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Capítulo XXXI


De las cosas que hizo don garcía llegado a la concepción


Después de haber tenido don García tan buen suceso en guerra y paz, y reparado las ciudades de el reino de gente, armas y municiones, se fué a la Concepción por respeto de estar en mitad de el reino para los negocios que se ofreciesen, ansí de guerar como de gobierno. llegado [a] aquella ciudad envió sus capitanes [a] acabar de asentar sus términos, y trató con los vecinos se proveyesen de herramientas y bastimentos con que el verano adelante todos sacasen oro para acreditar aquel pueblo y reparar las necesidades, pues estaban tan pobres. Venida la primavera, como estaban pertrechados, cada uno comenzó con los más indios que pudo, haciendo asiento en lugar que con alguna seguridad pudiesen los cristianos estar a manera de fuerte, siete leguas de la Concepción; día sennialado para todos se comenzó tomando minas por orden. Traía don García por sus criados sacando oro seiscientos indios; que dando las minas buenas muestras se aprovechaban en general vecinos y soldados, y los que a las minas iban sacaron aquel año mucho oro, con que se proveyeron para adelante de ganados, ropas y otras cosas de que tenían necesidad para sus personas, y a la voz de el oro acudieron mercaderes con sus haciendas. Usó don García aquel año de mucha generosidad con pobres casados y con algunos soldados y criados que le servían, de hacelles dar todo el oro que en las minas le sacaban de domingo a domingo, repartiendo las semanas a cada tino conforme a su necesidad y merecer; que cierto, aunque otras cosas tuvo de mancebo, siempre resplandeció en él mucha virtud: desta manera repartía el oro que le sacaban, aprovechándose él poco, si no era de la gloria que rescebía en dallo.

Desde la Concepción proveía [a] Arauco y a Cañete de gente siempre que le avisaron tenían della necesidad, y envió al capitán don Pedro de Avendaño con cuarenta soldados a caballo que anduviesen en la comarca de Cañete asentando los indios que estaban poblados en la sierra y castigando a los de guerra. Era don Pedro hombre cruel con los indios; rescebía gran contento, [en] matallos, y él mesmo con su espada los hacía pedazos; de que le tenían gran temor en toda la provincia, y esta crueldad le causó la muerte, como adelante se dirá, porque unos indios conjuraron contra él y lo mataron.

Estando de paz en este tiempo, algunos soldados, desgustosos de don García por no habelles dado de comer, siendo como eran antiguos, entendiendo de él los tenía en poco, por huir de su presencia se iban a Santiago, ciudad la más principal del reino, y desde allí algunos dellos derramaban cartas con nuevas falsas, como le parecía a cada uno echallas. El licenciado Santillán, a quien don García había traído de Chile para las cosas de justicia, residía en Santiago, al cual le pareció era bien aclarallo: hallando culpable, por la información que hizo, a un soldado llamado Ibarra, lo ahorcó. Fué parte este castigo para que de allí adelante no se echasen más nuevas en aquella ciudad, aunque en la de Valdivia se extendió nueva que Villagra venía por gobernador, de que muchos vecinos y otras personas se holgaron. Estos, partiendo con la primera nueva, como hombres torpes, aquella noche que de ello tuvieron plática salieron de sus casas con hachas de carrizo: regocijados anduvieron por la ciudad mostrando el placer que tenían; y como al que manda no se le asconde cosa alguna, mandó [D. García] al capitán Gaspar de la Barrera fuese por ellos y se los trajese a donde él estaba; llegados, los envió con Francisco Vásquez de Eslava los entregase en la ciudad de Cañete, como a hombre de confianza, al capitán que allí estaba, para que sustentasen aquella ciudad algún tiempo. En estos días, don Pedro haciendo la guerra, se asentaron muchos indios, de que resultó venir los demás a dar la paz.

Don García, para dar más calor a la guerra, y que todo estuviese bien asentado, después de haber estado el invierno en la Concepción, el verano adelante se fué a la casa de Arauco, que ya estaba acabada y tenía aposentos para poder estar en ella. Puesto allí con sus criados y amigos, los vecinos de Tucapel anduvieron buscando oro aquel verano en sus términos para no illo a sacar a otra parte, de que hallaron grande muestra en muchas partes. También mandó a don Miguel de Velasco que con cuarenta soldados fuese a poblar la ciudad de Angol, que en tiempo de Valdivia había sido poblada en aquel mismo sitio y lugar, y que los vecinos que estaban en Concepción, Tucapel e Imperial fuesen a residir a ella, pues tenían los indios en su comarca. Hubo tanto efeto que asentada la tierra, será esta ciudad muy principal en el reino para en guerra y paz, porque tiene todas las partes buenas que una ciudad para ennoblecerse debe tener.

También envió por vía de ruego al padre sochantre Molina, antiguo en las Indias, hombre de buena vida, que predicase y amonestase aquellos indios a vivir en la fe de Jesucristo, o por lo menos que guardasen la ley natural, lo cual no hacían, antes cada uno tenían todas las mujeres que podían sustentar. Hizo este padre mucho fruto, porque rescibieron agua de Espíritu Santo infinidad de niños, muchachos y mujeres que por la mala orden de algunos gobernadores, y por pecados de el reino, todo se ha perdido.




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Capítulo XXXII


De cómo don García se fué a la ciudad de Santiago, donde tuvo nueva de la muerte de su padre el Marqués de Cañete, y la oración que hizo al pueblo cuando se quiso ir


Estando de paz toda la provincia que tantos años había estado de guerra, don García, como hombre que ya en su pecho tenía concebido irse de el reino, quiso ir a la ciudad de Santiago. Habiendo poco más de tres años que gobernaba a Chile, conocía la pobreza de la tierra, constándole que el hombre que lo gobernase no tenía necesidad de tanta casa como él tenía, sino dos pajes y un mozo de espuelas, porque en aquel tiempo en todo el reino no se sacaba oro si no era en las ciudades Santiago y Serena (después acá se ha ennoblecido el reino por el mucho oro que se ha sacado y sacan de ordinario, y se sacara de cada día más, si las guerras no lo hubieran estorbado); por este respeto despidió alabarderos y criados, que aunque tenía veinte mill pesos de salario no los cobraba, que no había tanto dinero en las cajas del rey que se pudiese pagar: quedando tan a la ligera, que después de haber repartido sus caballos y algunas preseas en amigos y en otros aficionados, mandó juntar el pueblo en las casas de su morada, en una sala grande. Les habló desta manera; destocándose comenzó a decilles: «El marqués mi padre me envió a este reino como a gobierno que estaba a su cargo, hasta que su majestad otra cosa mandase, y por más serville me quise ocupar, como vuestras mercedes han visto, en paz y en guerra, en todo aquello que en general se ha ofrecido, gastando mi edad en cosas virtuosas, como es poblar ciudades, quietar esta provincia. Siendo Dios servido, conforme a un deseo, darme buenos sucesos para ampliar este reino, pues de mis trabajos ha resultado tener vuesas mercedes remedio en sus casas y principio para ser ricos, de que yo me huelgo infinito, aunque no saco desto barato, sino haber gastado lo que traje del Pirú mío, y lo que mi padre me dió, que con ello, y con lo que después me envió, pudiera ser rico: me huelgo en gran manera salir de Chile pobre, pues todos vieron la casa que traje cuando en este reino entré, y la que agora tengo; y saber que no lo he vendido, sino que lo he dado, y mucha parte dello gastado para sustentarme; y que vine mozo, y agora parezco diez años de más edad de la que tengo; y es cierto que si a Chile pobre hubiera venido, y me estuviera en el Pirú, tuviera más de doscientos mill pesos, con que pudiera en Castilla comprar más de diez mill ducados de renta. Esto creo bien lo conoscerán todos ser ansí, pues en verdad que pueden vuesas merecedes creer que siento tanto salir de esta ciudad, como cuando salí de casa de mi padre para venir al Pirú, por tener conoscidos a todos, unos por amigos y a otros por aficionados; quisiera no ir a Santiago, mas conviéneme desde más cerca tratar y comunicar con mi padre dé orden en mi remedio con su majestad, pues le ha servido como todos han visto. Es el mandar tan envidioso de suyo, y todo gobierno presente tan odioso, que aunque en esta tierra tengo muchos amigos, sé que tengo más enemigos; pero con verdad ninguno dellos dirá que me he hecho rico en Chile; a mí ni a mis criados he enriquecido, antes algunos amigos míos, por seguirme, gastaron sus haciendas, y se han quedado sin ellas, y yo no he podido dalles otras, ni tengo de qué recompensalles como yo quisiera.» Y en lo último les dijo: «Enternéscome tanto, que no puedo decir la que quisiera.» Volviendo las espaldas con buen comedimiento, los dejó y se metió en su aposento. Fué cosa de notar que los que estaban presentes hubo pocos que no arrasasen los ojos de agua, aunque muchos estaban mal con él, porque en el repartimiento que hizo de los indios tuvo más cuenta con los que consigo trajo del Pirú que con los antiguos que en el reino había; como era cierto habían servido mucho al rey, dejó a muchos dellos necesitados, sin remedio, e ansí lo están el día de hoy: de esto se quejaban dél, y deseaban velle fuera del reino, porque su nombre en aquel tiempo les era odioso.

Desde a dos días después de haber repartido su recámara entre algunos vecinos y amigos, se fué a Santiago, donde fué bien rescebido, por saber había mudado mucho en condición y aspereza, que si don García no entrara en Chile tan altivo despreciando los hombres, y tuviera alguna afabilidad y llaneza, fuera en gran manera bien quisto; y ansí en Santiago le querían mucho. Desde a poco le llegó nueva el marqués su padre era muerto, y que venía por gobernador de Chile Villagra, a quien había enviado preso cuando entró en el gobierno; luego se retiró a un monasterio de la Orden de Sant Francisco, que parescía había adivinado lo que había de pasar por él, y mandó a un navío pequeño que se halló en el puerto de Santiago fuese a la Ligua, que es un río entre la ciudad de la Serena y el puerto de Valparaíso, veinte e dos leguas de Santiago; allí se embarcó con dos criados para el Pirú. Poco antes de su partida fué Dios servido se descubriesen las minas de Chuapa, cosa riquísima de oro, y las minas de Valdivia, por extremo ricas, que dellas unas y otras se ha sacado en catorce años grandísimo número de pesos de oro.

Era don García cuando vino al gobierno de Chile de veinte años; gobernó cuatro años bien y con buena fortuna; tenía buena estatura, blanco, y las barbas que le salían negras, los ojos grandes; bien hablado, y se preciaba dello; honesto en su vivir, porque para la edad que tenía nunca se le sintió flaqueza en vicio de mujeres; era amigo de visitar pocas, y no tan de ordinario que se le echase de ver. Trajo consigo algunos hombres principales y viejos, a los cuales se sabía que el mismo don García corregía de algunos vicios, que era mucho para tan poca edad no caer él en ellos. Dejó por su teniente de todo el reino al capitán Rodrigo de Quiroga, para que como su persona lo tuviese en justicia.

En el cual tiempo, los indios de Puren estaban conjurados, y tenían determinado de matar al capitán don Pedro de Avendaño, para el cual efeto acordaron venille a servir en las cosas que él mandase. Don Pedro les mandó hacer la sementera de trigo, y que algunos dellos se ocupasen en cortar tablas para una casa que quería hacer. Estando con tres amigos españoles en las casas de los indios, vinieron un día al poco más de mediodía con las tablas. Don Pedro estaba durmiendo cuando los indios llegaron; al ruido se levantó a ver qué era. Los indios descargaron las tablas que traían a los hombros; mostrando venían cansados le preguntaron si eran buenas. Don Pedro se abajó a ver el grueso que tenían. Un indio, que para ello estaba apercebido, con una hacha que tenía en las manos, en abajándose, le dió un golpe en la cabeza, y tras aquél, otro, y dando una grande grita dieron en los otros que con él estaban, e saliendo a ella los mataron todos. Un criado que don Pedro allí tenía mancebo, valiente hombre llamado Pedro Paguete, vizcaíno, que muchas veces se había visto en la guerra con indios, andaba cavando para sembrar; como sintió la revuelta, entendiendo lo que era, quiso huir; no le dieron lugar, porque los indios lo cercaron. Peleó valientemente con todos ellos, mató muchos; mas como era solo y no tuvo socorro y los enemigos muchos, lo mataron. Luego, se estendió la nueva por la comarca: sabido en la ciudad de Angol, que estaba cerca, dieron aviso al capitán Rodrigo de Quiroga que asistía en la Concepción. Fué cosa que no se puede decir la presteza que tuvo en irlo a castigar con ser en mitad del invierno; llegó a Puren, donde lo habían muerto, y envió desde allí a la ciudad Imperial que le viniesen a ayudar [a] aquel castigo algunos vecinos y soldados: vinieron muchos, porque era y fué siempre muy bien quisto en general. Castigó muchos indios de los culpables, y porque se habían retirado los demás a una ciénaga grande que hacía dos leguas de longitud y era menester con muchos indios amigos y más número de gente hacelles la guerra para llegallos a lo último, teniendo nueva que en la ciudad de Santiago esperaban a Villagra, que venía por gobernador, se volvió a la Concepción y de allí se fué a la de Santiago a rescebir la voluntad del rey.




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Capítulo XXXIII


De cómo Francisco de Villagra vino por gobernador a Chile y del rescebimiento que se le hizo en la ciudad de Santiago, y de lo que él hizo después


Gobernando el reino del Pirú el marqués de Cañete como visorrey que el emperador don Carlos había proveído, el rey don Felipe, después que heredó todos los reinos que su invitísimo padre tenía, por causas que le movieron, proveyó al reino del Pirú nuevo gobierno, y así mesmo al gobierno de Chile a Francisco de Villagra sacando dél a don García de Mendoza, hijo del marqués de Cañete, que gobernaba al Pirú, por noticia que de Villagra tenía y cartas que había rescebido de los cabildos y ciudades del reino en que lo enviaban a pedir cuando envió a Gaspar Orense a España a hacer sus negocios con el rey, queriendo hacelles merced con este proveimiento. Vino un sacerdote deudo suyo, hombre principal, llamado Agustín de Cisneros, que mucho lo había solicitado en corte. Partió de Castilla trayendo consigo la mujer de Villagra y algunas deudas otras; se embarcó en Sanlúcar. Llegado a Nombre de Dios halló buen aviamiento para la otra mar del Sur hasta que llegó al puerto de los Reyes, donde Villagra estaba; allí le dió los despachos que de la gobernación le traía. Luego se comenzó [a] aprestar para venir a Chile, y en el entre tanto envió un criado suyo con un traslado de su provisión para que constase la merced que su majestad le había hecho. Llegado que fué, algunos que con Villagra estaban bien y otros que con don García habían estado mal, se regocijaron y holgaron, aunque después que tuvo el gobierno en sí comenzaron a sentir su daño por la mala maña que se daba, que ser capitán o ser gobernador va mucho de lo uno a lo otro. Villagra, para tan gran cosa como le había llegado, hallábase pobre de dineros; mas como tenía tan buena mano en buscarlos procurándolos con el crédito del gobierno y la gran fama que tenía aquella provincia de minas ricas de oro, halló más de los que hubo menester que le prestaron a pagar en Chile, y algunos de los que se los dieron se vinieron con él, creyendo que de más de cobrallos les hiciera alguna merced en aquel reino, y fué Dios servido que el uno dellos murió a manos de indios muerte muy cruel, y el otro vivió pocos días pobre, pudiendo vivir en el Pirú ricos.

Aderezado Villagra, se embarcó con su casa y algunos soldados que con él quisieron venir; navegando con buen tiempo llegó a la ciudad de la Serena, llamada Coquimbo por otro nombre, ques a la entrada del reino; desde allí se vino por tierra a la ciudad de Santiago, donde le estaban esperando de todo el reino muchos vecinos y hombres principales. La justicia y regimiento le tenían aparejado un recebimiento, el mejor que ellos pudieron, conforme a su posible. En la calle principal, por donde había de entrar, hicieron unas puertas grandes, a manera de puertas de ciudad, con un chapitel alto encima, y en él puestas muchas figuras que lo adornaban; y la calle toldada de tapicería, con muchos arcos triunfales, hasta la iglesia; por todos ellos muchas letras y epítetos que le levantaban en gran manera, dándole muchos nombres de honor; y una compañía de infantería, gente muy lustrosa y muy bien aderezada, y por capitán della el licenciado Altamirano, y otra compañía de caballo con lanzas y dargas, y más de mill indios, los más dellas libres, con las mejores ropas que pudieron haber todos. En orden de guerra les salieron a rescibir al campo, fuera de la ciudad, a la puerta de la cual quedaba el cabildo esperándole, con una mesa puesta delante de la puerta de la parte de afuera, cubierta de terciopelo carmesí, y baja a manera de sitial, con un libro misal encima para tomalle juramento, como es costumbre a los príncipes, que cierto, porque me hallé presente, toda la honra que le pudieron dar le dieron. De esta manera llegó a la puerta de la ciudad, encima de un macho negro, pequeño más que el ordinario, con una guarnición de terciopelo negro dorada, y una ropa francesa de terciopelo negro aforrada de martas; lo metieron en la ciudad como a hombre que querían mucho, y le habían tenido por amigo mucho tiempo. Después de las cerimonias del juramento lo llevaron a la iglesia debajo de un palio de damasco azul, llevándole dos alcaldes el macho por la rienda, y desde allí a casa del capitán Juan Jufre, que era su posada. Y habiendo sido informado Villagra que había nescesidad de gente en la Concepción y Tucapel, [y que] a causa de la muerte de don Pedro de Avendaño se alborotaba la provincia, envió al capitán Reinoso con comisión que castigase y quietase aquellos indios, y le avisase de todo lo que entendiese que convenía a la quietud de la provincia.

Los indios, cuando supieron que Villagra venía por gobernador, se alegraron, diciendo que con él siempre les había ido bien, que querían tomar las armas y pelear, pues don García era ido, que les parecía se había de acordar de cuando lo desbarataron en la cuesta de Arauco, y había de querer vengar tantos cristianos como allí murieron; y pues le tenían por hombre que por la guerra no se le hacían bien sus cosas, que se juntasen todos y a un tiempo se alzasen y declarasen por enemigos, como lo hicieron. Francisco de Villagra, después que desembarcó en la Serena, parescía venir prenosticando al reino mal agüero, y que de su venida les había de venir mucho mal en general a todos, porque en desembarcando se inficionó el aire de tal manera, que dió en los indios una enfermedad de viruelas, tan malas, que murieron muchos de toda suerte, que fué una pestilencia muy dañosa, y por ella decían los indios de guerra, que Villagra no pudiendo sustentarse contra ellos, como hechicero había traído aquella enfermedad para matarlos, de que cierto murieron muchos de los de guerra y de paz.




