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ArribaAbajo- XV -

Pasando luego a la calle de Embajadores oímos de nuevo que hacia el Avapiés había gran marejada, por lo cual atravesando por los Abades hacia el Mesón de Paredes, nos fuimos a presenciar el tumulto, que no era flojo, según el rumor de voces que desde lejos se oía. En efecto, habíase armado un zipizape que déjelo usted estar.

  —159→  

De manos a boca tropezamos con el tío Mano de Mortero, que se llegó a nosotros diciendo:

-¡Cómo nos engañan, Gabriel! ¡Quién lo había de decir en un caballero tan bueno como el Sr. de Mañara!

-¿Pero es traidor el Sr. de Mañara? Vamos, tío Mano. ¿Vd. también? Vd. que es una persona de tantísimo talento...

-Es verdad, niño de mi alma; ¿pero qué quieres tú? Lo dicen por ahí. A mí no me consta; pero al son que me tocan, bailo. Pues dicen que hay traidores, ¡abajo los traidores!

-¿Y qué dicen de Mañara?

-Que tiene arreglado con los franceses el entregarle la puerta de Toledo.

-¿Y cómo lo saben?

-¡Qué sé yo! Pero cuando el río suena agua lleva. Yo no he de ser menos que los demás, y pues hay traidores,¡abajo los traidores!

-¿Y la Zaina?

-¿Pues no la oyes? Si es la que más grita en medio de la plaza ¡Santa Virgen! ¡Y no está poco furiosa esa leoncilla! Ahora se ha vuelto la patriota más patriota de todo Madrid. ¡Ay mi Dios, qué nacionala tengo a mi niña!

De rato en rato aumentaba el gentío en la plazuela del Avapiés, y los hombres de mala facha unidos a las mujeres más desenvueltas de los cercanos barrios, menudeaban sus gritos y vociferaciones de tal modo, que ninguna persona honrada podría ante tal espectáculo permanecer tranquila.

-Acerquémonos -me dijo Fernández-. Yo   —160→   con todo mi corazón te aseguro que si Su Majestad y en su real nombre la sala de Alcaldes de Casa y Corte, me mandase despejar este sitio, lo haría de mil amores con dos lanzazos o sablazos, que para el caso lo mismo daría.

-Guárdese Vd. de decir en alta voz tales cosas, y acerquémonos a aquel grupito de damas.

La Primorosa salió del grupo.

-Eh... Primorosa, ¿qué traes por aquí? -le pregunté.

-¡Cachiporros! -exclamó la harpía alzando los brazos, cerrando los puños, y dirigiéndose a algunos hombres que la rodeaban-. ¿Pa qué estáis aquí? ¿No vos quieren dar cartuchos? Pues iz ca el regidor y sacárselos de las asaúras. ¡Él los tiene escondíos! Él los tiene enterraos en paquetes pa dárselos a los franceses.

Entonces la Zaina abriéndose paso presentose en el centro del corrillo formado en torno a la Primorosa. Estaba la hermosa verdulera amoratada y ronca, con los ojos encendidos, las ropas hechas pedazos, y con tan fiera expresión retratada en su semblante y en toda su persona, que causaba espanto. En el momento de presentarse, traía un cartucho entre los dedos, y lo mordía y derramaba en la palma de la mano lo que debía ser pólvora y resultaba ser arena.

-¡De arena! Los cartuchos están llenos de arena -exclamó la muchacha, mostrando a todos aquel objeto.

Y al mismo tiempo los hombres allí presentes sacaban de sus sacos otros cartuchos, los   —161→   mordían, y en efecto, en todos o en casi todos aparecía arena.

-¡Ese traidor nos ha dado cartuchos de arena!

La terrible voz cundió por la plaza. Allí cerca había un retén de guardia de voluntarios. Sacaron el depósito de cartuchos, mordíanlos, y por cada dos o tres con pólvora había uno con arena. Esto lo vimos el Gran Capitán y yo, y ambos nos quedamos mudos de indignación.

-Pues indudablemente ha habido traición -dije yo.

-¡Poner arena en los cartuchos! ¡Qué alevosía! Esto es entregar la patria villanamente al extranjero.

-El que tal ha hecho -exclamé no ocultando mi rabia-, es un miserable que debe ser castigado.

Gabriel, no lo creí -vociferó mi amigo, derramando lágrimas de coraje-; no creí que hubiera españoles capaces de semejante vileza. No, el que tal ha hecho no es español.

Y los dos casi sin darnos cuenta de ello, hicimos coro con la rabiosa multitud, gritando: ¡Mueran los traidores!

-¡Ese Mañara, ese ladrón! -gritaron a nuestro lado.

-¡Él ha sido! ¡Mueran los traidores y viva Fernando VII!

¡De arena! ¡Los cartuchos de arena! Esta funesta frase corrió por todo Madrid más rápidamente que si la llevara la electricidad. En muchas partes, que no en todas, pudo confirmarse la verdad de la afirmación; pero la ira   —162→   era general, y el que había puesto arena en los cartuchos fue condenado a muerte por la indignación popular. Mi amigo y yo observamos que la multitud corría en todas direcciones; pero los más iban hacia la Merced. Desapareció de nuestra vista la Pelumbres, el tío Mano, y desapareció también la Zaina. Corrimos por la calle de Jesús y María, y al llegar a la de la Magdalena, la vimos completamente llena de gente: todo el vecindario estaba en los balcones, y un clamor inmenso llenaba la vasta longitud de la calle.

Hacia el centro de ella existía entonces, y existe aún, una casa suntuosa, pero de bastarda y ridícula arquitectura, por haber puesto en ella su mano D. Pedro de Ribera, autor de la fachada del Hospicio. A aquella casa histórica, residencia antes y también hoy de una respetabilísima familia, por mil títulos merecedora de la estimación pública, se dirigían las amenazas de la muchedumbre, borracha de ira. Todos querían entrar; pero las puertas estaban cerradas. Este obstáculo no tardó en desaparecer, y terribles hachazos hicieron temblar las labradas maderas de la puerta señorial, protegida por el ancho escudo que en esculpidos emblemas representaba hazañas y virtudes de otros tiempos. Mas ¿quién reparaba en esto? El pueblo, que ya había pisoteado en Aranjuez la real corona, no vacilaba en pasar por sobre la de un noble.

Hicieron, pues, pedazos la puerta, y el pueblo entró desbordándose e invadiendo el palacio, como un río que rompe los diques que durante   —163→   siglos le han contenido y se extiende por el llano con ímpetu destructor. Entraron todos, los que iban con algún objeto y los que no iban más que a gritar. No debía, pues, hacerse esperar mucho la satisfacción de la popular furia, y bien pronto nos quedamos helados de terror, oyendo decir: «Le han matado, ya le han matado».

¡Pobre y desgraciado Mañara! Ayer ídolo, ayer amigo, ayer compañero de la vil plebe, cuyo traje y costumbre, y hablar y modos imitaba, hoy inmolado por ella con barbarie inaudita, con esa cruel presteza que ella emplea ¡la infame furia! en todas sus cosas.

Pero lo espantoso, lo abominable, y más que abominable vergonzoso para la especie humana, fue lo que ocurrió después. La plebe tiene un sistema especial para celebrar las exequias de sus víctimas, y consiste en echarles una cuerda al cuello y arrastrarlas después por las calles, paseando su obra criminal, sin duda para presentarse a los piadosos ojos en la plenitud de su execrable fealdad. Esto pasó con el cadáver del infeliz regidor, a quien conocimos amante de Lesbia, amante de la Zaina, amante de todas, pues no hubo otro que como él prodigara su hermosa persona en altas y bajas aventuras; esto pasó con el cadáver del infeliz a quien llamo D. Juan de Mañara, no porque este fuera su nombre, sino porque me cuadra designarle así, para no andar trayendo y llevando los títulos de respetables casas, por los altibajos de esta puntual historia. Pero apartemos los ojos, no miremos, no, ese despojo sangriento   —164→   que por la calle de la Magdalena, y después por la del Avapiés abajo, arrastran en inmunda estera unos cuantos monstruos, hombres y mujeres tan sólo en la apariencia: cerremos los oídos a sus infames gritos, y sobre todo no miremos ese destrozado cuerpo, aún caliente, a quien las puñaladas, los golpes, el frecuente tropezar van quitando la figura humana, haciendo un jirón lastimoso de lo que fue, de lo que era pocos minutos antes hombre gallardo y gentil, y lo que es más digno de consideración, hombre dichoso y amable. Y mientras pasa esa salvaje bacanal, ese río de sangre y de infamia y de crimen, meditemos sobre las mudanzas mundanas, y especialmente sobre las cosas populares, las más dignas de meditación y estudio.

¿Era Mañara autor de la traición indudable descubierta en los cartuchos de arena? Histórica, no hija de nuestra invención, es la persona de Mañara; histórica es también su vida licenciosa, sus hábitos manolescos, sus aventuras y trato con la gente de los barrios bajos; histórica es también la Zaina, y tan históricos como la jura en Santa Gadea y el compromiso de Caspe, son sus amores con el regidor, su abandono, sus celos, su despecho, su ira, su sed de venganza y el descubrimiento, fatalmente hecho por ella, de los cartuchos de arena. Para saber todo esto basta leer media página de la historia mejor y más conocida que sobre aquellos tiempos se ha escrito. Pero ni en este eminente libro, ni en otro alguno, ni en boca de ningún viejo oiréis razones para contestar categóricamente   —165→   a la pregunta que antes hice. ¿Fue Mañara traidor? ¿Intervino él en la obra criminal de los cartuchos de arena?

Os diré francamente que yo tampoco lo sé; pero debo advertiros que nunca tuve a aquel desgraciado por capaz de acción tan fea. Mañara pecaba de libertino, de ligero, de vano y más que nada de enamorado. Jamás se distinguió en otras maldades que en las del amor, por cierto bien perdonables. Le conocí alevoso y traidor en cuestiones de faldas; pero no supe nunca que en asuntos graves faltara a las leyes del honor. Con estos antecedentes casi puede asegurarse que no fue Mañara autor de la superchería de los cartuchos. ¿Pues quién lo fue entonces? Esto sí que ni la historia, ni la tradición, ni los viejos, ni yo podemos decíroslo. ¿No habéis observado que todos los movimientos populares llevan en su seno un germen de traición, cuyo misterioso origen jamás se descubre? En todo aquello que hace la plebe por sí y de su propio brutal instinto llevada, se ve tras la apariencia de la pasión un tejido de alevosías, de menguados intereses o de criminales engaños; pero ningún sutil dedo puede tocar los hilos de esta tela escondida en cuyas mallas quedan enredados y cogidos mil bárbaros incautos.

¿Quién hizo correr la voz de la traición de Mañara? ¿Fue todo obra deliberada de la Zaina? La historia dice que sí; pero yo creo haber oído tachar de sospechoso al pobre regidor en parajes muy distantes de la calle de la Pasión. Sin duda el frecuente roce con la plebe había desconceptuado   —166→   mucho a D. Juan en la opinión de sus iguales. Carecía en absoluto de respetabilidad, y el que la pierde entre los de arriba queriendo sustituirla con bajas amistades, que son siempre inconstantes, está expuesto a perderlo todo en un momento, y a que cualquier chispa fugaz incendie de improviso la fábrica de una reputación que no se funda en nada sólido.

Mañara había adulado a la plebe imitándola. Con este animal no se juega. Es como el toro que tanto divierte, y de quien tantos se burlan; pero que cuando acierta a coger a uno, lo hace a las mil maravillas. Vimos caer a Godoy, favorito de los reyes, y ahora hemos visto caer a Mañara, favorito del pueblo. Todas las privanzas que no tienen por fundamento el mérito o la virtud suelen acabar lo mismo. Pero nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes el vano discurso del vulgo, siempre engañado.

-Pero vámonos de aquí -dije a mi amigo-. ¿No oye Vd. lo que dicen esos que pasan? Dicen que los franceses han aparecido por Fuencarral.

-Vamos, vamos a cumplir con nuestro deber -repuso el Gran Capitán, siguiéndome por la calle de las Urosas-. Pero me temo que lo que debía ser gloriosísima jornada, va a ser cualquier cosa, gracias a esa vil gentualla. La traición mina la plaza. Eso de los cartuchos de arena me ha puesto triste y el miserable canalla que tal hizo merece mil muertes.

  —167→  

Madrid, después de inmolado Mañara, continuaba inquieto, como presagiando grandes males, mientras los frailes agonizantes arrancaban de manos del pueblo el cadáver informe. La noticia de que los franceses estaban a las puertas de la villa, lo hizo, sin embargo, olvidar todo, y corría la gente azorada y medrosa, creyendo ver asomar al volver de una esquina la figura característica del azote de Europa.




ArribaAbajo- XVI -

El cuerpo de voluntarios a que yo pertenecía fue destinado a defender la puerta de los Pozos (la misma que después se llamó de Bilbao al extremo de la calle de Fuencarral), y el inmediato jardín de Bringas. Consistía su fortificación en un foso no muy profundo en un gran espaldón de tierra y piedras, a toda prisa levantado, y en seis cañones de a 6. La tapia que no tenía facha de inexpugnable, como recordarán los que han alcanzado alguno de sus heroicos trozos, había sido aspillerada en toda su extensión. Iguales poco más o menos, eran las fortificaciones de las vecinas puertas de Santa Bárbara y Fuencarral. El sitio donde se habían levantado obras más considerables era la puerta de Recoletos, monumento que ha durado hasta ayer y que no necesito designar topográficamente, con su costanilla de la Veterinaria   —168→   ni su convento de Agustinos, porque los mozuelos barbilampiños los han conocido. Pero volvamos a los Pozos, puerta destinada a ser teatro de nuestro heroísmo, y empecemos diciendo que en la noche del 1.º de Diciembre nos situamos allá, tan convencidos de que íbamos a ser atacados que estuvimos largas horas sobre las armas, dispuestos a vender caras nuestras vidas.

La fuerza se componía de estos elementos: unos sesenta soldados, que aunque no todos artilleros, hacían de tales por necesidad imprescindible; cuatro compañías de voluntarios antiguos, con los cuales mezclábase un número irregular de conscriptos, y como ochenta hombres de la milicia honrada, a quien mandaba o quería mandar el Gran Capitán, no sé si con el título de sargento, coronel o general, pues cualquiera de estos grados le cuadraría. Los soldados estaban fríos y con poco ánimo; los voluntarios inflamados en patriotismo y llenos de ilusiones; pero tan inexpertos, que no daban pie con bola, como vulgarmente se dice, a pesar de estar entre ellos el gran Pujitos; y finalmente los honrados no cabían en sí de entusiasmo, no obstante ser todos ellos personas de paz, y tener algunos buena carga de años a la espalda, especialmente los de la compañía, o mejor, los del grupito en que alzaba el gallo D. Santiago, cuya hueste se componía de respetables porteros y criados de la oficina de Cuenta y Razón.

En cuanto a jefes, debo decir que allí no existían en todo el rigor de la palabra, pues si bien entre la tropa había oficiales valientes y   —169→   entendidos, no sabían o no querían hacerse obedecer de los paisanos, resultando de esta desconformidad que allí cada cual hacía lo que le daba la gana y según su propia inspiración; y aunque mi amigo tenía pretensiones de imponer su autoridad, esto no pasó nunca de un conato de dictadura que más se inclinaba a lo cómico que a lo trágico.

En cambio reinaba gran fraternidad, y cuando avanzada la noche tuvimos la certeza de que no había tales franceses por los alrededores, nos reunimos en el jardín de Bringas, y encendida una gran hoguera, celebramos agradable tertulia, donde se habló de temas patrióticos con la verbosidad, facundia y exageración propia de españolas lenguas. Cuál encomiaba la defensa de Zaragoza 8; cuál ponía la defensa de Valencia contra Moncey por cima de todos los hechos de armas antiguos y modernos; quién decía que nada podía igualarse a lo del Bruch; quién encomió hasta las nubes la vuelta de las tropas de la Romana; y por último, no faltó uno que, sin quitar su mérito a estas gloriosas acciones, pusiera sobre los cuernos de la luna cierta campaña famosa de Portugal en 1762.

Disipado todo temor, muchas mujeres fueron a visitarnos, y entre ellas no faltó doña Gregoria, ni doña Melchora con las niñas, ni tampoco la señora de Cuervatón, pues ha de saberse que su marido formaba en las filas de los honrados. Para que no se crea que todos éramos   —170→   gente de poco más o menos, añadiré que algunas altísimas damas fueron a visitar a sus hijos, hermanos o maridos, que allí se andaban mano a mano con nosotros, o como voluntarios o como sorteados.

Cenamos, bebimos, cantamos, hablamos, y por último, a todos nos vino el deseo de llevar adelante alguna hazaña aquella misma noche. El primero que emitió la idea fue D. Santiago y al punto se la aceptó con alborozo, determinando hacer una exploración camino arriba hasta Fuencarral, por ver si realmente estaban los franceses tan cerca como se creía. A toda prisa se preparó la salida, y a eso de las dos de la madrugada nos pusimos en marcha unos doscientos hombres, en buen orden, y mandados por un coronel de ejército.

-¡Qué bueno fuera -me decía Fernández-, que ahora tropezáramos con una avanzada enemiga y la derrotáramos en un abrir y cerrar de ojos, volviendo a Madrid con unos cuantos miles de prisioneros!

-Todo podría ser, amigo mío -le respondí-, que para la voluntad de Dios no hay nada imposible.

-Más gracioso aún sería -prosiguió- que el bergante del Emperador se anduviera paseando por ahí, mirando desde lejos la gran ciudad que aspira a ganar, y le sorprendiéramos de sopetón, echándole mano para llevarle a Madrid sobre un asno foncarralero.

-También es posible -repuse-, y pongamos que ese señor se haya aburrido de estar en su campamento, y tomando una escopeta, a   —171→   pesar de la oscuridad de la noche, se venga con un par de generales y un par de perros por esos trigos a levantar y correr perdices; que todos los monarcas suelen ser cazadores.

-Eso no me parece verosímil -dijo-; pero bien podría suceder que ese hombre, conociendo que no puede vencernos por la fuerza, intente dar al traste por la astucia con nuestro poderío, y se disfrace con el traje de un payo huevero de Alcobendas, para acercarse a nuestras formidables fortificaciones y estudiarlas cómodamente.

Con estos y otros coloquios rebasamos más allá de la venta, situada en lo que hoy se llama Cuatro Caminos, sin hallar alma viviente ni sentir rumor alguno; pero cuando estábamos cerca del camino que a mano derecha conduce a Chamartín, percibimos un ruido lejano que a todos nos dejó suspensos, pues no parecía sino que temblaba la tierra al galopar de millares de caballos.

-¡Es una avanzada de caballería! -gritó nuestro coronel-. Retirémonos.

-¿Qué es eso de retirarse? -gritó con enojo el Gran Capitán-. ¿Somos españoles o qué somos?

-No tenemos más que cuatro caballos -le dijo el jefe-. Si nos dan una carga, ¿qué va a ser de nosotros?

-¡Qué cargas ni cargas! ¡Buenos son ellos para meterse en cargamentos! Ea, muchachos, el que quiera seguirme que me siga; yo voy adelante.

Los muchachos, cuyo patriotismo invocaba   —172→   Fernández, eran seis o siete vejestorios como él, compañeros en la portería y servicio interior de las oficinas de Cuenta y Razón. Pero aquellos valientísimos militares, más duchos en el manejo de la escoba que en el de otra arma alguna, profesaban aquel principio tan sabio como famoso, de que una retirada a tiempo es una gran victoria, y todos a una manifestaron al Gran Capitán que no le seguirían en tan temeraria empresa, pues hazañas sin cuento podrían realizar tras las fortificaciones.

El escuadrón francés avanzaba, a juzgar por el acrecentamiento del ruido, pero no veíamos cosa alguna. Se dio orden de retirada, y para hacerla más a salvo, nos desviamos del camino, escurriéndonos por una hondonada que caía hacia la dehesa de Amaniel. D. Santiago renunció a regaña dientes a los peligros de una lucha con los dragones que a toda prisa avanzaban, y me decía:

-Pensar que de esta manera hemos de vencer, es una necedad. En la guerra ha de fiarse todo a lo imprevisto, a la sorpresa y a los golpes de mano. ¿Qué nos costaba esperar esos caballos, sorprenderlos, matar a los jinetes y entrar en Madrid caballeros los que salieron peones?

En esto vimos un bulto, un hombre, que saliendo precipitadamente de detrás de unos tejares, corrió hacia la carretera, al parecer huyendo de nosotros.

-¡Eh! ¡Un hombre! ¡Un espía!... ¡Quién vive! -gritamos, corriendo algunos en su persecución.

  —173→  

Detúvose el hombre ante nosotros con muestras de tener mucho miedo, y entonces advertimos que su traje era el de un paleto, con ancho sombrero y una manta por capa. Cuando nos llegábamos a él, pareció vacilante e indeciso; pero al fin oyéndonos hablar, abalanzose hacia nosotros, diciendo:

-¡Ah! Sois españoles. Gracias a Dios: ya me he salvado.

Acabando de decir esto, cayó de rodillas. Pero en el mismo instante llegose a él con aire resuelto el Gran Capitán, y poniéndole en el pecho la boca de un fusil, exclamó con voz exaltada y furiosa:

-Dese a prisión Vuestra Majestad Imperial y Real. Bien lo decía yo; pero a mí no me la da Vd.... digo, Vuestra Majestad; que soy perro viejo, y harto se ve que disfrazado con traje de paleto, se acerca Vuestra Majestad Imperial a nuestra gran plaza para estudiar las fortificaciones.

-Hombre de Dios -dijo el payo-, Vd. es loco, o me toma por el emperador Napoleón.

-¡Por quién le he de tomar, hermano! A mí no se me engaña con palabritas. Es Vuestra Majestad mi prisionero, y no le he de soltar aunque me dé siete condados. ¡Viva España y viva Fernando VII!

Todos los circunstantes nos reímos, lo cual desconcertó a D. Santiago, y al punto el prisionero dijo levantándose:

-Yo, señores, soy oficial del ejército de D. Benito San Juan, y he asistido al desastre más funesto de esta campaña. Perdí en la   —174→   acción de Somosierra a mi padre y a dos hermanos, y vengo huyendo de las guerrillas francesas que persiguen a los dispersos. Tuve que disfrazarme en Roblegordo para evitar que me cogieran, y a pie he llegado hasta aquí. Pero si quieren que les diga más, denme algo que me sustente, pues con dos días de no probar bocado, estoy cayéndome muerto por instantes.

Un compañero nuestro le dio a beber un trago de aguardiente, con lo cual tomó fuerzas y pudo seguirnos, reanimado también moralmente por verse en nuestra compañía. El Gran Capitán, corrido y confuso, marchaba silenciosamente a su lado, pero no las tenía todas consigo, y todo se volvía mirarle y remirarle, sospechando que si no el mismo Emperador, podía ser algún generalazo o cualquier archipámpano de la corte imperial.

-Con ser tantas mis personales desdichas -dijo el desconocido-, pues en el campo de batalla quedaron mis dos hermanos y mi buen padre (que somos de un antiguo solar de tierra de Sepúlveda), todavía abruma mi ánimo más que nada la catástrofe nacional de que he sido testigo. Nosotros acudimos a tomar las armas en defensa de la patria. Felices mil veces los que murieron por tan santo objeto, y mal hayan los que quedamos para contar tan gran desventura. ¿Se sabe ya en Madrid la derrota de San Juan? ¿Cómo se cuenta? ¿Qué se dice? Se nos tachará de medrosos o cobardes. ¡Oh, señores! Yo no creo que sea posible llevar más adelante el heroísmo. Nuestros soldados se han conducido con bravura portentosa, y si no vencieron,   —175→   fue porque la superioridad de los enemigos y su mucho número lo han hecho imposible.

-Eso será lo que tase un sastre -dijo el Gran Capitán-. ¿Por dónde anda ahora San Juan? Porque yo entiendo que fingió retirarse para atacar después en mejor posición.

-¡Qué ha de fingir, hombre, qué ha de fingir! -repuso el oficial-. San Juan, si es que vive, andará fugitivo como yo, y sin un solo soldado.

-Eso no puede ser, caballero. ¿Cómo se entiende? Si eso fuera cierto, señor mío, significaría ni más ni menos una especie de derrota.

-Pues ya lo creo. Pero les contaré punto por punto. San Juan tomó buenas posiciones en el paso de Somosierra y puso una vanguardia en Sepúlveda. Atacaron esta los franceses anteayer de madrugada; mas no pudieron romper su línea y tuvieron que retirarse.

-¿Los franceses? bien -dijo el Gran Capitán-. Pues si se retiraron, ¿cómo se entiende nuestra derrota?

-Paciencia, señor mío, paciencia. Sepa usted que sin aparente motivo, aunque es fácil comprender que ha habido algo de traición, la vanguardia de Sepúlveda, a pesar de quedar victoriosa, se retiró a Segovia. Avanzaron los franceses, y nos atacaron en nuestras posiciones de Somosierra. Nosotros no teníamos fuerzas bastantes para defender el paso, y mucho menos después de la defección, o no sé cómo llamarlo, de la vanguardia. Sin embargo, nos resistimos toda la mañana de ayer, aglomerando   —176→   nuestra gente en el camino, y sin disponer de fuerzas ligeras que flanquearan las alturas. Los franceses que traen muchos soldados y cuerpos de todas clases, dispusieron guerrillas de cazadores que en un instante tomaron las alturas, y con un cuerpo de caballería polaca nos cargaron en la carretera de un modo espantoso. No puede formarse idea de aquel ataque sino viéndolo. Escuadrones enteros se estrellaban contra nuestra batería y centenares de jinetes caían despeñados a los abismos que costean el camino; pero sus recursos son inmensos; tras un escuadrón inútilmente sacrificado, lanzaban otro y otro, sin que se les importara ver morir oficiales a centenares y generales por docenas. Con este ataque incesante combinaban el fuego de las tropas ligeras, desparramadas por los altos, y al fin sucumbimos al número, que no al valor. Los franceses se abrieron paso a costa de inmensas pérdidas, y luego persiguieron a los restos de nuestras tropas con tanto encarnizamiento, que dudo que hayan podido sobrevivir muchos. La mayor parte, pereciendo en aquellas fragosidades, han cumplido con su deber, que era defenderlas mientras tuvieran cuerpo vivo en que recibir una bala. No fue posible más, porque más habría sido hacer milagros, y estos sólo Dios los hace.

Calló el oficial, y todos los que le oíamos estábamos tan apesadumbrados y tristes con su relato, que nada le contestamos. Tampoco él habló más, y así silenciosos y taciturnos llegamos a Madrid y a nuestra puerta de Los Pozos, donde el desgraciado tránsfuga halló una   —177→   hoguera en que calentarse, y un bocado con que reanimar sus fuerzas. Todos le prodigaban solícitos cuidados, menos D. Santiago Fernández, el cual no podía desechar cierta comezón y desasosiego.

-Gabriel -me dijo, llevándome aparte-. No insisto por no parecer pesado; pero digan lo que quieran los demás, ese hombre que hemos encontrado no me gusta, y quiera Dios no tengamos que sentir; porque yo sé, y tú sabraslo también, que en las guerras es muy común eso de disfrazarse para visitar el campo enemigo y examinar a mansalva las fortificaciones, así como también es cosa corriente sobornar a algún infeliz para que fingiéndose amigo penetre en la plaza y haga circular noticias falsas que desalienten a los sitiados.




ArribaAbajo- XVII -

Amaneció el 2 de Diciembre, y a favor de las primeras luces del día se distinguieron fuertes columnas de caballería francesa en los cerros del Norte. Ya estaban allí, y no eran pocos ciertamente. Aquella mañana fue muy alegre para nosotros, porque sin motivo alguno que lo justificara, nos sentíamos tan animados, que no nos cambiáramos por los sitiadores. El peligro había acallado por el momento todas las discordias, y nuestro patriotismo nos achicaba   —178→   las circunstancias desfavorables, aumentando considerablemente las ventajosas. Todo se volvía a gritar, dando vivas y mueras, pues nada cuesta triunfar de este modo con las fáciles armas de la lengua.

Nos desayunamos muy contentos con lo que las mujeres del barrio, altas y bajas, bonitas y feas nos traían en repletas cestas. También fue con la suya doña Gregoria, mas del contenido de ella no probó bocado D. Santiago, porque, según decía, en los momentos supremos no debe embrutecerse el cuerpo con viciosos regalos.

