíame las noches por esas encrucijadas y, cuando a mi casa volvía, venía cubierto con dos o tres capas, las que con menos alboroto y riesgo podía cativar. A la mañana, ya entre los dos, amanecían hechas rodillas. Dábamoslas a vender en Gradas o buscábamos modo como mejor salir dellas.

No le contentó este trato a mi madre, por no haberlo jamás usado y por no verse afrentada en su vejez. Así acordó de volverse a su tienda con la mozuela que antes tenía. La cual, así se alegró cuando la vio en su casa, como si por sus puertas entrara todo su remedio. Yo me acomodé con otras camaradas para pasar la vida, en cuanto se llegase otro mejor tiempo. Servíales de dar trazas, ayudábales con mi persona en las ocasiones. Íbamos por las aldeas y pueblos comarcanos. Nunca faltaba por los trascorrales algunas coladas, que con las canastas mismas trasponíamos en los aires. Teníamos en los arrabales y en Triana casas conocidas, adonde sin entrar en la ciudad hacíamos alto y después, poco a poco, lavado y enjuto, lo íbamos metiendo, ya por las puertas o por cima de los muros, después de media meche, cuando la justicia estaba retirada. Para los vestidos de paño y seda que resgatábamos, teníamos roperos conocidos a quien lo dábamos a buen precio, sin que perdiésemos blanca del costo. Y una vez entregados, ya sabían bien que aquellos eran bienes castrenses, ganados en buena guerra y que los habían de disfrazar para que nunca fuesen conocidos, o su daño. Que no teníamos más obligación que darle la mercadería enjuta y bien acondicionada, puesta las puertas adentro de sus casas, libres de aduana y de todos derechos, y allá se lo hubiesen. La ropa blanca tenía buena salida, por la buena comodidad que se ofrecía las noches en el baratillo; ganábase de comer honrosamente y de todo salíamos bien.

Una temporada del invierno fueron las aguas tan continuas, que nadie salía de su casa ni daba lugar a que se la visitásemos. Andábamos estrechos de dineros. Como pasando por una calle viese que se había caído toda la delantera de una casa, pregunté cúya era. Dijéronme ser de una señora viuda. Fue a su casa y díjele que, pues allí no había morador, me diese licencia para entrarme dentro y se la guardaría. Ella, temerosa de que no se me cayese toda encima, dijo que mirase bien lo que hacía, porque se venía por el suelo. Y respondíle que no importaba, porque allí había un aposento alto, seguro, en que poderme recoger, que los pobres no tenían qué temer ni qué perder, pues aun traen sobrada la vida. Diome licencia de muy buena gana y dentro de cuatro días ya no le había dejado por quitar puerta ni cerradura. Otro día me fui a la plaza de San Salvador y hice pregonar que quien quisiese comprar cuatro mil o cinco mil tejas, que yo se las vendería. No se hallaba entonces una por ningún precio. Vinieron a mí desalados tres o cuatro albañíes, y a cuál primero las había de comprar, no faltó sino acuchillarse. Concertélas a cinco maravedís y, llevándolos a mi casa, les enseñé los tejados, diciendo ser yo el mayordomo y que mi ama quería hacer la casa de terrados. A vueltas de los míos, también les enseñé algunos de los vecinos paredaños de donde las habían de quitar. Diéronme seiscientos reales a buena cuenta de lo que montasen hasta cinco mil y quedaron de venir para otro día. Cuando tuve mi dinero cobrado, fuime a la señora de la casa y díjele que por qué consentía tan grande lástima, que su mayordomo había vendido ya las puertas todas y las tejas de los tejados. Ella se alborotó, diciendo que no tenía mayordomo ni sabía quién tal pudiese haber hecho. Yo entonces le dije:

-Pues para que Vuestra Merced vea quién lo hace, ya me han mandado salir della y hoy me mudo a otra parte, porque mañana por la mañana vendrán a quitar y a llevar las tejas. Mande Vuestra Merced enviar o ir allá y verán lo que pasa.

Con esto me despedí della y otro día desde lejos, puesto a una esquina, me puse a ver el alboroto, que fue muy para ver: los unos a destejar, la buena señora por defender su hacienda. En resolución, dio querella del albañí pobre y, no sólo no quitó las tejas, empero le pagó las puertas. Con esto pasé algunos días encerrado en casa, con muy gentil brasero, hasta que ya no me buscaban, pasado aquel primero movimiento.

Hacíase un día en San Augustín una fiesta y, como las tales lo eran para nosotros, acudí a ella y sentíle a un hidalgo bulto de dineros en la faltriquera, debajo de la espada, y a el pasar por un paso estrecho levantésela un poco, y metiendo la garra, dile tumbo en ella sin que real se me escapase. Mas la inquietud me impedía poder sacar la mano llena, que venía colmada, y fue forzoso caérseme mucha parte dellos en el suelo. Pues, como estaba ladrillado el claustro y hiciesen a el caer mucho ruido, dejélos caer todos y, metiendo la mano en mi faltriquera, allí en un punto saqué della un lienzo y, dando voces a la gente que se desviase, porque por sacar aquel lienzo se me había derramado aquel dinero, todos hicieron lugar, y el buen señor a quien se los había robado, movido de caridad, oyendo mis lástimas, que decía irlos a pagar a un mercader, se bajó comigo a el suelo y me los ayudó a recoger, sin que faltase blanca. Dile las gracias por ello y fuime muy contento a mi casa. De aquí le nació el pico a el garbanzo: este hurtillo fue mi perdición, siendo el último que hice y el que más caro de todos me costó. Porque, aunque algunas veces me habían tenido preso por semejantes heridas, de todas había salido a buen puerto. Con dineros negociaba cuanto quería y allí no se trata de otra cosa, sino de buscar de comer cada uno; mas esta vez no me valieron trunfos que los había ya renunciado.

Como me vi con dineros, quise prevenir, primero que se gastasen, de dónde valerme de otros. Porque, siempre que con mi habilidad podía socorrer la necesidad, no buscaba pesadumbres. Yo me hallaba con algunos bolsos de los que había cortado y algunas piececillas que dentro dellos había cogido. Di a guarnecer uno, el mejor que me pareció y, metiéndole dentro seis escudos en tres doblones de oro, cincuenta reales en plata, un dedal de plata y cuatro sortijas, lo llevé a mi madre y se lo enseñé muy de espacio y aun se lo di por escrito, que lo fuese decorando, sin que se le pudiese olvidar letra, por lo que importaba la buena memoria. Y bien instruida en lo que después había de hacer, me fui a la celda de cierto famoso predicador, en opinión de un santo, y díjele:

-Padre mío, yo soy un pobre forastero, vine a esta ciudad y estoy en ella muy necesitado. Deseo de acomodarme, si hallase alguna casa honrada donde tuviese una poca de quietud en el alma, que sólo eso pretendo y no repararía en el salario, porque con un honesto vestido y una limitada comida para poder pasar, no tengo ni quiero más granjería. Y aunque me veo tan afligido y roto, que por mal vestido no hallaré quien de mí se quiera servir y pudiera muy bien valerme, socorriendo mi necesidad en esta ocasión, tengo por mejor padecerla esperando en el Señor, que condenar mi alma ofendiendo a su divina majestad en usurpar a nadie su hacienda. No permita el Señor que bienes ajenos me saquen de trabajos corporales, dejándome dañada la conciencia. Yo salí esta mañana de mi casa para ir a buscar dónde trabajar, con qué comprar un pan que comer, y me hallé aquesta bolsa en medio de la calle. Quise ver qué tenía dentro y, cuando sentí ser dineros, la volví a cerrar con temor de mi flaqueza, no me obligase a hacer cosa ilícita. Vuestra paternidad la reciba y, pues el domingo ha de predicar, la publique: podría ser que pareciese su dueño y tener della más necesidad que yo. Ayúdele Dios con ella, que no quiero más bienes de aquellos con que su divina majestad mejor ha de ser de mí servido.

El fraile, cuando me oyó y vio tan heroica hazaña, creyó de mí ser algún santo, sólo le faltó besarme la ropa, y con palabras del cielo me dijo:

-Hermano mío, dadle a Dios muchas gracias, que os ha dado claro entendimiento y sciencia de lo poco que valen los bienes de la tierra. Confiad que quien os ha comunicado ese tal espíritu, también os dará lo que le cuesta menos y tiene dada su palabra. El que a los gusanillos, a las más desventuradas y tristes gusarapas y sabandijuelas no falta, también os acudirá con todo aquello de que os viere necesitado. Esta es obra sobrenatural y divina, que pone admiración a los hombres y da motivo a los ángeles que le alaben, por haber criado tal hombre. Don suyo es, reconocédsela y dadle por todo alabanzas, perseverando en la virtud. Yo haré lo que me pedís y volvé por acá un día de la semana que viene, que yo confío en el Señor que os ha de hacer mucho bien y merced.

Cuando aquesto me decía daba lanzadas en el corazón, porque, considerada su santidad y sencillez con mi grande malicia y bellaquería, pues con tan mal medio lo quería hacer instrumento de mis hurtos, reventáronme las lágrimas. Creyó el buen santo que por Dios las derramaba y también como yo se puso tierno. Esto se quedó así hasta el domingo, que fue día de Todos los Santos. Y cuando fue a predicar, gastó la mayor parte de su sermón en mi negocio, encareciendo aquel acto, por haber sucedido en un sujeto de tanta necesidad. Exagerólo tanto, que movió a compasión a cuantos allí se hallaron para hacerme bien. Así le acudieron con sus limosnas que me las diese. Luego lunes por la mañana, mi madre fue a la portería. Preguntó por aquel padre, diciendo tener con él un caso importantísimo. Y como la vio el portero tan angustiada, se lo llamó al momento. Cuando se vio con él, asióle de las manos y de los hábitos, echándose de rodillas por el suelo, hasta querer besarle los pies y díjole que la bolsa era suya, que se la diese por un solo Dios. Diole las señas de todo, como quien bien las tenía estudiadas. Y el fraile se la entregó, conociendo ser verdaderas. Cuando mi madre la vio en sus manos, abrióla y, sacando un doblón de los tres que dentro tenía, se lo dio a el padre, que me lo diese de hallazgo, y cuatro reales para dos misas a las ánimas de purgatorio, a quien dijo que la tenía encomendada. Cobró con esto su bolsa y llevómela luego a la posada sin faltar ni un alfiler de toda ella, que aun con cuidado le metí dentro un papelillo dellos, por que pareciese todo ser cosa de mujer.

Después de pasado esto, de allí a dos días, miércoles por la tarde, fui a visitar a mi fraile, que ya me tenía un cofre lleno de vestidos, que pudiera bien romper diez años, y dineros que gastar por algunos días. Diómelo con alegre rostro y mandóme que volviese otro día, que tenía una buena comodidad que darme. Fuime y volví cuando me había dicho y después de preguntarme si sabía escrebir y que lo enteré de mi habilidad, me dijo que cierta señora que tenía su marido en las Indias, buscaba una persona tal, que le administrase su hacienda en la ciudad y en el campo, que si era cosa de mi gusto, le avisase para que tratase dello. Yo, luego después de darle las gracias, dije:

-Padre mío, lo que toca el trabajo de mi persona, la solicitud y fidelidad que se debe, sólo eso podré ofrecer; empero no soy desta tierra ni tengo quien me conozca. Si esa señora me tiene de fiar su hacienda, querrá juntamente quien a mí me fíe y no lo tengo. Sólo este inconveniente hallo. Vea vuestra paternidad lo que fuere servido que haga.

Él respondió que sería mi fiador y por aquello no lo dejase. Acetélo de buena voluntad, viendo ir por aquel camino mi negocio bien guiado. Que no hay cosa tan fácil para engañar a un justo como santidad fingida en un malo.




