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Nueve provocaciones críticas para leer el «Tratado de la imbecilidad del país»

Aldo Mazzucchelli






ArribaAbajo1. Genealogías

Las tesis de este libro no son originales. Son, en esencia, las mismas ya elaboradas por Domingo F. Sarmiento en su Conflicto y armonías de las razas en América, de 1883. Esas tesis las resume José Ingenieros, en el prólogo que aún en 1915 acompaña a la reedición del libro de Sarmiento: la herencia española y el mestizaje habrían sido factores contrarios a la modernización continental, mientras que la inmigración europea y la educación general serían los principales remedios a aplicar para corregir el rumbo de su desarrollo. En la región, otros ensayistas argentinos, desde José M. Ramos Mejía a Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez o el propio Ingenieros, desarrollaron esta línea de pensamiento en numerosos volúmenes, publicados los últimos bien entrado el siglo XX.

Influencia directa no parece haber existido entre esos autores y Herrera, quien no muestra haberlos conocido. Pero sea como sea, aunque las líneas generales del diagnóstico herreriano no son nuevas, el texto -la textura, la realización- sí lo es. El carácter irónico, barroco y excesivo de cada página del «Tratado de la imbecilidad» lo apartan de la solemnidad «científica» de los tratados al uso en el momento de su escritura. La asignación del escrito de Herrera y Reissig a cualquier genealogía cultural o de género literario es, por eso, un asunto difícil.

El componente desafiante de la obra de Herrera y Reissig se articula en textos y gestos, en un hilo que consiste tanto en las tiradas satíricas contra los que considera estrechos valores montevideanos, tiradas que recorren el Tratado de la imbecilidad del país..., como en el uso -y el alarde del uso- de la morfina, o el ponerse un chaleco de colores (o un sombrero verde, un chaleco a rayas, una capa y un bastón, como De las Carreras). El desparpajo de Herrera y De las Carreras es, en eso, un ejemplo más de lo que se ha llamado burgeoisiephobia1, una de las marcas más evidentes que acompañaron, a lo largo de todo el tiempo de su apogeo, al desarrollo de la burguesía. Esta actitud es esencialmente romántica. Lo dijo maravillosamente Trotsky hablando, ya no de un modernista, sino de un futurista como Maiakovsky:

Los románticos, tanto franceses como alemanes, hablaban siempre cáusticamente de la moralidad burguesa y de su vida rutinaria. Llevaban el pelo largo y Théophile Gautier se vestía con un chaleco rojo. La blusa amarilla de los futuristas es, sin ninguna duda, una sobrina nieta del chaleco romántico que despertó tanto horror entre los papás y las mamás2.



La misma necesidad de romper con las convenciones, que inauguró el Romanticismo, aletea aún en estos «modernistas», De las Carreras, Herrera y Reissig, lo cual no es sorprendente, pues se ha observado que el Modernismo es el verdadero romanticismo hispanoamericano. Octavio Paz agregaba que lo es como reacción al positivismo, que es la verdadera Ilustración hispanoamericana. Lo cual nos deja frente a un Tratado de la imbecilidad... que es, a la vez, antipositivista (en tanto modernista, que lo es por su esteticismo verbal) y positivista (por su formato, referencias y estructura). La escasa pertinencia de cualquier encasillamiento del texto en categorías de historiografía intelectual predefinidas puede aguzarse aún más: si esa clara vocación de destruir una cultura que es sentida como anacrónica es patrimonio común de los románticos y los modernistas, no cuesta nada constatar que el tono de Herrera y Reissig en su Tratado de la imbecilidad del país... es sospechosamente parecido al que empleaban Filippo Tomasso Marinetti y sus amigos para agredir el imaginario de los burgueses de provincias en sus serate futuristas3.

Las contradicciones se acumulan, sirven para evitar cualquier consideración simplista del tipo de fenómeno que el Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer representa. Pues, si tiene ese componente romántico constante, sigue allí el sociodarwinismo del texto, su desafiante inclusión del nombre de la bestia negra que siempre es contrapuesta al vuelo imaginativo y metafórico modernistas, el gris, sistemático, omniabarcante y derogado Herbert Spencer. Y es que Herrera y Reissig es también un evolucionista, pese a ser un poeta, dos condiciones que nunca han ido juntas cómodamente4.

El evolucionismo se confunde en América con lo que -de modo un poco vago- se ha llamado positivismo, la corriente de ideas hegemónica en el continente, y también en el Uruguay, en el último cuarto del siglo XIX5.




ArribaAbajo2. Positivismo

El positivismo tiene una larga e importante historia en el pensamiento continental -países de habla hispana y Brasil- de fines del XIX y principios del XX, pese a que hoy por hoy está completamente olvidado6. La ideología positivista jugó un papel hegemónico en general en los países latinoamericanos, por su capacidad de proveer explicaciones históricas verosímiles sobre la situación de estos países, así como porque se imbricó con instituciones como las militares, las educativas, jurídicas y sanitarias7. En la mañana que sigue al nacimiento de Herrera y Reissig -quien entra en escena en la medianoche entre el 9 y el 10 de enero de 1875- estalla en la plaza Constitución de Montevideo un motín que, con el respaldo del coronel Lorenzo Latorre, instalará en el poder por un año a Pedro Varela, antes de que el propio Latorre asuma directamente el gobierno. En aquel motín del 10 de enero se marca la irrupción del positivismo en el poder del Estado en el Uruguay, la cual vendrá acompañada de una era de afirmación de la modernización económica del país, sus comunicaciones y su infraestructura en general, al tiempo que se procesa un decisivo cambio en el sistema estatal de educación. Ese mismo año de 1875 en que nace Herrera y Reissig, también el médico argentino José María Ramos Mejía publica la obra pionera de una serie de tratados que cerrará ya en el siglo siguiente: Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina. Junto a Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez y José Ingenieros serán, con el correr del tiempo y entre otros, los autores más destacados dentro de una línea de pensamiento que discute a la vez planos diferentes. Si por momentos debate los datos biológicos, geológicos e históricos de la materia física americana, en seguida imbrica esas cuestiones experimentales con la cuestión «psicosocial», trasladando en gigantesca y a menudo descontrolada metáfora de un plano al otro, del clima a las emociones, de las habilidades adaptativas de los diversos individuos a las cualidades morales de los inmigrantes.

Esa dimensión psicosocial se reúne con una dimensión criminológica, de la cual los italianos Enrico Ferri y Cesare Lombroso son los dos nombres más referidos. En esa mezcla el evolucionismo elabora diagnóstico y profilaxis sobre los nuevos fenómenos sociales -desde el «anormal» hasta las «multitudes», desde el «simulador» hasta el «tirano»-. Por cierto que los agudos cambios que reclamaba y a la vez producía el vértigo de la modernización pone en cuestión todas las certezas y los órdenes heredados de la vida colonial, y estos ensayistas discuten con tanto entusiasmo las causas del rezago, como con recelo y dudas las consecuencias y perspectivas abiertas por la irrupción de esas multitudes en el continente, propiciadas en el Río de la Plata en esos años por una intensa inmigración.

En términos generales, el positivismo americano se organiza, pues, en torno a posturas naturalistas, evolucionistas o cientificistas que dan lugar a una antropología de base biológica8. Esta antropología tenía como sustento filosófico la adopción de una visión monista que aparece expresada en la frase de José María Ramos Mejía: «desde la rudimentaria colmena hasta la sociedad inglesa o norteamericana, la naturaleza es una y sus múltiples manifestaciones consisten únicamente en una sucesión de grados... El átomo, el hombre, los pueblos y sus intermediarios forman un todo único y armónico...»9.

La asunción del punto de vista «científico» de la «psicología social», y por ende de carácter prescriptivo en su dictado de soluciones, lleva a que los cultores de tal discurso -que se proyecta «como prolongación del modelo médico, bajo el sesgo de una psicopatología de la historia y la sociedad»10- oscilen entre la diagnosis y la prescripción de soluciones, estas últimas naturalmente de carácter político. Los temas que interesan a los positivistas importantes de la región en esa generación11, todos ellos argentinos -José María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge, Agustín Álvarez o José Ingenieros-, coinciden con los que trata Herrera. Son «los grupos y sus características, el liderazgo y la sugestión, las dimensiones infraconscientes de la vida de los grupos, el peso del pasado y la memoria colectiva». En una definición y síntesis de sus influencias, otro argentino de ese momento, Juan Agustín García, dice en un interesante estudio de 1899: «La psicología social no es una ciencia vieja, está en vías de constituirse, apenas una media docena de autores le han dedicado atención». Y cita entre ellos a Le Bon, Psychologie des foules; Sighele, La foule criminelle; Psychologie des sectes; Tarde: Psychologie pénale; Psychologie sociale; Taine: L´Ancien Règime; La Révolution.

García amplía entonces su descripción de lo que era la llamada «psicología colectiva» para ese momento:

La psicología colectiva determina las cualidades generales del carácter nacional y establece las leyes de su acción. Estudia la energía de una nación, su influencia en el gobierno, su explicación por las condiciones físicas del territorio, los antecedentes históricos y de raza, los sentimientos, notando aquellos más sociables, indicando sus tendencias, la manera de educarlos faltando su más amplio desarrollo. Nos ayuda a comprender la historia, porque todos los acontecimientos son el efecto de la acción de ciertas ideas y sentimientos predominantes en un grupo; y conociendo el carácter nacional, nos representaremos con mayor facilidad la forma en que se desarrolla un período histórico, las exageraciones de una revolución, las causas de una tiranía, por qué duró tantos años, los errores y aciertos de los partidos políticos y los hombres de Estado12.