Lejos de asentir a la más mínima concupiscencia del paladar, increpó D. Santiago a los glotones, y luego, pasando revista a sus compañeros, que todos desiguales en estatura, armamento y vestido, no tenían más uniformidad que la de su vejez, ni otro aspecto respetable que el de sus canas, les arengó así:

-Muchachos, acordaos de que todos sois unos buenos chicos, y de que todos os habéis cubierto de gloria en los reales ejércitos. Ha llegado la ocasión suprema, y desde el momento en que se presenta a las puertas de Madrid ese monstruo infame, ya no pertenecéis a vuestros hogares, ya no pertenecéis a la oficina de Cuenta y Razón, ya no pertenecéis sino a la patria. Compañeros: todos sois hombres experimentados; no como estos mocosos rapazuelos que no saben coger un fusil. ¡Ya se ve! ¡Cuándo las han visto ellos más gordas! Y basta de sermones, que ahora obras y no palabras, y más vale una buena puntería que cien discursos;   —179→   conque, compañeros, ¡viva Fernando VII! y sepan que los estima su amigo y seguro servidor Santiago Fernández.

Esta alocución del veterano hizo reír a muchos de sus amigos, y casi, casi... si no fuera por temor a denigrar la memoria de varón tan insigne, diría que la recibieron con chistes, jácaras y todas las zandunguerías que son propias de los españoles aun en apretadas ocasiones de la vida; pero Fernández, sin hacer caso de bromas, seguía tomando enérgicas disposiciones. Quiso también meter su cucharada en la artillería, echándoselas de gran balístico; pero le mandaron que fuera a rezar el rosario, cuyo insulto le exasperó de tal manera, que, a no reparar en consideraciones patrióticas de gran peso, habríale abierto en dos tajadas la cabeza al descomedido y grosero que tal dijo.

En confianza revelaré a mis lectores que el deslenguado y procaz que de tal modo prohibió a nuestro Gran Capitán que se acercase a los cañones, fue el insigne Pujitos, flor y espejo de los entremetidos, personaje de todas las ocasiones y de todos los sitios, a quien la suerte nos deparó también por compañero en aquella gran jornada.

A eso de las doce nos visitó el capitán general con D. Tomás de Morla, y aunque los victoreamos hasta quedar roncos, no me pareció que estaban ellos muy satisfechos. Aún permanecían allí cuando distinguimos un gran tropel de franceses por la Mala de Francia abajo y flanqueando el camino. Era la avanzada   —180→   del Cuerpo de Bessieres que venía a intimarnos la rendición. Cuando el parlamentario llegó a los Pozos, poco faltó para que los más belicosos y trapisondistas le despidieran a puntapiés; pero al fin fue recibido decorosamente, y se le contestó que no nos daba gana de rendirnos.

-Como no sea por medio de artimañas, embaucamientos o pérfidas tretas, semejantes a aquella del caballo de Troya, no nos rendiremos -me dijo Fernández-. Mira qué cabizbajo se va el oficial a dar la infausta nueva a su Emperador. Me parece que veo a este pateando y arrancándose los pelos de rabia al saber nuestra respuesta.

Durante aquella tarde no volvieron parlamentarios, ni se presentó fuerza alguna francesa; pero a lo lejos distinguíamos el movimiento de las columnas, tomando posiciones y estableciendo trincheras para la artillería, lo cual indicaba que los franceses diferían la función para el día 3. Durante la noche el mariscal Ney hizo otra intimación, pero fue hacia la parte de Recoletos o puerta de Alcalá.

-¿Ves cómo no se atreven a volver acá, ni quieren más cuentas con nosotros? -dijo el Gran Capitán, cuando lo supo-; pero allá les habrán contestado lindezas. Ya se ve, comprendiendo que por las armas no pueden nada, ponen en juego melosidades, agasajos y socaliñas. Pero durmamos, Gabriel, con toda tranquilidad, pues me parece que mañana 3 tampoco habrá nada, y sabe Dios si al ver el aparato de estas intomables fortalezas, habrán decidido retirarse del lado allá de la sierra.

  —181→  

No necesito decir que de todo en todo se engañaba mi optimista amigo, pues cuando dormíamos a pierna suelta en la huerta de Bringas al calor de una hermosísima hoguera, nos despertaron unos tremendos cañonazos que retumbaban en todo Madrid con pavoroso ruido.

-¡A las armas! -dijo Fernández-. Levántense todos, y si cae una granada, arrojarse de barriga. Yo soy opinión de que hagamos una salida para ver de ponerle las peras a cuarto a esos de los cañoncitos. Mirad, chicos, hacia Chamberí hay una batería.

Al punto nuestros artilleros, que eran mitad de línea y mitad paisanos, se dispusieron a la defensa, y como dos de las piezas hicieran fuego, no quisimos ser menos los infantes, y allá fue una descarga sin saber contra quién.

Densa niebla envolvía la tierra, y no se percibían los lejos, lo cual hizo que figurándonos nosotros tener enfrente un formidable ejército, disparásemos cañones y fusiles en ruidosísima salva sin resultado alguno, pues los franceses no soñaban con atacar los Pozos, y las detonaciones oídas eran las de la artillería que empezaba a embestir la puerta de Recoletos.

-Cese el fuego -dijo nuestro jefe-. No nos atacan ni hay enemigos en la Mala de Francia.

-¿Pues cómo ha de haber? -dijo el Gran Capitán dando fuerte patada en el suelo-, ¿cómo ha de haber si han huido todos?

-No hay tal trinchera ni cosa que lo valga en Chamberí. Los franceses están hacia la Fuente Castellana.

  —182→  

-A mí no me vengan con músicas -exclamó el Gran Capitán preparando su arma-. Favorecidos de la niebla, esos miserables quieren engañarnos. Haré fuego mientras me quede un cartucho.

Seguía disparando como si quisiera acribillar la espesa cortina de niebla, por cuyo insensato acaloramiento pronto se quedó sin municiones. Y como continuaran oyéndose tiros de cañón hacia nuestra derecha, Fernández exclamaba, volviéndose a sus amigos:

-Van en retirada, valientes compañeros. Gracias a vuestro arrojo temerario, todo se acabará felizmente.

Por largo tiempo estuvimos quietos y mudos esperando con la mayor ansiedad a que de una vez se nos atacara; pero pasaban horas, y como no fuera D. Santiago, nadie veía enemigos enfrente, ni lejos ni cerca. Entre ocho y nueve el fuego de cañón y de fusilería arreció tanto por Recoletos que no dudamos era este sitio teatro de una vigorosa lucha; y al mismo tiempo como comenzase a disiparse la niebla, vimos que cesaba poco a poco aquel desdeñoso abandono en que el Emperador nos tenía, porque corrían de Oriente a Poniente algunas columnas con apariencia de tener en respeto a las cuatro puertas septentrionales.

-Gracias a Dios -dijo Fernández-, que se atreven a atacarnos. Por detrás del parador del Norte me parece que avanza un cuerpo de artillería de batalla.

No tardaron en romper el fuego contra las trincheras de los Pozos, y nuestros seis cañones,   —183→   que ya rabiaban por tomar formalmente la palabra, contestaron con precisión; mas para que todo fuera desastroso, mientras la bala rasa de sus piezas nos deterioraba los espaldones, nuestros proyectiles, lanzados por la carretera adelante o hacia la derecha, apenas llegaban hasta ellos: tan inferior era la artillería española en aquel trance. Entonces comenzó una lucha, que antes que lucha debería llamarse simulacro, harto deslucida para nosotros, pues más nos hubiera valido ser destrozados por el enemigo que soportar tan cruel situación; y fue que los franceses nos cañoneaban desde muy lejos con sus piezas de superior calibre, y mientras recibíamos cada poco rato la visita de una bala rasa o de una granada, a nosotros no nos era posible hacerles daño alguno.

-Pero esos cobardes, canallas, ¿por qué no se acercan? -decía Fernández bufando de cólera-. Eso no es de caballeros, no señor; cañonearnos sin piedad destruyendo los parapetos con tanto trabajo levantados, y ponerse en donde no alcanzan las balas de aquí; eso no es de gente hidalga, y bien dicen que Napoleón ha hecho siempre la guerra de mala fe.

-¡Malditos sean! -dijo el oficial que nos mandaba-. Esta era ocasión para hacer una salida, si tuviéramos un puñado de gente de la buena que yo conozco.

-¿Pues y nosotros, pues y mis amigos, todos estos bravos muchachos de la compañía de honrados? -dijo el Gran Capitán dando un fuerte golpe en el suelo con la culata-. ¿Pues qué desean ellos, si no es salir para que esa canalla   —184→   se marche de ahí o se ponga al alcance de nuestros fuegos?

-Lo que es eso, buenos tontos serán si lo hacen pudiendo foguearnos a pecho descubierto.

-Saldremos, sí, saldremos -insistió mi amigo-. Muchachos, os conozco en la cara el ardor sublime y el generoso patriotismo que os inflama. Rabiando estáis por cebaros en esa gentuza. ¿Salimos, señor coronel?

El coronel se rió con lástima y pena al ver la bravura del anciano. Uno de los honrados, a quienes Fernández llamaba muchachos, aseguró que no podía dar un paso porque el reúma se lo impedía; otro dijo que el ruido de los cañonazos le habían vuelto completamente sordo, y un tercero se tendió en el suelo de largo a largo, lamentándose de haber cogido una pulmonía por razón del mucho frío y desabrigo en que toda la noche estuvieran. Entre los demás honrados, había alguna gente fuerte y valerosa; pero casi todos los del grupito que rodeaba a D. Santiago, se componía de unos Matusalenes tan mandados recoger, que daba compasión verles. Cuando algunas mujeres de Maravillas y del Barquillo vinieron tumultuosamente a los Pozos y pidieron con gritos y chillidos que les dieran las armas de los ancianos, yo creo que se hizo mal en no acceder a su petición, y aunque todos ellos rechazaron indignados tan deshonrosa propuesta, sospecho que alguno pedía interiormente a la Virgen Santísima que lograran su objeto aquellas valientes semidiosas de San Antón y de la Chispería.

La defensa de aquella posición continuó   —185→   por espacio de más de una hora, sin más accidentes que los que he referido. Hacíamos fuego de cañón ineficazmente, y lo sufríamos de los franceses sin poder causarles daño. Indudablemente su intención era entretenernos, mientras se verificaba el ataque formal por Recoletos; y seguros de su triunfo, no querían sacrificar hombres inútilmente, lanzándolos contra posiciones que al fin se habían de rendir. Cerca de las diez, el que nos mandaba recibió aviso de enviar a Recoletos la gente de infantería que no necesitase, y así lo hizo, tocándome a mí marchar entre los cien hombres destinados a aquella operación.

Por el camino, mientras atravesamos las calles de San Opropio y de las Flores hasta llegar a la plazuela de las Salesas, encontramos mucha gente que corría alarmadísima, dando a entender con sus gritos y agitación que la cosa iba mal. Extendiéndonos luego por la calle de los Reyes Alta 9, bajamos por la del Almirante a la ronda de Recoletos, donde reinaba gran confusión. Fuerte cañoneo se oía por detrás de la Veterinaria, edificio que Vds. habrán conocido en el solar de la comenzada Biblioteca, y también por detrás de los Hornos de Villanueva y del Pósito, hacia la puerta de Alcalá. El convento de Recoletos estaba ocupado por tropa española; pero en el momento en que nosotros llegamos casi toda la fuerza salía por ser más necesaria fuera que dentro. En el principio del ataque, la batería puesta detrás de la   —186→   Veterinaria rechazó con tanta energía el empuje de los franceses, mandados en persona por el mismo Emperador, que este tuvo que retroceder a toda prisa.

Suprimid con la imaginación el barrio de Salamanca y todos los jardines y palacios del costado oriental de la Castellana: figuraos aquella casi desnuda planicie poblada por numerosas tropas francesas de todas armas, con dos frentes que operaban uno contra el Retiro y la Plaza de Toros, otra contra la Veterinaria y Recoletos, y tendréis completa idea de la situación. En el centro de aquellas tropas y en lo que hoy es parte de la calle de Serrano, poco más o menos entre el jardín llamado del Pajarito y las casas de Maroto, estaba Napoleón sereno y tranquilo, montado en aquel caballejo blanco que había pateado el suelo de las principales naciones del continente; allí estaba disponiendo los movimientos de sus soldados, y sin quitarse del ojo derecho el catalejo con que alternativamente miraba ya a este punto ya al otro. Como es fácil comprender, yo no le vi en aquella ocasión; pero me lo figuraba y me lo figuro por lo que me contara quien lo vio muy de cerca; y por cierto que aquel testigo ocular observó detenidamente algunos pormenores muy curiosos de su persona, que no nombra la historia, cuales eran ciertos monosílabos o gruñiditos que emitía mientras miraba por el anteojo, un movimiento maquinal de apretarse el vientre con la mano izquierda, repentinos fruncimientos de cejas y algunas veces una sonrisa dirigida a su mayor general Berthier. Con su   —187→   anteojo, su tosecilla, sus mugidos, sus golpes en la barriga, sus polvos de tabaco y sus delgadas y finas sonrisas, el ogro de Córcega nos estaba partiendo de medio a medio.

Y digo esto porque la batería de la Veterinaria, después de una defensa heroica, caía en poder de los franceses, precisamente en el momento en que llegamos, refuerzo tardío, los de la puerta de los Pozos. Ya no había nada que hacer allí. ¿Podía prolongarse aún la resistencia en el Retiro? Así lo creímos en el primer momento; pero no tardamos en perder esta ilusión, porque atacado aquel sitio por treinta cañones, no tardó en entregar sus débiles tapias, que lo eran de jardín y no de fortaleza. Así es que mientras un regimiento de voluntarios y otro de ejército recibían a tiros con admirable arrojo en Recoletos a la primer columna francesa que se destacó a apoderarse de la puerta, los defensores del Retiro, faltos de recursos, de armas y de jefes, retrocedían al Prado, fiando la defensa a las barricadas de la calle de Alcalá. El momento aquél lo fue de gran pánico y de consternación; pero la verdad es que entre mucha gente apocada, la hubo también resuelta y decidida.

Perdido al fin Recoletos, corrimos todos por la calle del Barquillo hacia la de Alcalá, y cuando llegamos, ya los franceses eran dueños del Pósito, del palacio de San Juan, y procuraban apoderarse de San Fermín y de la casa de Alcañices. Fue muy mala idea la de construir la gran barricada más arriba del Carmen Calzado, dejando al descubierto la calle del   —188→   Turco y todos los edificios del extremo de aquella gran vía; así es que los imperiales, apoderáronse fácilmente de estos y abriéndose paso después por el interior a la citada calle del Turco, dominaron de tal modo la posición, que al cabo de un cuarto de hora de estéril tiroteo, vimos que era preciso buscar la nuestra un poco más arriba, entre Vallecas y el callejón de Sevilla.

Se hacía fuego tenazmente desde los balcones de ambos lados de la calle, y no había casa alguna que no fuese improvisada fortaleza, pues la tenacidad de nuestros paisanos era tanta, que no les acobardaba ver la creciente ventaja del enemigo, su inmensa fuerza y arrogancia. La población, antes indecisa, cobraba ánimos al verse invadida, y un furor parecido al del 2 de Mayo inflamaba el pecho de sus habitantes. Escenas parciales de encarnizada y cruel lucha se repetían a cada rato en las casas invadidas; batíanse con ferocidad a arma blanca los que no la tenían de fuego, y el Emperador pudo ver muy de cerca aquella enajenación popular, y aquel divino estro de la guerra, que varias veces mostró no comprender en paisanos y menos en mujeres.

En medio de esta refriega se hizo la tercera intimación, y cuando creímos que nuestros jefes contestarían a ella mandando redoblar el fuego, observamos que este cesaba en la gran barricada, y que a todo escape corría a caballo el marqués de Castelar hacia la casa de Correos, donde estaba la Junta permanente.

-¿Qué hay, Sr. D. Diego? -pregunté a este   —189→   viéndole venir hacia mí, con su escarapela de honrado-. No sabía que también estaba usted entre nosotros.

-He estado en el Retiro desde el amanecer -me contestó-. Pero ¿qué se había de hacer, con tan mala y tan poca artillería?

-¿Pero por qué ha cesado el fuego?

-El marqués de Castelar ha pedido una tregua para consultar a la Junta. Creo que habrá capitulación. ¿Has visto a Santorcaz?

-¿Yo?... Ni ganas.

-Pues te andaba buscando ayer tarde con mucho empeño.

-¿También se ha batido D. Luis?

-Vaya: en el Retiro estaba hace poco gritando como un furioso y jurando matar a los que nos han hecho traición. Pero luego nos ha aconsejado que nos retiremos a nuestras casas, porque es imposible pelear contra los franceses.

Subía la calle arriba mucha gente del bronce, gran número de honrados, voluntarios y algunas mujeres, y según las imprecaciones que oí en boca de todos, se comprendía que los defensores de Madrid no habían recibido bien la suspensión de armas.

-¡Como que les han untao! -decía un majo de trabuco y charpa.

-¡Que nos han vendío! -exclamaba una mujer, en quien me pareció reconocer a la viuda de Chinitas.

-Si cojo a Castelar por delante me lo como.

-Ya me percataba yo que el Tomasillo Morla estaba vendido al Tuerto. ¿Cuánto va a que él puso los cartuchos de arena?

  —190→  

-¡Más vale morir que rendirse! Canallas, cobardes: si tenéis miedo, quitaos de en medio, y dejadnos a nosotros.

-Compañeros, antes que la corte de las Españas y la mapa del mundo, que es Madrid, caiga en poder de los gabachones, tuertos, botelludos, dejémonos matar tras esas piedras.

-¡Que hayamos vivido para ver esto!

-Ni la Junta, ni el Consejo, ni los generales, ni el corregidor, ni ninguno de esos Caifases tienen tanto así de vergüenza.

De este modo, en diversos estilos, expresaba el pueblo de Madrid su rabia, no tanto por verse casi vencido, como por echar de menos el amparo de las autoridades, y encontrarse solo entre un enemigo formidable y un poder débil, incapaz de imitar las desesperadas sublimidades de Zaragoza y Valencia. Así es que desde la suspensión de la lucha cundió el desaliento tan rápidamente, y la idea de una capitulación indispensable se apoderó tan pronto de todos los ánimos, que las armas se caían de las manos. Cercados por poderoso enemigo, ¿qué podía hacerse sin entusiasmo, y qué entusiasmo cabía allí donde los jefes no contaban para nada con lo extraordinario, con lo divino, con aquella táctica ideal y no aprendida, que o detiene las catástrofes o las hace gloriosas, no dejando al vencedor sino lo material de la victoria, la posición topográfica, aquello que podrá ser lo principal en los hechos de un día, pero que es lo secundario y lo último en la historia?

El pueblo español, que con presteza se inflama, con igual presteza se apaga, y si en una hora   —191→   es fuego asolador que sube al cielo, en otra es ceniza que el viento arrastra y desparrama por la tierra. Ya desde antes del sitio se preveía un mal resultado por la falta de precaución, la escasez de recursos y la excesiva confianza en las propias fuerzas, hija de recuerdos gloriosos a todas horas evocados, y que suelen ser altamente perjudiciales, porque todo lo que aumenta la petulancia, lo hace quitándoselo al verdadero valor. Lo que habían preparado las discordias, la impremeditación y la soberbia, rematolo la excesiva prudencia de autoridades timoratas, que, además de no ver dos palmos más allá de sí mismas, no comprendieron que la capital no debía rendirse con menos aparato que la última aldea de Castilla. La presencia de Napoleón traía a aquellos pobres señores muy azorados, y tanto se preocuparon de sus togas, de sus posiciones, de sus fajas y de sus sueldos, que con todas estas telarañas ante los ojos era imposible que pudieran ver otra cosa.




ArribaAbajo- XVIII -

Diose orden de que los cuerpos ocuparan sus primitivas posiciones, y partí otra vez a los Pozos, contemplando por el camino el espectáculo de Madrid abatido y desilusionado. En algunas partes, escenas de escandalosa protesta contra las autoridades y amenazas y gritos: en   —192→   otras, vergonzoso silencio y raras manifestaciones de la general angustia.

Cuando llegué a la puerta de los Pozos, los soldados y voluntarios estaban en actitud un tanto sediciosa. El Gran Capitán, que continuaba en el jardín de Bringas, no quería creer la noticia de la próxima y ya inevitable capitulación.

-Gabriel -me dijo-, eso que cuentan no puede ser cierto, y sin duda es alguna estratagema de D. Tomás de Morla. ¡Cómo se miente! ¡Creerás que unas desvergonzadas mujeres llegaron aquí diciendo que el Prado y media calle de Alcalá estaban en poder de la Francia! Me dio tal enfado que si no estuviera mi mujer entre las que tal insolencia decían, las habría atravesado de parte a parte.

No quise darle un disgusto, y callé.

-Aquí hemos tenido un combate terrible -continuó-. Se atrevieron a acercarse, y esa compañía de voluntarios salió y les hizo tan terrible fuego que no han vuelto a asomar las narices. En tan grande acción, no tuvimos más que cinco muertos y once heridos.

Vi en efecto, que Pujitos se ocupaba en acomodar estos últimos en las casas inmediatas con auxilio del generoso vecindario, y que en torno a los cinco primeros una multitud de mujeres entonaban estrepitoso miserere de imprecaciones y lamentos. En las cuatro puertas septentrionales no había ocurrido otra lucha importante que aquella que Fernández me refería.

El cual prosiguió así:

  —193→  

-Pensar que aquí nos rendiremos, es pensar en lo imposible. Ríndase todo Madrid; mas no se rendirán Los Pozos. ¿No es verdad, muchachos?

Los muchachos, sentados en el suelo del citado jardín, y a la redonda, despachaban unas sopas, acompañados de mujeres y chiquillos; y con tanta gana comían, y tal era su pachorra y tranquilidad, que no me parecieron dispuestos a secundar los gigantescos planes del portero de la oficina de Cuenta y Razón. Antes bien, el uno con su reumatismo, el otro con sus toses, y aquel con sus escalofríos, tenían cara de satisfechos por el fin de una aventura que empezó con visos de ser broma pesada.

-Pues si está de Dios que nos rindamos, nos rendiremos -dijo un bravo, que lo menos tenía a cuestas sesenta años y pico.

-Hemos hecho todo lo que exigía el honor. No es posible más -dijo otro-. Cuando los jefes han acordado la rendición, ya sabrán que es imposible resistir.

-Yo -añadió un tercero- he cumplido con mi deber. Lo menos he disparado tres tiros.

-Y yo, aunque no he disparado ninguno, le cargaba la escopeta a aquel soldadillo del bigote rubio.

-Esto no se puede oír -exclamó bramando de ira D. Santiago-. Pero ¿qué se puede esperar de unos hombres que se ponen a comer sopas, cuando tenemos a cien varas de nosotros al vencedor de Europa? ¡Fuera de aquí, almas de mazapán, cuerpos momios y sangre de arrope! ¿De qué os valen esas canas que estáis deshonrando?   —194→   ¿De qué vuestros años, hasta ahora no envilecidos? ¿De qué el haber asistido a aquellas gloriosas campañas?... Nada, lo dicho dicho. Se rendirá Madrid; pero no se rendirán los Pozos.

-Mira, marido mío -dijo a esta sazón doña Gregoria que en unión de las otras vecinas, había venido con un canastillo y algo de bebida para D. Santiago-, ya has cumplido con tu deber; ya te has portado como un valiente, y tan verdad es esto, que por todo Madrid andan contando tus hazañas que has hecho, y hasta el capitán general dicen que echó un discurso poniéndote por modelo de los buenos patriotas. Basta ya, y puesto que todo se acabó, y no hay más guerra por ahora, no seas testarudo. ¿Qué vas a hacer tú solo?

El Gran Capitán no contestaba, y paseo arriba, paseo abajo, con el arma al brazo, atendía tan sólo a sus agitados pensamientos.

-Dejémonos de tonterías, marido mío -añadió doña Gregoria-, y vamos a despachar este cocidito y esta botella de vino. ¿Acaso puede Napoleón decir que te ha vencido? Eso no, porque buen cuidado tuvo de no asomar por aquí; que si tú lo llegas a coger...

-Quítate de mi vista, vete de aquí -gritó de improviso el veterano-, y no me seduzcas con tu cocidito y tu bebida, que no soy hombre que se entrega a la molicie en días de peligro. Afuera los cantos de sirena, y las seducciones del amor y los ricos manjares. No como: he dicho que no como, y basta. He dicho que no volveré a mi casa vencido, y no volveré.   —195→   Se rendirá Madrid; pero yo no me rindo.

-¡Hay hombre más cabezudo!

Entonces el Gran Capitán llamó a su mujer y llevándola aparte conmigo a un rincón de la huerta de Bringas, que era donde estábamos, le habló así muy gravemente:

-Señora doña Gregoria Conejo, ¿cuánto hace que nos casamos?

-Cuarenta y cinco años, tres meses y nueve días, si no cuento mal -respondió absorta la anciana, sin comprender en que pararía aquello.

-En estos cuarenta y cinco años, tres meses y nueve días, ¿le he dado algún disgusto a la señora doña Gregoria Conejo?

-No, marido mío -respondió algo conmovida.

-Pues bien: si le he dado alguno, le ruego que me lo perdone, y está dicho todo.

-Tú estás loco, Santiaguillo. ¿A qué dices esas necedades?

-¿Tiene Vd. alguna queja de su marido?

-Yo no, y como él no la tenga de mí...

-Pues por mi parte -dijo el Gran Capitán con alguna emoción-, yo le digo a doña Gregoria Conejo que la quiero hoy lo mismo que el día que nos casamos, y que todavía me parece tan guapa, tan mona y tan salada como cuando éramos novios, y que no tengo ninguna queja de ella, más que la de no haberme dado hijos, lo cual en verdad ha sido voluntad de Dios.

-Sí, niñito mío -respondió la vieja-; pero ¿a dónde va tanto hablar?

  —196→  

-Esto va a que te retires y me dejes, porque si no, reñimos por primera vez. Pero te has de ir perdonándome todo agravio que te haya hecho en el discurso de nuestra común vida. En mi testamento te dejo todo lo que poseo, que no es mucho, y además de las ocho misas que dejo mandadas, harás que me digan otras ocho. Y quiero que me entierren con mi lanza y con los dos reales que me dio D. Luis Daoiz, cuando le llevé las botas a la calle de la Ternera, y basta ya de palabras.

-¡Ay, Santa Virgen de Maravillas, que mi marido está loco y se quiere matar! -exclamó doña Gregoria echándole los brazos al cuello-. Santiaguillo, no digas tales simplezas... ¿Me quieres dejar viuda? ¿Qué es eso de testamentos y misas?

-He dicho que si Madrid se rinde, no se rendirán los Pozos; y si los Pozos se rinden, no se rendirá el jardín de Bringas -afirmó secamente el anciano, deshaciéndose de los brazos de su esposa-. ¡Atrás, seductora; atrás, sirena; atrás, flaqueza de mi valor!

-¡Bárbaro, animal! -dijo llorando la buena mujer-. ¡Este pago me das, así tratas a la que te ha querido tanto! Si fue ayer cuando nos casamos, y me parece que te estoy viendo venir con tu gorra de cuartel, tan garboso y tan chusco, a la reja de la casa donde yo servía... A ver, chiquillo, si te acuerdas de aquellas coplitas que me cantabas...

-Yo no estoy para coplitas, señora. Retírese Vd.

-¡Y estar una queriendo a un hombre cincuenta   —197→   años, estar una enamorada toda la vida y mirándose en los ojos de su marido, para recibir este pago!... Santiago, mira que me enfado. Vámonos a casa, y maldito sea el Emperador, causante de mis desgracias, y a quien vea yo comido de perros.

Ni los ruegos, ni las amenazas, ni los artificios de su mujer quebrantaron la entereza de mi ilustre amigo, el cual resistiéndose a tomar alimento, por no caer en la molicie, rechazando toda idea de descanso, volvió a pasearse de largo a largo en la extensión de la huerta, arma al brazo.

Y sucedió que una infinidad de chiquillos del barrio, a quienes antes se había prohibido introducirse allí, vencieron por fin con la gran fuerza de su curiosidad y travesura los rigores de la guardia; se colaron repentinamente y en tropel, recorrieron la fortificación metiendo las narices por todas partes, y tocando con sus manos los cañones y cureñas, gozosos de ver tan de cerca todo aquel tremendo aparato. Como el asedio se daba por concluido, nadie se cuidaba de estorbar su impertinentísima inspección y entrometimiento. Luego que en todo pusieron las manos, las narices y los ojos, empezaron a echárselas de soldados, dando gritos de guerra y marchando a compás, todo según en las personas mayores habían visto, y con estos militares aspavientos entráronse por la huerta de Bringas adelante, batiendo cajas, disparando tiros, soplando cornetas y relinchando al modo de caballos, todo hecho con la boca, en mil discordes sones que atronaban el   —198→   espacio. Y en cuanto divisaron a D. Santiago Fernández, a quien los más conocían, fueron derechos a él y le rodearon, gritando entre saltos, brincos, cabriolas y corcovos: «¡Viva el Gran Capitán, viva el Grandísimo Capitán!».