ArribaAbajo

Capítulo VII

Después de haber entrado Guzmán de Alfarache a servir a una señora, la roba. Préndenlo y condénanlo a las galeras por toda su vida


Tanta es la fuerza de la costumbre, así en el rigor de los trabajos, como en las mayores felicidades, que, siendo en ellos importantísimo alivio para en algo facilitarlos, es en los bienes el mayor daño, porque hacen más duro de sufrir el sentimiento dellos cuando faltan. Quita y pone leyes, fortaleciendo las unas y rompiendo las otras; prohíbe y establece, como poderoso príncipe, y consecutivamente a la parte que se acuesta, lleva tras de sí el edificio, tanto en el seguir los vicios, cuanto en ejercitar virtudes. En tal manera que, si a la bondad se aplica, corre peligro de poderse perder fácilmente y, juntándose a lo malo, con grandísima dificultad se arranca. No hay fuerzas que la venzan y tiene dominio sobre todo caso. Algunos la llamaron segunda naturaleza, empero por experiencia nos muestra que aún tiene mayor poder, pues la corrompe y destruye con grandísima facilidad. Si amargo apetece, con tal artificio lo conserva y enduza, que, como si tal no fuese, lo vuelve suave. Y acompañada con la verdad es el monarca más poderoso y su fortaleza inexpugnable. ¿Quién sino ella hace al pobre pastor asistir en los desiertos campos, en la hondura de los valles, en las cumbres de los empinados montes y sierras, contra las inclemencias del riguroso invierno, sufriendo tempestades, continuas pluvias, vientos y aires, y en el verano, riguroso sol que tuesta los árboles, abrasa las piedras y derrite los metales? Y siendo su fuerza tanta, que hace domesticarse las fieras más fieras y ponzoñosas, refrenando sus furias y mitigando sus venenos, el tiempo la gasta, con él se labra y sólo a él se sujeta. Porque para con él son sus telas de araña, hechas contra un elefante; que si ella es poderosa, él es prudente y sabio. Y como el ingenio suele sobrepujar a todas humanas fuerzas, así el tiempo a la costumbre. Sigue la noche a el día, la luz a las tinieblas, a el cuerpo la sombra. Tienen perpetua guerra el fuego con el aire, la tierra con el agua y todos entre sí los elementos. El sol engendra el oro, da ser y vivifica. Desta manera sigue, persigue y fortalece a la costumbre. Hace y deshace, obrando sabiamente con silencio, según y por el orden mismo que acostumbra ella con las continuas gotas cavar las duras piedras. Es la costumbre ajena y el tiempo nuestro. Él es quien le descubre la hilaza, manifestando su mayor secreto, haciendo con el fuego de la ocasión ensaye de sus artes; con experiencia nos enseña los quilates de aquel oro y el fin adonde siempre van sus pretensiones encaminadas, y quien comigo no tuvo alguna misericordia, pues en breve hizo público lo que siempre con instancia procuré que fuese oculto.

Todo lo dicho se verificó bien de mí, en proprios términos y casos. ¡Oh cuántas veces, tratando de mis negocios, concertando mis mercaderías, dando mis logros, fabricando mis marañas por subir los precios, vendiendo con exceso, más al fiado que al contado, el rosario en la mano, el rostro igual y con un «en mi verdad» en la boca -por donde nunca salía-, robaba públicamente de vieja costumbre! Y descubriólo el tiempo. Quién y cuántas veces me oyeron y dije: «Prometo a Vuestra Merced que me tiene más de costo y no gano un real en toda la partida y, si la doy barato, es porque tengo de dar unos dineros para...» Y daba otras causas, no habiéndolas para ello más de querer ganar a ciento por ciento de su mano a la mía. ¡Cuántas veces también, cuando tuve prosperidad y trataba de mi acrecentamiento -por sólo acreditarme, por sola vanagloria, no por Dios, que no me acordaba ni en otra cosa pensaba que solamente parecer bien al mundo y llevarlo tras de mí, que, teniéndome por caritativo y limosnero, viniesen a inferir que tendría conciencia, que miraba por mi alma y hiciesen de mí más confianza-, hacía juntar a mi puerta cada mañana una cáfila de pobres y, teniéndolos allí dos o tres horas por que fuesen bien vistos de los que pasasen, les daba después una flaca limosna y, con aquella nonada que de mí recebían, ganaba reputación para después mejor alzarme con haciendas ajenas! ¡Cuántas veces de mi pan partí el medio, no quedando hambriento, sino muy harto, y con aquella sobra, como se había de perder o darlo a los perros, lo repartí en pedazos y lo di a pobres, no donde sabía padecerse más necesidad, sino donde creí que sería mi obra más bien pregonada! ¡Y cuántas otras veces, teniendo sangriento el corazón y dañada la intención, siendo naturalmente pusilánime, temeroso y flaco, perdonaba injurias, poniéndolas a cuenta de Dios en lo público, quedándome dañada la intención de secreto! ¡Con secreto lo disimulé y en público dije: «Sea Dios loado», siendo de mí verdaderamente ofendido, pues maldita otra cosa que impidió mi venganza sino hallarme inhábil para ejecutarla, porque viva la tenía dentro del alma! ¡Cuán abstinente me mostré otras veces, qué ayunador y reglado, no más de por parecerlo, para poder guardar más y gastar menos! Que, cuando de ajena sustancia comía, cuando de lo del prójimo gastaba, un lobo estaba en mi vientre: nunca pensaba verme harto. ¡Qué continuamente visitaba los templos, asistía en las cárceles por acreditarme con los ministros oficiales dellas, no por los presos, antes por si alguna vez me viesen preso, que ya me conociesen y más me respetasen! Si acudí a los hospitales, anduve romerías, frecuenté devociones, royendo altares, no faltando a sermón de fama, en jubileo ni a devoción pública, todos aquellos pasos eran enderezados a cobrar buena fama, para mejor quitar a el otro la capa.

Pues no se me olvida que hartas veces me decían y supe de algunas cosas muy secretas, que, por serlo tanto, cuando después trataba dellas con sus dueños mismos, aconsejándolos o corrigiéndolos en ellas, entendían de mí que debía saberlo por divina revelación. Y así lo daba yo a entender por indirectas, ganando con aquello grandísima reputación, en especial con mujeres, que tras esto y gitanas corren como el viento, fáciles en creer y ligeras en publicar, de cuyas bocas iban esparciéndose más mis alabanzas. Hartas y muchas veces, cuando algún pobre se quiso valer de mí, como tenía tanta y tal reputación, pedía limosna públicamente para él a los que me conocían y, juntando mucho dinero, le daba muy poco, quedándome con ello: quitaba para mí la nata y dábales el suero. Si quería hacer alguna bellaquería, lo primero que para ello procuraba era prevenirme de una muy hermosa y grande capa de coro con que cubrirla, para mejor disimularla con santidad, con sumisión, con mortificación, con ejemplo, y asolaba por el pie cuanto quería.

Si no, vedlo agora con cuánta facilidad engañé a este santo. Y no fue sólo este daño el que hice; mas otro mayor se siguió, que fue dejarle falida la opinión. A lo menos pudiéralo quedar, cuando tan bien zanjada no la tuviera. Que instrumento había yo sido y causa tuve dada de harto perjuicio contra su buena reputación. Asentóme con aquella señora, creyendo de mí que la sirviera con toda fidelidad según pudo presumirse de los actos que mostré de tanta perfeción. Diome mucho crédito con el abundante caudal del suyo. Recibióme con voluntad en su servicio, fióme su hacienda y familia, diome un muy honrado aposento, regalada cama y todo servicio. Acaricióme, no como a criado, mas como a un deudo y persona de quien creía que le haría Dios por mí muchas mercedes. Pedíame algunas veces le rezase un Avemaría por la salud y buen suceso de su esposo. Respondíale a todo como un oráculo, con tanta mortificación, que le hacía verter lágrimas.

Con esto la engañé, la robé y sobre todo la injurié, ofendiendo su casa. Pues teniendo en ella para su servicio una esclava blanca, que yo mucho tiempo creí ser libre, tal en cautelas o peor que yo, me revolví con ella. No sé cómo nos olimos, que tan en breve nos conocimos. A pocos días entrado en casa, no había orden para poderla echar de mi aposento, en son de santa para los demás y por todo estremo disoluta comigo, como si fuera criada en la casa más pública del mundo, y con tal sagacidad, que otro que yo entre todos los criados ni su ama misma le alcanzaron a conocer aquel secreto. Y con él me regalaba tanto, que siempre abundaba mi caja de colaciones, como si fuera una confitería. Proveíame de toda ropa blanca, bien aderezada, olorosa y limpia. Su señora gustaba dello, porque a los dos nos tenía por santos. Dábame dineros que gastase, sin que yo tampoco supiese al cierto de dónde los había, quién o cómo se los daba. Bien que se me traslucían algunas cosas; mas, por no caer de mi punto, no quise ser curioso en apurarla; y para nunca perderla en cuanto yo allí estuviese y mejor poder obligarla, íbala sustentando con palabras y esperanzas, que teniendo con qué, buscaría manera como ahorrarla y me casaría con ella. Esto le hacía desvelar y enloquecer en mi servicio. Porque, según el amor que le fingí, aunque muy astuta, siempre lo tuvo por cierto, como si yo no fuera hombre y ella esclava.

No sabía mi ama de más hacienda ni más poseía de aquello que yo le daba. La de la ciudad estaba en mi mano, y juntamente gobernaba la del campo y toda la esquilmaba. Porque mi disinio era hacer una razonable pella y dar comigo lejos de allí a buscar nuevo mundo. Queríame pasar a las Indias y aguardaba embarcación, como quiera que fuese; mas no lo pude lograr. Que, conociendo mi ama su cierta perdición, que los caseros le decían haberme ya pagado, los pastores que vendía los ganados, el capataz que sacaba los vinos de las bodegas y que de todo no vía blanca, porque me alzaba con ello, determinóse a comunicarlo a solas con un hidalgo deudo suyo. Díjole la mala cuenta que daba, que le pusiese conveniente remedio. Él, sin decirme palabra, ya cuando yo andaba en vísperas de alzar las eras, muy descuidado y libre de tal suceso, estando durmiendo la siesta con mucho reposo, dio un alguacil sobre mí, prendióme y, sin decir por qué ni cómo, sino que allá me lo dirían, me llevó a la cárcel.

Esto se hizo porque no se alborotase la casa ni el barrio con algunas libertades mías, cuando supiese por cúya orden me prendían. Iba yo por el camino suspenso y mentecapto. Ya juzgaba si fuese requisitoria de Italia, ya si de mis acreedores en Castilla o si de mis nuevos hurtos no purgados en aquella ciudad. Y aunque de cualquiera cosa déstas me pesaba, sentía mucho perder aquel pesebre. Que con el mal nombre faltaría mi estimación y no me acudirían como antes. Mas ¡paciencia! ¡Gracias a Dios, que ya esta desgracia sucedió a tiempo que me halló de corona! Que, como mi madre vivía por sí, poco a poco le iba llevando cuanto recogía y ella me lo guardaba. Después abrieron mi caja y no hallaron en ella más que una bula del año pasado y trastos viejos. Acudieron a la cárcel a pedirme cuenta. Dila tan mala como se puede presumir de quien sólo cobraba y nunca pagaba. No hay tales cuentas como las en que se reza. Hiciéronme terrible cargo. Quedóse la data en blanco. Acudieron al fraile, dándole parte del caso. Él, como prudente, ni condenó ni absolvió, hasta darme un oído y juzgar después de informado de ambas partes. Vínome a visitar a la cárcel. Neguéselo todo a pie juntillo, afirmando ser falso testimonio que me levantaban y estar tan inocente, que ninguno lo era más en el mundo de aquel negocio, y así esperaba en Dios que, como libró a Josef y a Susana, no se descuidaría de mi verdad ni dejaría perecer mi justicia; más que todo aquello y castigos mayores merecían mis culpas, por otras ofensas contra su divina majestad cometidas.

El buen religioso no sabía qué ni a quién había de dar crédito. Quedó perplejo y, en caso de duda, se acostó por entonces a la parte del caído, socorriendo a lo más flaco. Estúvome consolando con palabras, prometiéndome su solicitud en mi defensa, encomendando mis negocios al Señor, que me librase y tuviese de su mano. Despidióse de mí. Fuese al oficio del escribano para quererme abonar, pidiéndole por caridad que mirase mucho por mi causa, que me tenía sin duda por varón santo. Mas cuando el escribano le oyó decir esto, riéndose mucho dello sacó los procesos que contra mí tenía y, haciéndole relación de las causas, diciéndole quién yo era, los hurtos que había hecho y, embelecos de que usaba, corrióse y con toda la sencillez del mundo, sin creer que me dañaba, le contó el caso que con él me había pasado y por el orden que me había conocido, de donde había resultado acreditarme tanto porque no lo tuviesen por hombre falto que se movía sin causas en mi defensa. Cuando el escribano le oyó, sintió en el alma mi maldad, que así hubiese querido burlar a un tan grave personaje. Indinóse contra mí de manera, con un coraje tan encendido, que si en su mano fuera, me ahorcara luego. Dejó el oficio, fue a casa del teniente, hízole relación de palabra y tal que lo puso de su misma tinta. Y afrentado dello, como si les hubieran dado poder en causa propria, me cogieron a cargo, haciéndome de aquél otro nuevo y mandándome agravar prisiones, dijeron a el alcaide que me tuviera en un calabozo.

