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ArribaAbajo-II-


Oh! L'horreur du masque!


JEAN LORRAINE.                


La velada había transcurrido para Lina y María bajo el peso de un tedio abrumador. De los habituales comensales a la comida de los martes habían faltado aquél, que lo era de Carnaval, los que daban animación a la mesa con su charla. De ellos, el marqués de Zacinto habíase excusado con su jamás desmentida corrección, enviando amabilísima esquela en que participaba a la dama que un dolor reumático feroz le postraba, impidiéndole disfrutar el gusto de comer con ella; Paco Estrada había telefoneado directamente a casa de Monreal, y Julito, encargado de excusarle a la Montaraz en una conversación telefónica que con ella sostuviera, sin dar, por supuesto, directa explicación de sus ineludibles quehaceres, pero dejando adivinar en sus ambiguas palabras que se trataba de una aventura carnavalesca en compañía de un amigo. Aquel incógnito de su compañero de holgorio y la inexplicable ausencia de Willy, muy mejorado de sus males, que no habla ido a comer, poniendo a Lina de un humor de todos los demonios (¡ni uno menos!), dejaban adivinar tratábase de éste y de su Lucerito,   —140→   y por ende de la trinca nada recomendable de la prójima, con lo cual era de suponer no sería cosa de rezar función de desagravios.

Habían, pues, comido solamente la imprescindible Elisita Pancorbo, Agustinita Franqueza, el noble marqués de San Balandrán, que parecía, cosa rara en él, tan correcto, tan mesurado, acometido de extraña inquietud aquella noche; el héroe de la Pampa y la grandísima loca de Magda Florián. Y como si fuese poco aún el aguantarles durante la comida, ocurriósele a la vizcondesa, bajo el pretexto de que, como Carnaval, no se podía ir a ningún teatro por ser patrimonio de la gentuza, la empecatada idea de jugar un tresillito. A ella que no le hablasen de «bridges» ni otros mamarrachos extranjeros; que la dejasen con sus codillos, sus bolas y sus puestas. Y dicho y hecho: formó su partidita con el marqués y el general, y engolfose con alma y cuerpo en sus entradas; Tinita, perpetua mirona, tras contemplar un instante el juego, quedose beatíficamente dormida en las luchas de la digestión, y las dos damas, frente a frente, hallábanse en la cruel alternativa de optar entre el inacabable chismorrear de la partida o un concierto entero de Chopín que en el salón contiguo arrancaba al piano la arrebatada mano de Magda Florián. Las notas apasionadas, raramente matizadas de las melodías, íbanse enlazando, a veces crispadoras, nerviosas, chasquidos de besos y ulular de lujuria que arrebataban las almas en los giros de un vals diabólico, otras lentas, mórbidas, cansadas, como crujir de arenas en las calles de un campo santo al paso de una procesión de fantasmas, y también a ratos lejanas, misteriosas como susurrar de amantes meciéndose en un lago al claro de la luna.

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Dábale a la Florián ahora por echárselas de apasionada de Chopín, y, según ella, compartía su vida, libre, insolente, feliz y desafiadora ante el mundo entero, entre sus dos amores: la música y el héroe. Porque la aventura comenzada en aquella casa la noche de la fiesta en honor de la gran duquesa habíase convertido en un lío, motivo de alarma para la condesa, que temía ver comprometidos por alguna salida de aquella desequilibrada los proyectos matrimoniales entre el general y Herminia Álvarez, tan adelantados ya que en breve se formalizarían con la petición de mano, única cosa que esperaba ella para tirar un nuevo tajo al bolsillo del potentado, pues el millón de pesetas antes extraído, salvo pequeña cantidad empleada en algunos pagos urgentes, se lo había tragado aquel dichoso negocio de fletes en que comenzaban ella y Perico a no ver tan claro como en un principio.