Esta descripción del campo muestra que el texto de Herrera se articula como tratado en primer lugar psicológico. El objeto de esa nueva ciencia de la psicología social es «el espíritu público, las distintas agrupaciones que componen una nación, la resultante moral de todas las tendencias individuales, la cualidad común, predominante, que imprime su sello al conjunto». Herrera, en su estudio, practica pues esta nueva ciencia, y su examen de casos individuales no funciona sólo en el plano del ejemplo, sino que se postula como exposición de causas, pues de acuerdo con la teoría positivista, el conglomerado es la resultante de los elementos que lo componen, incluyendo en ello el análisis de los componentes raciales, con especial atención a la cuestión inmigratoria13.




ArribaAbajo3. Hibridación textual

Ya establecida la ola positivista en el continente hacía tiempo, el contacto con los Principios de Sociología de Herbert Spencer produjo no obstante una inmensa impresión en el joven Herrera y Reissig. La sensación de estar frente a una obra pionera que abría todo un universo de estudios, el tono ordenado y sostenidamente inductivo que tiene la exposición spenceriana, al apoyarse en una enciclopédica cantidad de ejemplos -Spencer empleaba y sistematizaba los aportes de numerosos autores, muchos de los cuales eran exploradores y viajeros que habían realizado «trabajo de campo» en comunidades «primitivas»-, todas esas cuestiones impulsan a Herrera a encarar un trabajo de largo aliento y aparente importancia: demostrar que, en punto a civilización y avance emocional e intelectual, los uruguayos no eran, en su mayor parte, más «avanzados» que cualquiera de las tribus y grupos indígenas que Spencer había empleado en sus tratados como ejemplo de «salvajismo» y escasa evolución. Herrera y Reissig bautizará a los miembros de la cultura que así diagnostica como «nuevos charrúas».

Tanto por su fecha de publicación como por el tipo de enfoque que elige, Herrera y Reissig expresa a tiempo, desde el Uruguay, esa elaboración del evolucionismo en clave sociológica, un darwinismo social en auge14. Incorporado así excéntricamente dentro de esa corriente de ensayistas de la región -con los cuales, como ya lo hemos notado, no guarda ninguna relación textual explícita, sin que haya una sola cita en el Tratado... herreriano que revele que conocía o había leído a sus colegas sudamericanos-, la cuestión política de la nacionalidad es una de las preocupaciones de fondo que subtienden todo el estudio de Herrera y Reissig, cuestión que por supuesto está también presente en los ensayistas continentales que lo anticipan o le son contemporáneos, pues a menudo el positivismo fue utilizado como una instancia interpretativa del entero pasado nacional15.

Herrera aborda la cuestión de la viabilidad de la mezcla racial, de la adaptación de las diferentes corrientes inmigratorias a un territorio que les es extraño, y especialmente del tipo de mentalidad que tal proceso abre, en su contraste con las demandas del discurso modernizador16. La necesidad de encontrar «algún principio de unidad frente al fantasma recurrente de la anarquía, la desintegración o la composición heteróclita de la sociedad»17 obra como estímulo de tales elaboraciones, y lo hará especialmente en las repúblicas multinacionales del Río de la Plata.

Herrera asume las conclusiones básicas de la gran corriente sociodarwinista -sobre la raza, el clima, las bases biológicas de la inteligencia, etc.- y las emplea con desparpajo teórico extremo, poniéndolas al servicio de la música textual que repetidamente toma el control de su tratado. Eso no obsta para que el uso que hace de varias de las categorías de la psicología y la sociología de su tiempo resulten productivas a la hora de describir los defectos que percibe en el juicio y raciocinio de sus compatriotas.

La tesis central de Herrera y Reissig pasa por asociar tales defectos (además de a razones de clima y raza, de difícil sustentación) a lo escaso del conglomerado social uruguayo, y a la consecuente escasez de estímulos a los que se ven sometidos sus habitantes, debido a su lejanía y cierre respecto de las culturas centrales de referencia, lo cual tendría como consecuencia un menor desarrollo de su «psicofisiología». Estas causas, resumidas en el concepto de representatividad inferior, derivan en impulsividad -por falta de elaboración de los controles racionales a las reacciones puramente sensorias y emocionales-, rutinarismo, escasa capacidad para proyectarse en tiempo y espacio. El provincianismo alegado de los uruguayos, su conservadurismo, y su dificultad para comprender y vivir de acuerdo con los códigos culturales y sociales de aquellas colectividades y urbes que Herrera y Reissig -como todos sus contemporáneos- tomaban como modelo, son consecuencias de esas causas primeras, ubicadas pues en el nivel material.

En definitiva, la dislocación en la capacidad de establecer una adecuada jerarquización de elementos y problemas, resumen de todo provincianismo, está en la base de los defectos que Herrera y Reissig critica.

Pero, como decíamos, Herrera se deja llevar la mano por la literatura. Allí donde los tratados positivistas a la Ramos Mejía o Bunge se afanan por la precisión de las categorías enumeradas, el de Herrera se deja llevar por la música. Al introducir la clásica idea de la existencia de una relación causal entre los elementos naturales y los culturales, Herrera -poéticamente- la transforma en una relación de semejanza. En el plano estético, que como siempre predomina, además, una atinada combinación de esdrújulas y agudas construye una sonora enumeración de características climáticas, geológicas, botánicas, que reemplaza la más austera descripción de causas que sería propia del tratado científico:

De igual modo la prosapia congénita del charrúa. Los colaboradores de su historia y de su fiera intelectualidad no son otros que el pampero, desmedidamente salvaje, vandálico y traidor; la cafeta de arbolejos venenosos y erizados de púas de esta comarca misérrima; la fauna parvífica, estólida y miserable que habita sobre un suelo intérmino, sobre un párvulo geológico digno de conmiseración; la peñasquería friática, brutal y tosca, que levanta sus ásperas pezuñas por todos lados del territorio; la versatilidad lunática de las estaciones, y otros generadores mezquinos de la belicosa estulticia de los vasallos de Zapicán.



Pero esta dominante estilística no es constante ni consistente, sino que alterna con largos pasajes de sobriedad expositiva. El estilo del Tratado... herreriano es, por pasajes, un calco del estilo de Spencer. Que Herrera haya leído extensamente a Spencer es cosa muy dudosa. Julio Herrera y Reissig demuestra conocer de Spencer tan solo algunos capítulos de uno de sus libros, los Principios de Sociología. Elabora los quinientos folios de su Tratado de la imbecilidad del país... y los ensayos adyacentes sobre la base de la lectura de los capítulos III al VIII, y especialmente el VI («El hombre primitivo-emocional») y el VII («El hombre primitivo-intelectual») del tomo I, de los Principios de Sociología de Herbert Spencer. Como sus citas lo demuestran, los lee en la traducción de Eduardo Cazorla, publicada por Saturnino Calleja en Madrid en 1883. Esos pocos capítulos de una obra que se extiende en dos gruesos tomos son la referencia spenceriana básica del Tratado..., que, luego de un estudio etnológico, organiza a su vez su «Psicofisiología» en dos grandes áreas, la primera dedicada a los «Caracteres emocionales», y la segunda a los «Caracteres intelectuales» de los uruguayos, siguiendo en ello puntualmente el orden de los citados capítulos spencerianos.

Es sorprendente el efecto que causa la lectura del Tratado de la imbecilidad... luego de frecuentar por algún tiempo las páginas de la traducción al castellano de Spencer que Herrera tuvo a la vista. Los mismos giros, el mismo tono sobrio -en los pasajes en que se mantiene apegado a Spencer-, intentando apoyarse en abundante exposición de datos, inductivo-deductivo, estableciendo a cada paso relaciones de causa efecto, definiendo los conceptos y poniendo ejemplos. Giros completos, el mismo orden de palabras, las continuas citas, generan en el lector que consulte ambos textos una sensación de mimetismo de uno en el otro, de Herrera y Reissig con la influencia de la prosa traducida de Spencer demasiado fresca en su propia mano.

Esto, unido como es natural a la falta de experiencia científica y aun ensayística del uruguayo, no puede menos que dar una impresión, a veces, de indigencia ideativa, una repetición continua de los temas spencerianos y su aplicación al caso «uruguayo». Si el Tratado de la imbecilidad del país... hubiese quedado en ese ejercicio, tan pobre habría sido su resultado que sería inútil siquiera querer recorrer sus numerosas páginas. No es ése el caso, sin embargo. No lo es porque Herrera y Reissig tiene intuiciones acerca de algunos problemas que le parecen constitutivos de su sociedad, que dirigen una y otra vez su pensamiento y buscan su expresión más allá de esa a veces molesta retórica a que nos referíamos. El resultado final es un híbrido que mezcla el tono serio de la fundamentación científica con el vuelo a menudo afinado de la descripción crítica, en una proporción que se inclina claramente hacia el segundo de los polos.




ArribaAbajo4. Monismo y misticismo

El estudio que Arturo Ardao dedica a la visión filosófica de Herrera y Reissig ha tenido larga influencia en la crítica posterior. Si en él se anota de modo muy aclarador la crisis de ideas del poeta alrededor de 1900 y se la vincula con su crisis personal en otras dimensiones, el destacado ensayista establece una «vuelta a la metafísica» de Herrera, en 1903, en términos muy sutiles, que a veces han llevado a un uso posterior de la noción de metafísica que puede llamar a equívocos. Incluso, la asociación entre Rodó y Herrera que hace, parcialmente, Ardao, no puede llevar a confundir las visiones filosóficas de ambos, que se mantuvieron aparte de un modo muy hondo. La demostración del giro o vuelta de Herrera a las inquietudes metafísicas está hecha en el estudio de Ardao a partir de una fuente única: el poema herreriano «La vida», de 1903. Pero de ahí no surge que Herrera haya abandonado alguna vez sus ideas monistas y místicas a la vez, que ya estaban en él antes de 1903, como es evidente cuando se leen estos pasajes, de su Tratado de la imbecilidad...:

El alma, en un sentido naturalista, no es una entidad puramente humana, sino una fuerza individual, un espíritu complementario, resultante del organicismo personal de todos los seres. Hay que imaginar el yo de las cosas y penetrar suavemente en ese mundo subjetivo, cuya real idealidad interroga a la metafísica y abre una puerta a la estética. Invirtiendo los términos, y con un concepto [conforme] de su naturaleza, ese universo interior es idealmente real.

