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ArribaAbajoLibro cuarto


ArribaAbajoProemio

Es una pura lisonja de Domiciano, que le había encomendado la instrucción de los sobrinos de una hermana. En seguida pone la materia de los tres libros siguientes.


Acabado, Marcelo Victorio, el libro tercero, que te dediqué, y concluida casi toda la cuarta parte de mi trabajo, se añadió un nuevo motivo para el esmero de la obra y un deseo de merecer la aprobación de los hombres. Hasta ahora sólo los dos conferenciábamos sobre nuestros estudios, y aunque los demás no los aprobasen, con todo eso no buscábamos otra recompensa de ellos que el ir formando un plan y método de la instrucción de tu hijo y el mío. Mas habiéndome encomendado Domiciano Augusto la de los sobrinos de su hermana134, me desentendería del honor que me hacían los juicios divinos135, si yo no   —176→   midiese la grandeza e importancia de la comisión por la de la honra. Porque ¿cómo no me esmeraré en la enseñanza de tales discípulos, para merecer la aprobación de un censor el más santo; y para no frustrar las esperanzas que tiene fundadas en ellos un príncipe no menos consumado en la elocuencia que en todo lo demás? Y si nadie extraña que los más grandes poetas invoquen la asistencia de las musas, no solamente al principio de sus obras, sino en medio de ellas, cuando ocurre algún pasaje dificultoso, donde de nuevo se repiten sus invocaciones, también a mí se me podrá disimular ejecute ahora lo que no hice al principio, invocando la asistencia de todos los dioses, y principalmente la de aquel mismo que es el dios más benigno y que más fomenta las letras, para que me comunique tanto ingenio, cuantas son las esperanzas que de mí concibió; para que me sea propicio y favorable, y sea yo tal, cual es el concepto que formó de mí.

Y de este mi temor no es este solo el motivo, aunque es muy poderoso; añádese otro, y es que, según la serie de esta obra, es mayor cosa y más ardua la que emprendo, que la que llevo hasta aquí. Síguese explicar el orden que debemos guardar en las causas judiciales, donde cabe mayor variedad y extensión; cómo debe formarse el exordio; cómo la narración; cómo convencerán las razones, ya para probar, ya para refutar; cuánto empeño debe ponerse en el epílogo, ya recordando cuanto hemos dicho a la memoria del juez con una capitulación, ya moviendo los afectos, que es lo principal. De cada una de las cuales partes algunos quisieron más tratar separadamente, porque temían la dificultad de tratar de todas, y así muchísimos escribieron libros enteros de cada una de ellas. Todo lo cual, habiéndome atrevido a abarcarlo, veo ser obra de tanto trabajo que aun la memoria de lo que he tomado a mi cargo me abruma. Pero ya es fuerza seguir lo comenzado, y que supla el ánimo lo que no alcanzan las fuerzas.



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ArribaAbajoCapítulo I. Del exordio

I. Los griegos con más fundamento lo llaman proemio. Pónese para conciliarse la benevolencia, atención, y docilidad.-II. La benevolencia concíliase de tres modos. Por las personas, que son cinco. 1.ª El defensor de la causa. 2.ª El contrario. 3.ª El litigante. 4.ª Su contrario. 5.ª El juez. Por la causa, o por las circunstancias de la causa, o de las personas.-III. De la atención.-IV. De la docilidad.-V. Estas tres cosas se usan con variedad según los cinco géneros de causas.-VI. Cuándo nos valdremos del exordio de insinuación y cómo.-VII. Del modo más fácil de formar los exordios. Puede tomarse de la parte contraria. Conviene que sea modesto. No se ha de hacer alarde del artificio retórico y se ha de huir de las expresiones atrevidas.-VIII. Qué estilo, modo y figuras convienen al exordio. Sus principales vicios.-IX. No siempre tiene cabida, pues las demás partes pueden hacer lo que el exordio.-X. De la transición o paso del exordio a la parte que sigue.


I. Lo que llaman los latinos principio o exordio, llamaron con más propiedad, a nuestro entender, proemio los griegos; porque la palabra latina principio es general; pero la griega da a entender con bastante claridad que es la entrada del asunto que vamos a tratar. Pues o ya se haya llamado así, porque oime significa canto y los citaristas llamaron proemion a aquello que cantan de antemano antes de entrar en la contienda sobre el canto formal, para ganarse el favor de los que oyen, de donde tomaron el nombre los oradores para conciliarse al auditorio en el principio de su oración; o sea porque oimon significa en griego lo mismo que camino, lo cierto es que se llama   —178→   proemio todo aquello que se dice para prevenir al juez antes de entrar al conocimiento de la causa.

Porque no hay otro motivo para este principio, sino el preparar los ánimos de los oyentes para lo restante de la oración. Esto se logra haciéndolos atentos, dóciles y benévolos, como dice la mayor parte de los autores. No porque no se haya de cuidar de esto en lo demás del discurso, sino porque al principio se necesita más, para insinuarnos en el ánimo del juez y seguir adelante.

II. Nos ganamos la benevolencia, o por medio de las personas, o por la causa. Las personas no son solamente el litigante, el contrario y el juez, como los más pensaron.

1.ª Porque a veces el exordio se toma de la persona del orador o defensor de la causa: pues aunque debe ser escaso en hablar de sí mismo, hace mucho al caso que sea tenido por hombre bueno. Con lo cual parecerá que no habla como abogado, sino como testigo abonado. Y así debe dar a entender que le ha movido a tomar aquella causa la obligación de amistad o parentesco y (si es probable) el bien de la república u otro semejante motivo. Con mucha más razón cuidarán de esto los mismos litigantes, haciendo ver que les ha movido a la querella o defensa algún razonable motivo, y aun la necesidad.

Pero así como la principal razón para conciliarse autoridad el orador es el que esté muy lejos de que se sospeche haber tomado la causa por motivo de interés, odio o ambición, así también tácitamente hará recomendable su persona si dice que es inferior en el talento y poder a los contrarios, en lo que funda Mesala la mayor parte de sus exordios. Pues naturalmente favorecemos al caído y un juez escrupuloso oye con gusto al defensor que confía en su justicia. De aquí nace aquel disimular los antiguos el artificio retórico, tan distinto de la ostentación y arrogancia de nuestros oradores.

Hemos también de procurar el que no parezca que deshonramos,   —179→   que tenemos mala intención y que injuriamos en nuestro razonamiento a algún hombre o clase de personas, principalmente a los que no podemos ofender sino ofendiendo también a los jueces. Porque el encargar que no se diga cosa alguna que sea directamente contra la persona del juez o que tenga asomos de ello, sería insulsez, pues vemos que todos así lo practican.

2.ª El defensor del contrario nos dará a veces materia para el exordio, ya honrándole si hiciésemos sospechosa su persona a los jueces, fingiendo que nos tememos de su elocuencia y mucho poder, ya con algún género de desprecio, aunque esto ha de ser muy rara vez. Así vemos que Asinio, que defendía el derecho de los herederos de Urbinia, pone entre los demás argumentos de la mala causa del contrario el tener por abogado a Labieno.

Cornelio Celso niega ser propiamente exordios los que no se toman del fondo de la causa. Mas yo, siguiendo la autoridad de los más consumados autores, digo que todo cuanto pertenece a la persona del que habla pertenece también a la causa; pues es cosa natural que el juez fácilmente crea a los que oye con gusto.

3.ª De la persona del litigante se hablará también con variedad. Unas veces se alega su dignidad, otras se recomienda su abatimiento y algunas se hace relación de sus méritos; aunque el que cuenta los suyos propios lo hará con más modestia que cuando los ajenos. Mucho va a decir también el alegar las circunstancias del reo, su edad, su condición, si es mujer, pupilo, anciano o hijo de familia, pues sola la compasión natural mueve a un juez recto. Estas circunstancias se tocarán en el exordio, pero sin detenerse mucho en ellas.

4.ª Al contrario, le impugnaremos por estos mismos medios, pero volviendo el argumento al revés. Porque si es poderoso, le persigue la envidia; si está en abatimiento, el desprecio; si es infame y está culpado, el odio; las cuales   —180→   tres cosas son muy poderosas para torcer la voluntad de los jueces. Ni basta el echar mano de aquello que ocurre aun a los ignorantes; es necesario ponderarlo o disminuirlo, como el caso lo pidiere. Porque esto último es propio del orador; lo primero lo lleva consigo la causa.

5.ª Nos ganaremos la benevolencia del juez no solamente alabándole, lo cual es común a las dos partes y debe hacerse con moderación, sino juntando esta alabanza con la utilidad de nuestra causa; esto es, alegando su valimiento en favor de los buenos; su justicia en favor de los caídos; su misericordia para con los infelices; su severidad para vengar a los ofendidos, y así de lo demás.

Si es posible, conviene también conocer la condición del juez. Porque según fuere, o desabrido o apacible, festivo o grave, riguroso o indulgente, así o nos valdremos de su índole natural conveniente a nuestra causa, o procuraremos mitigarle si fuera contraria.

Acaece también alguna vez que el juez es contrario a nosotros o amigo de la parte contraria; entonces cada cual debe aprovecharse de la persona del juez, y no sé si con particularidad el que le tiene propicio. Pues los malos jueces suelen a veces sentenciar a favor de un enemigo o contra algún amigo, cometiendo injusticia con disimulo para que no aparezca que otras veces han obrado con ella.

Algunas veces los jueces han sentenciado también en propia causa. En alguna semejante a éstas fue juez Cicerón, como dice Septimio en sus observaciones136; y yo mismo defendí una de la reina Berenice137, siendo ella   —181→   misma juez. Aquí debe observarse lo mismo, porque el contrario blasona con cierta confianza de su causa, y el abogado que la defiende teme y tiene contra sí la vergüenza del juez en sentenciar a su favor138.

Además de lo dicho conviene desimpresionar al juez de la opinión que ya traía de su casa, o confirmarle en ella. A veces es necesario desvanecer el miedo, como lo hizo Cicerón en la causa de Milón, para que no creyese que Pompeyo tenía dispuestas las armas contra él; a veces excitarle y ponerle delante, como lo hizo en la de Verres.

Pero hay un modo común y útil de excitar el miedo; verbigracia: cuando se dice y encarga que no conciba alguna mala opinión el pueblo romano, que no se apele a otro tribunal. Otro modo hay más fuerte y menos usado, como cuando se amenaza a los que han sido sobornados de acusarlos en presencia de una concurrencia más numerosa, como cosa más segura; porque esto sirve de freno a los malos y de consuelo y gozo a los buenos. Pero no aconsejaré yo este último medio cuando hay un solo juez, a no ser que   —182→   falten otros auxilios. Y si lo pide el caso, no será ya precepto de la oratoria, así como la apelación; aunque esto muchas veces también es útil o también el acusarle del soborno antes de comenzar la defensa; porque el amenazar a alguno o delatarle, cualquiera puede hacerlo sin ser orador.

