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- XLIII -

La puñalada en la tahona no llegó a ser fatal para Jorge. Aunque grave la herida que le infiriera Ismael, pudo más que el estrago del acero la crudeza de su organismo. Ocho días estuvo su vida en peligro; pero al fin la dolencia hizo crisis, y la terrible puñalada empezó a cicatrizar sin complicación de ningún género, dejándolo en condiciones de levantarse al cabo de un mes.

En este intervalo, Felisa se escondió en su rancho, no viéndosela sino raras veces.

La peonada tuvo materia de plática para muchos días con motivo del hecho sangriento, que se comentaba bajo todas formas y maneras, mezclándose siempre en el cuento interminable, los nombres de Esmael y Aldama. Los gauchitos del pago no perdonaban fácilmente a Velarde su buenaventura; y esta murmuración de «mangangáes», mordaz y enconosa, adquirió creces en la ausencia, afeándosele su acción con los colores más subidos.

Felisa no conversaba con nadie, ni parecía tomar interés en saber lo que se decía entre la mozada.

La morena no tenía ya en su semblante la expresión ladina de otros tiempos; ésta había sido reemplazada por una dureza de ceño, que se hacía más sombría, así que ella se alisaba ante un tosco espejuelo su pelo corto, antes tan abundante y hermoso. Contraía sus labios, en esos momentos, una sonrisa amarga, nublaba su lacrimal alguna gota hervida en la rabia, que nunca llegaba a caer, y concluía por sentarse en una banqueta casi al nivel   -227-   del suelo con los codos apoyados en las rodillas y el rostro en las manos, cavilosa y huraña.

A ocasiones, maquinalmente, asomábase al ventanillo para mirar a la tahona; y, apercibida de esto, apartábase de allí con los ojos muy abiertos y la boca apretada.

También solía canturrear alguno de los aires que había oído a Ismael, con su voz ronquilla, sin conciencia de lo que hacía; y, callaba de súbito, para quedarse taciturna.

Tata-Melcho la encontraba niervosa desde que se fue el gauchito de los rulos.

La abuela, a partir de la noche del lance en la tahona, se había puesto lela, y caminaba hacia su fin en medio de un atontamiento profundo, sin ráfagas ni arranques de cariño. No comprendía nada de lo que ocurría a su alrededor; en sus ojos de córnea nublada y enrojecida rara vez brillaba un destello que revelase una sensación cualquiera. A su esqueleto deshecho bastaba un soplo para tumbarle, y esa oportunidad debía sobrevenir muy pronto.

Felisa llegó a experimentar algo semejante al pavor, cuando supo que Almagro había dejado la cama.

Luego, el pulso de Maél, como llamaba ella a su amante, no estuvo firme la noche que la enlucernó; pues que el mayordomo se levantaba como de la tierra que debía comerle los ojos, después de haber caído con el pecho abierto y revolcádose en un charco de sangre lo mismo que un gorrino en la enramada.

Ahora que su abuela se moría, él se ponía enlozanado en la convalescencia, aprestándose tal vez para pasarlo sólo con ella...

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Estas cavilaciones concluían por agobiarla, por enflaquecer su cuerpo y concentrarla en una tristeza selvática, de sensación dolorosa y aguda. Debajo de sus ojos negros con cejas y pestañas de terciopelo, las manchas oscuras eran mayores; el retraimiento hundía sus carnes en alianza con el escozor de la pena, del anhelo y del despecho; pero nunca se quejaba.

Algunas veces hablaba con Gertrudis, la negra semi-bozal y gruñidora; y en una de estas oportunidades, después de ver cómo se consumía la abuela en su sillón de baqueta sin abrir jamás la boca, preguntó a la negra con acento bajo y desolado, si no había visto a Maél galopando por la loma. Gertrudis contestó que no.

Felisa fuese tropezando, y por tercera o cuarta vez la ahogó un ímpetu rabioso.

Almagro, ya restablecido, entrose una mañana en el rancho de la viuda.

Felisa le sintió, sin levantar la vista del suelo. Condoliose él del estado de la tía y mostrose atento con su prima, sin avanzar una palabra acerca de los hechos acaecidos, y ni aún sobre su propia enfermedad. Pocos momentos duró su visita, y al retirarse no manifestaba en su cara disgusto alguno.

De allí en adelante, siempre venía.

Felisa contestaba sus frases con monosílabos, sin perder el ceño duro que había robado la gracia a sus facciones, ni la terquedad y, soberbia nativa que respiraba todo su ser. Jorge no parecía hacer alto en esto; pero al irse, tenía una mirada penetrante y sondadora en la vieja viuda, cuya vida seguía extinguiéndose a prisa por anemia, al igual del candil que alumbraba la triste estancia.

La criolla comprendía la intención y callaba.

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Seis días después murió la viuda de Fuentes en el asiento favorito en que se pasaba inmóvil largas horas.

Felisa, ante el cadáver, sintió el vacío y lloró, ocurriéndosele en ese instante pensar otra vez en lo que sería de ella ahora que se quedaba sola. Después pareció conformarse, y hasta consintió que Jorge se avanzase un poco.

El cajón que encerraba el cuerpo de la abuela fue puesto sobre las grandes piedras que había en el declive de la loma, según era de uso entre la gente del campo. Los cementerios estaban en las cimas o en las ramas altas, como los nidos de los cuervos.

En varios días Almagro no apareció por el rancho, y Felisa no pudo menos de extrañar esta conducta del mayordomo. En medio de su aburrimiento, llegó hasta creer que podía quererlo; pero cuando se acordaba que le había cortado la trenza, que era feo y que tenía un olor fuerte de carne de peludo cuando soplaba por las narices, hacía un gesto de asco y le venía a la memoria la carita con pocos pelos, blanca y sin arrugas de Maél.

Por otra parte, su primo no sabía enardecerla, y lo que buscaba era quedarse con sus ganados y sus ranchos. Si viniese Maél, ella estaría contenta y se iría en ancas, dejándoselo todo para que se hartase el «godo» a su gusto. El gauchito era «su hombre» y sabía encariñarla sin hablar mucho, chúcaro como era, con su boca de guinda y sus ojazos tristes. En otro pago vivirían bien, lejos del «muermoso» que andaba siempre gruñendo, pellizcándola en los brazos y las piernas con sus uñas «mochas» de zorro viejo.

Transcurridos esos días, Felisa salió algunas veces   -230-   del rancho, anduvo por el campo, la enramada y la tahona, y echó de menos a Blandengue; el que según informes de Tata Melcho se había huido de la estancia dende que Esmaél se desgració.

Allí próximo a un palenque, el hijo de Tata Melcho, que desde chico había probado entender el oficio como cosa de herencia, domaba un «doradillo» morrudo, de mucha crin y cabeza fina; y aunque el espectáculo era demasiado visto sin mayores atractivos para la gente campera, el domador tenía su círculo de espectadores.

Felisa se puso a mirar al muchacho, que seguía muy tieso en los lomos los movimientos y sacudidas del potro, hincándole a intervalos entre los brazuelos los pinchos de sus grandes «nazarenas», y levantándolo con el escozor del suelo a rápidos saltos y corvetas.

Se amansaba aquel potro para el mayordomo, y él estaba también allí observando la maniobra.

El animal anduvo recorriendo largos trechos con la cabeza metida entre las piernas, y vino a pararse tembloroso y resollante junto al palenque, la mirada todavía encendida, espumosa la boca y goteando sudor del lomo al bazo. Las domadoras no hacían ya impresión en sus ijares ensangrentados, pero se obstinaba en tascar el bocado con furia.

Su jinete probó entonces hincarlo de nuevo entre los brazuelos, y alargando las piernas, sentó con fuerza los armados zancajos en esa parte sensible.

El «doradillo» se encabritó y lanzó algunos corcovos, sin separarse muchas varas del palenque; y después vino al sitio a pasos irregulares y vacilantes, para quedarse de nuevo quieto.

Almagro había notado algún interés por el padrillo en Felisa; y, aproximándose, díjola que aquel lindo potro era para ella.

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-Cuando hayas de montarlo -agregó el español, estará ya como badana.

Nada contestó la criolla; y encogiéndose de hombros con aire despreciativo, diose vuelta y se fue.

Todos vieron esto.

Jorge se sintió profundamente herido; y deseando descargar en alguno su rabia dio un terrible rebencazo a un mastín que había venido hasta allí refregándose en los pastos el hocico, bañado por el licor acre y pestilente de un zorrino, con el cual acababa sin duda de mantener combate en campo abierto.

Después de esto, la criolla volvió a su ceño adusto y a su aire desconfiado.

El instinto la ponía suspicaz; antes de echarse en su cama a primeras horas de la noche, cerraba bien la puerta. Allí sobre el colchón se sentía miedosa; no se atrevía a apagar el candil que ardía delante de la grosera estampa de una virgen que llevaba en los brazos un niño Jesús. El chisporroteo de la mecha, las paredes negras, los pequeños ruidos de adentro la hacían incorporarse a cada rato; y cuando venían de afuera, al tropel lejano de las yeguas, al son de algún cencerro o al ladrido de los mastines, enderezaba la cabeza y ponía el oído, esperando que alguna buena bruja encaminase por allí, pues que era su querencia, al bayo de Maél.

Cuando se extinguía la mecha, veía en la sombra a la pobre agüela con sus ojos opacos y la peluca ladeada, y detrás la cabeza de Almagro, mirándola por encima del hombro con sus ojos de luz verdosa de gato montés. Espantábasele el sueño.

La claridad del día le devolvía el reposo.

Una de esas madrugadas abrió el ventanillo con fuerza, y tendió la mirada ansiosa por los cardizales   -232-   y las cuchillas en la esperanza de columbrar en el fondo de las lomas la figura de un gaucho vagabundo moviéndose al galope con el chambergo sobre la oreja y la mano apoyada en el rebenque de puntal en la encimera.

Alguno llegó a distinguir, pero ninguno era el que ella quería.

En cambio vio entrar a Blandengue en la enramada donde se echó, todo lleno de barro y con la lengua de fuera. La criolla tuvo un arranque de alegría y llegó a acordarse que el mastín de sujetar toros, rondaba por la tahona la noche aquella... y, que después no lo volvió a ver más.

¿No habría seguido a Maél y Aldama?

La suposición era exacta, como sabemos; pero lo que Felisa ignoraba era que Blandengue se había apartado de los fugitivos en uno de los días de marcha, y que este extravío se debía a un encuentro con una banda de perros cimarrones, a los que se reunió acosado por el hambre y en cuya compañía se mantuvo por largo tiempo, hasta que husmeó la querencia.

La criolla hízole señas, sin obtener que Blandengue, rendido por el cansancio, se moviera de su sitio.

Retirose del ventanillo con enfado. Ya no estaba él allí, como cuando la salvó del toro.

Esa misma mañana vino Jorge, y dirigiola algunas palabras, sentándose a horcajadas en un banquillo cerca de ella, que estaba de pie, dándole el perfil.

Alguna conformidad observó sin duda en sus respuestas, porque al irse se atrevió a agarrarla de la mano y de la cintura, perdiendo toda paciencia.

Felisa se arrancó despacio, en silencio y se fue al patio.

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Púsose Jorge trémulo de ira.

-¡Al «otro» lo dejaste, deslavada! -dijo-. Yo te he de bajar el copete.

Y, haciendo un gesto de amenaza, salió detrás de ella, para irse a sus faenas.

La criolla se encogió de hombros y torciole la vista con frío desdén. Luego que él estuvo lejos, respiró fuerte, murmurando:

-¡Potroso!

No habían pasado muchas horas, cuando Almagro volvió a entrar en el rancho aprisa.

La criolla tenía el mate en la mano y se dirigía en ese momento a la puerta. Jorge la agarró de un brazo con sus dedos de hierro, bien encajados en las carnes, y la atrajo con aire colérico; el mate cayó al suelo; y siguiose una lucha sorda, callados y jadeantes los dos.

El cuerpo de la criolla fue una y otra vez levantado como una paja, para caer luego sobre sus pies a plomo, obluctando con energía. En cierto instante ella bajó la cabeza y mordió a Jorge en la mano, zafándose de sus brazos brutales y escurriéndose afuera.

Tata Melcho que por allí andaba, pudo ver como el mayordomo saltó detrás lo mesmo qui un gato, y le hincó las uñas, arrastrándola de nuevo al interior del rancho. Cuando salió Almagro lleno de furia, el domador vio que la moza lloraba sentada en el suelo, con la cara entre las manos.



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- XLIV -

Por esos días, la campaña empezaba a conmoverse. Corrían voces extrañas de sublevación de las milicias; las partidas se cruzaban en todos los rumbos arreando caballos y haciendas vacunas.

De la estancia de Fuentes se habían ido a los montes muchos de los peones, quedándose sólo en ella los que eran amigos de los «godos».

En la calera de Zúñiga se hacían reuniones sospechosas; en todo el pago del Canelón el paisanaje andaba revuelto; Fernando Torgués salía de su madriguera del Rincón del Rey con un montón de gauchos bravos; Benavides aumentaba su hueste en las asperezas de la Colonia y Vázquez excitaba los maragatos al alzamiento en los campos de San José de Mayo: este «pampero» se acercaba rugiendo para estrellarse como un grito salvaje de las soledades en las murallas y bastiones del Real de San Felipe.

El virrey Elío, bastante alarmado, mandó que se retirasen dentro de muros todos los hombres de armas llevar, así como la mayor cantidad posible de víveres y ganados. Esta orden se hizo extensiva a las familias de los distritos más próximos a la ciudad, todo ello bajo las penas severas que los tercios del rey se encargarían de aplicar.

Jorge Almagro se apresuró por su parte a cumplir las prescripciones del bando, como buen español.

La hacienda del establecimiento era numerosa.

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Todos los intereses allí reunidos pertenecían a Felisa, única y universal heredera de la viuda de Fuentes; pero esto ¿qué importaba al mayordomo? El desorden de los tiempos no permitía que imperase otra ley que la fuerza.

Tampoco la criolla se entendía en esas cosas; dejaba hacer sin pedir cuentas, y sólo vivía del aire y del sol del pago.