Una aurora científica anuncia el orto de un astro nuevo que alumbrará las almas de todos los seres, dando relieve y color al pensamiento activo de la naturaleza. Yo creo que tienen alma las plantas y los animales, y hasta las cosas llamadas inorgánicas en un sentido superficial. Tal cerro y tal mineral existen y eso me basta para que les crea sujetos a la variabilidad de la sustancia, amén que susceptibles a la modificación, y al magnetismo que ejerce el todo sobre las unidades. Yo los imagino con cierto movimiento pasivo, que los hace entrar con más o menos intensidad en la mecánica del conjunto. Ellos tienen un alma como todas las cosas: una voluntad, un sentimiento, una expresión y una idea.



En el pasaje, anterior a la crisis de inquietud «metafísica» que propone Ardao, está ya expresada de modo explícito esa inquietud metafísica en Herrera, y también el camino en relación con ella: éste pasa por la ciencia spenceriana, el evolucionismo. Un evolucionismo que en 1901 ya no se oponía, en Herrera y Reissig, a hablar de alma, en una aproximación panteísta, viendo la división «orgánico-inorgánico» de la química como «superficial». Si uno sigue sus estudios de estética y otros textos en prosa publicados tan tarde como en 1907 («En el circo») y en 1908 («Psicología literaria»), en todos ellos las ideas de Spencer y su referencia están presentes, en diversos grados de elaboración.

Como se discutirá en oportunidad de considerar la relación entre Herrera y Rodó, tal separación en dos períodos, y la idea de que hay en Herrera una segunda etapa «metafísica» (la vaguedad de la definición no ayuda), que es seguida sin mayor examen en varios estudios ulteriores18, contribuye a desgajar el Tratado de la imbecilidad... del resto de la obra, especialmente de la obra poética, como algo superado.

Es importante advertir contra la simplificación de la filosofía herreriana que ello implicaría, pues metafísica se confunde demasiado a menudo, en una visión vaga, con lirismo y con dualismo, y ni una cosa ni otra son sinónimas.

Hay una especie de sensibilidad metafísica monista, que admite la gradación sin solución de continuidad que va «del pólipo y el ganglio» a las más altas especulaciones espirituales, en la cual Herrera y Reissig se siente cómodo antes y después de escribir «La Vida», con independencia de que, como bien lo dice Ardao, en esa segunda «crisis» Herrera sigue una evolución filosófica que le es contemporánea y que se venía preparando desde varias tendencias, en la que «de Spencer a Guyau o Haeckel, del actualizado Schopenhauer a Hartmann o Nietzsche, antes de que pasara a primer plano el mismo Bergson, distintos caminos conducían a biologismos o vitalismos»19.

Es el mismo Herrera y Reissig el que, oportunamente, incluye una cautela aclaratoria ante el uso de la palabra metafísica aplicado a su persona, y lo hace todavía en 1907. Cinco o seis años después de terminar su Tratado..., Herrera muestra el desarrollo de algunas tendencias que se manifestaban ya en ese trabajo, en su texto «En el circo», que abre el primer número de su rápidamente naufragada revista, La Nueva Atlántida. En él, siempre con la preocupación central de la estética, las tendencias a una síntesis de lo material, lo intelectual y lo espiritual, aparecen con un grado de explícita madurez en Herrera, quien advierte:

A aquellos que nos hallen demasiado estetas, o metafísicos, rogámosles no quieran embanderarnos entre la negra hueste de los despreciadores del cuerpo; venimos a hacer obra de belleza, antes que nada, y el ideal griego será nuestro punto de mira, el más elevado a que puedan converger miradas e intelectos humanos.



Esta visión, que incluye la sensibilidad metafísica y a la vez el sociodarwinismo, es consistentemente la visión personal y original de Herrera y Reissig. La hibridación que el Tratado de la imbecilidad del país... representa lo es entonces, también, por ser una muestra de tal mezcla de ingredientes filosóficos, que constituyó el temperamento herreriano.

El individualismo, predominante en aquella época modernista de primer fin de los relatos metafísicos, es experimentado hasta el fin por Herrera y Reissig. Sin embargo, los canales por los que él llega a ese individualismo parecieron a algunos cronistas de las ideas de ese período incompatibles entre sí: exaltación de las leyes impersonales de la biología y el evolucionismo social (individualismo social spenceriano, liberal y progresista), por un lado; exaltación del individuo contra las convenciones burguesas de la sociedad, por el otro.

La segunda de esas exaltaciones, la del individuo en tanto potencial «superhombre», es de raíz nietzscheana, lo que armonizaba más en Montevideo por entonces con los grupos anarquistas y socialistas, los seguidores de Bakunin, Max Stirner o de un parcialmente desconocido Marx, de dificilísima yunta con los dos anteriores. Que la alianza de Nietzsche con Marx sea sensata en términos de talantes filosóficos es sin duda neblinoso, pero el panorama de ideas de la Montevideo finisecular permitía esas licencias. En todo caso, ambas vertientes, si contradictorias en la doctrina, no lo son en cuanto convergen en estimular la lucha del individuo por su propia realización, su personal asunción de la necesidad de jugar sus cartas en un teatro de «supervivencia de los más aptos» que, si los spencerianos proclamaban abiertamente y sin hipocresía, los socialistas asumirían en forma de lucha despiadada desde su propia perspectiva vital, aunque lo hicieran bajo un ropaje de solidaridades fuertemente idealizado.

Además de esa convergencia, se da en Herrera la de un materialismo evolucionista al que enfoca como un misticismo monista de la naturaleza, en donde la mente y el intelecto son uno y forman un todo orgánico con la materia, el territorio, las piedras y los animales. No es tampoco imposible o incoherente esta unión, que ha existido siempre desde el más antiguo de los panteísmos, y que hoy por hoy puede verse en las diversas formas en que la biología y la ciencia cognitiva exploran dimensiones mentales y espirituales.

De modo que las distinciones clásicas en la historia de las ideas en el Uruguay que para el período hacía Zum Felde en 193020, si sirven como marco de referencia para ubicar la postura de Herrera y Reissig, no sirven ya como su última clasificación. Una vez más, el desconocimiento de estos textos y de su importancia relativiza las siempre desde entonces repetidas adscripciones de Herrera y Reissig únicamente a un positivismo «no spenceriano», sino «de índole socialista o nietzscheano». No son nada socialistas las observaciones raciales de Herrera y Reissig, su desdén por toda forma de burocracia, su exacerbado individualismo, su elitista culto de los mejores, su esteticismo, ni su desprecio por los perdedores en la lucha por la excelencia. El intento de sumarlo a las filas de los «socialistas», e incluso de los «anarquistas», implica eliminar de su obra y de su actitud una porción vital.




ArribaAbajo5. Ironía

Se ha referido a la capacidad «irónica» de Herrera y Reissig respecto del propio lenguaje modernista21. Me interesa vincular aquí esta ironía, tal como aparece en estas prosas herrerianas, con la noción de «observador de segundo orden», que funciona en el nivel epistemológico, como la adquisición de un segundo nivel de reflexión en el acto de observar, que consiste en el «observarse observando»22.

La vinculación entre esa observación de la observación, apurada por la disociación que provoca la aplicación de modelos transoceánicos a realidades locales, parece productiva para ubicar la extraña operación de crítica cultural que representa este Tratado...

Frente al discurso positivista clásico, incluso en su versión hispanoamericana (diagnóstico de las condiciones objetivas americanas que obstaculizaban la modernidad -clima, raza- y proposición de medidas correctivas -educación popular, organización democrática, inmigración dirigida en un extremo; exterminio de los grupos que no se adaptaban a la modernidad o cabañismo social en el otro extremo-), Herrera y Reissig reacciona de modo híbrido. Por un lado, formatea su discurso de acuerdo con el positivista, encontrando de ese modo una vasta y actualizada legitimación a su mirada crítica. Por el otro, inserta dentro de aquel discurso una serie de descripciones que provienen de su experiencia directa, perceptual, de su sociedad, que siguen el modelo de los informes de los exploradores que Spencer mismo empleaba para sus especulaciones. Spencer especula de primera mano sobre datos de segunda mano. Herrera y Reissig, en cambio, especula de segunda mano sobre datos de primera. Pero al observar su propia experiencia de acuerdo con los parámetros de la «ciencia» de su momento, convierte a sus conciudadanos en objetos de observación, maniobra que no es fácil de producir para el ciudadano que vive su experiencia sin cuestionarse sobre ella como si no fuese el marco natural de su existencia.

De este modo, el texto de Herrera y Reissig produce un extrañamiento que es una de las bases de su comicidad. Pero su maniobra no está exenta de conciencia: dice que ella es tanto «hija de la risa como de la ciencia» y, aludiendo explícitamente a ese carácter distanciado, mediado por sus lecturas de las hipótesis europeas, que sus constataciones «son hipótesis de hipótesis»23. Y también, colocándose en una postura externa con respecto al texto que construye y sus efectos, deja ver la presencia del autor real por detrás, y en un plano retóricamente distinto, de la de la voz que habla en el grueso del texto:

Pero ante todo, querido lector, te pido perdón por si lastimo tu amor propio, que es uruguayo, de lo más susceptible. Tú eres un ciudadano de las cuchillas y de las piedras, y yo soy el Júpiter de Vermeer, con ciudadanía del Mundo.