Cuando la causa diese pie para conciliarnos la benevolencia del juez, convendrá tomar de ella cuanto ofrezca de favorable para el exordio. Qué cosas sean éstas, ocioso es el decirlo, ya porque entendida la causa se presentarán por sí mismas, ya porque el referir cuantas pueden ocurrir en tanta multitud de pleito no tiene guarismos. Pero digo que así como el encontrar y ponderar esto lo enseñará la causa, así también el refutar o disminuir lo que nos daña.

La misma causa algunas veces dará fundamento para mover la compasión, o ya nos haya sucedido alguna calamidad, o ya la temamos. Ni sigo la opinión que muchos de que el exordio se distingue del epílogo, en que en aquél se cuentan las cosas pasadas y en éste las venideras, sino mucho más en que en aquél se ha de mover la misericordia con más tiento y moderación; pero en el epílogo se han de excitar todos los afectos de compasión; aquí introducir hablando a otras personas; aquí hacer que hablen los mismos muertos; aquí poner delante las prendas más amables del reo139, lo que no cuadra tan bien en los exordios.   —183→   Y no sólo no se han de mover en el exordio semejantes afectos, sino aun apartarlos del todo. Pero así como es útil el hacer creer que nuestra parte se ha de ver oprimida de miseria si el contrario vence, así diremos que nuestro adversario se hará más orgulloso con la victoria.

Suelen también tomarse los exordios de las circunstancias de la causa y de las personas. A las personas pertenecen, no solamente los parientes, como acabamos de decir, sino las amistades, los países, las ciudades y todo cuanto puede contribuir para triunfar en la causa. A la causa pertenece también extrínsecamente el lugar, como el exordio en la oración en defensa de Deyótaro; el tiempo, como en la de Celio; el traje, como en la de Milón. La opinión en el exordio de la oración contra Verres; y para no recorrerlo todo, el honor de los tribunales y la expectación del vulgo. Todo esto está fuera de la causa, pero mira a ella.

Añade también Teofrasto que se toma el exordio de la misma acción o defensa de la causa. Así Demóstenes, defendiendo a Tesifón, pide que se le permita hablar a su arbitrio y a gusto del reo que lo pedía, y no según el método establecido antes por el acusador.

A veces la misma confianza suele pecar de arrogancia140. También concilian el favor aquellas cosas comunes a todos, cuales son el manifestar los buenos deseos, el abominar del contrario, el suplicar y portarse en todo como solícito defensor; cosas que no deben omitirse, aunque no sea sino con el fin de que no se aproveche de ellas el contrario.

III. Con esto mismo se gana la atención de los jueces, haciendo ver que la causa es nunca vista, de suma importancia, atroz, y que puede servir de ejemplar: principalmente   —184→   cuando el juez se halla movido de la calamidad, o porque mira a él o a la república; cuyo ánimo es preciso que el orador se lo gane con la esperanza, miedo, avisos, súplicas, y aun con vanas alabanzas si no hay otro medio. Importa mucho para conciliar la atención el que vean no hemos de ser largos ni salimos fuera del asunto141.

IV. Con tener atentos a los oyentes los tendremos también benévolos, así como proponiendo breve y claramente lo que vamos a tratar: lo que practican Homero y Virgilio al principio de sus poemas. Debe cuidar el orador de hacer una simple reseña de su asunto, de modo que más parezca proposición que exposición, diciendo no cómo cada cosa sucedió, sino lo que va a tratar. No encuentro ejemplo mejor que aquél de Cicerón en la defensa de Cluencio: Veo, oh jueces, que el contrario dividió su acusación en dos partes; en una de las cuales me parece que estriba y funda toda su confianza, el odio envejecido del juicio de Junio: en la otra, siguiendo la costumbre, tan solamente toca por encima la cualidad del delito de los hechizos, pero con timidez y desconfianza, por lo cual esta controversia ya está terminada por la ley. Lo cual es más fácil al que responde que al que propone: en lo primero basta insinuar la cosa, cuando en lo último hay que informar al juez.

Ni soy de parecer (aunque grandes autores digan lo contrario) que no siempre conviene llamar la atención y docilidad del juez; no porque ignoro que, como ellos dicen, esto sucede cuando la causa es mala (aunque no sabemos cuál sea ésta), sino porque esto acaece no por descuido del juez, sino por engaño. Por ejemplo: peroró primero nuestro contrario, y acaso logró persuadir al juez. En este caso necesitamos imbuirle en otra opinión distinta;   —185→   y esto no puede hacerse si no le hiciéremos atento y dócil a lo que vamos a decir. ¿Pues qué remedio? Tenemos que disminuir algunas cosas, rebajarlas y aun despreciarlas, para hacer que el juez afloje en la opinión que favorece al contrario, como lo practicó Cicerón en la causa de Ligario. Pues ¿qué otra cosa hacía con aquella entrada irónica, sino que el César no hiciese mucho alto en una acusación que nada tenía de nueva? Y ¿qué en la oración en defensa de Celio, sino el que tuviese la cosa por menor de lo que se esperaba?

V. Pero de todo cuanto he dicho, algunas cosas se omiten, según la naturaleza de la causa. Muchísimos cuentan cinco géneros de causas, lo honroso, lo despreciable, lo dudoso, lo admirable y lo oscuro: que llaman los griegos endoxon, adoxon, amphidoxon, paradoxon, dysparacoloutheton. Algunos admiten lo indecoroso; pero otros lo reducen a lo despreciable y otros a lo admirable. Por admirable entienden cuanto está fuera de la opinión de los hombres. En lo dudoso conviene hacer benévolo al juez; en lo oscuro, dócil; en lo despreciable, atento. Porque si la cosa es honrosa y buena, ella por sí basta para conciliarse a los oyentes. En lo extraño e indecoroso es menester valerse de auxilios.

VI. De aquí es que muchos dividen el exordio en dos partes: principio e insinuación. De forma que en el principio captemos la benevolencia y atención. Y como esto no puede hacerse a cara descubierta en los asuntos indecorosos, es menester que por insinuación nos ganemos los ánimos, principalmente cuando la causa no presenta buen aspecto, o porque de suyo es mala, o porque no es de la aprobación del auditorio y cuando alguna circunstancia daña para su defensa; como si tenemos presente al contrario o defensor suyo, o cuando vamos contra nuestro mismo padre, contra un anciano, un ciego, un niño.

Algunos enseñan con un largo rodeo de palabras los   —186→   modos de salvar este inconveniente, fingiendo diversos casos, y los tratan acomodándose a la costumbre de los tribunales; pero dimanando éstos de las mismas causas, que son innumerables, el referirlos todos sería cosa infinita. Por donde considerada bien la causa, ella misma presentará el camino para allanar los inconvenientes que se nos ofrezcan en ella.

Ahora decimos en común que huyendo de lo que nos perjudica, aleguemos lo que nos favorece. Si la causa es mala, valgámonos de la persona y al revés. Si no tenemos nada de donde asirnos, echemos mano de lo que perjudica al contrario. Porque así como deseamos merecer el mayor aplauso, así también el no merecer tanto odio como el contrario. Si el hecho no se puede negar, probemos a lo menos no ser tanto como lo pintan, que se hizo con otra intención; que no pertenece al asunto presente, que si se cometió algún delito, ya se resarció con el arrepentimiento esta falta, o que ya queda borrada y satisfecha con el castigo. Todo lo cual cae mejor en boca del abogado que del reo, porque puede alabar sin sospecha de arrogancia y a veces podrá reprender la acción con utilidad. Entretanto podrá fingir que se halla conmovido, como lo hizo Cicerón defendiendo a Rabirio Póstumo, ya para insinuarse en los ánimos, ya para dar a conocer que habla de corazón, ya para que se le crea cuando defienda o niegue la misma cosa.

Se necesita del exordio de insinuación, cuando el contrario tuviere al juez preocupado o estuvieren los oyentes cansados de oír. Lo primero se evitará proponiendo las razones que tenemos en nuestro abono y eludiendo las de nuestro adversario, y lo segundo si prometemos no ser largos y nos valemos de los medios puestos arriba para ganarse la atención del juez. La cortesanía usada a su tiempo recrea los ánimos, y procurando deleitar al juez por todos los medios posibles, se disminuye el fastidio de   —187→   oír. No será malo el adelantarse a deshacer objeciones que se nos podrán hacer. Así dice Cicerón que algunos se extrañarán que habiendo él empleado su vida en la defensa de tantos sin haber hecho mal a nadie, venga al presente a acusar a Verres; pero después manifiesta que el acusarle a éste es defender a los aliados. A lo que llaman ocupación y los griegos prolepsis.

VII. Pero como no basta decir a los que quieren saber esta materia lo que constituye el exordio, sino mostrar también el camino más llano para formarlo, digo que el orador debe tener presente estas circunstancias. Qué pretende probar, en presencia de quiénes, a quién defiende, contra quién, el tiempo, el lugar donde ha de hablar, el estado presente de las cosas, las opiniones del pueblo y la que tendrá el juez antes de oírnos. Asimismo qué desearemos, qué suplicaremos, y de este modo la naturaleza de la causa le dirá lo que debe decir en primer lugar. Mas ahora llaman proemio a aquello por donde comienza la oración, y exordio si en el principio de ella se encuentra alguna sentencia que lisonjee; pero en él se encuentran muchas cosas que, o son propias de otras partes del discurso, o les pueden convenir igualmente, siendo así que no hay cosa que ocupe mejor su lugar que lo que dicho en otro no quedaría tan bien.

Tienen una gracia particular aquellos exordios que están tomados de la misma defensa del contrario, por lo mismo que no parece cosa estudiada de antemano, sino discurrida allí mismo y como nacida allí, y no sólo prueba ingenio, sino que su misma naturalidad por ser tomados de lo mismo que acabamos de oír, concilian mayor crédito a lo que se dice. De manera que aunque lo restante del discurso sea cosa antes limada y trabajada, el exordio lo hace parecer dicho de repente, viéndose que nada tiene de estudiado.

Lo que más debe brillar en el exordio es la modestia   —188→   del orador en el semblante, en la voz, en lo que dice y en el modo de proponerlo; de manera, que aunque la justicia de la causa sea de suyo indubitable y merezca la aprobación de todos, no ha de manifestar confianza de salir con la victoria. Pues los jueces se ofenden de tanta confianza en un litigante, y como conocen cuáles son sus fueros, quieren, aunque lo disimulen, que se les trate con respeto.

Y no debe ponerse menos cuidado en que no se sospeche de nosotros por ningún lado, y así al principio no debe hacerse alarde del demasiado artificio, porque el oyente se imagina que es para cazarle; antes el mayor artificio consiste en disimularlo. Éste es precepto que dan todos y el más digno de observarse. Algunas veces las circunstancias obligan a alterarlo, como ha sucedido en algunas causas capitales, en particular defendidas en presencia de los Centunviros, que los mismos jueces exigían de los abogados cierto esmero en la acción, imaginándose que, de lo contrario, se hacía poco aprecio de sus personas, pues los tales no quieren solamente ser instruidos, sino que les lisonjeen el oído. Es difícil el guardar medianía en esto, la que debe ser tal que parezca que hablamos con esmero, pero sin segunda intención.