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Capítulo XXXIV


De cómo Francisco de Villagra salió a la primavera de la ciudad de Santiago para ir a la de Cañete por la provincia de arauco, y de lo que hizo


Después que fué informado Villagra de la alteración que los indios tenían con su venida, para dalles algún estorbo y ponelles temor, envió al capitán Reinoso, como atrás dije, y desde a poco envió a tu hijo Pedro de Villagra, mancebo de buena esperanza por las partes que tenía de virtud, con cuarenta soldados bien aderezados a caballo, que fuese a Tucapel, y en compañía de Reinoso hiciese la guerra por la orden que le diese, al cual obedeciese en todo lo que le ordenase. Ido Pedro de Villagra, desde a pocos días se partió su padre a la Concepción, y de allí, pasando el río de Biobio, entró en Arauco, que estaba de paz, hablando y sosegando a los principales para que no entendiesen traía la voluntad que les habían dicho; llevando en su compañía un religioso fraile de la Orden de Santo Domingo, llamado fray Gil de Ávila, llegó a Cañete, que es en la provincia de Tucapel. Los indios se estuvieron a la mira, sin declararse, sino algunos que vivían en la montaña, hasta ver lo que el tiempo les decía que hiciesen; y fué para ellos, conforme a su disinio, tan provechosa la ida de fray Gil, aunque más dañosa para su quietud y caso presente, porque Reinoso, cuando allí llegó, quiso con su buen entendimiento asentar los indios poniéndoles temor con las armas, y regalándolos por otra parte con amonestaciones de palabras, con las cuales hizo poca impresión en ellos, antes viendo que si algunos indios se tomaban en la guerra de los que no querían servir, después de haberles hecho una oración, los enviaba por mensajeros, puesto caso que los más repartimientos estaban de paz. Estos, viendo que ellos servían y los trabajaban, y que los que estaban de guerra se holgaban y no los castigaban, decían que por lo que vían presente entendían era en daño de los indios que a los cristianos eran amigos, y en provecho de los que les eran enemigos: con esta plática se alzaron todos, sin quedar indio ninguno de paz en aquella provincia. Juntásele a Villagra para no acertar a hacer la guerra, que fray Gil, en las oraciones que hacía a los soldados, les decía se iban al infierno si mataban indios, y que estaban obligados a pagar todo el daño que hiciesen y todo lo que comiesen, porque los indios defendían causa justa, que era su libertad, casas y haciendas; porque Valdivia no había entrado a la conquista como lo manda la Iglesia, amonestando y requiriendo con palabras y obras a los naturales; en lo cual se engañaba como hombre que no lo vido, mas de que como era de buen entendimiento, encima de una obra de causa formaba lo que quería; porque yo me hallé presente con Valdivia al descubrimiento y conquista, en la qual hacía todo lo que era en sí como cristiano. Volviendo a fray Gil, eran sus palabras dichas con tanta fuerza, que hacían grande impresión en los ánimos de los capitanes y soldados, y acaesció vez que Villagra estaba hablando algunos soldados que hiciesen lo que sus capitanes les mandasen, y alanceasen a los indios todos que pudiesen, fray Gil les decía que los que quisiesen irse al infierno lo hiciesen ansí era una grandísima confusión ver estas cosas y que Villagra no las remediase, y ansí se hacía la guerra perezosamente. Los vecinos de Cañete le importunaban se fuese de aquella ciudad y les dejase gente para hacer la guerra: que no le podían sustentar de bastimentos, y los descargase en alguna parte. Villagra les dejó a su hijo Pedro de Villagra, y con él al capitán Reinoso, con ciento y veinte hombres de guerra, fuera de los que sustentaban la ciudad, y él se fué a la ciudad de los Infantes, que estaba diez leguas de Cañete. Estando allí pocos días se partió a la Imperial; parando en ella poco, pasó a la Ciudad Rica, que estaba cerca de las minas de Valdivia, muy ricas de oro. En aquel tiempo había Francisco de Villagra desde la ciudad de Santiago enviado delante al licenciado Altamirano con comisión suya fuese a las minas, y que, como Justicia, tuviese cuenta con todos los que andaban sacando oro, y que cada noche rescibiese el oro que sacasen y lo metiese en un cofre, teniendo cuenta de quién y cuyo era, para que cada uno hubiese lo que fuese suyo. Querían decir que Villagra hacía aquella diligencia para después, en montón, hacer dello servicio a su majestad; otros decían cosas diferentes destas; mas el juez reto, que es Dios, lo desbarató todo de como él lo tenía pensado, porque dió tantas viruelas a los indios que lo sacaban, y morían tantos de aquella pestilencia, que algunos religiosos, poniéndoselo por cargo, mandáse dejase de sacar, y lo sacado se acudiese a cuyo era. También le sucedió en este tiempo que estando en la Ciudad Rica la pascua de navidad del año de sesenta y tres que enfermó de mal de ijada, con algunas calenturas de que pensó morir, y de un mal que le dió en los empeines de los pies de tan terrible dolor, que no podía andar a pie ni a caballo. Estando en mejor disposición, en convalecencia, aunque poco, por algunas cartas que tuvo de la Concepción, en que en efeto le afeaban el irse a las ciudades de paz dejando lo de guerra tan mal reparado, y que los soldados que habían quedado en Tucapel pedían licencia para irse de la guerra, diciendo que Villagra iba con ánimo de repartir los indios y dallos a quien a él le paresciese, dejándolos a ellos olvidados. Entendiendo que sería posible su ausencia causar alguna desenvoltura entre ellos, se puso en una silla, en hombros de indios se hizo llevar a la Imperial, y desde allí a la ciudad de los Infantes: hizo algún efeto su vuelta, no para que los indios por ella diesen muestra de venir de paz, sino para que los soldados que en la guerra andaban hiciesen con mejor voluntad lo que les fuese mandado; antes los indios trataban venir sobre la ciudad y quemar las casas en que vivía. Villagra, como se vido tan enfermo, quiso ponerse en cura: aderezado un aposento, tomó la zarzaparrilla, y estuvo en la cama dos meses; mejoró algo, y porque entraba el invierno, dejando contentos con palabras a muchos, llevando consigo a otros se fué a la Imperial, en donde llegó por legado de la ciudad de Santiago el capitán Bautista de Pastene, pidiéndole en nombre de aquella ciudad les enviase por su teniente a Pedro de Villagra, su hijo, por respeto de no llevarse bien con el capitán Juan Jufre, a quien había dejado por su justicia mayor: Villagra lo hizo ansí, como se le pidió. Pasando las aguas del invierno se fué a la ciudad de Valdivia, diciendo era tiempo de venir navíos del Pirú, y que quería hallarse allí por causas que convenían al bien del reino, y al verano bajar a la Concepción por la mar y llevar la gente que pudiese.




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Capítulo XXXV


De cómo Francisco de Villagra llegó a la ciudad de Valdivia, e yendo a la concepción por la mar con viento contrario fué a la nueva Galicia, y de las cosas que le acaescieron


Habiendo pasado las aguas del invierno, Villagra se puso en camino para ir a la de Valdivia. Los vecinos de aquella ciudad estaban temerosos si les removería los indios que tenían o no, y con este temor se desvelaron en hacelle el mejor rescebimiento que pudieron con gente de a pie y de caballo, a uso de guerra, y le enviaron un barco al camino bien esquilado, con mucho refresco, para que en el barco viniese por el río que pasa junto a las casas de la ciudad, grande y de mucha hondura, y a la boca de este río, porque hace una isla que lo divide en dos partes, atravesaron un navío sobre áncoras con mucha artillería que le hiciese salva quando llegase. Después de rescebido con esta orden le llevaron a su posada, donde le fatigó, el dolor de los pies en gran manera, por cuyo respeto de ordinario se estaba en la cama, y allí negociaban los que tenían negocios; cuando se sentía en mejor disposición, que se levantaba, estaba en una silla, y ansí ya enfermo, ya mejor, pasó aquel invierno, y a la primavera por el mes de otubre, que por aquel tiempo entra el verano en el reino de Chile, fletó un navío a costa del rey, y embarcando en él treinta caballos y cuarenta soldados salió del puerto de Valdivia a la mar año de sesenta y tres, diciendo al piloto navegase a donde el tiempo le quisiese llevar, aunque no tan confiado de su ventura como Otaviano César, porque Villagra siempre fué mohino en las cosas de guerra, pues saliendo a la mar con buen tiempo para su viaje, revolvió tramontana. Corriendo el navío con el temporal fué a parar al arcipiélago de Chilué, provincia de la Nueva Galicia que después se llamó ansí.

Villagra, antes de su viaje, había enviado un bergantín que lo descubriese, qué tierra tenía aquella costa hacia el estrecho de Magallanes; cuando vino le trajo nueva era tierra poblada y fértil, y ansí le tomó deseo de la ver, y para este efeto mandó al piloto navegase a donde el tiempo le quisiese llevar. Entrando entre tantas islas el maestre surgió y amarré el navío a su usanza. Villagra mandó sacar los caballos en tierra, y que algunos soldados fuesen la tierra adentro a caballo por mejor ver y reconoscer qué disposición tenía, qué gente había en ella. Trajéronle nueva que era bien poblada, y parescía fértil de simenteras. Estando en tierra en frente de donde estaba surto el navío, no conosciendo el piloto, ni teniendo plática de lo que por aquella costa menguaba la mar, un día descuidado menguó tanto con el retirarse las aguas vivas, que el navío, puesta la quilla en tierra, cayayó de lado; con el golpe que dió, y otros que le daba la mar, se abrió por algunas partes. Socorriéronlo con grande diligencia; viendo que estaban en una isla que si el navío se perdía se habían de perder o pasar mucho trabajo sus vidas, lo remediaron con estantes hasta que la mar volvió a crecer; luego lo metieron a lo largo donde estuviese seguro de otro semejante acaescimiento. Los indios de la isla, viendo que estaban de asiento, tratar de se juntar, y una noche dan en ellos diciendo no se les podían escapar, porque estaban en tierra y no había dónde huir, aunque quisiesen. Con este acuerdo se juntaron mill indios, y una noche, a la que amanecía, dan en Villagra y los que con él estaban, que no les sintieron hasta que andaban envueltos a las manos con ellos, dando de palos a los cristianos y caballos y a la tienda en que Villagra estaba; que si como eran indios hisoños fueran pláticos, ninguno dellos quedara que no mataran, y a Villagra con ellos. Algunos soldados, aunque estaban desnudos, subieron en sus caballos en cerro, y entraron por los indios, y con otros que iban armados y bien en su orden los desbarataron, porque los indios, como gente mal plática, no sabían jugar de lanza, y ansí mataron algunos y otros tomaron a prisión. Para informarse de la tierra y del número que eran, destos llevó Villagra algunos consigo, que luego le hizo buen tiempo y se embarcó con todos los caballos y gente y con él navegó hasta la playa de Arauco, donde desembarcó y se fué a la casa fuerte que allí estaba. Sabiendo que era llegado, le vinieron a ver de la Concepción y de Cañete algunos amigos suyos, principalmente Pedro de Villagra, al cual hizo su tiniente general de todo el reino para las cosas de guerra.

Estando en esto, los indios andaban haciendo fuertes donde pelear a su ventaja hasta hacer alguna suerte en los cristianos. Queriéndolo remediar de la Concepción, enviaron a Francisco de Castañeda con treinta soldados que deshiciese un fuerte que comenzaban a hacer, antes que lo pusiesen en mejor defensa. Llegado a él peleó con los indios, y de tal manera tuvo la vitoria que los enemigos se volvieron a él y desde allí trataron mejorarse en otro sitio cerca de aquel. Villagra, informado por cartas que tuvo de la Concepción y de la ciudad de Angol, para dar el remedio que convenía, mandó a su hijo Pedro de Villagra, que ya era vuelto de Santiago, donde su padre lo había enviado a ser justicia, se aderezase con sus amigos y se fuese a juntar con el capitán Arias Pardo, a quien había dado comisión cuando se embarcó en Valdivia para que hiciese gente en aquellas ciudades y viniese con ella a Angol y que de allí le avisase. Siendo informado, le escribió viniese a juntarse con Pedro de Villagra, y a Pedro de Villagra mandó se juntase con él, porque sabía había muchos indios juntos.

Con esta orden se vieron y concertaron cómo pelear con los enemigos, pues era monte la parte en donde estaban y a caballo no se podía hacer efeto alguno, y así acordaron de se apear todos y pelear a piel pues el fuerte no estaba aún acabado de hacer. Con esta determinación se fueron hacia los indios cincuenta soldados disparando los arcabuces en la multitud, y los indios grandísima lluvia de flechas en los cristianos. Arias Pardo iba delante embrazado de una rodela y un dardo en la mano, con buena determinación y desenvoltura, caminando hacia los enemigos: llegando cerca dellos en caso pensado y no repentino, sino con determinación acordada, de pelear, se le heló la sangre de todo un lado, de condición que le privó el calor natural y quedó pasmado de manera que no se pudo mover más; los demás pelearon con tanta determinación que ganaron el fuerte: echando a los indios dél, mataron algunos y otros tomaron prisioneros. De allí se fueron todos al río de Biobio para enviar por el río a Arias Pardo a la ciudad de la Concepción, a causa de que no podía caminar a caballo, ni era posible de la manera que quedó, que aunque se puso en cura en el Pirú y en este reino, no pudo sanar; los soldados salieron todos cincuenta tan mal feridos en el rostro y en lo que llevaban descubierto sin armas [que] unos se volvieron a la Concepción, de donde habían partido para aquella jornada, y otros a Arauco, donde Villagra estaba.




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Capítulo XXXVI


De cómo Francisco de Villagra envió su hijo Pedro de Villagra a desbaratar un fuerte en compañía del licenciado Altamirano, que era su maestre de campo, y de lo que en la jornada le sucedió


Después de haber sucedido lo dicho, viendo los indios que los cristianos les iban a buscar dentro en los fuertes que hacían, acordaron de hacer uno muy de propósito donde se pudiesen juntar en mucha cantidad y pelear a su ventaja. Para este efeto, tratado y comunicado entre ellos, como en todo lo que hacen no hay señor principal a quien respetar, sino behetrias, escogieron en conformidad de todos el propio lugar y sitio donde habían peleado con Arias Pardo y Pedro de Villagra, que aunque no estaba acabado de hacer cuando pelearon, tenían entendido que puesto en defensa era el lugar a propósito por el mucho efeto que en él habían fecho; y ansí luego lo cercaron por la frente y lados de hoyos grandes, a manera de sepolturas en mucha cantidad y junto a la palizada del mismo fuerte, que era de maderos gruesos, una trinchea que lo hacía más fuerte, teniendo las espaldas a una quebrada de mucho monte desembarazada la entrada, para si les dijese mal irse por ella sin que les pudiesen matar gente alguna, y con orden de no salir a los cristianos fuera del fuerte, sino estarse dentro dél y dejallos llegar hasta los hoyos que tenían, cubiertos con paja y tierra, tan sutilmente tapados que era imposible dejar de engañar a quien no lo sabía. Hubo muchos principales que se hallaron en esta junta con sus indios, y todos de conformidad metían el calor y prenda que podían. Hecho el fuerte, tratan con los señores de Arauco que den dello noticia a Villagra, los cuales también eran en ello como los otros, aunque como gente cautelosa los cubrían, dando a entender no sabían más de lo que les decían.

En este tiempo, Villagra estaba en la cama enfermo, e informándose muchas veces del propósito que los indios tenían por un principal del valle de Arauco, llamado Colocolo, [que] siempre fué hasta que murió amigo de cristianos, le dijo que los indios habían hecho el fuerte, y en qué parte y cómo había en él mucha gente y que deseaban pelear. Entendióse que echaban esta nueva para más atraer la voluntad de Villagra a la suya, diciendo que ya eran dos veces desbaratados, y que si aquella los desbarataban no pelearían más, sino que darían la paz y servirían como les mandasen. Villagra, bien informado del caso, envió a llamar a su maestro de campo, que andaba haciendo la guerra en la comarca de Tucapel, y al capitán Gómez de Lagos, que ansí mesmo mandaba una cuadrilla de soldados en la misma provincia. Llegados donde estaba con la gente que tenían, les dijo era informado que los indios habían hecho un fuerte: que le parescía se debían aderezar para ir a desbaratallo, y que entendía, por lo que era informado, que en aquel buen suceso se acababa la guerra, según los propios indios le habían dicho: ellos se adereszaron de lo que les faltaba para caso semejante. El gobernador mandó a su hijo Pedro de Villagra, mancebo de mucha virtud, se juntase con él, por cuyo respeto fueron algunos soldados, sus amigos, y de la Concepción vinieron otros, que como era cosa tan señalada quisieron hallarse en ella. El maestre de campo bien quisiera que Villagra no le encargara cosa donde aunque le sucediese bien no se ganaba en ello nada, y si se perdía aventuraba perder mucho; mas como estaba subjeto a voluntad ajena no pudo hacer menos, y ansí con ánimo de hacer lo que el tiempo y la nescesidad presente le dijese, partió de la casa fuerte de Arauco con noventa soldados valientes, tanto que su mucha temeridad fué parte para su pérdida, y con quinientos indios por amigos con arcos y flechas; fué camino de Mareguano, que ansí se llamaba la tierra donde los enemigos esperaban camino de Arauco, hasta allí de seis leguas, y habiendo llegado cerca el maestro de campo, hizo dormida en un valle que estaba una legua de los enemigos, por descansar los caballos y gente para que con más asiento otro día se hiciese lo que entre todos se determinase. Luego como amanesció hizo cuadrillas de la gente que llevaba y dió una a Pedro de Villagra de veinte y cinco soldados, y tomó otra para sí del mismo número, y dió otra al capitán Gómez de Lagos; y al capitán Pedro Pantoja con cierta gente que le señaló mandó estuviese a caballo para favorescer a los de a pie si fuese nescesario. Ansí mesmo mandó al capitán Lagos que con seis soldados fuese delante de todos, y reconosciendo el camino llegase hasta el fuerte si le dejasen caminar, y reconoscido le diese aviso; con esta orden caminó delante del campo.