Los últimos actos de Jorge la habían reducido a la inercia, aún cuando en el fondo de su naturaleza se rebullese enconada la crudeza nativa. Lo observaba todo con aire indolente y casi de idiotez, descuidada de sí misma, hundida en la soledad de su rancho, como un ser que no se echa de menos, granuja de los campos sin voluntad ni voz que en definitiva era tratada lo mismo que las reses.

El día que se arreaba el ganado rumbo a Montevideo, había en la estancia un regular número de hombres, entre criollos y europeos.

Estos hombres debían marchar a su vez con Almagro a la plaza, para ser agregados allí al cuerpo de caballería irregular que se estaba organizando a tiro de cañón de la ciudadela.

La afluencia de gente picó la curiosidad de Felisa que salió al campo, parándose junto a la enramada, de dónde se puso a observar los movimientos y el arreo de la hacienda.

Tata Melcho la impuso de lo que ocurría.

Ella se limitó a un visaje de indiferencia, no comprendiendo el alcance de la medida que se ejecutaba aprisa y en desorden.

Tuito si mistura -decía Tata Melcho con una tos cavernosa-; el toruno i la egua arisca.

Felisa estaba callada.

De súbito, pensando tal vez que todo aquello le   -236-   pertenecía, se sintió inquieta, irascible. Mordiose una uña y miró de una manera irritada al viejo domador, con los ojos llenos de un llanto que debía resumirse pronto.

-Tata Melcho -dijo al cabo de un rato-; agárrame el pangaré.

El viejo se volvió sobre su dorso arqueado, y le echó una ojeada de mastín sin dientes.

Después, fuese asentando todavía con firmeza en el pasto sus plantas desnudas y endurecidas.

Al cuarto de hora regresó con el caballo listo.

Era un pangaré de regular crucero, un poco brioso, ágil y de arranque, en el cual acostumbraba a andar la criolla hasta la Calera, en otro tiempo.

Meses hacía que el animal no sentía la cincha, llevándose vida de engorde en la manada; por manera que de vez en cuando hinchaba el lomo y sacudía las orejas, piafaba y mudaba de sitio, batiendo con fuerza los cascos.

Así que lo vio llegar, Felisa se anudó bien el pañuelo que llevaba en la cabeza por debajo de la barba, pidió a Tata Melcho el rebenque que él tenía colgando del mango del cuchillo, y a paso lento se puso del lado de montar, haciendo caricias al pangaré en el pescuezo.




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- XLV -

Quedose luego en suspenso, marchita y triste, con los ojos vagos en el espacio lejano.

Después de algunos segundos, se volvió a Tata Melcho y levantó un pie, sin decir palabra. El viejo tomó el cabestro, y la ayudó a subir, encajándole la punta del pie en el estribo de madera.

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Mientras el caballo se removía en círculo piafando y sacudiendo la cola, ella se acomodó el vestido corto, empuñó bien las riendas y echó a andar al trotecito hacia el campo desierto.

¿Adónde se encaminaba? No lo sabía ella misma.

Se iba vagabunda.

Con todo, no quería mirar para atrás, y nunca le había sucedido que la sangre le bullera tanto en el pecho, como aquella tarde. Allí sentía golpes a saltos, y como una bola que parecía subírsele a la boca.

Una rabia concentrada y silenciosa solía arrancarle algún hipo que al salir le dejaba la entraña doliendo; y al ruido de sus resuellos que le estremecían todo el cuerpo, su vivaz caballo levantaba la cabeza resoplando.

Blandengue, -abandonado el rodeo- la había visto desde lejos, y venía en pos con la lengua al viento.

Al ruido de sus estornudos, Felisa tuvo un temblor; más al enterarse de la causa de su sensación, cerró los ojos y se mordió los labios, cayéndole de aquellos dos o tres gotas ardientes que no cuidó de limpiar en las mejillas.

Lejos estaba ya de las «casas».

El sol descendía. La línea verde del bosque se dibujaba delante; y a trechos en los claros, cual tersos planos de cristales amarillentos, las aguas del río bañadas de resplandores. No llegaban a esos lugares los ecos de la faena pastoril, y sólo perturbadas parecían por un concierto de ronquidos de patos y gallinetas. Ocho o diez ñandúes en despliegue de guerrilla y uno de otro a tiro de pistola, habían alzado sus largos cuellos en la loma y miraban al jinete que caía al bajo con mucha atención.

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Felisa se paró en la orilla, frente a un remanso que ella conocía, sin apearse. Quedose allí como abismada por largos momentos. Sentía como un deseo vago de hundirse en aquella agua, donde ella vio un día ahogarse a un potro enredado en los caraguatáes.

Blandengue que seguía con sus ojos su mirada, se arrojó de un salto al remanso, mordió las hojas anchas color de esmeralda de un camalote, y volviose al ribazo arenoso en donde se revolcó un momento, para repetir la diligencia sobre las yerbas.

Felisa permanecía inmóvil. Una gran palidez le llenaba la cara haciendo resaltar el rojo encendido de su boca, y el pecho solía hinchársele para dar salida a esas espiraciones roncas que se confunden con la queja, aunque sólo sean desahogos de la rabia impotente.

En semejante actitud, oyó de pronto un galope furioso que venía de allá atrás de las cuchillas.

Blandengue se afirmó bien sobre sus patas, y alzó el hocico negro, abriendo las narices.

La criolla tuvo que contener su caballo alborotado, y echose luego a andar por la ribera del Santa Lucía sin rumbo, ni resolución alguna.

Estaba como atontada.

Presentía sin embargo quién podía ser el del galope, y su ansiedad fue en aumento al paso que iba disminuyendo distancias el jinete.

No tardó éste en aparecer en la cuesta vecina, dónde sofrenó dirigiendo su rostro a todos lados.

Era el mayordomo.

Así que vio a Felisa en el bajo, picó espuelas lanzando un terno bestial; y vínose a ella a media rienda sin miedo a una rodada.

La criolla se quedó quieta.

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Almagro sujetó a dos puños su tordillo; y al verle pintada en su cara de tigre una mueca feroz, y llevar con ademán brusco la diestra a la daga -tal vez para afirmarla en el «cinto», y no con otro móvil-, ella abandonó las riendas, encogiose en la montura y refregándose una con otra sus manos, gritó entre medrosa e irritada:

-¡No me mates!

El brioso pangaré, que había caminado en tanto algunos pasos sin sentir el gobierno, mordió el freno de improviso, abalanzose en rápidas corvetas sin librar sus lomos, y arrancó por fin a escape derecho a la loma, con las riendas colgantes y la crin revuelta.

Felisa era «de a caballo», tanto como el mejor jinete; y por eso, aunque sacudida de todas maneras en el recado, conservó la posición sin perder el ánimo, y hasta se inclinó dos veces para coger las riendas, en medio de la veloz carrera.

Jorge se deslizaba a un flanco como una sombra tendido sobre el pescuezo de su tordillo, desenredando las boleadoras; y Blandengue volaba furioso dirigiendo dentelladas a los garrones del pangaré -que al sentirse acosado redoblaba sus esfuerzos con ímpetu terrible.

-¡Blandengue!..., gritó Almagro revolcando las boleadoras.

Este grito fue como un rugido.

En ese momento el pangaré pisó una rienda, cayendo de golpe sobre sus rodillas, y Felisa dominada en parte por el vértigo fue lanzada de costado, quedándosele encajado el pie en el estribo.

El caballo se incorporó en el acto dando un corcovo, cuando silbaban las boleadoras que encontraron el vacío, y de las que una piedra dio en la cabeza de la criolla con la violencia de una bala.

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El pangaré arrancó de nuevo azorado con Blandengue prendido al pecho, arrastrando a Felisa por el flanco; y, este grupo informe rodó por los declives y subió las cuestas entre espantosos estrujones, revolviéndose varias veces por el suelo el mastín, para levantarse y prenderse otras tantas a las carnes del mancarrón convertido en potro por el pánico.

Merced a esta circunstancia, Almagro se le puso encima y pudo descargarle en la cabeza el mango del rebenque. Al golpe, el pangaré se desplomó resollando como un fuelle.

Todo esto fue rápido, obra de algunos minutos.

El mayordomo se arrojó al suelo y precipitose a Felisa, que estaba inmóvil boca abajo, con las ropas destrozadas y el pelo lleno de pastos y abrojos, formando una sola masa con la sangre en cuajarones.

Diola vuelta trémulo, y vio que el rostro estaba todo lleno de manchas color violeta, el cráneo hundido por el golpe de la bola, los ojos cubiertos de tierra, semi-cerrados y fijos, las narices rotas por las coces, y el pecho sin latidos.

Estaba muerta.

Almagro prorrumpió en un grito felino, y viendo al mastín que allí cerca alargaba la cabeza hacia el cadáver, desnudó iracundo la daga, y le tiró con toda la fuerza del brazo una puñalada para abrir en canal.

Blandengue esquivó el golpe, se alejó alguna distancia, desde dónde se puso a mirarle entre sordos gruñidos, y fuese con la cola baja a esconderse en el monte.



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- XLVI -

No marchó ya Almagro aquella tarde con sus compañeros, reuniéndose todos en las «casas» para velar el cuerpo de Felisa. Sólo allí se oía algún ruido. El campo había quedado desierto en casi toda su extensión, concluido el arreo de las haciendas; y fuera de algunas yeguas potras que vagaban lejos, por los juncales de la barra, y de los novillos «alzados» en el monte del Santa Lucía, en sociedad común con los tigres y perros cimarrones, nada quedaba de la valiosa dehesa, a no ser los corrales de la sucesión Fuentes y un pequeño grupo de ovejas ruines e inútiles para la marcha.

Por la noche, encendiéronse tres o cuatro candiles en la pieza que habitaron abuela y nieta, y en la que se depositó el cadáver de la criolla, dentro de un cajón improvisado por Tata-Melcho con tablas viejas de la tahona.

La gente campera, agrupada en su mayor parte en la cocina, comentaba el suceso -en tanto dos mates recorrían el círculo, y varios costillares de vaca se derretían cerca de la llama en los asadores.

La muerta estaba sola.

El mismo Blandengue no había venido a echarse como otras veces en el umbral de la puertecica del rancho, con el hocico en tierra y los ojos somnolientos.

La habían puesto en el cajón con las ropas que tenía al morir, hechas trizas, sin lavarle el rostro ni cerrarle los ojos, cuyas pupilas cubría una capa   -242-   de tierra. En su negro cabello enredado, los abrojos y flechillas que recogiera en el campo formábanle como una corona salpicada de sangre muy roja.

Tata-Melcho y la negra Gertrudis, se acercaban de vez en cuando al ventanillo para mirarla un momento, y después se iban persignándose llenos de asombros.

Al hacer su relato en jerga campesina, el viejo domador decía que esa noche ya a canto de gallo, por abajo de los «ombúes» dónde estaban la abuela y Tristán Hermosa, se enlucernó la sombra con las «ánimas benditas», y que del fondo del campo por atrás de las cuchillas que caían al monte, venían los aullidos de un animal extraño, que se acercaba y se alejaba, como si no se atreviese a llegar a las «casas».

La negra imbécil añadía que era «un ánima» con cabeza de perro, grande como un buey, la que ella vio desde la enramada.

El mayordomo no fue ni una vez al cuarto de la muerta; y estuvo tomando «caña» toda la noche, hasta dejar vacías dos botas llenas de ese líquido. Tenía los ojos muy hinchados y rojizos; conversaba a medias palabras, y en lo poco que decía hablaba de degollar a Blandengue.

Al otro día, taparon el cajón, y lo condujeron al cementerio de piedra, colocándolo junto al de la viuda de Fuentes, encima de dos rocas planas y más bajas separadas, por cuya hendidura o canaleta corría saltando el agua de las lluvias.

Estuviéronse a la vuelta algunas horas en las «casas», y después se marcharon a Montevideo, arreando las haciendas agenas que encontraban a los lados del camino.

Tal fue en el fondo la relación que hicieron a   -243-   Ismael los moradores de la estancia de Fuentes, en su estilo llano y la franqueza propia de los caracteres rudos.

Ismael oyó todo sin despegar los labios.

Con la cabeza sobre el pecho, osco, reconcentrado, no apartó la mirada del fuego, ni expresó en su semblante pálido de líneas rígidas una sola impresión violenta.

Estaba frío como una piedra.

Mucho tiempo estuvieron los tres callados. Ismael se secaba las botas acercando las piernas al fogón, a la vez que con el lomo de la daga les escurría el lodo del camino.

Después dirigía sus ojos a Blandengue único ser que él parecía mirar allí de frente; y a quien una vez le pasó el brazo por el pescuezo, atrayéndolo hasta juntar su cabeza con su rostro. El mastín se lo lamió, y volviose a su sitio dando un resuello.

El poncho colgado al rescoldo en dos maderos clavados en la pared, había humedecido el suelo con una cascada de gotas, y desprendía vapores que podían confundirse con el humo.

Pasole también Ismael a lo largo el lomo de su daga, como para exprimirlo; sacose el sombrero cuyas alas había abatido la lluvia, y aproximolo al fuego; en tanto se alisaba la melena, sacudiendo los bucles sobre los hombros. Todo, en silencio.

Tata-Melcho, por su parte, concluyó de desensilarle su zaino oscuro, que dejó libre; y volvió a aparecer para invitarlo con un trago de su cantimplora de cuero. Ismael se mojó las labios, y la devolvió sin decir palabra.

En seguida fue a sentarse de nuevo al lado del fogón, atizándolo nervioso, y sirviéndose él mismo   -244-   del mate que conservaba en una mano, en tanto de la otra tenía suspendida por el asa la caldera.

Sorbía aprisa, por lo que llenaba a cada instante la calabaza, que no era grande ni pequeña.

Mientras esto hacía, de un modo maquinal, por hábito rutinario, el sabor o el aroma de la yerba parecía estimular el trabajo de su mente; porque en sus ojos pardos, siempre vagos, solían lucir ahora algunos reflejos vivos como de quien conversa a solas, pico a pico con el instinto sublevado.