Nos enseñan los antiguos que en el principio de la oración sobre todo evitemos las palabras arrogantes, las metáforas atrevidas, las expresiones anticuadas y poéticas, porque todavía no nos hemos insinuado en los ánimos, y entonces más que nunca nos escuchan los oyentes con más atención. Pero cuando ya hemos ganado al auditorio y le tenemos más acalorado, se sufre algo más esta libertad, especialmente cuando ya hubiéremos entrado en los lugares oratorios, pues su natural afluencia no permite que entre el resplandor de la oración se noten estos defectillos de las palabras142.

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VIII. El estilo del exordio no debe parecerse al de la confirmación, al de los lugares comunes, ni al de la narración, ni siempre limado y trabajado como a compás, sino a veces sencillo y que no parezca cosa estudiada de antemano. Ni el aire del decir sea altisonante, prometiendo mucho las palabras, antes cuando es disimulado y nada artificioso, como dicen los griegos, se insinúa mejor en los ánimos. Pero esto deberá arreglarse a los efectos que haya que inspirar en el ánimo del juez.

Pero entre todas las faltas de un orador la mayor es faltarle la memoria y no poder seguir adelante, pues en este caso el exordio parecerá interrumpido, como un rostro lleno de cicatrices, y el orador semejante al piloto que estrella la nave en el mismo puerto de donde sale.

El exordio ha de corresponder a todo el asunto de la oración. Una causa y asunto llano pide exordio corto, y más largo si es materia enredosa, sospechosa y que no manifiesta buen aspecto. Pero no merecen aprecio los que redujeron a cuatro pensamientos tan solos todos los exordios. Ni se han de evitar menos los largos, para que ni la cabeza sea mayor que el cuerpo, ni abrume a los oyentes cuando pretendemos ganarles la atención.

Algunos destierran enteramente del exordio aquellas apóstrofes por las que enderezamos el discurso a otras cosas distintas del juez, y no les falta razón para ello. La misma razón enseña que nos dirijamos a aquéllos cuya atención nos procuramos ganar. Además de esto, como el exordio debe contener a veces alguna sentencia, tendrá más viveza si va dirigida a alguna persona. Conque cuando   —190→   esto ocurre, ¿por qué no daremos valor a la sentencia por esta figura? Porque si algunos retóricos prohíben esto, no es porque no sea lícito, sino porque ellos no lo tienen por útil; conque si lo pide la necesidad, la misma razón que hay para omitirlo, esa misma habrá para hacerlo. Demóstenes en uno de sus exordios se dirige a Esquines; Cicerón en algunos a otras personas; y en la causa de Ligario a Tuberón, porque sería muy lánguido el exordio, si no fuera por esta apóstrofe. Para mayor inteligencia quitemos el aire y tono de estas palabras que dijo Cicerón. Ya, tienes oh Tuberón, lo que más puede apetecer un acusador, etc.; y hablemos con la persona del juez, diciendo: Ya tiene Tuberón una cosa que es la que más puede apetecer el acusador, y quedará la oración lánguida y desmayada; pues del primer modo apretó más al contrario, y del segundo sólo indica la cosa, y lo mismo sucederá en Demóstenes si le quitamos aquel aire de decir. Aun el mismo Salustio cuando peroró contra Cicerón, ¿no dirigió desde luego contra él el exordio? Sentiría y me ofendería de tus palabras injuriosas, oh Marco Tulio, etc. Lo mismo practicó Cicerón contra Catilina: ¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestro sufrimiento?

Y para que ninguno piense que siempre ha de ser apóstrofe, el mismo Cicerón, defendiendo a Escauro, reo de soborno, usó de prosopopeya de uno que habla por el reo. Cuando defendió a Rabirio, y otra vez a Escauro, acusado de estafas, se valió de los ejemplos. En la causa de Cluencio usó de partición. Porque no porque pueda hacerse la cosa se ha de hacer siempre, sino cuando mueve a ello la razón más que las reglas. Y a este modo se han de usar los símiles, las metáforas y demás tropos; cosas que aunque algunos retóricos muy escrupulosos lo prohíben, las usaremos algunas veces. A no ser que haya algún paladar tan estragado que no apruebe aquella tan divina ironía de la causa de Ligario, de que acabo de hablar.

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Otros vicios notaron con más fundamento los tales en los exordios. Aquel que puede indiferentemente acomodarse a varios asuntos llaman exordio vulgar, el cual no favorece tanto a la causa, pero alguna vez podremos usarlo, como lo hicieron grandes oradores. El exordio, de que también pudiera valerse el contrario, se llama común. Aquel de que puede valerse el contrario para hacernos tiro, exordio conmutable. El que no cuadra al asunto presente, separado. El que no se toma de la misma causa, trasladado. Ser largo, y contra los preceptos, es otro vicio del exordio. Aunque muchos de estos vicios no sólo convienen al exordio, sino a otras partes.

IX. Éstas son las leyes del exordio cuando tuviere cabida en la oración, pues no siempre la tiene; porque es ocioso cuando no se necesita de preparación o ya tenemos prevenido al juez. Aristóteles no lo tiene por necesario cuando los jueces son buenos. Algunas veces deberemos omitirle como cuando el juez esté de prisa, cuando es corto el tiempo o cuando nos mandan y obligan a entrar desde luego en la causa.

Algunas veces la misma narración hace el oficio del exordio y aun las demás partes; pues en medio de ellas pedimos la atención del juez y su auxilio, que es, decía Pródico, como despertarlos; lo que hizo Cicerón cuando dijo: Entonces Vareno, aquél que fue muerto por los criados de Ancario... Parad, oh jueces por vuestra vida, aquí la reflexión. Cuando tiene varios lances la causa, debemos a cada parte hacerle su entrada de este modo: Oíd cómo prosigue la cosa. Pasemos ahora a tratar. ¿Qué más? Aun en la misma confirmación hacemos nuestras llamadas, como lo practicó Cicerón contra los censores y defendiendo a Cluencio en la de Murena cuando se excusa con Servio. Esto es tan común que no necesitamos poner ejemplos.

X. Cuando usáremos de exordio y pasáremos a la narración o a la confirmación, procuremos acabarlo con la   —192→   que tenga más unión y enlace con lo que sigue después.

Pero es una frialdad y afectación pueril el hacer este tránsito por medio de alguna sentencia, para ganarse el aplauso con esta engañosa apariencia. Ovidio en sus Metamorfosis143 suele tener esta falta, excusable en él, pues al cabo tenía que formar un solo cuerpo de miembros tan poco uniformes. Pero ¿qué necesidad puede tener un orador de usar furtivamente de semejante transición, cuando tendrá que llamar la atención del juez para que advierta el orden de las cosas? Antes si el juez piensa que no comienza aún la narración, perderá lo primero de ella. Por lo que así como no conviene entrar144 en ella de relámpago, así también conviene que se sepa cuándo damos principio a ella.

Cuando la narración es larga y enredosa se debe preparar de antemano al juez, como lo hace frecuentemente Cicerón, sobre todo cuando dice: Tomaré el principio de algo más atrás para poner en claro la cosa. Lo que os ruego, oh jueces, que no llevéis a mal: porque entendido bien el principio, es más fácil de entender lo que se sigue. Y casi a esto se reduce lo que he discurrido sobre el exordio.



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ArribaAbajoCapítulo II. De la narración

I. No siempre tiene cabida la narración. O es de la misma causa, o de cosas que de ella dependen.-II. Algunas veces no sigue después del exordio.-III. Qué sea narración. Tres son sus especies. 1.ª Si favorece a nuestra causa, entonces debe ser únicamente breve, clara y verosímil. Cómo se conseguirá esto. 2.ª Si favorece a los contrarios no la omitamos, valgámonos de algunos remedios. Qué se ha observar en las narraciones falsas. 3.ª Se compone de las dos.-IV. Refútase a los que destierran de ella la digresión, apóstrofes, prosopopeyas, argumentaciones y afectos.-V. Qué adorno admito.-VI. De la evidencia de la narración y autoridad de quien la hace.


Pide la razón natural (y se practica muy frecuentemente) que estando preparado el juez en el exordio, se declare la cosa sobre que va a sentenciar. Esto es narración.

I. Pensaron algunos que nunca se puede omitir ésta, pero son más los que se contradicen; pues hay asuntos tan sencillos que en ellos mejor cae la proposición que la narración.

Lo cual acaece alguna vez a ambas partes cuando, constando el hecho, sólo se duda del derecho; verbigracia: si delante de los Centunviros se litiga si el hijo o el hermano debe heredar al que murió sin testar. O aunque hubiera lugar a la narración, se omite por estar informado el juez o porque ya está referida de antemano.

Algunas veces acaece esto a sola una de las partes, y comúnmente al abogado: o porque basta hacer una simple insinuación, o porque conviene así. Basta el decir: Pido la   —194→   cantidad dada en préstamo y que se me debe por esta obligación. Pido lo que se me dejó en el testamento. Pero el contrario necesita de narración, para hacer ver que no se deben conceder las tales cosas. Asimismo basta que diga el abogado: es notorio que Horacio mató a su hermana; ya porque se supone enterado el juez por la oración del acusador; ya porque, atendido el orden y serie del hecho, está de parte del contrario. Por el contrario, el reo omite la narración cuando el hecho no se puede negar, consistiendo la causa en la razón y motivo con que se hizo: como cuando a uno que hurtó dinero de un lugar sagrado le acusan de sacrilegio. Aquí menos vergüenza cuesta el confesar el hecho, que el hacer una narración. No se niega, dirá, que se robó el dinero que restaba en el templo. Pero se le calumnia a mi parte que es reo de sacrilegio, no siendo el dinero del templo, sino de un particular. Y así debéis sentenciar si esto es sacrilegio.

Pero así como soy de opinión que en estos lances puede omitirse la narración, así no convengo con los que dicen que no la hay cuando el reo niega solamente lo que le imputan. Esto sigue Cornelio Celso, y añade que no hay narración sino cuando comprende una suma del delito.

Mas yo, siguiendo a otros graves autores, juzgo que en los pleitos ocurren dos maneras de narración: una de la causa, otra de cosas que a ella miran. Si uno no hizo la muerte no se necesita narración ninguna, en lo que convienen todos. Pero con todo, deberá hacerse otra y tal vez por extenso de los argumentos que hay de ser así, de la vida pasada del reo, de los motivos que pueden haber influido para ponerle en tal aprieto, y de otras causas y razones que hacen increíble el atentado. Mas el acusador no sólo dice: hizo la muerte, sino que la narración es prueba de ello mismo. Como en las tragedias donde Teucro no sólo acusa a Ulises de haber muerto a Áyax, sino que dice que se le vio junto al cadáver con un cuchillo en un lugar solitario.   —195→   Mas Ulises no sólo niega el homicidio, sino que dice que nunca tuvo enemistad145 con él, y que sólo fueron competidores sobre la alabanza; después expone los motivos que le llevaron donde estaba el cadáver y que le obligaron a sacarle el cuchillo que tenía clavado, a lo que sigue la confirmación. Tampoco puede sin narración decir el acusador: te encontraron donde estaba el cadáver de tu enemigo, ni responder el reo: no estuve allí, pues debe decir el lugar donde estuvo.