Los indios ya tenían nueva que venían, y del número que eran, y dónde habían dormido, los cuales acordaron no salilles al camino, sino dejalles llegar, y ansí estuvieron quedos; aunque eran muchos y podían pelear en el monte y mal camino, no lo quisieron hacer, sino más a su ventaja: por este respeto no paresció ninguno. Era cosa de ver los soldados que iban en la compañía de Pedro de Villagra; como eran mozos gallardos y briosos [y] no se habían visto en semejantes recuentros ni peleas, iban diciendo deseaban en gran manera [que] los indios se esperasen en el fuerte para mostrar el valor de sus personas, teniéndolos en tan poco que creían en su ventura no les habían de esperar; otros, que tenían más plática de guerra, decían que no los querían ver ni venir con ellos a las manos, y que pluguiese a Dios hubiesen desamparado el fuerte [y] no hallasen indio en él: que esto decían por espiriencia de haber otras veces peleado con indios en fuertes, donde tan a su ventaja pelean, y que era bestialidad de capitanes mal pláticos, pudiendo pelear en tierra llana, o a lo menos en no tan mala, venillos a buscar detrás de maderos puestos en los cerros, donde se aventuraba a perder y no ganar. Yendo en esta conversación les interrumpió el capitán Lagos, que llegó diciendo: «Ahí están los indios.» Algunos se regocijaron, y a otros les pesó, porque entendían que había de restutar daño en general. Luego el maestre de campo dijo que le parescía no se debía de pelear, sino reconocer el sitio y de la manera que estaban, para ordenar lo que conviniese; tuvo muchas contradicciones de mancebos que con Pedro de Villagra iban, diciendo que a pelear venían y que aquello era lo que convenía. El maestre de campo, aunque conoscía y entendía era caso temerario el que se intentaba, eran tantas cosas las que a sus oídos le decían, que aunque quisiera, puesto en donde estaba se cree era imposible obedecelle; por otra parte, vía que Pedro de Villagra estaba haciendo cierta oración a sus amigos, diciendo que les rogaba en aquel caso presente tuviesen cuenta con su persona y no permitiesen fuese hollado de sus enemigos, antes se holgaría lo hollasen sus amigos, dándoles a entender que, aunque él se perdiese, tuviesen tino a la vitoria pasando por cima dél adelante, remedando a lo que dijo el marqués de Pescara a sus amigos en la batalla que tuvo con Bartolomé de Alviano, junto a Vicencia, porque se holgaba mucho de leer en aquel libro como hombre tan virtuoso, y ansí tomó dél lo dicho. El maestre de campo, visto la determinación de todos, puestas las cuadrillas en su orden, los capitanes delante, va caminando poco a poco hacia el fuerte. Los indios los dejaron llegar, estando puestos detrás de su trinchea con lanzas largas, esperando que llegasen a los hoyos que tenían cubiertos. Este caballero iba delante animando su gente a pelear; sin ver el engaño, cayó en un hoyo hecho a manera de sepoltura, tan hondo como una estatura de un hombre, y tras él cayeron muchos en otros hoyos, de tal suerte, que como los indios les tiraban muchas flechas y los alcanzaban con las lanzas, no podían ser bien socorridos. Pedro de Villagra cayó en otro hoyo, y antes que sus amigos, le pudiesen socorrer le dieron una lanzada por la boca, de suerte que le hicieron pedazos las ternillas del rostro, y echaba de sí tanta sangre, que poniéndolo en un caballo no se supo tener; desvanecida la vista, juntamente con la muerte, que le llegaba cerca, cayó del caballo, y allí murió sin podello más socorrer, porque sus amigos, que eran los que más braveaban cuando venían caminando en otros hoyos junto a él los habían muerto. El maestro de campo no tuvo quien le estorbase, y ansí salió sin ayuda de ninguno, porque los que con él iban, como pasaron delante más cerca del fuerte, y cayeron en otros hoyos, los indios se ocuparon con ellos, los cuales, viendo el buen suceso que tenían, salen del fuerte por dos partes, y cercan los cristianos de tal manera, que como vieron a unos muertos y otros heridos, con grandísimo ánimo pelean. Los cristianos se comenzaron a retirar hacia sus caballos; los indios los aprietan de tal manera, que a lanzadas mataron muchos, y a manos tomaron algunos, aunque luego los mataban. Los que pudieron subir en sus caballos, sin esperar uno a otro, como gente vencida y desbaratada, huían unos por el camino de la Concepción y otros por el camino de Angol, que era una ciudad poblada ocho leguas de allí, y no por el camino de Arauco. Los indios los fueron siguiendo dos leguas, en cuyo alcance mataron algunos en los malos pasos que había de camino estrecho, y otros que se despeñaban sus caballos con ellos. Hubo grandes flaquezas en algunos, y como acaescer suele, en otros hubo buen acuerdo y ánimo reposado para favorescer a los que tenían nescesidad. Iban tan desanimados, que poniéndose delante en un paso estrecho, lugar casi seguro, porque esperasen a los que atrás venían y recogidos juntos caminasen a su salvo, Antonio González, vecino de Santiago, natural de Constantina, y Gaspar de Villarroel, vecino de Osorno, natural de Ponferrada, en Galicia, con las espadas desnudas, no los podían detener. El capitán Pedro Pantoja, con la gente que tenía a caballo, siguió el camino que los demás. Luis González residente en la Concepción, hallándose a caballo desbaratado como los demás, conosció a Francisco de Ortigosa, secretario que había sido de don García de Mendoza, ir a pie y perdido; llegándose a él con ánimo de buen soldado, le dijo subiese a las ancas de su caballo, que con ayuda de Dios le sacaría de la nescesidad en que estaba, y ansí escapó este hombre noble en tiempo donde ningún amigo se acordaba de otro; que fué hecho de soldado valiente: era Ortigosa, natural de Madrid. Murieron en este recuentro cuarenta y dos soldados valientes, y entre ellos Andrea Esclavón, valentísimo hombre, y Francisco Osorio, fijodalgo de Salamanca; Francisco de Zúñiga, de Sevilla; don Pedro de Guzmán, caballero noble de Sevilla; Rodrigo de Escobar, de Medina de Rioseco, y otros muchos que dejo por evitar prolijidad.




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Capítulo XXXVII


De lo que hizo Francisco de Villagra después que tuvo nueva de la pérdida de Mareguano


En el tiempo que Villagra estuvo en la ciudad de Angol, proveyó por capitán para hacer la guerra en las partes que a él le paresciese que convenía a Lorenzo Bernal, con comisión que le dió bastante para el efeto, por ser soldado valiente, de buena determinación y que entendía las cautelas y maldades de los indios, y amigo de andar en la guerra, cosa que en aquel tiempo muchos soldados se apartaban della. Estaba en Puren castigando aquellos indios, cuando desbarataron en Mareguano al licenciado Altamirano y mataron a Pedro de Villagra; del cual supe yo después que estando durmiendo aquella noche que fué el desbarato, se le representó lo que había sido, y estando entre sí con aquella sospecha, tuvo nueva por la mañana que le enviaron de la ciudad de Angol de lo sucedido en Mareguano. Costándole que estaba aquella ciudad con gente para poderse defender, siendo capitán en ella don Miguel de Velasco, con cuarenta soldados que consigo tenía se partió para Arauco, donde Villagra estaba, entendiendo que los indios, con la vitoria fresca, habían de ir sobre él, y avisar de camino a la ciudad de Lañete que estuviesen sobre aviso por tener poca gente para su defensa. Yendo su camino avisó de lo sucedido en Cañete, deteniéndose allí poco: cuanto descansaron los caballos se fué a donde Villagra estaba enfermo en la cama, que a lo que dijo después cuando le dijeron estaba allí Lorenzo Bernal, entendió no era por bien su venida; viéndose con él en su cámara, le dijo: «Vuestra señoría dé gracias a Dios por todo lo que hace: Pedro de Villagra es muerto, y todos los que iban con él, desbaratados.» Diciéndole esto volvió el rostro hacia la pared, no habló palabra alguna hasta en poco, que mandó a todos se saliesen fuera y le dejasen solo.

Otro día llegó allí un navío que venía de la ciudad de Valdivia e iba a la Concepción, y por estar allí Villagra surgió en la playa de Arauco aunque es peligrosa para navíos. Villagra envió luego a mandar al maestre, que era un hidalgo natural de Génova, llamado Justiniano, no se hiciese a la vela hasta que se lo mandase, y ansí estuvo allí a ventura de lo que le sucediese. Villagra, después de haber, platicado en su acuerdo que la ciudad de Cañete no se podía sustentar ni él le podía dar socorro alguno, que era bien despoblalla y las mujeres y chusma embarcalla en aquel navío y llevallos todos a la Concepción, y con la gente que en aquella ciudad había reparar otras cosas que al presente importaban. Con este acuerdo envió a un caballero de Sevilla, llamado Arnao Zegarra, con un mandamiento suyo, que despoblase aquella ciudad y trajese consigo toda la gente. Presentada en el cabildo la comisión que llevaba, poniéndoles delante el peligro en que estaban, diciéndoles que era muerto Pedro de Villagra y desbaratado el campo, y que si los indios venían sobre ellos era imposible dejarse de perder, a causa de no tener gente que pudiese socorrellos, después de habelle oído, tuvo algunas contradicciones al parecer justas, diciendo estaban poblados en tierra llana y tenían mucha munición y artillería gruesa que alcanzaba de lejos y buen fuerte que no querían despoblar; mas acordándose que por descuido y mala orden de un soldado que se durmió en la vela, que por su honor no digo quién es, o según otros decían haber ido a visitar ciertos amores que tenía, entraron los indios en la ciudad y llevaron un caballo con mucho ganado de cabras y puercos, los cuales no fueron sentidos ni echados menos, hasta el día que el capitán Juan de Lasarte tenía a su cargo la ciudad, natural de Toledo; como lo entendió por la mañana, salió con doce soldados; siguiendo el rastro fuélos a alcanzar en unas montañas ásperas. Los indios, conosciendo que le tenían ventaja en la parte que estaban, los esperaron allí. Juan de Lasarte, como era hombre valiente, con gran determinación en el caso presente, no mirando la ventaja que le tenían, quiso pelear por quitalles el ganado. Los indios, conosciendo tener lo que deseaban, dejaron la presa y vinieron sobre él; después de haber peleado y hecho todo lo que conforme a lugar pudieron, habiendo muerto algunos indios, viéndose acometidos por las espaldas de otros que los seguían, les fué necesario romper por ellos y volver a la ciudad; que fuera mejor habello hecho antes que no aventurarse a perder por una loca osadía. Habiéndosele al capitán cansado el caballo, lo mataron los indios a lanzadas, y con él otros cinco soldados; y a Rebolledo que tomaron a prisión, que se les rindió, lo vendieron por una oveja, y después él se libertó como adelante se dirá, estando en poder de un principal en la isla de Mocha; y porque en otra refriega cerca de allí habían muerto a Rodrigo Palos y a Sancho Jufre, hijodalgo de Medina de Ríoseco, pesando todas estas estas cosas, se conformaron en despoblar la ciudad. Todos juntos, hombres y mujeres, niños y servicio, que era lástima de ver, llegaron al valle de Arsuco. Villagra los mandó embarcar en el navío que estaba en la playa, y otro día se embarcó él con dos criados para irse a la Concepción; y porque Pedro de Villagra había llegado allí a darle el pésame de la muerte de su hijo, y que era hombre de guerra, le rogó y mandó como a su general se quedase en aquella fuerza con ciento y diez hombres, a los cuales mandó le obedesciesen y hiciesen todo lo que les mandase; y porque se entienda quiénes eran, para lo que se ofreciese adelante, quise ponerlos aquí: Pedro de Villagra, Lorenzo Bernal, Gaspar de la Barrera, Francisco Vaca, Alonso de Alvarado, Alonso Campofrío, Sancho Medrano, Alonso Chacón Andicano, Agustín de Ahumada, Antonio de Lastur, don Francisco Ponce, Francisco de Godoy, Hernán Pérez, Francisco de Arredondo, don Gaspar de Salazar, Francisco Gómez Ronquillo, Pedro Beltrán, Gonzalo Pérez, Juan de Almonacid, Juan Garcés de Bobadilla, Gabriel Gutiérrez, Lorenzo Pacho, Juan de Ahumada, Bartolomé Juárez, Juan Salvador, Francisco de Niebla Bahurto, Pero Fernández de Córdoba, Gómez de León, Francisco Lorenzo, Baltasar de Castro, Juan Rieros, don Juan Enríquez, Lope Ruiz de Gamboa, Juan de Córdoba, Cabral Guisado, Juan de la Cueva, Cortés de Ojeda, Gonzalo Fernández Bermejo, Jacome Pastén, Villalobos: todos los cuales se hallaron en el cerco, defendieron aquella fuerza peleando infinitas veces, como adelante se dirá.




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Capítulo XXXVIII


De cómo se alborotaron los indios de toda la provincia viendo despoblada aquella ciudad, y de cómo fueron sobre la ciudad de Angol y los desbarató don Miguel de Velasco


Los indios de la provincia de Arauco, como vieron que Francisco de Villagra se había embarcado para ir a la Concepción, despoblada la ciudad de Cañete, entendieron que lo hacía con temor de no perderse; tratan con los demás comarcanos que no dejen perder tiempo tan oportuno como el que tenían, y que todos tomasen las armas y viniesen sobre la casa fuerte de Arauco, y la combatiesen hasta tomarla por fuerza o por asidio; y para este efeto hicieron junta y llamamiento general de toda la provincia, y para hacello con mejor orden rogaron a Colocolo se encargase del mando y cargo de la guerra. Era este Colocolo cacique principal y señor de muchos indios cerca del valle de Arauco; y para el efeto, hicieron derrama a su usanza de mucha chaquira y ropa, que es el oro que entre ellos anda, y desto le dieron por su trabajo y en nombre de todos paga y salario. En las juntas se conformaron con el parescer que este indio les dió, que era hombre de buen entendimiento, cuerdo, y pensaba las cosas de guerra bien; el cual les dijo que convenía dar aviso a los indios comarcanos a la ciudad de Angol, que juntos con algunos capitanes que les enviaban, el día que les paresciese diesen repentinamente sobre el pueblo; y que cuando no saliesen con la victoria, por lo menos serían parte para despoblar aquella ciudad y desechar aquella pesadumbre, y que despoblado Angol, o muertos, como creían, los cristianos que estaban a su defensa, no dudasen sino que los que estaban en la casa fuerte de Arauco serían todos perdidos, porque cuando todo les dijese mal, lo cual no creían, les tomarían los pasos, y que ellos propios se consumirían de hambre, faltos de toda cosa, porque comida no la tenían dentro del fuerte y serían parte para salilla a buscar.

Resumidos en este acuerdo, despacharon indios pláticos que hablasen a los principales de Angol y les dijesen la voluntad que tenían acerca de su voluntad, y de cómo se condolían de sus trabajos. Puesta esta plática en la junta que hicieron, acordaron que para un día señalado todos estuviesen juntos en el valle de Chipimo, que está de la ciudad poco más de dos leguas, y que allí, por ser montaña, estarían al seguro y encubiertos para lo que querían hacer. Juntos cantidad de seis mill indios, lucida gente, con buenas lanzas, arcos y flechas, soberbios en gran manera, en mitad del día se representaron contra la ciudad, pudiendo venir al amanecer, hora competente para su disinio, que aquella hora estando como estaban descuidados de caso semejante los tomaran en sus camas, a causa de ser la ciudad en la parte que estaba poblada cercada de ríos y barrancas, tan aparejado todo a su propósito, que ni los vieran ni sintieran hasta que estuvieran en sus casas; mas fué Dios servido no lo alcanzasen, porque no se perdiese tanto niño y mujer. El capitán, don Miguel, como los vido venir tan al descubierto, mandó recoger las mujeres y muchachos en dos casas que estaban cercadas de pared, que para caso repentino como aquél bastaba, hasta ver cómo subcedía, pues forzosamente habían de pelear; dejó con ellos algunos soldados por guarda con el capitán Juan Barahona y salió con veinte hombres, los menos dellos, bien en orden, porque había enviado al capitán Francisco de Ulloa con quince soldados que tomase plática de cómo estaban los indios y de lo que intentaban hacer; por otra parte, envió a Juan Morán, vecino de aquella ciudad, con ocho soldados a lo mismo. En esta coyuntura acertaron los indios a venir sobre Angol no hallándose don Miguel con más gente de estos veinte hombres, los seis eran arcabuceros y catorce de a caballo. Los indios venían por tres partes; el un escuadrón grande venía por el llano derecho al pueblo, confiado en la gente que traía; el otro escuadrón venía el río arriba, trayendo por su defensa las barrancas. Viéndose don Miguel tan falto de gente determinó con los veinte hombres que llevaba pelear con el escuadrón mayor, pues en aquél estaba toda la fuerza que los indios traían: puesta una pieza de artillería a tiro y asestada en parte que podía al descubierto jugar en los indios, les comenzó a tirar algunas pelotas y mandó apear los arcabuceros para mejor y más certero pudiesen tirar: los llevó por delante con orden que no disparasen todos juntos, sino uno a uno, y que cuando uno tirase el otro cargase y que ansí se esperasen, de manera que no dejasen siempre de tirar para cerrar con ellos, porque a causa del miedo que teñían cuando algún arcabuz se disparaba se bajaban todos, y como no dejaban de jugar los pocos arcabuces que llevaban teníalos destinados a causa de ser los arcabuceros pláticos y tan diestros en manejar los arcabuces y tan certeros en los tiros que hacían. Eran los arcabuceros Juan González Ayala, Francisco Gómez, Miguel de Candia, Juan de Leiva, Martín de Ariza, Juan Vázquez; y de a caballo Juan Bernal de Mercado, Diego Barahona, Miguel Sánchez, Pedro Cortés, Cristóbal de Olivera, Baltasar Pérez, Sebastián del Hoyo y un clérigo que iba con un crucifijo en la mano, llamado Mancio González, animándolos y rogando a Dios les diese vitoria. Los indios, considerando que la parte en donde estaban era tierra llana y que los caballos les tenían ventaja, comenzaron a juntarse a manera de hombres que demostraban tener miedo. Conoscido esto por el capitán don Miguel, después de haberles dado una rociada con todos los arcabuces juntos, rompió con los catorce hombres que tenía a caballo por ellos, entrando en el escuadrón; un indio, rostro a rostro, le dió al caballo en que iba una lanzada por los pechos que le metió más de una braza de lanza por el cuerpo, y él se vido perdido, si no se defendiera con su espada peleando valientemente, Juan Bernal de Mercado, queriendo remedar en valentía a Lorenzo Bernal, su hermano, encendido en una virtuosa envidia y mostrar ser merecedor de tal hermano, en un buen caballo en que iba, para que tuviesen cuenta con él le puso un pretal de cascabeles, y andando con esta furia peleando lo esperó un indio con una lanza; errándole el golpe del cuerpo le acertó por un muslo y le pasó más de la mitad de la lanza a la otra parte; el caballo con la furia que llevaba le sacó la lanza al indio de las menos, y llegó luego a un amigo suyo que se la sacase. Pareciéndole que tardaba en obra de médico, él mesmo tirando por el asta, la sacó por el regatón y no por el fierro que hizo la herida y después peleó a gran condición de perderse por la mucha sangre que le iba de la herida. Los demás soldados, revueltos con los indios, pelearon de manera que les ficieron volver las espaldas huyendo hacia el río en cuya defensa por las barrancas se pudieron ir retirando haciéndose fuertes en toda parte para no rescebir más daño. El otro escuadrón que venía a entrar en el pueblo les salieron a la defensa tres soldados con los yanaconas de servicio que había en la ciudad: éstos peleaban con hondas y piedras, no para más efeto de entretenellos, no se metiesen en la ciudad, hasta ver cómo les sucedía al capitán don Miguel con el escuadrón que peleaba. Allí se vido una mujer india que se cargaba de piedras y entre los yanaconas las derramaba para que peleasen con ellas; haciendo oficio de capitán los animaba y volvía por más. Este escuadrón, como vido al otro principal desbaratado y volver las espaldas, hicieron ellos lo mismo: no se pudo dar alcance por respeto del río a donde se echaron; murieron muchos de los arcabuces y pieza de artillería y alanceados de los de a caballo. Antonio González y Francisco de Tapia pelearon tan valientemente, que merecieron aquel día cualquiera merced que su majestad les hiciera. Trataron luego mudar de allí aquella ciudad a otro asiento mejor donde con más seguridad pudiesen estar, porque allí estaban muy a riesgo de semejantes acaescimientos y por ventura de perderse después. Se trataba entre los indios la gran flaqueza que habían tenido siendo los cristianos pocos y ellos muchos salir desbaratados y perdidos; afeándoselo algunos principales daban por descargo no habían podido hacer más, porque una mujer andaba en el aire por cima de ellos que les ponía grandísimo temor y quitaba la vista; y es de creer que la benditísima Reina del cielo los quiso socorrer, que de otra manera era imposible sustentarse, porque las mujeres que en la ciudad había era grandísima lástima verlas llorar, y las voces que daban; llamando a Nuestra Señora, es cierto les quiso favorescer con su misericordia. De allí mudaron luego la ciudad donde hoy está poblada en un llano, dos leguas de donde estaba, ribera de un fresco río llamado Congoya. Esto resultó de aquella jornada que los indios hicieron a esta ciudad.