Una hora larga se pasó él allí, después de esto, encogido y quieto.

Gertrudis y Tata-Melcho entraban y salían; Blandengue también; pero Velarde no paraba atención en ello. Sólo cuando el mastín se le ponía delante, refregándose en sus rodillas, vibrábanle los párpados y contraíase su boca con un gesto amargo.

¡Leal Blandengue! Le había ayudado a matar la tigre, cuando el godo lo mandó a los juncos de la barra; y había sido el único amigo de Felisa...

Ismael se levantó y salió al patio.

El viento había calmado un poco, pero seguía lloviendo con fuerza.

Púsose él a observar aquellos sitios, recostado en la pared, muy próximo al lugar en que un día pechó con su bayo de labor al orejano miró con aire tranquilo el rancho, la enramada, las lomas cercanas, y concluyó por advertir que allí mismo, dónde él estaba parado, había caído cierta noche «un gajito de cedrón» encima de la guitarra cuyas cuerdas él tañía.

Recién sintió que una opresión le sofocaba el pecho, y que quería salírsele de un salto la entraña; y se paseó con la boca abierta como para que el aire le entrase de golpe en los pulmones.

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Enseguida volvió bajo de techo, inclinose en cuclillas y quedose contemplando el fogón hecho ascuas, con el pucho apagado entre los dedos.

Al cabo de un rato, cuando ya oscurecía bajo un cielo de tormenta, Ismael reincorporose y descolgó el poncho de paño burdo, ya casi seco; y formando un lío del lomillo, la carona y demás enseres de su recado, tornó a salir recogiendo de paso su lanza.

Encaminose de allí a la tahona a paso rápido, y guareciose en el cuartito del flanco -antigua escena de sus amores y de sus odios, en donde había gustado un goce inolvidable, y dónde él creyó un tiempo haber dejado al mayordomo con el riñón partido.




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- XLVII -

Al verse allí, no pudo menos de estarse quieto con el sombrero en la nuca y el freno arrollado en la mano, moviendo a uno y otro lado la cabeza entre visajes de fiera ironía.

Tiró el freno con ímpetu en un rincón.

Pasose la mano por el pañuelo que le encubría la herida de la frente, que era la que había demorado más en cicatrizar entre otras leves, de las que recibiera en el choque de la carretera de Maldonado; y a poco, recuperó su calma habitual, poniéndose a tender en el piso los aperos que debían servirle de cama.

La mesa vieja y la cabeza de vaca habían desaparecido del zaquizamí o chiribitil aquel; y un trebejo todo lleno de polvo y telas de araña era lo único que se veía allí, arrumbado en un rincón.

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Velarde lo estuvo mirando atento; y al fin, reconociéndolo sin duda en la semi-oscuridad que lo envelaba, fuese a él y lo alzó con un movimiento de sorpresa.

Era su guitarra; pero maltrecha con resquebrajos y abollones, y una cuerda de menos. Las demás a excepción de la cantarela, estaban rotas.

Contemplola él con cariño.

En ella puso el pie Almagro la noche de la brega, y allí se notaba «el surco» en la caja hendida. Pero, antes la había hecho sonar la pobre «china», y nunca sonó mejor.

Ismael empezó a reatar las cuerdas y a mover las clavijas, tentando a veces con el meñique; y, sin que él de ello se apercibiera llegó a templar a medias el instrumento.

Con los ojos abismados en las sombras de aquella tarde triste, cual si en ellas buscase otra de mujer, que en su imaginación veía, rompió de pronto a cantar con una voz dulce y simpática un «estilo»; y, cuando su último eco se hubo extinguido en medio de un gran silencio pareciole al gaucho que todo el frío de la soledad se le entraba en el alma.

Calló. Pero sus dedos continuaron rozando las cuerdas, con cambio de aire y tono por largos momentos.

Blandengue, echado junto a la puerta, se puso a aullar.

Ismael dejó la guitarra y empezó a descalzarse con pereza las espuelas.

Había cerrado la noche. Seguía cayendo un agua mansa en menudas gotas y soplaba de nuevo el viento frío.

Velarde cubriose con el poncho, y se acostó en su recado boca abajo, sin quitarse las ropas.

  -247-  

Pasados algunos minutos en esa posición de inmovilidad completa, recorriole todo el cuerpo un temblor convulsivo. Después murmuró palabras confusas, puso la cara de lado, y no volvió a agitarse más. Cerca de veinticinco leguas de jornada, al paso de trote, en la columna de Manuel Francisco Artigas, habían aplomado su cuerpo; y no tardó en rendirlo al sueño la fatiga.

Su descanso fue sin embargo corto.

Antes del alba se levantó y fuese a la cocina; hizo fuego, cebose él mismo el mate y asó un poco de charque de un trozo que pendía del techo, expuesto al humo hacía tiempo. Cuando acabó su sobria merienda, asomaba un día sin nubes.

Tata Melcho, con la cabeza escondida entre los hombros, tembleque sobre sus zanquituertas y la greña canosa y sucia cubriéndole el pescuezo, chapoteaba barro con los pies descalzos, sobando una guasca en el palenque, como imbuido en una ocupación muy grave.

Gertrudis se entraba y salía de la cocina, amorrada y brusca, sin haber dado a Ismael los «buenos días»: con un trapo incoloro sobre su casco lanudo, y haciendo sonar los chanclos de madera en los talones encallecidos.

Velarde se levantó impasible, y dirigiose al campo con el freno en la mano, en busca de su caballo.

Así que lo hubo, paciendo cerca, saltolo en pelos, y fuese al paso a la tahona.

Allí ensilló despacio, alistose, y a breve rato de vagar a pie sin objeto por el sitio por él tan conocido en que se elevaba la piráme -como decía Aldama- de astas y huesos, encaminose de súbito al zaino, montó y cogiendo la lanza clavada en el suelo, se marchó al trote.

  -248-  

Al pasar junto al viejo domador que seguía muy afanado su guasqueo, lo saludó sin mirarlo.

Tata Melcho volvió la cara, con un adió bronco, y quedose moviendo la cabeza con su gesto de estúpido, murmurando:

¡Naide creería!

Ismael así que se hubo alejado de las «casas» un trecho regular, se detuvo; y dando un giro rápido en el recado apoyándose en el pie izquierdo sobre el estribo, sentó la pierna derecha en la encabezada del lomillo, y púsose a mirar aquellos lugares que alumbraba ya el sol y que nunca quizás volvería a ver.

A un flanco, en el declive de la loma, se alzaban las peñas del «cementerio» con sus cajones colgantes, bañados de luz y cubiertos con el boscaje de agrestes arbustos y yerbas parietarias; pero él, al continuar su marcha a paso lento, cruzó a algunas varas de distancia sin sujetar su zaino, mirando de reojo con la cabeza baja aquellos ataúdes sobre los cuales había estado golpeando toda la noche el agua del cielo.

Iba con el barboquejo entre los dientes y la pupila mojada, agobiado, en columpio sobre los lomos, y floja la rienda.

Así caminó más de una legua, con Blandengue al flanco, rumbo a Pando.

Ningún ser viviente se había atravesado en su trayecto; los campos estaban solos, las poblaciones sin vida, la carretera silenciosa.

En el horizonte se dibujó en cierto instante una silueta negra, que era una tropa de ganado yeguarizo, arreada a gran galope por alguna partida de las milicias. Ese grupo se dirigía hacia el Sauce, y llamó la atención de Velarde.

  -149-  

Cambió entonces de rumbo, desconfiando que se hubiese movido la columna de caballería del punto en que él la dejó.

Avanzaba la mañana con un sol radiante: girones de vapores flotaban en los bajos y ascendían lentos para desvanecerse pronto, presagiando un día puro y sereno.

Ismael no había cambiado el paso de su cabalgadura, ni la posición de su cuerpo, y arrastraba la lanza cogida del envase de la moharra sin apartar su vista del suelo.

De improviso un rumor sordo que venía del lontananza, le hizo levantar la cabeza y pararse en la cresta de una loma.

A ese ruido siguiose un corto silencio, y después una serie de retumbos sonoros que se extendían como truenos en la atmósfera.

El zaino alzó las orejas, bufando.

Ismael se estuvo todavía un instante atento; púsose derecho en la montura, relampagueó su rostro y clavó por fin espuelas, de golpe, arrancando a media brida.

Blandengue saltó detrás.

Retumbaba más ronco en los aires un lejano cañoneo.




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- XLVIII -

Mientras que sus bizarros tenientes tomaban en la forma que hemos visto la iniciativa de la acción sangrienta, por él dirigidos; y en tanto que Pedro José Viera con su milicia provista del armamento y municiones de que careciera al principio,   -250-   sublevaba el distrito de Paysandú con el apoyo eficaz del capitán Bicudo7, D. José Artigas, a quién la junta de Buenos Aires había conferido el grado de Teniente Coronel de Blandengues, y que desde muchos días atrás había pisado tierra en las Huérfanas, asumía el mando superior provisorio de todas las milicias de caballería organizadas al sur del Río Negro, de los blandengues y de las compañías de infantería del regimiento de patricios, que debían constituir con dos pequeñas piezas de campaña la base de su columna.

En los primeros días de Mayo el movimiento insurreccional llegó a su período álgido, y en las vastas comarcas entonces habitadas apenas por setenta mil almas, todos los hombres útiles vivían en los campamentos atraídos por el prestigio de la causa revolucionaria y agitados por la pasión local, que en rigor constituía el fondo de la desobediencia, y la fuente inagotable de las rebeldías heroicas; pues que, dividido ya el campo entre europeos y tupamaros, estos últimos negaban la existencia de todo vínculo social o político con sus antiguos dominadores, considerándose una familia distinta como si   -251-   dijésemos, una entidad etnológica en pugna con la raza de la vieja colonia, y reclamaban para sí la posesión y tranquilo goce de las soledades en que se habían formado y desenvuelto sus instintos, que en verdad como tales, eran fuerzas más vivas y enérgicas que las ideas y por lo mismo de acción más rápida para demoler hasta en sus cimientos el edificio vetusto, sin dejar piedra sobre piedra.

El amor de la tierra virgen en la masa inculta, fue el punto de arranque de la conflagración. Sin este amor local o encariñamiento tenaz y fanático por el terrón, por el pago, por el distrito, por la provincia; sin este espíritu indomable de localismo que levantaba con viril denuedo a los imperfectos elementos de sociabilidad dispersos en el desierto, y los movía en la lucha sin amalgamarlos jamás con los extraños en un choque permanente de medios, intereses y fines, el movimiento inicial habría sufrido en esta banda serios contrastes, y aun habría sido sofocado al empuje de un poder incontrastable. Para esa grande idea inicial, eran fatalmente necesarias estas violentas pasiones. Incubada en los fondos misteriosos y desconocidos de la evolución natural que trastorna el orden de las cosas y eleva nuevas civilizaciones sobre las ruinas de las viejas o caducas, germinaba en un medium perfectamente preparado para un desborde de energía concentrada, pues que el terreno en tres siglos de abono colonial entrañaba el más fecundo semillero de conflictos.

El elemento culto de la revolución había gozado de las ventajas de los centros, del estudio sesudo en meditación fría y sosegada, y establecida la corriente de ideas entre los cerebros pensadores, como síntoma precursor de la lucha, fuese formando una serie   -252-   de compensaciones a la vida de inercia; esa actividad laboriosa y secreta del espíritu neutralizaba la monotonía del hábito tradicional, y en proporción lo odioso del régimen no recaía tanto sobre la clase inteligente como sobre la masa sumisa, dócil al tributo vejatorio y a todas las fórmulas consagradas del sistema.

Este elemento culto, imbuido en la teoría, sin las previsiones de la experiencia, no tenía en cuenta los medios, ni la condición sociológica del conjunto.

La masa obedecía inconsciente, pues el hombre de la colonia era algo como el hombre-estatua de Condillac; la regla del servilismo lo inhabilitaba para el examen y la deliberación, sin dejar por eso de aparecer como el elemento activo e indispensable en la economía colonial.

En defecto de ideas definidas y de propósitos ocultos elevados, los instintos y las pasiones compelidas al retraimiento por la represión penal, ganaban en intensidad y fiereza lo que la baja sociedad perdía en cultura; y habíase acumulado de este modo en las clases ignorantes la mayor suma de egoísmos locales y de rencores profundos, materia explosiva que debía estallar al menor rozamiento, sea cual fuere la grandeza de la causa que las reuniese a la sombra de sus banderas.

Si es cierto que toda revolución política y social es un estallido de pasiones y un aborto prodigioso de ideas, suprimidas aquellas se quiebra la fibra y no se encauzan las últimas en la corriente del tiempo. Para que las aguas de los grandes ríos se presenten puras y tranquilas a la mitad de su curso natural y forzoso es que antes se estrellen en los peñascos al rodar por las vertientes, y que resbalen   -253-   luego en revuelto y espumoso torbellino confundidas con la broza y el lodo de sus oscuros orígenes.

Co-existían en esta forma cerca el uno del otro, el elemento político pensador con sus privilegios y sus derechos a la iniciativa, medianamente preparado con nociones revolucionarias recogidas lejos de las academias y de la disciplina escolástica; y el instinto comprimido -«el fondo de amarguras siniestras»- formado lenta y paulatinamente debajo de la llaga social.

En esas condiciones morales y sociológicas, y antes que causas ocasionales provocaran el momento histórico de la sacudida del enjambre, a nadie era dado preveer la proyección y el alcance del impulso inicial traída a concurrencia forzosa e ineludible la masa irritada; tan cierto es que en las horas del conflicto solemne la soberanía del número acelera el movimiento, desnaturalizando el objetivo a mitad de la jornada o desgarrando la propia bandera en el tumulto, porque la colisión de elementos de una misma raza, el encuentro de los instintos indómitos con las ideas agrupadas en plan, rebeldes los unos a toda autoridad que no emane de la propia naturaleza que los engendra y conserva, reacias las otras a declinar una superioridad que las faculta para abrir y señalar rumbos, es un fenómeno moral propio de toda época de formación embrionaria.