En las causas de sobornos y estafas podrá del mismo modo haber tantas narraciones cuantos sean los delitos; de qué se acusa. Los cuales se han de negar, y refutar los argumentos del contrario por medio de una narración enteramente contraria: unas veces todos juntos, otras cada uno de por sí. ¿Por ventura el que es acusado de soborno, no podrá contar en abono suyo su linaje y nacimiento, su modo de vivir y su porte y los méritos que le movieron a entablar su pretensión? El que se supone reo de estafas, ¿hará mal en poner la relación de su vida pasada, de los motivos por que se ofendieron los súbditos en su gobierno el acusador y los testigos? Si esto no es narración, tampoco lo será aquella primera que hace Cicerón en la defensa de Cluencio, que comienza: Aulo Cluentio Habito, etc., en la que, sin hacer mención del veneno, sólo habla de los motivos que influyeron en el aborrecimiento que le tenía su madre.

Semejantes narraciones, aunque no son de la causa, miran a ella; verbigracia: cuando dice Cicerón contra Verres, hablando de Lucio Domicio, que éste puso en cruz a un pastor por haber confesado que mató con un venablo a un jabalí que antes le había regalado. O cuando se hacen para rebatir y refutar alguna calumnia, como en la defensa de Rabirio Postumo: Pues luego que llegó al rey Auletes en Alejandría, oh jueces, el medio que propuso el rey a Rabirio para conservar el tesoro real, fue que se encargase del cuidado y mayordomía   —196→   del real palacio. O cuando se agrava el delito, como cuando se cuenta el viaje de Verres.

Alguna vez suele introducirse alguna narración fingida, o para mover a los jueces, como en la defensa de Roscio contra Crisógono, o para mitigarlos con alguna chistosa relación, como en la de Cluencio contra los hermanos Cepasios, o por mero adorno y digresión, como la de Proserpina contra Verres: En estos mismos lugares dicen que buscó la madre a la hija146. Todo lo cual se endereza a dar a entender que no deja de contar el que niega, sino que niega lo mismo que cuenta.

Ni tampoco se ha de entender a la letra lo que dejamos dicho, que cuando está el juez enterado de la cosa se ha de omitir su narración. Debe entenderse cuando no sólo sabe la cosa, sino del modo que nos acomode. Porque no mira únicamente la narración a enterar al juez, sino mucho más a que sienta como queremos. Y así aunque no haya que informarle, sino sólo mover en él algún afecto, contaremos la cosa para prepararle, diciendo que aunque ya tiene una noticia general del caso, no debe llevar a mal el saberla por menor. Alguna vez fingiremos repetir la narración, para que alguna persona que ha entrado de nuevo a ser juez quede enterada; otras veces para que todos conozcan plenamente la mala intención del contrario en pintar la cosa. Pero entonces es necesario variar con diversas figuras la narración, para evitar el fastidio de oír lo que ya se sabe. Ya te acuerdas. Acaso parecerá ocioso detenernos en esto. Pero ¿para qué me detengo en referir lo que ya sabéis? Cuál sea el caso ya lo sabrás, etc. Y si fuese siempre ociosa la narración de lo que ya sabe el juez, tampoco   —197→   será necesaria siempre la defensa de una cosa cuya justicia conoce.

II. Hay otra cuestión sobre si la narración debe seguir inmediatamente al exordio. Los que dicen que sí, parece no les falta razón para ello. Porque como el exordio hace al juez atento, dócil y benévolo, y no se puede probar una cosa de que aún no tiene noticia, pide el orden natural que se le dé un previo conocimiento de ella.

Pero aun esto se varía según las diversas causas, a no decir que Cicerón no tuvo motivo en dilatar la narración, poniendo primero tres dudas, a las que satisface en la oración en defensa de Milón, que publicó, y son éstas. O hubiera sido mejor el contar el modo con que Clodio armó asechanzas a Milón, si no hubiera sido lícito defender a un reo que confesaba haber hecho un homicidio, o si estuviera condenado Milón por el juicio anterior del senado, o si tuviese por contrario a Pompeyo, que para ganarse a los jueces había acordonado la curia con gente armada. Todas estas tres cuestiones hacían de exordios, pues en ellas se preparaban los ánimos. De otra manera entabló la narración después en la causa de Murena, desvaneciendo las objeciones del contrario. Este medio será útil cuando no sólo hay que refutar y negar el delito, sino también acumulársele al contrario, para que, defendiéndonos primero de él, haya motivo de imputárselo cuando demos principio a la narración. Pues en el orden natural primero es defenderse que ofender.

Causas habrá (y no serán pocas) en las que será fácil el refutar el delito de que se trata; pero por otra parte estarán complicadas con mil delitos de la vida anterior, los que es necesario primeramente negar para preparar el ánimo del juez y hacerle propicio en la causa presente. Por ejemplo, si tenemos que defender a Marco Celio, ¿no desvaneceremos primero las calumnias que le levantaron de que era lujurioso, desvergonzado y poco recatado, antes de   —198→   entrar en la del veneno, a los cuales solamente se reduce la defensa de Cicerón? ¿No contaremos poco a poco las virtudes que le adornaban, antes de meternos en la defensa de lo que se le atribuía?

III. Veamos ahora las leyes de la narración, la que no es otra cosa que la relación de una cosa sucedida o tenida por tal, útil para la persuasión. O, como la define Apolodoro, es una exposición que informa a los oyentes de la causa.

La mayor parte de los retóricos, en particular los secuaces de Isócrates, quieren que sea clara, breve y verosímil, cuya división me agrada, aunque Aristóteles se burla de la brevedad que pone Isócrates, como si el ser la narración larga o breve fuese cosa precisa y no admitiese medio. Los discípulos de Teodoro sólo quieren que sea verosímil, porque no siempre conviene ser claro y corto en las narraciones. Así uno y otro necesita de más explicación para ver lo que conviene.

O la narración toda ella nos favorece a nosotros, o a los contrarios, o en parte a nosotros, en parte a ellos.

4.ª Cuando nos favorece, contentémonos con aquellas virtudes con las que conseguimos el informar al juez, el recordarle la memoria y el que nos crea lo que decimos. Y nadie extrañe que hayamos dicho debe ser verosímil la narración que favorece a nuestra causa cuando ésta es verdadera. Cosas hay que siendo verdaderas se hacen poco creíbles, y otras falsas por todos cuatro costados pero no se hacen increíbles. Por donde no menos debemos trabajar para que el juez crea lo cierto que lo que fingimos serlo.

Las virtudes puestas arriba miran también a las demás partes del discurso. En todas debemos evitar la oscuridad y prolijidad, cuidando de que sea probable cuanto alegamos. De lo que debemos cuidar sobre todo cuando comenzamos a informar a los jueces, porque si entonces, o   —199→   no nos entienden, o se confunden en la causa, o no nos creen, lo demás del discurso será trabajo perdido.

La narración, pues, será clara si constando de palabras propias y claras, se evitaren las desusadas, indecorosas y extrañas. Si no se confundieren las circunstancias de las cosas, personas, tiempos y lugares y causas, y si todo se dijere con tanta claridad que al juez no le quede la menor duda.

Muchos son los que faltan a esta ley, los cuales, acomodándose a los clamores de una multitud, que ellos mismos juntaron como con reclamo, o que casualmente se juntó para oírlos, no pueden sufrir el silencio con que los oyen, ni les parece que hablan bien, si todo el auditorio no los aplaude con palmas y desentonadas voces. Les parece que el explicar la cosa con lisura y sencillez es propio de gente vulgar y rústica, aunque no distinguirás fácilmente si el despreciar esto, que ellos tienen por cosa fácil, nace de no querer o de no poder conseguirlo. Porque de cuantas cosas hay en la retórica, que nos enseña la experiencia ser dificultosas, no hay otra que lo sea más que lo que cualquiera piensa que él lo diría también, pero después de haberlo oído; pues aunque lo tienen por cosa verdadera, reprueban como mala la narración147. Pero nunca habla mejor el orador que cuando parece hablar con verdad. Mas estos tales cuando entran, digamos así, en el campo de la narración, aquí principalmente usan de las modulaciones de la voz, bajan la cabeza, hieren el costado con los brazos, y son desmesurados en todo, en el orden de los pensamientos, de las palabras y en la composición, y (lo que es una monstruosidad) deleitando con la pronunciación, dejan la causa tan oscura como al principio.   —200→   Pero dejemos este punto, por no granjearme más disfavor reprendiendo vicios que favor enseñando lo que conviene.

La narración será breve, comenzándola desde donde conviene para informar al juez, y no más; si no se saliere del asunto; si carece de toda superfluidad, omitiendo lo que no importa ni para inteligencia ni utilidad de la causa. Porque hay cierta brevedad en las particularidades de la cosa, que viene a hacer larga toda la narración. Llegué al puerto, vi la nave, pregunté cuánto era el flete, nos ajustamos en el precio, me embarqué, levantáronse las áncoras, dejamos la ribera y nos partimos. Claro está que ninguna de estas menudencias se podía decir más brevemente; pero con decir: Salí del puerto, bastaba. Cuando insinuada una cosa, ya se entiende lo demás, contentémonos con esto. Si podemos decir: Tengo un hijo ya joven, ¿a qué cansar al auditorio con decir: Deseoso de tener hijos, me casé; naciome un hijo, que, habiéndole criado, llegó a ser crecido?

No menos debe evitarse la oscuridad que nace de contar la cosa muy por encima; pues más vale pecar por carta de más que el que falte algo a la narración. Porque si el ser superfluo fastidia, el omitir lo necesario es peligroso. Por tanto hemos también de evitar aquella concisión de Salustio, aunque en él tiene gracia, y aquella manera de decir tan cortada, que dado caso al que lo lee con cuidado no se le esconda el sentido, pero al que oye le deja en ayunas; porque el que está oyendo no aguarda que se lo repitan. Y esto tanto más debe observarse, porque el que lee un escrito por lo común es persona instruida; pero los jueces muchas veces vienen de sus granjas148 a sentenciar   —201→   los pleitos, y sólo darán la sentencia de lo que hubiesen entendido. De manera que en toda oración, pero especialmente en la narración, debe guardarse esta regla: no decir más ni menos de lo que conviene.

Y esto no quiero que se entienda precisamente de lo que baste para insinuar la cosa; porque esta brevedad no debe ser desaliñada, que entonces sería una rusticidad. A veces engaña el gusto con que se oye, y nos parece menos larga entonces la narración; así como el camino por terreno ameno y llano, aunque largo, cansa menos que otro más corto, pero duro y áspero. Yo no tanto cuidaría de la brevedad, cuanto de no omitir nada de lo que hace verosímil la narración. Porque cuando es muy sucinta y hecha por encima, no tanto se llama narración cuanto confusión.

Hay muchas narraciones largas de su naturaleza; y entonces para su inteligencia debe llamarse, como he dicho, la atención de los jueces en la última parte del exordio, cuidando lo posible el acortarla para no fastidiarlos.