Todos eran motivos de preocupación para la dama. Precisamente aquella mañana había firmado un préstamo hipotecario a tres meses sobre los muebles y obras de arte contenidos en su casa. Fue exigencia de su marido para hacer frente a algunas obligaciones inaplazables; así y todo, y pese a su seguridad de pagarlo antes de un mes con el dinero americano, hubiérase negado si no fuera porque Willy, a su vez, solicitaba un adelanto de ella. Por otra parte, sus amores, aquellos amores a que se aferraba con las ansias de sus cuarenta y tantos años, iban de mal en peor. Willy, mejorado, aunque no curado de su enfermedad, había vuelto a las andadas con la Soler, y ya ni consideración le tenía, como demostraba el no haberle enviado un mal recado aquella noche.

Era la una de la madrugada, y las del tresillo hablaban aún de no sé qué puestas. María leía La   —142→   Época; la Florián, incansable, tocaba el piano sumida en el arrobo de aquel mar melódico, y Lina esperaba siempre. Cada vez que algún criado entraba con algún recado, alzaba vivamente la cabeza con una vaga ilusión que sería una carta de Willy.

Ahora sí que era una carta, pero no para ella, sino para el marqués, que tras de pedir permiso calose los lentes, leyó con visible satisfacción, y volviéndose a la Pancorbo, dijo:

-Aunque ya no es un secreto, van ustedes a ser los primeros en saberlo. Me escribe Peralta que Su Majestad me ha honrado confiriéndome su representación en Salmacia.

Todas le felicitaron calurosamente; la Pancorbo, en impulso de su entusiasmo, se borró, distraída, con el lápiz que tenía en la mano una puesta; Tinita vio en perspectiva un viaje de gorra por Europa. La Florián apareció en la puerta envuelta en los pliegues de su túnica negra, de una tela muy pesada y muy blanda, que la ceñía esculpiéndola, mostrando el rostro blanco, encuadrado en los cabellos de azabache, que anudaba en la nuca alabastrina, formando un gran moño atravesado de fino puñal con mango de esmeraldas, y apoyando un brazo en el marco de la puerta, saludó al agraciado:

-¡Cuánto me alegro! Iremos a verle, n'est-ce pas, mon cher? -interpeló encarándose con el general.

Y en cuanto a Lina, sintió una indefinible impresión de tristeza.

¡Qué tontería! ¿Acaso deseaba ella aquel puesto? ¡Pues bueno estaba Perico para irle con embajadas! No, no era eso. Era una vaga melancolía, la sensación de alejamiento en una caída en el vacío,   —143→   mientras las compañeras de lucha se acercan a la cumbre donde por espejismo creemos quo está el reposo, impresión que se mezclaba a vaga inquietud encarnada en una pregunta que se formulaba desde hacía un instante: ¿Dónde estaré yo cuando este amigo vuelva? ¿Estaremos aún en el mismo plano social, o habremos ido a parar a distintos planos?

El marqués, satisfecho, infatuado, había tomado la palabra, y dejándose llevar de su amor al clasicismo, al españolismo, y a la tradición -en este mundo no hay como crearse un carácter para llegar-, les daba un curso de derecho político.

Creía él que en España lo que hacía falta era precisamente mucho españolismo. Nada de europeizarnos; aquello, sobre imposible utopía, era una abdicación, un renunciamiento. Aun en los tiempos de mayor gloria, en aquellos soberbios tiempos de los Felipes, jamás fuimos europeos, nunca europeizamos España; hicimos algo más bello, más grande: querer españolizar Europa. Eso y no otra cosa significaron las guerras de Italia y Flandes.