Y yendo un paso más allá en su crítica, enarbola su método mismo, esa capacidad de reírse de todo, como una virtud, arrojando de paso a sus «uruguayos» un certero dardo24, cuando observa:

Esto explica que los uruguayos -o sea los nuevos charrúas- sean graves, siendo tan superficiales. Los uruguayos no comprenden la ironía. Es gente triste que se aburre. Les falta el sentido de la risa: son universalmente taciturnos. No se ha heredado el sentido humorístico del carácter español. La risa, en literatura o en lo que sea, parece cosa nimia. Los uruguayos son serios como una pitonisa puesta en el trípode.



La declaración que pone al Tratado... bajo el patrocinio tanto de la risa como de la ciencia es definitoria de la clave doble en que funciona toda la obra. Por un lado aplica a una realidad periférica que quería reconocerse central, los códigos de análisis centrales, y el resultado es decepcionante. Por otro, la capacidad de reírse de esa misma periferia le da a su postura una dosis innegable de centralidad (en el nivel intelectual, esa centralidad es definida por la conciencia, no por el nivel de desarrollo material u objetivo). He ahí uno de los dramas centrales del intelectual americano: capaz de estar mentalmente inserto en los discursos más elaborados de esa cultura occidental de la que se siente parte, no es capaz de estarlo existencialmente. Dicho de otro modo, es un paradigma del llamado observador de segundo orden en el nivel antropológico: observa su cultura desde la matriz conceptual de la «alta» cultura de Occidente, pero en el nivel perceptivo vive inmerso en las maneras, las costumbres, los reflejos culturales americanos, de modo que obtiene de su misma dimensión existencial una experiencia vicaria, o al menos un conflicto permanente. Lo que se ha afirmado como uno de los componentes de la aparición del observador de segundo orden, la conciencia de una incompatibilidad entre la experiencia sensorial y la conceptual, tiene aquí un ejemplo sudamericano. Mientras el intelectual europeo vive esa misma incompatibilidad como un problema esencialmente teórico, el sudamericano lo vive como un problema no principalmente teórico, sino existencial. El método de resolución de Zola25 es parecido a lo que ensaya Herrera, pues en el Tratado... Herrera aplica claramente los principios naturalistas: apego por la investigación metódica, «científica», de las realidades descriptas; adopción de una visión darwiniana de la naturaleza y la sociedad; actitud del autor que metaforiza la del médico con el escalpelo en la mano: la disección era un requisito para la descripción; aceptación de la idea de Taine de que el crítico literario debía ejercer una variante de la psicología; creencia en un determinismo dado en los factores de raza y medio ambiente; rechazo de toda forma de escapismo (veremos luego sus juicios sobre Rodó, sus críticas al «infantilismo» intelectual de sus compatriotas); actitud de construir cada trabajo como un «estudio» puntual -al modo de un pintor-; gusto por las estadísticas.

La aplicación de una visión y un método sociodarwinistas, con sus pautas de evaluación transoceánicas, a una realidad local produciría, a lo sumo, tratados como los de Ramos Mejía o Bunge. El acto de observarse en la operación de hacer esa observación, sin embargo, agrega una dimensión irónica y paródica al texto de Herrera y Reissig, el cual parece intuitivamente explotarla, desarrollando al mismo tiempo la risa, la crítica cultural, y el texto esteticista de lenguaje que reflexiona y juega sobre sus mismos límites.




ArribaAbajo6. Sátira

La mezcla de observación de su cultura y su sociedad a partir de modelos transoceánicos, y la simultánea observación de sí mismo al hacerlo, que dispara una sensación de desesperación que se resuelve en humor, reúne pues en sí el mecanismo clásico de la sátira.

La sátira es usualmente entendida como un doble gesto de reverencia y desprecio. Vistiendo lo ordinario moderno con las frases y las imágenes del verso heroico, se revela una disparidad que es al mismo tiempo cómica y con autoridad: en la forma épica están implicados los estándares que la ordinariez nunca será capaz de alcanzar26.



Reemplazando en el párrafo anterior el «verso heroico» por las formas de los tratados científicos finiseculares, y los efectos de sentido que logra producir la sociedad «neocharrúa» como lo «ordinario moderno», el procedimiento de Herrera se revela en su afiliación a la tradición satírica.

El Tratado... se abre así como exponente de una forma de aproximación doble, intrínsecamente irónica, que es la marca de fábrica de toda la obra de Herrera y Reissig, tanto en su prosa como en su poesía. En ambas, ha llevado las formas que emplea -modernismo poético o positivismo ensayístico- a sus límites, revelando su mirada ya despojada de compromisos con los materiales de que se vale. Cobra entonces toda su dimensión una olvidada observación hecha en un estudio publicado en La Nación de Buenos Aires por Octavio Ramírez en 1925: «Herrera y Reissig es un humorista. Sí, el más grande humorista que ha cultivado el verso en la América del Sur»27. Efectivamente, aunque la observación se refería a la poesía de este autor, puede extenderse aún con más validez a su prosa.

Herrera construye así una parodia de discurso científico, que obtiene rendimientos tanto en el nivel poético como en el nivel del diagnóstico: escribe, a lo largo de cientos de páginas, la catarsis en prosa estilísticamente impecable de una sociedad imaginaria, construida desde una Europa textual. Al hacerlo, obra en él una conciencia de que no es europeo, que no puede escribir ese libro desde el sitio en el cual Herbert Spencer o Nietzsche construían los suyos. La salida de esa imposibilidad es en este caso el estallido del humor, del exceso, de la parodia. A diferencia de los tratadistas positivistas que hacen el solemne y serio intento de cumplir con el modelo británico, Herrera hace que su texto se desarrolle y se redima de sus modelos gracias al desorden, a la digresión que se traga el argumento, al desaforado ejercicio de talento poético que consigue párrafos de sostenida sonoridad que funcionan no obstante al servicio de las tesis generales del volumen. Por ese procedimiento de elaboración irónica y paródica de su imposibilidad de escribir desde el centro, desde París, desde Londres, consigue Herrera comunicar intuir rasgos fantasmagóricos de una sociedad «enferma» (al decir de Zumeta en su El continente enfermo, otro de los tratados continentales al uso). Una intuición parecida a la del argentino Agustín Álvarez, que desde una asumida y parodiada anglofonía titula South America a su tratado de crítica del continente de 189428.

El objeto de sátira en el Tratado... no es un gobernante, un enemigo literario, una clase social: es una «mentalidad», pero entendida como el resultado íntimo de unas condiciones materiales y culturales, «psicofisiológicas». En el caso de Herrera y Reissig, el esfuerzo descriptivo, las pruebas de sus razonamientos, que es donde el humor estalla, tienen un referente realmente abstracto. Esa mentalidad de los uruguayos, sus costumbres, su presunta incapacidad para adaptarse a los requerimientos de una modernización que los «civilizaba», es descripta por Herrera y Reissig haciendo el proceso teórico de sus causas, tratando -al hilo de las especulaciones spencerianas- de mostrar el camino que lleva, desde la escasa cantidad de estímulos sensoriales que una comunidad pequeña debe procesar, a la escasa inteligencia abstracta de esa misma comunidad. El combustible literario que hace atractivo a tal esfuerzo es, sobre todo, la miríada de narrativas parciales que lo componen, la casuística, los ejemplos.

El aparente nihilismo completo de la obra de demolición que encara Herrera y Reissig resulta sin embargo contradictorio con la posibilidad misma de una sátira cabal, pues ésta necesita de ciertas concepciones morales, aunque sea subyacentes. Como agudamente observa Peter Elkin, si en términos generales el satírico es un género «negativo, escéptico, cuestionador, incrédulo. Su tema es ilimitado -en verdad, "todo lo que hacen los hombres", como Juvenal observó- y, en teoría ciertamente, aunque quizá no totalmente en la práctica, puede burlarse y ridiculizar todo estándar, norma, valor, código, práctica e institución que haya sido concebida alguna vez. Desde el punto de vista general, la sátira debe pues ser descripta como "nihilista". Sigue siendo cierto, sin embargo, que ninguna sátira en particular puede ser nihilista, en el sentido de que ninguna sátira en particular puede evitar referencia a ciertas normas o estándares, sean éstos políticos, morales, éticos, sociales, o simplemente estéticos»29.

Los estándares morales de los que una sátira se sirve para mostrar, ridiculizando, aquellas prácticas que no cumplen con ellos, no son más que herramientas en manos del creador de la sátira, y no necesitamos creer en ellos para disfrutar de la sátira. Meramente, debemos reconocer lo apropiados que son esos valores para conseguir el efecto que buscan30. La sátira, además, funciona mordiendo en las imperfecciones que postula, lo cual, implícita o explícitamente, implica la existencia de un fuerte sistema de valores a partir del cual se hace la crítica. No existe el ataque a un sistema de valores que no se apoye siquiera en la presunción de otro, aunque este segundo sea poco más que el esquema invertido de los valores atacados.

Estos ocultos mecanismos de la sátira erosionan, por tanto, un presunto nihilismo herreriano, como también su aparentemente adamantino determinismo. Si no hay una sola propuesta constructiva o de salida en el Tratado..., eso puede responder más al hecho de que exprese un período de demolición en la vida de Herrera y en su aproximación al país, que en alguna adscripción última a un pesimismo filosófico.

La postura de Herrera y Reissig funciona en la crítica destructiva de lo existente, contra el trasfondo, pues, de un ideal agudamente intuido. En su breve nota introductoria del «Epílogo wagneriano a "La política de fusión"», en 1902, es Raúl Montero Bustamante el primero en poner en perspectiva este texto, percibiendo que el vuelo herreriano pedía una mirada que se elevase a su vez por encima de lo local, para percibir detrás de la aparente crueldad la dosis de sensatez, abonando a su vez a la común visión del poeta como un extranjero en su propio medio. Escribía: «El concepto pesimista, de una crueldad refinada, no es más que fruto del medio ambiente; dentro de otra órbita, lo que aquí es artificial, enfermo, resultaría sano y profundamente viril».