La acortaremos dilatando para otra ocasión lo que podamos, pero haciendo mención de ello; verbigracia: qué causas le movieron al homicidio, de quiénes se valió, cómo lo ejecutó, lo diré en la confirmación. Algunas veces se omiten algunas circunstancias de la serie de la cosa: Muere en fin Fulcino (dice Cicerón), porque omitiré algunas menudencias, que no tienen que ver con la causa. Pro Caecina, número II.

Para disminuir el fastidio contribuye la división, como: Diré lo que precedió al contrato, lo que sucedió en él y lo que pasó después. De este modo estas tres narraciones pequeñas serán más tolerables que una larga, y mucho más si las distinguimos con una advertencia: Oído ya lo que sucedió hasta aquí, ved ahora cómo prosigue la cosa. De este modo se recreará al juez con el fin de lo primero, y se le dispondrá a oír lo segundo.

Cuando aun con estos remedios se hiciere larga la narración, no será malo hacer una breve amonestación, lo   —202→   que usa Cicerón aun en las cortas: Hasta ahora, oh César, Ligario está inocente. Salió de su casa, no sólo sin intención de hacer la guerra, pero ni aun pasándole por el pensamiento que pudiera ofrecerse, etc.

Será verosímil la narración si primero consultamos nuestro ánimo para no decir cosa que se oponga a la naturaleza, si insinuáremos de antemano los motivos que hubo para suceder las cosas que contamos, no de todas, sino de aquella que se pretende averiguar. Si pintamos las personas con aquellas propiedades que hagan creíble el hecho; verbigracia: Al reo del hurto, codicioso; al adúltero, deshonesto, y temerario al homicida, o al revés si defendemos. Las circunstancias del lugar y tiempo han de cuadrar igualmente.

Hay también cierta serie y enlace de los sucesos que los hace creíbles, como sucede en las comedias y mimos149. Pues hay ciertas cosas que naturalmente son consecuencias unas de otras, como, por ejemplo, si hubieres contado lo primero con verisimilitud, el juez esperará lo que sigue después.

Ni será tampoco fuera del caso el hacer alguna reseña de las pruebas mientras se cuenta la cosa, pero sea de manera que no se entienda ser confirmación, sino narración. Alguna vez también insinuaremos brevemente la razón de lo que dijéremos, como si se trata de haber dado uno veneno. Cuando lo bebió no tenía novedad, cayó al punto muerto en tierra y comenzó a hincharse y amoratarse.

Lo mismo hacemos cuando decimos por vía de preparación que el reo era robusto, forzudo, armado, vigilante; y su contrario indefenso, flaco y desprevenido. En una palabra, tocaremos de paso todas aquellas circunstancias de persona, causa, lugar, tiempo, instrumentos y ocasión, que después hemos de tratar por extenso.

  —203→  

Si no pudiéremos valernos de las circunstancias, diremos que la maldad, aunque cierta, apenas se hace creíble, y que por lo mismo se hace más enorme: que no sabemos el motivo ni el modo como se hizo; que aun a nosotros mismos nos parece cosa extraña, pero que la probaremos a su tiempo.

Las pruebas serán tanto más convincentes cuanto más disimuladas; así Cicerón dice de antemano, y muy a su propósito, los motivos que hay para que se haga más creíble haber armado lazos Clodio a Milón que Milón a Clodio. Tiene mucha fuerza aquella astuta imitación de sencillez y naturalidad con que dice Cicerón: Habiendo estado aquel mismo día Milón en el senado mientras estuvo junto, se retiró a su casa, mudó calzado y vestido, y sólo se detuvo, como es regular, lo que bastó para que su mujer se vistiese para salir a la calle. ¡Qué bien pintado está en esta sencilla narración que Milón no se preparaba ni andaba apresurado! Esto lo da muy bien a entender aquel diestro orador no solamente en la serie de la cosa, sino en la sencillez de los términos tan caseros y comunes y con un arte muy disimulada, que si hubiera usado de lenguaje más remontado al juez y aun al mismo defensor del contrario le hubiera puesto alerta. Y aunque alguno lo tendrá por una frialdad, lo cierto es que con ello embaucó al juez, cuando apenas merece la consideración del que lo lee.

Esto es lo que hace probable la narración; que el que necesite que le digamos que debe carecer de contradicciones, a éste tal inútiles le serán los demás preceptos, aunque no faltan retóricos que lo previenen, como si fuera alguna invención nueva y por ellos discurrida.

Añaden algunos a las virtudes dichas la magnificencia, que llaman megaloprepeia; pero ni ésta tiene lugar en todas las causas (¿pues qué pompa de estilo puede admitir la mayor parte de los asuntos judiciales que se reducen a deudas, alquileres, entredichos y cosas semejantes?), ni   —204→   tampoco vendría al caso como en el ejemplo puesto de Milón. No nos olvidemos que hay muchas causas en las que conviene negar, confesar y a veces rebajar lo mismo que contamos, en lo cual no ha lugar semejante magnificencia. Y no conviniendo menos a la narración el ser compasiva, grave, suave, cortés y que haga tiro al contrario, que el ser magnífica (todo lo cual cae muy bien a veces en las demás partes de la oración), no se ha de atribuir más a ésta que a las otras.

Quiere también Teodectes que no solamente sea magnífica la narración, sino gustosa, virtud que conviene igualmente a todo lo restante de un discurso.

Algunos quieren que tenga evidencia, que llaman los griegos enargia. Ni quiero engañar a ninguno, ni disimular, que aun Cicerón pone más virtudes en la narración, pues quiere que, además de las dichas, que son claridad, brevedad, y verosimilitud, tenga evidencia, conveniencia con las costumbres y dignidad. Pero en un discurso todas sus partes deben corresponder a las costumbres e ir acompañadas de la dignidad en cuanto sea posible. Evidencia de la narración, a lo que yo entiendo, consiste no sólo en decir la verdad, sino en hacer ver en cierto modo que la cosa es así. Por tanto, puede reducirse a la claridad, la que algunos tienen por inconveniente en algunos casos en que conviene ocultar la verdad, lo que es una ridiculez, porque el que quiere ocultarla cuenta cosas falsas por verdaderas, y el que cuenta una cosa debe procurar que parezca muy evidente.

2.ª Pero ya que por casualidad hemos venido a parar a la especie más dificultosa de narración, digamos algo de aquélla, en donde la cosa es contra nosotros; en cuyo caso dicen algunos que se omita. Ciertamente que no hay otro mejor medio que dejar la defensa de la causa. Pero puesto uno en la precisión de defenderla, ¿qué habilidad tiene el confesar con el silencio, que tenemos mal pleito?   —205→   A no suponer tan negado al juez que queramos sentencie a favor de lo mismo que sabe que has callado de intento. No niego que hay lances en que así como es preciso negar, añadir, mudar, así también lo es callar algunas cosas: pero sólo callaremos lo que conviniere y estuviere en nuestra mano. Esto se hace también algunas veces por brevedad; verbigracia: Respondió lo que tuvo por conveniente.

Es preciso distinguir los géneros de causas. Porque cuando no se trata del delito, sino de la calificación del hecho, aunque la cosa no nos favorezca debemos confesarla. Por ejemplo: Es cierto que robó el dinero del templo, pero era dinero de un particular y así no es reo de sacrilegio. Pero aun en medio de esta confesión llana se puede rebajar lo que ponderó la malicia del contrario; así como aun nuestros esclavos confiesan lo malo que hicieron, pero disculpándolo en parte. Otras cosas las disminuiremos como dejando de contarlas; verbigracia: No le llevó al templo el deseo e intención de robar, ni buscó tiempo y ocasión para hacer su hecho como quiere el contrario, sino que hallándole mal custodiado se dejó arrebatar de la codicia del dinero; pues en arca abierta aun el justo peca. Pero al cabo, ¿qué importa esto? Cometió el hurto. No es del caso defender el delito cuando el reo no rehúsa que se le castigue. A veces haremos como que condenamos la acción.

Alguna vez conviene preparar los ánimos de los jueces con alguna proposición adelantada, que favorezca la causa y luego hacer la narración. Supongamos que todas las circunstancias de la causa condenan a tres hijos, que habiendo intentado el parricidio, entraron por la noche donde dormía su padre cada uno de por sí, y no habiendo podido lograr su hecho, se lo contaron después que despertó. Si en este caso el padre, que después los dejó herederos los defendiese del parricidio150, dijese de   —206→   esta manera: Para cumplimiento de la ley basta el que se acuse de parricidio a unos hijos cuyo padre no sólo vive, sino que los defiende. No hace al caso el contar la serie de la cosa, porque esto nada importa para la ley; pero si pedís de mí la confesión de mi falta, confieso que fui riguroso con ellos y no les permití que manejasen de su patrimonio ni un cuarto, cuando ya eran capaces de administrarlo. Y después dijera: A este atentado los movieron otros que tenían padres más indulgentes; pero siempre caminaron en el supuesto, como se ha visto después, de que nunca podrían salir con ello. Y si hubieran tenido otra intención, no era posible descubrirlo ni por medio del juramento, ni de la suerte, pues cada uno hubiera cuidado muy bien el no descubrirse. Todo esto último, digo, se oiría con menos indignación hecha ya aquella primera salva.

Pero cuando se trata de si hizo la cosa o de qué manera, si la narración es toda contra nosotros, ¿cómo queremos evitarla sin faltar a lo sustancial de la causa? Por ejemplo: hizo ya su narración el acusador, pero no de modo que declarase solamente lo que pasó, sino que hizo la cosa odiosa y nos la puso en mal estado; juntáronse a esto las pruebas y la peroración, que dejó llenos de indignación a los jueces. Es muy natural que el juez espera nuestra relación. Si no la hacemos forzosamente, creerá que es cierto cuanto dijo el contrario y en la forma que lo dijo.

¿Y qué haremos en este caso? ¿hemos de decir lo mismo que el contrario? Si se trata solamente de la cualidad del hecho porque convenimos ya en que se hizo la cosa, entonces contaremos lo mismo que el contrario, pero de otro modo, alegando otros motivos y razones que movieron a hacerla. Asimismo disminuiremos algunas cosas en la narración, disculparemos la lujuria con el nombre de   —207→   genio alegre, la avaricia con el de parsimonia y el descuido con el nombre de sencillez. (Nos ganaremos la clemencia del juez con el semblante, voz, ademán y modo de decir, pues a veces la misma confesión del delito suele mover a ternura a los oyentes).

Ahora pregunto yo: o han de defender lo que no relataron o no. Porque si no lo defienden ni lo relatan, perdieron ya el pleito. Pero si lo han de defender, conviene el proponer primero lo que después hemos de probar con razones. ¿Y por qué no apuntaremos también lo que se puede refutar? pues para conseguir esto es necesario insinuarlo. Y si no ¿qué otra diferencia hay entre la confirmación y narración, sino que ésta no es más que una continua proposición de las pruebas y la confirmación una prueba congruente de la narración?