Imponer nuestra religión, nuestras costumbres, nuestras leyes, no transigir, no contemporizar. Eramos muy católicos, pero encarcelábamos al Papa si el Papa no pensaba como nosotros; muy humanitarios, pero abrasábamos a los flamencos si no abdicaban hasta de su libertad de pensar. Por eso éramos grandes, porque al través del mundo, lo mismo en Europa que en América, por cima, de razas, de religiones, de leyes y costumbres, conservábamos nuestro carácter de españoles, sin flaquear ni modificarnos nunca en contacto con el ambiente, sino haciendo que el ambiente se modificase en contacto nuestro. Teníamos industrias que vivían florecientes; nuestra literatura admirada,   —144→   nuestra política respetada, nuestro ejército temido, y, sobra todo, nuestro pueblo, único en el mundo, bueno, noble, valeroso, sufrido, leal; nuestro pueblo, que al través de los siglos conservara el alma numantina para luchar contra los moros ocho siglos, y vencer cuatro más tarde al Ogro del Corso. Era preciso, si queríamos volver a ser lo que fuimos, afirmar nuestra personalidad, proteger nuestra industria. mejorar nuestras costumbres, sí, hacerlas modernizarse, aprovechar nuestras riquezas, pero rechazar sistemáticamente, sacando nuestras púas como erizo que ve cerca un peligro, todo extranjerizamiento. Los elementos de fuerza están en nosotros; aprovecharlos.

Y el marqués, que no tenía plan alguno, y que de tenerlo pensaría todo lo contrario, -aquí del cardenal Richelieu: «La palabra es el arte de ocultar el pensamiento»-, añadió, limpiándose el sudor que con la elocuencia le brotaba, con aquel pañuelo comprado en casa de Tremlet, en Londres:

-Aquí podríamos decir, parodiando al clásico:


España, ¿dó estás? Tu lozanía
postrada yace al golpe de los años.

..........................................

María se inclinó al oído de Lina.

-Así me gusta. Que siente o que no siente, en el culo te pinto un loro.

Los tresillistas se habían puesto en pie, y Elisita Pancorbo, besando con gran cariño a la anfitriona, se despedía de ella. Se le estaba haciendo tarde, y tenía que tomar la ceniza a las ocho, en la misa del padre Godofredo. Aquellos demonios de santos la traían loca. ¡Jesús! ¡Jesús!

  —145→  

-Adiós, monina; y ya sabes, con confianza, ahora, durante la Cuaresma, me vengo a comer contigo los viernes... Yo no sé qué hace tu cocinero con las comidas de pescado, pero hay que confesar que tiene mano de santo.

¡Ya lo creo que lo sabía! ¡Echar substancia de carnes en el caldo, en las salsas, mezclar... qué sé yo, herejías! Pero en su egoísmo pensaba:

-¡Como no es en mi casa!... Sobre la conciencia de su ama va, y ¡ahí me las den todas!

Los demás siguieron el ejemplo de la vieja, y salieron todos, menos María, que se dejó caer en una gran butaca junto al fuego. Al fin volvió Lina.

-¿Se fueron?

-Sí.

-¡Uf! ¡al pelo! ¡Qué pesados!

-Yo estaba en ascuas... Luego, como Elisita no pierde ripio, tenía un miedo atroz que notara lo de Willy... Ya sabes la lengua que tiene. Prefiero la gente que hace las cosas, que los que se entretienen en criticar las que hacen los demás.

María afirmó muy seria:

-Hija, hay tiempo para todo.

Y después de una pausa, cambiando de conversación:

-¿Quieres que te diga dónde está tu tormento?

La Monreal interroga anhelosa:

-¿Dónde?

-En el baile del Gran Teatro.

-Es una canallada -afirmó exasperada la Monreal.

María no hizo caso de su ira; parecía madurar una idea; por fin habló, razonando:

-Mira, hay baile en el Real y en el Gran Teatro. Yo he visto los anuncios en El Imparcial. Como estará con tu rival aborrecida, -y era irónica-,   —146→   acompañados de toda su distinguida trinca, en el Real no pueden haber dado con sus huesos; además, ya sabes lo que a Julito le divierten las cosas raras, y Julito está con ellos, de eso no me cabe duda: luego están allí.

Y de súbito:

-¡Si fuésemos!...

Lina empezó con una exclamación de horror, como todo el que desea mucho una cosa y ve adivinado su pensamiento antes de tiempo.

-¡Estás loca!

Y a un gesto indiferente de la otra, que pareció de súbito renunciar a la partida:

-Además, nos van a conocer hasta las piedras.

-¡Quia; de eso me encargo yo!

Y con un ademán de picaresca camaradería, tiró el pitillo, y apoyando sus manos en los hombros de su amiga, comenzó a explicarse:

-Mira, Linilla; nos vamos a mi casa...