Buenos Aires, relativamente a Lima y a Méjico, era la tercera ciudad. El virreinato fuera de no ser una forma de organización política permanente, era inmenso del punto de vista geográfico; demasiado, para que el principio de autoridad hiciera sentir hasta en los últimos extremos la acción directa y eficaz de su influencia, una vez rota la regla disciplinaria   -254-   que sofocaba como dentro de una armadura de bronce los impulsos y pasiones nativas. No pudiendo pues, ella, por sí sola, a pesar de sus asombrosos esfuerzos domeñar el conjunto, porque carecía de medios suficientes para imponerse y constituir una hegemonía especial, la desmembración, por las extremidades al menos, tenía que sobrevenir de una manera inevitable.

El Uruguay, -con una ciudad fuerte de primer orden- el Paraguay y Bolivia, llegaron a confirmarlo.

No parece lógico, desde luego, buscar el origen de estos cambios en sucesos simples, en prepotencias aisladas o en hechos transitorios; la causa estaba en el sentimiento vigoroso del egoísmo local, como punto de arranque, y en las proporciones desmesuradas del armazón de la colonia, como base y teatro de acción.

Explícase así la doble tendencia divergente y convergente que más tarde presentó esta acción de las fuerzas vivas encontradas; sin dejar de chocar entre ellas, se revolverían siempre persiguiendo un propósito idéntico contra el enemigo común.

Como era natural, esas fuerzas libres de la traba de la disciplina y exaltadas por el sentimiento local debían agruparse en huestes formidables detrás de los hombres fuertes -de aquellos que eran capaces de encarnar sus propensiones colectivas, después de haber cautivado la misma fiereza de la masa con el encanto de las proezas personales y el «hechizo» del músculo, en las rudas vicisitudes de la vida del desierto.

La atmósfera estaba así preñada de gérmenes de descomposición e iba hacerse la ruina por doquiera para levantar sobre los despojos la obra de la vida moderna, en medio de combates que debían durar   -255-   cerca de tres lustros, como aquellos de los cantos del Ariosto.

A la alteza del objetivo, uníase pues, la rudeza del medio.

La muchedumbre campesina, de fiera catadura, era capaz de poner miedos al ideal. Pero, bajo esa costra de una edad de piedra y detrás de esos instintos tenaces, bajo esa corteza tosca y melenuda que hacía de las milicias irregulares vigorosas semblanzas de las huestes de los Brenos, latía con la entraña una aspiración noble que debía devolver, después de cruentos sacrificios, su autonomía propia a una agrupación humana y su dignidad al hombre, aún cuando rompiese con la unidad del esfuerzo y escapase al gran centro absorbente con un reto de soberbia.

Esas multitudes, en todas partes, no se movían al principio por la conciencia clara y evidente de la verdad y del derecho, sino por la conciencia de la fuerza, adquirida por su intervención paulatina y progresiva en todos los sucesos, grandes y pequeños, que venían perturbando desde años atrás el equilibrio colonial.

Concíbense de este modo las sacudidas turbulentas de la masa, que al agitarse al ruido de las batallas que se libraban con suerte varia en las fronteras remotas del virreinato, surgía a la escena arrastrando todas sus miserias y desnudeces, a semejanza de esos anfibios poderosos, que al surgir en la superficie de las aguas traen consigo el limo del fondo, rebulléndose con estruendo en medio del cauce para enturbiarlo por algún tiempo.



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- XLIX -

Este «exceso de energía» del movimiento, no previsto ni susceptible de ser dominado, asignaba por la fuerza misma de las cosas un sitio de preferencia en la escena a la prepotencia personal.

Del pago salió la partida, con su teniente; y de todos los pagos surgió la hueste, con el caudillo. El país quedó así resumido en un guarismo imponente, una unidad de voluntades dóciles a su vez a la inspiración de uno sólo: -todas las resistencias locales rindiéndose al prestigio del renombre, todas las desobediencias activas identificándose al fin en el solo sentimiento de la independencia individual- como un haz de dardos enconados bajo una mano de hierro, que al ser distribuidos en el combate a impulso de los resabios de herencia, tenían fatalmente que producir la más sangrienta crisis purgadora.

La tierra de Artigas, donde existían murallas de granito erizadas de cañones, era precisamente uno de los teatros destinados a esas peleas crudas y a esas explosiones casi atávicas que un sistema de fuerza prepara y fomenta por la misma severidad de su rigor.

El aislamiento en que se había dejado la extensa campaña del territorio, al punto de que la acción de la autoridad llegó a ser nula en absoluto hasta que Artigas echó sobre sí a fines del pasado siglo, la ardua tarea de limpiar inexorable las comarcas, contribuyó a formar en el ánimo de la gente agreste   -257-   la convicción firme de que los campos solitarios, con sus ríos y selvas, montañas, valles y rancherías era suelo de tupamaros y no de godos.

El mismo idioma se desfiguró en boca de los criollos.

Las diferencias morales y sociales se hicieron profundas, y bajo el influjo de estas circunstancias, reagravadas por el sistema político- administrativo de absorción y monopolio exclusivo, el espíritu de pago y de independencia individual tomó creces, mirándose con odio todo lo que se encerraba dentro de los muros y bastiones del famoso Real de San Felipe.

La autoridad de un hombre, era la única que se había hecho sentir con vigor en las campañas cuando ellas sufrían las consecuencias del abandono a que las condenaran las estrechas prácticas del régimen; y ese hombre, era precisamente la personalidad típica o sea el caudillo que la pasión local adhería a sus intereses de distrito como un apoyo fuerte, sostén y valimiento de todos los egoísmos parciales, cuya resultante tenía que ser la autonomía provincial propia o la soberanía independiente.

Los principios de un orden moral, y aún político elevado, no influían directamente en los espíritus, extraños como lo eran estos a los planes preconcebidos de un núcleo determinado de hombres inteligentes; las propensiones ingénitas a la emancipación y a la vida libre, sólo quedaron de relieve cuando las entidades fuertes surgidas del seno de la misma muchedumbre las encarnaron y prohijaron, llevando a ellos la convicción de que la «autonomía del pago» quedaría afianzada por su propia cohesión con el movimiento.

Así, para todos los criollos capaces de empuñar las armas, en el período histórico de que hablamos,   -258-   en la personalidad de José Artigas de suya dominante, estaba la garantía del éxito; y, aún cuando bajo la presión dura e inflexible del viejo régimen hubiesen halagado ilusiones ardientes hacia el cambio de cosas, su persuasión era la de que sin un hombre de esas aptitudes en el teatro, que él solo podía entonces animar y transformar con su iniciativa de archi-caudillo, habría sido difícil la conmoción y el alzamiento de las campañas.

Cuando Artigas se presentó en Buenos Aires después de su disgusto con el Brigadier Muesas, gobernador de la Colonia, obtuvo una acogida benévola.

Frío y reservado por temperamento, duro y fuerte por carácter, aunque llevaba «el pelo de la dehesa», mereció una consideración que hacían exigible sus propios méritos. La junta lo apreció como el hombre de aptitudes necesarias para sublevar las campañas de su provincia. Él no hizo ruegos ni súplicas; sobrio en el decir, expuso sencillamente su objeto, y esperó, con esa firmeza propia del que ya se ha juzgado a sí mismo y adquirido la conciencia de su valer y su prestigio.

La junta lo aceptó y otorgole un ascenso en su carrera, sin disgustarse por la rigidez y la aspereza del nuevo héroe que se presentaba en la escena, y que bajo ese aspecto mismo denunciaba un hombre de iniciativa y de lucha.

Artigas regresó, y desde el campamento de Belgrano puso en juego sus recursos, robusteciendo moral y materialmente la iniciativa revolucionaria de Viera y Benavides.

Las campañas se alzaron en armas.

Aquella impasibilidad y conciencia de su valer de que había dado indicios en sus cortas relaciones   -259-   con la junta, no se desmintió en el campo de Capilla Nueva: igual sobriedad de conceptos e idéntica perseverancia en los propósitos, sin un solo acto contradictorio que descubriese en su espíritu reconcentrado tendencias discrepantes, y desde luego de proyecciones distintas a las del ideal común, sin que esto importe decir que él cediese sólo a una ambición impersonal.

Aún con haberse presentado pues, con su corteza selvática a la junta, compuesta de hombres avizores y bastante sagaces para penetrar el espesor de esa corteza, asignósele así un puesto en el gran teatro valorándose sus alcances por su influjo sobre sus comprovincianos.

Él acreditó ese influjo.

Su presencia en el país difundió la confianza y levantó la fibra.

De ahí la espontaneidad en la acción y en la cohesión de esfuerzos por parte de sus tenientes, en el momento en que volvemos a encontrarlo en la escena al frente de una división de las tres armas, y en marcha hacia el enemigo.

El que hallamos de nuevo asumiendo una iniciativa vigorosa, es el mismo sujeto que en las primeras páginas de nuestro relato presentamos en el atrio del convento de San Francisco, cuando era simple teniente de blandengues, en cordial conversación sobre el cabildo abierto y la formación de junta, con el padre guardián y el capitán D. Jorge Pacheco.

La fría gravedad que él mantenía en sus discretos diálogos con los hombres de mérito, transformábase en simpático espíritu comunicativo cuando se dirigía al soldado y al miliciano, antes o después del combate.

  -260-  

La sobriedad de costumbres y la sencillez de hábitos privados chocaban a primera vista en este personaje agigantado por el prestigio, cuya juventud se había desenvuelto en los desiertos.

Era sin embargo, austero, y no alteró nunca esa educación que él mismo se diera, a pesar de su contacto casi continuo con los elementos crudos de aquel tiempo de reversiones y borrascas.

Con un espíritu superior, y apto a domeñar el enjambre bravío, Artigas era todo un caudillo.

No bebía, ni jugaba. Su alimento ordinario aún en medio de los azares de la existencia activa, era la carne asada, o el churrasco puesto en sazón en la ceniza ardiente.

Vestía traje sencillo; chaqueta y pantalón de paño fino, botas altas, poncho o capote en el invierno. La misma sencillez en el recado, de buena calidad, pero sin trena, ni lujo.

En este organismo, admirablemente dotado para sobrevivir a muchos de los hombres jóvenes de su tiempo, había vigor de cerebro e inteligencia lúcida -de esas que saben adónde van, en medio mismo del tumulto- astutas, sagaces, previsoras, y a las que sirve de apoyo consistente un carácter firme e indómito, propio para no perder la calma ante los excesos del desborde, y fundido para sobrellevar impasible el rigor de las derrotas.

Él mismo no era más que «un exceso de energía» del movimiento inicial revolucionario.

Había que aceptar tal como surgía a este «hijo del clima» o a esta encarnación típica de la sociabilidad hispano-colonial de cuya esencia fue el engendro; porqué, representante nato de todos los anhelos y aún de todas las soberbias de una masa poderosa, su inmixtión era fatal en los formidables sucesos de la época.

  -261-  

La revolución necesitaba desvanecer el gran peligro permanente del dominio español en Montevideo; o por lo menos aislarlo, sublevando las campañas y dirigiendo las muchedumbres armadas hacia esa plaza fuerte -que llegó a contener dentro de sus muros ciclópeos seis mil soldados, cuatrocientos oficiales, seiscientas piezas de artillería, un inmenso parque de pertrechos y cien embarcaciones en la rada.

Esa empresa, que parecía ardua, casi imposible al principio, por los sentimientos de lealtad al rey de que se suponía animados los espíritus en esta banda, fue acometida por el caudillo después de su incidente con el brigadier Muesas, con tan hábiles maniobras que en menos de cincuenta días, como hemos visto, propagose hasta la más lejana zona el fuego de la insurrección.




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- L -

Por eso le volvemos a encontrar ahora al frente de una división militar confiada a su valor y a sus aptitudes de caudillo por la autoridad suprema; y con la que alcanzaría en breve una victoria fecunda que había de dar por resultado el dominio absoluto de las campañas, la suspensión de las negociaciones sobre armisticio, y la evacuación de la Colonia del Sacramento -centinela avanzada de los ríos.

Componían esa columna doscientos cincuenta hombres del regimiento de patricios y noventa y seis blandengues, a las órdenes del teniente coronel Benito Álvarez y del capitán Ventura Vázquez; trescientos cincuenta caballos, y dos piezas de a dos.

  -262-  

En la víspera del combate, la división se reforzó con la caballería de Maldonado y Minas, hasta completar mil combatientes; y de esa milicia se destinó una fracción a la infantería, que sumó entonces cuatrocientas bayonetas.

Este conjunto caprichoso de soldados de uniforme, fusileros con andrajos, casaquillas incoloras, sombreros de altas copas, gorros de cilindro, chiripáes haraposos, enormes espuelas, lanzas de cuchillas y cañoncicos que parecían cerbatanas para soplar bodoques -pero todo bien organizado y dispuesto- habíase avanzado hasta Canelones en marcha al campo enemigo.

Estaba éste situado en la villa de las Piedras, a cuatro leguas de Montevideo.

Durante tres días y medio un cierzo helado y el agua que caía copiosa de las nubes acosaron persistentes la división en marcha, inundando los terrenos bajos y compeliendo la tropa a acampar en las lomas donde era casi imposible el vivac bajo tan ruda inclemencia.

El frío recrudecía, y patricios y blandengues calados hasta la piel, desprovistos muchos de ponchos de paño, y algunos del abrigo más modesto, anhelaban la hora del nuevo día por si asomaba el sol -la capa de los pobres- que debía calentar sus músculos y retemplar sus ánimos para el momento de prueba.

Sus rayos disiparon los vapores después de las diez; pero en ese día Manuel Francisco Artigas comunicó desde Pando que una columna enemiga marchaba en son de ataque a su encuentro, y pedía refuerzos para hacer pie firme.

Artigas resolvió entonces cortar la columna destacada, y reservándose el mando inmediato del centro   -263-   compuesto de blandengues y patricios, con las dos piezas de artillería, dio al capitán León el del ala izquierda, al capitán Pérez el de la derecha, y a Tomás García de Zúñiga el de la reserva.

