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Una novela psicológica

Ricardo Gullón





Desde noviembre de 1888 a julio de 1889 escribe Galdós (además de Torquemada en la hoguera) una novela en dos volúmenes, a cada uno de los cuales puso distinto título: La incógnita al primero y Realidad al segundo. ¿Por qué, si se trata de la misma obra, abandonó en esta ocasión el sistema usualmente seguido por él de dar igual rótulo a los dos tomos? La respuesta quizá sea ésta: La incógnita y Realidad no son primera y segunda parte de una novela, sino dos aspectos de la misma, y, en cierto modo, dos novelas que tienen idéntico asunto, personajes, tipos y lugares, diferenciándose en cuanto a la técnica expositiva.

Se ha dicho que son la faz y el envés de una novela, pero la diferencia entre ellas es de mayor importancia: la primera presenta los hechos según los ve y los entiende un personaje, actor, testigo y narrador del drama; la segunda enfoca la realidad desde el alma de los personajes, a quienes hace hablar y moverse directamente entre nosotros, sin interposición de portavoz. En aquélla escogió Galdós el procedimiento más adecuado para comunicar una visión personal del suceso, y está íntegramente compuesta en forma epistolar: cartas del cortesano Manolo Infante a un amigo suyo residente en Orbajosa: en Realidad la estructura es dramática y toda la obra elaborada como pieza teatral, con abundantes monólogos y apartes.

En la primera carta, anuncia Infante a su corresponsal: «en cuanto a los sucesos, que de fijo serán comunes y nada sorprendentes, el único interés que han de tener para ti es el que resulte de mi manera personal de verlos y juzgarlos». El lector queda informado: los sucesos serán corrientes, según suelen en las obras galdosianas, y no podrá esperarse otro picante que el puesto por el narrador al interpretarlos; éste, al advertir finalmente, que su visión es parcial, en los dos significados del término, y, por lo tanto, incompleta, se dirigirá al amigo lejano, pensando que acaso él -desde la distancia y la reflexión- sepa «ver la cara interna de los hechos humanos cuando los demás no vemos más que la cara exterior, y penetrar en las vísperas de los caracteres, cuando los demás sólo vemos y tocamos la epidermis». En Realidad, Augusta dice de Infante: «Ese Manolo ([...]) no quiere más que la corteza oficial o pública de las cosas». Querer, sí quiere, mas su esfuerzo por descifrar el misterio de las conciencias, escudriñando en las conductas, resulta insuficiente y baldío.

Galdós no quiso comunicar en La incógnita sino lo que pudiera ver cualquier observador de la peripecia. Construyó a novela ordenando los hechos a través de una subjetividad; más precisamente, de una pasión, pues el narrador-testigo, no asiste al drama como memorialista indiferente, sino con deseos de participar en él, rompiendo el invisible, sólido muro de secreto que le separa de los protagonistas.

En Realidad se produce la revelación de las almas; lo hasta entonces opaco resulta transparente y los personajes se desnudan en la palabra, diálogos donde oímos a esposos y amantes en la intimidad, presenciando escenas de que Infante apenas tuvo barruntos. No es sólo penetración en capas a las que no puede llegar la mirada del observador, por aguda que sea, sino conocimiento de datos no allegados por aquél, pese a su diligencia en averiguarlos.

Esta novela -o estas novelas, si así se prefiere considerarlas- se aleja, en intención y realización, de los métodos antes utilizados por Galdós. SIn abandonar la actitud realista y el gusto por la notación minuciosa del mundo (gusto visible en las primeras escenas de Realidad), tantea en otra dirección, preocupado, esencialmente, por el análisis de los caracteres.

Tenía Galdós deseo de analizar morosamente el funcionamiento del corazón humano, y para conseguirlo imaginó un caso de adulterio notable por la calidad espiritual de los protagonistas. Prescindió de glosar costumbres, de comentar las ideas y la política vigente (apenas aludidas, al pasar, para mejor verosimilitud y plenitud del cuadro), y se atuvo al estudio de las almas. Clarín lo advirtió enseguida: «a pesar de la incógnita del crimen, Realidad es una novela que pasa en el alma de dos o tres personajes, casi casi en la región completamente ultrasensible del álgebra moral». La incógnita planteada en el primer volumen es un recurso para hacer más sabroso el condimento, para avisar -como lo aviva- el interés novelesco. No se olvide la repugnancia de Galdós -repugnancia que es una de sus limitaciones- por «lo novelesco y maravilloso»; «nada contrario a la lógica ni al sentido común entra fácilmente en mi cabeza», según escribe, en frase ya citada por Joaquín Casalduero en Vida y obra de Galdós.