No me cogió tan desnudo este día, que me faltasen dineros con que sustentar la tela y hacer la guerra. Mas es la cárcel de calidad como el fuego, que todo lo consume, convirtiéndolo en su propria sustancia. Largas experiencias hice della y por mi cuenta hallo ser un molino de viento y juego de niños. Ninguno viene a ella que no sea molinero y muela, diciendo que su prisión es por un poco de aire, un juguete, una niñería. Y acontece a veces traer a uno déstos por tres o cuatro muertes, por salteador de caminos o por otros atrocísimos y feos delitos. Ella es un paradero de necios, escarmiento forzoso, arrepentimiento tardo, prueba de amigos, venganza de enemigos, república confusa, infierno breve, muerte larga, puerto de suspiros, valle de lágrimas, casa de locos donde cada uno grita y trata de sola su locura. Siendo todos reos, ninguno se confiesa por culpado ni su delito por grave. Son los presos della como la parra de uvas, que, luego que comienzan a madurar, cargan avispas en cada racimo y sin sentirse los chupan, dejándole solamente las cáscaras vacías en el armadura, y, según el tamaño, así acude la enjambre.

Cuando traen a uno preso, le sucede lo proprio. Cargan en él oficiales y ministros hasta no dejarle sustancia. Y cuando ya no tiene qué gastar, se lo dejan allí olvidado. Y esto sería menos mal, respeto de otro mayor que acostumbran, dándole luego con la sentencia, como a pobre, dejándolo perdido y desbaratado. Luego como lo entregan al primer portero, en la puerta principal de la calle le hacen el tratamiento que su bolsa merece; que aquel portero hace como el que compra, que nunca repara en la calidad que tiene quien vende, sino en lo que vale la cosa que le venden. Así él, no se le da un real que sea el preso quien fuere; sólo repara en lo que le diere. Cuando el caso no es de calidad ni tiene pena corporal que nazca de atrocidad, como sería muerte, hurto famoso, pecado feo y otros cuales aquestos, déjanlo andar por la cárcel, habiéndoselo pagado.

Era mi prisión primera, hasta que diera fianzas de estar a derecho por aquella deuda. Ya me conocían. Todos nos entendíamos. Éramos camaradas. Contentélos y quedéme abajo con ellos; aunque siempre tuve ojo a si pudiese con buen seguro coger la puerta y esperaba mejor comodidad para hacerlo. Mas desde que asomé por vistas de la cárcel y después de ya dentro della, estuve rodeando de veinte procuradores, que con su pluma y papel escrebían mi nombre y la causa de mi prisión, facilitándola todos. El uno decía ser su amigo el juez, el otro el escribano, el otro que dentro de dos horas haría que me diesen en fiado. Decía otro que mi negocio era cosa de burla, que por los aires me haría soltar luego con seis reales. Cada uno se hacía señor de la causa y decía pertenecerle: aquéste, porque me acompañó desde que me vio traer preso y se previno comigo del negocio; aquél, porque yo le rogué que me fuese a llamar a un mi amigo escribano, allí junto a la cárcel; otro, porque fue quien primero escribió y tenía ya hecha petición para el teniente. Mas de todos ellos entre mí me reía, porque los conocía y sabía su trato, que sólo viven de coger de antemano lo que pueden y después con dos yuntas de bueyes no les harán dar paso. Y hubo alguno dellos que, teniendo poder para defender a un ladrón, entró a pedirle dineros para hacer el interrogatorio, después de rematado a las galeras.

Estando altercando todos cuál había de procurar mi negocio, entró rompiendo por ellos, confiado y hecho señor dél, cierto procurador que antes lo había sido mío en las causas criminales, y dijo:

-¿Acá está Vuestra Merced?

Díjele que sí, pues me habían preso. Y díjome:

-¿Pues qué ha sido la causa?

Y cuando se la hube dicho, respondióme:

-Ríase Vuestra Merced dello y calle. ¿Tiene ahí algún dinero que llevemos a el escribano y daré luego petición al teniente para que le mande soltar con fianzas de la haz? Y si no lo proveyere, lo llevaremos a la sala mañana y esos señores lo mandarán luego. Yo hablaré a uno dellos, que es gran señor mío, y no estará Vuestra Merced aquí a mediodía.

Cuando los otros oyeron esto, dijeron que qué o qué gentil manera de dar petición.

-¡Estamos aquí veinte hombres dos horas ha trabajando en el negocio y viénese agora muy de su espacio a querer escrebir en él!

Mi procurador les dijo:

-Señores, aunque Vuestras Mercedes hubieran escrito en él dos meses ha, en llegando yo había de ser negocio mío, que aqueste caballero es muy mi grande amigo y despáchole yo sus negocios todos. Bien pueden irse con Dios y dejarlo.

Ellos, cuando le oyeron, replicaron:

-¡Oh qué lindito, qué gentil manera de negociar y qué buena flor se porta y con qué nos viene agora, sus manos lavadas, a querer llevar la causa! Váyase norabuena, que aqueste caballero verá la razón y dará su poder a quien quisiere. No tengamos aquí voces.

Él que sí, los otros que no, asiéronse de manera que se vinieron a decir quiénes eran, sin dejar mancha por sacar y la manera con que robaban a los presos. Que fue un coloquio para quien los oyó de mucho entretenimiento, por ser de verdades, representado al vivo. Y es trato común suyo éste de cada hora y con cada preso. Ya, cuando los hubieron metido en paz, me llegué a mi dueño viejo y pedíle que acudiese a lo necesario, que yo lo pagaría. Dile cuatro reales y no lo volví a ver en aquellos quince días. Bien sabía yo ya lo que había de hacer y que por sólo aquello venía, por asegurar la olla del día siguiente y tener con qué salir a la plaza; mas fueme forzoso elegirlo a él por temor que tuve, que, como sabía mis causas viejas, a dos por tres descornara la flor y me hiciera en dos horas juntar un ciento dellas. Y si así como así, o porque callase o porque procurase, le había de pagar, tuve por mejor que fuese mi procurador, aunque aquél no era negocio de muchas tretas y sólo consistía en dinero. Mas después, cuando me vinieron a encomendar por el embeleco, que se vinieron a juntar las causas, lo hube bien menester.

Ya iba el negocio de veras. Pasáronme arriba. Quisieron echarme grillos. Redimílos a dineros, pagué al portero a cuyo cargo estaban y al mozo que los echa. El escribano acudía; las peticiones anduvieron; daca el solicitador, toma el abogado, poquito a poquito, como sanguijuelas, me fueron chupando toda la sangre, hasta dejarme sin virtud. Quedé como el racimo seco, en las cáscaras. A todo esto no es bien pasar en silencio lo que con mi dama me pasaba, pues cada mañana luego en amaneciendo llovía sobre mí el mana. En ella hallaba mi remedio, proveyéndome de todo lo necesario. Y en el rigor de mi prisión, habiéndome sentenciado el teniente a galeras, me envió una carta que, por ser donosa, me pareció hacer memoria della y porque también es bien aflojar a el arco la cuerda contando algo que sea de entretenimiento. Decía desta manera:

«Sentenciado mío: La presente no es para más de que dejéis la tristeza y toméis alegría. Baste que yo no la tenga por ti, mi alma, desde el día de Santiago a las dos de la tarde, que te prendieron durmiendo la siesta, que aun siquiera no te dejaron acabar de reposar, y más la que hoy he recebido, con que me han dicho que ya te sentenció el teniente a docientos azotes y diez años de galeras. Malos azotes le dé Dios y en malas galeras él esté. Bien parece que no te quiere como yo ni sabe lo que me cuestas. Díceme Juliana que te diga que apeles luego. Apela veinte veces y más, las que te pareciere, y no te se dé nada, que todo se remediará con el favor de Dios y ese señor teniente. A[u]n bien que no te has de quedar ahí para siempre. Que, para esta cara de mulata que se ha de acordar de las lágrimas que me ha hecho verter, que han sido tantas, que por poco lo hubiera dado a sentir a todo el mundo; y más lo hubiera dado a sentir, si no fuera por temor de quedar ahogada en ellas y después no gozarte. Que a fe que te tengo ya pesado a ellas y sacaréte a nado de aquese calabozo donde tienes mi alma encadenada. Juliana dirá los cabellos que me saqué de la cabeza cuando me lo dijeron. Ahí te lleva veinte reales para tu pleito y con que te huelgues, por que te acuerdes de mí. Aunque yo sé cuando para mí no eran menester estos proverbios y en un momento que me apartaba de ti para echar carbón a la olla se te hacían mil años. Acuérdate, preso mío, de lo que te adoro y recibe aquesa cinta de color verde, que te doy por esperanza que te han de ver mis ojos presto libre. Y si para tus necesidades fuere menester venderme, échame luego al descubierto dos hierros en ésta y sácame a esas Gradas, que yo me tendré por muy dichosa en ello. Dícesme que Soto, tu camarada, está malo de que se burló mucho el verdugo con él hasta hacerlo músico. Hame pesado que un hombre tan principal haya consentido que aquese hombrecillo vil y bajo se le atraviese y que de su miedo haya dicho lo suyo y lo ajeno. Dale mis encomiendas, aunque no lo conozco, y dile que me pesa mucho y parte con él de aquesa conserva, que para ti, bien mío, la tenía guardada. Mañana es día de amasijo y te haré una torta de aceite con que sin vergüenza puedas convidar a tus camaradas. Envíame la ropa sucia y póntela limpia cada día. Que, pues ya no te abrazan mis brazos, cánsense y trabajen en tu servicio para las cosas de tu gusto. Mi ama jura que te ha de hacer ahorcar, porque dice que la robaste. Harto más tiene robado ella a quien tú sabes. Ya me entiendes, y a buen entendedor, pocas palabras. Si Gómez, el escudero, te fuere a ver, no le hables palabra, que es hombre de dos caras y se congracia con todos y es amigo de taza de vino. De todo te doy aviso y, porque aquésta no es para más, ceso y no de rogar a Dios que te me guarde y saque de aquese calabozo. Fecha en este tu aposento a las once de la noche, contemplando en ti, bien mío. Tu esclava hasta la muerte.»

Aquésta mantuvo la tela todo el tiempo de aquel trabajo. Porque los gastos eran muchos y, por mucho que había recogido, todo se deshizo como la sal en el agua. También mi madre, cuando vio mi pleito mal parado, díjome que la robaron y, a lo que yo entendí, fue que se quiso quedar con ello. Fueme forzoso hacerme con los demás y andar a el hilo de la gente. Mi pleito anduvo. El dinero faltó para la buena defensa. No tuve para cohechar a el escribano. Estaba el juez enojado y echóse a dormir el procurador. Pues el solicitador, ¡pajas! Ya no había sustancia en el gajo. Fuéronse las avispas. Dejáronme solo. Confirmaron la sentencia, con que los azotes fuesen vergüenza pública y las galeras por seis años.

Cuando me vi galeote rematado, rematé con todo al descubierto. Jugaba mi juego sin miedo ni vergüenza, como esclavo del rey, que nadie tenía ya que ver comigo; pero muy consolado que también a mi camarada Soto lo condenaron a lo mismo y salimos en una misma colada. Y, si como estuvimos en la prisión juntos y en un calabozo y pasamos la misma carrera, quisiera que nos conserváramos, a él y a mí nos hubiera ido mejor, mas, como verás adelante, salióme zaino. Era muy gentil aserrador de cuesco de uva. Siempre había de ser su taza de profundis, que hiciese medio azumbre. Y esto lo descompuso en el ansia; que, por haberse puesto a orza, cantó llanamente a las primeras vueltas.