Cubiertos así los flancos, rompiose la marcha en columna en la hora del ocaso; y sobrevino la noche en las puntas del Canelón, paralizando el movimiento de las fuerzas.

Rayó un alba tormentosa.

Una lluvia densa que sacó de cuencas las más pequeñas corrientes de agua y el arroyo del Sauce, arremolinose con una ventisca frígida sobre el campamento por algunas horas.

Esa tarde, la milicia de Manuel Francisco Artigas compuesta de trescientos jinetes, se puso a la vista y efectuó su junción, haciéndose innecesario el movimiento estratégico de flanco emprendido por las tropas regladas.

La víctima de la excursión de la fuerza realista, que pudo sentir a tiempo el movimiento, lo fue en sus valiosos intereses el respetable sujeto don Martín José Artigas -padre de los dos caudillos- a quién se asaltó en medio de las tinieblas su propiedad rural y sus dehesas sustrayéndole cerca de mil cabezas de ganado para la plaza.

El día asomó sin nubes -un sol de Mayo- decían los patricios: algunas detonaciones lejanas anunciaban ya la aproximación del enemigo, y las partidas exploradoras hacían paso a paso su repliegue.

Artigas no esperó que se acercasen los tercios españoles, y moviendo su columna de cuatrocientos infantes y seiscientos caballos avanzose al encuentro con denuedo, trabándose el fuego de guerrilla, salpicado con las descargas del cañón.



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- LI -

Cuando Ismael se separaba de la división de Manuel Francisco Artigas para dirigirse a la estancia de Fuentes, su compañero Aldama de quién estaba apartado desde el día del regreso del pago de Viera, desprendíase con una partida de la fuerza de Venancio Benavides destacada en la Colonia, y se incorporaba en la tarde al grueso de la columna en las puntas del Canelón.

Esa noche era necesario transmitir órdenes a la caballería de Maldonado, acampada en Pando, que tenía en jaque al enemigo por el flanco y cuyo jefe pedía auxilio, amagado al fin como era de esperarse, por una fuerza considerable.

La crudeza de un aire helado unido a una lluvia copiosa, la oscuridad intensa de la noche y el desborde de arroyos y cañadas se hacía muy difícil la cruzada para el que no fuese hábil baqueano en aquellos matorrales imponentes a tan altas horas.

Con todo, Aldama, que conocía muy bien esos sitios entonces incultos, se ofreció para llevar la comunicación, la que le fue confiada, partiendo en el acto hacia el campo de Manuel.

La travesía fue feliz, salvo los accidentes en las zanjas llenas de agua y en los pantanos cenagosos.

La división no se había movido de su campo y estaba alerta, a pesar de los rigores del tiempo, sin fogones ni tiendas. Los hombres en su mayor parte se encontraban montados, bien cubiertos con sus ponchos. Otros daban descanso a sus caballos, manteniéndose de pie apoyados en el recado que   -265-   cubrían con el embozo, y algunos escudaban el pecho y la espalda con pieles de carnero en defecto de otro abrigo, en cuclillas junto a sus caballerías en grupo.

Cuando Velarde y sus compañeros llegaron a encontrarse en Pan de Azúcar con la partida suelta de Juan Antonio Lavalleja, la columna de Maldonado y Minas venía en marcha buscando la incorporación de Artigas.

La cohesión con la hueste de Frutos se hacía pues ya imposible, a partir de que la orden recibida era la de salvar distancias a trote largo sin más demoras que las treguas de resuello. Ismael se agregó a la columna.

Ésta siguió sus marchas forzadas hasta ponerse al habla con Artigas; y ya hemos visto cómo a la altura de Pando desprendiose Velarde rumbo al río Santa Lucía y calera de Zúñiga.

La división de Maldonado hizo alto cerca de la villa, bajo una lluvia densa acompañada de una de esas ventolinas otoñales que nada desmerecen de las borrascas del invierno.

Las tropas españolas se habían movido en tanto fuera de muros, y avanzádose hasta las Piedras, en número próximamente de setecientos infantes incluso la dotación de piezas, cuatrocientos caballos, dos obuses de a treinta y dos, y dos o tres piezas de a cuatro, servida cada una por dieciséis artilleros.

El virrey Elío justamente alarmado por el levantamiento de las milicias de campaña y el giro extraordinario de los sucesos, resolviose tentar este esfuerzo, lamentándose en el fondo que el Brigadier Muesas -por otra parte militar meritorio- hubiese dado motivo a Artigas para alejarse de su campo   -266-   y cuerpo de Blandengues e ir a ofrecer el concurso de su prestigio a la junta de Buenos Aires.

Elío atribuía así, como se ve, a los simples efectos de un desagrado personal con su teniente, la actitud actual y resuelta de Artigas, confundiendo la causa de ocasión o aparente, con otra más profunda en rigor de lógica; ya se considere al futuro caudillo animado de un patriotismo puro, ya bajo el influjo de las pasiones que sirvieron más tarde de nervio de resistencia a la emancipación local.

El hecho es que el virrey escogió sus mejores tropas para afrontar esta aventura, confiándolas a oficiales valientes y experimentados.

Excepto un trozo de milicia -y esta misma de primer orden- a las del capitán D. Jaime Illa, la casi totalidad era infantería veterana de rígida disciplina, bajo el comando superior del capitán de fragata D. José de Posadas, y subalterno de los tenientes Borras y Cañiso, entre otros, y de los alféreces de navío Argandoñe, Montaño, Castillos y Soler.

Entre la caballería compuesta de criollos afectos momentáneamente al sistema, figuraban en porción regular los peninsulares con Jorge Almagro a la cabeza.

El mayordomo de la estancia de Fuentes había llevado un buen concurso a la plaza, en hombres adictos y haciendas; y lo que constituía el tronco de la milicia organizada se confió a su celo y decidida adhesión a la causa del rey.

El escuadrón parecía dispuesto a quebrar lanzas.

Su primer movimiento ofensivo a vanguardia de una columna volante, se dirigió a la caballería de Maldonado, cuyos hombres en su mayoría estaban   -267-   armados como los de Artigas de varas con cuchillos enastados.

Con todo, no se llevó el ataque.

La columna de los independientes la noche de la llegada de Aldama, corriose un poco sobre uno de sus flancos, destacando algunas partidas exploradoras.

Aldama al frente de una de ellas cruzó en medio del agua y las tinieblas parte del distrito; y pudo observar que la caballería enemiga cambiando de rumbo, penetraba al campo de D. Martín José Artigas y emprendía el arreo de las haciendas.

En un terreno resbaladizo y entre las sombras, al favor de la lluvia y la tronada fragorosa, el gaucho bravo cayó sobre una guardia avanzada que destrozó, cogiendo dos prisioneros.

Por estos supo que quién había entrado al campo de Artigas, era Jorge Almagro con su escuadrón. Enseguida se replegó a la columna.

La noticia le había sorprendido.

El mayordomo estaba vivo, ¡y nada sabía él de Ismael!

Durante la marcha, Aldama llegó a reconocer en uno de los prisioneros para colmo de sorpresa a un peón del establecimiento de Fuentes, antiguo compañero suyo y de Velarde en las faenas pastoriles. Éste como otros del pago, había seguido a Jorge a Montevideo, por un exceso natural de servil respeto a los fuertes. Aldama le hizo hablar, enterándose de todo lo acaecido en la estancia de la viuda, desde el día de su ausencia.

Cuando el prisionero hubo concluido, él le preguntó por qué no había amparado a la pobre moza en sus pesares siquiera por lealtad al aparcero; y oída la respuesta evasiva del preso, el gaucho se le acercó   -268-   mucho, mirándolo con ojos feroces, y dijo lleno de rabia echando mano al cuchillo:

En tuavia te voy a degoyar, maula!

El miliciano se apartó de un salto por un tirón brusco de riendas; Aldama hizo chasquear la lonja en la carona, y siguió su camino gruñendo.

Pero uno de sus compañeros, que marchaba en pos, al notar el movimiento brusco e inesperado del prisionero creyó que intentaba la fuga al favor de las sombras, y enristrando su lanza de clavo se la hundió en las espaldas, arrancándolo con terrible empuje de los lomos.

Otro de los soldados, que no esperaba sino eso al parecer, estimulado por el ejemplo y el instinto, echó pie a tierra, y montándose en el cuerpo que se revolvía en el pasto lodoso, desenvainó el cuchillo, y lo pasó por la garganta de la víctima con asombrosa rapidez.

Esta dio un ronquido, sacudiéndose un momento; y antes que el soldado hubiese concluido de montar a caballo, el caído se quedó rígido y tieso.

-¡No sea bárbaro, canejo! -exclamó el que lo había herido con la lanza-. El chuzazo era de sobra.

-Le parece -replicó el otro fríamente-. Este jué poyo negro que salió de güevo blanco, como consuelo de cuervo.

Aldama, que marchaba algunos pasos adelante, no se apercibió siquiera de lo que había ocurrido detrás.

Toda esa noche se estuvieron sucediendo fríos aguaceros, y amaneció el día con negro cortinado de nubes que descargaban copiosos raudales.

La columna movió su campo, y a poco andar se detuvo en una ladera, hasta que pasó la violencia de la lluvia.

  -269-  

Al pie de la loma se acampó, y tocose a carnear. Volteáronse en media hora algunas reses gordas, cuyas carnes convirtiéronse bien pronto en asados y churrascos que saboreó con deleite la milicia, condenada a la abstinencia día y medio, no habiendo hecho otra cosa en ese lapso de tiempo que churrupear el aguardiente de las cantimploras y entretenerse con el humo del tabaco negro.

Saciada el hambre y fortalecido el cuerpo del soldado, el clarín sonó a intervalos, y por último tocó «a caballo», y «en marcha». La columna se puso en movimiento entre un espeso velo de llovizna, y caracoleó por el terreno quebrado subiendo y bajando cuestas, rumbos a las puntas del Canelón8.

De este punto había salido Aldama la noche anterior, y allí se encontraba Artigas acampado, cuando la división llegó a ocupar su sitio en el cuartel general.

  -270-  

Casi todos los soldados, con las piernas desnudas, se ocupaban en secar los zapatos o las botas, y en limpiar las armas oxidadas por la humedad, especialmente los pesados fusiles de piedra de chispa y los dos pequeños cañones de a dos que constituían toda la artillería.

Presumíase que el día siguiente amanecería sereno, y que habría combate. Se ansiaba por el sol y por la gloria. Las dos cosas debían obtenerse en todo ese día tan suspirado.




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- LII -

Llegó, por fin, tranquilo y radiante.

En sus primeras horas, el comandante en jefe español que, como Artigas, había intentado algunos movimientos para «batir en detalle», tomó la ofensiva resueltamente; y dejando en las Piedras una gran guardia con un cañón cargado a metralla, dirigiose con cerca de mil hombres de las tres armas y cuatro piezas, al encuentro de Artigas, quién a su vez venía ya en marcha con ánimo de no ceder un palmo de terreno a su infantería veterana.

Ya frente a frente, aunque separados todavía por un trecho regular, los obuses de calibre treinta y dos empezaron sus descargas, que fueron aumentando por momentos hasta trabarse la pelea.

Las fuerzas realistas, apartadas dos leguas de la villa, tomaron posición en unas alturas llenas de pedregales a un flanco de la carretera, y engrosaron poco a poco sus guerrillas en despliegue al frente sobre una loma paralela.

La aglomeración allí, llegó a ser considerable.

  -271-  

Artigas puso entonces en movimiento su ala derecha, ordenando a su jefe, el capitán Pérez, que practicase una diversión encima mismo del enemigo, aunque eludiendo los fuegos de artillería, hasta obligarlo a salir de su campo.

Cumpliose la orden, y viendo a Pérez ponerse en retirada, la tropa realista creyendo habérselas con simple caballería, salió en su alcance, siendo ésta la señal del comienzo de la pelea.

Artigas arenga sus tropas, «que juran morir por la patria»; avanza en línea a paso firme, confiando su ala izquierda al intrépido teniente Valdenegro9; lanza la caballería de Maldonado a cortar la retirada del enemigo; ordena echar pie a tierra ya encima de los tercios a toda su infantería, y ante un repliegue falso sostenido por el fuego de los obuses, manda cargar la columna, arrollándola y arrojándola sobre la loma en que el grueso tendido en batalla con su artillería de gran calibre al centro y dos cañones a los extremos, empeña la acción con nutridas descargas.

En este ataque recio, que barrió el declive como una ola fragorosa, el teniente Prieto de patricios lleva en sus espaldas un cajón de municiones en defecto de mulas de carga; el sargento Rivadeneira empuja con sus manos las ruedas de una pieza entre las balas con impávido denuedo; los presbíteros Valentín Gómez10y Santiago Figueredo con sus negras   -272-   vestiduras se adelantan por el centro de la línea, alentando en medio a la humareda los batallones a la victoria; y los jinetes de las alas precipitan por la ladera a punta de lanza la milicia urbana en desorden.

El combate llevaba recién hora y media de empeñado, y debía durar hasta la puesta del sol.

Rehechas las líneas, la artillería inicia su serie de explosiones, y los fuegos de los centros se prolongan de allí a tres horas.

Eran estos los sordos truenos que a lo lejos había sentido Ismael, cuando abandonaba en esa mañana luminosa los desolados campos de Fuentes.




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- LIII -

Mantenido a pie firme con ardoroso empeño el terreno ganado en el primer empuje, los veteranos de Posadas con el apoyo de sus cañones enclaváronse a su vez en la loma, conservando vivo el fuego graneado e inflexible la tensión de su línea.

Con todo, y a pesar de la superioridad en calidad y número de esas tropas, así como de su artillería de campaña manejada por peritos marinos de guerra, la resistencia no podía durar muchas horas.

La división revolucionaria cada vez más enardecida, redobló sus descargas.

Entonces, la fuerte brigada de la loma sale de su posición en buen orden al paso de marcha ordinaria, mordiendo el cartucho, y comienza su repliegue hacia las Piedras, sostenida siempre por el fuego de los obuses.

  -273-  

Un escuadrón de caballería de los independientes, a una voz de Valdenegro, se avanza sobre una de las dos alas en retirada, y sujeta sus redomones casi en la cresta de la colina.