Visto y oído lo cual por nuestro insigne veterano, parose, y quitándose el sombrero hizo varios saludos y cortesías diciendo:

-Gracias, mil gracias, señores míos. Ya he dicho que si Madrid se rinde, yo no me rindo.

Las aclamaciones y los chillidos siempre acompañados de zapatetas, cabriolas y vueltas de carnero, tocaron los límites del delirio.

-Todos vosotros sois grandes patriotas, ¿no es verdad? -prosiguió mi amigo-; y no como estos cobardes, corrompidos por los placeres. Ya veo que la juventud vale más que la edad madura, y a mi lado os quisiera ver, valientes españoles, defendiendo a nuestro amado Monarca.

La algazara y jaleo de los muchachos al oír esto fue tal, que no cabe en descripción ni en pintura, pues no parecía sino que cuantos angelitos engendraron los matrimonios de un siglo estaban allí haciendo de las suyas. Allí vierais el correr, el atropellarse, el darse de coscorrones, el cantar y gritar, el batir palmas, el tirar coces, el correr y dar vueltas arremolinándose en torno de mi amigo, cuyas piernas por largo tiempo estuvieron sin movimiento en medio de aquel zumbador enjambre.

-Tantas muestras de afecto, señores -dijo al fin-, me conmueven, y no las puedo considerar sino como una prueba de lo bien acogida   —199→   que ha sido en Madrid mi conducta. Pero digan ustedes por ahí, que el cumplimiento del deber no merece alabanzas, pues estas sólo son para lo extraordinario y heroico. Mi deber es defender este sitio, y le defenderé. Conque basta ya de aclamaciones y aplausos.

Pero que si quieres. Buena familia era aquella para hacer caso de tales amonestaciones. Fue preciso que uno de los jefes diera orden de echarlos fuera, y aun así costó trabajo librar a D. Santiago de la ruidosa ovación. Además quiso nuestro coronel que todas las personas extrañas desalojaran el recinto fortificado, y al fin, no sin esfuerzo, hicimos salir a las mujeres, inclusa doña Gregoria, que se fue llorosa y entristecida, encargándome que no perdiese de vista a su buen marido.

No sé si he dicho que por los Pozos había pasado poco antes a caballo D. Tomás de Morla camino de Chamartín, donde el corso tenía su cuartel general. Largo rato duró la conferencia con el Emperador, porque el regreso de Morla fue muy tarde, y por cierto que al volver, su rostro demudado y tenebroso demostraba que en la entrevista había habido sapos y culebras. Aquel gigante con corazón de niño fue tratado por Napoleón como un muchacho de escuela. Después se supo que el vencedor le puso cual no digan dueñas, sacándole a relucir el haber permitido que no se cumpliera la capitulación de Bailén, y amenazándole con fusilarle a él y a sus tropas, si la población no se rendía antes de las seis de la mañana del día siguiente.

  —200→  

La tarde pasó sin ningún acontecimiento militar digno de contarse. Los franceses ocupaban sus posiciones sin hacer fuego, y nosotros, seguros de que todo se daría por concluido, estábamos también quietos y en expectativa. La agitación en el interior de la villa persistía; y según oí, numeroso gentío, nada tranquilo por cierto, llenaba la Puerta del Sol, con la atención fija en la casa de Correos, residencia de la Junta.

Rendido de cansancio, el gran Pujitos tendiose en el suelo junto a mí, y me dijo:

-Ya esperaba yo esto que ha pasado. ¿No te dije que los traidores iban a vendernos a los franceses?

-Más que a la traición -respondí con mucha tristeza-, debemos atribuir este mal resultado a la falta de recursos para la defensa.

-¿Qué? -exclamó el héroe con mucho enojo-. ¡Qué falta de recursos ni qué niño muerto! Con los voluntarios basta y sobra. Pero, hijo, contra traidores nada podemos, y así los vea yo podridos, y mala sarna se los coma. Hace poco estuvo aquí el malcarado y peor chapado Santorcaz, y no lo despabilé por aquello de que uno no quiere meter bulla en estas ocasiones, pero...

Y dio un resoplido que anunciaba exterminadores proyectos contra los enemigos de la patria.

-¿Y a qué vino acá ese charlatán embaucador?

-A buscarte, muchacho. ¡Sabes que debes andarte con cuidado! Cuando le dijimos que no   —201→   estabas, dio la gran patá en el suelo y apretó los dientes. Venían con él Majoma, Tres Pesetas y otros perdidos que ahora le hacen la comitiva, junto con un tal Román, que fue criado de una casa rica. Este, cuando oyó que no estabas y vio que Santorcaz daba aquella gran patá, le dijo: «Pues esta noche no se nos escapará». ¿Qué tal? Mala gente es esa, Gabriel, y ya te dije que están vendidos en cuerpo y alma a los franceses. De modo que ahora hay que huir de ellos como de la sarna, porque los meterán en lo que llaman pulicía, que es al modo de alguaciles, para prender al que se les antoje.

-No me prenderán a mí -dije-, por lo menos mientras sea soldado. Después de la rendición, yo buscaré medios de que no me cojan, aunque la verdad, amigo Pujitos, no sé por qué me quieren mal esos señores, ni por qué hablan de si me escaparé o no me escaparé.

-Te digo que son malos más que Judas, y que ahora harán ellos migas con los franceses, como que todos son unos, lobos y zorros... pues, y a todo el que tengan entre ojos le molerán a palos, si no es que me le arman un trementorio de otrosís, y me lo empapelan y me lo ponen a la sombra.

-En todo eso que ha dicho el amigo Pujitos -respondí-, hay mucho de verdad. Quiera Dios no nos den que sentir esos bergantes; y si en Madrid no podemos vivir, afuera todo el mundo y combatamos allí donde sepan morir antes que rendirse a los franceses.

Levantose el héroe, y poniéndose la mano   —202→   en el pecho, hizo exclamaciones de ardiente patriotismo, después de lo cual nos separamos.

Al avanzar la noche, la tropa de línea que estaba en los Pozos, recibió orden perentoria de internarse y fue que cuando la Junta acordó formalmente la capitulación; no queriendo el marqués de Castelar presenciar este hecho, ni tampoco que se rindiera la tropa, discurrió el escapar con ella por la puerta de Segovia, lo que verificó con toda felicidad a media noche. Solo los paisanos, ¿qué esperanza quedaba? Para que la rendición de Madrid fuera honrosa, la diplomacia, no las armas, debía hacer un esfuerzo.

Yo conté al Gran Capitán lo que pasaba, con la esperanza de que desalentado se retirase a su casa, como habían hecho otros pobres veteranos, convencidos de su inutilidad. Él juró y perjuró que era imposible una capitulación acordada por la Junta, pero contra lo que yo esperaba, de repente dijo:

-Tengo que ir a mi casa, Gabriel; ¿quieres acompañarme?

-Al instante -le contesté.

Y pedimos permiso al jefe, que nos lo concedió de buen grado. Era ya muy entrada la noche.



  —203→  

ArribaAbajo- XIX -

Pronto llegamos a nuestra morada de la calle del Barquillo. Abrió mi amigo la puerta de su casa, con llave que consigo llevaba, subimos, abrió la entrada de su domicilio de la misma manera, y encontrámonos dentro de la salita donde tantas veces me ha visto el discreto lector en compañía de mis amables vecinos. En la pared del fondo, donde desde inmemoriales tiempos tenía asiento la lanza consabida, había una especie de altarejo, sobre cuya tabla, dos velas de cera puestas en candeleros de azófar, alumbraban una imagen de la Virgen de los Dolores, un San Antonio y otros muchos santos de estampa, que de los cuatro testeros habían sido descolgados para congregarlos allí. Algunas cintas y lazos a falta de flores, servían de adorno al improvisado tabernáculo, con varios jarros y cacharros antaño lujosos y bonitos, pero ya perniquebrados, mancos y heridos. Delante de todo esto, estaba el sillón de cuero, y sentada en él doña Gregoria, profundamente dormida. La pobre mujer que de tal modo se había rendido al cansancio tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, aún humedecida la cara por recientes lágrimas, y sus cruzadas manos indicaban que el sueño la había sorprendido en lo mejor de su fervorosa oración.

  —204→  

Quedose suspenso el espeso al verla, y después me dijo:

-Gabriel, no hagamos ruido, porque no se despierte; que más vale que descanse la pobrecita.

Después llegándose a una cómoda vieja que en un rincón había, añadió en voz muy baja:

-Aquí en la tercera gaveta está mi testamento: y en esta otra todo el dinero que tengo ahorrado, con el cual mi mujer puede mantenerse en lo que le quedare de vida, que no será mucho. Voy a escribir mis últimas disposiciones. No chistes ni me respondas nada.

Y acto continuo sentose junto a la mesilla y con una pluma de ganso mal cortada trazó sobre un papel dos docenas de torcidas líneas.

-Aquí dispongo -añadió alzando la vista del papel-, que las misas me las digan en San Marcos, donde está enterrado D. Pedro Velarde, ese valiente entre todos los valientes. En cuanto a mis huesos, no dispongo nada, porque no sé dónde caerán.

-Todavía está Vd. con esas manías -dije-. Hablaré en voz alta para que despierte doña Gregoria y le ponga a Vd. las peras a cuarto.

-No harás tal, porque te estrangularé; que no quiero que ella abandone su blando sueño para pasar amarguras. Aquí en esta primera gaveta dejo mi última disposición.

Y luego levantándose y acercándose de puntillas a su mujer, la contempló un buen espacio, pálido y conmovido: después de un rato, llevome a la alcoba inmediata, y sentándose en la cama en sitio desde el cual, al través de   —205→   la mampara medio abierta, se veía el rostro de doña Gregoria iluminado por las luces del altar, hablome así:

-Si algo enflaquece mi ánimo, es la vista de mi inocente esposa, a quien voy a dejar viuda. Te confieso que al considerar esto, se me nublan los ojos, se me oprime el corazón y estoy a punto de dar al traste con toda mi fiereza. ¿No la ves desde aquí? Parece que fue ayer cuando nos casamos; parece que no han pasado cuarenta y cinco años, y se me representa con la misma celestial figura que tenía allá por los tiempos de Maricastaña, cuando yo iba a la reja, llevándole media libra de peras en el pañuelo o un par de mantecadas de Astorga. En todo este tiempo no me ha dado nada que sentir, y hemos vivido juntos como dos palomos, queriéndonos lo mismo que el primer día. ¿No la ves desde aquí? ¿No ves su hermosa cara, tan serena y tranquila a pesar de su tristeza? Yo la estoy viendo con sus cabellos de oro, con su boquita encarnada como un casco de granada, con sus dulces ojos azules, que al mirarte parece que se abre el cielo delante de los tuyos, estoy viendo el nácar de su tez y su airoso y gentil cuerpecito, lo mismo que su garganta alabastrina. ¡Oh, Dios mío! ¡Tan hermosa, tan buena y tan desgraciada!

Bien por efecto de la imaginación, ofuscada por aquellas palabras, bien porque la situación diese a doña Gregoria ideales encantos, lo cierto fue que a pesar de sus blancos cabellos, de su tez arrugada y de su en tantas partes notoria vejez, la estaba viendo tan hermosa como   —206→   el Gran Capitán decía. ¡Milagroso efecto del pensamiento!

-Mira, Gabriel; desde que nos vimos hace cincuenta años, nos quisimos: vernos y querernos fue todo uno, lo mismísimo que cuentan de los amantes de Teruel. Un lustro duró nuestro noviazgo, porque yo no tenía posibles; pero desde el primer día concertamos la boda. Durante aquel tiempo, ni riñas, ni bromicas, ni celillos. Nunca hemos tenido celos el uno del otro, porque desde el primer día la confianza fue nuestro norte. Todos me tenían envidia. ¡Ay! Cuando nos casamos fuimos tan felices, que no hubiéramos cambiado nuestra casa por siete imperios. Y desde entonces, hijo, esta felicidad no se ha alterado. ¡Ay! se me parte el corazón al pensar que desde mañana se acostará sola en esta cama, que por cuarenta y cinco años nos ha visto juntitos.

Al decir esto, el Gran Capitán se llevó el pañuelo a los ojos para secar sus lágrimas.

-Vamos, amigo -le dije-; de veras no sé si reírme o enfadarme, oyendo lo que usted dice. ¿Está loco por ventura?

-Si tú no comprendes esto -me contestó-, es porque eres un simplón y un majadero egoísta. ¿Tú sabes lo que significa cumplir uno con su deber? ¿Tú sabes lo que significa el honor? y si sabes todo esto, ¿ignoras lo que es la honra de la patria, que vale más que la propia honra? Escúchame bien: si me causa angustia y pesar la consideración de la viudez de Gregorilla, mayor, mucha mayor pena me causa el considerar que la capital de España se entrega a   —207→   los franceses. Esto es terrible, esto es espantoso, y no vacilaría en dar mil vidas y en sufrir todos los tormentos por impedirlo. ¡España vencida por Francia! ¡España vencida por Napoleón! Esto es para volverse loco; ¡y Madrid, Madrid, la cabeza de todas las Españas en poder de ese perdido! De modo que una Nación como esta, que ha tenido debajo de la suela del zapato a todas las otras naciones, y especialmente a Francia; de modo que esta Nación que antes no permitía que en la Europa se dijera una palabra más alta que otra, ¿ha de rendirse a cuatro troneras hambrones? ¿Cómo puede ser eso? Eche Vd. a los moros, descubra y conquiste Vd. toda la América, invente usted las más sabias leyes, extienda Vd. su imperio por todo lo descubierto de la tierra, levante Vd. los primeros templos y monasterios del mundo, someta Vd. pueblos, conquiste ciudades, reparta coronas, humille países, venza naciones, para luego caer a los pies de un miserable Emperadorcillo salido de la nada, tramposo y embustero. Madrid no es Madrid si se rinde. Y no me vengan acá con que es imposible defenderse. Si no es posible defenderse, deber de los madrileños es dejarse morir todos en estas fuertes tapias, y quemar la ciudad entera, como hicieron los numantinos. ¡Ay! todos mis compañeros se han portado cobardemente. España está deshonrada, Madrid está deshonrado. No hay aquí quien sepa morir, y todos prefieren la mísera vida al honor.

-Pero cuando no se puede triunfar -le dije-, es una temeridad seguir peleando, y más   —208→   vale guardar la vida para emplearla con éxito en mejor ocasión.

-¡Simplezas y tonterías! El honor mandaba a los madrileños morir antes que rendirse, y el honor nos manda a los de la puerta de los Pozos, que muramos todos allí antes que entregarla.

Pues no creo que estén dispuestos a ello.

-Pues yo lo estoy, porque mi conciencia, que es la voz de Dios, me lo manda. Se rendirá la puerta; pero el jardín de Bringas está bajo mi mando, y el que quiera entrar en él pasará sobre mi cadáver.

-¡Temeridad loca, y hasta ridícula!

-Así será para los que no tienen idea de la honra de la patria, y para los que no ven nada más allá de esta ruin existencia, ni nada más allá del pan que comen todos los días.

-Entregarse de ese modo a la muerte es un suicidio, y el suicidio es un gran pecado.

-No es suicidio, no. La ley ineludible de la patria me ha puesto en un lugar que debo defender aun a costa de la vida. ¿Que vienen fuerzas superiores? ¡pues vengan! La patria me manda esperar tranquilo, y la ley me veda el apartar los pies de aquel sitio. ¿No morían los mártires por la religión? Pues la patria es una segunda religión, y antes que faltar a su ley, el hombre debe morir. ¿Y qué es la muerte? Los necios se asustan de la muerte, porque la muerte les quita el comer y el gozar. ¡Mentecatos! ¿Por ventura, no son mejor comida y mejor goce los de la bienaventuranza eterna? Ve ahí a mi esposa. Cierto que me aflige dejarla;   —209→   pero sé que la perderé de vista tan sólo por algún tiempo, y que sus virtudes la llevarán luego a donde la tenga delante de mis ojos durante todas las eternidades, sin cuya compañía creo que el mismo cielo me sería fastidioso. ¡Morir! ¡Ahí es gran cosa morir, y apañado tienes el ojo! ¿Pues acaso el morir es mal que puede compararse siquiera al dolor de un rasguño recibido en la tierra? Y si el morir no es nada para el miserable cuerpo, ¡cuán grande y fausto suceso no es para nuestra alma, mayormente si por la nobleza de nuestro fin nos empingorotamos sobre todas las cosas nacidas! ¡Morir por la patria, morir en el puesto que a uno le marca su deber, morir no por conquistar un pedazo de tierra, ni por un cacho de pan, ni por una baja ambición, sino por una cosa que no se ve, ni se toca cual es una idea y un sentimiento puro! ¿No es equipararnos a los santos del cielo y acercarnos a Dios todo lo que acercarse puede una criatura?

Dicho esto, calló. No le contesté nada, porque tanta grandeza me tenía anonadado.

Al cabo de un buen espacio volvimos de la alcoba a la sala; acercose él con pasos muy quedos a doña Gregoria, y le dio muchos besos, tan en flor por no despertarla, que apenas tocaban sus labios el arrugado cutis de la anciana.

Luego enjugose las lágrimas, y dirigiendo una mirada en redondo a todos los objetos de la sala, me dijo con voz grave y entera:

-Gabriel, vamos.



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ArribaAbajo- XX -

No valían razones contra él, y cuanto yo pudiera decirle habría sido predicar en desierto, razón por la cual determiné cesar en mi obstinación, reservándome el emplear después cualquier estratagema para impedir una desgracia. Como durante la visita a la casa había transcurrido mucho tiempo, cuando salimos principiaba ya a clarear la aurora, y advirtiendo por las calles más gente de la que en tales horas suele encontrarse, nos fuimos a curiosear un poco, antes de volver a los Pozos. Serían las seis cuando entrábamos en la calle de Fuencarral, y como era esta la hora señalada para la rendición, subían y bajaban por la citada vía numerosos grupos de hombres, armados unos, sin armas otros, pero todos puestos en mucha agitación. Había quien en alta voz declamaba contra lo capitulado, poniendo a Morla, a la Junta y a Castelar como ropa de pascua; otros se desahogaban insultando a Napoleón; muchos rompían las armas arrojándolas al arroyo; no faltaba quien disparase al aire los fusiles, aumentando así la general inquietud; y por último, hacia el Arco de Santa María, vimos algunos frailes dominicos y de la Merced que arengando a la muchedumbre procuraban calmarla.

-Vamos, corramos a nuestro puesto -dijo   —211→   Fernández-, no sea que nos tengan preparada una sorpresa.

-Aún no es la hora designada -dije procurando entretenerle de modo que llegáramos tarde.

-¿Cómo que no? -clamó con exaltación, avivando el paso-. Corramos, no sea que lleguemos tarde y entreguen los Pozos. Mal hemos hecho en abandonar nuestro puesto por una necia sensiblería. ¡Quién sabe lo que hará esa gente si no estoy yo por allí! Corramos, pues ya he dicho que se rendirá Madrid, que se rendirán los Pozos; que se rendirá el jardín de Bringas; pero que el Gran Capitán no se rinde.

Empezamos a correr, cuando detúvome de improviso un hombre que en opuesta dirección venía. Era Pujitos.

-Gabriel -me dijo muy sofocado-; vuelve atrás, no vayas a los Pozos; echa a correr y escapa como puedas.

-¿Por qué? ¿Qué pasa? -preguntó mi amigo con la mayor zozobra-. ¿Ha venido Napoleón en persona?

-¡Qué Napoleón ni qué Juan Lanas! -añadió Pujitos empujándome para que retrocediera-. Corre presto, que si llegas allá te echan mano. Ahora mismo han estado esos perros por ti.

-¿Quién?

-¿Quién ha de ser sino D. Luis Santorcaz, ese que llaman Román, y los tres o cuatro pillos que andan con ellos?

-¿Y a mí para qué me buscan?

  —212→  

-Para prenderte.

-¿Y quién es él para prenderme? -exclamé lleno de ira-. ¿Pero no dijeron por qué me quieren prender? ¿Qué he hecho yo?

-Sí dijeron, y es un aquel de traiciones que has hecho, y no sé qué diabluras. Conque a correr. Mira que vienen. Aire a los pies y buenos días.

-¡Eh!... Basta de simplezas -dijo el Gran Capitán-, y no me detengo más, que hago falta en otra parte.

Y marchose resueltamente hacia arriba sin decir nada más. Luego que me quedé solo con Pujitos, proseguimos nuestro altercado, él queriendo obligarme a que retrocediera, y yo obstinándome en seguir, pues me parecía una fábula aquello de mi prisión y la mudanza de Santorcaz y Román en alguaciles, y sobre todo en perseguidores míos por traiciones que yo no había soñado en cometer. Pero al fin logró convencerme recordando pasados sucesos que podían explicar, ya que no justificar, aquel hecho como una venganza; creí prudente seguir el consejo de mi compañero de armas, hombre que no por ser tonto dejaba de ser honrado, y me escurrí a buen andar en dirección al Espíritu Santo.

Cerca de la calle Ancha tuve un feliz encuentro en la aparición de mi reverendo amigo el fraile mercenario, que seguido de mucha gente venía en dirección opuesta.

-¿A dónde vas, Gabriel? -me dijo deteniéndome.

-Voy huyendo, padre -le respondí-; huyendo   —213→   de infames enemigos que me persiguen sin motivo alguno.

-¿Quién, quién es el atrevido que te acosa? -exclamó briosamente.

-Hombres pérfidos, hombres inicuos que han sido espías de los franceses, y ahora aparecen como oficiales de la justicia.

-¿Pero de qué justicia 10? ¿Quién nos manda? Sepámoslo de una vez. ¿Nos manda aún nuestra Sala de Alcaldes, o nos manda un bigotudo general francés, en nombre de Napoladrón? ¿Ha capitulado ya la plaza?

-No lo sé, padre; pero es lo cierto que esos hombres me buscan para prenderme, y con autoridad o sin ella, llevan sus reales despachos en toda regla, que maldito sea el que se los dio para que satisfagan infames venganzas personales.

-Vamos a ver qué es eso...

-No, padre, yo no pienso ver nada más que la calle por donde corro, porque conozco la clase de gente en cuyas manos voy a caer.

-Por la Santísima Virgen del Carmen, que nadie te ha de tocar el pelo de la ropa, al menos yendo conmigo. Ea, señores -añadió Salmón volviéndose a los que le seguían-, me voy a mi casa. Se despide de Vds. el padre Salmón, de la orden de la Merced; ya no soy nada, hijos míos; ya no tenéis padrito Salmón; ya no tenéis quien os predique, ni quien os aconseje, ni quien os diga cosas alegres. Se acabó todo: España es de los franceses; adiós frailes y monjas, que a todos nos van a quitar de en medio, hijos míos, y no hagáis pucheros, que de nada   —214→   valen ahora estos pucheros, pues no se defiende la religión con lagrimitas... No lloréis, que tarde piache, como dijo el otro, y sucumbamos. Adiós, hijos míos, que ahora os quieren hacer a todos herejes, y los religiosos estamos de más. Yo os echo la bendición, y cuidado, cuidadito con los pecados. Y tú, joven desgraciado, arrímate a mí, que aún nos queda un poquillo de influjo, y nadie te hará nada yendo en mi compañía. Ven conmigo a la Merced, y allí procuraremos ponerte en salvo.

Cuando marchamos juntos hacia la calle Ancha, oímos en derredor nuestro estentóreas y acaloradas voces de hombres y mujeres que gritaban: «¡Viva el padre Salmón! ¡Muera Napoleón! ¡Muera el rey de Copas!».

-En mi convento estarás seguro -me dijo luego el mercenario-, hasta que puedas salir de Madrid. ¿Piensas salir?

-En cuanto pueda, padre; no puedo ni debo estar más aquí.

-Haces bien: algunos compañeros míos piensan marcharse también a levantar por ahí el espíritu de los pueblos. Yo no saldré de Madrid, porque mi naturaleza es tan delicada y flatulenta, que no resiste los trabajos, hambres y estrecheces de una misión. A la casa de Madrid me atengo: ni quito ni pongo rey, y aunque dicen que el hermano de Copas nos quiere quitar, todo es filfa, hijito mío. Yo sé que andan por Madrid emisarios del Emperador que nos hacen la mamola a cencerros tapados para que le rindamos pleito-homenaje y transijamos con él, requisito indispensable para tratarnos   —215→   a maravilla, por lo cual opino que tan bien se sirve con Pedro como con Juan, y adelante con los faroles, porque si tienes hogazas no pidas tortas, y si te dan la vaquilla acude con la soguilla, que como dijo el otro, mano que da mendrugo, buena es aunque sea de turco.

Tan sumergido estaba yo en mis pensamientos que no contesté a mi amigo, si bien mi silencio no fue parte a que dejara de seguir hablando por todo el trayecto, durante el cual no nos ocurrió desgracia alguna, ni tuvimos ningún mal encuentro.

-Ya estamos en casa -me dijo cuando entramos-. Sube y probarás de unas magritas de la olla de ayer que el refitolero me ha guardado para hoy, poniéndolas con arroz; y te advierto que en todo lo que sea de arroz soy una especialidad, y a mí se me debe la introducción de las almejas y de la canela en la valenciana paella.

Entramos en su celda, donde me dejó, volviendo al poco rato con un cazuelillo debajo del manteo, y con esto y una botella que sacara de la alacena juntamente con una cesta llena de pedazos de pan, higos, aceitunas, nueces, embutidos, queso, dátiles y otras viandas, aderezó un almuerzo que me vino de perillas.

-Esta misma celda en que estás, y que es la mía -dijo mientras comíamos-, fue ocupada hace más de doscientos años, allá en los de 1620, por aquel insigne mercenario fray Gabriel Téllez, a quien generalmente se conoce por el maestro Tirso de Molina. Es fama que en este sitio, y quizás en esta misma mesa, escribió   —216→   su célebre Crónica de la Orden, porque comedias se cree que no hizo ninguna después de meterse a fraile.

-¿No le ha dado a Vuestra Paternidad por hacer comedias? -le pregunté.

-Hombre, algunas he hecho, y ahí están pudriéndose en aquella alacena. Mas no he intentado que se representen, porque el prior nos lo prohíbe, aunque son todas devotas. Una hice que no me parece mala, y se titula El Santo Niño de la Guardia. No deja de tener su sal otra que compuse con el rótulo de La tutora de la Iglesia y doctora de la Ley, toda en sonetos arreo, entreverados con lo que se llaman séptimas reales; y me daba tanto el naipe por estas obrillas que enjaretaba dos en una semana, y si no me lo prohibieran, le hubiera echado la zancadilla a Bustamante que escribió trescientas veintinueve comedias de santos.

-¿Y en qué se ocupa ahora Vuestra Paternidad?

-¿En qué me he de ocupar, muchacho, sino en hacer jaulas de grillos? ¿No sabes que soy el primer jaulista de Madrid? Pues a fe que me dan poco trabajo las tales obras. Mira cuántas hay allí. Aquella que tiene tres pisos, con dos hermosísimas torres y su reloj figurado en el centro, es para las monjas de Constantinopla; y aquella otra redonda que está por concluir, para las Carmelitas Descalzas que ha un mes me tienen loco con la dichosa obra.

En efecto, todo un rincón de la celda estaba lleno de jaulas hechas y por hacer, con todos   —217→   los materiales y herramientas propias de aquel oficio. De libros no vi sino los folletos y papeles que días antes recogió en casa de Amaranta.

-Yo soy un hombre que abomina la holgazanería -continuó Salmón-, y no me parezco a otros de esta misma casa que no se ocupan en maldita la cosa; aunque hay algunos, la verdad sea dicha, como el padre Castillo, que noche y día están metidos en un mar de libros y papeles.

-Y en verdad, padre -le dije-, ya que no hay cautivos que redimir, todos Vds. deberían pasar el tiempo en algún útil menester.

-Pues hay frailes que como no sea tirar a la barra en la huerta y jugar al tute en la solana, no hacen nada. Y si no, en la celda de al lado tienes al padre Rubio que se pasa la vida haciendo acertijos y enigmas, los cuales envía a las monjas para que ellas le devuelvan la solución y nuevos problemas, y tienen establecidas ganancias y pérdidas para el que acierta y para el que yerra, las cuales pérdidas y ganancias consisten siempre en algo de condumio. ¿Pues y el padre Pacho, que se ha dedicado a hacer punto de media y labra unos primores?... Esto es andar a mujeriegas, lo cual no me gusta. Yo al menos he hecho en lo tocante al arte eminentísimo de las jaulas adelantos admirables, y además me dedico a la medicina, para lo cual, con aquel Dioscórides que está a la cabeza de mi cama tapando la escudilla, me basta y me sobra.

Por estos caminos siguió nuestra conversación,   —218→   hasta que me entró gana de dormir. Mi amigo pidió permiso al prior para que me quedase allí todo el día y aun toda la noche, refugiado contra una injusta persecución, y me llevaron a una celda vacía, donde en lecho muy blando me acomodé, rindiéndome de tal modo el sueño, que hasta el siguiente día no di acuerdo de mí.