Viéndome ya rematado y sin algún remedio ni esperanza dél, quise probar mi ventura, mas no la tuve nunca y fuera milagro que no me faltar[a] entonces. Híceme por quince días enfermo. No salí del calabozo ni me levanté de la cama, y al fin dellos ya tenía prevenido un vestido de mujer. Con una navaja me quité la barba y, vestido, tocado y afeitado el rostro, puesto mi blanco y poco de color, ya cuando quiso anochecer, salí por las dos puertas altas de los corredores, que ninguno de los porteros me habló palabra y tenían ambos buena vista, sus ojos claros y sanos. Mas, cuando llegué abajo a la puerta de la calle y quise sacar el pie fuera, puso el brazo delante del postigo un portero tuerto de un ojo, ¡que a Dios pluguiera y del otro fuera ciego! Detúvome y miróme. Reconocióme luego y dio el golpe a la puerta. Yo iba prevenido de un muy gentil terciado, para lo que pudiera sucederme. Quiso mi desgracia que lo saqué a tiempo que ya no me pudo aprovechar. Criminóse con esto mi delito. Hiciéronme volver arriba y, fulminándome nueva causa, me remataron por toda la vida. Y no fue poca cortesía no pasearme con aquel vestido, como se hizo alguna vez con otros. Pensé huir el peligro y di en la muerte.




ArribaAbajo

Capítulo VIII

Sacan a Guzmán de Alfarache de la cárcel de Sevilla para llevarlo al puerto a las galeras. Cuenta lo que pasó en el camino y en ellas


Galeote soy, rematado me veo, vida tengo de hacer con los de mi suerte, ayudarles debo a las faenas, para comer como ellos. Híceme de la banda de los valientes, de los de Dios es Cristo. Púseme mi calzón blanco, mi media de color, jubón acuchillado y paño de tocar, que todo me lo enviaba mi dama con esperanzas que aún había de pasar aquel tiempo y había de tener libertad. Con esto y cobrando mis derechos de los nuevos presos, pasaba gentil vida y aun vida gentil; que tal es la de los tales como yo cuando se hallan allí en aquel estudio. Cobraba el aceite, prestaba sobre prendas, un cuarto de un real por cada día. Estafaba a los que entraban. Dábales culebras, libramientos y pesadillas. Porque allí, aunque se conoce a Dios, no se teme. Tiénenle perdido el respeto, como si fueran paganos. Y por la mayor parte los que vienen a semejante miseria son rufianes y salteadores, gente bruta, y por maravilla cae o por desdicha grande un hombre como yo. Y cuando sucede acaso es que le ciega Dios el entendimiento, para por aquel camino traerlo en conocimiento de su pecado y a tiempo que con clara vista lo conozca, le sirva y se salve.

Hubo en mi tiempo un rufián, que, teniéndolo sentenciado a muerte y puesto en la enfermería para sacarlo el día siguiente a justiciar, viendo jugar en tercio a los que lo guardaban, se levantó del banco y se fue para ellos como pudo, con sus dos pares de grillos y una cadena. Y preguntándole dónde iba, dijo: «Acá me vengo a pasar el tiempo un rato.» Los guardas le dijeron que se ocupase rezando y encomendándose a Dios, y respondióles: «Ya tengo rezado cuanto sé y no tengo más que hacer. Barajen y echen por todos y tráigase vino con que se ahogue aquesta pesadumbre.» Dijéronle ser muy tarde, que ya estaba cerrada la taberna, y dijo: «Díganle a ese hombre que es para mí. Basta, no digan más y juguemos. Que juro a Cristo que no entiendo en lo que ha de parar este negocio.» A este son bailan todos. Otros hay que se mandan hacer la barba y cabello para salir bien compuestos, y aun mandan escarolar un cuello almidonado y limpio, pareciéndoles que aquello y llevar el bigote levantado ha de ser su salvación. Y como en buena filosofía los manjares que se comen vuelven los hombres de aquellas complexiones, así el trato de los que se tratan. De donde se vino a decir: «No con quien naces, sino con quien paces.»

Ya yo era uno destos y, como bárbaro, quería ocupar un poco de dinerillo que tenía en alquilar uno de aquellos bodegones de la cárcel, mas temiendo el día que pudieran tocar a el arma y por no dejar perdido el empleo, no lo hice y acertélo. Que, como ya hubiese número de veinte y seis galeotes y trujésemos inquieta la cárcel, temió el alcaide no le hiciésemos algún guzpátaro por donde nos despareciésemos. Hizo diligencia en descargarse de nosotros. Un lunes de mañana nos mandaron subir arriba y, dando a cada uno el testimonio de su sentencia, nos fueron aherrojando y, puestos en cuatro cadenas, nos entregaron a un Comisario que nos llevase nuestro poco a poco, un rato a pie y otro paseándonos. Desta manera salimos de Sevilla con harto sentimiento de las izas, que se iban mesando por la calle, arañándose las caras, por su respeto cada una. Y ellos, los sombreros bajos encima de los ojos, iban como corderos mansos y humildes, no con aquella braveza de leones fieros que solían, porque no les valía hacerlos.

No puedo negar haberlo sentido mucho, acordándome de tanto tiempo bueno como por mí pasó y cuán mal supe ganarlo. Vínome a la memoria: «Si esto se padece aquí, si tanto atormenta esta cadena, si así siento aqueste trabajo, si esto pasa en el madero verde, ¿qué hará el seco? ¿Qué sentirán los condenados a eternidad en perpetua pena?» En esta consideración pasé las calles de Sevilla, porque ni mi madre me acompañó ni quiso verme y solo fue, solo entre todos. Caminábamos a espacio, según podíamos, y era harto poco. Porque, cuando yo iba libre, quería detenerse mi compañero a lo que le hacía necesario. El otro iba cojo de llevar el pie descalzo y todos los más muy fatigados. Éramos hombres y, como tales, en sentir ninguno se nos aventajaba.

¡Oh condición miserable nuestra y a cuántos varios y miserables casos estamos obligados! Llegamos a las Cabezas, y al salir dellas una mañana, ya que tendríamos andado poco más de media legua, devisó uno de nosotros a un mozuelo que venía hacia el pueblo con una manada de lechoncillos de cría y, pasando la palabra de uno en otros, nos pusimos en ala, como si fueran las galeras del turco, y, hecho de todos una media luna, les acometimos de tal orden que, cerrando los cuernos delanteros, nos quedaron en medio y, a bien librar del mozuelo, venimos a salir a lechón por hombre. Bien que dio gritos, haciendo exclamaciones, pidiéndole a el Comisario que por un solo Dios nos los mandase volver; mas él se hizo sordo, como quien había de ser el mejor librado, y nosotros pasamos adelante con la presa. Cuando a la venta llegamos a sestear, quisiera el Comisario que partiéramos del hurto con él, que, pues había sido consentidor, tenía la misma parte que cualquier agresor. Mandó le asasen uno, y sobre cuál había de dar el suyo se levantaba un alboroto de la maldición, porque no había en todos nosotros tres que tuviesen uso de razón. Cuando vi el motín y que pudiera justamente hacerme a mí más cargo, por de más entendimiento, dije:

-Señor Comisario, aquí tiene Vuestra Merced el mío a su servicio. Si gustare dello, pues hay harta gente de guarda, mande Vuestra Merced que me deshierren, que yo lo aderezaré de mi mano, que aún reliquias me quedaron de tiempo de un buen cocinero.

Agradecióme mucho el cumplimiento y dijo:

-Verdaderamente, después que vienes a mi cargo, he reconocido en ti cierta nobleza, que debe proceder de alguna buena sangre. Yo te agradezco el presente y holgaré comerlo como lo tienes ofrecido.

Sacóme de la cadena y, encomendándome a las guardas, pedí el recabdo que fue necesario y, según el malo que allí había, no pude más sazonarlo bien de asado con sus huevos batidos y sal. Quisiérale hacer algún relleno, mas faltó lo necesario. Hícele una salsa de los higadillos, que le supo muy bien. Habían llegado en la misma ocasión unos pasajeros, los cuales no poco les pesó de hallarnos allí, por parecerles que aun las orejas no tenían seguras de nosotros. La mesa en que habían de comer era una banca larga, llegada junto a un poyo. La comida se aderezó para todos junta.

El Comisario les hizo cumplimiento. Sentáronse los tres a la hila y el uno dellos tomó su portamanteo y, poniéndolo a sus pies debajo de la mesa, puso también unas alforjas, en que traía queso, la bota del vino y un pedazo de jamón. Y para poderlo sacar mejor, desvió por delante un poco el portamanteo, dejando las alforjas entremedias del y de sus piernas. Yo, cuando vi que tanto se recataba, sospeché que no sin causa y, pidiéndole un cuchillo a la huéspeda, lo metí en el brazo por entre la manga, y poniendo un barreño grande con agua debajo de la mesa y en él una garrafa de vino a enfriar para servir al Comisario, cada vez que me bajaba para querer dar vino, trabajaba un poco en el portamanteo. Hasta que, habiéndole quitado las hebillas y dándole una gentil cuchillada, pegada con la cadenilla, saqué dél dos envoltorios pequeños y algo pesados. Los cuales acomodé por luego en los calzones y, volviendo a ponerle las hebillas, quedó todo cubierto, sin dejarse ver alguna cosa del hurto.

Acabaron de comer, alzóse la mesa, y hecha la cuenta, se fueron los forasteros y nosotros comenzamos a querer aliñar para también hacer lo mismo. Soto, mi camarada, iba en otra cadena diferente. Que no poca pena me daba no poder ir parlando con él. Mas, antes que me herrasen, lleguéme a él de secreto y dile los dos líos, que los guardase, para poder después en mejor ocasión saber lo que llevaban. Recibiólos alegremente y, matando su lechoncillo sin que se lo sintiese alguno, se los metió en el cuerpo y abocóle las asadurillas a la herida, de manera que no se cayesen y mejor pudiese tenerlos encubiertos. Ya, cuando me quisieron meter en la cadena, roguéle a el Comisario me hiciese merced en acomodarme con mi camarada y él de muy buena gana lo hizo. Sacó a uno de los de aquel ramal y trocónos. Íbamos caminando perezosamente, según costumbre. Y a pasos andados díjele a Soto:

-¿Qué os digo, camarada? ¿Dónde guardastes aquello?

Él, como si no me conociera ni le hubiera dado alguna cosa, se hizo tan de nuevas, que me hizo sospechar si acaso habría bebido al uso de la patria y estaba trascordado. Íbale haciendo recuerdos de cuando en cuando y él negaba siempre, hasta que, mohíno, me dijo:

-¿Venís borracho, hermano? ¿Qué me pedís o qué me distes, que ni os entiendo ni os conozco?

No puedo exagerar el coraje que allí recebí de semejante ingratitud en un hombre a quien yo tanto había regalado siempre, que bocado no comí sin que con él partiese, ni real tuve de que no le diese medio y que también había de tener en aquello su parte, que me negase amistad y lo que le había dado. Él era de mala digestión; alborotóse a mis palabras, desentonó la voz con juramentos y blasfemias, que obligaron a el Comisario a quererlo castigar con un palo. Yo, confiado en la merced que me hacía, le supliqué lo dejase, porque iba enojado. Y queriendo saber la causa de tanta descompostura y viendo que ya se quería quedar con todo, hice mi cuenta: «Si a el Comisario le digo lo que pasa, podrá ser que, ya que no todo, a lo menos partirá comigo y tocaré algo siquiera. No se ha de quedar este ladrón con ello, riéndose de mí.» Determinéme a contarle lo sucedido, que no poco se debió de holgar por la codicia que luego le nació de quitárnoslo a entrambos.

Mandóle a Soto que luego diese lo que le había dado. Nególo valentísimamente. Hizo que las guardas lo buscasen. Hicieron su diligencia y no le hallaron memoria dello. Creí que también él hubiese hecho lo que yo y dádolo a otro. Díjele al Comisario que sin duda lo habría rehundido entre los más que íbamos allí, porque real y verdaderamente yo se los di. Él, viendo que palabras blandas, amenazas ni otro algún remedio era parte a que lo manifestase, mandó hacer alto para hacerle dar tomento. Y como allí no había otros instrumentos más que cordeles, diéronselo en las partes bajas. Y en comenzando a querer apretar, por ser tan delicadas y sensibles y él que siempre fue de poco ánimo, confesó dónde los llevaba. Luego le quitaron el lechón -que aun también se quedó sin él-, y sacados los líos para ver lo que iba en ellos, hallaron en cada uno un rosario de muy gentiles corales, con sus estremos de oro, que debían ser encomiendas diferentes. Él se los echó en la faltriquera, prometiéndome hacer amistad por ello y darme lo que yo quisiere. Soto se indinó contra mí de manera que fue necesario volvernos a dividir, porque, aun divididos, le pusieron guadafiones a los pulgares en cuanto iba caminando, porque cuando hallaba guijarros me los tiraba.