Esta observación de Montero revela la pionera percepción que el crítico tuvo de las dificultades que encontraría el Tratado de la imbecilidad... para abrirse camino en sus parciales lectores y críticos.

Montero Bustamante reincide en la publicación del «Epílogo wagneriano...», esta vez en forma de libro, en 1943. Año importante para la liturgia montada sobre Herrera y Reissig, es cuando se trasladan sus restos al Panteón Nacional, en medio de una serie de homenajes al más alto nivel político y cultural. En esa oportunidad, Montero Bustamante inserta un prólogo que agrega otra perspectiva, también interesante, aunque requiera con seguridad una mayor elaboración, que es la del «patriotismo de Herrera y Reissig». La tesis de Montero en ese caso es que Herrera y Reissig se impuso una tarea difícil: «ir en contra del patriotismo multitudinesco; de los partidos; de la historia del país; de todo, en fin, lo que es tabú para el hombre de las ciudades». Después de observar los «errores» en que incurrió Herrera al no ver la valía de tantos de sus conciudadanos, y luego de notar que las nociones raciales y biológicas de Herrera y Reissig resultaban también equivocadas, Montero complementa aquella primera idea respecto de la actitud de Herrera contraria al patriotismo vulgar o «multitudinesco», afirmando ahora que la valiente, intrépida más bien, carta de Herrera y Reissig merece un lugar en la literatura uruguaya, pues contiene pensamientos de enjundia y vale sobre todo, porque aun despreciando cuanto a su alrededor había, ese desprecio equivale al grito de desesperación de quien deseaba que su país fuese mucho más de lo que era. Forma ésta de patriotismo superior a la de los que creen que lo de su país es más que los otros.




ArribaAbajo7. Sexo

La actitud de Herrera y Reissig frente al sexo y al género es compleja y contradictoria. La imagen de lo femenino que se dedica a atacar y desenmascarar es una que se ha instalado por todo Occidente para esos años. Pese a los nacientes movimientos feministas a ambos lados del Atlántico -los que cuentan con contradictorias muestras de apoyo de los anarquistas y algunos socialistas-, vemos en Europa tanto como en Estados Unidos y en el Río de la Plata una sorprendente unidad imaginaria en este punto.

Una de las formas centrales que la concepción de lo femenino toma hacia la segunda parte del siglo XIX es lo que Bram Dijkstra llama «el culto de la monja doméstica». La expresión es gráfica: para comienzos de la década de 1850, «el siempre creciente encierro de las mujeres dentro de las ornadas paredes del hogar de clase media, y su siempre menor derecho de ejercer cualquier forma de elección intelectual y social -un patrón que se había venido desarrollando por más de un siglo- estaba virtualmente completo»31. Hombres como John Ruskin, Jules Michelet o el mismo Auguste Comte32 cantaban loas a esa mujer vista como fuente de descanso y renovación para las batallas en que se pintaba continuamente envuelto a aquel hombre que estaba «construyendo el progreso». Y por cierto, son las mismas mujeres quienes se suman frecuentemente a tal visión, incluso cuando están intentando defender las virtudes de su propio sexo. Manuales que enseñan a la mujer a adoptar ese rol sumiso aparecen, como el de Sarah Stickney Ellis en 1839, The Women of England: Their Social Ruties and Domestic Habits, que se convierte en un éxito inmediato a ambos lados del Atlántico. Buena parte de estos nuevos ideales dirigidos a la mujer son elocuentemente repasados en un texto de John Ruskin:

«El poder del hombre es activo, progresivo, defensivo. Él es eminentemente el realizador, el creador, el descubridor, el defensor». El talento de la mujer, sin embargo, es «la modestia del servicio». Las habilidades femeninas no estaban adaptadas «a la invención o la creación»; en cambio, ella debía «ser resistente, incorruptiblemente buena; instintivamente, infaliblemente sabia -sabia, no para desarrollarse ella misma, sino para saber hacer sus renunciamientos». Era su trabajo transformar el hogar de la familia en «un lugar sagrado, el templo de una vestal, un templo del corazón vigilado por los dioses del hogar»33.



Ruskin desarrolla también la imagen de la esposa ambulando en su jardín cerrado, en donde se convierte en otra flor, tan prisionera -al tiempo que da al ámbito una belleza sublime, para exclusivo disfrute espiritual del marido- como sus lilas y sus rosas.

Las virtudes femeninas de repertorio en tal ideología son la pureza -especialmente un modo estrictamente biológico de pureza, concretado a la conservación del himen, que Herrera y Reissig se dedicará a demoler por el ridículo-, la pasividad, sumisión, carácter imitativo, cortesía, capacidad de sacrificio, negación de sí misma, recato, disposición al servicio.

La crítica herreriana a muchas o todas las dimensiones de esta ideología de encierro y sumisión de la mujer en tanto esposa es amplia, profunda y sistemática. Herrera identifica varios frentes en esta batalla, y los va atacando de a uno. Reivindica, para empezar, el placer femenino, pero al mismo tiempo se ríe, en sus apuntes sobre la «cachondez», de los excesos promovidos por un doble estándar moral que funciona como una olla a presión. Si la zona visible del iceberg de pasiones es caracterizada por una tersa superficie de cortesía, respeto y contención, las fuerzas del sexo saltan a cada momento traicionando la misma fuerza social que las contiene, y explotan en cataratas incontenibles apenas se encuentra el espacio para ello, que generalmente es clandestino.

Así pasa un detallado reporte -pocos documentos sobre la vida privada rioplatense o americana, si es que existe alguno, pueden compararse en riqueza de detalles y crudeza de exposición con éste- de las formas del sexo practicado por señoritas o por señoras, toda una subcultura de la masturbación femenina, de la zoofilia, de las citas a escondidas con sus amantes, así como de la incontenible lujuria de los montevideanos varones, su guaranga agresividad con el sexo opuesto en lugares públicos, su siempre adolescente gusto por la competencia crasa respecto del tamaño del pene, su ignorancia respecto de las artes amatorias. En esta crítica hay espacio destacado para un ataque a la brutalidad masculina, a la ignorancia de los montevideanos sobre cómo enfocar su vínculo físico, a la escasa elaboración y fluidez en la agenda del deseo. Aquí rinde también la imagen del salvaje, la oposición que corre como eje a lo largo de todo el tratado entre el refinamiento y la vulgaridad, entre la inteligencia y la ignorancia.

Incluso algunas formas más o menos sutiles -ahora son evidentes, pero el texto fue escrito en 1900- de dominación del eros y el cuerpo son notadas y comentadas. El discurso médico sobre la mujer, en particular, con sus efectos de control multiplicados por el prestigio de la ciencia, también es denunciado con acritud por Herrera y Reissig.

Un factor en esta actitud diferente respecto de la norma de sus conciudadanos -especialmente de aquellos que estaban construyendo al mismo tiempo formas mesocráticas de mentalidad, fuertemente apoyadas en un discurso regulatorio, y formas democráticas de gobierno- viene del origen aristocrático (aunque el término sea claramente un exceso en el contexto uruguayo) de Herrera y Reissig. Su voz, como la de Roberto de las Carreras, como la de José Asunción Silva al escribir De sobremesa, por ejemplo, es la del hijo de familia acomodada que observa desde fuera todo ese aparato ideológico que el medio pelo adoptaba.




ArribaAbajo8. Degeneración

Herrera y Reissig no repite puntualmente en su tratado la concepción predominante respecto de la «degeneración». Roza el tema -en su habitual tono irónico- al hacer, por ejemplo, sus observaciones sobre Llagas sociales de Rafael Sienra, un texto que hacía el estudio de esa «degeneración» en uno de sus ejemplos clásicos: la vida de las zonas prostibulares, para el caso, el llamado Bajo montevideano y su calle Santa Teresa.

En aquel cambio de siglo, la «degeneración» es vista como el costo de la modernización. La sociología del siglo XIX recurrió a la teoría de la degeneración a efectos de explicar los «terribles costos humanos de la modernización, expresada en el crecimiento que se percibía del crecimiento de las enfermedades "urbanas": alcoholismo, crimen, locura, suicidio, y diversas perversiones sexuales»34.

El texto de Sienra -un escritor católico- reúne una postura moral estricta con una pluma amena en su descripción de aquella zona de la vida urbana. Herrera y Reissig cree simplemente inverosímil la postulación de la necesaria erradicación de la prostitución, que considera una tesis sociológica elaborada «con absurdo de fisiología».

Parece deslizarse en esos pasajes el rechazo de la voz autoral del Tratado... a las escenas de la calle Santa Teresa, «una pintura horripilante, un desnudo viscoso, un cuadro vivo de lo que ocurre en esa calle» -y es ésta una de las pocas veces que se percibe ese velado rechazo estético ante zonas que en general en el Tratado... son abordadas con una ironía neutral y distante.

En cuanto a la ciudad, la actitud de Herrera respecto de los conventillos, la higiene y demás es también tributaria de su época, al igual que la que mostrará en sus punzantes críticas sobre el cuerpo de los uruguayos.

Montevideo, de la que Herrera observará su caótico urbanismo, parece sugerir problemas que algunas ciudades de Europa sufrieron en los picos de su propia modernización. Estos problemas fueron integrados en la conciencia de la ciudad hasta estabilizarse en la idea de que existían simplemente zonas que funcionaban como caldo de cultivo de una clase subhumana de seres «permanentemente pauperizados, conocida como "el residuo". Esto reemplazó a la teoría, ya pasada de moda -cuyas trazas aún aparecen sin embargo en el texto herreriano al referirse a la sensualidad de los negros- de que la pobreza era "un producto de un hedonismo rampante de la clase baja". La teoría de la "degeneración urbana" mantuvo así que el alcoholismo, la abulia y la falta de previsión eran síntomas y no simplemente causas de un síndrome de pobreza cuyas causas reales enraizaban en la ecología patológica de los arrabales urbanos»35.