ArribaAbajo- XXI -

Cuando me levanté, y hube despachado el desayuno que con sus propias caritativas manos me llevó el padre Salmón, salí al claustro alto, donde mi amigo me dijo:

-Hay grandes novedades. Ayer a eso de las diez, se entregó la plaza a los franceses, una vez firmada la capitulación por el Emperador en su cuartel general de Chamartín.

-¿Y ha habido algo en los Pozos? -pregunté acordándome pesaroso del Gran Capitán.

-Creo que es el único punto donde hubo alguna resistencia, pues de todos los demás se apoderó sin dificultad el general Belliard, gobernador de la plaza.

Salió al encuentro de Salmón un fraile pequeño y viejo, que se apoyaba en un palo; hombre al parecer enfermo y de mal genio, que dijo:

-¿Sabe su merced, Sr. Salomón jaulista, las bases de la entrega?

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-Hermano Palomeque, no las sé; pero creo que ha llegado fray Agustín del Niño Jesús, el cual dicen tiene una copia que le suministró un individuo de la Junta.

-¿Qué vuelta por el claustro, padre Palomeque? -dijo un frailito joven, barbilindo, ancho de cuello, pulcro de rostro, arrebolado de nariz, nimio de cerquillo y con cierto aire galán, el cual de improviso se unió a nuestro grupo.

-Lo que hay -contestó Palomeque con rabia, dando un fuerte bastonazo en el suelo-, es que anoche me han robado una gallina, de las seis que tenía en el corral, y ¡ay del pícaro zorrón si le descubro, que por nuestro santo hábito, si fuera cierta la sospecha que tengo de un fraile madamo y almibaradillo, yo le juro que me la ha de pagar!

-¡Oh curas hominum! ¡Oh quantum est in rebus inane! ¡Oh cupidinitas gallinacea! ¿Y todo ese enfado es por una polla seca y encanijada, con cuyo caldo se podía administrar el bautismo?

-Basta de bromas; y si era encanijada, no la tenía yo para ningún zángano -exclamó Palomeque-. Pero a otra, y díganme de una vez en qué términos se ha hecho esa maldita capitulación. Por ahí asoma fray Agustín del Niño Jesús.

Llegó en efecto con paso grave el tal Niño Jesús, que era un fraile altísimo de estatura, moreno, de pelo en pecho, de aspecto temeroso, ojos fieros y una voz, por raro contraste, tan infantil y atiplada, que parecía salir de otra garganta   —220→   que la suya. Seguíanle otros dos frailes.

-Vamos a ver, señor músico, ¿qué dice esa minuta? -le preguntó el fraile barbilindo.

-Ahora lo veredes dijo Agrages -fue la contestación del padre Agustín-. Creo que Napoleón ha aceptado todos los artículos, excepto dos o tres de los menos importantes.

-El primero -dijo Salmón-, habla de la conservación de la religión católica, sin que se consienta otra.

-Justo -respondió el Niño Jesús sacando un papel-; y el segundo de la libertad y seguridad de las vidas y propiedades de los vecinos de Madrid. Igualmente establece el respeto a las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos seculares y regulares de ambos sexos, conservándose el respeto debido a los templos, todo con arreglo a nuestras leyes.

-Como no lo han de cumplir -indicó Palomeque-, excusado es que lo digan. Siga adelante.

-¿Para qué ha de leer más? Lo que sigue poco interés tendrá y apuesto a que habla de que si las tropas saldrán de Madrid con los honores de la guerra o no.

-Justo -dijo fray Agustín-, y también hay otro artículo en que se establece que no se perseguirá a persona alguna por opinión ni escritos políticos.

-Eso está muy mal pensado y peor resuelto -dijo otro de los presentes que era el padre Rubio, fabricador y artífice de acertijos-, porque si no quitan de en medio a los franc-masones y diaristas...

  —221→  

Luego el frailito almibarado, que era nada menos que maestro de teología, llegose a Salmón y le dijo:

-¿Se atreve Vuestra Paternidad a echar dos tantos a la barra esta tarde después de la siesta?

-¿Pues no me he de atrever?- contestó-. Y tú, Gabriel, ¿juegas a la barra?

-Este joven -dijo el maestro de teología con bondad-, ¿es aquel portento de las humanidades, aquel consumado latinista de quien Vuestra Merced me habló?

-El mismo que viste y calza, o por mejor decir, el segundo Pico de la Mirandola. Puede examinarlo Vuestra Merced y verá lo que son castañas.

Yo repetí que no sabía palabra de latín, y que toda mi fama en dicha lengua provenía de una equivocación.

-Modestus es -dijo el teólogo-. Y puesto que es Vd. tan gran latino, contésteme a esto: ¿qué quiere decir Vino a lo que vino?

-Eso no es latín, sino castellano -dijo Salmón.

-¡Oh! -exclamó el otro batiendo palmas-. Los dos se atascaron. ¿Conque castellano? Pues es tan latín como el Arma virumque. Vino a lo que vino, o lo que es lo mismo vi no aloque vino, que traducido literalmente, quiere decir con fuerza nado y me alimento con vino.

-Este fray Jacinto de los Traspasos de María es un pozo de ciencia -dijo Salmón-. Gabriel, te atascaste.

-Y díganme ustedes -prosiguió el otro-,   —222→   ¿qué quiere decirArchiepiscopi toletani onerati sunt mulieribus?

-Eso más claro es que el agua, mi señor don teólogo -repuso Salmón-. Es una blasfemia y calumnia; pero valga lo que valiere, quiere decir, salva la intención, que los arzobispos de Toledo están cargados de mujeres.

-¡Oh gansos, oh acémilas! Ya les cogí otra vez -dijo fray Jacinto-. El archiepiscopi que parece nominativo plural, es genitivo singular. De la palabra que suena mulieribus hago dos, a saber; muli æribus y resulta: los mulos del arzobispo de Toledo están cargados de riquezas. ¡Ajajá! Pues y lo de tú comes caracoles, ¿qué significa?

-¡Oh! No estoy para quebraderos de cabeza -replicó Salmón-. Dejemos eso, y ya que en el latín me ha vencido, esta tarde le venceré a la barra.

-Esta tarde no -dijo Rubio-, pues fray Jacinto ha prometido venir conmigo a ver a las Constantinoplas, que están locas por conocerle.

-Y Castillo, ¿dónde está? -preguntó Palomeque.

-En misa.

-¡Oh patres conscripti! -dijo otro fraile que vino a toda prisa por el claustro adelante-. ¡Grandes y estupendas novedades! Han llegado tres consejeros de Castilla, y están en conferencia con el prior.

-¿Y a qué vienen esos consejeros del diantre?

-Según he olido, les manda Napoleón para   —223→   que nos emboben, por ver si consigue que una diputación de regulares de todas las ordenes vaya a cumplimentarle y hacerle randibú en su cuartel de Chamartín.

-Antes al demonio.

-¿Conque randibú al azote de los pueblos, al enemigo de la religión, al carcelero de nuestro Rey? Muy bien; tras de cornudo aporreado, y vengan palos, que con besar la mano que nos los da, todo queda concluido.

-Como se han de levantar contra Napoleón hasta las piedras, y al fin ha de marcharse con su hermano, excusado es andarse con mieles.

A esta sazón llegó el padre Castillo, que venía de decir su misa, aquel discreto y agudo fraile que en casa de la señora condesa había hecho el expurgo de libros.

-Padre Castillo, ¿conque tenemos visita de consejeros de Castilla, para que nos humillemos ante Napoleón?

-No sé nada de esto.

-Yo estoy determinado a salir de Madrid e irme por esas provincias a predicar la guerra, juntando gente armada -dijo Rubio.

-Y yo, como me suelte por tierra del Barco de Ávila y eche allá cuatro sermones, levanto hasta las piedras -afirmó el Niño Jesús.

-Yo no me moveré de aquí -dijo Castillo-. En esta casa me mandan los estatutos que resida, y aquí residiré mientras no me echen. Fundose nuestra orden para redimir cautivos, no para predicar guerra ni armar soldados.

-Muy bien dicho; mas tampoco se fundó   —224→   para que la patearan Emperadores y la escupieran Juntas.

-Dios hará de nuestra orden lo que fuese servido -repuso Castillo-. En tanto, nosotros nos estamos mejor en nuestra casa, que por montes y valles incitando a los hombres a matarse. Y no es que dejemos de ser patriotas. Más harán las oraciones de un fraile piadoso en pro de nuestros ejércitos, que los sermones furibundos y crueles de esos desgraciados que con los hábitos al cinto se han lanzado a la guerra. Y dígame el buen Niño Jesús, ¿le parece meritoria y digna de un cristiano y de un sacerdote la conducta de ese dominico que no quiero nombrar y que se ha señalado por sus sanguinarias excitaciones a la matanza de franceses? No, nada que sea contrario a las generales leyes de la caridad debe sacarnos de nuestra ordinaria vida.

-Con buenas retóricas se viene ahora el padre Castillo -dijo otro de los presentes-. No, si no hagámonos miel, para que nos papen imperiales moscas.

-Dígame -preguntó un tercero-, ¿ha oído decir el Sr. D. Librote y Cata-pergaminos, que Napoleón va a reducir el número de regulares a la tercera parte? Pues sí, eso está muy bonito. Apláudalo el padre Castillo. Y nosotros veámoslo y callemos, ¿no? ¡Pues me gusta! De modo que si un conquistador atrevido pone en peligro nuestro instituto, lo daremos por bien hecho.

-¿Conque reducirnos a una tercera parte? -dijo Salmón-. ¡Bonita invención! Esas son las   —225→   tan decantadas novedades de los filósofos y de todos esos masones a la francesa que hay ahora.

-No disputaré sobre si es conveniente o no reducir el número de conventos -dijo Castillo-. Cuestión es esta delicada y sobre la que se podría hablar mucho. Lo que sí afirmo es que la reducción del número de regulares, y las ideas de poner coto a tantas fundaciones son bastantes antiguas, y se han ocupado de ello mil eminentes repúblicos. Ya saben todos que en el siglo pasado se ha clamoreado bastante sobre esto. ¿Y qué más? A principios del décimo sétimo siglo, cuando aún no se soñaba en enciclopedias, ni en revoluciones, ni en logias, ni en filosofías, personajes respetables y entre ellos algunos españoles sapientísimos se expresaron en igual sentido. Como me dedico a buscar papeles viejos, ¡vean mis caros hermanos la casualidad! en estos días he encontrado dos que vienen como de molde a terciar en esta contienda.

Y al punto fue a su celda, que muy cerca estaba, y volviendo con dos libros viejos, los mostró a sus hermanos.

-Aquí están -dijo-. Uno es el Memorial que al Rey D. Phelipe III dio en su consejo de Estado fray Luis de Miranda, lector jubilado de la orden de San Francisco, acerca de la ruyna y destrucción que amenazaba a la república y monarquía de España, si con presteza no se acude al remedio. Las causas y razones que expone son: PRIMERA, la muchedumbre de hacienda que de secular se está convirtiendo en eclesiástica. SEGUNDA, las innumerables personas,   —226→   que por sus particulares fines, de seglares se hacen religiosos, sin aver de ello necesidad, antes con daño de las mismas religiones. Esto se escribía en los primeros años del siglo décimo sétimo, y si el mal era cierto, juzguen vuestras paternidades si habrá aumentado, no habiendo nadie acudido al remedio. El otro libro se titula Discurso del doctor D. Gutiérrez, marqués de Careaga, en que intenta persuadir que la monarquía de España se va acabando y destruyendo a causa del estado eclesiástico, fundación de Religiones, Capellanías, Aniversarios y Mayorazgos. Esto está impreso en 1620. De modo, hermanos míos -añadió con zunga el buen Castillo-, que hace doscientos años hubo quien ya dio en la flor de decir que éramos muchos. Ahora, pues, carísimos, cada uno meta la mano en su pecho, consulte a su conciencia y pregúntese a sí mismo si cree estar de más: intelligenti pauca. ¿Y esas gallinas, padre Palomeque, cuántos huevos han puesto en la semana? ¿Y cómo van esas jaulas, padre Salmón? ¿Qué me dice Vuestra Paternidad de aquellos enigmillas tan reservados que le enviaron ayer las Constantinoplas, padre Rubio? ¿Halos acertado ya? ¿Y qué tal van esos toques de flauta, fray Agustín del Niño Jesús?

Y así fue dirigiendo a todos graciosas pullas, si bien ellos no se irritaban por esto, gracias al respeto que le tenían. Con esto y con la retirada de Castillo se desbarató el corro y casi todos fueron a husmear a la puerta de la celda del prior por ver si descubrían cuál era la misteriosa comisión de los consejeros de Castilla.   —227→   Cuando Salmón y yo íbamos a espaciarnos un poco por la huerta, vimos un fraile anciano que leyendo devotamente su libro de oraciones se paseaba en el claustro bajo. Pregunté a mi amigo quién era aquel venerable sujeto, y me dijo:

-Este es el padre Chaves, el más piadoso y recogido de todos los frailes de este convento, si bien me parece que es algo mentecato. No hace más que rezar, leer libros santos y asistir a todos los enfermos de la casa. Hace catorce años que no ha salido una sola vez a la calle. No recibe regalos, sino aquellos que puede dar a los pobres. Apenas come, y cuanto le dan aquí lo guarda para repartirlo los sábados a una chusma que viene a la portería, porque según dice él, ya que no puede redimir cautivos, quiere redimir a los que padecen la peor esclavitud de todas, que es la miseria. Antes te dije que era un mentecato; pero la verdad, hijo, Chaves es un excelente hermano.

-Dios ha puesto de todo en el mundo -pensé yo-, y así como no hay nada perfecto, tampoco hay cosa alguna que sea rematadamente mala.




ArribaAbajo- XXII -

Al día siguiente Salmón me dio muy malas noticias.

-¿Sabes lo que pasa, Gabriel? -me dijo entrando   —228→   muy de mañana en la celda que se me había asignado-. Pues he sabido que el Gobierno francés, que ahora nos rige, ha nombrado alguacil, o como ahora dicen, oficial, jefe o no sé qué de policía, a ese mismo Santorcaz que quería prenderte. Esto tiene indignados a cuantos le conocían, y prueba a las claras que ya estaba vendido a los franceses desde antes del sitio. También es indudable que en los días del sitio fue nombrado alguacil por la Sala de Alcaldes, sin que nadie acierte a darse cuenta de cómo consiguió tal cosa. Le acompaña hoy como antes su escuadrón de gente de mal vivir, que como sabes, era la que días pasados acaloraba los ánimos contra los franceses en los barrios bajos, haciéndose pasar por ardientes patriotas. Pero di, ¿qué has hecho para que te quieran prender? Porque me han dicho que él y los suyos te buscan con verdadero frenesí, registrando todos los rincones de Madrid.

-En verdad que no sé en qué fundan su persecución -respondí-; pues por más que me devano los sesos, no puedo traer al pensamiento ninguna acción mía que a cien leguas se parezca a un delito. Pero esos hombres son muy malos, y no hay que buscar fuera de ellos la causa de sus maldades.

-Pues me han dicho que en todo el día de ayer, ese Santorcaz no ha hecho más que prender gente sospechosa, es decir, gente a quien supone hostil a los franceses.

-Es una venganza personal -dije-, o tal vez deseo de apoderarse de mí para una baja intriga.

  —229→  

-¡Qué inmunda canalla! ¡Y de esta manera quieren el rey de Copas y su hermano hacerse amar de los españoles! Pues no es mal chubasco el que se nos viene encima. Dicen que Napoleón ha rasgado el acta de capitulación, expidiendo con fecha de ayer varios decretos contrarios a lo estipulado.

-Pues, padre mío -dije-, veo que me es preciso huir de Madrid a toda prisa.

-¡Huir de Madrid! ¿Crees que es fácil ahora? Estate unos días más en esta casa, que el prior no tendrá inconveniente en ello, y después veremos cómo te sacamos de la villa. ¡Oh! Me han asegurado que la salida es muy difícil hasta para las ratas. Parece que la gente de los pueblos inmediatos a Madrid está levantada en armas. Temen los franceses que esto sea cosa urdida con los de aquí para favorecer un movimiento insurreccional dentro de la corte, y han resuelto incomunicar a Madrid. La vigilancia que hay en las puertas es peor que de inquisidores; no dejan salir a alma viviente sin registrarle y darle mil vueltas; y como el viajero no lleve un papelucho que llaman carta de seguridad, expedida por esa bendita superintendencia de policía, a quien vea yo comida de lobos, lo someten a un consejo de guerra. Conque, hijo, estás en peligro; no puedes vivir en Madrid, y la salida es muy difícil. ¡Ah! En este momento se me ocurre una cosa, y es que podemos solicitar el amparo de la señora condesa, en cuya casa estuviste el otro día, la cual me han dicho que es amiga de los franceses.

-¡La señora condesa amiga de los franceses!

  —230→  

-Quiero decir partidaria. Su primo, el duque de Arión, que ha pasado toda su vida en Francia, entró en España con Bonaparte, de quien es muy devoto, y actualmente está en el cuartel general de Chamartín. Anteayer estuve en casa de la condesa, y le esperaban de un día a otro. Como haya venido, no nos sería difícil que aquella bondadosa señora te consiguiese una carta de seguridad para evadirte. Entretanto, hijo, aquí estás más seguro, y por sí o por no, vamos tú y yo ahora mismo a ver al prior del convento, que es hombre de mucho mundo, y de tanta trastienda, que sería capaz de pegársela al lucero del alba. Él nos dirá si lo que me ha ocurrido es razonable, o si hay otro medio más expedito para ponerte en salvo.

Y sin más dimes ni diretes, llevome a la celda del padre prior, que en aquel momento había vuelto de decir su misa y despabilaba dos onzas de chocolate. Era el padre Ximénez de Azofra un hombre pequeño, de edad madura, ojos muy vivos, sonrisa maliciosa, cortesanos modales y simpática conversación. Recibiome con mucha bondad, y cuando Salmón le expuso las apreturas en que yo me encontraba, dijo lo que sigue:

-En otras circunstancias, joven incauto, fácil nos habría sido socorreros poniéndoos al abrigo de esta casa. Pero ahora todo está del revés. El Gobierno intruso nos mira con muy malos ojos, y bastaría que le protegiéramos a usted para que se nos acusara de cómplices de la insurrección, que así llaman ellos a nuestra santa causa... En verdad que cada vez odio   —231→   más a esa canalla. Ved lo que hacen ahora. Desde que Madrid se ha rendido, ya les ha faltado tiempo para quebrantar lo convenido, y si prometieron respetar las vidas, libertades y hacienda de este vecindario, ayer todo ha sido prender y encarcelar gentes honradas, a quienes se acusa de auxiliar a los insurgentes de Talavera y de Cuenca. Todo es sospechar, y acusar, y asustarse hasta de vanas sombras; y como los restos del ejército de San Juan y las tropas del de Castaños que se unieron al duque del Infantado andan por estas inmediaciones levantando los pueblos contra los franceses, estos ven un espía en cada vecino de Madrid, y han resuelto impedir toda comunicación entre los habitantes de esta villa y los de Ocaña, Toledo, Talavera e Illescas; por lo cual no permiten la entrada de los paletos, fruteros y verduleros, razón de la gran carestía que hoy tienen todos los artículos.

-Mala situación es esta -dijo Salmón-. ¿De modo, señor prior de mi alma, que en buenos tiempos no recibiremos nada de nuestras granjas de Leganés, Valmejado, Casarrubielos, Bayona de Tajuña y Santa Cruz del Romeral? ¡Bonito porvenir! ¿Y entonces quid manducaverunt vel manducavere?

-¡Oh! amigo Salmón -contestó el prior con malicia-; aquí viene bien aquello deventorumque regat pater, que quiere decir viento en panza, según traducía aquel gilito descalzo de quien tanto nos hemos reído. Es preciso hacer penitencia.

-Bien, retebién -exclamó Salmón bufando-.   —232→   ¡Viva el emperador de los franceses, y Rey de Italia y protector de la confederación del Rhin! De esa manera conseguirá Vuestra Majestad Imperial y Real, que asada en parrillas vea yo, conquistar las simpatías del clero regular.

-No se cuida él de nuestras simpatías, amigo Salmón.

-Pero en resumidas cuentas, señor padre prior, este muchacho, de cuya moralidad y buen proceder respondo, necesita salir de Madrid, y no dudo que Vd. con su influencia le podrá sacar una carta de seguridad, con la cual y disfrazado...

-¡Qué cosas tiene Salmón! -dijo Ximénez de Azofra-. ¿Qué puedo yo hacer? Conque en priesa me ve, y doncellez me demanda. ¿No le he dicho que desconfían de los regulares, y especialmente han tomado entre ojos a los de esta casa?

-No sabía tal cosa. Al contrario: oí decir que Vuestra Paternidad es de los que van a Chamartín a cumplimentar a mi señor D. Caco imperial, rey de los pillos, y protector de la congregación del Rin... conete y Cortadillo.

-¿Yo? -exclamó Ximénez con asombro-. No he nacido para besar la mano que me azota. Español soy, y español seré mientras viva. He predicado en el púlpito de la Merced contra el Emperador, y no imitaré a los que siendo primero desaforados patriotas, ahora son patriotas tibios con vislumbres, amagos y pintas de afrancesados. Cierto es que va a Chamartín una diputación de todas las clases de la sociedad;   —233→   cierto que me han invitado para ir, y vea su merced aquí la carta que sobre este punto me ha dirigido el corregidor, y que de haber justicia en la tierra, debería ser quemada por la mano del verdugo. ¿No es una vergüenza que de este modo se humillen los hombres? Ayer todo era inquina contra el ogro de Córcega, todo insultarle y ponerle por esos suelos; hoy todas son blanduras. El mismo señor corregidor de Madrid que en su bando del 25 de Noviembre decía: La España está invadida por el tirano que domina en Francia, el cual ha quebrantado pérfidamente las santas leyes, etc.; ese mismo señor corregidor don Pedro de Mora y Lomas, caballero de la orden de Carlos III, del consejo de Su Majestad, su secretario con ejercicio de decretos, intendente de los reales ejércitos y de esta provincia, corregidor de esta villa, subdelegado de Rentas reales, intendente de la real Regalía de Casa de aposento, superintendente general de Sisas reales y municipales de ella, y subdelegado de Montes y Pósitos, etc., etc., pues la retahíla de títulos no tienen fin; ese mismo corregidor, repito, es el que hoy dirige un llamamiento ante diem a todas las autoridades. ¿Para qué creerán Vds.? Pues nada menos que para hacer presente que la villa de Madrid habrá tenido el honor de ofrecerse a los pies de S. M. I. y R. para manifestarle el reconocimiento a la bondad e indulgencia con que ha tratado esta corte, felicitarse por tener a S. M. en su seno, y expresarle que si lograba merecer la dignación y aprecio de S. M. se contemplaría   —234→   dichosa. ¿Qué tal? ¿Es este un lenguaje digno y patriótico? Además en la convocatoria -añadió recorriendo con la vista el papel-, se llama a Napoleón padre amoroso, y a sus atropellos benéficas miras, y el objeto es reunir un cierto número de personas respetables que piquen espuelas hacia Chamartín para pedir a Bonaparte se digne conceder la gracia de que vean en Madrid a su augusto hermano nuestro rey Josef. Vamos, vamos, no puedo leer más, porque tanta bajeza me saca los colores de la cara. Verdad es que los que esto han firmado lo han hecho cediendo a amenazas del comandante general Mr. Belliard que les pone el puñal al pecho; pero no por eso es disculpable, pues si no traición a la patria, debe imputárseles una debilidad y flaqueza que raya en crimen.

-¿De modo que usted no va a Chamartín?

-¿Yo? Ni por pienso. He oído que van en representación de los regulares el padre Amadeo, abad de San Bernardo, y el padre Calixto Núñez, abad de los Basilios. Ya se ve: ¿qué se puede esperar de esos infelices tan dejados de la mano de Dios? Caerán en el garlito los Mínimos, algunos pobres Franciscos, los desdichados Agonizantes, no pocos Agustinos, todos los Gilitos, los Hospitalarios, los Donados, los Carmelitas descalzos, y esos infelices Afligidos, que son los mayores mentecatos de la cristiandad; pero la Merced sostendrá su bandera, la Merced no adulará Emperadores, la Merced en unión con los Dominicos desafiará el poder del tirano, contra franceses ladrones y empecatados españoles.

  —235→  

-Y los víveres por esas nubes, y las puertas de Madrid cerradas al buen vino, al rico aceite, a los huevos, a las coles, al extremeño tocino y a los jamones de Candelario. Bueno, bueno, comamos ensalada de perejil y cañutillos de monjas mojados en agua de limón. ¡Viva la patria, Sr. Ximénez, viva el orgullito que nos pondrá como espátulas!

-Pues bien; lo que he dicho a Vd. -continuó el prior-, lo he dicho a los que vinieron a sonsacarme, y oídas mis palabras, tratáronme con tal acritud, que espero grandes desdichas para nuestra orden y nuestra casa. De modo que nada puedo hacer por este joven.

A esto llegaban cuando entró el padre Castillo acompañado de otros dos frailes. El uno supe después que se llamaba el padre Vargas, y aunque del mismo hábito y orden, pertenecía al convento de la Trinidad calzada, también de mercenarios redentores de cautivos, y el otro era dominico, del convento de Santo Tomás, y tenía por nombre el padre Luceño de Frías.

-Ya, ya pareció aquello -exclamó Vargas con estrepitosa voz-. Ya no podemos dudar de la veracidad de esos decretos, porque por ahí los reparten impresos y aquí tengo un ejemplar. Todos los decretos llevan la fecha del 4, y son tales que podrían arder en un candil en noche de aquelarre.

-Veámoslos. ¿Es cierto que nos reducen a la tercera parte?

-Tan cierto, que... -dijo el dominico-, no nos reducen a la tercera parte, sino que nos parten por el eje, Sr. Ximénez de Azofra.

  —236→  

-Atención, que leo -dijo Vargas, poniendo ante los ojos, de verdes antiparras armados, un papel impreso-. Los decretos rezan lo siguiente: En nuestro Campo Imperial de Madrid a 4 de Diciembre de 1808. Napoleón Emperador de los etc... Considerando que el Consejo de Castilla se ha comportado en el ejercicio de sus funciones con tanta debilidad como superchería... que después de haber reconocido y proclamado nuestros legítimos derechos al trono, ha tenido la bajeza de declarar que había suscrito a estos diversos actos con restricciones secretas y pérfidas, hemos decretado y decretamos lo siguiente: Art. 1.º Los individuos del Consejo de Castilla quedan destituidos como cobardes e indignos de ser magistrados de una nación brava y generosa.

-Pues digo -exclamó Ximénez-, que eso está muy lindísimamente hecho.

-Es verdad -afirmó el dominico-, porque esos señores han estado jugando a dos juegos, y con todo el mundo quieren comer. Adelante.

-Otro -prosiguió Vargas-. En nuestro Campo Imperial, etc... Napoleón, etc... Este no hace exposición de motivos, ni considerando alguno, sino que dice simplemente: Artículo. 1.º El Tribunal de la Inquisición queda suprimido como atentatorio a la soberanía y a la autoridad civil.- Art. 2.º Los bienes pertenecientes a la Inquisición se secuestrarán y reunirán a la corona de España.

-Ya se ve -exclamó el dominico sin disimular su enojo-. Sin eso no podía pasar. Afuera Inquisición y vengan herejes, y lluevan   —237→   masones, ¿qué les importa esto a los que no se cuidan de lo espiritual?

-Poco significa esto -dijo Castillo-, porque el Santo Tribunal casi no existe ya de hecho, abolido por la suavidad de las costumbres.

-Pero se conservan las fórmulas, señor mío -contestó con aspereza el dominico-, y las fórmulas tienen gran fuerza. Verdad es que no se quema, ni se descuartiza (lo cual dicho sea de paso es excesiva blandura, según estamos hoy comidos de herejía); pero hay todavía degradaciones y simulados tormentos, que tienen muy buen ver para los malos.

-Item -prosiguió Vargas-. Art. 1.º Un mismo individuo no puede poseer sino una sola encomienda.

-Adelante, que eso nos interesa poco.

-Item.- Art. 1.º El derecho feudal queda abolido en España.- Art. 2.º Toda carga personal, todos los derechos exclusivos de pesca, de almadrabas u otros derechos de la misma naturaleza, en ríos grandes y pequeños; todos los derechos sobre hornos, molinos y posadas, quedan suprimidos, y se permite a todos, conformándose a las leyes, dar una extensión libre a su industria.

-Eso no es nuevo -dijo Castillo-, y es lástima que nuestros gobernantes con su indolencia hayan permitido a los franceses el jactarse de promulgar una ley tan buena.