Con este trabajo llegamos a las galeras a tiempo que las querían despalmar para salir en corso y, antes de meternos en ellas, nos llevaron a la cárcel, donde pasamos aquella noche con la mala comodidad que las pasadas, y allí peor, por ser estrecha y estar ocupada. Mas, como tal o cual, así la llevamos, y había de ser por fuerza, pues no podíamos, aunque quisiéramos, arbitrar ni escoger. Habló el Comisario con los oficiales reales. Vinieron con los de las galeras y el alguacil real y, habiéndonos ya reseñado y hecho nuestros asientos, dieron su recabdo del entrego a el Comisario y, diciéndome que me vería y lo haría bien comigo, tomó su mula y acogióse, que nunca más lo vi.

Para querernos pasar de la cárcel a las galeras, antes de sacarnos hicieron en ella repartimiento y a seis de nosotros nos cupo ir juntos a una, y -¡mis pecados, que así lo quisieron!- el uno dellos era Soto, mi camarada. Luego nos entregaron a los esclavos moros, que con sus lanzones vinieron a llevarnos y, atándonos las manos con los guardines que para ello traían, fuimos con ellos. Entramos en galera, donde nos mandaron recoger a la popa, en cuanto el capitán y cómitre viniesen, para repartirnos a cada uno en su banco, y, cuando llegaron, anduviéronse paseando por crujía, y los esforzados de una y otra banda comenzaron a darles voces, pidiendo que se les echasen a ellos. Unos decían que tenían allí un pobreto inútil, otros que cuantos había en aquel banco todos eran gente flaca. Y viendo lo que más convenía, me cupo el segundo banco, adelante del fogón, cerca del rancho del cómitre, al pie del árbol. Y a Soto lo pusieron en el banco del patrón. Diome pena tenerlo tan cerca de mí, por la enemistad pasada; que nunca más pudimos digerirnos el uno a el otro. Él a lo menos, que tenía corazón crudo. Porque yo jamás le negué amistad ni le había de faltar en lo que me hubiera menester. Mas él quisiera que, como el Comisario se alzó con todo, se lo hubiera dejado. Y lo hubiera hecho si tan mal pago creyera que había de darme.

Cuando me llevaron al banco, diéronme los dél el bienvenido, que trocara de buena gana por un bienescusado. Diéronme la ropa del rey: dos camisas, dos pares de calzones de lienzo, almilla colorada, capote de jerga y bonete colorado. Vino el barberote. Rapáronme la cabeza y barba, que sentí mucho, por lo mucho en que lo estimaba; mas acordéme que así corría todo y que mayores caídas habían otros dado de más alto lugar. Quité los ojos de los que iban delante y volvílos a los que venían detrás. Que, aunque sea verdad ser la suma miseria la de un galeote, no la hallaba tanta como mi primero malcasamiento, y consoléme con los muchos que semejante tormento quedaron padeciendo. El mozo del alguacil se llegó luego a echarme una calceta y manilla, con que me asió a un ramal de los más mis camaradas. Diéronme mi ración de veinte y seis onzas de bizcocho. Acertó a ser aquel día de caldero y, como era nuevo y estaba desproveído de gábeta, recebí la mazamorra en una de un compañero. No quise remojar el bizcocho, comílo seco, a uso de principiante, hasta que con el tiempo me fue haciendo a las armas.

El trabajo por entonces era poco, porque, como se concertaban las galeras y estaban despalmadas, no servía de otra cosa toda la guzma que de dar a la banda cuando nos lo mandaban, por que no se derritiese con el sol el sebo. Todo el vestido que metí en galera, lo junté y vendí. Hice dello algún dinerillo, el cual junté con otro poco que saqué de la cárcel, y no sabía cómo ni dónde poderlo tener guardado con secreto, para socorrer algunas necesidades que suelen ofrecerse, o para hacer algún empleo con que poder hallarme con seis maravedís cuando los hubiese menester. Y como ni allí tenía cofre, arca ni escritorio cerrado adonde poderlo guardar, me trujo un poco inquieto, sin saber qué hacer dél. En tenerlo comigo corría peligro de los compañeros; darlo a tercero ya tenía experiencia de la mala correspondencia. Todo lo veía malo. Hube de pensarlo bien y resolvíme que no podría darle mejor lugar y secreto, que arrimado con el corazón. Otros lo tienen adonde ponen su tesoro y púselo yo al revés. Busqué hilo, dedal y aguja, hice una landre, donde, cosiéndolo muy bien, lo traía puesto, como dicen, a el ojo, libre de sus amigos, enemigos míos, que siempre me lo andaban asechando, en especial un famoso ladrón, camarada mía de junto a mí, que no fue posible hurtarme dél a media noche y a escuras, para guardarlo en aquella parte; porque, cuando me sentía dormido, me visitaba todo al tiento y, como las alhajas no eran muchas, eran fácilmente visitadas. Recorrióme la mochila, el capote y los calzones, hasta que vino a dar con el almilla, que mejor la pudiera llamar alma, pues con aquel calor vivificaba la sangre con que la sustentaba. Su cuidado era mucho en robarme y no menor el mío en recelarme. Que, si alguna vez me la desnudaba, de tal manera la ponía, que fuera imposible, no llevándome a cuestas, podérmela sacar de abajo.

Con esta solicitud caminaba y estuve mucho tiempo, en el cual, como considerase que dondequiera que un hombre se halle tiene forzosa necesidad para sus ocasiones de algún ángel de guarda, puse los ojos en quien pudiera serlo mío; y, después de muy bien considerado, no hallé cosa que tan a cuento me viniese como el cómitre, por más mi dueño. Que, aunque sea verdad que lo es de todos el capitán como señor y cabeza, nunca suele por su autoridad empacharse con la chusma. Son gente principal y de calidad, no tratan de menudencias ni saben quién somos. También porque [lo] tenía por más vecino y como a tal pudiera regalarlo con facilidad, y por ser el que tiene mano y palo. Desta manera me fui poco a poco metiendo cuña en su servicio, ganando siempre tierra, procurando pasar a los demás adelante, tanto en servirlo a la mesa, como en armarle la cama, tenerle aderezada y limpia la ropa, que a pocos días ya ponía los ojos en mí. No pequeña merced recebía que se dignase de verme, pareciéndome cada vez que me miraba una bula o indulto de azotes y que me dejaba con esto absuelto de culpa y de pena. Mas engañarme, porque, como naturalmente son ásperos y se buscan tales para tal oficio, nunca ponen los ojos para considerar ni agradecer lo bueno, sino para castigar lo malo. No son personas que agradecen, porque todo se les debe. Matábale de noche la caspa, traíale las piernas, hacíale aire, quitábale las moscas con tanta puntualidad, que no había príncipe más bien servido, porque, si le sirven a él por amor, a el cómitre por temor del arco de pipa o anguila de cabo, que nunca se les cae de la mano. Y aunque sea verdad que no es aqueste modo de servir tan perfeto y noble como otro, a lo menos pone mayor cuidado el miedo. Entre unas y otras, cuando lo vía desvelado lo entretenía con historias y cuentos de gusto. Siempre le tenía prevenidos dichos graciosos con que provocarle la risa; que no era para mí poco regalo verle alegre la cara. Ventura tuve con él acerca desto y mereciólo mi buen servicio, porque ya no quería que otro le sirviese las cosas de su regalo, sino yo. En especial que tenía sobre ojos a un forzado que antes que yo le había servido. Porque, con tratarlo bien, siempre andaba desmedrado y cada día se iba más consumiendo. Dábale pena verlo, pues con tener mejor vida que los otros y tanto que le daba de comer de su mismo plato y de lo mejor, era como los potros de Gaeta, que, cuanto más bien los piensan, valen menos y son peores. Viéndonos juntos una tarde sirviéndole a la mesa, me dijo:

-Guzmán, pues tienes letras y sabes, ¿no me dirás qué será la causa que habiendo Fermín entrado en galera robusto, gordo y fuerte y habiéndole procurado hacer amistad, teniéndolo en mi servicio, no comiendo bocado que con él no lo partiese, tanto se desmedra más, cuanto yo más lo acaricio?

Entonces le respondí:

-Señor, para satisfacer a esa pregunta seráme necesario referir otro caso semejante a ése de un cristiano nuevo y algo perdigado, rico y poderoso, que viviendo alegre, gordo, lozano y muy contento en unas casas proprias, aconteció venírsele por vecino un inquisidor, y con sólo el tenerlo cerca vino a enflaquecer de manera, que lo puso en breves días en los mismos huesos. Y juntamente daré a entrambos la solución con otro caso verdadero, y fue desta manera: «Tuvo Muley Almanzor, que fue rey de Granada, un muy gran privado suyo, a quien llamaron el alcaide Bufériz, hombre muy cuerdo, puntual, verdadero y otras muchas partes dignas de su mucha privanza, por las cuales el rey lo amaba tanto y por la confianza que dél tenía, que ninguna dificultad en el mundo lo fuera para él cuando se atravesara de por medio su servicio. Y como lo[s] que aquesta gloria merecen son siempre invidiados de los indignos della, no faltó quien, oyéndole decir a el rey lo dicho, dijo: 'Señor, pues para que veas que no sale cierto lo que tanto encareces del alcaide, pruébalo en alguna dificultad que lo sea, y por la diligencia que para ello pusiere, conocerás de veras las de su alma para contigo.' Fue contentísimo el rey con esto y dijo: 'No sólo le quiero mandar cosa que sea dificultosa, mas aun será imposible.' Y mandándole llamar, le dijo: 'Alcaide, tengo que os encargar una cosa que habéis luego de cumplir so pena de mi desgracia, y es que os entregaré un carnero bueno y gordo, el cual tendréis en vuestra casa, dándole de comer su ración entera, como siempre se le ha dado, y más, si más quisiere, y dentro de un mes me lo habéis de dar flaco.' El pobre moro, que otro no fue siempre su deseo que acertar a servir a su rey, aunque nunca creyó podría salir con un imposible semejante, no por eso desmayó y, recibiendo el carnero, lo hizo llevar a su casa, según se le había mandado; y, puesto a imaginar cómo saldría con su deseo, tanto cavó con el pensamiento, que vino a dar en una cosa muy natural, con que facilísimamente cumplió con el precepto. Hizo que le trujesen hechas dos jaulas, ambas de fuerte madera y de igual tamaño, las cuales puso cercanas la una de la otra y en ellas metió en la una el carnero y en la otra un lobo. Al carnero le daban su ración cumplidamente y a el lobo tan limitada, que siempre padecía hambre y así con ella procuraba cuanto podía, sacando la mano por entre las verjas, llegar adonde la del carnero estaba, por sacarlo della y comérselo. El carnero, temeroso de verse tan cercano a su enemigo, aunque comía lo que le daban, hacíale tan mal provecho, por el susto que siempre tenía, que no solamente no medraba, empero se vino a poner en los puros huesos. Deste modo lo entregó a su rey, no faltándole a lo por él mandado ni cayendo de su acostumbrada gracia.» Mi cuento sirve al propósito, acerca de haberse Fermín enflaquecido en la privanza, pues el temor que tiene de Vuestra Merced, a quien él tanto desea servir, le hace no medrar.

Cayóle al cómitre tan en gracia lo bien que le truje acomodado el cuento, que me hizo mudar luego de banco, pasándome a su servicio con el cargo de su ropa y mesa, por haberme siempre hallado igual a todo su deseo. No por aquella merced, que para mí fue muy grande, habiendo querido excusarme de las obligaciones de forzado, en usar los oficios de galera, dejé por solo mi gusto de acudir a ellos. Quise saber de mi voluntad; que alguna vez podían obligarme de necesidad. Enseñéme a hacer medias de punto, dados finos y falsos, cargándolos de mayor o menor, haciéndoles dos ases, uno enfrente de otro, o dos seises, para fulleros que los buscaban desta manera. También aprendí hacer botones de seda, de cerdas de caballo, palillos de dientes muy graciosos y pulidos, con varias invenciones y colores, matizados de oro, cosa que sólo yo di en ello.