Por esa parte se arrastra una pieza, con un carro de municiones.

Un jinete se desprende con impetuoso arranque de la mesnada vocinglera, y cae a lanza sobre el grupo derribando dos artilleros, uno de los cuales estrujó bajo los cascos de su zaino oscuro.

Los demás arrojaron escobillón y mecha, y fueron a confundirse con el grueso del ala que se alejaba, todavía con aire fiero.

El gaucho -que era Ismael- clavó el cuento de su lanza junto al cañón, y quedose allí inmóvil, con la vista fija en la caballería enemiga como si algo buscase en su bien ordenada formación en escalones, un poco a retaguardia de los fusileros.

Jorge Almagro se agitaba a la cabeza en un caballo tordillo negro, y Velarde pudo verle a través de la humaza blanquecina sembrada de fogonazos que se extendía al frente de la línea.

Entonces movió el brazo con ira, y volvió riendas para ocupar su sitio en el escuadrón, en momentos que se ordenaba cargar vigorosamente por los flancos.

Ismael había entrado al campo de batalla en el momento en que los tercios españoles efectuaban su repliegue hacia la loma enhiesta.

Aunque apurado su caballo por la rodaja y el rebenque, venía brioso y entero.

El gaucho ocupó en el segundo escalón de uno de los flancos su puesto de combate, escudriñando con vivo interés la línea enemiga.

A la primera voz de mando, le hemos visto   -274-   desprenderse de la formación y abalanzarse él solo sobre el grupo enemigo que pugnaba por arrastrar la pieza de artillería hasta el pie del declive; y retirarse luego de divisar a Jorge para entrar en la carga a fondo.

El mozo parecía querer provocar por todos los medios un encuentro con el mayordomo, y manifestaba en sus movimientos audaces un gran desprecio por el peligro.

Habíase alivianado de sus ropas, quedándose con una camiseta de lanilla, cuya manga derecha veíase recogida hasta más arriba del codo. Las boleadoras y el «lazo» ensebado -el que usaba para coger novillos y aún jaguaretées- de fina argolla y fuerte trenza, aparecían apenas ceñidos al recado, como para disponer de unas y otro en todo instante sin dilación alguna.

Tal vez precisase de esas armas, tan temibles en sus manos, en la carga decisiva sobre la caballería realista a que citaba el clarín de León.

Se hallaba el grueso realista en una posición desventajosa al final del declive de la loma, cuando la caballería de Maldonado se interpuso a gran galope, cortando su retirada a las Piedras, y la de las alas cargó como un huracán llevándose por delante los escuadrones en tumulto.

De estos, sólo uno que se componía de peninsulares voluntarios consiguió rehacerse tras el vértigo del entrevero; y el que arrastrado por Almagro con viril arrojo, formó a retaguardia de la infantería.

Los otros, dispersos a todos los rumbos, sin excluir el de Montevideo adonde llevaron la infausta nueva del desastre, no volvieron más al campo de batalla; y hasta pusieron en el caso de   -275-   retroceder y guarecerse dentro de muros a un refuerzo de quinientos infantes que venían en auxilio de Posadas, suponiendo a éste el virrey Elío fortificado ya en la villa de las Piedras, en cuyo punto como es sabido había dejado una gran guardia con una pieza de a cuatro.

Los efectos brillantes de la carga de las milicias, el destrozo hecho en los cuadros veteranos, la pérdida de una parte de su artillería en el descenso fatal de la loma, el encierro a hierro y fuego de sus tropas inmediatamente después del desbande del vidrioso elemento de a caballo con que él contaba para reprimir los avances de las huestes de Manuel, de Pérez y de León, no abatieron el valor sereno del capitán de fragata y de sus pundonorosos tenientes, y dando cara al peligro en la hondonada, propúsose allí vender a alto precio la victoria.

Dentro de aquel cerco de aceros, en que se batía con denuedo, a la caída de la tarde percibíanse apenas en medio a las volutas espesas de la fusilería y del cañón los morriones de sus soldados aguerridos, y los celestes penachos de los patricios que adelantaban terreno paso a paso a la voz ronca ya de sus capitanes.

Una masa de caballería se movió de repente con estrépito, en la falda de una de las colinas ásperas del ala izquierda, y se vino al choque con la de Jorge Almagro que buscaba romper el cerco desesperado, a lanza y sable.

Aquel enjambre de centauros se revuelve un instante tumultuario y, ruidoso, entre feroces aullidos, descargas de trabucos a quema ropa, refregones de lanzas, ludimientos de caballos y de sables, volteos y reencuentros a toda rienda, sin formación y sin orden, saltándose por encima de   -276-   los muertos y heridos que los redomones azorados pisotean y estrujan; y entre el polvo, el humo, el tufo de la carnicería van a estrellarse dos jinetes, cuando uno de ellos refrena de súbito los saltos de su lobuno, gritando con bronca voz:

-¡Esmaél!

Quien había hablado, era Aldama.

Ismael le mira lívido y mudo, y pasa a su lado como una saeta tendido sobre el zaino, cuyos ijares desgarran las espuelas, con la lanza en la diestra, sin sombrero y el vendaje en la frente, que sírvele a la vez de vincha para sujetar su larga melena sacudida en rizos sobre los hombros.

El zaino corría con las narices abiertas y la boca ensangrentada, muy erguida la cabeza, cual si en medio de sus pavores lo impulsara sin embargo adelante el furor de la refriega.

A su lado se deslizaba Blandengue veloz, con la lengua colgante llena de espuma, y el que al primer arranque de los escuadrones había tomado parte también en la carga, todo conmovido y tembloroso, el ojo sangriento y los colmillos a la vista, ladrando con furor, cual si se viese acosado por una manada de potros.




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- LIV -

¿A quién perseguía Ismael en su frenética carrera?

La línea enemiga estaba cerca, y los jinetes de Almagro en fuga desordenada iban a refugiarse detrás de una pieza, que sostenía el ángulo del flanco con fuegos convergentes.

  -277-  

En las postrimerías ya de su esfuerzo, los tercios menudeaban desde el bajo sus proyectiles de grueso calibre, y veíase el atacador en movimiento entrando y saliendo del ánima con febril actividad, sin darse otra tregua que la descarga.

Aldama se lanzó en pos de Ismael, que parecía irse derecho a la boca del cañón.

Velarde había distinguido a Jorge en el entrevero; luego le vio huir, con el caballo al parecer herido por una bala de pistola.

Creyó entonces que podía ponérsele encima antes que se amparase al piquete de artillería; y abriéndose camino con su hierro tinto en sangre, bajó la cabeza como el toro encelado que embiste y carga ciego, precipitándose hacia el lugar en que barbotaba denuestos el temible mayordomo convertido en caudillo.

Vio Aldama, que él sin pararse sino a medias en su galope furioso, clavó la lanza de hoja retorcida y media-luna con banderola azul y roja a un costado de la línea; y que disipada la humareda de una descarga, reaparecía en la ladera del flanco castigando al zaino a rebenque doblado con la mano izquierda.

Silbaban a esa altura un enjambre de boleadoras.

No pocos jinetes realistas habían caído en poder de la caballería patriota, a los tiros del arma charrúa, admirablemente manejada por los ágiles centauros; y cuando fue necesaria, vino en ayuda de ella la otra arma arrojadiza, el «lazo», para arrastrar fuera de los fuegos a los heridos y prisioneros.

La confusión sucedida al choque aumentaba por momentos, lo mismo que en un rodeo de hacienda   -278-   brava que rompe el cerco y se desbanda entre galopes y caídas, tiros de «lazos» y «bolas», silbidos y clamoreos, con la diferencia de que goteaba sangre en esta brega y se magullaban carnes y huesos, despenándose sin cuartel y haciéndose acopio de despojos.

Ismael con la misma agilidad que en un rodeo de novillos alborotados, revoleaba por encima de su cabeza en ancha espiral el lazo de trenza, seguido siempre del mastín.

Jorge con su tordillo rendido apuraba su fuga a retaguardia de los dispersos, airado el gesto, en su impotencia de rehacer los escalones que llevaban el desorden a la línea; y volvía el rostro afirmándose en su deshecha cabalgadura para librar con el astil de su lanza de los tiros de bolas los corvejones, cuando el lazo de Ismael zumbó a pocas varas de distancia, ciñéndosele al cuerpo como un aro de hierro.

Jorge reconoció a Velarde, y al sentirse cogido a la manera de una bestia montaraz abandonó la lanza, echó mano al cuchillo en rápido movimiento y tentó cortar la presilla de la trenza, vomitando injurias.

Ismael sin embargo, no le dio tiempo para zafarse; y al verle él torcer riendas callado, implacable e hincar las grandes rodajas en el vientre de su zaino brioso, amartilló una pistola, y se asió con la mano izquierda a las crines del tordillo prorrumpiendo en un grito de rabia.

Sólo un puñado de cerdas quedó entre sus dedos crispados; porque de súbito, con irresistible violencia, tras una recia sacudida que le hizo perder con los estribos el ánimo, fue arrancado de la montura.

Así mismo, caído boca abajo entre los pastos, alzó la cabeza, apuntó a su enemigo e hizo fuego.

  -279-  

La bala acertó a rozar la mejilla de Ismael dejando en ella una línea roja.

Almagro se puso de pie tambaleante, hincándose en los pies con sus propias espuelas; y volvió a caer de costado, después de arrojar con pavor su pistola a la cabeza del gaucho.

Aldama que llegaba al sitio en ese momento, gritó a Ismael:

Guardia al cañón!

La pieza del flanco escupió un tarro de metralla, que chocando en un pedregal próximo esparció una lluvia de cascos sobre el grupo.

La lanza de Aldama se hizo pedazos en su diestra, y el jinete mismo dobló el cuerpo hacia atrás herido en el pecho, y se precipitó a plomo por las ancas.

El gaucho bravo se puso en cuatro manos, chorreando sangre, y barbotó jadeante

-¡Cinche, hermano!

Ismael arrancó con ímpetu, arrojando una mirada a Aldama, que se desplomaba en los pastos con las manos crispadas sobre el pecho.

Silbaban todavía por aquella ladera las boleadoras.

En cambio iban apagándose los fuegos de la línea realista, exhausta de municiones.

Pudo presenciarse entonces un cuadro lúgubre en la zona despejada del flanco, delante de los escuadrones que habían vuelto a su formación, perdida en la carga.

El cuerpo de Jorge rebotó algunos instantes en la falda de la loma, lo mismo que una peonza elástica lanzada de la cresta por un brazo poderoso.

El cañón tronó por última vez, salpicando pedazos   -280-   de granada en derredor de Ismael que recogía su lanza por un segundo su zaino dobló en el declive los remos delanteros -enrojecidos los ijares, tendidas las orejas al toque de corneta- y reincorporándose en el acto volvió a arrancar con un relincho arrastrando a Almagro que se cogía a las yerbas y pedregales con los dedos desollados y las uñas rotas.

Durante el fugaz segundo en que el caballo de Velarde flaqueó, Jorge logró ponerse de rodillas moviendo sus brazos en espantosa angustia: Ismael le miró con los dientes apretados, pálido, bravío; y Blandengue, tomando sin duda aquel bulto por una res rebelde hendida ya en los jarretes por la media luna, saltó sobre él, y le hundió el colmillo en la garganta.

Velarde siguió azuzando su caballo con indescriptible furia; y esta carrera desenfrenada por el campo que los combatientes habían sembrado con cerca de doscientos muertos y heridos, duró algunos momentos.

El cuerpo de Almagro sacudido en infernal agonía, machucado al fin en las piedras del terreno, hecho una bola sangrienta, pasó rodando sobre los despojos del combate, y al llegar a la línea no era ya más que un montón repugnante de carnes y huesos.

El gaucho se desmontó, sin apuro.

Llegose al cuerpo, y lo estuvo mirando un rato con una expresión fría y sañuda, de odio aún no extinguido.

Tenía el rostro desencajado, y sucio de pólvora; una de sus greñas largas se había como pegado por el extremo en la desgarradura hecha en la piel por la bala.

  -281-  

-¡Sarnoso! -murmuró, torciendo el labio.

Luego le desprendió la trenza que se había hundido en las carnes por debajo de los brazos, y lo apartó con el pie. El cadáver al rodar produjo un ruido semejante al de una bolsa de huesos o de semillas secas.

Blandengue alargó el hocico, olfateando la pulpa triturada, algo así como carne de matadero; dio un resoplido, y se echó resollante junto al zaino oscuro.

Artigas, a caballo en el extremo del ala izquierda, vio cruzar a Ismael, arrastrando aquella masa informe.

-¿Qué es eso? -preguntó con frialdad.

-Un prisionero cogido detrás de las piezas, y a quién ese mastín degolló de una dentellada en el declive -contestó el teniente Valdenegro.

Artigas apartó de allí impasible sus ojos de verdosos reflejos para fijarlos en el campo enemigo: habíanse apagado todos los fuegos, rompían clarines y tambores en ruidosas dianas y las tropas españolas abatiendo armas y banderas, se rendían a discreción.




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- LV -

Desde sus claustros de San Francisco, en donde un proseguían sus tertulias cada vez más animadas a medida que aumentaban los ardores políticos del tiempo, los frailes nuestros antiguos conocidos, oyeron anhelantes los ruidos lejanos de la artillería.

Contaminados por el espíritu entusiasta de la   -282-   época, que iba penetrando insensiblemente en los centros más reacios a la innovación, y depositarios exclusivos decirse puede, de la escasa ciencia y conocimientos político-filosóficos de su tiempo, los conventuales entre los cuales había jóvenes de hermoso talento siguieron afanosos los progresos del movimiento revolucionario, comentando paso a paso los hechos que se producían y que hasta ese instante eran coherentes con los ideales acariciados por todo el elemento criollo.

No bastaba eso a sus fervores profanos.

Desde el principio de la lucha, ellos procuraron por medios sigilosos ponerse en contacto con los jefes del movimiento, coparticipar a la distancia de las emociones del triunfo o del contraste, y aún trasmitirá Artigas especialmente los datos y nuevas que juzgaban interesantes a la causa revolucionaria.