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Capítulo XXXIX


De cómo todos los caciques y señores principales de toda la provincia se conjuraron y vinieron sobre la casa fuerte de Arauco, y lo que subcedió


Después que Francisco de Villagra se embarcó en la playa de Arauco con todos los vecinos y mujeres que de la ciudad de Cañete vinieron dejando despoblada aquella ciudad, que había cinco años poco más que don García de Mendoza la pobló, con mucha costa del rey y trabajo suyo y de todo el reino, los indios, viendo que se les venía a la mano su pretensión como ellos lo deseaban, aunque la jornada que hicieron a Angol no les salió como pensaban, se pontentaron con lo hecho, pues despoblaron la ciudad de donde estaba (lugar dañoso para ellos por respeto de estar tan conjunta a los montes donde ellos se recogían): tratan luego de se juntar e ir sobre la casa fuerte de Arauco, que aunque estaban en ella ciento y quince hombres, los nombres de los cuales dijimos en el capítulo de atrás, los tuvieron en tan poco, que les pareció probar con ellos su ventura; juntáronse todos los principales de la provincia, y con número de veinte mill indios, habiendo lo tratado resumido en que se hiciese la jornada, con orden de guerra dada por su capitán Colocolo, indio de las partes que tengo dichas atrás, una mañana comenzaron a descubrirse a vista del fuerte, con muchas lanzas de Castilla y arcabuces de los que habían ganado en los recuentros que con cristianos habían tenido. Pedro de Villagra, que allí estaba por capitán mayor, mandó que los fuesen a reconoscer. Salió a ello el capitán Lorenzo Bernal con cincuenta soldados a caballo, el cual, viendo los grandes escuadrones que venían caminando, se retiró al fuerte, y dijo a Pedro de Villagra mandase cargar el artillería, porque de las maneras que los indios venían, y los muchos que eran, no era cosa pelear con ellos en campo, pues estaban tan pláticos en menear las armas, sino esperar qué desinio era el que traían, y que después el tiempo les diría lo que habían de hacer. Los indios llegaron a ponerse con sus escuadrones en una loma rasa apartados algo del fuerte; representada la batalla, comezaron a llamar a los cristianos a ella. Los soldados que andaban fuera del fuerte, número de cincuenta, trataron con el capitán Lorenzo Bernal sería bien pelear en aquel llano, donde, si les decía bien, castigaban aquellos bárbaros, y si mal tenían el remedio cerca, pues con el artillería y arcabuces los podían defender. Unos eran de este parecer; otros, más atentamente, decían que no era bien aventurarse en caso semejante por ser pocos: que era mejor conservarse para mejores efetos con prudencia de guerra, procurando con algunas mañas y ardides desbaratallos que no en batalla tan desordenada, pues era cierto los indios estaban en sus tierras, y aunque los desbaratasen muchas veces podían volverse a juntar muy muchos, como dellos conoscían era gente sin temor y morían bestialmente con grande ánimo. Estaba a esta plática presente un valiente soldado, caballero vizcaíno, llamado Lope Ruiz de Gamboa, con ánimo grandísimo de valiente hombre, como en efeto lo era deshaciendo a los indios y animando a los demás que rompiesen con ellos; les dijo que él sería el primero que acometería, que al fin eran indios, que rompiesen con él y no dejasen caer sus ánimos, pues otras cosas mayores habían acabado en el reino de Chile; y para que viesen que hacía lo que decía, les rogaba le socorriesen. Con esta determinación y ánimo se arrojó al escuadrón de los indios, los cuales, viéndole venir, se abrieron y lo dejaron entrar, y el escuadrón se cerró por la frente haciendo defensa a los demás que le quisieron socorrer. Los indios que cerca deste caballero se hallaron en mitad del escuadrón, peleando con él, con macanas grandes y porras le dieron tantos golpes y lanzadas, que lo derribaron del caballo e hicieron pedazos, desmembrándolo todo, sin que se atreviesen a socorrello. Esta arremetida fué sin orden y de sólo su autoridad: digo esto por salvar a los capitanes, que no tuvieron dello culpa. Pedro de Villagra, como vido el suceso de Lope Ruiz, mandó que todos se apeasen y metiesen en el fuerte. Los indios, viendo que los cristianos no quería salir a pelear, determinan quemalles la casa que hacía el fuerte, que eran cuatro lienzos de pared, los tres dellos cubiertos; éstos servían de aposentos a los soldados que estaban en ella; y pudiéronlo muy bien hacer a causa de no estar cubierta con teja, sino paja; y aunque el capitán lo podía haber reparado, no paró en ello, entendiendo no fuera la venida de los indios con tanta brevedad: por este respeto no la había descobijado. Un indio valiente y de buena determinación la quiso quemar, y para ello [puso] a una lanza larga una flecha con fuego atado a ella: este indio, corriendo, dando vueltas porque los arcabuces no tomasen puntería en él, llegó a la casa y metió la flecha entre la paja, que como era la lanza larga pudo alcanzar a ella. Acrecentado el fuego con el aire, levantando grande llama, comenzó a extenderse por la casa adelante: los indios dan grandes gritos con sonido de muchas cornetas y cuernos con que se apellidan. Los cristianos que dentro estaban, como vían tan grande fuego entre ellos, y que era imposible podello apagar, y más los indios a las puertas buscando por dónde entrar a pelear con ellos, y el bramido de los caballos que dentro tenían quemándose, andaban sueltos dándose de coces y bocados, buscando en dónde tener reparo, y el humo tan grande que los cegaba, no sabían qué hacerse; y si los indios con escalas acometieran por dos torres que tenían, o les quemaran las puertas, era cierto que vieran la vitoria de todos ellos, aunque estaban dentro soldados valientes y ejercitados en la guerra. Porque dos indios que llegaron a un cubo, hallándolo solo, que los que estaban a su defensa por respeto del humo lo desampararon, éstos, abriendo la tronera y haciéndola mayor, sacaron una pieza de artillería atada a una soga; ayudándoles otros se la llevaron: los soldados que estaban en lo alto de los cubos los desampararon, que no podían sufrir el mucho humo que los ahogaba. Pedro de Villagra con los demás soldados, fuera de los que guardaban las puertas, andaban atajando el fuego, no se les acabase de quemar todos los cuarteles. Baltasar de Castro, con una hacha, adargándole el capitán Gaspar de la Barrera, andaba cortando las varas del cobertor de la casa para poder atajar el fuego, y eran tantas las flechas que los indios tiraban a los que esto hacían, que levantando los brazos para dar el golpe los herían con las flechas que les tiraban. Un soldado llamado Francisco de Niebla estaba a la guarda de una torre, y aunque los indios estaban por de fuera a la mira, quiso más morir peleando, que como animal morir ahogado en humo; por una ventana hacia la puerta del fuerte se arrojó sin que los indios le enojasen, que no le debieron de ver atentos a otras cosas, que allí lo mataran; mas cuando acertaron a verle ya le abrían la puerta. Don Juan Enríquez estaba en este cubo herido y en la cama, por la cual indisposición de la herida no se pudo levantar ni hubo quien le socorriese; murió ahogado del humo. Los soldados que trabajaban a atajar el fuego cortaron un pedazo de un lienzo con tanta presteza, que comenzó a ir en disminución: sobreviniendo la noche se acabó de matar. Los indios, viendo que no les habían hecho más daño de quemarles la casa, que no fué poco, y mucha parte del bastimento que se les quemó y ahumó, después de haber estado tres días, viendo que no querían salir a pelear, se fueron a sus tierras con intenciones de volver a ponelles cerco después de haber cogido las simenteras que tenían, y no quitarse de sobre ellos hasta verlos todos a las manos. Pedro de Villagra, habiendo visto el rebato pasado, y trance tan a pique de perderse, paresciéndole que no era para él sustentar aquella fuerza, sino para un soldado amigo de ganar reputación y honra, dejó por capitán a Lorenzo Bernal con comisión que todos le obedeciesen, y él, con dos amigos, se metió en un barco y fué a la Concepción, donde el gobernador estaba, que se desgustó mucho con su venida, pesándole hubiese dejado aquella fuerza, a lo cual daba buen descargo, como hombre que en hábito de soldado no pretendía ganar honra de nuevo.




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Capítulo XL


De cómo los indios de toda la provincia se juntaron y vinieron a poner cerco a los cristianos que estaban en el fuerte de Arauco, y de lo que sucedió


Después de haberse ido Pedro de Villagra a la Concepción y dejado al capitán Lorenzo Bernal con toda la gente que en el fuerte estaba a su cargo, encomendándole la defensa hasta que Francisco de Villagra les diese orden de lo que habían de hacer, no queriendo hallarse a los casos de guerra forzosos que adelante subcediesen, los indios cogieron sus simenteras y para el tiempo entre ellos concertado se juntaron todos los que de antes habían ido a pelear y con los demás comarcanos y de más lejos, diciéndoles Colocolo, que era su capitán mayor, cuánto ganaban en acabar de echar los cristianos de Arauco, pues ya no tenían parte alguna otra que les diese pesadumbre si no era aquella, y que juntándose era fácil cosa tomallos por hambre no dándoles lugar que recogiesen bastimentos, pues fácilmente les podían quitar el salir a buscallos, ni rescebir los que de la Concepción les enviasen por la mar. Juntáronse para tratar lo que harían muchos principales, y entre ellos Millalelmo, indio de guerra, belicoso: éste dijo que les convenía ir con brevedad a poner el cerco y no dar lugar que se reparasen de cosa alguna, el cual parecer tomaron y juntos número de treinta mill indios, no siendo más de ciento y quince los cristianos que en el fuerte estaban. Los cuales avisados de lo que podía subceder, el capitán Lorenzo Bernal se proveyó y pertrechó de todo lo que para buena defensa convenía; y una mañana a las diez del día vido venir y asomar los escuadrones que sobre ellos venían. Peteguelen, cacique y señor principal del valle de Arauco, sabiendo que los indios de guerra le habían de tener por enemigo, porque siempre les fué sospechoso, con sus mujeres e hijos y algunos amigos se metió en el fuerte. El capitán los recibió amigablemente y dió un cuartel en donde estuviesen como a hombres que siempre habían sido amigos de cristianos. Los escuadrones se venían acercando y delante dellos cantidad de quinientos indios por una loma, adelante de los demás harta distancia. A estos indios salió el capitán Lorenzo Bernal con treinta soldados a caballo: como le vieron venir se hicieron fuertes en unas matas de monte por temor de los arcabuces: paresciéndole que los podía desbaratar y castigallos como a gente tan desenvuelta, envió al fuerte por veinte arcabuceros otros; fuéle respondido que le convenía retirarse antes que le cerrasen el camino, porque muchos escuadrones venían caminando apriesa, y algunos iban a dar socorro aquel con quien quería pelear; que no quisiese por una pequeña suerte y codicia aventurar e perder el todo. Entendido esto, se retiró escaramuzando con otros muchos indios que como a cosa ganada teniéndolos en poco se venían a ellos, hasta que llegó al fuerte. Los enemigos, temiendo el artillería, no se osaron llegar al descubierto donde les alcanzasen, tomaron por reparo una loma que los cubría; detrás de ella se pusieron enfrente del fuerte.

Los cristianos, viéndose cercados y tantos enemigos sobre ellos, y que no eran parte para salir fuera, comenzó el capitán Lorenzo Bernal a tasar la comida, y dar raciones en general de trigo y maíz que en el fuerte había, teniendo gran guardia en el bastimento, y mandó limpiar un pozo que dentro en el patio del fuerte tenía hecho, temiéndose de cerco, y porque tenía el pozo poca agua para tanta gente y bestias, para mejor poderse sustentar ordenó que, cargada el artillería y los arcabuceros en orden para dalles socorro, con las vasijas que tenían saliesen por agua, y la tomasen de una hoya que estaba junto a la trinchea de los indios, porque luego aquella noche que llegaron sacaron trincheas grandes con vueltas torneadas, y tan hondas, que detrás dellas podían estar bien seguros de artillería, ni de otro ningún asalto que no fuese muy a su ventaja; juntamente con esto se velaban con gran cuidado y mudaban los cuartos al sonido de un gran cuerno que para el efeto tocaban, y puestos en orden cincuenta soldados con sus armas para defender a los que habían de tomar el agua, salió el capitán del fuerte caminando; los centinelas dieron arma en el campo, los indios toman las armas, y están quedos esperando ver si iban a pelear o qué camino llevaban. Entendiendo a lo que iban a defendelles el agua, los unos con muchas flechas que parescía llovían sobre ellos; los cristianos a arcabuzazos pelearon hasta haber tomado agua, y al volver con ella, era cosa de ver la flechería que les iban tirando, hiriendo muchos, que como iban a espaldas vueltas los herían en las piernas y al levantar de los pies hirieron a algunos en las plantas y en otras partes. Esto era de ordinario, hasta que viendo que de las veces que salían fuera le herían muchos soldados, y por otra parte los indios se ensuciaban en el agua y echaban en ella cosas muertas porque no la bebiesen, con todo aprovechaba poco, que todavía la bebían, saliendo a su riesgo por ella; entendiendo los indios que dentro del fuerte no la debían tener pues bebían aquella tan mala, con herramientas y palos tostados sacaron un foso desde una quebrada, rompiendo un pedazo de loma que estaba en medio. Con esta diligencia desangraron por allí el charco, de tal manera que no dejaron en él agua ninguna. El capitán Lorenzo Bernal daba y repartía el agua con orden a todos los que en el fuerte estaban: los caballos era lástima de ver, que como no comían se enflaquecieron mucho, sustentándose de alguna paja, dándoles con ella juntamente a beber de dos a dos días; mas como luego reconosció el cerco iba a lo largo, quitó el agua a los caballos, de que se comenzaron a morir muchos; mandábalos desollar, y aprovechándose de alguna carne lo demás se enterraba, y con los cueros daba el capitán orden reparasen las paredes de los cubos, porque no se cayesen a causa de las aguas que entraban del invierno. Era tanta la hambre que los caballos tenían, que muchas veces, y casi de ordinario, los indios tiraban flechas a lo alto, para que al caer dentro en el fuerte hiciesen algún daño; si algunas acertaban a caer entre los caballos o encima dellos, arremetían con gran ímpetu tomando la flecha con los dientes, y como si fuera manojo de yerba se la comían.

Vinieron los indios a poner este cerco en veinte días de mayo del año de mill y quinientos y sesenta y dos años; estuvieron sobre el fuerte cuarenta días de mal tiempo por muchas aguas grandes que hacían, y para sustentarse en el campo y repararse del frío, hicieron muchas casas pequeñas a manera de chozas; yendo el invierno a lo largo tempestuoso, comenzaron a enfermar de cámaras, viéndose así dudosos en lo que harían indeterminables. Francisco de Villagra en la Concepción, por nuevas de indios bien sabía que estaban cercados, mas no tenía cosa cierta de la manera que había sido, o si duraba el cerco.