-¿Y cómo salgo? -interrumpió su interlocutora, descorazonada.

-Por la puerta. ¡Pues valiente cosa te puede importar! ¿Se iría a asustar el portero?

Y como la otra callase, prosiguió su plan:

-Nos vamos a mi casa; desde allí mando a Gregoria, mi doncella, en un simón, a alquilar disfraces, y mientras va nos vestimos con ropa de ella, para no epatar con los bajos, y ¡al pelo!

En la elegancia severa que, conforme a la moda del reinado de Enrique IV, dominaba en el despacho (donde ahora se jugaba al tresillo para no estropear los blancos muebles del saloncito de Lina), sonaban extrañamente las palabras frívolas de la dama planeando aquella aventura picaresca y el primer conde de Monreal vistiendo adamasquinada cota y broncíneo casco de flameante   —147→   airón, parecía, desde las tallas que la cercaban presidiendo la chimenea, reprobar aquella locura. Lina, nerviosa, con esa nerviosidad común a los niños y a las mujeres cuando desean mucho una cosa y a la vez la temen, objetó aún señalando el péndulo que marcaba las dos:

-¿No es tarde?

-No, mujer, no; si te das prisa, a las tres y cuarto estamos allí, y aun les alcanzaremos.

Y luego, para decidirla, le espoleó en su amor propio:

-Si es que no quieres ver a Willy con esa mujer...

Lina se irguió.

-¿Vamos?...

.................................................

Envueltas en los pliegues de sus capuchones de raso negro, lacios y marchitos por el batallar de las noches de Carnestolendas, mostrando al andar sus bajos, ni muy limpios ni muy flamantes, cubiertos los rostros, por las caretas de terciopelo del mismo color que los disfraces, se detuvieron un instante sobrecogidas antes de lanzarse en el torbellino del amplio local, que ofrecía un cuadro evocador de los caprichos goyescos, sin su castiza, majeza, y de las aguafuertes de Durero, sin su trágico horror.

Eran más de las tres y media de la madrugada, y la desanimación y el aburrimiento caían a plomo sobre la fiesta. Una vaga neblina, producida por el polvo de la alfombra y el humo de los cigarros, espesaba la atmósfera, haciendo lucir las lámparas eléctricas, ya no muy brillantes de por sí, como al través de un velo; los palcos, desiertos en su mayoría, eran así sumidos en tenebrosa negrura, como grandes nichos vacíos de un cementerio abandonado; de los brazos eléctricos pendían manojos de   —148→   serpentinas, rotas, manoseadas, sucias; los conffetis tapizaban el suelo con innoble iris, y sentados en torno al salón algunos dominós obscuros, semejantes a encapuchados penitentes, ocultando bajo aquel arreo, que quería ser arlequinesco y era lúgubre, las ansias de rapiña de las del oficio de zurcidora de gustos, que antaño se refugiaran, refugio por refugio, bajo el manto de la dueña, parecían esperar pacientemente, cambiando de vez en cuando algunas palabras con misteriosas mascaritas ataviadas de pescadoras napolitanas o de paludos bebés; alguna pareja, que más que de recién conquistados corazones parecían de mal avenidos esposos, departían por hacer algo, y algunos solitarios bostezaban largamente. En el centro del semicírculo, los celadores desenmascarados, con los balandranes abiertos, ponían orden, ayudados de sus largos bastones, en las parejas danzantes a los acordes de los canallescos valses que chillaba una orquesta oculta en las alturas.

Eran extrañas parejas que giraban en interminable procesión, dando la vuelta al recinto, estrujándose unas contra otras, moviéndose muy apretadas, embutidos los danzarines, los ojos en los ojos, las bocas muy cerca, incansables, lascivos, graves, como en raro rito de un culto fálico.