Estando mi peso en este fiel, fue necesario salir a Cádiz mi galera por unos árboles y entenas, brea, sebo y otras cosas. Que fue aqueste viaje la primera cosa en que trabajé. Que, como era tan privado del cómitre, no me obligaban a más de lo que yo quería, y, como aquesta faena no fuese a mi parecer trabajosa, por no ir en alcance o de huida donde importan el trabajo y fuerzas, y por entre puertos de ordinario se boga descansadamente y sin azotes, como por entretenimiento, fui aguantando el remo, sólo por comenzar a saber lo que aquello era en alguna manera. Mas no fue tan poco ni fácil, que a causa de que traíamos remolcando los árboles y entenas, cuando llegamos a dar fondo, no viniese muy bien cansado y sudado, por no querer apartarme de allí ni dar ocasión a murmuración, dejando de la mano lo que una vez quise de mi gusto poner en ella. Fue aquesto causa que con facilidad aquella noche, después de acostado mi amo, me durmiese, dejándome caer como una piedra. Y dilo bien a entender a mis camaradas, pues lo que antes no me habían oído me sintieron entonces, que fue roncar como un cochino. El traidor de mi banco, el primero, como estaba cerca, oyóme y, llamando pasico a otro del mío, muy aliado suyo, le dijo su deseo y buena ocasión que había para hurtarme aquel dinerillo. Acomodáronse ambos, así en la manera del partirlo como del quitármelo, que hubieran salido muy bien con todo si yo no tuviera el padre alcalde. Quitáronmelo con mucha facilidad y luego pasó banco, pareciéndoles que por haber sido de noche y no sentidos de alguno, teniendo ambos firme la negativa, se quedarían con ello.

Después de amanecido, recordados ya todos, yo me levanté algo pesado del sueño, pero ligero de ropa. Porque aquel peso que solía tener encima de mi corazón, ya no lo sentía y pesábame mucho que no me pesase. Miré y hallé mi dinero menos. Quedé mortal, como un defunto. No supe qué hacer. Si callaba, lo perdía, y si hablaba, me lo habían de quitar. Ya me hallé desposeído dello de cualquier manera y entre mí dije: «Si quien me lo quitó no me ha de quedar agradecido ni por ello tengo de recebir dél algún beneficio, mejor será que lo goce quien, ya que se quede con ello, no dejará de hacerme algún reconocimiento, y juntamente con esto quedará castigado el que aqueste daño ha querido hacerme: a lo menos comerálo con dolor, cuando no saque dello algún otro provecho.» Cuando el cómitre se levantó de dormir y le di el vestido, hícele larga relación de mi desgracia, diciéndole cómo había sacado aquellos dinerillos de Sevilla y juntádolos con lo procedido del vestido que metí en galera, lo cual tenía guardado para socorro de algunas necesidades que suelen ofrecerse o para hacer empleo en algo que fuese aprovechado. Enseñéle con esto el falsopeto en que los tenía guardados, que dejaron la señal amoldada, como si fuera cama de liebre que se había levantado della en aquel punto.

Parecióle a el cómitre ser evidente verdad la que le decía y, dándome crédito por sólo aquel indicio y con el amor que me tenía, mandó poner en ejecución dos bancos de adelante y seis de atrás, donde viniendo el mozo del alguacil con el escandallo, le dieron a cada uno cincuenta palos de hurtamano, que les hicieron levantar los verdugos en alto, dejando los cueros pegados en él. Hacíanseles preguntas a cada uno de por sí de lo que sabían de vista o por oídas y, después de bien azotados, los lavaban con sal y vinagre fuerte, fregándoles las heridas, dejándolos tan torcidos y quebrantados, como si no fueran hombres. Cuando sucedió este hurto, acaso no dormía un forzado gitano y, cuando llegó su vez, que lo querían arrizar, dijo que había sentido a su compañero aquella noche antes levantarse y echádose sobre el otro banco mío, pero que no sabía para qué. Cuando el forzado sintió que hablaban dél y lo cargaban, se puso en pie, diciendo que se le había embarazado el ramal en los del otro banco y que tenía el pie de la manilla torcido y se había levantado para desenmarañarla. Mas, como la razón era flaca y no tal que pudiera ser admitida por excusa y más de quien tan bien los conoce, al momento lo arrizaron y diéronle muchos palos más que a los otros. Y fue tanto el coraje que cobró el cómitre con el mozo del alguacil, porque no se los daba con las ganas que él quisiera, que le mandó dar luego a él otros tantos, demás de otros muchos que le dio de su mano con un arco de pipa. Y con aquella ira volvió luego a mandar arrizar otra vez al delincuente, a quien bastaran los azotes ya pasados. Mas cuando se vio arrizar otra vez, creyó del cómitre que lo había de matar a palos hasta que confesase la verdad y tuvo por bien decirla de plano, quién y cómo tenía el dinero y la traza que se había tomado para quitármelo, excusándose lo más que podía, diciendo que bien descuidado estaba él dello, si no lo incitaran.

Fue muy mejorado en azotes por su culpa y volvieron el dinero, que fue de mí muy bien recebido de mano del cómitre, aconsejándome juntamente que lo emplease, aprovechándome dél, que mi comodidad sería muy de su gusto. Iba creciendo como espuma mi buena suerte, por tener a mi amo muy contento y, queriendo salir las galeras, que se habían de juntar con las de Nápoles para cierta jornada, salí a tierra con un soldado de guarda y empleé mi dinerillo todo en cosas de vivanderos, de que luego en saliendo de allí había de doblarlo, y sucedióme bien. Hice, con licencia de mi amo, de aquella ganancia un vestidillo a uso de forzado viejo, calzón y almilla de lienzo negro ribeteado, que por ser verano era más fresco y a propósito.

Ya con las desventuras iba comenzando a ver la luz de que gozan los que siguen a la virtud y, protestando con mucha firmeza de morir antes que hacer cosa baja ni fea, sólo trataba del servicio de mi amo, de su regalo, de la limpieza de su vestido, cama y mesa. De donde vine a considerar y díjeme una noche a mí mismo: «¿Ves aquí, Guzmán, la cumbre del monte de las miserias, adonde te ha subido tu torpe sensualidad? Ya estás arriba y para dar un salto en lo profundo de los infiernos o para con facilidad, alzando el brazo, alcanzar el cielo. Ya ves la solicitud que tienes en servir a tu señor, por temor de los azotes, que dados hoy, no se sienten a dos días. Andas desvelado, ansioso, cuidadoso y solícito en buscar invenciones con que acariciarlo para ganarle la gracia. Que, cuando conseguida la tengas, es de un hombre y cómitre. Pues bien sabes tú, que no lo ignoras, pues tan bien lo estudiaste, cuánto menos te pide Dios y cuánto más tiene que darte y cuánto mejor amigo es. Acaba de recordar de aquese sueño. Vuelve y mira que, aunque sea verdad haberte traído aquí tus culpas, pon esas penas en lugar que te sean de fruto. Buscaste caudal para hacer empleo: búscalo agora y hazlo de manera que puedas comprar la bienaventuranza. Esos trabajos, eso que padeces y cuidado que tomas en servir a ese tu amo, ponlo a la cuenta de Dios. Hazle cargo aun de aquello que has de perder y recebirálo por su cuenta, bajándolo de la mala tuya. Con eso puedes comprar la gracia, que, si antes no tenía precio, pues los méritos de los santos todos no acaudalaron con qué poderla comprar, hasta juntarlos con los de Cristo, y para ello se hizo hermano nuestro, ¿cuál hermano desamparó a su buen hermano? Sírvelo con un suspiro, con una lágrima, con un dolor de corazón, pesándote de haberle ofendido. Que, dándoselo a él, juntará tu caudal con el suyo y, haciéndolo de infinito precio gozarás de vida eterna.» En este discurso y otros que nacieron dél, pasé gran rato de la noche, no con pocas lágrimas, con que me quedé dormido y, cuando recordé, halléme otro, no yo ni con aquel corazón viejo que antes. Di gracias al Señor y supliquéle que me tuviese de su mano. Luego traté de confesarme a menudo, reformando mi vida, limpiando mi conciencia, con que corrí algunos días. Mas era de carne. A cada paso trompicaba y muchas veces caía; mas, en cuanto al proceder en mis malas costumbres, mucho quedé renovado de allí adelante. Aunque siempre por lo de atrás mal indiciado, no me creyeron jamás. Que aquesto más malo tienen los malos, que vuelven sospechosas aun las buenas obras que hacen y casi con ellas escandalizan, porque las juzgan por hipocresía.

Dicen vulgarmente un refrán, que se sacan por las vísperas los disantos. El que quisiere saber cómo le va con Dios, mire cómo lo hace Dios con él y sabrálo fácilmente. ¿Pones tu diligencia, haces lo que tienes obligación a cristiano, son tus obras de algún mérito? Conocerás que recibe Dios tu sacrificio y tiene puestos los ojos en ti. Mira si te trata como se trató a sí. Que señal segura es que tu señor te ama, cuando del pan que come, del vestido que viste, de la mesa y silla en que se sienta, del vino que bebe y de la cama en que se acuesta no hace diferencia de la tuya y todo es uno. ¿Qué tuvo Dios, qué amó Dios, qué padeció Dios? Trabajos. Pues, cuando partiere dellos contigo, mucho te quiere, su regalado eres, fiesta te hace. Sábela recebir, aprovechándote della. No creas que deja de darte gustos y haciendas por ser escaso, corto ni avariento. Porque, si quieres ver lo que aqueso vale, pon los ojos en quien lo tiene, los moros, los infieles, los herejes. Mas a sus amigos y a sus escogidos, con pobreza, trabajos y persecuciones los banquetea. Si aquesto supiera conocer y su Divina Majestad se sirviera dello, de otra manera saliera yo aprovechado. Helo venido a decir, porque verdaderamente, cuando el discurso pasado hice, lo hice muy de corazón y, aunque no digno de poder merecer por ello algún premio, como tan grande pecador, aun aquella migaja de aquel cornadillo al mismo punto tuve la paga. Luego comenzaron a nacerme nuevas persecuciones y trabajos. A Dios pluguiera que como debía lo considerara. Sacóme de aquel regalo, comenzóme a dar toques y aldabadas, perdiendo aquella pequeña sombra de yedra: secóseme, nacióle un gusano en la raíz, con que hube de quedar a la fuerza del sol, padeciendo nuevas calamidades y trabajos por donde no pensé, sin culpa ni rastro della. Y son éstos para quien sabe conocerlos el tesoro escondido en el campo.

Y pues hasta aquí llegaste de tu gusto, oye agora por el mío lo poco que resta de mis desdichas, a que daré fin en el siguiente capítulo.




ArribaAbajo

Capítulo IX

Prosigue Guzmán lo que le sucedió en las galeras y el medio que tuvo para salir libre dellas


Hubo un famoso pintor, tan estremado en su arte, que no se le conocía segundo, y a fama de sus obras entró en su obrador un caballero rico y concertóse con él que le pintase un hermoso caballo, bien aderezado, que iba huyendo suelto. Hízolo el pintor con toda la perfeción que pudo y, teniéndolo acabado, púsolo donde se pudiera enjugar brevemente. Cuando vino el dueño a querer visitar su obra y saber el estado en que la tenían, enseñósela el pintor, diciendo tenerla ya hecha. Y como, cuando se puso a secar la tabla, no reparó el maestro en ponerla más de una manera que de otra, estaba con los pies arriba y la silla debajo. El caballero, cuando lo vio, pareciéndole no ser aquello lo que le había pedido, dijo: «Señor maestro, el caballo que yo quiero ha de ser que vaya corriendo y aqueste antes parece que se está revolcando.» El discreto pintor le respondió: «Señor, Vuestra Merced sabe poco de pintura. Ella está como se pretende. Vuélvase la tabla.» Volvieron la pintura lo de abajo arriba y el dueño della quedó contentísimo, tanto de la buena obra como de haber conocido su engaño. Si se consideran las obras de Dios, muchas veces nos parecerán el caballo que se revuelca; empero, si volviésemos la tabla hecha por el soberano Artífice, hallaríamos que aquello es lo que se pide y que la obra está con toda su perfeción. Hácensenos, como poco ha decíamos, los trabajos ásperos; desconocémoslos, porque se nos entiende poco dellos. Mas, cuando el que nos los envía enseñe la misericordia que tiene guardada en ellos y los viéremos al derecho, los tendremos por gustos.