En este tiempo llegó allí un navío a la Concepción, que venía de la Valdivia, con alguna gente y caballos. El maestre era un hidalgo, natural de Jerez de la Frontera, llamado Bernardo de Huete, hombre rico: éste, por complacer a Villagra y que le dejase ir su viaje, que lo detenía hasta saber de la manera que estaban las cosas de Arauco, se le ofreció que iría en un barco y tomaría lengua cierta de todo. Villagra se lo agradesció, y luego con dos hombres pláticos de la mar y algunos negros que remasen, se embarcó, y por mucho tiempo de norte se fué a la isla de Santa María, que está de Arauco dos leguas, y los indios della de paz, para esperar abonanzase el norte y hacer su viaje al río de Arauco. Bernardo de Huete salió en tierra en tanto que les hacía tiempo; los indios lo sirvieron muy bien en todo lo que les mandaron, y dieron mucho refresco para descuidallos, y otro día al amanacer vinieron por dos partes con sus armas, cercando la casa los mataron a todos tres. Los negros que estaban a la guarda del barco, como oyeron la grita se pusieron con el barco junto a tierra hasta ver si alguno dellos escapaba, y como vieron que debían ser muertos se hicieron a lo largo; porque los indios desde la playa los llamaban en nombre de su amo, entendiendo que era mentira se hicieron a la vela, y fueron a la Concepción dando tan triste nueva. Los indios les cortaron las cabezas y las enviaron a los de guerra, que estaban en el cerco del fuerte, presentadas; los cuales se holgaron en gran manera, y las alzaron aquella noche de unos palos junto a la puerta, y ansí mismo les pusieron un cesto de uvas, diciéndoles que ya no había cristianos en la Concepción, que todos eran muertos, y que ellos no tenían remedio ninguno para escapar las vidas, si no era rendirse entregándoles la fuerza. El capitán Lorenzo Bernal estuvo dudoso, aunque no les dió crédito, diciéndoles que si el gobernador era muerto a él se le daba poco, que él era gobernador y con él habían de pelear. Los indios le dijeron: «No entendáis que por mucho que llueva nos hemos de ir de aquí hasta que os tengamos a todos en nuestro poder, y para mejor hemos de hacer aquí un pueblo; ya sabemos que se os mueren los caballos, y que no tenéis que comer y no os podéis sustentar veinte días.» Y era cierto todo lo que le decían, la misma verdad como si lo vieran. A estas razones que dijo, Pelquinaval, le respondió el capitán Lorenzo Bernal que si quería bastimento se lo daría porque no se fuese: que se holgaba, y en gran manera rescibía mucho contento vello estar al agua y frío, y que los cristianos y su servicio estaban en buena casa, detrás de paredes, al seguro, donde no sentían frío ninguno; y que no entendiesen se habían de ir, aunque ellos se fuesen, porque había de hacer en aquel asiento un pueblo aquel verano. Y acaeció a esta plática que poniéndose un soldado llamado Juan Nieto a palabras con un indio que debía de ser plático en lengua española y le conoscía, siendo el Juan Nieto hombre gordo y basto, no de buen entendimiento, a cierta razón que dijo al indio, le respondió: «¿Y tú, bellacazo, hablas? No tienes vergüenza.» Esto en lengua castellana. Pasados veinte días que estaban cercados, se levantó una plática entre los soldados, diciendo no era bien tener aquellos indios, aunque eran amigos, dentro del fuerte, sino se echasen fuera; pues todos eran unos, se fuesen donde quisiesen; porque tenían dellos sospecha traían plática con los de guerra, dándoles aviso de toda cosa en general, e fué tanta la fuerza que pusieron sus palabras, que el capitán, aunque vió era grande inhumanidad, les mandó se fuesen a donde quisiesen y que no estuviesen allí. Los indios le decían que siempre le habían sido amigos y servido bien, a cuya causa habían pasado muchos trabajos; por qué les querían dar tan mal pago en recompensa, y que si aquello pensaba hacer no los rescibiera al principio, que ellos se fueran a donde pudieran remediar vidas y haciendas, pues era cierto que aquellos indios los habían de matar, o por lo menos roballes quitándoles lo que llevaban; no aprovechó cosa alguna, porque el capitán Lorenzo Bernal estaba inclinado a echarlos del fuerte, y ansí mandó abrir las puertas para que se fuesen. Salieron todos juntos número de treinta principales indios valientes, que habían servido a cristianos muy bien. Los indios de guerra que los vieron salir cargados de sus mujeres e hijos se vinieron a ellos, entendiendo que los cristianos los echaban de su compañía, y con gran crueldad los desvalijaron, sin dejalles cosa alguna encima, y ansí los llevaron a su campo, de los cuales supieron de la manera que estaban, y aunque entendieron estaban faltos de muchas cosas, y que no se podían sustentar mucho tiempo, era tan bravo el invierno, aguaceros y tempestades, que determinaron levantar el cerco, dejándolo para la entrada del verano: con este acuerdo y determinación se fueron una noche a treinta de junio del año de sesenta y dos. Desde a dos días, como no vía el capitán indio alguno ni sonido de cuerno, salió de la casa a reconoscer el campo, halló que habían levantado el cerco, y en algunas casas de las que habían hecho indios enfermos, que por su enfermedad no se habían podido llevar. Destos supieron se habían retirado e ido a sus casas todos los principales indios, dejando aquella guerra para el verano adelante; holgáronse en gran manera, echaron al campo los caballos que tenían, que pasaban de ciento y treinta, los cuales estaban de la hambre tan perdidos que no podían andar, y los cristianos quedaron tan animados para la guerra de adelante, sabiendo que forcible o voluntaria no les había de faltar. En este cerco sirvió a su majestad mucho el muy reverendo fray Antonio Rondón, natural de Jerez de la Frontera, provincial de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes, que ordinariamente les decía misa, confesaba y comulgaba, haciéndoles de ordinario oraciones, persuadiéndoles el servicio de Dios nuestro Señor y la honra de todos ellos, que cierto por su mucho trabajo y solicitud meresció mucho; no solamente como religioso, mas aun como soldado, tomaba las armas todas las veces que se ofrecía para animar a los demás.




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Capítulo XLI


De cómo Francisco de Villagra envió a castigar la muerte de Bernardo de Huete, y de cómo queriendo Martín de Peñalosa y Francisco Talaverano salir del reino fueron muertos por justicia


El barco que Bernardo de Huete llevó a la isla de Santa María con los negros que lo remaban, llegó a la Concepción y dió nueva de cómo habían escapado, y de la manera que había sido muerto Bernardo de Huete y los que con él habían ido. Francisco de Villagra rescibió mucho enojo por ver que todo le hacía mal, y para el castigo dello mandó a Pedro de Villagra, su general, fuese aquella jornada y castigase los culpados. Quisiera que el capitán Reinoso fuera a este efeto, y ansí lo trató con él, le haría mucho placer y daba contento en ir aquel castigo. Reinoso le dijo que aquella jornada era de su general y no suya, porque en aquel tiempo en lo secreto no se llevaba bien con Villagra por algunas quejas que dél tenía. Apercibido Pedro de Villagra con cuarenta soldados, se embarcó en un navío que estaba en el puerto de la Concepción: hecho a la vela, llegó a la isla de Sancta María, otro día dió fondo frente del puerto, que es una caleta. pequeña. Los indios estaban reparados de un bastión que habían hecho de piedras y arena, en frente de donde habían de desembcarcar, para desde allí hacer sus tiros el seguro, y desembarcando dar en los cristianos sin que el artillería les hiciese mal; con esta orden esperaron ver lo que hacían. Pedro de Villagra mandó todos tomasen las armas y estuviesen a pique, para que sosegando la mar, que andaba alterada, desembarcasen todos juntos en tres barcos grandes que para el efeto llevaba, de manera que pudiese conseguir buen efeto. Viendo tiempo oportuno y la mar sosegada, antes que la noche viniese mandó meter caballos en los barcos, cada uno conforme al largo que tenía, y meter tres piezas de artillería que tiraban la pelota como un huevo, y trece soldados en cada un barco; e hecho esto fueron remando la vuelta de tierra. Los indios los estaban esperando sin moverse de su fuerte; la mar reventaba en tierra, a cuyo respeto no sosegaban los barcos ni podían hacer puntería para disparar el artillería en el bastión de indios que en él estaban. Puesta la proa en tierra, les era necesario salir o volverse a lo largo, porque los indios les tiraban grande número de flechas y herían algunos. Los cristianos traían los caballos ensillados para salir en ellos: Pedro de Villagra les daba mucha priesa que saltasen al agua los que tenían caballos, que saliesen en ellos, y los que no que se echasen al agua; obedescieron todos, y entre ellos principalmente un hidalgo llamado Juan de Villalobos, de Extremadura, hombre principal y valiente, confiado en un buen caballo que tenía, dándole de las espuelas saltó con él a la mar; bien armado como iba rompió con los indios que estaban a la lengua del agua, los cuales como era sólo, sin repartirse en los demás el ímpetu de los bárbaros por ser el primero, le dieron muchos golpes de macanas y porras que lo derribaron del caballo en la reventazón de la mar; y como de los golpes que le dieron alcanzaron algunos de ellos al caballo, revolvió todo a un tiempo sobre un lado boleándolo: como estaba aturdido, y el agua era mucha, sin poder ser socorrido fué ahogado. Los demás salieron en sus caballos con trabajo, y los de a pie, mojados, el agua a los pechos, como hombres desesperados se fueron a los indios y comenzaron a pelear con ellos. En esto el artillería que en los barcos estaba, hechos un poco a lo largo, comenzaron a disparar algunos tiros que hicieron mucho efeto. Los de a caballo, con favor de los de a pie, entraron por ellos y comenzáronlos a bolear y alancear; viendo que los mataban y que no tenían reparo donde se hacer fuertes, a causa de ser la isla llana y sin montes ni arboledas, se rindieron muchos sabiendo habían de usar con ellos de clemencia. Pedro de Villagra castigó a los rendidos, y mandó que a caballo anduviesen la isla y matasen todos los indios que pudiesen haber; y por respeto del castigo grande que se hizo no se han alzado más, ni se cree alzarán en tiempo alguno. Mandó ansí mismo que todos los que quisiesen llevar muchachos o indias los llevasen para más castigo de aquellos bárbaros, pues estando de paz y sobre seguro, mataron a quien culpa alguna no les tenía. Hecho este castigo, Pedro de Villagra, con mucha prudencia, envió un barco a la casa fuerte de Arauco que diese aviso al capitán Lorenzo Bernal de lo sucedido en la isla de Santa María. En este barco Lorenzo Bernal envió al capijón Hernán Pérez, natural de Sevilla, con una carta a Francisco de Villagra, que estaba en la Concepción, dándole aviso y razón del estado en que estaban las cosas en general, y a Hernán Pérez le encomendó le informase de todo.

Pedro de Villagra se embarcó con toda la gente y que a la Concepción; y el cuerpo muerto de Villalobos, porque tenía muchos deudos en la Concepción, lo mandó meter en una caja y llevarlo para que lo enterrasen en aquella ciudad. Llegó a 1a Concepción día de Corpus Christi: Villagra andaba en la procesión cuando le dijeron que era venido, y aunque informado de lo bien que había castigado la isla, se enojé y no le quiso ver de presente, porque de secreto le había mandado y rogado que, después de hecho aquel castigo, desembarcase en la playa de Arauco, teniendo nueva que el cerco estaba levantado, y con toda la gente se fuese al fuerte y juntase al capitán Lorenzo Bernal consigo, diciendo no querer desamparar aquella fuerza, aunque lo demás hubiese perdido, y desde allí reparar todo lo que había de guerra, y entre hombres que lo entendían trataban era imposible hacello. Mas como muchas veces vemos a los que mandan y tienen el supremo [mando] asentándose en una cosa con granda libertad, según su parescer, sin querer tomarlo de los que lo entienden mejor, que les parece pierden de reputación no salir adelante con ello; mas Pedro de Villagra, como hombre que entendía la guerra y tenla della mucha plática, no lo quiso hacer, sabiendo por espirencia que no convenía al bien del reino lo que el gobernador le mandaba. «¡Qué más quieren los indios-decía Pedro de Villagra-que ver encerrados en un fuerte ciento y cincuenta soldados tan buenos y muchos caballos sin poder salir de allí a hacerles daño, y en el entre tanto con esta seguridad ir sobre las ciudades comarcanas, hallándolas desproveídas de guarnición, entrar por fuerza de armas sin haber quien se lo estorbase!» Por cuya causa, como capitán prudente, dejó de hacer lo que su gobernador le había mandado.

En este tiempo y días, Martín de Peñalosa, soldado antiguo en Chile y hijodalgo, que había ayudado a ganar y descubrir todo el reino con Pedro de Valdivia, viéndose pobre y que no tenía posible para poder sustentarse conforme a su merescer y trabajos, trató de secreto con algunos amigos irse del reino a una noticia que tenía de tierra rica y próspera de oro y gente. Comunicado con Francisco de Talaverano, que era mucho su amigo, comenzaron hacer gente de callada, y para un día señalado que se juntasen entre Valdivia y Osorno, dos ciudades que están cerca una de otra. Para el efeto salió Martín de Peñalosa de la Ciudad Imperial, donde tenía su casa, con cuatro amigos que estaban en el número de ir con él; y como se tenía cuanta con su persona y sospecha en lo que andaba, la justicia de aquella ciudad, hallándolo menos, salió tras dél con doce hombres, aunque no lo pudo alcanzar, y dió aviso a las demás ciudades; Salió de Osorno el capitán Juan de Larreynaga, y de la Ciudad Rica Pedro de Aranda, de la ciudad de Valdivia Juan de Matienzo, en su busca todos juntos con gente armada; y no teniendo rastro ni plática dónde estaba, se volvieron a sus pueblos. Aunque ya había cuando salieron a buscarlo tres días que estaba en la parte donde se habían de juntar, esperando la gente quél había dicho acudirían allí, y acaesció que le faltaron todos, y no vino alguno; como de ordinario se ve en esta tierra de las Indias meter a hombres principales en pelazas y pasiones, y después que los vean metidos en ellas los dejan solos, siendo, a lo que después se supo, muchos. Viendo que no le acudía nadie y le habían dejado solo, dijo a los que con él estaban se fuese cada uno a donde quisiese, que él sabía lo habían de venir buscar; pues no tenían culpa no se quisiesen perder. Hiciéronlo ansí, que se quedó con tres amigos que en amistad tenía prendados; y otros cuatro que se le habían juntado, se fueron donde les paresció. El capitán Juan de Matienzo, natural de las montañas de Burgos, tenía a su cargo la ciudad de Valdivia por Francisco de Villagra; viendo que no parecía ni se tenía rastro alguno, pidió por merced a los demás capitanes que todos se volviesen a sus ciudades, que pues andaba Martín de Peñasola solo, bastaba un alguacil con cinco o seis hombres que lo buscasen, y que a él tocaba proveello, pues estaba en su jurisdición; y siendo buscado por esta orden, lo hallaron en casa de un indio, que se había apeado a comer y dar de comer a su caballo. De sobresalto, Hernando de Alvarado, Martín de Herrera Albornoz, con otros cuatro, lo prendieron allí, y a Francisco de Talaverano con él. Llevólos luego a la ciudad de Valdivia: la justicia los metió en un navío a entrambos, y les dio tormento; confesaron estaban conjurados mucha gente principal para irse del reino. Por su propia confisión, sin más información otra, les mandó cortar las cabezas y ponellas en la horca, diciendo eran amotinadores; la demás información envió a Francisco de Villagra, el cual, como hombre discreto, viendo que entrabanan ello algunos hombres de lustre, mandó no se tratase más, ni se entendiese en ello, por no darles ocasión alguna de envoltura. Desta manera se deshizo un nudo, que cierto si pasara adelante fuera muy dañoso para Chile.




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Capítulo XLII


De la muerte de Francisco de Villagra y de la manera que murió


Gobernando el reino de Chile Francisco de Villagra con tantas mohindades, viéndose tan enfermo que no podía andar por los grandes dolores que tenía de ordinario en los pies, quiso ponerse en cura, porque le fatigaban mucho, contra el parecer de los amigos que tenía, a morir o vivir lo que Dios fuese servido hacer dél; encomendándose a un médico que tenía plática de dar unciones con azogue preparado con otras muchas cosas, se puso en sus manos. El médico, llamado bachiller Bazán, lo tomó a su cargo; aderezándole un aposento que estuviese abrigado por ser en mitad del invierno, lo comenzó a curar, estando siempre este médico con él. Como las unciones le provocasen sed, estando el médico un día ausente, pidió a un criado suyo le diese una redoma de agua; no se la queriendo dar, porque la orden que tenía era ansí, no dándosela su criado se la dió un pariente suyo, casado con una hermana de su mujer, llamado Mazo de Alderete, de la cual agua bebió todo lo que quiso. Acabado de beber se sintió mortal, y mandó llamar al médico que le curaba; luego que vino, tomándole el pulso le dijo ordenase su ánima, porque el agua que había bebido le quitaba la vida; hízolo ansí que se confesó y rescibió los sacramentos de la Iglesia. Apretándole la enfermedad, desde a poco hizo testamento, y nombró por gobernador hasta que el rey proveyese a Pedro de Villagra, su general, por virtud de una provisión que tenía del Audiencia de los Reyes, en que por ella le concedía pudiese nombrar persona que estuviese en el gobierno como él propio. Este testamento se metió en la caja del rey, y que allí se guardase, haciendo cargo a los oficiales hasta el fin de su vida. Muerto Villagra, abrieron la caja para ver a quién dejaba nombrado, que no lo había querido decir; hallaron que a Pedro de Villagra dejaba en su lugar. Luego lo recibieron en el cabildo, y dió orden cómo se enterrase en un monasterio de frailes de la Orden de Sant Francisco, en cuyo hábito murió, llevándole delante honradamente su estandarte y guión.

Era Francisco de Villagra cuando murió de edad de cincuenta y seis años, natural de Astorga, hijo de un comendador de la Orden de Sant Juan, llamado Sarria. Su padre no fué casado; su madre era una hijadalgo principal del apellido de Villagra. Gobernó en nombre del rey don Felipe dos años y medio con poca ventura, porque todo se le hacía mal; era de mediana estatura, el rostro redondo con mucha gravedad y autoridad; las barbas, entre rubias; el color del rostro, sanguino; amigo de andar bien vestido y de comer y beber; enemigo de pobres; fué bien quisto antes que fuese gobernador, y mal quisto después que lo fué. Quejábanse dél que hacía, más por sus enemigos a causa de atraellos a sí, que por sus amigos, por cuyo respeto decían era mejor para enemigo que para amigo. Fué vicioso de mujeres y mohino en las cosas de guerra mientras que vivió; sólo en la buena muerte que tuvo fué venturoso; era amigo de lo poco que tenía guardallo; más se holgaba de rescebir que de dar. Murió en la ciudad de la Concepción en quince días del mes de julio de mill y quinientos y sesenta y tres años.