En la soledad de los claustros, la ansiedad era así más honda y afligente.

En cambio se miraban con sensatez las cosas y los hombres, y por intuición lúcida se descubrían en parte los velos del porvenir.

Fray Benito era un apóstol convencido, tan manso y culto de carácter como inteligente y sagaz de espíritu; estudioso por hábito, asimilador de verdades y principios nuevos, elocuente y persuasivo en el diálogo y en la controversia, ajeno a las intolerancias hirientes, apto por lo mismo para marchar con las ideas sin infringir la regla disciplinaria, y aunque joven, acreedor al respeto de sus cofrades que le oían siempre con interés marcado.

El joven fraile les comunicaba sin gran esfuerzo el fuego de sus creencias y su fe en el futuro, sintiendo en su naturaleza el ardimiento generoso   -283-   de las aspiraciones nativas, y los grandes anhelos a una vida más conforme con el ideal humano, cuya fórmula dio Jesús, cuando lo bestial pesaba sobre el alma, y la fuerza del derecho no ejercía su vigor moral en la conciencia de los pueblos.

En las tertulias nocturnas de la celda, el eco de su voz era el que persistía en todos los oídos. Se hablaba quedo, pero con provecho y unción patriótica.

El rumor del combate, casi a las puertas del Real, los tenía pues con razón en extremo inquietos.

Parecían aspirar desde sus celdas el olor de la humareda, y aguardaban impacientes el desenlace de aquella batalla, de cuyo resultado dependía la suerte de las campanas.

Parte de ese día se pasó en zozobra.

Lo que ocurría era extraordinario y solemne.

En la celda de Fray Benito se había agrupado un regular número de religiosos, para oír un relato que hacía Fray Joaquín Pose, quién acababa de entrar de la calle después de haber cumplido con los deberes de su ministerio ayudando a bien morir dos heridos graves de caballería que habían logrado retirarse del campo de batalla en las primeras horas de fuego.

Según Fray Joaquín, Posadas estaba irremisiblemente perdido. Sus informes eran de abrumante exactitud.

Parte de la artillería abandonada, la caballería destruida, el parque en poder de Artigas, los cuerpos veteranos acosados de cerca, y ya sin municiones: el desastre a esa hora era inminente.

Una llamarada de júbilo iluminaba todos los rostros.

Los frailes callados, con la vista fija en el narrador, no perdían una sola de sus palabras.

  -284-  

Volvían a cada instante las cabezas apartándose con mano nerviosa la capucha para escuchar los rumores del convento, llevábanse los dedos a los labios cuando sentían ecos sospechosos, y en algún intervalo de silencio salían al patio quedándose atentos a las explosiones lejanas.

Continuaban los retumbos.

Volvíanse a entrar en la celda agitados y febriles, y proseguía el cuchicheo, casi juntas las bocas en estrecho círculo de miradas y de alientos, rozándose los cuerpos y, las manos trémulas bajo la presión de una ansiedad profunda.

Este grupo de frailes, inspirados por Fray Benito era el que se distinguía en los claustros, por sus opiniones favorables a la causa de los independientes; y de estas tendencias conventuales estaba enterado el virrey Elío por otros religiosos de la orden tan realistas como él.

De ahí que ellos procedieran en los últimos días con el mayor sigilo en todos sus actos y conversaciones íntimas, evitando en lo posible avanzar una sola frase que pusiera de relieve sus móviles, delante del padre guardián o de alguno de los fervorosos adeptos del viejo régimen.

-He notado agitación y movimiento en la ciudadela -decía Fray Joaquín.

Al pasar por la calle de San Carlos11 vi parado en columna un cuerpo de la marina, en actitud de marcha.

-¿Irá de refuerzo?

-Tal vez. La cabeza de la columna miraba al Portón de San Pedro.

  -285-  

Oí decir que se reunían a prisa todos los caballos de los carreros en el Hueco de la Cruz...

Dos carros de munición y alguna tropa salieron por el puente levadizo a las doce.

Fray Benito, reconcentrado en sí mismo, con la barba apoyada en la mano, meditó un momento.

Luego dijo:

-Al trote y galope de un mal caballo se recorren más pronto que las tropas, tres leguas...

-¿Y bien? -preguntaron casi a un tiempo sus colegas excitados e impacientes.

-En el Hueco de la Cruz, en una tienda de cueros, está José nuestro mensajero que tiene su caballejo de cargar carne en la costa del norte; y ahí cerca de las casernas debe encontrarse ahora el viejo pescador Pascual, en su canoa, echando el jorro a las mojarras...

-Cierto es...

-Fray Pedro López podría entonces sin pérdida de tiempo llegarse al Hueco de la Cruz, y poner en actividad a José para que avise a Artigas la salida del refuerzo.

José es un muchacho de doce años, Pascual un viejo inofensivo; la canoa puede conducirlo cómo antes de ahora a la playa del norte, en pocos minutos, y de allí con su caballejo correrse por la costa y los campos en que es baqueano.

-Voy al momento -dijo Fray Pedro López.

Pero, quién sabe si Josecillo se atreve...

-Es servicial y animoso.

-El padre ha servido con Artigas en las luchas del contrabando -observó Fray Joaquín.

-El aviso puede ser muy oportuno, y ningún agente más seguro que José...

-¡Veremos!

  -286-  

Fray Pedro López salió apresuradamente.

Era ya la una de la tarde.

Los redobles del tambor se sucedían a cada instante en la ciudadela, y parecía sentirse en la atmósfera el olor de la pólvora de las Piedras como un anuncio aciago de derrota.

Los conventuales siguieron desasosegados muy envueltos en sus capuchas, como en un manto de dudas e incertidumbres, vagando por los claustros, para concluir por congregarse de nuevo en alguna celda solitaria.

Los demás no se encontraban en mejor situación de ánimo; susurrábanse cosas graves y comentarios ardientes, a manera de rezos.

Fray Benito razonaba sobre los efectos probables del combate.

-En caso de triunfo por Artigas -decía- el desaliento va a cundir en el recinto.

Pero, Elío tiene mucha entraña; y los muros muchas bocas de fuego. ¡Contra esta coraza terrible va a estrellarse todo empuje!

-¿Y qué importa, si las campañas están en armas?

Sobrevendrá el asedio.

-Cierto es. La revolución ha armado a los instintos, y ellos van a demolerlo todo con una premura asombrosa, quizás sin tregua ni cuartel, porque destruir es la obra con la fuerza del torrente.

¿Qué puede de lo viejo quedar en pie, que no sea una mole en mitad del camino de la nueva vida?

Es preciso cambiar de sangre y de formas, aun cuando cada esfuerzo sea un sacrificio, y cada abnegación un martirio.

¡Los tiempos han cambiado!

  -287-  

Del dique...

Fray Benito se interrumpió aquí.

Desfilaron por su memoria los cuadros que en ella habían diseñado las recientes lecturas de la revolución francesa, las doctrinas de Robespierre y de Dantón, «el hombre forrado en pieles y fierezas» de Juan Jacobo, y hasta los actos de cruel severidad con que el movimiento inicial de Mayo había marcado el rumbo a la ardiente y poderosa generación del tiempo.

Figurose quizás una victoria completa del nuevo derecho sobre la fuerza, y una sociabilidad dispersa, pero llena de anhelos desbordados, en frente de leyes y de costumbres tradicionales que eran enemigos más peligrosos que los ejércitos vencidos en los campos de batalla; sistemas, organizaciones, fórmulas, ensayos violentos en pos de la obra de la espada, tribunos impacientes por avanzarse al tiempo, muchedumbres ebrias exhibiendo todas sus llagas y, armando todas sus cóleras para prolongar en los años el estridor de la pelea y el delirio de la venganza, hiriendo en propia carne, como para hacer saltar por las heridas la sangre negra que formó el mal de herencia.

¿Veía ya él acaso aparecer en la escena el nuevo elemento de acción y, reacción; el elemento móvil, activo, indomable que venía del fondo de las soledades, como los leones en sus crisis de fiebre, desmelenados e iracundos, a coadyuvar con todas sus fuerzas al ideal común de la absoluta emancipación, y a pedir en el teatro de la lucha un sitio de preferencia en nombre del robusto sentimiento local, so pena de ganarse él sólo posiciones a hierro y fuego entre olajes de sangre y, de despojos; al punto de trucidar el vínculo férreo de la vieja colonia y hacer   -288-   perder el eslabón en la cuenca más profunda del Plata?

Bien pudiera ser: porque Fray Benito, fijando sus ojos expresivos en el semblante del hermano que le había argüido, agregaba como hablando consigo mismo:

-El dique, al torrente. Ese es el problema...

Imaginábase el fraile un pueblo que viene a la vida, al día siguiente de un trabajo de destrucción y de exterminio.

Todavía arden las venas, bulle el cerebro, el suelo está empapado, fresco está el olor de los cuerpos muertos, la pasión del valor aún palpita fogosa, el sensualismo de mando se acrece e increpa, los nuevos prestigios, las prepotencias que han surgido en los campos como los árboles indígenas, con raíces profundas, las huestes insubordinadas que se creen con alientos de legiones, la audacia agreste que se alza al nivel de la superioridad moral, los antagonismos crudos formados al calor de la emulación y, de la gloria, el celo del pago convertido en fanatismo social y político -en célula latente de repúblicas forjadas a botes de lanza- todo se agolpa y recrudece, se exagera y desarrolla en formas más siniestras a los últimos resplandores del incendio, subdividiendo el principio de autoridad entre los fuertes y reemplazando con las prácticas licenciosas la regla de obediencia, ¡que aparece entonces como ley de odiosa tiranía!

El sistema imperante había hecho refluir a las extremidades los elementos indóciles, en su impotencia para utilizarlos en vastas zonas despobladas, y estos elementos o fuerzas perdidas de la economía social, sin otro vínculo entre sí que el que ata a los seres de escala inferior que viven en república   -289-   por instinto de propia conservación, habían llegado a crearse una atmósfera de extraña independencia, que favorecía de día en día la impunidad de los hechos, y al favor de la que los excesos se multiplicaban en proporción al desarrollo de los instintos feroces.

¡Sólo guerras sin cuartel, implacables luchas a cuchillo, podrían debilitar o destruir ese vínculo formado en los desiertos por la licencia del gaucho errante y la barbarie charrúa!

Como una tromba que comienza a formarse atrayendo desperdicios y desechos a su centro de vorágine para rodar en seguida por toda una zona inmensa, hinchada a su paso incontrastable con los despojos del desastre, ocurríasele al fraile que él distinguía en el horizonte -allá donde hervían las irritaciones nativas- una columna espesa de polvo y chispas que levantaban los cascos de los potros, sacudida por un viento caliente de tormenta, y que venía avanzándose desde los aduares solitarios entre siniestros rumores.

De ahí que Fray Benito abatiera a cada instante su pensamiento reflexivo al terreno práctico, y al sondar sus escabrosidades se detuviese abismado en lo que él llamaba el problema, verdadera esfinge que se erguía al final de la jornada o del camino, tal vez bajo las formas de un tipo selecto de raza caucásica, de ojos semi-azulados y cabellera casi rubia, torso de Alcestes, bien sentado en los lomos de un bridón de guerra, inmóvil entre las ruinas, como observando el sitio por donde debía abrirse paso al porvenir, banderas en alto y paso de victoria, la viril generación de la epopeya.

Después de esos diálogos breves y cortados,   -290-   los frailes volvían al silencio y a la ansiedad, pareciéndoles que aquel día era demasiado largo; y que, dada la persistencia de los lejanos retumbos, en vez de doscientos debían haberse hecho ya los combatientes, dos mil disparos de cañón.

-Todos quedarán muertos antes de la noche, decía con mucha gravedad Fray Joaquín.

¡Cómo truena esa artillería del infierno!

Pero, las horas transcurrían.

A las cinco, Fray Pedro López trajo la nueva de que Josecillo había partido antes de las dos; y de que entraban a grandes grupos en la ciudadela los dispersos de la batalla.

-Todos son de caballería -decía.

El cañoneo ha cesado, y se supone prisionero a Posadas con sus cuadros veteranos.

Pero mucho sigilo, hermanos -añadió.

Un empecinado ha seguido mis pasos.

Ante estos informes, aumentó entre los conventuales el grado de excitación; y al cerrar la noche, ya no quedó duda del triunfo completo de Artigas.

Esparciose por todo el Real como una voz de alarma.

Infantería y artillería habían caído en poder del enemigo con sus planas mayores, piezas y banderas -y los independientes venían en marcha triunfal a tender sus líneas a tiro de cañón de la ciudadela.




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- LVI -

Antes de la victoria, los nativos se sentían azorados dentro de muros.

La intransigencia de los europeos llegó por entonces al fanatismo.

  -291-  

Montevideo, plaza fuerte de primer orden, y desde luego centro importante de arribo, refugio y resistencia del punto de vista estratégico, revestía bajo otro aspecto todas las formas características de una gran aldea rodeada de murallas, donde la vida social por su raquitis y atrofia no trascendía en sus mayores expansiones más allá del foso y de los baluartes.

Verdadero villorrio militar, fundado en condiciones análogas y con iguales objetos que la Colonia del Sacramento, sus pobres edificios y callejuelas no servían más que para encaje de un molde de piedra y hierro; de modo que bien podía compararse a uno de esos enormes moluscos de fornida caparazón que asombran por su magnitud y su coraza defensiva, pero que, desprovistos de ella, presentan luego un organismo invertebrado, frágil e inconsistente.

La única manifestación intelectual de aquel tiempo la constituía la «Gaceta de Montevideo», periódico que salía por la imprenta enviada por la princesa Carlota, y que llevaba el escudo de armas de la ciudad al frontis, con las banderas británicas abatidas, con arreglo a la real cédula que le acordó ese honor a mérito, de su iniciativa en la reconquista de Buenos Aires, en cuya gloriosa acción fueron cogidos esos trofeos.