-Eso, eso es, ¡hágale su merced la mamola! -dijo Luceño de Frías con el mayor desabrimiento, sentándose a horcajadas en una silla para apoyar los brazos en el respaldo-. Me   —238→   gustan las ideas del padre Castillo. Si para eso pasa Vuestra Paternidad la vida entre la polilla de los libros, buenas nos las de Dios.

Y sacando su tabaquera y alargando la mano hacia el prior, añadió:

-Señor Ximénez, un polvito, que los duelos con rapé son menos.

-No lo gasto -repuso el prior.

-Vamos, amigo Vargas, un polvito.

-No lo gasto, que eso es cosa de viejas. Aquí tengo unos cigarritos de la Habana, que merecen ser chupados por los ángeles del cielo. Si el señor prior me da su permiso...

-Vengan -gritó Salmón-, esos tabaquíferos incensarios y pebetes de Oriente, que tan bien matan el fastidio.

-Allá van -dijo Vargas-. Son regalo de la señora marquesa del Fresno, y fuéronme remitidos poniéndolos en la mano de un Niño Jesús, que me envió para que le diera una mano de pintura.

-Pues en lo relativo a ese decreto que acaba de leerse -dijo Castillo-, mi conciencia no me dicta sino alabanzas, y alabanzas le daré, aunque lo haya escrito el gran Tamerlán. ¿Por ventura no son esas las mismas ideas que han hecho célebre en toda la redondez de la tierra a nuestro gran Jovellanos? El mismo conde de Floridablanca, ¿no intentó algo en ese asunto? Y los sabios consejeros de Carlos III, ¿no se dieron de cabezadas por quitar esas trabas a la industria? Todos sabemos que a aquel eminente Rey se le pasaron ganas de promulgar este decreto.

  —239→  

-¡Cosas de los jesuitas! -exclamó el dominico meciéndose en la silla-. Pero esos pelanduscas andan también al retortero de Napoleón, por ver si sacan tajada. Adelante con la lectura.

-Pues adelante -continuó Vargas-. Considerando que uno de los establecimientos que perjudican a la prosperidad de España son las aduanas y registros existentes de provincia a provincia, hemos decretado lo siguiente: Desde 1.º de Enero próximo, las aduanas y registros de provincia a provincia quedan suprimidos. Las aduanas se colocarán y establecerán en las fronteras.

-Tampoco eso tiene pero -observó Castillo-, y la Junta Central, ya que pensó decretarlo, no debió esperar a que lo hicieran los franceses.

-También esto le parece bocadito de ángeles al Reverendo Castillo -dijo Luceño-. Medrados estamos. ¿Tratan de eso los libros de Vuestra Merced?

-Atención -indicó Vargas haciendo un gesto dramático-, que ahora viene lo gordo. Considerando que los religiosos de las diversas órdenes monásticas en España se han multiplicado con exceso; que si un cierto número es útil para ayudar a los ministros del altar en la administración de los Sacramentos, la existencia de un número demasiado considerable es perjudicial a la prosperidad del Estado, decretamos lo siguiente: Art. 1.º El número de los conventos actualmente existentes en España se reducirá a una tercera parte. Esta reducción se ejecutará reuniendo los religiosos de muchos   —240→   conventos de la misma orden en una sola casa. Art. 2.º No se admitirá ningún novicio ni permitirá que profese ninguno, hasta que el número de religiosos se reduzca a una tercera parte. Art. 3.º Los regulares que quieran renunciar a la vida común y vivir como eclesiásticos seculares, quedan en libertad de salir de sus conventos. Art. 4.º Los que renuncien a la vida común, gozarán de una pensión que se fijará en razón de su edad, y que no podrá ser menor de tres mil reales ni mayor de cuatro mil. Art. 5.º Del fondo de los bienes de los conventos que se supriman, se tomará la suma necesaria para aumentar la congrua de los curas. Art. 6.º Los bienes de los conventos suprimidos quedarán incorporados al dominio de España, y aplicados a la garantía de los vales y otros efectos de la Deuda pública.

Durante la lectura de este decreto, no se oyó en la celda de Ximénez otro rumor que el producido por el vuelo de una mosca, que andaba a vueltas tras los restos del chocolate prioral, como Bonaparte tras los reinos de España. Después de leído, aún duró bastante el silencio.




ArribaAbajo- XXIII -

-¡Toquen castañuelas, repiquen panderos, machaquen almireces, punteen vihuelas y aporreen zambombas para celebrar el talento del   —241→   sabio legislador, harto de bazofia y comido de piojos, que sacó de su cabeza ese pomposo y coruscante decreto! -exclamó al fin Luceño dando un porrazo en el respaldo de la silla y levantándose de ella.

-¿Conque a la tercera parte? -dijo Salmón-. ¿De modo que de cada tres no ha de quedar más que uno?

-Eso es, y los demás a la calle, a pedir limosna, porque una pensión de tres mil reales para personas que han de vivir decentemente, es aquello de hártate comilón con pasa y media.

-Y afuera novicios.

-¡Y no más profesar!

-Y con los bienes se aumentará la congrua de los curas.

-También eso está bien -dijo el dominico-. Alábelo su merced, padre Castillo. ¡Qué nos quiten lo nuestro para darlo a los curas! ¿Quiénes son los curas, ni qué hacen esos zanguangos en bien de la cristiandad? Ya... como los curas son tan tibios patriotas... ¡Estoy que bufo!

-Lo mejorcito es que los bienes de los conventos suprimidos pasen al dominio de España.

-¿Qué tiene que ver España, ni San España, ni Marizápalos, con esos bienes?

-¿De modo que nuestras granjas de Leganés, de Valmojado...? -preguntó Salmón.

-¡Ya se ve! De esto se ríen todos esos infelices Mínimo, Gilitos y Franciscos que nada tienen. A ellos, ¿qué les importa? Por eso van a hacerle el como la porta bu. Bien, retebién. Y lo mismo hacen los Afligidos, que son la cáfila de majaderos más desaforados que he visto.

  —242→  

-No murmurar, hermano -indicó Castillo.

-Dios me lo perdone -dijo Luceño-, y no lo digo por nada malo, que hay Afligidos de todas clases. ¿Pero creen vuestras mercedes que se llevará a cabo esto de las tercera partes?

-Yo creo que va a ser dificilillo.

-Pues yo temo que lo llevarán adelante -afirmó Luceño-; que esta mañana me ha dicho en confianza un regidor que va a Chamartín, que ya tienen hecho su plan, y que dentro de pocos días comenzará el restar y dividir, para dar principio a la demolición de los conventos.

-¡La demolición!

-Sí: que todas estas casas las destinan a oficinas del Estado, y la primera que va a caer hecha pedazos es este monasterio de la Merced en que ahora estamos.

-¡Cómo, la Merced! ¡Se atreverán a ello! -exclamó Ximénez de Azofra, dándose un golpe en el brazo de la silla-. ¡Cómo! ¿Se atreverán a derribar esta casa que lo fue del gran Tirso de Molina? ¿Y la gran devoción que inspira la Virgen de los Remedios que está en una de nuestras capillas? ¿Pues y el sepulcro de los nietos de Hernán-Cortés? No, no puede ser. Derriben en buen hora otras casas de religiosos, pero no esta por tantos títulos, además de su antigüedad, venerable.

-Y también está amenazada la Trinidad Calzada -apuntó Luceño-, si no de que la derriben, al menos de que la vacíen.

-Eso no puede ser -declaró Vargas-, que más glorias encierra mi casa que todos los demás claustros de Madrid reunidos. Díganlo   —243→   si no el beato Simón de Rojas y el padre Hortensio de Paravicino, autor del libro De locis theologicis.

-Autor de las Oraciones evangélicas, de la Historia de Felipe III y de la España probada, querrá decir Vuestra Paternidad -indicó Castillo con malicia-; que el libro De locis theologicis, hasta los chicos de las calles saben que es de Melchor Cano.

-Tiene razón Castillo: me equivoqué. Pero sea lo que quiera, también tiene mi convento la honra de haber rescatado, mediante los padres Bella y Gil, al inmortal Cervantes, autor del Quijote, Sr. Castillo, pues yo también entiendo algo de autores. En caso de desalojar conventos para oficinas, ahí está Santo Tomás, donde caben todas.

-¡Cómo es eso! ¡Santo Tomás! ¡Desalojar a Santo Tomás, el más ilustre de los conventos de Madrid! -exclamó impetuosamente el dominico-. ¿Y qué sería de este pueblo si te quitaran el espectáculo de las procesiones que de allí salen con motivo de las funciones del Santo Oficio? A fe que hartas casas hay en Madrid, si quieren hacer plazuelas, como dicen, aunque más vale que no se toque a ninguna, porque setenta y dos conventos para una población de 160.000 almas, me parece que no es mucho. Las casas de religiosos apenas ocupan un poco más de la mitad del perímetro de esta gran villa, lo cual no es nada desmedido, y de todas las casas que se alzan en ella, sólo cuatro quintas partes pertenecen a conventos, memorias pías, capellanías y otras fundaciones.

  —244→  

-Y dígame, Luceño -preguntó Ximénez-, ¿van dominicos a la reunión que convoca el corregidor?

-Creo que no. Según he oído, sólo se prestan a ir a Chamartín el prepósito de San Cayetano, el abad de Montserrat, dos Agonizantes, un par de Franciscos, un rector de Niñas de la Paz y un Afligido.

-Pues estos sacarán tajada, no lo duden vuestras mercedes. Sobre nosotros lloverán los decretos y las terceras partes.

-Mi opinión es -dijo Salmón-, que pues cuesta bien poco ir de aquí a Chamartín, nada se pierde con que vayan un par de padres, y yo me brindo a ello, que bueno es estar bien con todos, y el orgullo es pecado, y quien al cielo escupe en la cara le cae.

-No en mis días: de esta casa no irá nadie -aseguró Ximénez de Azofra-, y en cuanto a este joven, nada podemos hacer. Indigno sería pedir favores a quien nos trata mal, amenazándonos con terciarnos y partirnos como si fuéramos aranzadas de tierra. Conque busque usted quien le proporcione la carta de seguridad para salir de Madrid.

-Dificilillo es -afirmó Luceño-, pues entiendo que se miran mucho para dar las tales cartas, y sin ellas no es posible dar un paso de puertas afuera.

-Sin embargo -dijo el discreto Castillo-, hay multitud de personas que por estar en bien con los franceses, pueden socorrer a este joven. ¿No conoce Vd. ninguna persona de alta posición y de influencia?

  —245→  

-Sí, ya me ocurrió acudir a la señora condesa -indicó Salmón-, y confío en que su generosidad sacará a este joven del mal empeño en que se ve. El señor marqués se ha afrancesado y dicen que va a entrar en la alta servidumbre del rey José.

-El Sr. D. Felipe bebe los vientos porque cualquier Gobierno se acuerde de él -dijo Castillo-. Algo debe de haber de cierto en eso, pues hace tres días, después de haberse presentado a Belliard, fuese al Pardo, donde se ha instalado con su hija. Ayer creo que debió llegar a dicho real sitio el rey José. A pesar del influjo que en la botellesca corte tiene el señor marqués, yo no me fiaría de él para ningún delicado asunto. De más eficacia me parece en el caso presente el señor duque de Arión, pariente de esta familia y que goza de gran poder en el cuartel general.

-¡Admirable idea! Veremos al señor duque.

-No ha llegado aún a Madrid, y como no sea exponiéndose a los peligros de un viaje a Chamartín, este joven no podría verle.

-Lo mejor -añadió Salmón-, es que veamos hoy mismo a la señora condesa. ¿Va hoy allá la Paternidad del Sr. Castillo?

-Dentro de un rato, pues la señora marquesa me ha mandado llamar hoy con toda premura. Si quiere este joven venir conmigo, le llevaré.

-Oportunísimo -añadió Salmón-. Yo iré también. Pero hijo, si en la calle acertamos a pasar por junto a esos cafres...

-Pues bien -dijo Ximénez-; para que   —246→   vaya más seguro, yo les presto mi coche, que con sus dos gallardas mulas debe de estar ya en la huerta.

-Muy bien -declaró Salmón batiendo palmas-. Me parece buena idea la del coche; pero para mayor seguridad, te vestiremos de novicio. Venga la carroza prioral y a casa de la condesa.

-Pues entrareme también en ella, y me dejarán de paso en Santo Tomás -añadió Vargas.

-Pues allá voy también -dijo Luceño-, si me dejan en las Descalzas Reales.

Y así acabó la conferencia sin más resultas que las de mi improvisado disfraz de novicio y mi viaje a casa de la condesa, donde me pasó lo que el lector verá a continuación si tiene paciencia para seguir leyendo.




ArribaAbajo- XXIV -

La condesa mostró mucho asombro al verme. Hallábase en la misma habitación donde algunos días antes me había recibido, y cuando entramos, apartose del secreter donde escribía, para venir a nuestro lado. Castillo principió preguntándole por la salud de todos, y luego en breves palabras le expuso los motivos de mi visita y de mi nuevo vestido. Cumplida esta misión, y añadiendo que necesitaba ver a la señora marquesa, pidió a Amaranta venia   —247→   para pasar adentro, y con esto nos quedamos Salmón y yo solos con ella.

-Por ahí se murmura que yo soy afrancesada -dijo Amaranta-, pero no es cierto. Mi tío sí ha abrazado la causa del rey José con tanto entusiasmo, que cuando le contradecimos en algún punto relativo a estas cosas, nos quiere comer a todos. Vive en el Pardo con su hija desde hace tres días en el mismo palacio real, pues el Rey intruso se ha empeñado en incluirle en su alta servidumbre. Está mi tío loco de contento, y si viene esta tarde a Madrid, como decía, yo le rogaré que me proporcione una carta de seguridad para este mancebo.

-Ya estás en salvo, Gabriel -exclamó el mercenario.

-¿No te dije que esta excelsa señora te sacaría de tan mal paso?

-Aún mejor puedo conseguirla por mi primo el duque de Arión, el cual más que afrancesado, es francés puro, y si viene mañana a Madrid, como espero, no olvidaré este encargo.

-Vaya, no hay que pensar en que te echen mano -dijo Salmón levantándose-. Ya estás salvado, chiquillo; prostérnate ante Su Grandeza y dale un millón de gracias por tantas mercedes. Y ahora, señora condesa, si usía me da su licencia, voy a pasar a ver a mi señora la marquesa, que el otro día me habló de unos requesones, acerca de cuyo mérito quería saber mi voto.

Nos quedamos solos Amaranta y yo, lo cual me agradó, pues deseaba hablar con ella sin testigos.

  —248→  

-Señora -le dije-, ¡cuánto agradezco a vuecencia esta nueva bondad! Ahora me cumple pedir perdón a usía por no haber salido de Madrid, como hubiera sido mi deseo.

-Estarías alistado.

-Justamente, y ahora que el desarme me permite salir, una persecución injusta, cuya razón no puedo explicarme, me detiene en Madrid, oculto en el convento de la Merced.

En seguida contele el incidente de Santorcaz, añadiendo que el antiguo desleal mayordomo de la casa andaba a la zaga del flamante jefe de policía.

-Ya lo sé -me dijo Amaranta-, y he tenido miedo de que algún peligro amenazara nuestra casa. Por eso me alegro mucho de que Inés esté con mi tío en el palacio del Pardo, donde no puede ocurrirle nada malo. El primer día sentía yo gran zozobra; pero nosotros tenemos antiguas amistades y relaciones con las primeras personas del partido francés, y ya estoy tranquila. Nada temo de esos miserables.

-Me falta -dije yo-, dar las gracias a vuecencia por los otros favores de que me dio cuenta el licenciado Lobo. No los necesitaba para llevar adelante mi resolución, y sin destino en el Perú, sin ejecutoria de nobleza y sin promesas de dinero, sabré hacer de modo que usía no tenga queja alguna de mí.

-No -me dijo sonriendo-, el destino que solicité de la Junta, espero que ahora me lo conceda también el Gobierno francés, y de todas estas diligencias está encargado Lobo, a quien he dado cartas para Cabarrús y para Urquijo. Irás   —249→   al Perú, tendrás tu ejecutoria de nobleza, y con esto y con la ayuda de Dios podrás llegar a ser un hombre de provecho. La conciencia me impulsa a hacer esto en pro de una persona desvalida que tiene derecho a mi consideración. En cambio no olvidaré que has hecho una promesa, y cuanto hago por ti no es más que la recompensa anticipada que ganas cumpliendo lo pactado.

-Señora condesa, yo cumpliré religiosamente lo prometido -le contesté con resolución-, y no puedo admitir la recompensa. Mi dignidad no me lo permite.

-¿Pues acaso tú tienes dignidad? -me dijo riendo-. Pero no, no debo reírme. ¿Por qué no habías de tenerla como otro cualquiera? La verdad es que los que estamos en cierta posición, no vemos más que a nosotros mismos. En cuanto a la determinación de no aceptar nada, yo arreglaré las cosas de modo que aceptes.

Así hablábamos cuando regresó Salmón a nuestro lado, y al punto cortó el hilo de nuestro coloquio, diciendo:

-Gran satisfacción, señora condesa, me ha causado la noticia que en este momento acabo de oír de los autorizados labios de mi poderosa señora la marquesa. La paz sea en esta casa, señora, bendigamos la mano de Dios.

-¿Habla Su Paternidad del asunto de mi prima? -dijo Amaranta-. Sí, ya creo que la tenemos en vías de curación.

-Veo que el ingeniosísimo recurso ideado   —250→   por el gran entendimiento de vuestra merced ha surtido su efecto. ¿Y cómo recibió la noticia? ¿Se turbó, derramó muchas lágrimas...? Porque en realidad, señora, decirle de buenas a primeras que el joven ese...

Y Salmón se detuvo como hombre prudente, temiendo hablar de negocio tan delicado delante de un extraño.

-Puede Vuestra Paternidad hablar sin reticencias -dijo Amaranta con un tonillo que me pareció algo intencionado-, porque no estando en antecedentes la única persona que nos oye, poco importa...

-Pues preguntaba, señora, si cuando se le dijo y se le probó la muerte de ese joven, no mostró su pena de un modo ruidoso, con desmayos, gritos, lloros y demás desahogos propios de la debilidad femenina.

-Nada de eso, padre -repuso Amaranta con muestras de satisfacción-. Al principio no lo quería creer; luego cuando se le probó de un modo irrecusable, con los papelotes que trajo el licenciado Lobo, pareció dudarlo, y por último cuando yo se lo dije, aparentando sentirlo y doliéndome mucho de la muerte de ese infeliz, empezó a creerlo. Lo que más la ha convencido fue el artificio verdaderamente teatral que puse en práctica para hacérselo creer. Estaban todos hablándole de este asunto, cuando entré de improviso, fingiendo mucho enojo porque sin preparación alguna le daban tan tristes noticias; arranqué de las manos de Lobo aquellos papeluchos que fingían ser partidas de defunción, copias del libro del hospital o no sé   —251→   qué, y los hice pedazos delante de ella. Al mismo tiempo empecé a disponer que se dieran cordiales y otros remedios del caso, asegurando que tenía ella mucha razón en sentir la muerte de aquel con quien tuvo tan honesta amistad. Esto hizo efecto, y después cuando encerrándonos las dos en mi alcoba, le dije: «Sosiégate, todavía puede ser que se salve. Yo te prometo que si vive le verás, y quién sabe, primita mía... puede ser, puede ser...». Ella se afligió mucho, y yo añadí: «Es preciso tener resignación, es preciso aprender a padecer. Yo no quiero contrariar ya una inclinación tan decidida, porque antes que todo es tu felicidad. Desgraciadamente Dios quiere resolver la cuestión de otro modo y llamar a ese joven a su seno. Esta mañana he estado en el hospital, le he visto, y la verdad... había pocas o ningunas esperanzas». Y con esto aumentaba su tristeza; pero sin llantos ni exclamaciones. Luego yo también me puse a llorar y la abracé y le di mil besos, diciéndole: «Ya ves cómo no está en mi mano hacerte feliz. Te aseguro que por mi parte no repararía en nada para conseguirlo; pero Dios lo ha dispuesto de otro modo. Procura calmarte y ten resignación»: cuando esto le dije, la dejé convencida. ¡Ay! Después su aspecto era el de la resignación. Hablaba poco y parecía meditar. Se ha desmejorado mucho en pocos días; pero esto se le pasará indudablemente. Ahora ha ido al Pardo, pues la variación de localidad es muy buen remedio para estas enfermedades del espíritu. Su manía caprichosa y ciega nos ha disgustado mucho; pero   —252→   me parece que dentro de algún tiempo estará todo concluido.

-¡Oh! ¡qué felicidad! -exclamó Salmón-, hay un gran médico del dolor que se llama el doctor tiempo. Perdida con la idea de la muerte la esperanza, ese señor médico hace maravillas en un par de semanas.

Yo oía este diálogo y admiraba la extremada habilidad artística de aquella encantadora cortesana, tan maestra en engaños y ficciones.

-Ha hecho muy bien usía -continuó Salmón- en poner en juego esos ingeniosos ardides que prueban su grandísimo talento. Era una cosa que daba vergüenza ver a mi niña enamoriscada de un haraposo de las calles, que sin duda es de lo más arrastrado y despreciable que han echado madres al mundo.

-¡Oh! no -dijo Amaranta con cierto énfasis jovial-. Nosotros nos esforzábamos en pintárselo así; pero no tiene nada de despreciable. Yo tengo noticias ciertas de sus antecedentes y conducta. Además de que ha demostrado en varias ocasiones una nobleza de sentimientos que no puede caber sino en personas bien nacidas; su posición es más que regular. Cierto es que por desgracias de familia, tan comunes en estos tiempos, viose reducido a la indigencia; pero está probado que procede de una nobilísima familia de los mejores solares de Andalucía, como lo acredita la ejecutoria que posee, y además, figúrese Su Paternidad si tendrá méritos personales, cuando la Junta Central le dio espontáneamente un gran destino en el Perú,   —253→   cuyo destino parece le confirmará ahora el Gobierno francés.

Tuve que hacer un esfuerzo para contener la risa que asomaba a mis labios.

-Pues eso sí que no lo sabía yo. De modo que la discreta ninfa no había puesto sus ojos en ningún piruétano. De todos modos, bueno es que se haya quitado de en medio por una engañosa ficción la importuna memoria del empleado del Perú. Por supuesto, señora, no hay que pensar en D. Diego.

-¡Oh! no... estamos decididas. D. Diego no será de modo alguno su esposo, aunque renunciemos a la buena amistad de la de Rumblar. Al fin he convencido a mi tía, y pronto hasta impediremos a ese joven que entre en esta casa. Aún viene aquí; pero tanto nos disgusta su presencia, que de un día a otro le vedaremos la entrada.

-Y ese pariente de vueseñorías -dijo el mercenario-, ese duque de Arión, a quien se tiene por un joven instruidísimo, ¿no estará destinado a ser esposo de la joya de esta casa? Perdone usía mi curiosidad.

-No lo sé -respondió Amaranta-. No hay nada proyectado. Mi primo ha vivido catorce años en París, apenas nos conoce.

Así continuó la conversación por un buen espacio de tiempo, cuando sentimos ruido de voces, y vimos que con gran estrépito y barahúnda entraba el diplomático, en traje de camino, y tan alegre, tan festivo, tan charlatán, que al punto le tuvimos por poseedor de los más altos secretos de Estado.

  —254→  

-Sobrina -gritó al entrar-, aquí me tienes. Pero soy el juego de la correhuela: cátate dentro y cátate fuera. Ahora mismo tengo que salir, pero si no miente mi lista, son ciento dos las personas que he de ver de aquí a las cuatro de la tarde. ¡Si me vuelvo loco! Si no es mi cabeza para tantos negocios. Que vaya el señor marqués a explorar el ánimo del duque de Alba para ver si cede o no cede; que forme el señor marqués una lista de las personas de la grandeza que están dispuestas a acatar a José; que vea el señor marqués al corregidor de Madrid; que se dé una vuelta por los Cinco Gremios a ver si anticipan o no anticipan fondos; que vaya, que venga, que corra, que escriba, que aconseje, que consulte, que tantee... ¡Jesús, María, José! Esto no es vivir. Yo no quería meterme en tales faenas. Pero me han obligado, me han cogido, me han puesto el cordel al cuello. Cuando el rey José dice que no puede hacer nada sin mí; cuando me presenta a su hermano elogiándome con frases que no repito por no parecer jactancioso, no es posible evadirse... ¡Oh! ¡Qué belén, qué ir y venir! Nada se ha de hacer sin que yo diga hágase. Y Vd., Sr. Salmón, ¿qué dice de estas cosas?

-Qué he de decir, sino que Dios le conserve a usía mil años al lado de ese Rey, para ver si evita lo de las terceras partes con que nos han amenazado.

-Todo se arreglará, hombre, todo se arreglará. A pesar del decreto de proscripción, hemos salvado la vida a Infantado, Alba, Santa Cruz del Viso, Medinaceli, Híjar, Fernán-Núñez,   —255→   Altamira, Castel Franco, Cevallos, y al obispo de Santander, sentenciados a muerte por el decreto dado en Burgos el 12 de Noviembre. Se les envía a Francia simplemente. Otras muchas cosas ha dispuesto el Emperador, modificando sus primitivas determinaciones; pero no las puedo decir, no, no te diré una palabra, sobrina, de estos delicados negocios; ya te veo sonreír... Ya te veo a punto de emplear las armas de tu seducción para poner sitio a la fortaleza de mi secreto; pero no te diré nada, no, ni una sílaba; ni tampoco a Vd., padre Salmón, que me mira con esos ojazos, que revelan toda la concupiscencia de la curiosidad.

-No quiero saber nada de eso -dijo Amaranta-. ¿Y mi primita?

-Contentísima.

-¿Cómo contentísima?

-No, no, quiero decir, tristísima. En dos días creo que no habrá dicho seis palabras. Se ocupa en sus labores con una asiduidad que me asombra, y no hay quien la haga presentarse en el gran salón de Palacio.

-Ha hecho Vd. muy mal en dejarla sola -dijo la condesa con cierto enfado.

-¿Y qué le ha de pasar? ¿No quedan allí los criados? ¿No está con tu doncella y con Serafina, que ni un instante se separa de su lado?

-Pero ya le dije a Vd. que Inés no debe quedarse sola con doncellas y criadas en ninguna parte -añadió Amaranta notoriamente contrariada.

-¿Estamos viviendo en despoblado? -dijo el marqués riendo-. En el Pardo, en el mismo   —256→   palacio del Pardo, donde vive un Rey con numerosa servidumbre y guardia, ¿no puede quedarse sola mi hija, por cuatro o cinco horas? ¡Si vieras qué habitación tan magnífica me han destinado en el piso bajo! Dan sus balcones al jardín del Mediodía, y se goza allí de una deliciosa vista. Ayer y hoy por la mañana, Inés salió a dar un paseo por el jardín. ¡Buen rato pasó la pobrecita!... ¿Pero cuándo vienes al Pardo? Por Dios y María Santísima, que sea pronto. Allí se pasan las noches deliciosamente y no puedes figurarte cuán amable, cuán discreto, cuán bondadoso es el rey José... ¡Cuánto nos reímos anoche! Él me preguntó: «¿Por qué dicen los españoles que soy borracho, cuando no bebo más que agua?». Yo me quedé un tanto cortado; pero disculpé a mis paisanos como pude.

-Mañana -dijo Amaranta-, nos iremos mi tía y yo, pues ya a fuerza de sermones, voy logrando vencer su repugnancia a los franceses. Y ahora que me acuerdo, tío, tiene usted que procurarme una carta de seguridad para que pueda escaparse de Madrid una persona, injustamente perseguida.

-¡Oh, no, de ningún modo! -dijo el diplomático-. Yo no oculto insurgentes, ni favorezco de modo alguno la insurrección. ¿Cartitas de seguridad? Nada, nada, sobrina, no ampares pícaros, ni protejas a los que se obstinan en aumentar los males de la patria. Sométanse todos a ese bendito soberano que no bebe más que agua, y entonces se acabarán las precauciones. Es preciso sofocar la insurrección que   —257→   hierve en los alrededores de Madrid, y hacen muy bien en no dejar salir ni una mosca.

-Bueno -dijo Amaranta-. Mañana ha de llegar mi primo el duque de Arión, y él me dará cuantas cartas de seguridad se me antoje pedirle.

-¡Que viene mañana! -dijo el marqués-. Yo le esperaba esta noche. Me han dicho que ya cumplió la misión que le dio el Emperador en Burgos y ha regresado al cuartel general. Entrará también en la servidumbre del Rey José. Si llega mañana, inmediatamente os marcharéis todos juntos al Pardo. ¡Cuánto deseo verle! Era tamañito así cuando su madre se fue a vivir a París hace catorce años. Era muy travieso; yo, jugando a todas horas con él, le inculcaba los rudimentos de la historia patria. ¿Me deparará Dios un excelente yerno?