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Capítulo XLIII


De las cosas que hizo Pedro de Villagra después que fué rescebido al gobierno


Siendo Pedro de Villagra rescebido por gobernador, conforme al nombramiento que en él hizo Francisco de Villagra, por virtud de la provisión que del Audiencia de los Reyes tenía, envió a la ciudad de Santiago testimonio de su rescebimiento para que rescibiesen por su poder y en su nombre al licenciado Juan de Herrera, natural de Sevilla, que por Francisco de Villagra administraba justicia en aquella ciudad; y paresciéndole, como hombre que a su cargo tenía el gobierno, que estar tanta gente junta y tan buenos soldados en el fuerte de Arauco, sin hacer efeto alguno más de estarse allí metidos, no siendo parte para más de sólo guardar aquella fuerza, y que teniéndolos, consigo con los demás que tenía, hecho de todo un cuerpo, era gran fuerza y podía reparar con ellos la ciudad de Angol y Concepción, y con la demás gente que al verano juntaría podría campear buena traza y orden de guerra, si les saliera ansí. Con este proveimiento envió al capitán Hernán Pérez, hombre de buena reputación y crédito, en una fragata y dos barcos, para que sacase el artillería, municiones y cosas pesadas que por tierra no se pudiesen llevar, e indios que tenían de su servicio, mujeres y muchachos. Con esto proveyó de vino, aceite, conservas y otros regalos para enfermos y heridos. Después de haberlo tratado y comunicado con hombres antiguos que lo entendían, resumido en que era acertado ansí, escribió al capitán Lorenzo Bernal diciendo no le podía dar ningún socorro, y que dello le hacía cierto, para que después no se quejase ni dijese no haber sido advertido: que le parescía se debía de ir con toda la gente y caballos a la ciudad de Angol, y que los que no estuviesen para ir aquella jornada, los enviase por la mar.

Llegado el capitán Hernán Pérez y dadas las cartas, puesta plática por el capitán Lorenzo Bernal en público de lo que les parescía hacer, muchos soldados dijeron que no debían desamparar aquella fuerza, acordándose que habían pasado mucho trabajo en sustentarla; mas entendiendo que no se les podía dar socorro, y que el gobernador que los había de socorrer los desengañaba, se conformaron en que se fuesen a Angol, que aunque Lorenzo Bernal tenía el supremo mando, era tan comedido con los soldados que en su compañía estaban, que ninguna cosa quería hacer sin su parescer y consejo, diciendo que más aventuraba él que ellos, y que tal soldado podía ser diese tan buen parescer que le hiciese ventaja, y que lo que aquel tal dijese fuese lo mejor, que es esta gran prudencia de un capitán. Determinados ir, se mandó meter el artillería en la fragata y algunos soldados enfermos, con las demás cosas que daban pesadumbre llevallas por tierra. Partido el capitán Hernán Pérez en la fragata y barcos a la Concepción aquella noche, siendo primero bien informado del camino, a la segunda vela mandó que todos se pusiesen a caballo, y con grandísimo frío desamparó el fuerte. Los indios estaban siempre tan sobre aviso que luego lo entendieron, como los tenían dentro en sus tierras y a las puertas de sus casas; acudieron luego al fuerte, y como hallaron las puertas abiertas y ninguna persona dentro que lo defendiese, le ponen fuego: el capitán Lorenzo Bernal estaba a dos leguas de allí cuando vido la llama tan grande que salía de la casa. Yendo su camino le amaneció en lo alto de la cordillera; y como había llovido mucho, y era en mitad del invierno, por donde quiera que iba hallaba los esteros y ríos grandes con mucha agua, y al pasar de uno, aunque no muy dificultoso, se le ahogó un soldado llamado Ronquillo, valiente y buen arcabucero. Con este trabajo iba caminando hacia Angol; y llegado a un río grande, que se llama Tavolevo, no lo pudo pasar a vado, que en aquel tiempo no lo tenía; fuéle nescesario hacer balsas para ello. Los indios le venían siguiendo junto a sí muchos, y quisieron llegar a pelear, mas no se atrevieron por el mucho miedo que les habían tomado cuando estaban en el fuerte; con todo, llegaron cerca a reconocellos, y como vieron y conoscieron a los caciques principales de Arauco que con ellos iban, se volvieron sin osarle acometer. Los cristianos pasaron este río con mucho trabajo, y otro día llegaron a la ciudad de Angol, donde fueron bien rescebidos. Descansando poco el capitán Lorenzo Bernal, se partió a la ciudad de la Concepción con cincuenta soldados de los que habían estado con él en el cerco de Arauco. Pedro de Villagra los salió a rescebir muy honrosamente con toda la gente de caballo que en la ciudad había, y una muy graciosa escaramuza de los yanaconas e indios de paz que allí con él estaban.




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Capítulo XLIV


De cómo el gobernador Pedro de Villagra envió al capitán Lorenzo Bernal en el galeón del rey a hacer gente a la ciudad de Valdivia en compañía del capitán Gabriel de Villagra, y de lo que hicieron


Despoblada la fuerza de Arauco, Pedro de Villagra, para hacer la guerra contra todos los indios rebelados, el verano siguiente quiso juntar gente de todo el reino, y para el efeto envió al capitán Lorenzo Bernal con un galeón que estaba surto en el puerto de la misma ciudad, que el gobernador Francisco de Villagra había comprado para el rey, y por no molestar los tratantes tomándoles sus navíos de mercancías para el proveimiento del reino en cosas nescesarias que de ordinario la guerra trae consigo. En este navío, como dicho tengo, despachó a Lorenzo Bernal con su poder para que como su persona y en su nombre se rescibiese en aquella ciudad y después de rescebido quedase el licenciado de las Peñas, natural de Salamanca, por su tiniente de gobernador, y envió una provisión al capitán Gabriel de Villagra de su tiniente general en todo el reino y comisión que pudiese hacer gente; y para buen aviamiento della, gastar los pesos de oro que le paresciesen necesarios de la hacienda real. Lorenzo Bernal, llegado a Valdivia, presentó en el cabildo los testimonios que llevaba, fué luego rescebido Pedro de Villagra por gobernador y envió la comisión que llevaba a Gabriel de Villagra, el cual en compañía de Lorenzo Bernal comenzó a hacer gente en las ciudades comarcanos a la de Valdivia, que son: Osorno, Ciudad Imperial y Ciudad Rica; y porque muchos de los soldados y vecinos que habían de ir aquella jornada estaban pobres, fué nescesario ayudalles con algún socorro de ropa para su aviamiento, porque Pedro de Villagra con cient soldados que de la casa de Arauco habían salido y con los que de Valdivia le traerían, con la demás gente que se hallaba, entendía hacer la guerra y conquista. Lorenzo Bernal y Gabriel de Villagra sacaron de aquellas ciudades setenta soldados bien aderezados, gastando al rey de su hacienda diez mill pesos, que son catorce mil ducados y más. Con esta gente se partieron la vuelta de Angol, que era la orden que tenían de Pedro de Villagra, para que desde allí se proveyese en las cosas de guerra, habiendo primero despachado el galeón del rey con mucho bastimento y armas para los que en la ciudad de la Concepción estaban sin ellas. Caminando por tierra de la Imperial llegaron breve Angol, dejando allí la mayor parte de la gente que traían: con treinta soldados se fueron ver con el gobernador, y porque los que en su compañía iban no llevaban ropas de vestir, que la habían dejado por ir a la ligera, temiéndose tener recuentro con indios de guerra. Informado el gobernador mandó al capitán Juan Pérez de Zurita, natural de Córdoba, fuese [a] Angol y trajese de vuelta los soldados que por una memoria le dió a causa que algunos amigos de Villagra le pusieron mal con Lorenzo Bernal: tanto puede la envidia en caso semejante contra hombres de valor, que Pedro de Villagra mostró no estar bien con él. Entendido Lorenzo Bernal le pidió licencia para irse a su casa, y al capitán Gabriel de Villagra mandó fuese a la Ciudad Imperial y desde allí tuviese cuenta con el gobierno de aquellos pueblos.

En este tiempo y días había Pedro de Villagra mandado al capitán Francisco Vaca que con cuarenta soldados saliese de la Concepción y se pusiese en el río de Itata, corriendo aquella comarca, haciendo la guerra de la manera que a él le paresciese hasta traer aquellos indios de paz. Está este río de la ciudad de la Concepción ocho leguas: llegado que fué el capitán Vaca hizo asiento en un llano que le pareció a propósito para caballos y donde podía estar al seguro. Desde allí destruía las simenteras de los indios, llamándolos de paz; mas estaban tan soberbios viendo que todo se les hacía bien, que no pararon en el daño que rescebían, antes trataron de pelear, y para el efeto se juntaron número de tres mill indios; tomando la mano Loble, indio belicoso y valiente, les dijo que les estaba bien pelear con los cristianos en aquel lugar donde estaban, antes que rescibiesen más daño, y que aunque tenían el sitio tan dañoso para ellos, en la muchedumbre se suplía la ventaja que los cristianos les tenían; y ansí juntos fueron caminando a ponerse cerca de los cristianos. El capitán Vaca, como soldado viejo y de tanta plática de guerra, era informado de todo, y dió dello nuevas al gobernador Pedro de Villagra de cómo los indios querían pelear con él, y el número que eran y la gente qué tenía poca, que le enviase socorro. No se lo envió, porque esperaba al capitán Juan Pérez de Zurita, que era ido Angol por cuarenta soldados de los que Lorenzo Bernal había traído: por este respeto no le envió socorro. Los soldados decían que pues no tenía gente para dar batalla que se retirase a la Concepción, y que después saldría con mayor fuerza y podría hacer buen efeto. Estas palabras no le daban gusto, porque decía con los que le eran amigos que si desamparaba el campo era dar a los indios grande ánimo y avilantez para lo de adelante, y que él perdía mucho de reputación: que más quería estar a lo que fortuna determinase probándola en aquella campaña, que a su parecer era a propósito para pelear y ser bien manejados los caballos, y que no veía los indios quisiesen aventurarse a pelear con gente de a caballo en aquel llano. Con este acuerdo estuvo en su campo poniendo mucha guarda en las velas y rondas todos armados esperando lo que harían. Loble, con orden de guerra sus escuadrones juntos al amanecer dió en el campo; los cristianos tocan arma, que ya por el aviso que tenían estaban en orden. El capitán Francisco Vaca ordenada su gente rompió con el escuadrón que más cerca estaba con gran de ánimo, y pasó por ellos hasta el cabo, alanceando y tropellando muchos indios, anduvieron peleando un rato. Los indios derribaron un soldado llamado Giraldo, vecino de la Concepción; de lanzadas que le dieron fué muerto en presencia de los demás que no pudieron darle socorro. El capitán Vaca, aunque peleaba bien y acaudillaba su gente con buen ánimo, no los pudo romper de manera que quedase señor del campo. Los indios tomo eran muchos lo tomaron en medio y a lanzadas le mataron tres soldados; viendo que se perdía, antes que queriendo no pudiese, se retiró con los que le quedaban, dejando a los enemigos el bagaje y todo lo que tenían, que le fuera mejor haberse retirado antes, como se lo decían, que no ponerse tan imprudentemente en caso tan dudoso; y porque entendió el camino de la Concepción estaría tomado por ser montañas y pasar estrechos, se fué camino de la ciudad de Santiago, que estaba sesenta leguas de allí; llegó con los soldados que le quedaron, rotos, maltratados y heridos.




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Capítulo XLV


De cómo llegó el capitán Juan Pérez de Zurita a la ciudad de Angol, y viniendo a la Concepción con cuarenta soldados, fué desbaratado por Millalelmo, valiente indio y plático de guerra


Llegado el capitán Zurita a la ciudad de Angol con la orden que Pedro de Villagra le había dado para traer la gente, los apercebió que estuviesen prestos antes que los indios tuviesen aviso de su partida. Había estado en aquella ciudad por capitán de ella don Miguel de Velasco, y por haber dejado el cargo desgustoso del proveimiento que Francisco de Villagra hizo nombrando por su tiniente general a Pedro de Villagra, tuvo nescesidad proveer de nuevo capitán, como cosa tan importante, y ansí proveyó a un hijodalgo, natural de Pamplona, llamado Diego de Carranza. Este, muerto Villagra, dejó el cargo de capitán para irse a España, y ansí quedó la ciudad de Angol sin capitán que la tuviese a su cargo, porque Gabriel de Villagra se había vuelto a su casa a la Ciudad Imperial, y el capitán Lorenzo Bernal, aunque estaba en Angol, no tenía cargo ninguno más que un particular vecino. Los alcaldes ordinarios proveían en lo público lo que se les ofrecía como justicia ordinaria. En este tiempo llegó el capitán Zurita y estando de partida para volverse le dijo Lorenzo Bernal: «Señor capitán, por el camino que vm. ha venido no debe volver; pues hay otros caminos muchos, tome el más seguro, porque creo a lo que soy informado que los indios le esperan a la vuelta.» Juan Pérez de Zurita, como hombre de grande ánimo y que no se había visto en recuentro ninguno con aquellos indios, despreció lo que le fué dicho, y respondió que por el mismo camino había de volver y entrar en la Concepción con todo el fardaje que llevaba; que era flaqueza con tan valientes soldados buscar nuevos y no usados caminos. Con este presupuesto y determinación salió de Angol camino de la Concepción con cuarenta soldados bien aderezados, con mucho cuidado en la vanguardia y retaguardia, repartidos con orden para caminar y pelear si caso le ofresciese no poder hacer menos.

Los indios, con su capitán Millalelmo, teniendo nueva de su venida por los humos que los comarcanos hacían, lo esperó dos leguas de la Concepción a un paso de un río llamado Andalien, con una ciénaga que juntamente con el río los hacía muy fuertes, e no saliéndole bien la batalla que pensaban dar al capitán Zurita, su capitán, que aunque había otros lugares donde poder pelear con astucia de guerra, quisieron descuidallo esperándole más cerca de la Concepción; ansí llegó donde los indios estaban muy alegres, porque desde el alto del monte, habían visto los muchos caballos que traían cargados de fardos y petacas en que llevaban sus ropas. Millalelmo mandó que treinta indios se les mostrasen delante con sus lanzas y arcos y que arremetiendo los cristianos a ellos se retirasen a los árboles y matas de monte comarcano, a no más fin de deshacelles la orden que traían y embarazallos, y habló a sus indios diciéndoles peleasen valientemente, que los cristianos que allí venían era gente nueva en la guerra, y que demás de no tener plática de pelear, en la parte que estaban les tenían gran ventaja: que era imposible tan poca gente podelles resistir, que no les quitasen la ropa que llevaban por lo menos, y que si la quería defender entendía tenellos a todos en su poder como a gente vencida. Los que llevaban el avanguardia desque vieron los indios tocaron arma; Zurita mandó juntar el bagaje para pelear, y pasó adelante a reconoscer qué gente era. Como vió tan pocos indios mandó romper con ellos: los enemigos como tenían el emboscada cerca tuviéronles poco temor, antes se llegaron a pelear con ellos, acometiéndolos y retirándose. Millalelmo, como vido lo que deseaba, salió de la emboscada con tres mill indios dando terrible grita, que como era valle y estrecho atronaba la comarca, tocando grande número de cornetas y una trompeta que había ganado a cristianos. El capitán Zurita, recogida su gente, no desmayó, antes dejando diez soldados que mirasen por el bagaje, rompió con los demás peleando valientemente. Don Pedro de Godoy, natural de Sevilla, quiso mostrarse animando a los demás que hiciesen lo que él hacía; se arrojó entre los indios peleando, socorrióle otro soldado valiente hombre, llamado Rolón: a entrambos derribaron de los caballos y hicieron pedazos, porque estos indios de toda esta provincia en la guerra son cruelísimos; cortáronles las cabezas y puestas en unas lanzas largas fueron dando muestra de su victoria, y como eran muchos, con este principio cobraron tanto ánimo que luego mataron a otro soldado llamado Hinestrosa y a otro llamado Villero, y ansí con ánimo denodado rompieron. El capitán Zurita, que muy bien había peleado acaudillando su gente, hizo todo lo que en semejante caso se podía hacer: vueltas las espaldas le dejaron a Millalelmo y a su gente todo el bagaje que era de mucho precio que en socorro habían rescebido del capitán Gabriel Villagra en la ciudad de Valdivia. El capitán Zurita, viéndose desbaratado y perdido todos los caballos que llevaba de dobladura, por un camino que atravesaba de montes, fué a salir al paraje donde habían desbaratado al capitán Vaca, y no osando ir a la Concepción, se fué a Santiago con la gente que le quedó, pobres y perdidos. El gobernador se disculpaba después diciendo que el capitán Zurita tenía la culpa por no haber querido guardar la orden que le había dado mandándole que por aquel camino no entrase en la Concepción, sino por el camino de Itata, que era el mejor y más seguro.