De cuantos forzados había en la galera ninguno me igualaba, tanto en bien tratado, de como contento en saber que daba gusto. Desclavóse la rueda, dio vuelta comigo por desusado modo nunca visto. Acertó en este tiempo a venir a profesar en galera un caballero del apellido del capitán della, y aun se comunicaban por parientes. Era rico, tratá[ba]se bien y traía una gruesa cadena al cuello, a uso de soldados, casi como la que un tiempo tuve. Hacía plato en la popa, tenía un muy lucido aparador de plata y criados de su servicio bien aderezados. Y al segundo día de su embarcación le faltaron de la cadena diez y ocho esclabones, que sin duda valían cincuenta escudos. Túvose por cierto lo habría hecho alguno de sus criados, porque cuantos entraban en la cámara de popa eran personas conocidas, carecientes de toda sospecha. Mas con todo esto azotaron a los criados del capitán, en caso de duda, y no parecieron para siempre ni se tuvo rastro de quién o cómo los hubiesen llevado. Y para escusar adelante otro semejante suceso, le dijo el capitán a su pariente que lo más acertado sería, para el tiempo que su merced allí estuviese, dar cargo de sus vestidos y joyas a un forzado de satisfación, que con cuidado lo tuviese limpio y bien acomodado, porque a ninguno se le daría por cuenta que se atreviese a hacer falta en un cabello. Al caballero le pareció muy bien, y andando buscando quién de todos los de la galera sería suficiente para ello, no hallaron otro que a mí, por la satisfación de mi entendimiento, buen servicio y estar bien tratado y limpio. Cuando le dijeron mis partes y supo ser entretenedor y gracioso, no vía ya la hora de que me pasasen a popa. Llamaron al cómitre y, habiéndome pedido, no pudo no darme, aunque lo sintió mucho por lo bien que comigo se hallaba. Echáronme un largo ramal, y cuando el caballero me tuvo en su presencia, holgóse de verme, porque correspondían mucho mi talle, rostro y obras. Enfadóse de verme asido, como si fuera mona. Pidióle al capitán me pusiesen una sola manilla y así se hizo.

Desta manera quedé más ágil para poderle mejor servir, así comiendo a la mesa como dentro del aposento y más partes que se ofrecía de la galera. Entregáronme por inventario su ropa y joyas, de que siempre di muy buena cuenta; y de quien él y yo teníamos menos confianza y más recelaba era de sus criados. Porque, como ya me hubiese hecho cargo de la recámara, con facilidad tendrían escusa en lo que pudiesen hurtarme a su salvo. Ellos dormían con el capellán en el escandelar y el caballero en una banca del escandelarete de popa y yo en la despensilla della, donde tenía guardadas algunas cosas de regalo y bastimento. Yo me hallaba muy bien; bien que trabajaba mucho. Mas érame de mucho gusto tener a la mano algunas cosas con que poder hacer amistades a forzados amigos. Y aunque quisiera hacérselas también a Soto, mi camarada, nunca dio lugar por donde yo pudiera entrarle. Deseábale todo bien y hacíame cuanto mal podía, desacreditándome, diciendo cosas y embelecos del tiempo que fuemos presos y él supo míos en la prisión. De manera que, aunque ya yo, cuanto para comigo, sabía que estaba muy reformado, para los que le oían, cada uno tomaba las cosas como quería y, cuando hiciera milagros, había de ser en virtud de Bercebut. Él era mi cuchillo, sin dejar pasar ocasión en que no lo mostrase; mas no por eso me oyeron decir dél palabra fea ni darme por sentido de cuanto de mí dijese. De todo se me daba un clavo; mi cuidado era sólo atender al servicio de mi amo, por serle agradable, pareciéndome que podría ser -por él o por otro, con mi buen servicio- alcanzar algún tiempo libertad.

Cuando venía de fuera, salíalo a recebir a la escala. Dábale la mano a la salida del esquife. Hacíale palillos para sobremesa de grandísima curiosidad, y tanta, que aun enviaba fuera presentados algunos dellos. Traíale la plata y más vasos de la bebida tan limpios y aseados, que daba contento mirarlos, el vino y agua, fresca, mullida la lana de los traspontines, el rancho tan aseado de manera que no había en todo él ni se hallara una pulga ni otro algún animalejo su semejante. Porque lo que me sobraba del día, me ocupaba en sólo andar a caza dellos, tapando los agujeros de donde aún tenía sospecha que se pudiera criar, no sólo porque careciese dellos, más aun de su mal olor.

Tanta fue mi buena diligencia, tan agradable mi trato, que dejaba mi amo de conversar con sus criados y muy de su espacio parlaba comigo cosas graves de importancia. Pero hacía en esto lo que los destiladores: alambicábame y, cuando había sacado la sustancia que deseaba, retirábase o, por mejor decir, se recelaba de mí, que no las tenía todas cabales, por la mala voz con que Soto me publicaba por malo. Empero con todo su mal decir, procuraba yo bien hacer, tanto por sacarlo mentiroso, cuanto porque yo ya no había de tratar de otra cosa, por la resolución tomada de mí en este caso. Contábale cuentos donosos a la mesa, las noches y siestas, procurando tenerlo siempre alegre. Y en especial había dado en melancolizarse unos pocos de días antes, por haber venido una carta de un personaje grave, a quien él tenía particular obligación, el cual en su vida se había querido casar y apretaba mucho por casarlo. Y como así lo viese fatigado, preguntándole la causa de su pesadumbre, me la dijo y aun me pidió consejo de lo que haría en el caso. Yo le respondí:

-Señor, lo que me parece que se le podría responder a quien tanto huyó de casarse y quiere obligar a otro que lo haga es que vuestra Merced lo hará, si le diere por mujer a una de sus hijas.

A mi amo le satisfizo mucho mi consejo, determinando tomarlo como se lo daba y, pasando adelante la plática, en cuanto se hacía horas de comer, me preguntó te dijese, como quien dos veces había sido casado, qué vida era y cómo se pasaba. Respondíle:

-Señor, el buen matrimonio de paz, donde hay amor igual y conforme condición, es una gloria, es gozar en la tierra del cielo, es un estado para los que lo eligen deseando salvarse con él, de tanta perfeción, de tanto gusto y consuelo, que para tratar dél sería necesario referirse de boca de uno de los tales. Mas quien como yo hice del matrimonio granjería, no sabré qué responder tampoco, sino que pago aquel pecado con esta pena. Mujeres hay que verdaderamente reducirán a buen término y costumbres, con su sagacidad y blandura, los hombres más perversos y desalmados que tiene la tierra; y otras, por el contrario, que harán perder la paciencia y sufrimiento al más concertado y santo. Véase por Job el estado en que la suya lo puso, cómo lo persiguió y cuánto le importó asirse de Dios para sólo defenderse della, más que de todas las más persecuciones. Y así, estando en cierta conversación tres amigos, dijo el uno: «Dichoso aquel que pudo acertar a casar con buena mujer.» El otro respondió: «Harto más dichoso es el que la perdió presto, si la tuvo mala.» Y el tercero dijo:«Por mucho más dichoso tengo a el que ni la tuvo buena ni mala.» Lo que aprieta una mujer importuna y de mala digestión, dígalo el provenzal que, cansado ya de sufrir la suya y no teniendo modo ni sciencia para corregirla, por escabullirse della sin escándalo, acordó de irse a holgar con toda su casa y gente a una hacienda que tenía en el campo, para la cual se había de pasar por una ladera de un monte que pasa por junto del Ródano, río caudaloso, que por aquella parte, por ser estrecha y pasar por entre dos montes, va muy hondo y con furiosa corriente. Acordó de tener tres días que no bebió gota de agua una mula en que su mujer había de ir. Y cuando llegaron a parte que la mula devisó el agua, no fueron poderosos de tenerla, que bajándose por la ladera abajo de una en otra peña, llegó al río. De donde, no siendo posible volver a subir ni tenerse, fue forzoso dar ambos dentro dél, quedando la mujer ahogada. Y la mula salió a nado con mucha dificultad lejos de allí, tan cansada y sin tiento que ya no podía tenerse sobre sus pies. Para los que nunca supieron del matrimonio y lo desean, pudiérales traer a propósito lo que les pasó a los tordos un verano, después [de] la cría. Juntóse dellos una bandada espesa, que cubrían los aires, y hecha compañía, se partieron juntos a buscar la vida. Llegaron a un país de muchas huertas con frutales y frescuras, donde se quisieron quedar, pareciéndoles lugar de mucha recreación y mantenimientos; mas, cuando los moradores de aquella tierra los vieron, armaron redes, pusiéronles lazos y poco a poco los iban destruyendo. Viéndose, pues, los tordos perseguidos, buscaron otro lugar a su propósito y halláronlo tal como el pasado; mas acontencióles también lo mismo y también huyeron con miedo del peligro. Desta manera peregrinaron por muchas partes, hasta que casi todos ya gastados, los pocos que dellos quedaron acordaron de volverse a su natural. Cuando sus compañeros los vieron llegar tan gordos y hermosos, les dijeron: «¡Ah, dichosos vosotros y míseros de nós, que aquí nos estuvimos y, cuales veis, estamos flacos! Vosotros venís que da contento veros, la pluma relucida, medrados de carne, que ya no podéis de gordos volar con ella, y nosotros cayéndonos de pura hambre.» A esto le respondieron los bienvenidos: «Vosotros no consideráis más de la gordura que nos veis, que si pasásedes por la imaginación los muchos que de aquí salimos y los pocos que volvemos, tuviérades por mejor vuestro poco sustento seguros, que nuestra hartura con tantos peligros y sobresaltos.» Los que ven los gustos del matrimonio y no pasan de allí a ver que de diez mil no escapan diez, tuvieran por mejor su seguro estado de solos, que los trabajos y calamidades de los mal acompañados.

En esto se llegó la hora de comer y, puesta la mesa, servimos la vianda, según era costumbre, teniendo yo siempre los ojos puestos en las manos de mi amo, para ejecutarle los pensamientos. Mas cuanto en esto velaba, se desvelaba mi enemigo Soto en destruirme; pues, cuando más no pudo, compró a puro dinero su venganza. Hízose amigo con un criado, paje y tal como él, pues el interese lo corrompió contra mí. Prometióle unas gentiles medias de punto que tenía hechas, y dijo que se las daría si cuando alguna vez pudiese, sirviendo a la mesa hurtase alguna pieza de plata della y la llevase a esconder abajo en mi despensilla, sin que yo lo sintiese. Que haría en esto dos cosas: la primera, ganaría las medias que por ello le ofrecía; y lo segundo, él y sus compañeros volverían en su antigua privanza, derribándome a mí della. No le pareció mal a el mozo y, hallándose aquel día con la ocasión de bajar abajo, se llevó en las manos un trincheo, el cual escondió, alzando el tabladillo, en las cuadernas. Después de levantada la mesa, queriendo recoger la plata para limpiarla, hallándolo menos, hice diligencia buscándolo y, como no lo hallase, di noticia de cómo me faltaba, para que se hiciese diligencia en buscarlo por los criados de la popa. El capitán y mi amo creyeron a los principios la verdad; mas, como era testimonio levantado por mi enemigo Soto, luego pasó la palabra, que le oyeron decir que yo con la privanza lo habría hurtado y quería dar a los otros la culpa por quedarme con él.

Ayudóle a ello el mozo agresor y, dando de aquí principio a su sospecha, me apercibió mi amo muchas veces que dijese la verdad, antes que llegase a malas el negocio; mas, como estaba libre, no pude satisfacer con otra cosa que palabras buenas. El traidor del paje dijo que me visitasen la despensilla, que no era posible sino que allí lo tendría escondido. Porque, no habiendo salido fuera de la popa, se habría de hallar en mi aposento. Parecióles a todos bien y, bajando abajo, habiéndolo todo trasegado, buscaron adonde lo había metido y sacándolo dijeron que ya lo hallaron y que lo había yo allí escondido, porque otra persona no era posible haberlo hecho. Pues como esto trujese consigo aparencia de verdad y a mí me cogieron en la negativa, confirmaron por cierta la sospecha, cargándome de culpa. El capitán mandó al mozo del alguacil que me diese cincuenta palos, de los cuales me libró mi amo, rogando por mí que se me perdonase, por ser la primera; y me advirtió que, si en otra me cogían, lo pagaría todo junto.

Nunca más alcé cabeza ni en mí entró alegría, no por lo pasado, sino temiendo lo por venir. Que quien aquélla me hizo, para mayor mal me guardaba cuando de aquél escapase. Y recelándome dello, supliqué con mucha instancia que me relevasen de aquel cargo, que yo quería luego entregar a otro las cosas dél y tendría por mejor que me volviesen a herrar en mi banco. Creyeron que todo había sido y nacido de deseo que tenía de volver a servir a mi amo el cómitre y, cuanto más lo suplicaba, más instaban en que por el mismo caso, aunque me pesase, había de asistir allí toda mi vida. «Pobre de mí -dije-, ya no sé qué hacer ni cómo poderme guardar de traidores.» Hacía cuanto podía y era en mi mano, velando con cien ojos encima de cada niñería, y nada bastó; que ya se iba haciendo tiempo de levantarme y era necesario caer primero.