-Veremos -repuso Amaranta-. No puedo dar mi opinión mientras no le trate. El duque de Arión se ha educado en París.

-Educación a la francesa -dijo Salmón-.Vade retro. ¿Apostamos a que viene mi señor duque hecho un filosofillo de tomo y lomo?

-¡Oh, no! -exclamó el diplomático-. Desde que supe que se había afiliado al bando napoleónico, le tuve por muy discreto. Su entrada en España con el Emperador, las difíciles comisiones que este le ha dado para entrar en tratos con las ciudades rebeldes, prueban... ¿pero qué veo?... Las dos, y yo aquí de conversación olvidando las mil comisiones... adiós, sobrina, adiós, padre Salmón y la compañía. Yo me vuelvo loco con tanto ir y venir...   —258→   Es terrible que esos señores no puedan hacer nada sin uno... adiós, adiós.

Y sin cesar de hablar salió de la habitación y de la casa apresuradamente.




ArribaAbajo- XXV -

Referidos estos curiosos diálogos, me cumple ahora contar de qué medio se valió la condesa para facilitarme la deseada fuga. Mandome, pues, que volviera al día siguiente, prometiéndome tener todo concertado y en regla, de modo que pudiese sin pérdida de tiempo emprender la marcha, desafiando la vigilancia ejercida en las matritenses puertas. Hicimos Salmón y yo lo que se nos mandaba, y al otro día, cuando nos disponíamos a volver de nuevo a casa de Amaranta, llamonos el padre prior, y nos dijo:

-Este joven no puede estar aquí ni un día más, y esta noche misma, si no encuentra medio de escaparse, es fuerza que busque un asilo más seguro.

-¿Más seguro que la Merced?

-Sí -añadió Ximénez de Azofra-. Han venido a avisarme que se sospecha de los conventos; que se nos acusa de ocultar a los conspiradores y a los espías de los insurgentes, y parece que mañana mismo registrarán todas estas casas, principiando por la Merced.

  —259→  

-Por fortuna la señora condesa te amparará hoy mismo -dijo Salmón-. Vamos allá sin perder un instante.

Vestido de novicio y en coche, como el día anterior, fuimos a casa de Amaranta, y desde que nos vio entrar, díjome con semblante alegre:

-Mi primo el duque de Arión ha llegado anoche, y me ha prometido conseguir la carta de seguridad antes de tres días.

-Es que yo quisiera partir esta misma noche, señora condesa -dije.

-¿Esta misma noche?

-Tememos que esos hotentotes registren mañana nuestra casa -añadió Salmón.

-Pues es preciso hacer un esfuerzo y salir de este mal paso -indicó Amaranta-. La principal contrariedad consiste en que no puede uno fiarse de nadie. Me han asegurado que la policía francesa ha extendido sus ramificaciones a muchas casas principales, y que sobornando lacayos y pajes tiene bajo su vigilancia a las familias que juzga desafectas. No quisiera poner en el secreto a ningún criado, y... ¡Ah! ¿no podría salir con ese mismo traje de novicio?

-Mal vestido es, señora, para estas circunstancias -dijo Salmón-. Tengo entendido que el registro que se hace en las puertas es tan escrupuloso, que hace difícil toda superchería. A unos les hacen desnudar, no librándose de este vejamen, ni aun las pudorosas doncellas y las que no lo son. Examinan con farolitos las facciones, confrontándolas con las notas de la carta, hacen vaciar las faltriqueras, y esta ceremonia   —260→   se repite en dos o tres puntos, y ante los ojos de distintos esbirros.

-Un criado de casa -dijo la condesa-, tiene carta de seguridad. Con ella y disfrazándose de paleto, ¿no sería fácil burlar la suspicacia de esa gente?

-Los paletos -dije yo- son los más perseguidos y a los que primero detienen, porque se teme que comuniquen a los conspiradores de aquí con los insurgentes de fuera.

-En este momento -exclamó Amaranta-, se me ocurre una idea salvadora.

Diciendo esto, llamo a un criado y mandole un recado al duque de Arión, que vino sin tardanza alguna, pues residía en la propia casa. El cual duque de Arión, a quien llamo así porque se me antoja, callando su verdadero título que es de los más conocidos entre los de España, era un joven de veintidós a veintitrés años, delgado, de regular estatura, semblante frío y sin expresión, de modales elegantes y comedidos, como de persona habituada a la alta etiqueta, y sin otra cosa notable en su persona que la atildada perfección del vestir. Digo mal, pues también llamaba la atención en él un acento francés tan marcado y un tan incorrecto uso de nuestro lenguaje, que a veces no era posible oírle con seriedad.

Hijo único de una señora que no nombro, y que fue mujer muy corrida y muy tomada en lenguas allá por los últimos años del siglo antecedente, marchó con ella a París a los siete años de edad y en tiempo del Directorio: allí se educó, permaneciendo tres lustros fuera   —261→   de su patria. Era primo no sé si en segundo o tercer grado de los que yo llamo de Leiva; pero la marquesa que le había criado, casi le consideraba como hijo. Ya saben Vds. que este joven, a quien no faltaba cierta discreción y muy buenas luces, era partidario decidido de Bonaparte, más que por aficiones políticas, por la amistad que le unía al mariscal Berthier. Cuando verificó el Emperador su expedición a España, trájole consigo, dándole no sé qué puesto en la casa imperial. Desde Somosierra fuele encargada una comisión confidencial cerca de los vecinos acomodados de Burgos; desempeñola bien, según entendí después, y al venir a Chamartín, después de un día de descanso, pasó a Madrid con objeto de abrazar a aquellos sus parientes, y con ansia también de visitar su posesión de Parla donde había nacido. Llegó Arión por la noche, y al siguiente día tuve el honor de verle y ocurrieron sucesos muy notables, a consecuencia de un diálogo que no puedo menos de copiar, reuniendo los más oscuros recuerdos que almacena en sus antros sin fin mi memoria.

-Primito -dijo Amaranta-, me vas a hacer un favor.

-¡Oh! Mi querida prima -repuso Arión-,de tout mon cœur.

-Préstame, o mejor dicho, dame tu carta de seguridad. No dudo que me harás este obsequio, ya que has mostrado tantos deseos de obsequiarme.

-¡Oh,ma belle contesse! -dijo el currutaco llevándose la mano al corazón-. Yo estoy muy   —262→   obligado a vuestras bondades, y si pudiera exprimaros lo que siento... Mi deseo fuera que me demandaríais quelque chose de más difícil, extraordinario y peligroso, para probaros que...

-Gracias por la condescendencia, primo, y excusemos galanterías. Yo soy una vieja. ¿Se usa en Francia que los petimetres galanteen a las viejas? Por aquí no ha llegado todavía esa moda; pero me parece que tú traes los primeros figurines de ella.

-¡Oh, oh!

-¿Y no te enfadarás si tomo tu nombre para una obra de caridad? Deseo facilitar la evasión de Madrid a un joven desgraciado, a quien persiguen miserables polizontes por satisfacer una ruin venganza.

-¡Oh, oh, volontiers! Ma belle contesse es dueña de hacer lo que querrá con mi nombre.

-También me darás uno de tus vestidos, primito ¿no es verdad? -dijo Amaranta con encantadora gracia y examinándome rápidamente de pies a cabeza-, uno de esos magníficos trajes que has traído de París, hechos conforme a las últimas modas, y que servirán de desconsuelo a todos los petimetres de por acá.

-¡Oh, oh! yo soy tres contento de daros mi hábito.

-Pues bien -dijo Amaranta con satisfacción-. Creo que podré salir adelante con mi invento. Al anochecer escapará este joven de Madrid con el menor riesgo posible.

Y tomando de mano de Arión la carta de seguridad, me la dio diciéndome:

  —263→  

-Esta tarde antes de marchar al Pardo con mi tía y mi primo, lo dejaré arreglado todo. Puede este joven retirarse tranquilo; y si el discreto Salmón tiene la bondad de pasar por aquí esta tarde, yo le daré las necesarias instrucciones para que todo marche a pedir de boca.

-Señora -dijo el fraile-, volveré al anochecer o cuando usía quiera; que tan a pechos he tomado este negocio como el mismo interesado.

-Vuelva su merced antes de las tres, pues hemos de salir para el Pardo temprano, por sernos preciso visitar de paso en la Moncloa a mi madrina que allí reside y está enferma, aunque no de gravedad.

Di yo las gracias a la condesa por sus muchas bondades; rogome ella que si salía en bien, como esperaba, se lo comunicase, indicándole el sitio de mi residencia para enviarme nuevos testimonios de su protección, y con esto salimos el mercenario y yo muy satisfechos para tomar el camino del convento.

Más tarde, cuando el fraile regresó de su segundo viaje a la misma casa, conocí en conjunto el plan maravilloso de Amaranta, que era digno ciertamente de su habilidoso y enredador talento.

-No he visto más graciosa invención -dijo mi amigo-. Te pones el vestido que te mandarán, para que puedas pasar por persona principal, y como tú y el señor duque tenéis la misma estatura y talle, quedarás que ni pintado. Con esto y la carta de seguridad que ya   —264→   tienes, esta noche no eres Gabriel, ni Pico de la Mirandola, sino el señor duque de Arión que sale por la puerta de Toledo para ir a su posesión de Parla. Asimismo estará a tu disposición un coche... ¡pero qué coche! La señora condesa tiene sospechas de que alguno de su servidumbre está sobornado por esos indignos corchetes y teme confiarles el secreto. Para quitar de en medio esa dificultad ha solicitado de una amiga que le facilite un bombé... ¡Conque en bombé nada menos, chiquillo! Te advierto que al cochero y lacayo se les dice que eres el propio Arión; y como no conocen a este, es imposible que te vendan, aunque alguno fuese bastante malo para hacerlo. Tendrán orden de llevarte a donde tú les digas; pero se te aconseja que no pases más allá de Navalcarnero si sales por la Puerta de Segovia, o de Leganés si vas por la de Toledo, en cuyos puntos no creo que haya peligro. Conque señor duque, beso a usía las manos. Es imposible que sospechen nada al ver tu empaque y tu carta de seguridad... Ya verás cómo lejos de ponerte reparos esos gaznápiros, se quitarán los sombreros ante ti, y aun se brindarán a acompañarte hasta tu palacio de Parla. ¡Qué las tenga vuecencia muy felices!

La idea de Amaranta era de éxito casi seguro, y no tropezando con Santorcaz, con Román o con otro cualquiera que personalmente me conociese, era inevitable mi escapatoria, siendo, como era, el nombre de mi carta de seguridad, el de una principalísima persona, reputada por muy adicta a la causa francesa. Con   —265→   esta confianza estuve todo el día, y antes del anochecer llegó un criado con el traje, el cual me caía, que ni pintado. Era elegantísimo, y de mucho lujo por la finura del paño, el primor de los adornos y lo exquisito de todos sus accesorios; mas no era traje de corte, sino de diario traer, si bien de esos que por sí solos hacen resaltar sobre el vulgo a cualquiera que se los pone, aunque más los lleve colgados que puestos. Consistía en casaca, chupa y calzón de paño verde muy oscuro, con medias del mismo color; cuello blanco, de infinidad de randas compuesto, y un rendigot pardo con vueltas y solapas de pieles. Esta prenda tenía algún uso, pero aún conservaba muy buen ver.

Cuando me encajé sobre mi cuerpo aquellas prendas, todos los frailes vinieron a verme, y a porfía dijeron que nada podía pedirse en el arte y buen parecer; que el sastre, autor de tales ropas, por fuerza había adivinado las medidas de mi cuerpo, y que de tan linda manera vestido, podía echarme a buscar aventuras por las altas casas de Madrid, seguro de encontrar en alguna quien me mirase con agrado. A estas alabanzas contestaba yo con risas y bromas, pero la verdad era (y en conciencia no quiero ocultar esto aunque me desfavorezca) que yo estaba un poquillo envanecido con mi traje, y todo se me volvía dar vueltas ante un espejo; pues también en los conventos había espejos. El más satisfecho de todos era Salmón, que no cesaba de hacer reverencias ante mí, llamándome señor duque; y por fin lleváronme como en jubileo a la celda del prior,   —266→   el cual se rió mucho, alabando con exageración mi buen empaque.

Vestido ya, vinieron a decir al fraile que un joven le buscaba con mucho empeño. Salimos los dos y en el claustro bajo hallamos a D. Diego, pálido, azorado, inquieto, el cual llegose impaciente al mercenario, y le habló así:

-Padre, la Zaina se muere y quiere confesarse.

-¡Pobre Zainilla! -exclamó el mercenario-. ¿Y qué es ello?

-Un mal que nadie conoce, ni se ha visto otro parecido, pues unos lo tienen por locura, otros por consunción, estos por reumatismo, y aquellos por melancolía. Lo cierto es que se muere sin remedio, y ahora ha dado en llorar después de dos días en que no ha hecho más que morderse, arrancarse los cabellos, e insultar a todos, a mí principalmente, llamándome necio y mentecato.

-¡Era Vd. su cortejo! -dijo con desabrimiento Salmón-. ¡Oh, entre qué gente anda metido el señor conde de Rumblar!

-Padre, dejémonos de discusiones, y vaya pronto a confesar a la Zaina, que se muere, pues ahora a ratos llora mucho y habla con razón diciendo que quiere confesar sus pecados a Dios para irse al cielo, y a ratos le entra un delirio en que dice mil disparates, y manda a todos que laven las piedras de la calle que están manchadas de sangre, y luego pregunta que cuándo acaba de pasar la estera que ya lleva tantos años y tantos siglos de estar pasando   —267→   por delante de sus ojos: en fin, mil desatinos que no son para contados.

-Pues voy allá al momento; pero antes pediré licencia al prior, por ser ya de noche.

-Gabriel -me dijo Rumblar, cuando nos quedamos solos en el claustro-, ¿qué traje es ese? ¿Te has vuelto caballero?

-Amigo D. Diego -le contesté-, de menos nos hizo Dios.

-¿Y qué es de ti? No se te ve por ninguna parte. ¿Qué traes a vueltas con estos frailuchos?

-Más respeto, Sr. D. Diego, para esta buena gente -le dije-, siquiera porque estamos en su casa.

-No les puedo ver. Santorcaz que todo lo sabe, me ha contado mil cuentos indecentísimos que prueban lo mala que es esta canalla. Es preciso acabar con ellos. De veras te digo que desde que veo un fraile me horripilo. Especialmente a este Salmón, a quien llamo el padre Tragaldabas, no le puedo ver ni en estampa. Verdad es que él tampoco me adora, y seguramente es quien intrigando en casa de la marquesa ha hecho fracasar mi proyectado casamiento.

-¿Ya no se casa el señor conde? Eso no le será penoso porque me parece haber oído decir a Vd. que no amaba mucho a la novia.

-Verdad es que la tal Inés no me hace mucha gracia; pero yo estoy decidido a que sea mi esposa, porque así conviene a mis intereses. ¿Sabes? Santorcaz me ha dicho que todo hombre debe mirar por sus intereses, porque sin   —268→   esto no se puede tener representación alguna en el mundo. Además él, que todo lo sabe y es más listo que el demonio, me asegura que yo tengo talento, disposición y estoy llamado a muy grandes cosas, por lo cual me dice: «Don Diego; a Vd. le es necesaria una buena posición, que le permita desplegar sus dotes».

-¿Pero Vd. no tiene por sí una desahogada posición?

-Bicoca: el patrimonio de Rumblar es de esos que hacen en las ciudades chicas un mediano papel; pero aquí apenas puedo presentarme en quinta fila. Nuestra casa ha vivido desde hace tiempo con la esperanza de que se le incorpore ese mayorazgo de Leiva que es uno de los primeros de España. Si cuando apareció Inés, como legítima heredera, mi señora mamá se disgustó mucho, luego que se concertó el casarnos para evitar pleitos y cuestiones, quedose muy satisfecha. Conque figúrate cuál será su rabia y la mía, ahora que las señoras marquesa y condesa me han dicho terminantemente que no hay nada de lo convenido. Mi madre a quien lo escribí me contesta furiosa, llamándome tonto y necio y estúpido, y amenazándome con venir a darme mil palmetazos si no llevo adelante el negocio de la boda, como puede hacerlo un caballero resuelto y de pesquis. A mí, francamente, no se me ocurre nada; pero para dicha mía tengo ahí a ese bendito Santorcaz que me aconseja como un padre de la Iglesia, y últimamente ha discurrido el más ingenioso arbitrio para que las de Leiva no se burlen de mí.

  —269→  

-Yo creo que al señor conde no le será difícil llegar al casamiento, y con el casamiento a la posesión del mayorazgo, con tal que esa joven esté dispuesta a darle su mano.

-Eso no, porque no estoy loco por ella, que digamos, y de buena gana renunciaría a todo, si exclusivamente de mí dependiera. Has de saber, compañero, que yo, más que todos los mayorazgos del mundo, apetezco una libertad sin límites para hacer lo que me dé la gana; ir a las logias, dar gritos en las calles cuando hay alborotos, cortejar a las mozas del Avapiés, echar un par de pesetas a un caballo de oros, y divertirme en paz y en gracia de Dios: pero Santorcaz, que es mi mejor amigo y mentor, como él dice, me tiene sujeto, y me hinca las espuelas en esto del mayorazgo, afeándome mi descuido en cuestión tan importante. Como además le debo enormes cantidades que no sé de qué modo pagarle, aquí tienes el siempre y cuándo de esta mi resolución mayorazguil. Te advierto que lo que me deslumbra y me vuelve lelo es la esperanza de poseer una renta de esas que le permiten a uno gastar y gastar y gastar todo lo que se le antoja. ¿Hay mayor gusto, muchacho, que ir un día por casa de todos los amigos y convidarlos a una merienda en el Canal, poniendo comida para más de cuatrocientas bocas, con tanta abundancia como en aquellas célebres bodas de Camacho? ¿Hay mayor gusto que visitar los interiores del teatro del Príncipe o de los Caños, y saber que no habrá entre aquellos lienzos pintados actriz española, cantarina italiana, ni bailarina francesa que no   —270→   se le rinda a uno de toda voluntad? ¿Hay mayor satisfacción que dar una corrida de toros, permitiendo la entrada gratis a todo el pueblo, pagando con doble sueldo a los lidiadores y lidiando uno mismo con un traje fino bordado de plata y oro? Pues esto y aún más espero tener, si sale bien lo que hemos tramado.

Quedeme absorto y mudo, meditando en la inconmensurable degradación a que en pocos meses había caído aquel joven tan estrecha y meticulosamente educado bajo la inspección de su 11 rigorosa madre; instruido tan sólo en cosas aparentemente buenas, en el temor excesivo a los superiores, en el desprecio de las novedades, en el aborrecimiento de las cosas mundanas, en el respeto a la tradición, en el encogimiento del espíritu; educado para ser gran señor, y representante de todas las virtudes patriarcales. Ved a dónde había ido a parar su imaginación atada durante la infancia con cien cadenas; ved por qué derrumbaderos tenebrosos se despeñaba salvajemente su voluntad, criada en el respeto; ved qué clase de pájaro atrevido salía de aquel huevo empollado al calor de las mezquinas ideas del siglo pasado. Verdad es que cuando aquella inocente gallina sacó al mundo su echadura, se encontró que de los rotos cascarones salían en vez de pollos otras mil alimañas desconocidas, y la infeliz cacareó con angustia, sin saber quién las había engendrado.

-Pero si ella no le quiere a Vd. tampoco -dije a D. Diego-, lo que proyecta no será tan fácil.

-Eso me parecía a mí; pero Santorcaz, que   —271→   sabe más que siete, me ha llenado la cabeza de catálogos, principiando por decirme que yo era un papanatas, y burlándose de mí con tanta zunga, que al fin me enfadé y dije: «Pues yo seré más osado que Judas, y me atreveré a cuanto hay que atreverse, pues ni las de Leiva, ni Vd. ni nadie se reirán de mí».

-¿Y qué hace ahora el Sr. de Santorcaz?

-Le han hecho los franceses jefe de la policía menuda, cargo que desempeña a las mil maravillas. A todos los desafectos al nuevo Gobierno me les echa mano lindamente. Verdad es que por ahí le critican mucho, llamándole traidor; pero él se ríe de todo y dice que no hay mejor Rey que José, y que los españoles son unos animales. Esto al principio me enfadaba mucho; pero ya me he acostumbrado a oírselo decir, y yo mismo, que era antes más español que Fernando VII, ya no doy dos higos por España, y al son que me tocan bailo... Pero verás lo que tenemos proyectado. Para probarle a él y a todos sus amigos que no merezco esas burlas, he decidido que si Inés no se quiere casar conmigo voluntariamente, se casará por fuerza.

-Eso me parece difícil.

-Así lo parece: pero no lo es. Tú no tienes grandes ideas ni un corazón osado, como yo lo voy a tener ahora, de modo que no podrás comprender esto. Figúrate que consigo engañar a la muchacha, y sacarla a hurtadillas de su casa, sin que lo adviertan tías ni primas, y llevármela bonitamente a donde me diese la gana por unos días...

  —272→  

-Pero eso no podrá ser, porque esa honesta joven no saldrá con Vd. de su casa, y mucho menos, si como dice, no le quiere ni pizca.

-Tú eres memo, por lo que veo -me contestó con petulancia truhanesca-. Eso mismo me parecía a mí; pero Santorcaz y sus amigos me llamaron el Papamoscas de Burgos. Te advierto que es preciso tener el corazón echado para adelante, como dicen ellos, y atreverse a todo. Con tal que Inés salga conmigo... llévela yo a una casa que tenemos preparada al efecto, y después su misma familia nos echará la bendición. El siglo lo tiene dispuesto así.

Tuve que hacer un esfuerzo para refrenar la indignación que tanta bajeza me producía.

-Poco me importa -añadió-, que Inés no me ame en este momento. Yo estoy seguro de que se volverá loca por mí en cuanto nos tratemos con cierta intimidad. Todos dicen que tengo yo cierto atractivo... así... pues... un gancho para pescar muchachas... Desde que se le pase la tristeza... No sé si te he contado que allá en los tiempos en que mi novia andaba abandonada por el mundo, tuvo por novio a un perdido, un raterillo, un granuja... ¡Qué cosas se ven en el mundo! Lo más raro de todo es que le ha guardado a su galán zarrapastroso una fidelidad de novela sentimental, que causa vergüenza a todos los de la casa. Como que han tenido que hacerla creer que ese joven ha muerto, para que no deshonrara a la familia pensando en él.

-Pero nada de eso hace al caso, y cada vez   —273→   veo más difícil que Vd. pueda sacar de su casa a tan honrada joven.

-Animal, claro es que no saldrá, si le digo a dónde la llevo; pero como no lo he de decir, sino que tenemos preparado un cierto artificio.

-¿Cuál?

-Ya he sobornado a Serafina, su doncella, a quien he tenido que dar una buena suma, y es seguro que mañana muy temprano saldrán las dos a dar un paseo por los jardines de palacio, encontrándose en cierto sitio solitario, donde es lo más fácil del mundo poner en ejecución mi pensamiento. Santorcaz asegura que esto saldrá muy bien, y él es quien lo dispone todo, quien prepara los coches, quien ha buscado la casa, quien ha dado el dinero para sobornar a la criada. ¡Si vieras qué interés tan grande se toma!

-Lo creo.

-Mañana temprano queda todo hecho. A esa hora la marquesa está entregada a sus devociones, la condesa no se habrá levantado aún, y el marqués estará en el primer sueño.

-Sr. D. Diego -dije disimulando la ira cuanto me fue posible-, ¿y Vd. no ve en eso una serie de repugnantes bajezas, infamias y desvergüenzas, indignas, no digo de un caballero, sino del más desarrapado chalán? El que es capaz de hacer esto, está destinado a acabar sus días en un presidio.

-Te hablaré francamente. Cuando Santorcaz y sus amigos me manifestaron su plan, sentí aquí dentro cierta repugnancia y no la oculté. Pero se rieron mucho de mí, y allí fue   —274→   el llamarme zanguango, corazón de mirlo, hombre de alfeñique y otras injurias que me indignaron mucho. Al mismo tiempo, por otro lado Santorcaz me apremia para que le pague las grandes sumas que le debo, y que ya exceden a cinco años de renta de mi patrimonio. Además de esto, mi madre me manda de Bailén unas cartitas en que me pone como chupa de dómine. Dice que si no llevo adelante por cualquier medio este casamiento, soy un necio y un badulaque, y que pierdo y arruino a mi familia con mi dejadez y pazguatería. Hasta D. Paco me escribe diciéndome que seré para siempre indigno del altísono nombre de Rumblar, si no pesco ese mayorazgo, y ahí tienes... No hay más remedio que hacerlo. Fuera, pues, escrúpulos de monja, y adelante. Ahora voy a probar que soy un hombre hasta allí, capaz de todo y dispuesto a las más atrevidas cosas. ¿Qué te parece? ¿No apruebas mi conducta? ¿No te entusiasmas oyéndome?

-¿De modo que mañana temprano...? -pregunté con mas interés que D. Diego en aquel asunto.

-Al rayar el día. No sé si te he dicho que ella madruga mucho. Santorcaz dice que cuanto más pronto mejor. Ninguno de la familia se enterará del caso, hasta que estemos en Madrid. Ya he escrito una carta a la marquesa, fingiéndome muy enamorado y diciéndole que la fuerza irresistible de mi pasión me impele a obrar así, y otras muchas cosas muy bien puestas; como que la ha escrito Santorcaz... Pero, chico, es tarde y me retiro; quiero ver en qué   —275→   para esta pobre Zaina y si se muere o no se muere. La verdad es que me quería bastante; y sabe Dios si habrá influido en su enfermedad... Como ahora me tiene loco la hermana de la Pepa Ramos... ¿La conoces tú? ¡Qué guapa y qué mona es! Adiós: me voy allá. ¿Quieres venir? ¿Qué haces aquí con esos frailucos? Pero dime: ¿has heredado por ventura? No te conozco. Mira que los frailes son muy intrigantes... adiós, adiós, que aún tengo algo que arreglar para mi viaje al Pardo a la madrugada.

Y diciendo esto, se marchó, dejándome solo en el claustro. En éste me paseaba yo, presa de la más grande agitación, cuando me avisaron la llegada del coche enviado por Amaranta para mi fuga. Al instante corrí a la calle y entrando en él, pregunté al lacayo:

-La señora condesa, ¿dónde está?

-Esta tarde ha marchado al Pardo -me contestó respetuosamente, sombrero en mano.

-¿A dónde quiere usía que le llevemos?

-Al Pardo -contesté con resolución.

-Dijo la señora condesa que saldríamos por la puerta de Toledo, camino de Illescas, ¿es que quiere usía dar un rodeo?

-Al Pardo, majadero, al Pardo derecho y sin rodeos -exclamé con furia-. ¿No he dicho que al Pardo? A toda prisa.

Las mulas partieron a escape, llevándome camino del real sitio.



  —276→  

ArribaAbajo- XXVI -

Fue detenido el coche en la puerta de San Vicente, abrieron la portezuela, presenté mi carta de seguridad, y después de abrumarme con cumplidos y cortesías, me dejaron pasar. Sufrí nueva detención hacia San Antonio, y una tercera en la puerta de Hierro de cuyas repetidas molestias deduje que era arriesgadísimo salir disfrazado y enteramente imposible sin el documento prescrito. Pero yo pasé el camino felizmente, y ninguno de los que echaron su mirada importuna dentro de mi coche, sospechó el papel que un servidor de ustedes estaba representando.

Yo iba en un estado de agitación indefinible, y la marcha de las mulas me parecía tan desproporcionada a mi febril impaciencia, que sentía impulsos de bajar y correr a pie, creyendo de este modo llegar más pronto. Arrastrado por una ciega e invencible determinación, yo la había formulado en estos términos sencillísimos: «Llegaré, haré por ver a la condesa, informarela de la alevosa intención de D. Diego, y partiré después. No es preciso nada más». Yo no pensaba en dificultades de ninguna clase, y las contrariedades subalternas eran despreciadas entonces por mi impetuosa voluntad. Tampoco atendía en manera alguna a mi proyectada fuga, ni me cuidaba de si iba vestido   —277→   de esta o de la otra manera. Caer en poder de la policía, una vez llevado a efecto mi pensamiento, me importaba poco.

Por fin, en poco más de una hora llegamos a la plaza de Palacio, donde vi una gran escolta de caballería y muchos coches. El cochero del mío azotó las mulas y las hizo penetrar por la ancha puerta hasta el vestíbulo de donde arranca la gran escalera. Todo lo vi iluminado; todo lleno de guardias españolas y francesas. Una música militar tocaba el himno imperial en la galería que domina la escalera. Napoleón, que había ido a comer con su hermano, estaba allí todavía.