La higiene se convierte así en central punto de atención, azuzada por las prevenciones de una cada vez más central perspectiva médica y epidemiológica de los fenómenos sociales.

En su Tratado... muestra Herrera atención crítica a tales discursos. Su postura aquí también es personal, y difícil de encerrar como puramente partidaria del nuevo orden que propugnaba la limpieza y la gimnasia. Frente a los crecientemente populares gimnasios y clubes deportivos montevideanos -bastiones de la nueva cultura del cuerpo- sus apuntes son negativos, por ejemplo, aunque no es totalmente claro si esa negatividad comporta rechazo a las nuevas prácticas de cuidado físico, o a la forma en que éstas eran desarrolladas en Montevideo. En otros casos, como la denuncia constante de los problemas higiénicos de la ciudad, o la burla respecto de los olores de sus compatriotas, su postura es más clara: defiende las nuevas ideas de limpieza, siempre bajo el supuesto de que se trata de la conducta de sociedades que considera más avanzadas, y que por tanto debieran ser adoptadas. El eje progreso-atraso organiza siempre los valores que defiende Herrera, eje sobre el que incluso monta, imaginando que no hay pudor en París, su crítica al pudor, como fuente de timideces y pacaterías que aumentan la suciedad. El alcantarillado y el sistema de cloacas de la ciudad, las previsiones sanitarias en el interior de las casas y hoteles (la cercanía espacial entre la cocina y el baño es un tópico recurrente), el fracaso de unos baños públicos que se pretendió instalar en la plaza Matriz, la falta de controles sobre los tambos, son algunos de los problemas endémicos que comenta, en los que expresa la misma crítica por la falta de adaptación de los uruguayos a una cultura más refinada y que integre los adelantos tecnológicos y el nuevo conocimiento médico y biológico sobre enfermedades y sus modos de transmisión.

El texto herreriano incluye así, en sus largas zonas descriptivas, elementos que resuenan al discurso de un examen historiográfico de la sensibilidad que, para el Uruguay, se hará ochenta años más tarde36.

Sin embargo, las disonancias e incompatibilidades entre ambos enfoques parecen sonar en todas partes de la lectura. Herrera y Reissig es, a la vez, un disciplinador y un barbarizador; quiere destruir la cultura anterior en lo que ésta tiene de incapacidad para asumir los desafíos de la modernidad, pero a la vez se ríe de la cultura modernizada en lo que tiene de represivo, en su incapacidad por ensancharse e integrar valores que la desafían.

Herrera y Reissig aboga no por el disciplinamiento de esa cultura, sino por una denuncia más radical de sus insuficiencias a la luz de los estándares europeos que maneja, que sirven para criticar a la vez la cultura de los propios modernizadores locales. Insuficiencias, por cierto, que permanecerán por debajo del «disciplinamiento» que, a ojos de Herrera, es poco más que cosmético.

La visión de Herrera y Reissig no sólo no se adhiere mayormente a muchos aspectos del disciplinamiento, pues, sino que opera como un gran «indisciplinador» -piénsese en su visión del sexo y la moral, en la que hace más que casi todos por denunciar una corriente ordenadora que ve como represiva, o en su desprecio por la burocratización y progresiva estatización de la sociedad, rasgo que irá cómodamente de la mano con ese «disciplinamiento» y que lo servirá muy bien-. Sus pasajes contra el mal uso del empleo público y los «presupuestívoros» locales son a menudo memorables.

Distante del examen histórico posterior, Herrera y Reissig actúa como un apasionado fiscal de la tontería y la insuficiencia de su sociedad. En ese rol fiscalizador, no homologa el nuevo orden que el comienzo de siglo está consolidando. Éste nuevo orden incluye la entrada de una clase media inmigratoria a una maquinaria democrática que además -y en parte por ello- está robusteciendo y ampliando su institucionalidad. Ésta clase media asumirá las premisas del «disciplinamiento» ya de un modo visceral e inconsciente, convirtiendo su nueva visión del país en una doctrina que explica el pasado y su transcurso como una necesidad para llegar a un presente de áurea realización, paradigmáticamente visible -y no en base a un mero constructo ideológico, sino con amplios avales en la experiencia común de los ciudadanos y los gobernantes- en la década de los veinte.

Al funcionar en aquel rol de fiscal, Herrera tuvo que mantenerse al margen de esa nueva corriente que llegaba, y esa nueva corriente jamás podría entender sin ocultamientos a Herrera y Reissig y a la virulencia de su denuncia. Ésta es, a la vez, treno por una -idealizada- sociedad «patricia» que se muere, y desprecio por las pobrezas disfrazadas de complacencia que cree que la sustituirán.

En el crudo lenguaje que elige, traba Herrera y Reissig resistencia a la pacatería de su sociedad37, e invocando y llevando a extremos quizá un naturalismo léxico que se le daba fácil, hace al correr de los folios el inventario del lenguaje coloquial de los montevideanos y las montevideanas medianamente acomodados, junto a la transcripción del lenguaje soez de los muchachones de todas las clases. Esa capacidad de no pagar tributo a los nuevos códigos que traía una modernización que a Herrera se le antojaba demasiado poco arriesgada -aunque se haya mantenido parcialmente en la zona privada de la no publicación- es una de las notas importantes de este tratado, en donde lo «bárbaro» e indisciplinado se toca con lo más refinado, con el desdén del aristócrata que cree saber lo poco que valen los códigos lingüísticos y de todo tipo de una medianía social ya hegemónica, a la que desprecia.

No hay en el tono de este discurso herreriano ni la velada simpatía por las libertades de la cultura bárbara, ni una defensa ni un ataque al disciplinamiento «neocharrúa». Herrera y Reissig desdeña al mismo tiempo todas las expresiones del «charruismo» en lo que considera tienen de ridículo e insuficiente, tanto las formas coactivas de la nueva mesocracia burguesa e inmigratoria en ascenso, como aquellas formas «bárbaras» que sólo en parte se solapan con lo que él llama «charrúa», y que le parecen más propias de una infancia de la mentalidad y la cultura, que de aquella presunta «libertad» celebrada a veces en las investigaciones sobre la cultura «bárbara». Aquéllas, en la mirada de Herrera, suenan más a fruto excesivamente fácil de una sociedad poco laboriosa y de vida regalada. Obsérvese, por ejemplo, su juicio sobre la incuria del habitante de la campaña uruguaya:

No hay que hablar de otra clase de agricultura. Jamás el paisano tiene alrededor de su rancho una pequeña huerta; ni siquiera una hectárea cubierta de hortalizas. Si por casualidad existe un ombú centenario junto a la solitaria vivienda del gaucho, no se piense un momento que el dueño de casa lo ha plantado. Es todo lo contrario, dicho dueño ha ido a plantarse más o menos vegetalmente junto al arrogante centinela de nuestras cuchillas, levantando su choza, al amparo de los ramajes, soldados, policianos, delincuentes y locos; he aquí lo que nuestra campaña ha rendido a la civilización y al bienestar económico del país.



La disonancia entre los análisis de la sexualidad y el lenguaje hechos sobre el eje de barbarie versus disciplinamiento, y el enfoque herreriano, se pone de manifiesto en el error de cálculo que representa la siguiente inferencia:

Esta reflexión sobre lo sexual que hacían nuestros intelectuales «bárbaros» -de obvia raíz popular- no tiene, aclarémoslo para llegar si es posible a una de sus esencias, nada en común con el «libertinaje» contestatario de los intelectuales del Novecientos, el anarquista de Roberto de las Carreras, el modernista de Carlos Reyles o el sabio erotismo de Delmira Agustini. Esta reflexión sobre lo sexual que combinaba la escasa culpa con la alegría jocunda y llamaba a las cosas por sus nombres «soeces», hubiera chocado de seguro a los «decadentes» del Novecientos, más proclives a la sensualidad -vivida y sobre todo, imaginada, que a la sexualidad38.



Sin embargo, hay que decir que no sólo los «decadentes» del Novecientos tuvieron visión e intereses puestos en la dimensión sexual mucho más crudos y realistas que los que deducía el prestigioso historiador en su publicación de 1989, sino que fueron mucho más allá -Herrera y Reissig al menos- que Acuña de Figueroa. Donde Acuña juega y provoca, Herrera juega y describe con lujo de detalles, analiza y ríe a la vez. El «modernismo» herreriano, tan íntimamente contaminado de romanticismo y rebeldía, está en este punto antes, después y más allá del eje que ha acostumbrado a menudo a la intelectualidad uruguaya a esquematizar su pasado fundacional en términos de imaginario.




Arriba9. Un anti-Ariel

La cronología y el análisis de la evolución estética e intelectual que experimenta Herrera y Reissig en el cambio de siglo ha sido ensayada por Arturo Ardao39. Sus conclusiones hacen oportuna alguna observación al terminar estas provocaciones críticas.

La esencia del argumento de Ardao es que Herrera y Reissig procesa, en los años que van desde 1899 (cuando saca a luz La Revista) hasta 1903, un cambio que lo lleva del romanticismo inicial, pasando por un positivismo transitorio y con «algo de ingenuo fervor de catecúmeno» entre 1901 y 1902, a una vuelta a la metafísica, que coincide puntualmente, señala Ardao, con la condensación de tal tendencia en la Introducción a la Metafísica que Bergson publica ese mismo año 1903.

Al seguir este razonamiento, Ardao sugiere que hay una coincidencia entre el «acabado compendio de la conciencia modernista en lo que tuvo de quiebra de las confiadas seguridades realistas del positivismo», que mostraría ya Herrera y Reissig en 1903, «tal como había irrumpido ya en nuestras letras con "El que vendrá", de Rodó».