Consideremos, pues, si esta narración conviene que sea algo difusa y si debemos extendernos en ella a causa de la preparación y argumentos; argumentos, digo, no argumentaciones, pues es muy útil el insinuar que después probaremos lo que entonces contamos solamente; añadiendo que en la primera exposición de la cosa no se puede llegar a conocer toda su verdad, que esperen un poco de tiempo y suspendan el juicio por un breve rato sin perder las esperanzas. Últimamente, no se debe omitir nada de aquello que puede contarse de distinto modo que el contrario lo relató. A no decir que en semejante causa son ociosos los exordios, ¿pues qué otra cosa conseguimos con ellos que el preparar el ánimo del juez para lo que ha de oír? Lo cual nunca tiene más uso que cuando los jueces se hallan preocupados contra nuestra causa.

En las de conjetura, donde se averigua el hecho solamente, la narración no ha de ser de la cosa que se busca, sino de las que son indicio de ella. Lo que no referirá de una misma manera el acusador que el reo, pues aquél lo   —208→   contará haciendo sospechosa la cosa y éste desvaneciendo toda sospecha.

Pero me dirán151: hay algunas razones, que amontonadas sirven de algo y por sí solas nada valen. Esta objeción no se encamina a dudar si se ha de usar de narración si no de cómo se ha de hacer. Pues ¿qué impide el acumular en la narración lo que favorece a la causa? ¿el prometer que lo probaremos después? ¿y aun el dividir la narración añadiendo las pruebas de lo primero y pasar luego a lo demás?

Dígolo porque no me cuadra la opinión de que con el mismo orden con que sucedió la cosa con ese mismo se debe contar sino del modo que más acomode; para lo cual hay varias figuras. Algunas veces fingimos que se nos pasó por alto una cosa, que luego decimos en mejor ocasión; otras decimos que volveremos a contar parte de lo que hemos dicho para que la cosa se ponga más en claro, otras; por último, habiendo ya contado la cosa, añadimos los motivos que antecedieron a ella. Lo cierto es que no hay ley ni precepto que prescriba el orden que debe guardarse en la defensa. El mismo asunto y las circunstancias dirán lo que conviene, pues según es la herida así ha de ser su cura, y cuando ésta debe dilatarse basta el atarla.

Tampoco condeno el repetir una misma cosa muchas veces, como lo hizo Cicerón defendiendo a Cluencio; lo cual en las causas de estafas y otras complicadas no solamente se permite, sino que debe hacerse: pues sería una locura   —209→   dejar lo que pide la causa por observar los preceptillos del arte. Es ya costumbre que la narración anteceda, para que no ignore el juez lo que se trata. ¿Pues por qué no se contará cada cosa de por sí cuando hemos de probarla o refutarla separadamente? Cualquiera que sea el mérito de mis experiencias, de mí sé decir que muchas veces lo he observado en el foro, y merecí la aprobación de los inteligentes y jueces; y no pocas veces me encomendaron algunos el disponer la defensa y orden que debían guardar en sus pleitos. Esto no lo digo por arrogancia, pues vivos están algunos que me darían con la mentira en los ojos si mintiera, porque me acompañaron en el ejercicio del foro. Esto no quita que por lo común sigamos el orden natural, porque hay cosas que el invertirlas es un yerro enorme: como si dijéramos primero que parió y luego que antes había concebido; que se abrió el testamento, y después que primero se había cerrado. En este caso conviene callar lo segundo.

Hay algunas narraciones falsas, de las que hay dos especies en las causas forenses. Una fundada en los instrumentos, como cuando dice Clodio, confiado en los testigos, que en el tiempo en que le acusaban haber cometido el incesto en Roma estaba él en Ponte Corvo. La otra, que depende de la habilidad del orador.

De cualquiera de las dos que nos valgamos, lo que se finja sea verosímil en primer lugar, y además de eso corresponda a las circunstancias, y guarde tal orden, que se haga creíble: por último, si es posible, tenga trabazón lo que fingimos con alguna cosa verdadera, y se pueda probar con alguno de los argumentos de la causa. Porque si todo lo que decimos no tiene ninguna relación con ella, descubrimos nuestra mentira.

Sobre todo debe evitarse un vicio harto común en los que fingen, y es el que no se les escape alguna contradicción. Porque hay ciertas cosas que oídas en sí lisonjean   —210→   al oído, pero después no dicen bien con el todo. Además de esto no han de ser repugnantes a lo que conocidamente es verdadero. Debe también el orador no olvidarse en lo restante de la oración de lo que ha fingido, porque fácilmente suele borrarse lo que no se funda en verdad y es muy verdadero el dicho común que el mentir pide memoria.

Ya que finjamos, sea cosa que no pueda contradecir algún testigo: porque hay cosas que podemos fingir a nuestro antojo, como que nosotros sólo lo sabemos; otras de que sólo tuvieron noticia o pudieron tenerla los que ya murieron, y entonces nadie nos desmentirá; o uno a quien favorece igualmente que a nosotros la mentira, el cual no hay miedo que lo niegue: y aun alguna vez podemos fingir cosa que el contrario sabe ser falsa, pero sea cuando estamos seguros que a él no se le ha de dar crédito. Si lo que fingimos tiene visos de sueños y superstición, es cosa muy liviana para que tenga valor.

No basta dar buenos coloridos a la cosa en la narración sino los conserva en toda la causa, mucho más cuando la mayor prueba de una verdad es que siempre aparezca constantemente la misma. Como aquel truhán que dice ser hijo suyo un joven extrañado tres veces y dado por libre por un hombre rico; tendrá algún honroso título para probarlo, diciendo que la pobreza le movió a exponerle, y el tener su hijo en casa de aquél le obligó a mil truhanerías; y que, por lo mismo que no era padre suyo el rico, le había extrañado sin motivo alguno. Porque si no manifestara en todo un ardentísimo amor de padre, el odio de aquel hombre rico y el miedo por un hijo que sabe se halla en tanto peligro por estar en una casa donde tanto le aborrecen; si todo esto, digo, no lo pinta con vivos colores, caerá en sospecha de que es un engañador y que pretende lo que no es suyo.

3.ª Cuando la narración en parte nos favorece y en   —211→   parte no, entonces la causa dirá si se ha de dividir o no. Porque cuando lo que nos daña es mucho más, lo que nos favorece quedará confundido y no hará bulto. En este caso convendrá partir la narración, referir y ponderar largamente lo que hace a nuestra causa, y contra lo demás valernos de los medios dichos. Si lo que nos favorece es más que lo que nos daña, haremos seguida la narración, pero confundiendo lo último con lo primero para que tenga menos fuerza. Pero esta narración no ha de ser desnuda, sino que la vestiremos con algunas razones que aseguren lo uno y hagan menos creíble lo otro: pues no haciendo esta distinción, puede temerse que lo bueno se eche a perder con lo malo, a que va junto.

IV. Suelen también decir algunos que no tenga digresiones la narración, que apartando el razonamiento del juez no se dirija a otra cosa, que no introduzcamos hablando a otras personas y que no se muevan cuestiones. Otros añaden que no conste de afectos. Todo lo cual debe observarse comúnmente; o, por mejor decir, nunca se ha de omitir, si alguna causa no obliga, para que la narración quede clara y breve.

Por lo que hace a la digresión, ninguna cosa puede tener menos entrada que ella: y si hiciéremos alguna, sea muy breve, y tal que manifestemos que nos ha obligado a ello un afecto poderoso. Así Cicerón con las bodas de Sasia: ¡Oh maldad increíble de mujer, y nunca vista sino en esta ocasión! ¡Oh liviandad desenfrenada y sin límites! ¡Oh atrevimiento sin igual! ¡No haber temido, ya que no el rigor de los dioses y lo que diría el mundo, a lo menos aquella noche, aquellas teas nupciales, aquel aposento, donde había de dormir, el lecho de la hija, y las paredes que fueron testigos de las bodas antecedentes! (Pro Cluentio, número 45)

Alguna vez el apartar el razonamiento de la persona del juez, siendo por muy poco tiempo, declara con más brevedad la cosa y sirve para reprender con más viveza. Y   —212→   así digo lo mismo del exordio y de las prosopopeyas: pues no solamente lo practicó así Servio Sulpicio defendiendo a Aufidia, cuando dice: ¿Diré que estuviste dormido, o poseído de un profundo letargo? sino también el mismo Cicerón, hablando de los capitanes de navío, pues allí hace una exposición de la cosa: Si quieres ver al hijo, has de dar tanto. En la oración de Cluencio, aquel coloquio de Estalento y Bulbo ¿no contribuye muchísimo a hacer verosímil la narración y hacer creíble la cosa? Y para que se vea que no lo hizo sin reflexión (aunque esto de Cicerón no es creíble) dice él mismo en las particiones oratorias (número 31, 32) que la narración tenga dulzura, admiraciones, que ponga en expectativa, que haya en ella terminaciones que no se esperaban y se introduzcan personas hablando entre sí, y aun todos los afectos.

Argumentar nunca conviene en la narración, aunque alguna vez sí insinuar algún argumento. Así Cicerón, en la causa de Ligario, dice que de tal modo gobernó la África, que a él le convenía hubiese paz. Cuando la necesidad obligue a ello, apuntaremos brevemente la razón y causa de los hechos. La narración no se ha de hacer como quien relata, sino como quien defiende. La serie de la causa de Ligario es ésta: Quinto Ligario marchó al África en compañía del cónsul Gayo Considio. ¿Y cómo lo cuenta Cicerón? Quinto Ligario, pues, se marchó al África en compañía del cónsul Considio, y en calidad de lugarteniente, cuando no había la menor sospecha de guerra. Y en otro lugar: No solamente no llevaba pensamiento de ir a hacer guerra, pero ni aun sospechando pudiese haberla. Bastando el decir para informar a los jueces: Quinto Ligario no quiso enredarse en ningún negocio, añadió: cuidando tan solamente de dar vuelta a su casa y ver a los suyos, etc., y de este modo hizo más creíble la cosa y movió los afectos.

Por lo que me admiro tanto más de los que dicen que no se han de mover éstos en la narración. Si dijeran que   —213→   no se han de mover tanto como el epílogo, convengo con ellos, pues en aquella parte no conviene ser molesto ni pesado. Por lo demás, ¿por qué no he de querer mover al juez, a quien estoy informando? ¿Por qué no procuraré lograr al principio de la oración lo que he de hacer al fin de ella, mucho más cuando por medio de las pruebas hallaré los ánimos inclinados a ello, por estar poseídos de ira o misericordia?