Figuraos que uno se muere y despierta en otro planeta, en otro mundo, encontrándose con forma distinta, en atmósfera diversa, en un medio diferente, donde crecen Fauna y Flora que no se parecen a la Flora y Fauna del mundo donde nació. Esta fue mi impresión: yo estaba aturdido y atontado. Sin embargo, saliendo precipitadamente del coche, pregunté al primer criado que se me apareció por los aposentos del señor marqués de X. En el mismo instante, el lacayo me decía: -Venga vuecencia por aquí, que es en este piso bajo a la izquierda».

Dos o tres, no sé cuántos se apresuraron a franquearme la entrada, y mi lacayo, entrando delante de mí, dijo a los criados que salían a su encuentro:

-Ya está aquí el señor duque; avisad que ha llegado el señor duque de Arión.

Yo no sé por dónde me llevaron; yo no sé por dónde entré; yo no sé en qué sitio me encontraba;   —278→   yo sólo sé que me vi en un recinto muy alumbrado y caliente, y que el diplomático, estrechándome en sus brazos, exclamaba:

-¡Picarón, gracias a Dios que te vemos!... Pero ¿por qué has venido tan tarde? Ya se ha acabado la comida... ¡Ah, picarón, qué alto estás!

Yo balbucí algunas excusas; pero comprendiendo al punto que era preciso disipar aquel engaño, dije:

-¿No está la señora condesa?

-No ha venido. Estoy solo con mi hija. Pero, chico, no tienes acento francés, y me dijeron que hablabas como un amolador. Ven, ven, al instante te voy a presentar al rey José, que tanto desea verte. Ahí está el Emperador. ¡Albricias!... Ha convenido en que su hermano vuelva a ser Rey de España, y ya están zanjadas todas las diferencias. Conque ven... ven... Pero primo, ¿cómo es eso? -añadió examinando mi traje-. ¿Cómo no has venido de etiqueta? Pues oiga... también te has venido sin relojes... Pues ¿y tus cruces, y tu Legión de Honor, tu Cristo de Portugal, y tu Carlos III, y tu San Mauricio y San Lázaro, y tu Águila Negra?

-Déjese Vd. de bromas -repliqué sin poder disimular mi impaciencia-. Ahora vengo para un asunto urgente y del cual depende...

-¿La suerte de Europa? -dijo interrumpiéndome-. Corro, corro al instante a ponerlo en conocimiento de Urquijo. ¿Vienes del cuartel general? ¿Ha llegado allí algún correo de Francia con noticias del Austria?

  —279→  

-No, no es eso -repuse sin atreverme a disipar el engaño-. ¿Pero dice Vd. que no está aquí mi señora la condesa?

-¿Tu prima? Esta tarde la esperábamos; pero debía pasar por la Moncloa a ver a su madrina, y como ésta se halla in articulo mortis, presumo que Amaranta y mi hermana habrán determinado quedarse allí toda la noche. ¿Vienes tú de Madrid, o directamente de Chamartín?

-Siento mucho -manifesté con la mayor zozobra- que no esté aquí la señora condesa.

-Te presentaré a mi hija, ven. Pues es lástima que no hayas venido de etiqueta. Verdad es que tú tienes familiaridad con el Emperador, y si te anuncias, puedes pasar a verle con ese traje... Pero dime, ¿qué noticias traes? ¿Ha llegado algún correo al cuartel general? A que me he salido yo con la mía... ¿apostamos a que el Austria?... A mí puedes contármelo. Ya sabes que el Emperador me consulta todo... Pero chico, ¿sabes que tienes una arrogante 12 figura? A mí me habían dicho que eras... así... un poco cargado de espaldas y... la nariz chata, y un ojo un poco... pero no... veo que me habían engañado. Eres mejor de lo que yo suponía, y lo que es tu cara... casi juraría que no me es desconocida... pues... que te he visto en alguna parte.

Estábamos en un lujoso salón, con magníficos muebles alhajado. Sentíase ruido de voces en las habitaciones inmediatas; pero allí no había nadie más que nosotros dos. El diplomático, asiendo las solapas de mi casaquín, me   —280→   sacudía, me sofocaba, me volvía loco con su charlar inacabable. En vano era que yo pretendiese quitarle la palabra, hablando de otras cosas y principalmente indicando algo del móvil de mi viaje. Aquel insensato me quitaba la palabra de la boca, ávido y hambriento de hablárselo él todo, y con sus gesticulaciones, su cotorreo sempiterno, semejante al son de una matraca, me tenía aturdido, colérico, nervioso.

-¡Ay sobrinillo de mi alma! -continuó-. Si me confiaras las noticias que traes... Ya habrá llegado a tu conocimiento que yo soy la misma reserva... Porque no me queda duda de que tú traes algo, sí señor, algo grave. Si hubieras venido a la comida, habríaslo hecho más temprano y con otro traje. Y no es más sino que estabas en el cuartel general, y el mayor general Berthier te envió a toda prisa con una comisión. A ver, dímelo a mí solo, a mí solo... ¿Vas ahora mismo a ver al Emperador? Si quieres pasaré aviso al gentil-hombre para que te introduzca. Ya han concluido de comer, y están conferenciando juntos el Emperador, el Rey, el secretario Hugues Maret, Urquijo y monseñor de Pradt, ex-arzobispo de Malinas. Anda, anúnciate, subamos...

-Señor mío -dije bruscamente sin poder disimular ya mi impaciencia y desasosiego-. Yo no vengo a hablar con el Emperador ni con el Rey, ni con el arzobispo, ni tengo nada que ver con ninguno de esos señores. Yo vengo a...

Y callé, sin atreverme a decirle el objeto de mi visita.

-¿Conque no está aquí la señora condesa? -volví a preguntar después de una pequeña pausa.

-Dale con la condesa. Que no, que no está. La esperábamos esta tarde; pero según entiendo, se ha detenido en la Moncloa por acompañar a su madrina, que se muere por momentos. Puede ser que llegue antes de media noche.

-Pues la esperaré -dije resueltamente sentándome en un sillón.

-Veo que Amaranta te interesa más, y es para ti de mayor importancia que la suerte del mundo. ¿Pero no querrás decírmelo?... Aquí en confianza... a mí solo -dijo sentándose junto a mí y poniéndome la mano en el muslo.

-¿Qué, hombre de Dios, qué le he de decir, si no sé nada?

-Pesado estás sobrino. Para mí sería muy satisfactorio saberlo antes que el mismo Emperador y poderlo decir a todos esos que están ahí muertos de sed por una noticia.

-¿Dice Vd. que la Condesa vendrá antes de media noche? ¿Cuánto hay de aquí a la Moncloa?

-¿Pero qué traes tú con la Amarantilla?... Todo eso es para disimular. Pero ven... quiero que conozcas a mi hija. Ya tendrás noticias de ella. ¡Pobrecita! La he recogido y reconocido... Es preciso reparar de algún modo los errores de nuestra juventud. En París habrás oído hablar mucho de mí. Bastantes ruinas hay allí todavía de mi ímpetu destructor en materias amorosas. Pero ven... conocerás a Inés... es guapísima. No se ha recogido aún, y si está acostada, haré que se levante.

  —282→  

-No -dije yo-, la veré mañana.

Mi situación, queridos señores míos, era bastante comprometida. La condesa, a quien necesitaba ver y hablar, no estaba allí. Yo no quería faltar al solemne compromiso contraído con ella, cuando le prometí no presentarme jamás a su hija; y en verdad si Amaranta me hubiera sorprendido allí en compañía de Inés, todas mis explicaciones le habrían parecido artificios y malas artes y la aventura de mi disfraz un ardid alevoso para arrebatarle aquel tesoro de su familia, que por la sociedad y por otras mil consideraciones, me estaba tan implacablemente vedado. En todo esto pensé, mientras D. Felipe de Pacheco y López de Barrientos me volvía loco para que le contara las noticias del cuartel general. Discurriendo rapidísimamente sobre aquella situación vine a deducir que era preciso valerme del mismo diplomático para mi objeto, no hallándose en palacio ninguna otra persona de la familia; mas para esto era también preciso no perder el disfraz, ni correr el velo de aquel gracioso engaño, pues si esto ocurría, todo acababa con echarme a la calle o ponerme a disposición de un alguacil. Meditando en breves términos mi plan, di principio a su ejecución de la siguiente manera:

-Después, mi querido tío, informaré a usted de todo lo que se dice en el cuartel general. Por ahora quiero hablarle a Vd. de otro importante asunto.

-¿Importante? Vamos a ver -dijo en voz baja y tan impaciente como un niño.

  —283→  

-Importantísimo.

-Ya adivino. La Inglaterra, el enemigo común...

-No es nada de eso. Lo que digo es que ese condesito del Rumblar... ¡oh! es un joven de malísimas costumbres.

-Ya lo sabemos; pero dejemos ahora a don Diego, ¡qué majadería! -exclamó con desagrado.

-Es preciso que Vd. esté prevenido, por si...

Entraron en aquel momento en la sala dos personajes vestidos de uniforme, uno de los cuales era español y el otro francés; pero los dos se expresaban en nuestra lengua. Levantámonos y el diplomático me presentó gravemente a ellos, diciendo después:

-Por más que le pincho, nada, no suelta una palabra. Viene del cuartel general, con noticias interesantísimas.

-¿Sube Vd. a ver al Emperador? -me preguntó uno de ellos.

-No señor -respondí, obligado a llevar adelante la farsa-. No necesito ver por ahora a Su Majestad Imperial.

-En el cuartel general -me dijo el otro-, ¿qué se dice de la actitud del Emperador respecto a su hermano?

-¡Oh! -exclamé yo, dándome importancia-, se dicen muchas cosas.

-¡Muchas cosas! -repitió el marqués haciendo aspavientos.

-Aún no está decidido -añadió el que parecía francés-, que el Emperador, nuestro señor,   —284→   ceda el reino de España a su hermano. ¿Qué ha oído Vd. en Chamartín? ¿Insiste el Emperador en la idea de considerar a España como país conquistado?

-Sí señores, como país conquistado -dije con mucho aplomo, metiendo mi cucharada en los arreglos y desarreglos del mundo.

-La verdad es -dijo otro-, que los dos hermanos no están muy acordes. ¿Va tomando cuerpo la idea de agregar la España al territorio de Francia?

-Sí señores -afirmé condoliéndome de la suerte de mi país-. España se unirá a Francia.

-¡Oh! ¡qué calamidad! -clamó D. Felipe-. No podemos en modo alguno seguir al servicio de la causa francesa. ¿Y se insiste en dividir a nuestro país en cinco virreinatos 13?

-¡Pues qué duda tiene, señores! -repuse en tono de hombre listo-. Pero aún se duda si serán cinco o seis.

-Sin embargo _dijo el que parecía francés-, yo creo que esta noche se reconciliarán.

-Por supuesto que si el Emperador se decide a tratar a España como país conquistado, le mueven a ello las intrigas de Inglaterra.

-De Inglaterra, justo -repuse yo vivamente-. Me lo ha quitado Vd. de la boca.

-Y la insensata resistencia del pueblo español.

-Exactamente... la insensata resistencia...

-A pesar de todo -dijo el español-, yo dudo mucho que el Emperador pueda llevar adelante tan atrevido pensamiento, y menos   —285→   ahora cuando corren rumores de que el Austria...

-¿Qué dicen los últimos despachos? Parece que el Austria se arma.

-Sí señores -respondí yo en tono profético, misterioso y sibilítico-. El Austria se arma y... no diré más.

-Pero hombre -apuntó el diplomático-. Si aquí somos todos amigos. Di de una vez todo lo que sabes.

-Dispénsenme Vds. señores -indiqué cortésmente-. De buena gana lo haría por complacer a personas tan amables; pero antes que mi deseo está mi deber, antes que la satisfacción de un capricho amistoso, la conciencia de mi discreción, cuyo inexpugnable baluarte en vano atacan galantes sugestiones o arteras amabilidades. Callaré por ahora; pero tengan ustedes entendido que el Austria... el Austria...

Los tres cortesanos se miraron, y yo examiné las pinturas del techo.

De improviso entraron dos, a quienes igualmente me presentó mi augusto tío; pero aquí fui menos afortunado, porque uno de ellos, al saludarme, me dijo con cierta malicia:

-Es muy particular. Hace tres años vi en París al señor duque de Arión y no reconozco su fisonomía en la de Vd. O yo estoy trascordado, o Vd. ha variado considerablemente.

Por mi suerte el diplomático se había apartado un poco, y además yo tuve buen cuidado de no engolfarme en conversaciones con aquel caballero. También quiso mi buena estrella que   —286→   viniese a sacarme de apuros, otro que llegó de repente y con gran prisa, a decir:

-Señores, la conferencia va tomando carácter de altercado. Alzan mucho la voz y desde el corredor de Poniente se oyen los gritos. Vamos allá y oiremos algo.

Vierais allí cómo aquellos cortesanos coman por los pasillos, cómo se escurrían por los laberintos de palacio, cómo se precipitaban unos delante de otros disputándose cuál llegaba primero a pescar una noticia, una voz perdida, un gesto visto al través de un resquicio, un accidente, un destello de reales miradas, cualquier mezquindad que les fuera favorable. Yo seguí tras ellos, y salí también; atravesamos un gran salón, donde había hasta una veintena de personas de distintos uniformes; internáronse en nuevos pasillos, pasaron de sala en sala, llegando por último a un largo y oscurísimo corredor que tenía ventanas a un angosto patio. Allí había otros cinco o seis, asomados a las ventanas, y muy atentos a no sé qué, pues yo no veía nada digno de llamar la atención. Todos se acercaban con pasos quedos, chicheaban muy por lo bajo, y atendían y miraban; pero ¿qué miraban y a qué atendían?

El patio a que me refiero era muy estrecho. En la pared de enfrente había una gran ventana cuyas hojas de cristal, cerradas y por dentro cubiertas con una cortina de gasa, daban paso a la luz interior. Los gruesos cortinones de invierno estaban recogidos a un lado y otro, de modo que quedaba un triángulo de luz, con el ángulo más agudo en la parte superior.   —287→   En este triángulo se dibujaban varias sombras, pero con toda precisión una sola, efecto de linterna mágica producido por la presencia de un hombre entre la luz que iluminaba aquella pieza y el hueco de la ventana. Movíase la sombra al tenor de los diversos grados de animación de la palabra, y en esta sombra y en sus irregulares movimientos fijaban la vista y el oído y la atención y el alma toda los cortesanos allí reunidos.

-Ahora hablan más bajo -dijo muy quedamente uno de ellos-, pero hace poco se han oído con claridad algunas palabras.

Y alargaban los cuerpos fuera del corredor, por ver si sus pabellones auriculares cogían al vuelo alguna sílaba. Yo también atendí; pero la verdad es que allí se oía tanto como en un desierto. Lo que sí excitó mucho mi curiosidad, fue la sombra que ocupaba el centro del triángulo. Era la de un hombre rechoncho y de cabeza redonda, con pelo corto. Notábase el movimiento pausado de sus brazos al hablar, el de su cabeza al atender; notábanse claramente las señales de asentimiento, las negaciones vagas y las fuertes; notábanse la tenacidad, la duda, el ademán de la pregunta, el de la respuesta, y tanta era la verdad con que aquella silueta reproducía a la persona misma, que hasta se creía advertir en ella la sonrisa, el fruncimiento de cejas, el asombro y cuantos modos de lenguaje posee y usa el rostro humano. Unas veces la cabeza puesta de frente, proyectaba en la vidriera una forma redonda, otras volviéndose proyectaba su perfil; luego veíamos   —288→   que a su altura subía una mano y distinguíamos perfectamente el dedo índice afianzando y dando energía a la palabra; después desaparecían las manos, y los brazos, juntándose a la masa del cuerpo, indicaban que se habían cruzado; luego transcurría mucho tiempo sin que la figura hiciese ademán alguno, señal de que oía o de que meditaba, hasta que de nuevo volvía a ponerse en acción.

-Miren Vds. ahora -dijo uno de los cortesanos-, cómo dice que no, que no y que no con la cabeza.

En efecto, la sombra movió su cabeza haciendo la señal negativa por espacio de algunos segundos.

-De seguro está diciendo que no cederá a nadie sus derechos a la corona de España -indicó uno.

-Lo que indudablemente estará diciendo -habló otro-, es que pasará por todo, menos porque los ingleses se metan aquí.

-¡Quia! -exclamó un tercero-. Lo que debe de estar diciendo es que los españoles no podrán resistir mucho tiempo.

Entonces la sombra movió la cabeza en señal afirmativa repetidas veces y con mucha insistencia, acentuando con la mano aquel movimiento.

-Pues ahora dice que sí, que sí y que sí -indicó uno.

-Sin duda habla de que son indudables sus derechos de conquista.

-Y de que puede disponer del trono de España como se le antoje.

  —289→  

-¡Patarata! Apuesto a que no es nada de eso, sino que asegura vencerá a los ingleses.

Poco después la sombra se llevó la mano a la nariz.

-Toma tabaco -dijeron los cortesanos.

-Ya van trece veces desde que estamos aquí.

Luego la sombra acercó un bulto a su cara, inclinándola después, y se oyó desde nuestro observatorio un lejano ronquido.

-¡Se suena! -exclamaron los cortesanos.

-¡Buena señal! -dijo uno.

-¡No, sino muy mala! -añadió otro.

Después la sombra se levantó, y al instante confundiose entre otras sombras. Un momento después, separadas las demás, volvió a destacarse; pero ya estaba transfigurada, porque la cabeza redonda había desaparecido en otra mayor sombra trapezoidal. Una vez puesto el sombrero, se hubiera distinguido de cuantas sombras suele engendrar la noche, y de cuantas pueden volver de los Elíseos Campos o de los cristianos cementerios a pasearse por el mundo.

-Ya sale... -dijeron los cortesanos.

-Corramos al salón.

Y aquello no fue correr, sino volar a la desbandada.

-¿No vienes al salón? -me preguntó el diplomático.

-¿No ve Vd. que no vengo de etiqueta?

-Es verdad; pero tú... Te advierto que el Emperador se marcha. ¿Acaso vienes a hablar con el rey José?

-Yo no quiero ver al Emperador esta noche   —290→   -le respondí-. Aunque él me trata con bastante intimidad, y solemos jugar un poco al tute...

-¡Al tute!... hombre... eso sí que no lo sabía.

-Sí... pues decía que aunque tenemos mucha confianza, y nos tratamos como dos amigotes, no puedo presentarme así en el salón, cuando los demás van de etiqueta. Vd. no irá tampoco...

-¡Oh, sí! Yo voy al salón... porque te advierto que el Emperador al entrar me miró, y después preguntó quién era yo. De modo que ahora...

-¿Pero no le ha hablado Vd. nunca?

-Te diré, lo que es hablarle... así... pues... así como estoy hablando ahora contigo, no... pero hemos cambiado notas, y no creas... en ocasiones con la pluma en la mano nos hemos puesto como ropa de pascuas.

-¿Vd. se retirará a su aposento? Hablaremos un poco y luego me marcharé.

-¡A estas horas! No... aquí te has de quedar. No dudes que vendrá la condesa mañana temprano. Hablaremos todo lo que quieras; pero después que yo vaya al salón, y haga por ver si S. M. I. me mira otra vez, y me entera de todo lo que se dice... ¿Qué sabes tú si el rey José querrá llamarme como anoche, para que le dé un poco de conversación?

-Antes hablemos los dos de un asunto que nos interesa... es cosa de pocas palabras.

-Entremos en mi cuarto -dijo cuando llegamos al salón donde me recibió la vez primera.

  —291→  

-No, aquí mismo -repuse-. Ahora caigo en que tengo que marcharme, en cuanto hablemos dos palabras.

-¡Qué singular! Hombre, aquí me hielo de frío. Entremos en mi cuarto.

En efecto, pasamos a otra pieza, nos sentamos, pero aún no se habían arrellanado nuestros cuerpos en el sofá, cuando entró un criado diciendo:

-Aquí está un gentil-hombre que viene a decir a usía que el señor conde de Cabarrús quiere verle al momento.

-Al instante, corro al instante. ¡Oh, ministro amabilísimo! -exclamó el diplomático con súbita e inmensa alegría-. Primo, ahí te quedas. Vendrá Inés a hacerte compañía.

-No... que no se moleste -repuse yo con inquietud-. Esperaré solo.

-Que venga la señorita Inés -dijo el diplomático al criado.

El criado me miraba atentamente.

-Que venga mi hija -repitió el marqués-. Dile que está aquí el señor duque de Arión, su pariente; que venga al instante a hacerle compañía, porque el Emperador... digo, el rey José... digo, el ministro Cabarrús, me ha mandado llamar para consultarme un grave asunto.

Y sin esperar más, porque su impaciencia era febril, salió dejándome solo. Yo estaba tan agitado que no me era posible apreciar la extensión del tiempo que iba pasando mientras permanecía en la soledad de aquel cuarto, sin percibir otro ruido que el tic-tac de un reloj de   —292→   chimenea, y el chisporroteo de los leños que en ella se quemaban. Yo no cabía en mi mismo de inquietud, de ansiedad y desasosiego, y juntamente se me representaban en espantosa lucha, la inefable felicidad de ver a Inés y el pesar de mi conciencia turbada por quebrantar una leal promesa. A veces me parecía que los minutos corrían con inconcebible rapidez, y a veces que se estaban quietos delante de mí, mirándome como geniecillos desvergonzados. Mi espíritu a ratos impaciente y lleno de amorosas ansias, me impulsaba a penetrar en las habitaciones interiores, buscando a la que no parecía; y a ratos me venían deseos de abrir la ventana, echarme por ella al jardín inmediato, y huir para siempre de aquella casa.

Sentado estaba mal, y mal estaba en pie y mal también paseándome de un ángulo a otro en la reducida estancia: el pulso y las sienes me latían con furia, y aquel violento y acompasado golpear determinó bien pronto en mí una viva calentura que me inflamaba todo. Inés tardaba mucho. «Si no viene, me muero», dije para mí, olvidándome al fin de todas las consideraciones que al principio me habían hecho temer su llegada. Pasaron no sé si horas o minutos; sólo sé que muchas ideas mías se iban quedando atrás y que venían otras a sustituirlas, para marcharse luego. De este modo apreciaba el transcurso del tiempo. El reloj avanzó mucho sin que Inés pareciese. Aquella soledad empezó a hacérseme insoportable, y la idea de que ella no vendría, se representó en mi pensamiento produciéndome un dolor inmenso.   —293→   Después de mis primeras dudas, habíase entregado mi espíritu al gozo de suponer que vendría, y su tardanza me ponía en estado febril.

Arrastrado por una fuerza irresistible, sir reparar en mi situación ni en circunstancia alguna, casi ignorando lo que hacía, abrí la pequeña puerta que comunicaba aquella pieza con la inmediata. Al pasar a esta, halleme en una sala sin luz; pero como entraba alguna claridad por la puerta recién abierta, pude ver por dónde andaba. Con pasos muy quedos atravesé aquella sala, y al ver reflejada oscuramente mi imagen en los espejos, sentía miedo de mí mismo. En el testero del fondo vi otra puerta que cedió al punto a mi mano, y encontreme en una tercera sala más pequeña.

Profunda oscuridad reinaba en ella, pero al poco tiempo de estar allí, distinguí en el fondo negro una perpendicular raya de luz. Al mismo tiempo creí que sonaban voces de mujer por aquel lado, y esto, con la débil claridad, impeliome más hacia allí. Andaba muy lentamente, extendiendo las manos para no tropezar con los muebles; andaba como un ladrón, conteniendo el aliento, apagando el ruido de los pasos, creyendo que hasta las oscilaciones del aire a mi tránsito iban a delatar mi presencia a los de la casa. Yo había perdido todo dominio sobre mí mismo, y en nada reparaba más que en llegar pronto a aquella raya luminosa, tras la cual sentía más claramente ya la voz de Inés. Al fin llegué. Por la estrecha rendija no se veía nada; pero se oía. Dos mujeres hablaban.

  —294→  

Al poco rato una de las voces dijo algo como despidiéndose; sentí el ruido de una puerta, y todo quedó en completo silencio. Aguardé un poco. Puse luego la mano en el picaporte, y con mucha, muchísima lentitud lo fui levantando, levantando, de modo que no hiciera ruido. Cuando me pareció bastante, empujé y la puerta cedió; empujé más, y la fui abriendo poco a poco, cuidando de que no rechinara. Durante esta operación, toda mi sangre se paró dentro de mí. A medida que la puerta se abría, iba viendo todo lo que había dentro de aquella estancia. Primero vi un lecho con cortinas blancas, luego una mesa con labores de mujer, y por último, vi una figura puesta de rodillas delante de un reclinatorio, con la cabeza inclinada y oculta enter las manos en actitud de profundo recogimiento. Vuelta hacia mí aquella figura, que apoyaba la frente en el reclinatorio, no era fácil reconocerla, pues de su cabeza no se veía sino el cabello; pero yo la reconocí, y era ella misma; era Inés.

Avanzando resueltamente, pero siempre con pasos muy quedos, entré y me dirigí hacia ella.




ArribaAbajo- XXVII -

Cuando Inés alzó la cabeza y me vio delante, tras un estremecimiento que indicaba el mayor espanto, quedose atónita, sin habla, con   —295→   disposición a perder el sentido. La emoción me impedía al mismo tiempo el pronunciar algunas palabras para tranquilizarla. Mi presencia le causaba terror; iba a gritar sin duda.

-Inés, Inesilla -dije al fin-, no te asustes, soy yo, soy yo mismo. ¿Creías tú que me había muerto? No, mírame bien, estoy vivo. No me tengas miedo.

Diciendo esto la abrazaba, estrechándola contra mi pecho.

-¿Creías tú no volver a verme más? -proseguí-. Te dijeron que me había muerto. Infames, ¡cómo te engañan! Aquí estoy; no me preguntes cómo he venido. No lo sé. Creo que Dios me ha traído por la mano para que nos veamos.

Inés tardaba mucho en volver de aquel estupor que por algunos minutos pareció quitarle el conocimiento; mirábame con ojos asombrados, derramó algunas lágrimas, y su rostro, fluctuando entre el llanto y la sonrisa, revelaba en cada segundo una sensación distinta. Pasado un rato, fijando la atención en mi vestido, pareció profundamente asombrada, volvió a reír y me interrogó con los ojos. Sus manos, sus brazos temblaban entre los míos de un modo alarmante; y temiendo que la impresión producida en su organismo por tan fuerte sorpresa fuera demasiado lejos, la tomé en brazos, púsela con el mayor cariño sobre el sofá cercano y senteme junto a ella, procurando calmarla y explicándole en términos precisos mi inesperada aparición.

-¿Pero dónde estabas tú? -me dijo.

  —296→  

-En la habitación de tu padre. Allá me dejó cuando te llamaron, y allí te estaba esperando. ¿Por qué no fuiste? Mi impaciencia era tanta que no pude resistir, y como un ratero me metí por esas habitaciones hasta llegar aquí.

-¿Y cómo entraste en palacio?

-Eso es largo de contar. Me han pasado muchas cosas, Inesilla de mi corazón. Yo no sé cómo he venido aquí. Había prometido no verte más ni hablarte; pero yo no sé por qué me encuentro a tu lado y te veo y te hablo. ¿Conque me creías muerto?

-Sí, ¡muerto! -dijo con tristeza-. Sin embargo, yo confiaba en que fuera mentira y muchas veces he tenido el pensamiento de que ibas a venir. Anoche, ayer, ahora mismo he estado pensando en esto, y al quedarme sola he sentido mucha zozobra creyendo verte en los espejos, o salir de detrás de esos armarios, o entrar por cualquiera de esas puertas como un fantasma. ¿Pero cómo has venido aquí? ¿De qué invención te has valido? Si te descubren... Estás vestido como un caballero.

-Sí, Inesilla -respondí besándole las manos-. Pero aunque me veas vestido de caballero, no creas que lo soy. Soy lo mismo que era antes, cuando estábamos en casa de D. Mauro, es decir, no soy nada. Tú estás tan por encima de mí que debes avergonzarte de mirarme.

Al oír esto, todo cambió en su espíritu, y la vi sonreír de un modo espontáneo y festivo, perdida ya la emoción dolorosa del primer momento.

-Yo no pensaba verte más -continué-; pero la casualidad o la Providencia han querido   —297→   que te vea. ¡Qué desgraciados somos o mejor dicho, qué desgraciado soy! Porque yo tengo que renunciar a ti, tengo que marcharme para no volver más. ¿No comprendes tú que ha de ser así, que no puede ser de otra manera? Para mí valiera más no haber nacido. ¿Por qué te conocí? ¿Por qué te volviste gran señora? ¿Por qué Dios que a ti te sacó de la humildad para traerte a los palacios me dejó a mí en la miseria y en la oscuridad de mi nombre?

-No me has dicho todavía por qué estás vestido así -indicó con el mayor asombro.