La incógnita y Realidad fueron escritas mientras se tramitaba la causa por el llamado «crimen de la calle de Fuencarral» (perpetrado el 1.º de julio de 1888), que apasionó al país e impresionó a Galdós, incitándole a seguir de cerca las vicisitudes del proceso, sobre el que escribió varias crónicas, preocupado por el movimiento pasional de la mayoría, por las deficiencias de la instrucción y por la figura de Higinia Balaguer, autora del asesinato. De esa preocupación quedan huellas en sus cartas de la época, reveladoras de una curiosidad no meramente periodística. No hace falta señalar las conexiones entre el crimen de Higinia y el recordado en la novela; Casalduero hace notar que el novelista estuvo interesado y excitado por la racha de crímenes desarrollada aquellos años, y los personajes de esta ficción hablan mucho de un «crimen de la calle del Baño», respecto al cual, como ocurría en la realidad, están enconadamente divididos los pareceres, forjándose hipótesis análogas a las provocadas por el de Higinia, atribuyéndose también a jueces y políticos el propósito de alterar los datos y «desorientar al público, a fin de que no se fije en los verdaderos asesinos», como dice Villalonga en Realidad.

Que la novela es psicológica y no de actuación lo advierte Galdós por pluma de su portavoz (en el capítulo XX de La incógnita). El interés del novelista se centra en tres personajes: el matrimonio Tomás y Augusta Orozco y Federico Viera, amante de Augusta. La intriga sería una vulgar historia de adulterio si Viera y Orozco no fueran espíritus excepcionales, de personalidad bien diferenciada, capaces de reacciones, si no inverosímiles, muy extrañas. El análisis de esos tres personajes y subalternamente el de Leonor, la Peri, antigua entretenida de Viera, se realiza en Realidad con calculada sutileza y progresiva intensidad. Manolo Infante, el narrador de La incógnita, importante cuando testigo, resulta excluido del diálogo, en lo sustancial, y poco a poco se evapora.

La incógnita avanza despacio. El narrador describe los personajes y el ambiente, dando en cada carta nuevos datos. No está seguro de que Augusta sea bella, pero le atraen sus «seductoras imperfecciones», y se propone seducirla; la pinta inteligente e ingeniosa, pero el único dato que de su ingenio proporciona (un apodo puesto por ella), demuestra poca agudeza. Presiente que Augusta tiene un amante y quiere identificarlo; movido por los celos, indaga y vacila. «¿Confundo la realidad con lo soñado?», se pregunta, como Augusta se preguntará más tarde, al enfrentarse con otras vacilaciones.

Augusta es amante de Viera. ¿Por qué? La respuesta está en Realidad, especialmente en las últimas cinco páginas, equiparables por la lucidez y seguridad del análisis a las de Stendhal o Dostoiewsky. La respuesta es el carácter de Orozco, sublime o quizá anormal, alma llena de repliegues, con pasión de nobleza y de moral (como «hombre sin par, modelo de nobleza y rectitud» lo presenta Infante, aunque previniéndose de que no todos piensan así, pues en las tertulias ha «oído poner en solfa esa tan cacareada honradez y rectitud»). Carácter extraño: misterioso, sereno y justo hasta el escrúpulo. El misterio le aleja de Augusta, que sin dejar de quererle y respetarle a su manera) le engaña con Federico; es demasiado espiritual para que ella le comprenda.

Viera sí le comprende, y siente el conflicto que esa espiritualidad le plantea; no cree la explicación que da Augusta de la conducta de su marido, no cree en el «principio de parálisis general», ni, por lo tanto, en la demencia de Orozco, y el lector no llega a saber si esta afirmación es cierta o intención forjada por la mujer para clamar al amante.

En Viera el orgullo suple a la energía. Una vida difícil, al borde de la humillación y el deshonor, hasta llegar al conflicto entre el amor por Augusta y la estimación y admiración por Orozco. Los acontecimientos de los dos postreros días de su vida -y los precedentes de esos sucesos- le empujan hacia la muerte. La penúltima parte de Realidad, decidida a la agonía de Viera, a su inútil esfuerzo por hallar salida a una situación que, dada su mentalidad, no la tiene, la graduó Galdós con mucho arte; en ocho momentos pudiera dividirse el proceso: 1, Orozco resuelve hacerle una donación considerable, y él cree ver en ese gesto alguna sugerencia de Augusta; 2, Leonor le dice que Augusta debiera resolver el problema (económico) de una vez; 3, visita de su hermana y presagio de ruina, formulado por una vieja amiga; 4, escena con Orozco, cuya generosidad le hace sentirse despreciable; 5, alucinación en que cree ver a Orozco (no ha cenado y sí bebido tres copas de coñac: Galdós no olvida suministrar base lógica a los fenómenos); 6, nueva conversación con Orozco, en el teatro (ya no está seguro de cuándo vive en la realidad y cuándo fuera de ella); 7, noche de alucinaciones y pesadillas; 8, al día siguiente: cena con Augusta: alterado, trastornado («bebe fuerte», apunta el autor, y según parece, tampoco esa mañana ha comido). Nueva alucinación, y disparo.