Una maga de larga túnica de percal negro, estrellada de papel dorado, y puntiagudo capirote, bailaba, ciñéndose a un chulo peinado con persianas; una mora de mancebía, dejábase languidecer en brazos de un innoble tipo de rubicundo rostro, cabellos teñidos, ladeado hongo, roja corbata y grueso diamante en el anular, hibridación de tahur y tratante en caballos; más allá, un viejo flaco, zancudo, calvo, de libidinoso mirar y babosa sonrisa, oprimía contra su pecho, como esos vampiros   —149→   de los cuentos de Hoffman, enorme bebé de astroso atavío de alquiler; juvenil chicuelo, indudablemente escapado de su casa, adheríase a enorme mujerona que movía con lujurioso ritmo sus macizas ancas de vaca; Colombina prostituida mirábase en los ojos de un ordenanza de Ministerio, y un estudiante, abrazado a una prójima, pasaba lento, mordiendo sus cabellos pintados; viejos verdes, colegiales, toreros de invierno, obrerillos endomingados, horteras, vividores de profesión, matones, chulapones de mancebía, pasaban, llevando entre los brazos noches nevadas, floristas, chulas, couplelistas, reinas de zarzuela, sacerdotisas egipcias, arlequines y locuras, pasaban y repasaban en hórrida zarabanda, poseídos de la gravedad de sus actos, mientras una Doña Inés neurótica escapaba de los brazos de un chauffeur.

Más allá, unos pierrots de sucios trajes y rostros embadurnados de blanco, que les daba apariencia casi macabra, perseguían con sus groseras bromas, como payasos de ultratumba, a una de las floristas, fugitiva, y de vez en cuando surgía, como chispazo de una oculta hoguera de crimen, una bronca en que las lenguas, trabadas de vino, vomitaban injurias de burdel, y las manos, temblorosas de sensualidades, apretaban las navajas.

Casi todas las mujeres habíanse quitado las caretas, y el sudor que les escurría de la frente goteábales por las mejillas, trazando surcos en la pintura que les embadurnaba y ponía en sus rostros grotescas máscaras en que la boca trazaba su mueca crispada de lujuria mercenaria. Otras llevaban pequeños antifaces de terciopelo para hacer resaltar el fosforescente brillo de sus pupilas o la promesa de unos labios más incitantes bajo el negro tul.

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Y una ola de lubricidad enorme les envolvía a todos, substituyendo a la alegría con una brutal torpeza física que emanaba de los menores movimientos de sus cuerpos sudorosos.

Si Lina se hubiese dado, como su amiga Lidia Alcocer, a la literatura decadente, al contemplar así, de súbito, sin la lenta preparación de una noche de juerga, en que la fiesta fuese lentamente degenerando, aquel cuadro sin majeza, sin colorido, sin gracia ni júbilo, hubiese podido creerse trasladada, en una pesadilla de éter o morfina, al palacio del Tedio en plena fiesta de lujurias. No era así, y sólo sintió una opresión de repugnancia y temor, y agarrándose al brazo de su compañera, que miraba curiosa, murmuró a su oído, casi suplicante:

-Hemos hecho mal en venir... Vámonos, mujer, ¡por Dios!

Sin contestar, María tiró de ella.

-Mira - dijo-, son los únicos que se divierten.

Miró, efectivamente, en la dirección que su amiga le indicaba, y el corazón le dió un vuelco en el pecho. En una platea, ruidosos, alegres, reverberando nervioso júbilo sobre la bruma tediosa del salón, estaban ellos. La Cotufera, toda de azul eléctrico, con un pañolón florido de claveles gualdos, enorme ramo de las mismas flores junto al moño, que le acariciaba la nuca; la mata enorme de pelo sombreando el rostro, más embadurnado de cold cream y polvos baratos que nunca, cimbreábase en el centro del palco, bebiendo sin tasa el champaña que el Niño de las Verónicas le escanciaba con un ademán lento, de reposada chulería. La Gioconda, medio borracha, caída sobre el barandal, profanando el traje de guardarropía, verde,   —151→   acuchillado de plata, del siglo XV, que por consejo de Julito adoptara, reía con unas carcajadas muy ordinarias, muy ruidosas, tan lejos de aquella divina risa ambigua o inquietante -risa que tiene todas las melancolías y todas las perversidades, risa de enigma que turba y atrae como los trágicos misterios del amor y de la muerte, y que, como ellos, tiene el don fatal de robar la razón a quien osa interrogarla, ¡divina sonrisa de Monna Lisa!, risa de una boca sabia y silenciosa, cuyo enigma no se puede descifrar sino para morir después- reía, mostrando su dentadura, fuerte, sana, plebeya, de los disparates que el extravagante, en canallesco atavío de pierrot, le gritaba. Y en un rincón, Lucerito, toda de negro y rosa, madrigalizaba, la mirada de sus ojos perdida en los ojos de Willy.