Pienso que la lectura completa de los inéditos de Herrera y Reissig40 hace posible una revisión de esta última conclusión. Si interesante y certera parece la intuición de Ardao respecto del cambio filosófico que se está procesando en estos años en Herrera y Reissig, creo que en éste existe -y existirá siempre, hasta su muerte- una aproximación diferente a la de Rodó al «modernismo», es decir, a la crisis de la metafísica que deja a los «modernos» con una sensación de orfandad en la búsqueda de un Ser que se volverá siempre más relativo, esquivo, o inexistente. Y creo que esa diferencia está marcada sustancialmente en la desconfianza herreriana con respecto a la orientación excesivamente espiritualista, a la solución «humanística» que Rodó propone ante la crisis de confianza que impregna toda aquella época.

En Herrera y Reissig, tal respuesta es siempre, por un lado, un programa «práctico», de promoción de las ciencias y las artes aplicadas, que está expuesto tanto en su Tratado de la imbecilidad del país... en 1901-2, como, mucho más tarde, en su artículo de presentación de La Nueva Atlántida de 190741. Se trata de un programa, desde el punto de vista filosófico, de tipo monista, en donde la materia y su conocimiento y transformación es un continuum que no deja nunca de tener un rol central en cualquiera de los niveles de la vida mental, artística e intelectual, o «espiritual».

Los pasajes de Herrera y Reissig de crítica a Rodó que aparecen en el Tratado de la imbecilidad... no son, si es correcta esta observación, meramente el síntoma de una postura pasajera del poeta, que -como sugiere Ardao- éste superará, para hacer desde 1903 un acercamiento a las visiones equilibradas y el deslinde analítico, típicos del autor de Ariel. Al contrario, creo que la separación personal completa entre ambos, que durará de por vida, responde a causas más hondas que una mera antipatía coyuntural o a una división provocada, por ejemplo, por las circunstancias políticas de 1900. Es que su aproximación general a la poesía y al arte, así como a la política y la sociedad, son radicalmente incompatibles, aunque ambas compartan sólo una cosa, que es aquello que todos los autores modernistas compartieron: la sabiduría de que es en el trabajo de orfebre de la letra, en la materialidad del lenguaje, en donde se debate la legitimidad de lo literario. Pero en todo lo demás son aproximaciones refractarias, como creo que lo fueron también la de Rubén Darío y la de Rodó.

Los modernistas americanos, entre ellos tanto Herrera como Rodó, participan así de la crisis que había tenido origen puntual en la filosofía -y en general en la cultura- europea con el derrumbe -intensificado desde mediados del siglo XIX- de la confianza en la posibilidad, por parte de la Metafísica, de cumplir con cualquier programa de discusión del Ser. Pero, aunque ambos la experimenten, tal crisis arroja a estos dos autores hacia rumbos distintos.

Esta crisis es quizá el elemento esencial en el fin de la Modernidad clásica, y por cierto que, aunque el «modernismo» literario americano incluye un intento de superación de la fe de catecúmeno materialista del positivista clásico, rechazando de paso la aproximación de éste a la Verdad con mayúsculas que buscaba a través del lento camino de los datos experimentales (he ahí la «superación» del positivismo que Rodó proclama como rasgo del modernismo), ese modernismo no tiene por sí mismo un «método» de superación de tal dilema.

Esta diferencia entre movimiento filosófico e inquietud existencial es importante aquí. El modernismo es el nombre de una crisis del espíritu, un momento en el largo derrumbe de las certezas metafísicas; pero las herramientas para afrontar tal crisis no son parte constitutiva del modernismo, que es esencialmente un movimiento estético y literario, y no filosófico42. La confusión de ambos planos puede llevar a suponer que los escritores finiseculares compartieron puntos de vista filosóficos e ideológicos, pero esto sería simplificar exageradamente las cosas. Si el arte -el arte verbal, en este caso- sirve maravillosamente para dar expresión a la inquietud metafísica, otra cosa es decir que éste haya postulado una «solución», un «programa» filosófico de salida. No creo que ni siquiera en Rodó o en Vaz Ferreira, los más «pensadores» entre los hombres de tal generación en Montevideo, pueda encontrarse tal programa. Y si «El que vendrá» es un síntoma de la crisis metafísica a que venimos refiriendo, no es el vislumbre que parece ofrecer para el futuro (la vaga esperanza en la venida de un «redentor» hermeneuta) una orientación avalada por Herrera y Reissig, ni en 1900 ni en 1910.

*  *  *

La dimensión de tal diferencia entre Herrera y Reissig y Rodó trasciende lo anecdótico para ayudar, además, a orientar una posible ubicación del Tratado de la imbecilidad... en el contexto de ideas y orientaciones que se debaten en la época, y que involucran de modo central la legitimación de un nuevo rol social: el rol de «escritor» puro, no legitimado en un discurso y una acción política.

Una discusión doble que atravesará el siglo -entre autonomía de la literatura y dependencia de ésta a discursos políticos, por un lado; entre autoctonía y universalidad, es decir entre «lo nuestro» y «el mundo», por el otro- está en ese momento quizá en el punto más fermental que haya atravesado en el continente. Por primera vez, entonces, algunos literatos americanos se dedican exclusivamente al trabajo intelectual y al arte verbal. Se liberan del corsé de los discursos políticos que atraparon la labor de todos quienes habían escrito una página desde la Independencia hasta aquel albor del nuevo siglo. Y al mismo tiempo, nunca como entonces los poetas y novelistas americanos -de Rubén Darío en adelante- crean un discurso literario originalmente americano, y son tenidos en cuenta, leídos, escuchados y discutidos en España y -con menos amplitud- en otras partes de Europa.

Este tener en cuenta implica, además, una lucha en la que algunos críticos españoles resienten el estilo afrancesado del nuevo arte, y tematizan en sus artículos la necesaria fidelidad (si no directamente la pertenencia) a «España» de esta nueva creatividad al otro lado del Atlántico. Como reacción ante esta posición en algunos críticos peninsulares -el ejemplo paradigmático es Leopoldo Alas, Clarín, pero también hasta cierto punto es la expectativa de Unamuno- los americanos reivindicarán su independencia cultural, y no tendrán inconvenientes en ostentar su atención a los modelos literarios franceses. Rubén Darío, en sus «Dilucidaciones», niega que tal atención sea una cuestión meramente retórica: es una cuestión de ideas, de ideas nuevas en el continente americano que no tienen representación en España, y que al serlo tienen sus formas correspondientemente nuevas43.

Herrera y Reissig tuvo escasos vínculos con la crítica española, como lo muestra el excelente estudio de Vicente Granados y Ángeles Estévez44. Entre esos pocos contactos, uno señalable debido a la importancia del crítico peninsular involucrado, Miguel de Unamuno, nos enfrenta con un juicio que resume una forma de estas incomprensiones. Dice Unamuno, con la honesta capacidad de síntesis que lo caracteriza:

Lo que aquí en España, ha desacreditado a los escritores hispanoamericanos, en especial a los poetas, es la deplorable frecuencia con que se nos vienen con cosas exóticas y librescas, con fantasmagorías seudohelénicas, tiquismiquis de psicologiquería bulevardera y amenas superficialidades imitadas de lo no bueno francés. Y como no nos dan la impresión de América, ni menos la de Europa, los dejamos a un lado45.



Unamuno comentaba el libro Palideces i púrpuras, libro primorosamente editado en papel negro y tinta roja, de Carlos López Rocha, que llevaba un prólogo de Herrera y Reissig.

Independientemente de toda consideración sobre el valor del libro y del prólogo, lo que interesa aquí es la premisa según la cual Unamuno dice juzgar los libros «hispanoamericanos» (por qué no directamente «americanos») que le llegan. Él espera encontrar en ellos a «América». Pero el punto es que no espera Unamuno que sea un americano quien le diga de qué se trata esa América que Unamuno espera. Dice «como no nos dan la impresión de América...», no admitiendo a los hispanoamericanos un ejercicio no tutelado ni mediado en la ex metrópolis de su libertad creadora y sus posturas respecto de las corrientes estéticas -o filosóficas o políticas- de Occidente46.

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En ese contexto hay un libro central en la historia de las ideas continentales, porque a partir de una mirada que se pretende «americanista» terminará siendo instrumental, sin embargo, a aquella mirada que define y determina lo americano desde una asignación de roles externa, que fija unos límites en última instancia eurocéntricos al quehacer intelectual y artístico americano, el que queda así asignado a repetir el gesto de una supuesta «originalidad» de difícil determinación. Ese texto es el Ariel de José Enrique Rodó. El Tratado de la imbecilidad del país... funciona, en ciertas dimensiones importantes relacionadas con este nudo de problemas, como un anti-Ariel.

El Ariel de Rodó sería el ejemplo más notorio de una estrategia «americanista» de salida a la mencionada crisis metafísica que aguijonea a los modernistas, por la vía de elaborar una suerte de coartada moral ante la constatación de los fracasos económicos y sociales del continente y sus sociedades. Si con criterios objetivos y «positivistas» no se logra la explicación del rezago, quizá exista una reformulación de lo que el positivismo consideró causas duras -raciales, territoriales, económicas- que permita abrir una esperanza de salida por otra parte.

Como ha sido sugerido, fue la simultánea «autonomización» y a la vez «estatización» de la literatura en aquellos años una condición de su capacidad para desarrollar ese tipo de discurso por entonces. Un discurso ideológico con elementos nuevos. Como ha anticipado Julio Ramos, «podría pensarse que esa autonomía de lo estético, en Rodó, es la condición de posibilidad de su antiimperialismo y de su concepto mismo de América Latina como esfera de la "cultura", autónoma de la economía de ellos»47.