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Capítulo XLVI


De cómo se juntaron los indios de la comarca de Angol y vinieron sobre la ciudad por tres partes, y fueron desbaratados por el capitán Lorenzo Bernal


Después de desbaratado el capitán Zurita, los indios de la provincia, cantando victoria, despachan mensajeros a todos los comarcanos que animasen a los demás principales, para que tornando las armas todos juntos echasen a los cristianos de aquella ciudad, pues en los recuentros que habían tenido siempre habían salido con victoria, y que no dejasen pasar el tiempo conforme a su pretensión tan favorable, éstos, despertando a la voz, hicieron junta a su usanza, que es juntarse en un campo llano, y con gran cantidad de vino que hacen de maíz y de otras legumbres todos juntos beben, y después de haber bien bebido, un principal plático de semejantes oraciones se sube en un madero que para el efeto tienen hincado en medio de todos, y allí les habla poniéndoles por delante sus trabajos y libertad, y la orden que para ello dan los señores principales a quien todos tienen de obedecer: que se animen a tomar las armas, y echen de sí una carga de tanta pesadumbre como de ordinario reciben con los cristianos, gente que nunca descanse de hacelles mal, y acaben de una vez guerra tan pesada e importuna, pues era nescesario ya tener seguridad en sus casas, echállos de la provincia, porque quedándose en ella, en ninguna parte podrían estar; que de día y de noche, lloviendo, con grandes fríos, cuando más descuidados estuviesen los habían de hallar a sus puertas matando sus hijos y mujeres y destruyendo sus haciendas. Esta oración les hace el principal señor si es hombre elocuente, y si no toma la mano por él algún indio otro que los sepa persuadir más o menos conforme a lo que intentan hacer, y como el tiempo lo requiere. Resumidos los indios en que seguirán su voluntad, se apartan luego los señores principales, y sin dejar llegar ningún indio que no sea principal por la orden que tienen de guardar secreto, se reunen en lo que han de hacer; y ansí, después de haberse juntado y tratado como dije, se determinaron ir sobre la ciudad de Angol por tres partes. Llegándose a ella con buena orden de guerra, reparándose por ser tierra llana con fuertes que hacían para no rescebir daño alguno, y desde un fuerte resconocer en dónde harían otro primero que aquel desamparasen, y desta manera ir a ponerse sobre la ciudad todos juntos, y que estando cerca, a la hora que les paresciese, conforme a la plática que de las espías tendrían puestas para el efeto dentro en la ciudad, que les avisarían de todo lo que los cristianos hacían; con este acuerdo, asaltando la ciudad todos a un tiempo, la ganarían tomando la mano. Los principales de Mareguano, juntos cuatro mill indios, vinieron a un estero que estaba de la ciudad dos leguas; allí cortaron madera y se hicieron fuertes con una palizada. Puestos en defensa, enviaron mensajeros por toda la provincia les viniesen a ayudar los demás principales que estaban con ellos acordados.

En este tiempo los vecinos de Angol, como estaban sin capitán, los alcaldes ordinarios, no confiando en su plática de guerra, con todos los principales de la ciudad rogaron al capitán Lorenzo Bernal se encargase de todo, ansí de lo de guerra como de paz y república; el cual, a contemplación de sus amigos, que ansí mesmo se lo pidieron por merced, lo acetó. Fué rescebido en el cabildo, e luego mandó hacer reseña de toda la gente que en la ciudad había, y de las armas que tenían: halló ochenta hombres entre soldados y vecinos, de los cuales tomó cincuenta, y con ellos fué a reconoscer el fuerte que los indios tenían en el estero. Paresciéndole más fuerte de lo que se entendía, contra el parescer de algunos se volvió a la ciudad; los indios, como les vieron ir sin acometelles, tratan que de miedo lo hacía por no osar pelear más. El capitán Bernal, como astuto, entendió que los indios, soberbecidos de no acometelles ni pelear con ellos en el lugar que estaban, habían de salir a buscalle; y como él lo dijo en público, ansí fué, que otro día salieron del fuerte, y se fueron a poner legua y media de la ciudad, ribera de un río grande y de mucha defensa para ellos. El capitán Bernal con treinta hombres los volvió a reconoscer, dejando la ciudad reparada de fuerte y de guardia ordinaria; como vido el sitio que tenían, que era fuerte y muy a su ventaja, se volvió sin hacer más que reconoscer de la manera que estaban. Los indios soberbios, viendo que dos veces que con ellos se habían visto no había osado pelear, dieron aviso a los demás escuadrones que caminasen todo lo que pudiesen, que los cristianos estaban con tanto miedo que no osaban con ellos pelear, y que llegando sobre la ciudad los turbarían de manera que sin perder lanza sería todo suyo. Tan confiados estaban en la vitoria, que las mujeres que en la ciudad había las habían repartido entre los señores principales. Con esta arrogancia y soberbia salieron de allí, y se ponen camino de la ciudad en una loma junto a otro río, donde esperan respuesta de sus amigos.

El capitán Lorenzo Bernal salió de la ciudad con veinte hombres, no para más efeto de reconocellos, y ver de la manera que venían y el sitio que tenían. Llegado a vista le comenzaron a decir muchos oprobios y hacerle amenazas, teniéndole en poco. No parando en ello, reconosció que en la parte que estaban eran perdidos, traté en su pecho dalles allí batalla, y para más certificarse de lo que convenía, mandó a cuatro soldados que vadeasen el río por encima de donde los indios estaban, que de piedras y tierra habían hecho una trinchea, y detrás della estaban reparados. Reconosciendo el río se vadeaba por allí, mandó lo reconosciesen por la porte de abajo; hallaron ansí mesmo tenía vado. Luego envió dos soldados a la ciudad que de su parte dijesen a los alcaldes que con toda brevedad le enviasen treinta soldados con todos los arcabuces, que serían doce, y le trajesen un tiro de campo. Los que en el pueblo estaban decían era mal hecho ponello y aventurarlo a perder todo tan temerariamente, y para que no peleasen le hicieron ciertos requerimientos en nombre del rey. Lorenzo Bernal, entendiendo, como práctico de guerra, que si daba lugar a los demás escuadrones que venían caminando a que llegasen, siendo asaltada la ciudad por tantas partes se perderían, quiso, como prudente, pelear con los pocos antes que esperar se juntasen todos; despachando de sí a los que en aquello hablaban los mandó volver a la ciudad, y él, con número de sesenta soldados, estuvo aquella noche sobre ellos, teniéndolos a manera de cerco, y no peleó antes porque no le había llegado la pieza de campo que esperaba. Teniéndolos desvelados, y catándolo también los cristianos, le llegaron quinientos indios amigos y compañeros para ayudarle en aquel asalto, que ya de antes los tenía prevenidos; gente que, a trueque de aprovecharse, que es robar, hacen la guerra a sus parientes y amigos; éstos repartió y puso por cuarteles. Era cosa de ver el miedo, que tenían los cristianos que en la ciudad habían quedado con las mujeres, porque sabían que si les decía mal eran perdidos; lloraban sus mujeres e hijos vellos en poder de aquellos bárbaros. Los indios [que] estaban en el fuerte bien quisieran aquella noche desamparallo e irse conosciendo que los cristianos esperaban el día para pelear; y que lo que habían visto de vadear el río era para conoscer el sitio y comarca: teniéndolo reconoscido, estaban a lo menos con ellos igual si esperaban que el día les dijese lo que habían de hacer; quejaban de que compañeros porque caminaban con tanta pereza, que bien pudieran haber llegado a la ciudad puestos a vista; siendo acometida, de nescesidad habían ir a socorrella, y que entonces le fueran ellos siguiendo a las colas de los caballos, como a gente vencida; por otra parte, querían salir del fuerte e irse la vuelta del río. Juntos en escuadrón no osaban determinarse a este efeto por ser tierra llana, hasta llegar a él, y vían que los cristianos todos andaban a caballo velándolos, y los indios amigos puestos en el escuadrón hacia la parte del río, que era por donde ellos pensaban ir; desta manera se estuvieron quedos animados por sus capitanes. Después que fué bien de día, puesta la pieza de campo en el lugar que podía hacerles daño, comenzó a jugar algunas pelotas. El capitán Lorenzo Bernal mandé apear a todos, y repartió los cuarteles por donde habían de pelear, y a los indios les dió por orden lo que habían de hacer a vuelta de los cristianos, quedando él a caballo para mejor proveer y mandar lo que convenía. Los cristianos, por la parte que les fué señalado, juntos en dos cuadrillas, comenzaron a disparar sus arcabuces en los enemigos, y los amigos indios muchas flechas, que como eran iguales en armas y lengua, era de oír lo que se decían los unos a los otros, porque los de guerra les decían mirasen eran parientes y amigos, y pues todos eran unos y peleaban por la libertad de todos, que se pasasen a ellos y les favoresciesen contra aquellos perros cristianos, grandes enemigos de todos los indios en general. Los indios amigos les decían eran traidores, salteadores, enemigos comunes, y que por roballos habían venido a su tierra cudiciosos de sus haciendas, sin tener atención a lo que les habían dicho, que allí habían de morir como malos; desta manera peleaban y hablaban. Los cristianos, cubiertos con sus dargas y buenas lanzas, jugaban con los indios bravas lanzadas, mataban algunos, y los indios herían a muchos. Peleóse con grande vocería y grita que los amigos junto con los cristianos daban, y la pieza de artillería que jugaba. Los indios que en el fuerte estaban acaudillándose daban las mesmas voces, de que era grande el estruendo, las trompetas que llevaban a su usanza, que ellos llaman cornetas, y las que los indios de guerra tenían; era cosa de grande levantamiento de ánimo, porque todos ellos, después de haber peleado y hecho todo lo que pudieron, viéndose entrar, y que los cristianos, envueltos con ellos, se aprovechaban de las espadas, que a estocadas mataban muchos, y los indios amigos, siendo iguales a ellos en el traje y armas, sin conocerse, andando envueltos todos juntos, los herían en gran manera, volvieron las espaldas huyendo hacia el río, que estaba cerca: los amigos se ocuparon en tobar el despojo, como hombres que le ayudaron a ganar. El capitán Bernal mandó a los cristianos subiesen a caballo y siguiesen el alcance, los cuales los alcanzaron presto, y como estaban dellos enojados y era tierra llana, tan encarnizados andaban matando y alanceando, que un soldado vecino de la ciudad de Osorno, llamado Francisco Valiente, valiente hombre portugués, yendo tras de una banda de indios alanceando con otros soldados, se arrojaron los indios de una barranca en el río; dando en un raudal grande, andaban nadando por él; este soldado, no teniendo temor a la altura de la barranca, ni el correr del río, se arrojó con su caballo tras ellos, que era cosa de ver cómo andaba nadando con el caballo envuelto con los indios; el espada en la mano salió a la otra ribera libre; en esto llegaron los indios amigos ayudando a los cristianos: mataron tantos, que el río llevaba el agua teñida el tiempo que duró el matar, hasta que el capitán Bernal los mandó retirar, y envió un hombre a la ciudad que llevase la nueva del buen suceso que Dios había sido servido dalles. Tomáronse prisioneros por los amigos y cristianos muchos indios; dellos mandó matar algunos, y castigó a otros cortándoles las manos y los pies. Murieron en este recuentro mill indios, sin muchos que fueron heridos; murió Illangulien, capitán general desta junta; tomáronse algunas cotas de las que ellos habían ganado en otros recuentros a cristianos, muchas lanzas de Castilla, dagas, espadas, capas, sayos y camisas que traían, porque los más destos indios eran los que habían desbaratado al capitán Zurita, y aquellas ropas le habían quitado; de los cristianos no murió ninguno; hubo muchos heridos, aunque iban bien armados. El capitán Bernal, recogida su gente, se fué a la ciudad alegre y vitorioso, dando gracias a Dios por el buen suceso que fué servido darle; todos juntos se fueron apear a la iglesia, ofreciendo a Dios su vitoria. Los que quedaron en la ciudad para guarda della los salieron a rescebir llorando de placer, dándoles muchos loores, como a hombres que con su industria y valor los había libertado de aquel cativerio que esperaban. Los demás indios que venían caminando a ayudar a sus compañeros a mucha priesa, ya cerca de la ciudad, tuvieron nueva eran perdidos; allí donde les tomó la voz se deshicieron, y fué cada uno por donde quiso la vuelta de su tierra. Desta manera se libró la ciudad de aquellos bárbaros que tan determinadamente venían sobre ella.




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Capítulo XLVII


De cómo los indios de la comarca y término de la Concepción vinieron a ponelle cerco estando el gobernador Pedro de Villagra en ella, y de las cosas que acaescieron


Habida tan gran vitoria el capitán Lorenzo Bernal, los indios quedaron quebrantados y temerosos, quejándose de sus compañeros porque no llegaron al tiempo concertado; y como quedaban tan lastimados, con deseo de venganza tratan a qué parte irían que pudiesen hacer daño, y resumidos en que la ciudad de la Concepción era cercada de montes ásperos que tenían muchas quebradas para su defensa, allí era bien ir a hacer asalto y destruilla; aunque el gobernador estaba en ella no por eso le daba más fuerza, antes, como tenía tanta gente consigo, más presto acabarían los bastimentos, porque habían cogido poco, y les destruirían todas las heredades. Después de haberse hablado con esta orden, se juntaron de conformidad más número de veinte mill indios, con muchas maneras de armas, lanzas, arcos, flechas, macanas, porras que tienen en el remate una bala gruesa, con que dan terribles golpes, y la macana una vuelta a manera de hoze, porque las hay de muchas maneras: con éstas desbaratan bravamente a los caballos; y espadas engastadas en lanzas largas; y con mucho bagaje de mujeres y muchachos que les traían de comer, comenzaron con buena determinación a caminar la vuelta de la Concepción, trayendo por sus capitanes a Millalelmo y Loble con otros muchos, aunque éstos lo mandaban todo y eran los principales.

Pedro de Villagra tenía plática de todo lo que hacían por algunos indios que les eran amigos y daban aviso: informado de la determinación que tenían, mandó hacer un fuerte junto a la mar, a la orilla de un pequeño río que entra en ella por respeto de tener cerca el agua, que si a tanto llegasen no se la pudiesen quitar. Era el fuerte de doscientos y cincuenta pies en largo, cuadrado de cuatro esquinas: en las dos hizo una torre en cada una, y en lo alto y bajo puso seis piezas de artillería, las cuatro eran piezas de campo y las dos pequeñas; recogiendo las municiones y bastimentos al fuerte, puesto en arma para lo que sucediese, con doscientos soldados entre vecinos de toda suerte, hombres de guerra, mandó recoger cerca del fuerte los que estaban algo apartados, recelándose no fuese caso tan repentino que después no pudiese dalles socorro; pero con esta orden que harían los enemigos, los cuales, informados de todo lo que en la Concepción se hacía, antes que se fortificasen más se presentaron una mañana con grandes escuadrones: vistos, a gran priesa se recogieron al fuerte. Pedro de Villagra mandó que ningún saliese fuera a escaramuzar: los indios que eran amigos de los cristianos, viendo su perdición, con sus mujeres e hijos se arrimaron a las paredes de el fuerte, y otros se ponían junto a ellas en bandas, para que si a tanto mal se viesen vecinos, con el artillería y el arcabucería serían de los cristianos socorridos. Los indios de guerra, con brava determinación, bajan a la ciudad, haciendo paradas, descansando y mirando lo que les convenía. Para salir con tan grande empresa, tomaron para su defensa el río en cuya ribera estaba el fuerte donde los cristianos se recogieron; por ser de barrancas, aunque pequeñas, para pelear con gente de caballo era ventaja para ellos; con esta orden, en tres escuadrones entraron por la ciudad, abrasando todo lo que por delante hallaban, no perdonando cosa alguna hasta que llegaron cerca del fuerte donde Pedro de Villagra estaba, y junto a él saquearon la casa de un mercader, que le paresció, por la vecindad que tenía, estar segura: robáronle lo que en ella había, y corrieron la ciudad quemando todas las casas que pudieron, si no fué algunas, que por estar en parte que con el artillería les podían hacer daño, quedaron en pie. Viendo los indios que los cristianos no salían a pelear ni a estorbar el daño que les hacían, con la presa que habían hecho se volvieron a una montaña pequeña y de razonable subida; allí asentaron su campo, y se fortificaron por todas partes para estar al seguro: desde allí bajaban muchas veces a la ciudad. El gobernador, encerrado en el fuerte con todos los cristianos, mujeres y niños, y muchas piezas de su servicio con los caballos, no cabían en el poco sitio que el fuerte tenía, hasta que retirados los indios salían algunas veces con Pedro de Villagra los soldados que a él le parescía, y con ellos llegaba cerca de la trinchea a donde los indios estaban, los cuales bajaban tras ellos diciéndoles muchas palabras feas a su usanza. Los cristianos se retiraban hasta metellos en lo llano, y allí revolvían algunas veces, escaramuzando mataban algunos y rescebían heridas dellos, y las mujeres estaban puestas en las almenas mirando cómo lo hacían los cristianos y los indios. Hubo entre ellas una señora que dijo a un hidalgo llamado Sebastián de Garnica: «Señor Garnica, tráigame vmd. aquel indio.» Viéndose nombrar en caso semejante, y en público, paresciéndole flaqueza, no ponerse, a todo lo que le pudiese suceder, con grande determinación, en un buen caballo en que se hallaba, se arrojó entre los indios, teniendo cuenta con el indio que le fué dicho, que era señalado; y aunque el indio se defendió y quiso huir, no le dió tiempo para podello hacer, que le tomó por los cabellos, y con las armas que el indio tenía lo trajo a aquella señora que se lo pidió. Todos los días escaramuzaban con los indios; aunque algunas veces, viendo que se les metían en el fuerte, y no lo podían combatir por los muchos arcabuces y artillería, bombas de fuego, alcancías, de que eran informados tenían mucha munición, después de haber estado treinta días sobre la ciudad haciendo todo el daño que pudieron, llegaron dos navíos que de Valdivia venían cargados con trigo y otros bastimentos; entonces paresciéndoles que pues ya tenían tanto socorro como les era venido, y tanta abundancia de toda suerte de bastimento que no los podrían enojar ni hacer más daño, se retiraron con grande alarido de cornetas, cuernos y otras muchas maneras de trompetas que usan, y por ellas se entienden.

Pasóse en este cerco, aunque fué breve tiempo, mucho trabajo por la mayor parte, demás de la hambre, a causa de estar juntos tantas personas en tan pequeño espacio, y muchos caballos, a causa de la inmundicia que hacían: había en la Concepción gran cantidad de perros que tenían los cristianos e indios de su servicio, y cuando se tocaba arma, que era casi de ordinario, aullaban y ladraban en tanta manera que no se podían entender; y para evitar esto, mandó Pedro de Villagra que cualquier soldado o indio que trajese perro muerto le diesen cierta ración de vino o de comida: con esta orden los mataron todos. Fuera mejor dar la tal ración a quien trajera cabeza de algún indio, o presea dél, como hacían los numantinos en aquella guerra tan porfiada que tuvieron con los romanos.