¿Por ventura el mismo Cicerón no emplea todo el caudal de los afectos, cuando cuenta el castigo de azotes dado a un ciudadano romano, ya ponderando la circunstancia de la persona, ya la del lugar y del inhumano castigo, y ya últimamente la tolerancia con que los sufrió? (7.ª Verrina). Ciertamente manifiesta la heroicidad del sujeto, que siendo azotado, ni dio un gemido, ni hizo plegaria alguna, sino decir a voces que era ciudadano romano, valiéndose de sus fueros y moviendo el aborrecimiento del que le azotaba. ¿No movió la indignación de los oyentes, ya cuando exponía la desgracia de Filodamo, ya cuando hizo derramar lágrimas a vista del suplicio? ¿y cuándo no tanto cuenta, cuanto introduce llorando a un padre por la muerte de un hijo, y al hijo por la del padre? (2.ª Verrina). ¿Puede haber algún epílogo de más ternura? En este caso aguardaríamos tarde a llamar los afectos en la peroración, pudiéndolo haber hecho en la narración; porque entonces el juez estaba como acalorado, y después ya le cogerá muy frío: y es materia imposible el sacar al ánimo del estado en que una vez se halla.

V. Por lo que a mí toca (porque quiero poner mi opinión, aunque cuanto digo, más quiero confirmarlo con ejemplos que con reglas) soy de parecer que la narración debe trabajarse con tanto esmero y adorno como cualquier otra parte de la oración: aunque debe siempre tenerse presente el asunto de ella.

En los de poca monta, cuales son los particulares, el   —214→   adorno sea moderado y como pide la cosa: las palabras que en la confirmación, aunque sean más valientes y atrevidas, fácilmente se disimulan entre los períodos y rodeos, aquí deben ser muy comedidas, muy claras, y que tengan particular significación, como quiere Zenón: la composición gustosa y no afectada: las figuras ni poéticas, ni huelan al modo de hablar de los antiguos apartándose del uso común. El estilo debe ser muy puro, que evite el fastidio con la variedad, y agrade con la diversa manera de decir: de forma que ni terminen todas las cláusulas del mismo modo, ni tengan un mismo número de palabras. Pues como la narración de suyo carece de otros adornos, si le falta esta gracia que le es propia estará muy desmayada. En ninguna otra parte de la oración está el juez más atento, y así no pierde palabra. Fuera de que no sé por qué damos más crédito a lo que con gusto oímos, y este mismo gusto nos hace la cosa más verosímil.

Cuando ocurra asunto de más entidad, podremos contar un delito atroz moviendo la ira contra él, y si es cosa triste, la compasión: no de modo que agotemos todos los afectos, sino que echemos ya las líneas de lo que será la cosa. Ni desapruebo el recrear con alguna sentencia los ánimos cansados y más si es breve; verbigracia: Los esclavos de Milón hicieron en este lance aquello mismo que cualquiera quisiera hicieran los suyos. O con una sentencia que dé golpe, como: Casose la suegra con el yerno con ningún agüero bueno, sin que ninguno hubiese concertado las bodas; en una palabra, contra la voluntad de todos los dioses. (Pro Cluentio) Que si esto se permitía cuando más se atendía a la utilidad que a hacer alarde del talento, y cuando el rigor de los tribunales estaba en su punto, ¿cuánto más deberá hacerse ahora, cuando por solo antojo se pone una demanda contra la hacienda y aun contra la vida de cualquiera? Y ya a su tiempo diré hasta dónde se debe permitir esta licencia. Entretanto confieso que debe darse en esto algún ensanche.

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VI. Contribuye mucho para hacer creíble la cosa, el poner alguna imagen que la haga presente a los oyentes.

Ni tampoco callaré cuánto contribuye a hacer creíble la narración la autoridad de quien cuenta; la que debemos procurar conciliarnos, ya con la buena conducta, ya también con el mismo modo de decir. Y cuanto más grave y serio, tanto más peso dará a nuestro razonamiento. Por tanto debe evitarse en esta parte de la oración toda malicia y fingimiento, porque de ninguna cosa se recelan más los jueces que de esto. Hemos de hacer ver que la justicia la lleva consigo la causa, y no que la procuramos con nuestro discurso. Pero somos de tal condición que nos imaginamos que se malogra nuestra habilidad si no hacemos alarde ella; siendo muy al contrario, que entonces se malogra el arte cuando se descubre. Pendemos únicamente de la alabanza, y no nos proponemos otro fin. De aquí nace que, queriendo adelantar en la fama y opinión de los oyentes, perdemos para el concepto de los jueces.



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ArribaAbajoCapítulo III. De las digresiones

La digresión no es siempre necesaria después de la narración.-Cuándo tiene cabida en ésta.-Por lo común es útil antes de la confirmación.-Es de varias maneras.-Tiene lugar en cualquier parte de la oración.


La narración, según el orden natural, precede a la confirmación, pues debemos probar lo que primero hemos contado para este fin. Antes de hablar de esto, quiero decir algo de la opinión de algunos.

Acostumbran los más al fin de la narración tratar algún lugar brillante con que conciliarse el aplauso lo más que puedan. Dimanó esta costumbre de la ostentación de los declamadores, y después se introdujo en el foro, cuando comenzaron a defenderse las causas, más por lucirse los abogados que por mirar por el litigante. Hiciéronlo con el fin de que, pasando inmediatamente de la sequedad de la narración (que por lo común es concisa) al choque y pelea de los argumentos en la confirmación, antes de la cual calmaron por algún tiempo las bellezas del discurso, no pareciese esta transición fría y desapacible.

En lo cual hay de malo que siempre lo practican así sin atender a los asuntos, y a que sea útil como si siempre conviniese o fuese necesario. De aquí sucede que, por amontonar en esta parte pensamientos sobre pensamientos, los quitan de otras con peligro de volver a repetir después lo mismo, o de no poder usar de ello cuando conviene por estar dicho donde no caía tan bien.

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Mi opinión es que no solamente en la narración, en cualquier otra parte debe explayarse de este modo el orador si lo pide la necesidad y lo permite el asunto. En todo el discurso puede usar de esta digresión, pero de modo que pegue con todo lo demás y no deje como desunida la oración si la unión es violenta. Y no hay unión más natural que la que tiene la confirmación con la narración, exceptuando aquellas digresiones que son como término de la narración y principio de la confirmación. Las cuales tendrán lugar, verbigracia, cuando acabando de contar un lance demasiado atroz, seguimos con el mismo acaloramiento que dé a entender que nos ha arrebatado la indignación. Esto se entiende cuando lo que objetamos al contrario no admite duda; fuera de esto, primero es hacer creíble la cosa que abultarla, porque antes de probar la culpa, la justicia está de parte del reo y cuanto más enorme es, tanto más cuesta el probarla.

Lo mismo puede hacerse muy bien cuando habiendo contado los beneficios hechos al contrario se culpa su ingratitud, o si después de hecha relación de los varios delitos que cometió, representamos el peligro que de ellos amenaza; pero todo esto conviene tocarlo con brevedad, porque el juez lo primero que aguarda después de la narración es oír las pruebas de lo relatado, y ver las razones de la sentencia que va a dar. Pero cuídese sobre todo de que los ánimos, cansados de oír y distraídos en otra cosa, no se olviden del asunto principal.

Y así como no siempre es necesaria esta digresión después de la narración, así también convendrá hacerla alguna vez para que sirva de preparación a la cuestión, mucho más, cuando a primera vista no nos favorece la causa si pretendemos defender una ley demasiado dura, o se trata de que se castigue a alguno. En este caso esta digresión es como un exordio que nos conciliará al juez en las pruebas que vamos a dar, lo cual haremos con tanta más libertad   —218→   y empeño, cuanto ya el juez está enterado de la causa. Será como un lenitivo que suavizará la dureza de nuestra pretensión para que el juez reciba con mejores oídos lo que dijéremos y no se nos manifieste contrario. Pues cuando se oye con repugnancia una cosa, imposible es el persuadirla. Conviene también conocer la condición del juez si es adicto a la ley o si es inclinado a la equidad natural, y, según esta regla, será más o menos necesario el prepararle de antemano. Por lo demás, la misma digresión después de la cuestión tiene lugar de epílogo.

A esta parte llaman los griegos parecbasis y los latinos digresión. Semejantes digresiones tienen lugar en las demás partes de la oración; tales son las alabanzas de personas y lugares, las descripciones de algunos países y varias narraciones ya falsas, ya verdaderas. Semejante a éstas es aquella alabanza de la Sicilia, y la narración del rapto de Proserpina en las oraciones contra Verres, y en la de Lucio Cornelio aquella reseña que hace de las prendas de Pompeyo para ganarse el favor del pueblo. Para contar lo cual dejó su asunto comenzado aquel divino orador, como si el nombre de un general tan consumado como Pompeyo le detuviera, dice él, la carrera emprendida.

Digresión es también (a lo que yo entiendo) el tratar extraordinariamente de cosa distinta del asunto, pero que tiene con él alguna relación. Y así no entiendo por qué le dan lugar en la narración y no en otra parte, como tampoco sé la causa por qué se da este nombre de digresión a lo que se trata de esta manera fuera del asunto, cuando hay otros mil modos de separarse la oración del principal intento; pues todo aquello que se dice fuera de aquellas cinco partes que pusimos arriba es digresión, como el irritarse, compadecerse, el mover el aborrecimiento del contrario, el echarle algo en cara, el excusarse, el conciliarse el favor del juez y el rebatir lo que imputan. Lo mismo podemos decir de cuanto está fuera de la cuestión, como   —219→   cuando ponderamos o disminuimos una cosa y el movimiento de afectos; en una palabra, cuanto conduce para adornar la oración, como el tratar del lujo, de la avaricia, de la religión y de las obligaciones del hombre. Pero como esto tiene unión con las pruebas del asunto, no parece digresión.

Hay no obstante algunos lugares que, aunque no tengan unión con los demás, con todo eso se trata en la oración, ya para recrear al juez, ya para amonestarle, aplacarle, suplicarle o alabarle. A este tenor hay mil cosas, unas que llevamos prevenidas de antemano, otras que allí mismo se ofrece ocasión y motivo de decirlas, ya porque interrumpen algunos nuestro razonamiento, ya porque entró alguna persona, ya por algún accidente impensado. Aun el mismo Cicerón hizo por necesidad una digresión en la defensa de Milón en el exordio de ella, como lo manifiesta la oracioncita que dijo152. A este tenor podrá hacerla cualquiera cuando antes de la cuestión tiene que hacer alguna advertencia, o después de acabada la confirmación quiere recomendar su causa. Pero si esto sucede enmedio de ella, debe ser muy breve y volver luego a su asunto.



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ArribaAbajoCapítulo IV. De la proposición

Dicen algunos que la proposición, como parte de la causa judicial, debe seguir a la narración. A cuya opinión respondo diciendo que por proposición entiendo el principio de toda confirmación. Ésta no solamente se pone antes de las pruebas, sino algunas veces al principio de cada una de ellas153, aunque ahora hablamos de la primera.

No siempre es necesaria porque sin ella se sabe el punto principal de la cuestión, como cuando ésta comienza donde concluye la narración. De manera que a veces a esta narración se le añade una breve suma de ella, y que corresponde a lo que en las pruebas llamamos recapitulación; verbigracia: Pasó esto, oh jueces, en el modo que llevo dicho; el que ponía las asechanzas fue vencido, y se rechazó la fuerza con la fuerza, o, por mejor decir, el valor superó al atrevimiento.