Si clásicamente el «letrado» existía desde la colonia, había sido vocero o portavoz de alguna forma de interés o discurso directamente estatal, del gobierno o la burocracia, el nuevo tiempo lo presenta ahora como voz «intelectual», independiente, y que «clama en el desierto». Pero para ello, el literato necesita elaborarse nuevas legitimidades. Una de esas legitimidades es la de elaborar un espacio «puro», no contaminado por el «utilitarismo» y el materialismo -entendido en sentido de afán de lucro- que se veía como propio de la modernización.

Es en ese momento y ese gesto de nacimiento de una literatura autónoma en el continente que se articula pues un discurso literario definido por su oposición a la racionalización que la modernización positivista acarreó48. El nuevo hombre de letras, ahora «liberado» -en los hechos, dejado de lado- de su anterior responsabilidad como hombre público siempre imbricado en la consecución y el mantenimiento del poder -discursivo y político-, hallará un nuevo campo de acción en la crítica a esa modernización, a esa omnipresente racionalidad, a ese «hombre lógico» (la expresión es de Eugenio María de Hostos) que se impone, al tiempo que se impone la lógica comercial y la pedagógica del positivismo en todo el continente.

La reacción modernista a las insuficiencias de la modernización toma, en Rodó, su forma hegemónica: se postula la necesidad de una pedagogía estética del ciudadano, y se postula una superioridad -o al menos una equivalente dimensión cultural y moral- de la herencia espiritual latina frente al «utilitarismo» positivista, simbolizado en la idea de lo sajón, en el concepto de nordomanía, la modernización fría, la masificación, etc. A partir de esto, una lectura desafortunada y parcial, pero con semillas en el texto rodoniano, hará -en las dos o tres décadas siguientes- que ese discurso se vaya volviendo crecientemente «antiimperialista», «americanista» o luego «latinoamericanista».

En lo sustancial será ese discurso latinoamericanista en ciernes el que dotará de legitimidad a la tarea del intelectual en el continente: ser intelectual en el sentido «oficial» pasará crecientemente a ser «arielista», ser «independiente», lo que en los hechos querrá decir ser opositor a todo gobierno real, ser «antiimperialista», mirar con recelo tal modernización «importada», y volverse cada vez más a las fuentes míticas de una supuesta pureza originaria del continente americano, que por cierto será calurosamente aplaudida desde una mirada eurocéntrica de la que es común encontrar exponentes tanto en Europa como en Estados Unidos.

El enorme éxito continental de Ariel es difícil de explicar de otros modos, pues el texto en sí se trata de la postulación de un discurso pedagógico que recuerda puntualmente la estrategia de Schiller sobre la educación estética del ciudadano, bien conocida por los románticos y los hombres cultos de toda clase desde mucho antes, y no hay novedad alguna en ello que pueda justificar una conmoción continental.

Ante esta visión compensatoria del texto de Rodó, se alza la voz contraria de los positivistas del momento. Éstos ven con alarma lo que consideran una mistificación en curso, y se concentran en la profundización de la modernización. Serán los perdedores de aquella importante partición de aguas. Herrera y Reissig, que como poeta ha sido rescatado en su modernismo, está sin embargo entre los perdedores en términos ideológicos del aquel momento americano. Ésta es una de las cuestiones centrales en torno al Tratado de la imbecilidad del país... y tal vez guarde -por su evidente contraposición al talante «arielista» de muchos intelectuales continentales durante el siglo XX, especialmente en el Uruguay- alguna relación con su escasa suerte editorial durante más de cien años.

Con todo y sus debilidades argumentales, Herrera y Reissig opone, a las inquietudes pedagógicas de Rodó que se legitiman en una supuesta espiritualidad superior de raíz mediterránea, una cultura de la acción que se legitima en la ciencia del norte. Y no puede ser más explícito al hacerlo como lo es cuando escribe -en una larga nota al pie de su Tratado...- su crítica al espíritu que anima «El que vendrá». Dice Herrera y Reissig de Rodó:

A propósito, la ingenuidad de un crítico uruguayo [Rodó], que parece dar a entender en una de sus obras que la Humanidad desalentada espera su salvación de un poeta, o de un novelador. No hay, en las historias de las infelicidades místicas y candorosas, algo que se pueda comparar a la invocación con el que el visionario del porvenir de la Especie remata su animado opúsculo. Nada representan, nada valen, los Darwin, los Comte, los Spencer, los Littré, los Renan, los Claudio Bernard, los Proudhon, los Marx, los Stirner, los Arnold Ruge, los Ruskin, los Nietzsche. No es un filósofo quien desentrañará la Verdad, quien marcará nuevos rumbos al ser humano; no será un pensador, un sociólogo, el pastor iluminado del Siglo XX. Los que piensan, al sentir del crítico, son los literatos. Ellos son los que adormecerán, con su repelente milagroso, las desventuras humanas. [...] Continúa el revelador: «El vacío de nuestras almas solo puede ser llenado por un grande amor, por un grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serles inspirados por la virtud de una palabra nueva». No se puede exigir una ingenuidad más uruguaya. Afirmar, en pleno siglo XIX de escepticismo y de crítica, de Ciencia y de Trabajo, en el siglo de la Anatomía y de la Mecánica, que el Vacío de la Humanidad, que es túnel de las Danaidas, sólo puede ser llenado por un grande Amor, y que este grande Amor puede ser recetado por un hombre de letras, genial o como sea, es algo que da la medida de la infantilidad de nuestras psiques. Según esto, cualquier fraile caritativo que haga escuela en literatura basta para colmar los deseos del monstruo humano, para dar término a los sufrimientos de la especie, y hasta para revelar los problemas económicos de actualidad, pues nuestro crítico parece dar a entender «que el dios desconocido» y que aún está por venir, no será otro sino un literato, un cincelador de frases evangélicas y ardientes; y exclama para terminar «¡Revelador! Revelador!, ¡la hora ha llegado!»...



Como se ve, la posición y lectura del continente y sus problemas que hace Herrera y Reissig está radicalmente distante del discurso que, apelando a una supuesta superioridad espiritual, Rodó viene elaborando, en el que encontró luego fundamento una división cuasi ontológica norte-sur49.

Herrera y Reissig parece intuir los peligros, los desajustes del genialmente eficaz ensayo de Rodó. Presiente cierta ingenuidad esencial que lo informa50. Percibe -junto con los demás positivistas de su momento- que no habrá desarrollo cultural autónomo del continente sin desarrollar a la vez su economía, y que este desarrollo no puede ocurrir si se empieza por proclamar una superioridad ética o moral basada en una incomprensión de las culturas del Norte y una desestimación a priori de las causas de su éxito en todos los planos51.

Pero si el tono salva a Rodó, pierde a Herrera y Reissig, desplomado éste en el colmo de una incorrección política ya perceptible para el tiempo en que escribió su Tratado de la imbecilidad..., lo cual se puede comprobar fácilmente al notar que no encaja dentro de ninguno de los estándares de curso en su época: por su lenguaje crudo, por su falta de límites en la descalificación -aunque a menudo funcione en clave irónica- de lo que casi todos los demás -si bien más hipócritamente- consideraban «razas inferiores» en el continente; por su inviabilidad política en cualquiera de las hipótesis de poder vigentes en el Uruguay de entonces.

Sigue Herrera y Reissig el camino de criticar las insuficiencias de las realizaciones del discurso moderno desde dentro de la propia racionalidad que instaura esa modernidad52. En lugar de tomar la línea que tomaría el conjunto de la literatura «latinoamericana» -tomando a Rodó y su Ariel como uno de los textos guía-, es decir, la de la crítica a la modernización importada, «definiendo el ser latinoamericano por oposición a la modernidad de "ellos": EUA o Inglaterra»53, Herrera y Reissig increpa a sus contemporáneos por la incapacidad que demuestran en ser definitivamente «modernos».

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No sorprende, ante esto, la hostilidad mutua que Rodó y Herrera y Reissig se mostraron en vida, de la cual este manuscrito aporta una prueba en estas irónicas críticas que el segundo hace de «El que vendrá» -pero también en un comentario al pasar que el mismo Herrera tachará luego del manuscrito: «Rodó, el autorcillo de Ariel», como apostrofa en la única y despectiva mención a este importante texto que puede encontrarse en el Tratado de la imbecilidad del país...

Pero la posición antiarielista será rechazada mayoritariamente por los nuevos literatos continentales. Las no pocas voces que, en su tiempo, hicieron la reivindicación del camino no arielista, desde Alfredo Colmo a Carlos Octavio Bunge en clave de seriedad, y un bastante solitario Herrera y Reissig en clave satírica, no serán recordadas por ello. Tampoco lo será, en parecida vena, Pedro Figari, quien en 1916 pierde una análoga discusión con Batlle y Ordóñez que tiene como eje la necesidad de acentuar la educación de oficios en el Uruguay. El presidente no lo acompañará, decidido a profundizar un modelo generalista de formación con fuerte peso de unas humanidades que se enfocarán a través de programas de orientación universalista54. Pese a sus diferencias, será la línea de Rodó, no la de Herrera y Reissig, la que seguirá hegemonizando el modelo intelectual y cultural en Uruguay, trayendo a su clímax un país fecundo en abogados y aficionados a la literatura, con menos desarrollo -y un lugar menos notorio en el imaginario público- de las ciencias, los oficios y las artes aplicadas de lo que, según la opción positivista, hubiese sido necesario.

Al desarrollar, casi desesperadamente, esa visión alarmada, el texto del Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer no resulta interesante por proponer una verdad serena, sino por el ejercicio de una intuición que caricaturiza con ferocidad. Herrera y Reissig no es equilibrado en lo que aquí dice. Menosprecia la estatura -hoy definitivamente consagrada- de muchos de sus contemporáneos, y no atiende a los matices y hasta a los datos que contradirían severamente sus conclusiones. Pero puede ser hoy un equilibrador, iluminando zonas que la visión hegemónica de la historia intelectual del país dejó en una pudorosa sombra, ya en una época suficientemente distante como para comenzar a comprenderlo.





 
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