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Capítulo XLVIII


De las cosas que hizo el gobernador Pedro de Villagra después de levantado el cerco de la Concepción, y de lo que sucedió al capitán Gabriel de Villagra queriendo ir a la ciudad de Valdivia


En el tiempo que Pedro de Villagra estaba en la Concepción cercado de indios de guerra, el capitán Gabriel de Villagra residía en su casa en la Ciudad Imperial; y como los indios de aquella provincia supieron que los comarcanos de la Concepción habían tomado las armas e ido sobre aquella ciudad, trataron hacer ellos lo mesmo e ir sobre la Imperial. Gabriel de Villagra, como le estaba encomendada aquella ciudad por el gobernador, y las demás a ella comarcanas, que eran otras tres ciudades, como tuvo esta nueva, hallándose con poca gente a causa de andar algunos vecinos y estantes sacando oro en los términos de Valdivia, tuvo nescesidad de ir allá y enviar alguna gente a la Ciudad Imperial para su defensa si caso se ofreciese. Llegado a las minas de la Madre de Dios, que ansí se llamaban, tratándolo con Pedro Guajardo, vecino de Valdivia, y con el padre Diego Jaymes, sacerdote que allí estaba, que sería bien que la ciudad de Valdivia, pues sus términos estaban de paz, consintiese llevar algunas personas a la Imperial por algún tiempo para seguridad de aquella plaza: éstos escribieron al consejo de Valdivia diciendo lo que les había dicho. Como de ordinario acaescer suele, vistas las cartas en su ayuntamiento, salen añidiendo más, diciendo que el capitán Villagra volvía aquella ciudad a llevar gente, y tomar a los mercaderes la ropa que tenían y repartilla entre soldados; y que decía había de llevar treinta hombres para sustentar aquel pueblo: que no era justo perder sus haciendas y casas por sustentar las ajenas, que todos de conformidad le defendiesen la entrada; y como no había más de tres meses que había hecho gente en compañía del capitán Lorenzo Bernal, y las llagas estaban frescas en general diciendo los había agraviado, estaba mal quisto. Los del cabildo, tomando la mano, trajeron a su voluntad a todos los demás, porque es cierto estando los ánimos desdeñados, pequeña ocasión basta para hacellos inclinar a venganza. Luego le escribieron, diciendo habían entendido venía aquella ciudad a hacer gente: que como capitán, ni como soldado, ni de otra manera alguna no viniese a ella, porque le defenderían la entrada. Rescebida esta carta estuvo indeterminable, quisiera venir y castigar una desvergüenza como aquella, mas hallábase sin gente para podello hacer. Por otra parte era informado que toda la ciudad estaba en arma, y que de noche dormían en la plaza todos juntos, y tenían en la iglesia cuerpo de guardia, y que no había ninguno que voluntariamente no tomase las armas, sino eran pocos, y éstos le escrebían no viniese por evitar escándalo, que lo habría, y si se revolvían habría muertes causadas por pequeña ocasión. El licenciado Peñas, que era teniente de gobernador en aquella ciudad, no sólo no lo quiso remediar, mas se supo después que de secreto les daba favor y decía cómo se habían de regir. Quitaron los barcos que en el río tenían y todas las canoas en que pasaban, y para más seguridad pusieron guarnición de soldados y vecinos de la ciudad; hacían estas cosas con tanta calor, que entendido por el capitán Villagra se volvió a la Imperial. Los vecinos de Valdivia, aunque supieron se había vuelto, no dejaron de velar la ciudad y tener espías en los caminos, porque no se les entrase sin sentillo: creían ser ido a la Imperial a rehacerse de gente y volver sobrellos; por cuyo respeto, recelándose, trataron informar al gobernador, que estaba en la Concepción, de lo sucedido, dando colores a su yerro, y para negociallo enviaron a Cristóbal Ramírez, natural de la Bañeza cerca de León, en un navío del rey que estaba en el puerto de aquella ciudad. Embarcando en él trigo, harina, con otros bastimentos, llegó en dos días a la Concepción, e informando a su voluntad, sin haber contraditor alguno, proveyó el gobernador que el capitán Gabriel de Villagra no tuviese entrada en la ciudad de Valdivia en caso ni cosa que se ofreciese de justicia, ni de otra manera, sino el licenciado de las Peñas, como su teniente, y que apartaba la ciudad de Valdivia de su mando, y alzaba el rescebimiento del concejo que en él habían hecho. Con este proveimiento volvió el embajador, de que no rescibieron poca alegría los vecinos de aquella ciudad en haber salido con su intinción, aunque después lo pagaron todo junto.

Pasado esto, y los indios levantado el cerco que sobre la Concepción tenían, Pedro de Villagra determinó irse a la ciudad de Santiago y tener allí el invierno, y al verano, recogida la gente que del capitán Vaca había quedado y la del capitán Zurita, con la demás que podría juntar, volver a la Concepción haciendo la guerra en sus términos el verano siguiente; y encomendando la ciudad al capitán Reinoso, antiguo en las Indias, y prudente en cosas de guerra, por el cuál respeto de entendella tan bien se llevaba mal con el gobernador, porque Reinoso trataba y murmuraba de algunas cosas que había, que se podían hacer mejores, pues tomando a su cargo la defensa de aquella ciudad, el gobernador se embarcó en un navío con cuarenta soldados. En dos días llegó a la ciudad de Santiago, navegación de sesenta leguas: en el puerto le proveyeron caballos en que fuese a la ciudad. En ella fué bien rescebido, que era bien quisto, aunque sin cerimonias de rescibimiento.




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Capítulo XLIX


De lo que hizo Pedro de Villagra aquel invierno en Santiago, y de cómo al verano salió a hacer la guerra, y de lo que le sucedió


Estando Pedro de Villagra en la ciudad de Santiago, y empezando año de sesenta y seis, como en ciudad abundante de todas cosas, por ser, como lo es, la más fértil y mejor de las del reino (que ha sido para soldados y gobernadores en el reino de Chile otra Capua, como lo era antiguamente la de Italia, para los capitanes que en ella hacían la guerra, en vicios iguales, con muchos amigos que Pedro de Villagra tenía, y algunos privados, más de lo que le convenía, dándose a buena conversación, comenzó a ponerse mal con algunos vecinos, que en lo secreto no estaban bien con él, y fué la mayor parte del odio que le tomaron, ponerse el gobernador mal con un caballero vizcaíno, llamado Martín Ruiz de Gamboa, hermano de Lope Ruiz de Gamboa, que murió en el cerco de Arauco peleando, como se dijo. A este caballero, por causas bien pequeñas, lo mandó prender y tenerlo con guardas y prisiones, hasta que pasados cuatro meses por sentencia lo dió por libre, el cual estaba casado con una hija del capitán Rodrigo de Quiroga, que cómo era persona tan principal rescebió desgusto del mal término, y de allí adelante en sus cosas no estuvo bien.

Pedro de Villagra comenzó a tratar con los oficiales del rey de los soldados que allí estaban; pasaban mucha pobreza, y para salir a la guerra era menester gastar de la hacienda real cantidad de pesos de oro: estuvieron discordes al principio, aunque después de algunos días, tratándose siempre dello, vinieron en que gastase lo que le pareciese. Hecho acuerdo para el gasto, mandó se tomase ropa de la que tenían los mercaderes, y se librase en la caja del rey, para que allí se hiciese la paga. Juntó entre los soldados que salieron desbaratados, y con los que después vinieron con él, ciento y diez soldados, que para aderezallos gastó más número de veinte mill pesos de la hacienda del rey; y aún no dió socorro a todos, porque a los primeros el licenciado Herrera, que allí era su teniente, les había dado a seiscientos pesos y a sietecientos, con que se ponían galanes y holgaban en buen pueblo, y para ellos bien aparejado, conforme a usanza de soldados. Habiendo gastado Pedro de Villagra con lo que gastó el licenciado Herrera, natural de Sevilla, más número de treinta mill pesos de oro, se estuvo en Santiago, a lo que sus émulos decían, más tiempo mucho de lo que convenía; porque habiendo de partir por otubre para ir a los términos de la Concepción a hacer la guerra, salió de Santiago en fin de enero del año de sesenta y seis, después de hecho repartimiento de indios a los vecinos de Santiago, a cada uno conforme a lo que tenía, que para tal día estuviesen en lugar señalado con sus armas.

Son estos indios amigos muy provechosos para la guerra, porque ayudan en gran manera a los cristianos; de más de que son iguales a los de guerra en deciplina y ligereza, al pasar de los ríos hacen mucho efeto, aderezan los caminos, sirven de gastadores: juntos quinientos indios de estos que tengo dicho, y con los ciento y diez soldados, salió de Santiago camino de la Concepción. Pasado el río de Maule tomó el camino de Reinoguelen, que es una provincia llamada ansí junto a la Sierra Nevada, porque tuvo nueva que aquellos indios con gran desenvoltura habían hecho un fuerte, quellos llaman en su lengua bucara, en tierra llana, ribera de una acequia grande que para ello habían traído. Pedro de Villagra tomaba lengua cada día; sabiendo ser ansí, caminó derecho allá. Los indios habían enviado a llamar todos los comarcanos les viniesen a ayudar, pues los habían pagado a su usanza, y para esta paga habían juntado ochocientos perros y gran cantidad de chaquira; que es unas cuentas de muchas colores, más pequeñas que granos de trigo, horadadas por el medio; las traen al pescuezo en sartas largas, mayormente las mujeres, y con la ropa de vestir que juntaron habían pagado grande número de soldados. Los perros quiérenlos para cazar, y desto se aprovechan dellos, y cuando no son de provecho se los comen. Acudióles mucha gente, eceto Loble, hombre belicoso, que no se pudo juntar con ellos por estar algo apartado, aunque caminó todo lo que pudo. Llegado Pedro de Villagra al fuerte, salieron los indios a escaramuzar con él: algunos, soldados que llevaban caballos bien aderezados y de buena rienda, alancearon algunos, y entrellos Cristóbal de Buiza, buen soldado, confiado en el caballo que llevaba se metió entrellos: cebado en un indio por lo alancear, tropezando el caballo cayó con él, y si no fuera socorrido lo mataran. El caballo tomó un indio, y en presencia de los cristianos subió en él, y lo comenzó a manejar como si fuera jinete andaluz.

Pedro de Villagra asentó su campo cerca del fuerte, y reconoscido ordenó cuadrillas para otro día pelear con ellos, de las cuales dió una a Martín Ruiz de Gamboa, de veinte soldados, y otra a Gómez de Lagos; y al capitán Zurita, Juan de Biedma, Pedro Fernández de Córdoba, les dió cuadrillas del mismo número: a los indios amigos que de Santiago había traído ordenó cómo habían de pelear y por dónde. El fuerte que los indios tenían era entre unos robles altos y gruesos, que había muchos, criados allí por naturaleza; y para más defensa de los arcabuces y artillería, que sabían los cristianos llevaban siempre, tenían atajado un trecho de tierra de hasta docientos pies por la frente, que por un lado de suyo estaba fuerte con un río que les defendía la entrada, y una ciénaga que no se podía andar por ella a caballo ni a pie, si no era gente desnuda; desta manera estaban fortificados. La frente era de un foso lleno de agua, poco más hondo que un estado de hombre: este foso era a manera de albercas de huerta que entre una y otra había una entrada tan ancha como dos pies, de tierra firme, cubierta de agua, por tal manera que no la podían ver si dello no tenían plática; los indios, como la sabían, entraban y salían desenvueltamente.

Otro día por la mañana, el gobernador Pedro de Villagra mandó que todos se apercibiesen para combatir el fuerte, y con la orden ya dicha se llegaron a él. Los indios desque vieron a los cristianos en el foso comenzaron a tirarles mucha flechería; los soldados, arcabuzazos, en que mataban muchos; los indios amigos, muchas flechas, como ellos; los unos por entrar dentro del fuerte, los otros por defendelles la entrada. El capitán Lagos, que iba con una cuadrilla, viendo tanto, número de indios, y que les herían mucha gente, dijo: «Caballeros, retirar, que nos perdemos.» Villagra, que cerca estaba, como lo oyó, respondió: «¿Cómo retirar? Adelante, que todo es nuestro.» Los indios amigos, con las flechas que tiraban, les hacían mucho daño, y habiendo reconoscido la entrada de los andenes que estaban en el foso comenzaron a entrar por ellos. Los enemigos desque los vieron tan juntos, y que peleaban lanza a lanza defendiendo todo lo posible, no pudiendo hacer más, viendo les habían ganado el foso, volvieron las espaldas huyendo. Los amigos los siguieron y mataron muchos, otros tomaron a prisión; el yanacona que tenía el caballo de Buiza, como vido la perdición de los demás, huyó a vista de todos con el caballo: fué tras dél el capitán Alonso Ortiz de Zúñiga con tres soldados, no lo pudo alcanzar ni seguir por respeto de un monte donde se le metió, en el cual se le perdió de vista. Castigó Pedro de Villagra en este fuerte por justicia, fuera de los muertos, más de sietecientos indios.




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Capítulo L


De cómo yendo Loble a socorrer los indios que estaban en el fuerte se encontró en el llano con Pedro de Villagra, y lo que acaesció


Después de haber Pedro de Villagra desbaratado el fuerte de Reinoguelen, muerto y castigado por justicia muchos indios, se partió otro día siguiente camino del río de Niviqueten: yendo caminando, tratando en las cosas pasadas, y cómo se había peleado, los corredores que iban delante descubriendo el campo tocaron arma. Cuando se entendió por los que iban atrás, los que tenían plática de guerra temieron; porque haber desbaratado y muerto tanta gente, que bastaba poner miedo a toda la provincia, ver que de nuevo en mitad de un llano los venían a buscar indios de guerra, creyeron debían de ser muchos; y fué que Loble, indio principal entre los de guerra, señor de muchos indios, había prometido a los principales de Reinoguelen les vendría ayudar y en su favor pelear con los cristianos; y por haber Pedro de Villagra con tanta brevedad acometido y desbaratado el fuerte, no tuvo tiempo de poder llegar a tiempo por ser su tierra algo lejos para gente de a pie. Este indio belicoso venía caminando, y los corredores ansí mesmo, los unos contra los otros, sin verse por estar en medio una loma, que aunque rasa y sin monte era alta; por este respeto no se vieron de lejos, hasta que a un tiempo se descubrieron todos, pues iban de lante trecientos indios bien armados. Estos, como vieron a los cristianos tan cerca de sí, no osaron volver atrás: viendo que eran muchos, arrojáronse a una mata grande de monte que hacía ciénaga, y allí se comenzaron a hacer fuertes. Loble venía un poco atrás, y como asomo con una macana grande en las manos, y vió a los cristianos que querían pelear con sus indios, paró, no para volver atrás, sino para llamar su gente se diesen priesa a caminar. Llegados, con todos ellos se metió por los cristianos a socorrer los suyos: junto con ellos eran todos número de mill indios. Puestos en la mata, tomando la ciénaga por fuerte, comenzaron a tirar flechas; los cristianos quisieron entrar a ellos a caballo, y como era lugar cenegoso cayeron los caballos con los primeros atollados en el lodo, por cuya causa les convino apearse y entrar a pie, pues estaban en parte que de otra manera no se podía pelear, teniéndolos en medio cercados por todas partes. Loble, viéndose perdido si peleaba, mandó a un indio hablase alto, porque Pedro de Villagra le oyese, diciendo que quería hablar. Pedro de Villagra se llegó muy cerca; este indio le dijo: «Gobernador, si no nos matas ni castigas, perdonándonos lo pasado y presente, nos rendiremos todos, y te entregaremos las armas, y haremos todo lo que nos mandares.» Prometióselo así como se lo había pedido. Luego salieron, estando todos los cristianos en arma, y los indios amigos que de Santiago había traído, a los cuales pesó mucho del concierto, porque hubieran su parte de la barata y saco: ellos echaron las armas en la parte que les fué señalado, y se sentaron en tierra, esperando la clemencia que con ellos se tendría. Pedro de Villagra llegó a ellos estando a caballo, y mandó que llamasen a Loble, que estaba en medio de todos la cabeza baja por no ser conoscido y corrido del caso presente; no queriendo responder por entender este indio que llamallo en aquel tiempo no era por bien suyo, se estuvo quedo, dando a entender que no estaba allí. Viendo que se negaba, y los indios lo decían ansí no estar entre ellos, mandó a un soldado que lo conoscía bien entrase entre los indios y lo buscase. Luego lo señaló con el dedo, diciendo: «Este es.» Salió del medio de su gente como hombre corrido, aunque bien señalado, por ser indio valiente y membrudo. Pedro de Villagra lo mandó prender, y hizo a los indios, como estaban juntos, un razonamiento breve, en que les dijo como el diablo los traía engañados para que se perdiesen, pues habían visto que en el fuerte había desbaratado a todos los indios de guerra de aquella provincia, y que de lástima, doliéndose dellos, no había querido matar más; y que de presente bien vían estaban allí juntos mill indios enemigos de cristianos, los cuales se enojaban con él, porque no los mataba a todos, pues que en ellos no había enmienda: que mirasen eran menos de cada día por las guerras que traían, y por andar en la guerra se les morían sus hijos y mujeres por no cultivar la tierra y hacer simenteras; que a Loble, aunque le había mandado prender, no era para castigallo; pues les había dado su palabra, estuviesen ciertos la cumpliría; mas que quería traello consigo algunos días para que hablase a los principales se quietasen dejando las armas, y que ellos se acordasen de aquella buena obra que les hacía para servir de allí adelante en lo que les mandase. Un indio en nombre de todos le dió las gracias por ello, prometiéndole se lo agradescer. Luego los envió a sus tierras y siguió el camino que llevaba hasta junto al río de Niviqueten: en un hermoso llano asentó su campo. Estando allí le vinieron a ver de la ciudad de Angol algunos aficionados, que por nueva de indios habían sabido todo lo sucedido; vínole a ver ansí mismo el capitán Lorenzo Bernal, con quien Pedro de Villagra se holgó mucho, y encomendándole la gente que tenía en su campo, se partió a la ciudad de la Concepción llevando consigo treinta soldados para su seguridad. Llegado que fué, proveyó al capitán Gómez de Lagos por su teniente, a causa de no querer el capitán Alonso de Reinoso usar más del cargo. Habiendo estado en aquella ciudad ocho días se volvió al campo, y desde allí, porque entraba el invierno, despachó al capitán Pedro Fernández de Córdoba por su tiniente a la ciudad de Valdivia, con comisión que castigase la desenvoltura que con el capitán Gabriel de Villagra habían tenido cuando le hicieron resistencia; y porque tuvo nescesidad, llevó consigo al capitán Reinoso y Lorenzo Bernal, y dejó en la ciudad de la Concepción la gente que bastaba para su reparo; con esta prevención, se fué a Santiago.



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