Algunas veces es muy útil la proposición, como cuando no pudiéndose defender el delito, solamente se trata del fin con que se cometió, como en la causa de aquél que robó del templo el dinero de un particular: Se le hace reo de sacrilegio: el sacrilegio es de lo que se trata, para advertir al juez que su único oficio por entonces es sentenciar si es el delito tal como se supone. Asimismo cuando la causa es obscura y enredosa.

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Hay proposiciones simples y otras que comprenden dos o más puntos. Esto puede suceder de varios modos. O porque encierra en sí varios delitos, como cuando le acusaban a Sócrates de que corrompía a la juventud y de novedades en punto de religión; o porque contiene muchas cosas, pero que la una depende de la otra, como si a Esquines se le acusa de que desempeñó mal su embajada, de que faltó a la verdad, no hizo nada de lo que se le encargó, que se detuvo más de lo que debía y que se dejó sobornar. Si cada una de estas partes se propone separadamente para probarla, claro es que serán otras tantas proposiciones: si se proponen todas juntas se llamará partición o división154.

Otras veces va disimulada la proposición, y no suena como tal como cuando hecha la narración decimos: De esto vamos a tratar, que es como poner alerta al juez para que aplique más la atención a lo que sigue, y advierta con este aviso que ya se terminó la narración y que sigue la confirmación, y para que cuando damos principio a ésta comience a atender como de nuevo.



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ArribaAbajoCapítulo V. De la división

I. Cuándo y por qué motivos no usaremos de la división.-II. Qué ventajas trae.-III. Sus propiedades.


División no es más que una enumeración de las proposiciones de nuestro asunto, o del contrario, o de ambos.

I. Opinan algunos que siempre debe hacerse, porque queda más clara la causa y el juez más atento y menos confuso, si decimos lo que tratamos en primero y segundo lugar, etc. Otros lo tienen por cosa arriesgada, ya porque suele olvidarse el orador de alguno de los puntos propuestos, ya porque si la división no se hace bien, lo advertirá el juez o el contrario. Pero esto no sucederá sino al que sea muy lerdo o enteramente negado, y no lleve meditado de antemano lo que va a decir. Porque ¿qué cosa da más claridad a la oración que una división hecha con juicio? Esto es seguir el orden que la naturaleza nos enseña, y no hay mayor auxilio de la memoria que el seguir este orden natural.

Y así no apruebo a los que dicen que no debe comprender más que tres puntos155: aunque es verdad que siendo muchos, confunden la memoria del juez y no fijará tan bien la atención. Pero no se ha de poner término fijo, pues habrá causas que requieran más larga división.

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Ocurren también motivos para omitirla, cual es el que da más gusto la oración cuando no tiene visos de estudiada de antemano, sino que parezca se discurre allí mismo lo que se dice. Por eso son tan lindas aquellas figuras: Ya se me olvidaba; se me había pasado el decir; a buen tiempo me avisas, etc. Porque sentadas ya las pruebas, todo lo que así se dice tiene particular gracia.

También conviene engañar en cierto modo al juez y sorprenderle de varios modos, para que entienda que se dirige lo que decimos a otra cosa muy distinta de lo que parece. Porque hay algunas proposiciones tan duras de suyo, que si las oye como son en sí, pondrá tan mal gesto como el enfermo que vio la lanceta antes de la cura. Y si el orador coge al juez desprevenido y sin haber hecho alguna salva para ganarle, no logrará que dé crédito a lo que propuso.

Debe también evitarse el proponer cuestiones muy diversas y mucho más el tratarlas, y cuando ocurra se procurará con los afectos distraer la atención de los oyentes, que no tanto se emplea la elocuencia en enseñar cuanto en la moción de afectos. A lo cual perjudica muchísimo la división demasiado escrupulosa en muchos puntos cuando intentamos y nos interesa el que no se entienda mucho la causa.

Fuera de que hay cosas que de por sí son débiles y flacas, pero juntas valen algo, y en este caso hemos de amontonarlas y presentarlas a un mismo tiempo para hacer guerra al contrario; pero esto no ha de ser muy común, y sólo cuando lo pida la necesidad, cuando la razón nos obliga a ir contra la razón.

Además de esto en toda división hay algún punto muy interesante, y los demás míranse como superfluos. Y así cuando hay que oponer o refutar varios delitos, será útil y gustosa la división, para que se conozca por el orden lo que hemos de decir de cada cosa. Mas si defendemos un   —224→   solo delito por varios modos, es ociosa, como si hiciéramos esta división: Diré que en este hombre a quien defiendo no se hace creíble un homicidio; que no tuvo motivo para ello; que cuando se hizo la muerte estaba a la otra parte del mar. Todo lo que dijeres antes de probar el último miembro es ocioso, pues esto es lo que el juez quiere oír cuanto antes, y si es sufrido, con su mismo silencio estará diciendo al abogado que lo pruebe y cumpla lo prometido; cuando no lo pretenda con toda autoridad si la tiene y con términos picantes, o por ser de natural rústico, o porque le llaman otras ocupaciones.

Así es que no falta quien reprenda aquella partición de Cicerón en la causa de Cluencio: promete hacer ver que ningún hombre se vio en tribunal alguno más cargado de delitos ni con testigos más abonados que Opiánicos; en segundo lugar: que los jueces que le condenaron, sentenciaron ya antes otras causas de él semejantes; y, por último, que no intentó Cluencio sobornar a los jueces, antes lo intentaron otros contra él. Pues probado esto último, lo demás importa nada. Al contrario, ninguno habrá tan injusto ni tan negado que no diga estar bien hecha aquélla de la causa de Murena: No ignoro, jueces, que son tres las partes de la acusación: una se reduce a poner mácula en la vida del reo, otra a la alteración sobre la dignidad y otra al delito del soborno. Porque aclarando la causa, no contiene ninguna cosa ociosa.

Algunos tampoco aprueban aquel modo de defender: Si le hubiera muerto, motivo tuve para ello; pero no le maté. ¿A qué lo primero, dicen, siendo lo segundo cierto? Esto es perjudicarse a sí mismo, y no merecer el crédito en lo uno por querer probar lo otro. No les falta razón, pues el segundo miembro basta, siendo cierta la cosa. Pero si temiéremos no salir con lo que importa más, probaremos lo uno y lo otro, porque alguno suele moverse con lo que a otro no le hace mella, y el que se persuadió que se cometió   —225→   la muerte, quizá creerá que está bien hecha; al contrario, el que no se persuada hubo razón para hacerla, quizá no la creerá. Así como al tirador que es certero bástale una saeta; pero el que no atina, necesita de muchas para ver si con alguna acierta. Excelentemente prueba Cicerón en primer lugar, que Clodio armó lazos a la vida de Milón, y después, para mayor abundamiento, dice que, aun cuando no fuera así, le fue lícito quitar la vida a un ciudadano como éste, con mucha gloria del matador.

No por eso condeno el orden que dije arriba, pues dado caso que haya algunas cosas duras de su naturaleza, contribuyen para modificar lo que sigue después. Porque no carece de fundamento lo que comúnmente se dice: Pedir más de lo justo para que nos den lo justo. Mas no por eso se propase ninguno a más de lo que pide la razón, pues, como dicen los griegos: No debe pretenderse lo que es imposible el salir con ello.

Pero advierto que cuando usemos de estas dos maneras de defensa se ha de procurar que, creído lo primero, debe servir como de cimiento para fundar lo que decimos después. Porque puede parecer que quien confesó a su salvo una cosa no tenía fundamento para mentir negándola, y cuando sospechemos que guarda el juez otra prueba que la que alegamos, debemos prometer el satisfacer cuanto antes a sus deseos, principalmente en causas que acarrean algún empacho.

Pues ocurren algunas que son de mal aspecto, pero tienen la justicia de su parte; en las que debemos prevenir al juez diciendo que dentro de poco oirá las razones de ser la cosa no sólo lícita, sino honrosa, que oigan con paciencia el orden de la causa, y entretanto fingiremos que tenemos que advertir algunas cosas, aunque les pese a los mismos a quienes defendemos. Así lo practica Cicerón sobre la ley de los tribunales. Algunas veces nos pararemos como si aquéllos nos interrumpieran. Otras nos   —226→   convertiremos a los mismos diciéndoles que nos dejen obrar con libertad. De este modo sorprendemos el ánimo del juez, y con la expectativa de las pruebas, que hacen la cosa honrosa y buena, oirá sin tanta repugnancia lo que hay en la causa de más duro que, habiendo dado oídos a esto, se mostrará más fácil y propicio para lo que hace buena la causa. De este modo lo uno ayuda a lo otro, y el juez atenderá a nuestra justicia con la esperanza de las pruebas y, sin perder de vista la ley, se nos manifestará más propicio.

II. Pero así como la división no siempre es necesaria, antes es ociosa alguna vez, así hecha a tiempo da mucha claridad y hermosura en la oración. Porque no sólo aclara más las cosas, sacándolas de confusión y presentándolas cada una de por sí a la vista del juez, sino que con sus diversas partes alivia la fatiga de los oyentes; no de otra manera que al caminante la demarcación y división de las leguas que va leyendo en las piedras del camino. Porque sirve de recreo el ver lo que llevamos andado y el saber lo que resta de camino, nos anima a seguir con calor, pues no nos parece largo un camino cuando, aunque lejos, vemos el fin. En esta división fue muy diestro Quinto Hortensio, aunque Cicerón le tacha algún tanto de que por los dedos llevaba la cuenta de los miembros. 1.ª Verrina, 45.

Porque en hacerla hay su cierto término, debiendo cuidar que sus puntos no sean tan cortos que parezca constar de artejos, como los miembros del cuerpo humano. Esto, fuera de que hace pueril al orador, es causa de que los puntos de la partición no sean ya miembros, sino pedazos, y los que gustan de conseguir gloria de este modo, dividiendo tan menudamente su proposición, vienen a decir muchas cosas superfluas y a dividir lo que en la naturaleza es una sola cosa o, por mejor decir, no hacen muchas cosas, sino que las achican y disminuyen. Fuera de que con esta   —227→   división en tan menudas partes dan la misma obscuridad, para cuyo remedio se inventó.

III. La proposición, ya conste de uno o más miembros, lo primero de todo debe ser clara (pues ¿qué mayor monstruosidad que ser obscura aquella parte cuyo único fin es dar luz a lo restante de la oración?), y en segundo lugar tan breve que no contenga ni una palabra ociosa, pues en ella sólo insinuamos lo que después hemos de decir por extenso.

Pero cuídese que no le falte ni sobre nada. Es redundante la proposición cuando dividimos en sus especies lo que basta dividirlo por el género, o cuando, puesto el género, añadimos la especie; verbigracia: Hablaré de la virtud, de la justicia y templanza; siendo estas especies de aquel género.

La división propone aquello en que convenimos y aquello de lo que se duda. En lo que convenimos, esto es, qué es lo que confiesa el contrario y qué nosotros. De lo que se duda; esto es, lo que tenemos que decir, a qué se reduce nuestra causa y a qué la del contrario. Pero entiéndase que es un defecto muy feo no seguir la oración el mismo orden de cosas que propuso.