Una tarde que mi amo vino de fuera, lo salí a recebir como siempre a la escalerilla. Dile la mano, subió arriba, quitéle la capa, la espada y el sombrero. Dile su ropa y montera de damasco verde, que la tenía siempre a punto. Bajé lo demás abajo, poniendo en su lugar cada cosa. Esa misma noche, sin saber cómo, quién o por qué modo, porque, si no fue obra del demonio, nunca pude colegir lo que fuese, que derribando el sombrero de donde lo había colgado, lo hallé sin trencellín, el cual tenía unas piezas de oro; él se despareció en los aires, que, cuando a la mañana lo vi sin él y de aquella manera, quedé asombrado. Hice cuantas diligencias pude buscándolo y ninguna fue de provecho. No pareció ni dél hubo rastro ni memoria. Cuando a mi amo se lo dije, dijo:

-Ya os conozco, ladrón, y sé quién sois y por qué lo hacéis. Pues desengañaos, que ha de parecer el trencellín y no habéis de salir con vuestras pretensiones. Bien pensáis que dende que faltó el trincheo no he visto vuestros malos hígados y que andáis rodeando cómo no servirme. Pues habéislo de hacer, aunque os pese por los ojos, y habéis de llevar cada día mil palos, y más que para siempre no habéis de tener en galera otro amo. Que, cuando yo no lo fuere, os han de poner adonde merecen vuestras bellaquerías y mal trato. Pues el bueno que con vos he usado no ha sido parte para que dejéis de ser el que siempre; y sois Guzmán de Alfarache, que basta.

No sé qué decirte o cómo encarecerte lo que con aquello sentí, hallándome inocente y con carga ligítima cargado. Palabra no repliqué ni la tuve, porque, aunque la dijera del Evangelio, pronunciada por mi boca no le habían de dar más crédito que a Mahoma. Callé, que palabras que no han de ser de provecho a los hombres, mejor es enmudecer la lengua y que se las diga el corazón a Dios. Dile gracias entre mí a solas, pedíle que me tuviese de su mano, como más no le ofendiese. Porque verdaderamente ya estaba tan diferente del que fui, que antes creyera dejarme hacer cien mil pedazos que cometer el más ligero crimen del mundo.

Cuando se hubieron hecho muchas diligencias y vieron que con alguna dellas no pareció el trencellín, mandó el capitán al mozo del alguacil me diese tantos palos, que me hiciese confesar el hurto con ellos. Arrizáronme luego. Ellos hicieron como quien pudo, y yo padecí como el que más no pudo. Mandábanme que dijese de lo que no sabía. Rezaba con el alma lo que sabía, pidiendo al cielo que aquel tormento y sangre que con los crueles azotes vertía, se juntasen con los inocentes que mi Dios por mí había derramado y me valiesen para salvarme, ya pues había de quedar allí muerto. Viéronme tal y tan para espirar, que, aunque pareciéndole a mi amo mayor mi crueldad en dejarme así azotar que la suya en mandarlo, mas, compadecido de tanta miseria, me mandó quitar. Fregáronme todo el cuerpo con sal y vinagre fuerte, que fue otro segundo mayor dolor. El capitán quisiera que me dieran otro tanto en la barriga, diciendo:

-Mal conoce Vuestra Merced a estos ladrones, que son como raposas: hácense mortecinos y, en quitándolos de aquí, corren como unos potros y por un real se dejarán quitar el pellejo. Pues crea el perro que ha de dar el trencellín o la vida.

Mandóme llevar de allí a mi despensilla, donde me hacían por horas mil notificaciones que lo entregase o tuviese paciencia, porque había de morir a palos y no lo había de gozar. Mas, como nadie da lo que no tiene, no pude cumplir lo que se me mandaba. Entonces conocí qué cosa era ser forzado y cómo el amor y rostro alegre que unos y otros me hacían, era por mis gracias y chistes, empero que no me lo tenían. Y el mayor dolor que sentí en aquel desastre, no tanto era el dolor de que padecía ni ver el falso testimonio que se me levantaba, sino que juzgasen todos que de aquel castigo era merecedor y no se dolían de mí.

Pasados algunos días después de esta refriega, volvieron otra vez a mandarme dar el trencellín y, como no lo diese, me sacaron de la despensilla bien desflaquecido y malo. Subiéronme arriba, donde me tuvieron grande rato atado por las muñecas de los brazos y colgado en el aire. Fue un terrible tormento, donde creí espirar. Porque se me afligió el corazón de manera que apenas lo sentía en el cuerpo y me faltaba el aliento. Bajáronme de allí, no para que descansase, sino para volverme a crujía. Arrizáronme a su propósito de barriga y así me azotaron con tal crueldad, como si fuera por algún gravísimo delito. Mandáronme dar azotes de muerte; mas temiéndose ya el capitán que me quedaba poco para perder la vida y que me había de pagar al rey, si allí peligrase, tuvo a partido que se perdiese antes el trencellín que perderlo y pagarme. Mandóme quitar y que me llevasen de allí a mi corulla y en ella me curasen. Cuando estuve algo convalecido, aún les pareció que no estaban vengados, porque siempre creyeron de mí ser tanta mi maldad, que antes quería sufrir todo aquel rigor de azotes que perder el interés del hurto. Y mandaron al cómitre que ninguna me perdonase; antes que tuviese mucho cuidado en castigarme siempre los pecados veniales como si fuesen mortales. Y él, que forzoso había de complacer a su capitán, castigábame con rigor desusado, porque a mis horas no dormía y otras veces porque no recordaba. Si para socorrer alguna necesidad vendía la ración, me azotaban, tratándome siempre tan mal, que verdaderamente deseaban acabar comigo.

Pues para tener mejor ocasión de hacerlo a su salvo, me dieron a cargo todo el trabajo de la corulla, con protesto que por cualquiera cosa que faltase a ello, sería muy bien castigado. Había de bogar en las ocasiones, como todos los más forzados. Mi banco era el postrero y el de más trabajo, a las inclemencias del tiempo, el verano por el calor y el invierno por el frío, por tener siempre la galera el pico al viento. Estaban a mi cargo los ferros, las gumenas, el dar fondo y zarpar en siendo necesario. Cuando íbamos a la vela, tenía cuidado con la orza de avante y con la orza novela. Hilaba los guardines todos, las ságulas que se gastaban en galera. Tenía cuenta con las bozas, torcer juncos, mandarlos traer a los proeles y enjugarlos para enjuncar la vela del trinquete. Entullaba los cabos quebrados, hacía cabos de rata y nuevos a las gumenas. Había de ayudar a los artilleros a bornear las piezas. Tenía cuenta de taparles los fogones, que no se llegase a ellos, y de guardar las cuñas, cucharas, lanadas y atacadores de la artillería. Y cuando faltaba oficial de cómitre o sotacómitre, me quedaba el cargo de mandar acorullar la galera y adrizalla, haciendo a los proeles que trujesen esteras y juncos para hacer fregajos y fretarla, teniéndola siempre limpia de toda immundicia; hacer estoperoles de las filastras viejas, para los que iban a dar a la banda. Que aquesta es la ínfima miseria y mayor bajeza de todas. Pues habiendo de servir con ellos para tan sucio ministerio, los había de besar antes que dárselos en las manos. Quien todo lo dicho tenía de cargo y no había sido en ello acostumbrado, imposible parecía no errar. Mas con el grande cuidado que siempre tuve, procuré acertar y con el uso ya no se me hacía tan dificultoso. Aún quisiera la fortuna derribarme de aquí, si pudiera; mas, como no puede su fuerza estenderse contra los bienes del ánimo y la contraria hace prudentes a los hombres, túveme fuerte con ella. Y como el rico y el contento siempre recelan caer, yo siempre confié levantarme, porque bajar a más no era posible.

Sucedió al punto de la imaginación. Soto, mi camarada, no vino a las galeras porque daba limosnas ni porque predicaba la fe de Cristo a los infieles; trujéronlo a ellas sus culpas y haber sido el mayor ladrón que se había hallado en su tiempo en toda Italia ni España. Una temporada fue soldado. Sabía toda la tierra, como quien había paseádola muchas veces. Viendo que las galeras navegaban por el mar Mediterráneo y se encostaban otras veces a la costa de Berbería buscando presas, imaginó de tratar, con algunos moros y forzados de su bando, de alzarse con la galera. Para lo cual ya estaban prevenidos de algunas armas él y ellos. Las tenían escondidas en sus remiches, debajo de los bancos, para valerse dellas a su tiempo. Mas, como no podía tener su disinio efeto sin tenerme de su bando, por el puesto que yo tenía en mi banco y estar a mi cargo el picar de las gumenas, parecióles darme cuenta de su intención, haciendo para ello su cuenta y considerando que a ninguno de todos le venía el negocio más a cuento que a mí, tanto por estar ya rematado por toda la vida, cuanto por salir de aquel infierno donde me tenían puesto y tan ásperamente me trataban. Quisiérame hablar para ello Soto; mas no podía. Envióme su mensajero, pidiéndome reconciliación y favor en su levantamiento. Respondíle que no era negocio aquél para determinarnos con tanta facilidad. Que se mirase bien, considerándolo a espacio, porque nos poníamos a caso muy grave, de que convenía salir bien dél o perderíamos las vidas. Al moro que me trujo la embajada, no le pareció mal mi consejo y dijo que llevaría mi respuesta a Soto y me volvería otra vez a hablar.

En el ínterin que andaban las embajadas, hice mi consideración, y como siempre tuve propósito firme de no hacer cosa infame ni mala por ningún útil que della me pudiese resultar, conocí que ya no era tiempo de darles consejo, así por su resolución, como porque, si les faltara en aquello, temiéndose de mí no los descubriese, me levantarían algún falso testimonio para salvarse a sí, diciendo que yo, por salir de tanta miseria, los tenía incitados a ellos. Diles buenas palabras y híceme de su parte, quedando resueltos de ponerlo en ejecución el día de San Juan Baptista por la madrugada. Pues, como ya estábamos en la víspera y un soldado viniese a dar a la banda, cuando me levanté a quererle dar el estoperol, díjele secretamente:

-Señor soldado, dígale Vuestra Merced al capitán que le va la vida y la honra en oírme dos palabras del servicio de Su Majestad. Que me mande llevar a la popa.

Hízolo luego y, cuando allá me tuvieron, descubrióse toda la conjuración, de que se santiguaba y casi no me daba crédito, pareciéndole que lo hacía porque me relevase de trabajo y me hiciese merced. Mas cuando le dije dónde hallaría las armas, quién y cómo las habían traído, dio muchas gracias a Dios, que le había librado de tal peligro, prometiéndome todo buen galardón. Mandó a un cabo de escuadra que mirase los bancos que yo señalé y, buscando las armas en ellos, las hallaron. Luego se fulminó proceso contra los culpados todos y, por ser el siguiente día de tanta solemnidad, entretuvieron el castigo para el siguiente. Quiso mi buena suerte y Dios, que fue dello servido y guiaba mis negocios de su divina mano, que abriendo una caja para colgar las flámulas de las entenas del árbol mayor y trinquete, tanto en hacimiento de gracias como a honor y regocijo del día, hallaron dentro della una cama de ratas y el trencellín de mi amo.

Soto, queriéndolo confesar y pidiéndome perdón del testimonio que me fue levantando del trincheo, declaró juntamente cómo y por qué lo había hecho y que, aunque me había prometido amistad, era con ánimo de matarme a puñaladas en saliendo con su levantamiento. De todo lo cual fue Nuestro Señor servido de librarme aquel día. Condenaron a Soto y a un compañero, que fueron las cabezas del alzamiento, a que fuesen despedazados de cuatro galeras. Ahorcaron cinco; y a muchos otros que hallaron con culpa dejaron rematados al remo por toda la vida, siendo primero azotados públicamente a la redonda de la armada. Cortaron las narices y orejas a muchos moros, por que fuesen conocidos, y, exagerando el capitán mi bondad, inocencia y fidelidad, pidiéndome perdón del mal tratamiento pasado, me mandó desherrar y que como libre anduviese por la galera, en cuanto venía cédula de Su Majestad, en que absolutamente lo mandase, porque así se lo suplicaban y lo enviaron consultado.

Aquí di punto y fin a estas desgracias. Rematé la cuenta con mi mala vida. La que después gasté, todo el restante della verás en la tercera y última parte, si el cielo me la diere antes de la eterna que todos esperamos.










Arriba
Anterior Indice