-Nada de esto es mío, Inesilla -repliqué con profundo dolor-. Estas ropas son como las que se ponen los cómicos cuando salen a la escena vestidos de reyes. Después se las quitan y quedan hechos unos mendigos: lo mismo soy yo. Si ahora se descubre la farsa que me ha traído aquí, tus criados me echarán del palacio ignominiosamente. No soy nadie, no soy nada. Yo creí que no te vería más; pero algún poder superior nos ha puesto esta noche juntos, y yo que he jurado ante la condesa tu prima no verte ni hablarte más en la vida, estoy ahora a tu lado para decirte que te quiero y te adoro y me muero por ti. Seré un malvado, un tramposo, un miserable que se burla de todas las conveniencias de la sociedad; pero siendo todo esto, y aún más, insisto en decir que no puedo dejar de quererte aunque me lo prohíban todas las potencias de la tierra, y aunque entre los dos se pongan con la espada en la mano todos tus parientes y antecesores desde que el mundo es mundo.

  —298→  

Inés parecía meditar. Después de un rato de silencio, me dijo con tristeza:

-Mis parientes son muy crueles conmigo.

-No, alma mía; considera tú su posición, su nombre, lo que deben a la sociedad, y comprenderás que no pueden hacer otra cosa. ¿Cómo han de admitirme en su familia? La idea de que me amas les causa horror, y se creen deshonrados con sólo mirarme. Tu prima la condesa es muy buena. Si tuviera tiempo para contarte los beneficios que le debo y el afecto que me muestra, te asombrarías.

-Ha llegado el caso de que yo devuelva mi familia todo lo que me ha dado, y tome por mí misma lo que no ha querido darme -dijo Inés.

-Tú tendrás prudencia y esperarás.

-Hablaré francamente a mi prima. Ella me ha dicho que quiere verme feliz a toda costa, y es la que me defiende de las impertinencias de mis cinco maestros, y la que me salva de la etiqueta, que es lo que más aborrezco. Yo le diré que has estado aquí...

-No, no, por Dios; no le digas que he estado aquí -exclamé-. Yo debo marcharme ahora mismo, Inés; yo no puedo estar más aquí.

-No te has de ir -me dijo asiendo mis dos brazos para detenerme-. Yo se lo diré todo a mi prima, le diré que no te has muerto; que yo sé que no te has muerto; que nos hemos visto, y que has de volver.

-No, no le digas eso: desde este momento ya no merezco la benevolencia que ha manifestado.

  —299→  

-¡Oh! -exclamó Inés con mucha pena-. Pues entonces, ¿qué recurso nos queda? ¿Qué podemos hacer? ¿Cuándo vuelves tú?

-Nunca -le respondí sin reparar en lo que decía, pues mi exaltación no me permitía formular ideas concretas sobre nada.

-¿Cómo nunca?

-Sí, volveré cuando quieras -dije estrechándola contra mi corazón-. Si tú me mandas que vuelva, si tú despreciando las resoluciones de tu familia, insistes en quererme lo mismo que cuando éramos dos pobres criaturas desamparadas, volveré, quebrantaré las promesas que hice a tu prima, porque ¡ay! sin duda tu prima no sabe cuánto te quiero, cuánto te adoro, y de qué manera nosotros nos hemos dado un juramento que está por encima de todos los demás. Dile que no me he muerto, ni me moriré, mientras tú vivas, porque no quiero ni debo morirme; dile que aquí estaré, mientras tú no me eches, y que antes que fueras condesa, y duquesa, y princesa, habías resuelto casarte conmigo que no soy caballero ni soy nada, aunque teniendo tu cariño no me cambio por todos los nobles de la tierra.

Inés al oírme se animaba mucho. Encendiéronse sus mejillas y el vivo resplandor de sus ojos indicó una irrupción de sensaciones agradables y de ideas de felicidad, que de improviso se apoderaban de su abatido espíritu. Tomándome la mano me dijo:

-Juro que no me he de casar sino contigo, cualquiera que sea tu suerte, cualquiera que sea tu posición. Dicen que yo soy rica, y que soy   —300→   noble. ¿No es esto bastante? Yo les diré que si no me quieren de este modo, me quiten todo lo que me han dado. Les diré que tú eres para mí más caballero que todos los demás; y por último, que ninguna fuerza humana me obligará a dejarte de querer, porque Dios lo ha ordenado así. Tengamos confianza en Dios y esperemos. Lo que parece más difícil, se hace de pronto fácil. Yo sé, sin que nadie me lo haya enseñado, que cuando las cosas deben pasar, pasan, y que la voluntad de los pequeños suele a veces triunfar de la de los grandes.

Al decir estas palabras que indicaban junto con un firme amor, un profundo sentido, Inés me mostraba la superioridad de su alma, bastante fuerte para poner las leyes inmortales del corazón sobre todas las conveniencias, preocupaciones y artificiosas leyes de la sociedad.

-¡Inés! -le dije prodigándole las más tiernas muestras de cariño-. A pesar de estar tan alta, tú eres hoy tan desgraciada como yo; pero para los dos vendrán días felices y tranquilos.

Yo había olvidado todo temor, las causas de mi presencia en aquel sitio, lo avanzado de la hora, no me acordaba de su familia, ni de mi fuga, ni de la policía, ni de nada; no veía más mundo que aquel pequeño, ¡qué digo pequeño!... aquel mundo infinito que mediaba entre nuestros ojos.

-Tú sabes y sientes mejor que yo -exclamé-; tú me señalas el camino que debo seguir, y lo seguiré. Te amo tanto que querría morirme aquí mismo, si supiera que habías de ser para otro. Y vengan contrariedades, vengan orgullos,   —301→   vengan rigores de familia, vengan obstáculos, venga todo, que todo lo desprecio. ¿Qué valen cien mil coronas condales, y las mayores riquezas del mundo? Todo eso no será suficiente razón para quitarme lo que es mío; mi Inesilla de mi alma y de mi corazón. Si soy pobre y miserable, que lo sea: nada importa puesto que miserable y pobre, quieres tú más uno de mis cabellos que las coronas y tesoros de todos los duques de la tierra. ¿No es cierto? Y que venga ahora toda la sociedad y toda Europa, y toda la historia y el mundo todo a decirme que no podrás ser mía. Que vengan y yo les diré que se vayan a paseo, porque nosotros no necesitamos de ellos para nada, y nosotros valemos más que todo eso. ¿No es verdad? Cuando prometí a tu prima renunciar a ti, prometí lo absurdo y lo imposible, lo que no estaba en mi mano hacer, porque el amor que nos tenemos es obra de Dios, es como la vida, y sólo puede quitarlo el mismo que lo da.

Así me expresé yo, y en este tono hablamos un poco más: luego cambiamos de asunto, y seguimos departiendo en serio y en broma sobre mil cosas que nos ocurrían, sin acordarnos de nada que no fuera nosotros mismos, y menos del tiempo que iba transcurriendo a toda prisa. De tema en tema vino a mi pensamiento el objeto que allí me había llevado y le conté el incidente de D. Diego con sus torpes y abominables planes. Ella se sorprendió de esto y me dijo que nunca había supuesto a Rumblar tan rematadamente malo. Seguimos luego hablando de otros asuntos, y ella se reía   —302→   de mi traje, y yo de lo que ella me contaba al referir las ceremonias palaciegas a que había asistido. Repetidas veces pasó por mi mente la idea del gran peligro que allí corría; pero era tan feliz que yo propio arrojaba lejos de mí aquella idea importuna. Al fin entró de pronto una criada y dijo:

-¿Se le ofrece a la señorita alguna cosa?

Díjole Inés que no, y se fue; pero me observó de soslayo el tiempo que allí estuvo.

Seguimos hablando y al poco rato apareció otra criada que me miró mucho también, preguntando:

-¿Ha llamado la señorita?

Y luego que esta se retiró pareciome sentir cuchicheos y ruido de pasos tras de la puerta. Comuniqué a Inés mi recelo, y al punto convinimos en que me debía retirar. ¡Qué escándalo! Era mucho más de media noche. Ella misma me llevó al cuarto donde antes me había dejado el diplomático, y después de discutir un rato sobre lo más conveniente para salir en bien de aquel paso, acordamos que esperaría al Sr. D. Felipe, continuando cuando volviera, el mismo papel de duque de Arión, y que con cualquier pretexto saliese después poniéndome en salvo antes de la mañana y hora en que necesariamente habían de llegar Amaranta o su tía. Despidiose Inés de mí, dándome muchas esperanzas y prometiéndome que nos veríamos cuando menos lo pensase, y me quedé solo otra vez donde antes estaba.

Cansado de esperar, quise salir; pero encontré la puerta cerrada por fuera, y en el   —303→   mismo instante en que lo advertía, sentí que una mano desconocida, cerraba también la que me había dado paso hacia la habitación de Inés. Estaba preso.

Presté atención a ciertos ruidos cercanos y percibí otra vez cuchicheo de voces diversas, como risas y chacota de criados y gente menuda, cuya circunstancia acabó de revelarme el peligro en que me encontraba, y la proximidad de un lance desastroso. A esto había venido a parar el duque de Arión.

Oí a poco también la voz del diplomático, que algo turbada decía: -Id a avisar al cuerpo de guardias. ¿Estáis seguros de que no lleva armas?

Luego los rumores se extinguieron para resonar de nuevo hacia el cuarto de Inés, con voces de hombre y de mujer, confundidas en viva disputa. Y la voz de Inés se oyó muy cerca aunque me fue imposible entender lo que decía. Lleno de congoja, mas también colérico ante la idea de que se me tomase por un ladrón, di golpes en la puerta con pies y manos, pidiendo que se me abriera, lo cual aumentó las risas de fuera.

-Es muy posible que lleve pistolas -dijo el diplomático-. No abráis, mientras no venga un pelotón de la guardia.

Pero el criado a quien tan prudentes advertencias se dirigían, no hizo caso de ellas; abriome la puerta, y abalanzándose hacia mí con otros dos de su misma estofa, dijo:

-No te escaparás, no. A ver, registradle bien los bolsillos y sacadle todo lo que lleve.

  —304→  

-Canallas -exclamé, luchando con ellos-. Yo no me llevo nada. Ladrones y rateros seréis vosotros, que no yo.

-Creo que debéis amarrarle, muchachos -dijo el diplomático, entrando con gran arrojo-. Desde luego sospeché que este joven no era mi pariente. Por fuerza ha de tener los bolsillos llenos de alhajas: registradle bien. ¿Decís que estuvo en el cuarto de mi hija más de tres horas? Eso no puede ser, caballerito -añadió encarándose conmigo-. ¿Quién es Vd.? Vive Dios que esto es algo misterio.

-Este es el que en el Escorial sirvió de paje a la señora condesa -dijo uno de los criados empujándome con tal fuerza que me hizo caer al suelo.

-Este estaba en Córdoba hace seis meses, y todos los días venía a la puerta de casa -dijo otro dándome con el pie, una vez que caído me vio.

-Y es, si no me engaño, el que tiraba chinitas a la ventana -afirmó una criada, hundiendo sus uñas en mi carne.

-Me parece que le he visto en casa vestido de fraile -dijo otra dándome en la cabeza con las tenazas de la chimenea.

-Ya le conozco, y sé muy bien lo que le trae por aquí -indicó una tercera tirándome fuertemente del cabello.

-¿Conque nada menos que duque de Arión? -dijo un lacayo dándome una manotada en la chupa con tanta fuerza que me la rasgó de arriba abajo.

-¡Miren el duque de papelón! ¡Pues no vino   —305→   poco finchado! -exclamó otro anudándome la corbata tan violentamente que pensé morir estrangulado.

-Desnudadle en el acto.

-No: aguardad a que venga la autoridad -ordenó el marqués-. ¿Conque es un paje de Amaranta que fue a Córdoba, y que arrojaba chinitas vestido de fraile? Bien decía yo que esta cara no me era desconocida. En el Escorial, en Córdoba... ¿te llamas tú Gabriel? ¡Gabriel, Gabriel!... Conque Gabriel.

Y diciendo esto, D. Felipe Pacheco y López de Barrientos dio algunas vueltas por la estancia, revolviendo sin duda en su mente contradictorios pensamientos. Juzgue el lector de mi martirio al verme entre aquellos soeces criados, cuyas almas experimentaban deliciosa fruición en degradar al que creyeron duque, y en pisotear mi supuesta nobleza y caballerosidad. Defendime al principio rabiosamente de sus groseros insultos; mas nada podían contra tantos mis fuerzas por momentos enflaquecidas, y me entregué a las vengativas manos de aquella pequeña plebe irritada que no podía tolerar el encumbramiento ficticio de uno de los suyos. Yo creo que me habrían roto los huesos, que me habrían arrastrado en tropel por la casa, que me habrían arrancado pedazo a pedazo los vestidos y con los vestidos la carne; que me habrían deshecho a pellizcos, pinchazos y rasguños, si la llegada de la condesa no hubiera puesto fin de repente a la dolorosa escena de mi crucificación. La vi aparecer cuando ya iluminaban completamente la habitación   —306→   las primeras luces del día, y pareciome un ángel salvador.

La sorpresa que tal espectáculo le causó junto con lo que a su llegada le contaron, habíanla puesto como fuera de sí. La ira y la compasión se sucedían rápidamente una tras otra en su semblante. Parecía no dar crédito a sus ojos, me miraba casi exánime y maltratado, y reconocía en mis ropas las del duque de Arión, que ella me diera para fugarme. Por de pronto, a pesar de su enojo, me libró de toda aquella canalla, y haciendo que los criados saliesen afuera, quedose sola conmigo, mientras su tío iba en busca de quien me llevase a la cárcel.




ArribaAbajo- XXVIIII -

-Señora -exclamé comprendiendo con rápida penetración sus pensamientos en aquel instante-, no me condene vuecencia sin oírme; no me juzgue ingrato, desleal y mentiroso si tan impensadamente me encuentra aquí.

-¡De qué indigna manera me has engañado! -repuso con voz turbada por la ira-. Jamás lo creí: yo pensé que tenías en tu baja e innoble alma una chispa del fuego de honor. No: tu abyecta condición se revela en tus actos, y no es posible esperar del miserable pilluelo de las calles sino doblez y maldad. Hipócrita, ¿dónde has aprendido a fingir? ¿Cómo tu despreciable carácter, formado de todas las perfidias y malos intentos, ha podido disimularse   —307→   con la apariencia de la sencillez honrada y de sentimientos nobles?

-Señora -respondí-, usía me tratará de otro modo cuando sepa qué motivos me han traído aquí.

-No quiero saber nada. ¿Has visto a mi hija? ¿La has hablado?

-Sí señora.

-¡Oh! No es posible que viéndote haya dejado de comprender qué clase de persona eres. ¿Dónde está Inés? Que venga aquí, y si al ver este pillastre desarrapado que se disfraza de gran señor para llegar hasta ella, si al ver una palpable muestra de tu bajeza y vil condición en esta lastimosa figura de duque magullado y roto se arrastra por el suelo pidiendo misericordia, persiste en creerte digno de un recuerdo, Inés no es lo que yo quiero que sea, no es mi hija, no es de mi sangre.

Y en efecto, yo me arrastraba por el suelo, magullado y roto; y confundido por el anatema de la condesa, imploraba con inconexas palabras que me perdonase, indicando a medias frases los hechos que atenuaban mi falta.

-Señora -exclamé prosternándome hasta tocar con mis labios los pies de Amaranta-, verdad es que he faltado a mi palabra. Arrójeme usía de aquí, entrégueme a los alguaciles, permita que me lleven a la cárcel, al presidio; mándeme matar si gusta, pero no me pida, no, de ningún modo me pida que deje de amar a Inés, porque es pedirme lo imposible y lo que no está en mi mano prometer. Usía me hablará de su casa y de todas las casas. Yo   —308→   confieso mi pequeñez, yo reconozco que al lado de la grandeza de vuecencia soy como un grano de arena comparado con el tamaño de todo el mundo; yo no soy nadie, yo soy un insensato, un malvado, un miserable y todo lo que usía quiera que sea; pero yo no puedo dejar de amar a Inés. Cuando sus padres la abandonaban yo la amé; cuando estaba sola en el mundo yo fuí su amigo; cuando era pobre yo trabajaba para ella. Creí que su repentino cambio de fortuna la apartaría de mí para siempre; prometí en falso, prometí lo que no podía ni debía cumplir, lo que estaba fuera de mi albedrío; prometí renunciar a lo que siempre ha sido mío, y mi ceguera y mi error han durado hasta esta noche en que la he visto y la he hablado, señora condesa; hasta esta noche en que he comprendido que Inés no puede, no puede de modo alguno resistir el peso abrumador de su nobleza.

Amaranta golpeó mi humillado rostro con sus pies. Sentí las suelas de sus zapatos hiriendo mi cabeza, y los encajes de sus faldas barrieron mi frente. La condesa estaba frenética y cruel en su desbordada ira.

-¿Qué has dicho? -exclamó-. ¿Que no renuncias?... ¿Sabes que un miserable como tú puede desaparecer del mundo sin que el mundo lo advierta? ¡Despreciable gusano! ¡No te aplasto por compasión y te levantas para insultarme!

-Yo no insulto a usía -dije-. Yo respeto y venero a la que tantos deseos de favorecerme ha manifestado. Vuecencia puede hacerme desaparecer   —309→   del mundo si gusta; sin duda lo merezco. Yo prometí a usía no verla más y no he cumplido mi palabra; soy un truhán y un miserable. Vine a este palacio sin intención de verla; encontreme solo y una fuerza irresistible, una fiebre que me devoraba lleváronme a su cuarto, donde la vi y nos hablamos largo rato. ¡Oh! ¿Me pide usía que deje de amarla? No puede ser. ¿Me pide usía que no la vea más? Pues haga Su Grandeza de modo que me den la muerte, porque mientras tenga un solo aliento de vida y mientras me quede fuerza para arrastrarme, correré tras ella, la buscaré, penetraré en lo más escondido y subiré a lo más alto, sin ceder en esta persecución hasta que Inés no me diga que se ha concluido la guerra a muerte trabada entre ella y sus nobles parientes.

-¡Oh! Quiero concluir de una vez -afirmó sin poder contener su agitación-; que venga aquí mi hija; la traeré aquí, te verá delante de mí, y si todavía... No, no puede ser. ¡Dios mío! ¿Qué aberración, qué absurdo es este que presenciamos? Miserable mendigo -añadió volviéndose a mí-, vete. La culpa tiene quien te ha dado más importancia de la que mereces. Inés te desprecia: si has creído otra cosa te equivocas. ¿Por qué no hiciste lo que te mandé? ¿Por qué viniste aquí? Mereces la muerte, sí, la muerte. No soy cruel; pero ¿acaso la vida de un indigno ser, que se perdería en el mundo sin que nadie lo echara de menos, debe estorbar la felicidad de toda una familia, debe estorbar mi reposo y echar por tierra la grandeza de una casa como la mía? No, no puede   —310→   ser... Vete de aquí; que te lleven, que te arrastren como infame ladrón que eres. Si ella lo siente que lo sienta, si padece que padezca. Así no se puede vivir. Seré inflexible; yo enseñaré a mi hija cuáles son sus deberes; yo le enseñaré el respeto que debe tener a su nombre y me obedecerá, cueste lo que cueste.

-Deje usía -le dije- que la maten los demás; y cuando haya sucumbido a las violencias, a las vejaciones y a la tiranía de sus parientes, quédele a la madre el consuelo de no haber puesto las manos en ella.

-¿Qué dices? ¿Qué has dicho? -preguntó Amaranta mirándome fijamente y cambiando por completo en un instante de tono, de actitud, de expresión-. ¿Qué has dicho?

-He dicho que usía no debe, que no puede contribuir a matarla.

-¡A matarla! -exclamó con estupor y como vacilando entre admitir o rechazar aquella idea.

-Sí señora. Bien sabe usía que Inés es muy desgraciada.

Vi entonces cómo se disipaba la ira en el rostro de Amaranta, cómo se aclaraba su semblante, cómo todo aparato de indignación y de biliosidad y de tirantez nerviosa desaparecía, sucediendo a aquella tempestad aplacada una quietud reflexiva en que al instante se sumergió su espíritu, lanzado desde las cimas de la cólera a los abismos de la meditación. Me miró largo rato y yo la miré. Estaba profundamente pensativa. Estaba en poder de uno de esos invasores pensamientos que vienen de repente   —311→   y ocupan toda el alma y suspenden todas las sensaciones, y envuelven y embargan las facultades todas. Al fin, sin pestañear, sin apartar los ojos de mí, sin hacer movimiento alguno exhaló un profundo suspiro y después dijo:

-Sí, mi hija es muy desgraciada.

No era sin duda la primera vez que a sí misma se decía aquellas palabras.

Sentada en el sofá, apoyó la barba en los dedos pulgar e índice, y el codo en el brazo del asiento, y así estuvo largo espacio de tiempo. Me parece que la estoy mirando. ¡Cuán hermosa y cuán imponente y subyugadora! ¡Digna concha de tal perla! como ha dicho, no por cierto refiriéndose a esta, sino a otra, un gran poeta contemporáneo.

Alzó luego la vista, y me examinó atentamente; ¡pero de qué modo, con cuánto interés me miraba! De sus ojos había desaparecido el rayo de la indignación que antes la hacía tan terrible. Yo no me atrevía a decir nada. Una dulce sensibilidad embargaba mi espíritu.

Amaranta, esclava de su pensamiento, volvió a repetir:

-¡Oh! sí: mi hija es muy desgraciada, y yo no puedo hacerla feliz.

Dicho esto, me miró con cierta perplejidad. En sus ojos se retrataba una viva compasión hacia mi persona, quizás algún sentimiento más favorable. Al principio creí engañarme, pero mi corazón con su misterioso lenguaje me indicó que habían cambiado de súbito los sentimientos de la condesa respecto a mí. De mi pecho pugnaban por desbordarse los míos.

  —312→  

Acerqueme a ella y me dijo:

-¿Qué has hablado con Inés? ¿Qué te ha dicho?

No le pude contestar de otro modo que arrojándome de rodillas a sus pies. Pero ella repitió la pregunta intentando con sus manos alzar mi frente que se había adherido con fuerza a sus rodillas.

-Señora -le contesté al fin-, me ha dicho la verdad; me ha dicho que a nadie puede amar más que a mí.

Yo besaba sus manos y la sentí llorar.

Duró poco tiempo aquella situación. Sentimos gran ruido de voces, abriose la puerta y en el dintel apareció la marquesa, terrorífica, abrumadora de cólera y de severidad. Con ella venían el diplomático, D. Diego, el verdadero duque de Arión, algunos criados y soldados de la guardia. Amaranta no dijo nada ni yo tampoco. La actitud en que nos encontraron debió sorprenderles más que la noticia de que había un ladrón en la casa, y estoy seguro de que cada individuo de la familia interpretaba de un modo distinto aquella escena. En cuanto a esto mis 14 lectores verán más adelante algo que les interesará.

Como era opinión general que yo era un ladronzuelo, vino gente de la policía, y cuando Santorcaz penetró en la habitación y ordenó a los suyos que se apoderaran de mí, huyeron con el rápido paso del terror las dos nobles damas. La algazara de aquel momento no me impidió percibir lejanos gritos y alteradas voces de mujer en las cuadras interiores. Un oficial de   —313→   la guardia francesa, llamado a última hora no sé por quién, echó de palacio de un modo algo despreciativo a alguaciles y alguacilado, tratándonos a todos como a gente de perversa ralea.




Arriba- XXIX -

No tengáis compasión de mí al verme en esta cuerda ignominiosa, enracimado con otros veinte infelices. No somos ladrones, ni asesinos, ni falsificadores; somos patriotas, insurgentes de aquella gran epopeya, y nos llevan a Francia. Felizmente no se cumplió en nosotros aquel consejo del capitán del siglo que decía a su hermano: «ahorcad unos cuantos pillos y esto hará mucho efecto». Por lo que pasó después, se ha venido a conocer que también Álvarez el de Gerona entraba en el número de los pillos. No nos ahorcaron, pues aún vivo para contarlo, y cuando digo que no me tengáis compasión es porque después de preso, la policía no me supuso otra criminalidad que la traición a la causa francesa, y me juzgó bastante castigado con el destierro.

-Bien sé yo que no eres ladrón -me dijo Santorcaz en Madrid, cuando me ponían en la cuerda que estrechaba en cordial apretón las cuarenta manos de los insurgentes-; pero eres un vil soplón y entrometido, a quien es preciso poner a cien leguas de Madrid. Si te dieras a partido y quisieras ser mi amigo, yo te conseguiría   —314→   un puesto en la policía, con tal que me sirvieses bien en este negocio.

No con palabras, porque no las merecía, sino con una mirada de desprecio le contesté, y estuve después meditando sobre mi suerte, hasta que la cuerda se movió y los cuarenta pies de aquella serpiente humana se pusieron en marcha. Eramos los pillos, que el Gobierno francés, demasiado generoso, no había querido ahorcar, y se nos mandaba a Francia. Con nosotros iba el gran poeta Cienfuegos. Isidoro Máiquez y Sánchez Barbero fueron poco después, aunque no ensartados.

Al dar los primeros pasos miré al que iba a mi derecha, atado su codo al mío. ¡Oh ventura sin igual! Era D. Roque el lector de periódicos.

-¡Ah, Sr. D. Roque! -le dije-, ¿también habla de esto el Semanario Patriótico?

-¡Queridísimo Gabriel! Dios nos ha puesto juntos en la desgracia como en la prosperidad. Paciencia y que la Virgen nos deje ver algún día a nuestra inolvidable villa.

-¿Por qué le destierran a Vd.?

-Hijo, por una calaverada. Cometí la indiscreción de decir en un paraje público que nuestro desgraciado vecino D. Santiago Fernández era un héroe no menos grande que los de la antigüedad y podía compararse a Codro, Leónidas, Horacio Cocles, Mucio Scévola y al mismo Catón por la entereza de su ánimo. ¿No lo crees tú así?

-¿Murió nuestro amigo?

-Sí, cuando el general Belliard fue a tomar   —315→   posesión de los Pozos, todos entregaron las armas. D. Santiago continuaba encerrado en el jardín de Bringas. ¿Qué pensarás que hizo? Pues por la mañana al volver de su casa amontonó toda la leña puesta allí para calentarnos. Ya recordarás que también había una gran cantidad de madera vieja de la casa que han derribado en la esquina. Pues con aquellos materiales y la leña hizo un gran parapeto en el rincón del fondo, donde estaba el gallinero vacío, y púsose dentro de su improvisada fortaleza. Derribaron los franceses la puerta del jardín, y cuando vieron aquel monte de madera, de cuyo interior salía una hueca voz diciendo: «Se rendirá Madrid, se rendirán los Pozos, pero el Gran Capitán no se rinde», tuvieron al que tal decía por loco y diéronse a reír. Pero Fernández había puesto dentro una buena cantidad de cartuchos y dale que le das, empieza a hacer fuego por las aberturas y resquicios de su montón de leña. Los franceses que se vieron heridos (y alguno de ellos murió) arremetieron contra el gallinero destruyendo los parapetos de madera vieja. Fernández no cesaba de hacerles fuego desde adentro. Pero cátate que a lo mejor empieza a salir humo, y luego llamas que crecieron rápidamente, y la ronca voz del defensor del gallinero gritaba: ¡Viva España; mueran los franceses y el granuja de Napoleón!

Mandó el oficial que se apartase la madera para sacar a aquel desgraciado, que sin duda excitaba su admiración; pero Fernández gritó de nuevo: -«Se rendirá Madrid, se rendirán los Pozos; pero el Gran Capitán no se rinde»,   —316→   hasta que cesó la voz; y las llamas, extendiéndose vorazmente, destruyéronlo todo. La inmensa hoguera estuvo humeando todo el día. Cuando aquello se acabó buscaron el cuerpo, pero estaba hecho ceniza.

Calló D. Roque, y en el mismo instante el que nos conducía por la Mala de Francia mandó que hiciéramos alto. Al detenernos vimos que por el camino y hacia Chamartín venían algunos coches y gran número de jinetes con deslumbradores uniformes. Era el Emperador que volvía de su visita al palacio de Madrid y caminaba hacia su cuartel. Iba en coche, y al pasar, nuestro guía y los soldados que nos custodiaban mandáronnos que le diéramos vivas. Fue preciso repartir algunos culatazos para que obedeciéramos, y cuando el grande hombre pasó, algunos le saludaron. Sin duda por estas y otras ovaciones de la misma clase escribía con fecha 17 de Diciembre: En las poblaciones por donde paso me manifiestan mucha simpatía y admiración.

-Acabe Vd. de contarme la muerte de nuestro amigo -dije a D. Roque una vez que pasó la procesión.

-Ya no queda nada -repuso-, sino que con toda su grandeza y poder el hombre que acaba de pasar no llega ni con mucho a la inmensa altura del Gran Capitán. Algunos han dicho que nuestro amigo estaba loco; pero ese que ahí va, ¿está en su sano juicio?




 
 
FIN
 
 


Enero de 1874.