Emitían opiniones en esa hoja, el abogado de los reales consejos de la audiencia de Lima Mateo de la Portilla y Cuadra, que en punto a grado de erudición corría parejas con cualesquiera letrado menesteroso; y el religioso fray Cirilo de la Alameda y Brea, quién sin materia prima para notables cosas, llegó después a ser grande de España, arzobispo de Burgos, General de la orden de San Francisco y   -292-   Cardenal, con influencia omnímoda en Fernando VII y en otros personajes de alto valimiento en la corte.

Predominaba un espíritu de extremo celo, retrógrado, avieso, implacable que a su vez engendraba la intriga, el chisme, el espionaje, la persecución aislando entre sí las familias y haciendo difícil y hasta imposible la formación de vínculos solidarios.

No pocas de esas familias simpatizaban con los independientes; y ya hemos visto cómo hasta entre los mismos conventuales de San Francisco tenía ardientes afecciones la causa revolucionaria.

Desde el primer momento, no pasó desapercibido este peligro interno, doméstico, digámoslo así, a los partidarios exaltados del sistema colonial, quienes, para prevenirlo en sus efectos y desahogar sus odios contra los nativos, constituyeron una sociedad o club político bajo la denominación de Los Empecinados.

Este título tenía por origen el que se había dado en España a un célebre guerrillero, que aún en los días de mayor infortunio para aquella heroica nación, persistió en su duelo a muerte con las aguerridas tropas de Bonaparte.

La sociedad, compuesta al principio de diez o doce miembros, aumentó bien pronto sus filas, y en progresión geométrica crecieron entonces sus pretensiones y exigencias, al punto de alarmar al mismo virrey Elío, que tenía el genio violento y la mano de plomo.

Con tan celosos guardianes de la causa del rey, los conventuales de San Francisco tenían ojos que los vigilasen, y en los días de que hablamos con mayor motivo.

Varias familias honorables, entre ellas la de   -293-   Artigas, habían sido expulsadas de la plaza tres días después de la victoria de las Piedras; y este era ya un aviso serio que debía poner sobre sí a los entusiastas reclusos.

En una de esas noches, después de solemne fiesta religiosa, Fray Benito se agitaba en su celda.

Los graves sucesos ocurridos en la campaña en menos de dos meses, el estado actual de los espíritus dentro de murallas, el peligro de nuevas expediciones de ultramar, la energía demoledora de la Junta porteña, el desarrollo asombroso de la acción revolucionaria; todo esto surgía revuelto y rodaba por su cerebro, y veía al fin desenvolverse ante sus ojos aquellos tiempos alumbrados con luz de incendio de sus pasados ensueños -tiempos de perturbación profunda, de ideales soberbios, de instintos y de pasiones poderosas que iban preparando las luchas formidables de organización definitiva.

Luego, volvía a caer su pensamiento a plomo con pertinacia en el medium aislado en que se vivía, y en las fuerzas sin trabazón ni ligadura disciplinaria que se alzaban en los campos gritando guerra...

Insistía esa noche en figurarse a esas fuerzas vencedoras, libres de la tutela severísima, con el desierto por delante, dueñas ya del terreno y de los beneficios del cambio, de una crudeza virgen en el arranque, en la iniciativa y en la acción, abriéndose rumbos por instinto o por un odio incurable a todo poder absorbente; figurábaselos con sus caudillos a la cabeza en medio de una descomposición profunda, recién sacudidas, con la conciencia de su poder y de su libertad, frente a frente de las viejas costumbres desafiando las tendencias unitarias, pero todavía sin planes fijos en una época en que no los habían madurado los mismos cerebros   -294-   pensadores; y espantábase a la idea de que a una lucha santa se sucediese la guerra social con todo su cortejo de discordias, segregando porciones distintas de la antigua familia hispano colonial.

Esos hombres extraordinarios que aparecían acaudillando masas, improvisados en capitanes por el acaso, la osadía, el talento y el valor, fascinadores en su prestigio, sin otra escuela que la imitación y el ejemplo, ni otro teatro que las soledades, llenos de resabios y de temibles pertinacias, ardiendo en los deseos de una vida nueva y de un destino mejor, bien pudieran ser los genitores de esas largas anarquías en que se resolvían según la historia los arduos temas de las formas políticas de los pueblos.

Estas cavilaciones eran a cada paso interrumpidas por la entrada de algunos de sus colegas a la celda, los que, no menos sobrexcitados por las cosas del día, buscaban encontrarse juntos a cada hora en el interés de compartir las emociones violentas, las esperanzas y aún las dudas que les sugerían los sucesos pasados y la crisis del presente.

Fray Joaquín Pose creyó sin embargo discreto, que esa noche, como en la anterior, se hiciese tertulia en el refectorio, y se departiese con mucho tino sobre las ocurrencias profanas.

Los demás acogieron bien esta indicación como si presintiesen un peligro, y fuéronse todos a reunirse poco a poco en el local designado.

Fray Benito fue el último en entrar, y al hacerlo notó al primer golpe de vista que en el refectorio no había otros conventuales, que Fray Joaquín, Fray Pedro y cinco hermanos más.

-Extraño es -dijo en voz baja- que a esta hora sólo estemos aquí reunidos ocho...

-Eso mismo observábamos nosotros en este momento   -295-   -repuso Fray Pedro en el mismo tono. Creo hermano, que algo se trama.

Fray Benito movió la cabeza y sentose en un sillón de baqueta.

-No nos cogería de sorpresa.

El virrey está colérico, y los empecinados nos señalan con el dedo.

-El ruido del escopeteo en la línea debe exasperarles más; pues todo ha podido preveer Elío, desde que Buenos Aires adoptó su fórmula del año ocho: Cabildo abierto y Junta de gobierno; menos que fuere el entonces teniente de Blandengues quien venciera sus mejores tropas y estrechara el asedio.

-Así es -afirmó Fray Benito, cuya mirada se iluminó de súbito.

Y como recogiendo materiales en su memoria, añadió de allí a poco:

-Cuando un día aventuré yo aquí un juicio, diciendo que la iniciativa de Elfo era como el primer germen de una idea revolucionaria, y fui redargüido, dejé al tiempo que lo confirmase...

En ese tiempo estamos, hermanos.

Es su fórmula aceptada como tal, con otras tendencias y fines, la que ha armado ejércitos, y lo ha encerrado en esta jaula de piedra.

-De la que difícilmente saldrá victorioso, -dijo Fray Joaquín.

Se marcha a tambor batiente, y las cosas parecen tocar a su término.

-Que se rinda Montevideo es lo poco probable -repuso Fray Benito con aire de duda- y mientras se mantenga firme Elío, la junta de España ha de pugnar por robustecer su acción.

Esta ciudad ofrece a las expediciones militares y a las escuadras un punto de apoyo inestimable,   -296-   por su posición geográfica, su puerto, sus cañones y murallas.

En tanto sea conservada bajo el dominio, la madre patria puede acariciar la ilusión de que sus esfuerzos no serán estériles o aventurados por lo menos, desde que tiene abierta una puerta en América para el paso de sus ejércitos hacia el interior, y un arsenal poderoso con qué proveerlos en todo tiempo sin dificultades ni peligros.

Perderla, o facilitar su acceso a los independientes que conocen su importancia, sería una prueba de impericia de que no creo capaces a los generales españoles.

En esta región, su fuerza está aquí.

Rendida la plaza, desaparecería con ella el centro de su actividad militar y el nervio de resistencia.

-Los franceses arrecian por allá.

-También cargan los agredidos, y puede cambiarse de repente la fortuna...

Mi afecto decidido por la causa de América, y mi amor por el país en que hemos nacido, no me arrastran hasta el punto de desconocer en la nación que nos ha dado su idioma y sus hábitos buenos y malos, esa virilidad patriótica y esa pasión guerrera perseverante de que ha ofrecido tantas veces, y está dando ahora mismo ejemplos al mundo.

La guerra podrá ser más o menos larga y sangrienta en la península, y una sucesión de contrastes y derrotas podrá también hacer sospechar un éxito desastroso; pero, la fibra ha de resistir y triunfar también sobre las combinaciones deleznables de un gran capitán afortunado.

Una prueba elocuente de ese vigor de raza, y de esa fe en sus destinos, la tenemos en la persistencia obstinada con que sostiene en América sus pretensiones de dominación absoluta...

  -297-  

En esto, Fray Luis Faramiñán que cruzaba por un corredor, entrose de improviso en el refectorio con el dedo en la boca y el semblante demudado, diciendo muy quedo:

-¡Silencio!...

Los frailes quedáronse mudos, arrebujándose aprisa en las capuchas.

Uno se hincó en un extremo, de espaldas a la puerta, murmurando entre dientes una oración.

Otro desprendiose rápido el rosario y púsose a pasar las cuentas entre sus dedos; y Fray Benito que tenía el mate en la mano lo colocó a prisa en la mesa, para coger un breviario que allí estaba abierto.

Los demás permanecieron quietos, presintiendo un peligro grave, o la aparición en el refectorio del mismo virrey Elío, con su cabeza deforme y asustadora, móvil sobre un cuello corto y morrudo, sus ojos redondos y saltones, sus pelos erizados, su gesto de arrebato implacable y su zarpa fornida de soldado atleta en perpetua amenaza sobre el puño del espadón.

Fray Luis, por su parte, comenzó un paseo lento con los brazos en cruz y la mirada en el suelo.

Sentíase en el corredor el ruido de una espada.

Después oyose claramente el que hacían las culatas de varios fusiles, al descansarse en el piso con violencia.

Los religiosos que se habían quedado en sus asientos, formaron círculo, y comenzaron un rezo a media voz...

Un oficial de infantería apareció en la puerta que Fray Luis dejó entornada, y que el recién venido abrió del todo con un golpe de puño.

Los frailes no se movieron de sus sitios; y solo   -298-   Fray Benito levantó la cabeza con serena y mística expresión.

-¡Los seráficos! -prorrumpió rudamente el oficial, sin sacarse el morrión.

Ya pueden irse levantando para venir conmigo, ¡de orden del señor virrey!

A estas palabras, pronunciadas con irreverente imperio, los conventuales se estremecieron y cesaron en su rezo, para balbucear protestas.

Puestos todos de pie, como heridos por una misma conmoción, Fray Benito se adelantó un paso, y dijo:

-No sabemos a qué atribuir, señor teniente...

-¡No tengo nada que oír! -le interrumpió el oficial con bronca voz.

Y en seguida, asomándose a la puerta, gritó:

-Avancen.

Oyose en el acto el sordo compás del paso del pelotón.

Los frailes se miraron.

No había nada que hacer, pues que la orden era terminante.

-¿Nos será entonces permitido proveernos de lo más necesario? -se atrevió a preguntar Fray Benito.

-Están ustedes bien con lo puesto -repuso el teniente con impaciencia.

¡En marcha!

Los frailes desfilaron cubriéndose bien; inquietos, pero callados y humildes.

El oficial se colocó a un flanco, y el pelotón detrás con los fusiles terciados.

Pronto estuvieron en la calle.

La noche estaba húmeda y fría.

Sentíanse a intervalos algunas detonaciones en la línea del asedio, que distaba media legua apenas de la muralla del este.

  -299-  

El grupo de religiosos y soldados recorrió una parte de la calle de San Francisco desierta a esa hora, y dobló por la de San Pedro, profundamente oscura.

El trayecto hasta el portón de la ciudadela que llevaba el mismo nombre de esa calle, se hizo en silencio, lo que permitió a los frailes reconcentrarse para hacer cálculos sobre la suerte que se les reservaba.

No tuvieron tiempo, sin embargo, para concluir sus soliloquios, a este respecto; porque, traspuesta la poterna, sintieron girar sobre sus goznes el gran portón de salida al campo.

Una vez fuera de sus umbrales de piedra herrumbrosa, el teniente señaló con la espada el terreno solitario y negro que se extendía delante, cubierto de boscajes y matorrales, exclamando con dureza:

-¡Ahora pueden irse con sus matreros!

Los religiosos inclinaron las cabezas, siempre callados; cerrose la enorme puerta, alertaron en ese instante los centinelas del Fijo en todo lo largo de los bastiones, y ellos alzándose los hábitos echaron a andar hacia el cuartel general de Artigas, a paso rápido, como para alejarse cuánto antes de aquel cinturón de granito y de cañones.

Fray Benito que encabezaba el grupo, llevaba sus ojos puestos en el fondo de las tinieblas, cual si allí se bosquejase la imagen de un destino a misterioso, de un porvenir preñado de tormentas, con lineamientos confusos y fugaces relámpagos, ¡bajo cuyo negro dosel aún tardaría mucho en lucir una aurora de paz y de ventura!

En el horizonte cercano, dibujábase un arco rojizo formado por el resplandor de los fogones de una intensidad muy viva, con una corona de brumas.

El fraile alargó el brazo, y dijo:

  -300-  

-¡Sangre!

Fray Joaquín Pose abarcó el horizonte, con sus ojos muy abiertos, murmurando:

-¡Sí!...

¿Y por que siempre sangre?

-Se dice que la vida es risa y drama -repuso Fray Benito sin detener su paso mesurado-. Con todo, es en medio de la risa que se han degollado más a gusto los hombres.

¡Oh!... ¡la sangre abona y fecundiza!

-¿De manera que ese, es el extremo fatal?

-Así creo.

La historia prueba que hubo sangre antes de Cristo, en Cristo, y después del sublime apóstol; y ella seguirá derramándose en los tiempos, ya en nombre del odio nunca satisfecho, ya en nombre del ideal nunca alcanzado...

La naturaleza humana necesita para perpetuarse, de su propia esencia.

-Pero, aquí vamos llegando al fin -observó Fray Pedro, estremeciéndose al ruido de una descarga, que en ese momento resonaba a lo lejos.

-En apariencia, hermano -repuso Fray Benito, sin perder su serenidad habitual.

La fibra de los que se han rebelado es demasiado fuerte, para que el triunfo mismo suavice su fiereza. Es de un temple ya raro, y por eso temible.

Conquistada la independencia, la sangre correrá en los años, hasta que todo vuelva a su centro, y aún después...

¡Esa es la ley!





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