La incógnita de la primera parte -¿quién mató a Federico Viera?- queda despejada. La emergente es más ardua de dilucidar: ¿por qué se mató? Existen tres o cuatro razones, y la suma de ellas constituye una causa bastante para llevarle a la muerte. La nobleza de Orozco coloca a Viera en situación de inferioridad moral respecto al tan agraviado por él, y su orgullo es puesto a prueba por el asalto combinado de ese sentimiento, por el de la degradación a que le llevó la falta de recursos y por el temor de que todo se haga público.

En una escena entre Leonor y Federico, le vemos atraído por Orozco, hasta el punto que tal atracción vence al amor y es estímulo determinante del suicidio. El arte de Galdós hace verosímil la hipótesis, pues las circunstancias y sucesos que contribuyen a reforzar la desesperación de Viera le impiden dominarse y reflexionar con frialdad de ánimo. Augusta no entiende el suicidio de su amante, y ni sospecha la urdimbre de hechos y sentimientos que lo determinan; «ni una palabra de ternuras», «parecía que me despreciaba», dice. No comprende que Viera no se mata por amor, sino por ética y también por orgullo, o, dicho de otro modo, por desesperación. Orozco, desde el silencio y la confianza, ha sido, como vemos al concluir la segunda jornada de Realidad, «terrible muralla» entre los amantes, y allí descubre Federico el «corazón monstruoso» de Augusta, mostruoso porque «las ideas morales se estrellan en él como migajas de pan arrojadas contra el blindaje de un acorazado».

No es posible concluir este artículo sin señalar la importancia que en La incógnita y sobre todo en Realidad, alcanzan las alucinaciones de los personajes. Los celos de Infante son avivados por cierta idea, nacida en sueños, que le hace sentir a su lado una presencia extraña. «Hay que distinguir -advierte- cuándo funciona nuestro cerebro de por sí y cuándo engranado en la máquina inmensa del conocimiento universal». Quizá no es imposible comunicar de alma en alma, gracias a esa «máquina inmensa», y si el novelista, retenido por su cautela, se resiste a llegar tan lejos, procura, al menos, crear un ambiente en donde realidad y alucinación estén mezclados tan estrechamente que los personajes no discriminen sus fronteras.

Las alucinaciones de Viera y Orozco tienen singular interés: las de uno, le impulsan decisivamente hacia la muerte; las del otro, entregan la clave del discurso y confirman la semejanza de quienes en apariencia son distintos, pero en realidad -y en Realidad- coincidentes, atraídos uno hacia el otro y dispuestos, con más o menos conciencia, a sacrificarlo todo a esa atracción. Creo que en a novela española nunca se ha mostrado con tan implacable clarividencia cuanto hay de ficticio y convencional en el amor-pasión. En la segunda parte de Realidad, Galdós quiere explicar «naturalmente» las alucinaciones, e insinúa el trastorno producido en los personajes por la bebida, la tensión nerviosa e incluso el sonambulismo.

Al escribir esta novela, Galdós se aleja del naturalismo; en vez de presentar a los personajes movidos por los instintos, les hace actuar a impulso de sentimientos y convicciones. La incógnita y Realidad son una novela «psicológica», tan discretamente conducida que el lector, atento a descubrir el misterio o los misterios planteados, no se detiene a valorar la consistencia de los caracteres, acabada la lectura, por la fuerza con que Viera, orozco y Augusta quedan grabados en la memoria, por la acuidad con que siente su presencia, advierte la densidad del relato, que, en las últimas jornadas de Realidad, con cada frase añade un matiz al personaje y un elemento a la situación.

Novela de visionarios, quizá de perturbados. Pero, ¿quién diría, en este caso, dónde acaba lo sublime y empieza lo insano? La forma dialogada es en Realidad un obstáculo para la adecuada introspección en las almas; como observó Clarín, recurrir al monólogo para expresar el movimiento de la conciencia y la subconciencia del personaje; era imponerse limitaciones enojosas, fácilmente superables con técnica más flexible y adecuada a las intenciones del novelista.

Entre Fortunata y Jacinta y Ángel Guerra, las más ambiciosas creaciones de su genio, traza Galdós esta novela -con Miau y la serie de Torquemada-, menor por la extensión, y, en conjunto, inferior a las grandes sinfonías mencionadas, pero expresiva de la intensidad y el grado de penetración en lo secreto a que podía llegar su arte. Figuras como las de Federico Viera o Tomás Orozco por la precisa sutileza y la convincente humanidad del diseño, logran relieve tan vigoroso que no es exagerado compararlas con las nacidas de la pluma dostoieskyana. («Galdós -ha escrito Madariaga- recuerda a Dostoiewsky por su afición a la zona de la naturaleza humana, en que las fuerzas subliminares preparan oscuramente la acción y el carácter»). Viera y Orozco son dos de las almas más complejas que transitan por el amplio mundo de la novelística española.





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