-Mira, mira, tu galán, qué atortolado está. ¿Quieres que nos acerquemos a ver qué hacen?

Y como hubiese unos asientos desocupados debajo del palco, María, llevando en pos de sí a Lina, lanzose entre la multitud, camino de ellos.

Un viejo verde intentó pellizcarlas; un chulo les dijo una atrocidad que hizo reír a la loca, y dos mozalbetes les siguieron insistentes, groseros en sus chanzas, empeñados en sacarlas a bailar. Por fin, se hallaron sentadas debajo de la platea; pero allí les aguardaba una decepción: no se oía nada.

Había vuelto a comenzar la música, ritmando ahora las notas lánguidas de una mazurca chulesca; las parejas giraban, incansables, nuevamente, y Lina, sofocada, ahogándose bajo la careta, sentía una ansiedad loca de llorar, de huir lejos, donde pudiese sollozar a sus anchas y gritar muy alto su dolor. No pudiendo aguantar, se inclinó hacia su amiga.

-Vámonos ya... ¡Yo no puedo más!

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-Se van ellos también. Vamos delante, y veremos qué hacen.

Y sin aguardar respuesta, guió a la Monreal hacia el vestíbulo, y allí, tirándole violentamente de la manga, obligola a ocultarse tras de unas columnas.

Salían ellos ya, retozando con las prójimas: delante, Willy y Lucerito, muy atortolados, y detrás, ruidosos, escandalizando como siempre, los demás. En la puerta se detuvieron con grandes señales de impaciencia, y parecieron celebrar conciliábulo. Una llovizna fría y menuda caía del cielo, haciendo rebrillar las aceras, heridas por la luz de los areos voltaicos, y no había ningún coche. Al fin, y tras breve vacilación, lanzáronse resueltos a la calle, y las dos tapadas siguiéronles de lejos.

Así, envueltos en la tenue cortina de agua que caía sin cesar del cielo hendiendo las tinieblas, apenas disipadas de trecho en trecho unos cuantos metros por la temblorosa luz ele los faroles de gas, corrieron algunas callejuelas que arpentaban lentas, indiferentes ante la lluvia, algunas reinas del placer, y llegaron a un pasadizo donde brillaban las vidrieras de un colmado con honores de restaurant. Metiéronse en él los juerguistas, y las damas vararon perplejas.

-¿Y ahora?

-Vamos adentro.

Y la Monreal, resuelta, tiraba de su amiga, que asustada por el cariz que tomaba la aventura, resistió.

-No, no, basta. Más sería una locura.

-¡Una más!...

-Quiero entrar. Si vienes, bueno; si no, voy sola.

-¡Pero, mujer!...

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-Nada -y dió un paso-, ¿vienes?

La morena se encogió de hombros. Tenía Carolina razón. Una locura más...

-Bueno, vamos allá.

Franqueada la puerta, y ya en el pasillo, se detuvieron nuevamente perplejas, desorientadas.

Un olor violentísimo a guisotes y humo de tabaco barato enrarecía la atmósfera, haciéndola irrespirable; estrépito de vajilla, gritos, carcajadas, canciones, rasguear de guitarras, juramentos y blasfemias, ensordecían; el suelo negro, lleno de escupitajos y colillas, respiraba vaho de humedad; y a los dos lados del pasillo, puertas de cristales callaban su secreto.

-¿En cuál estarán? Nos convenía el cuarto de al lado para oír.

Una puerta se abrió escupiendo a dos borrachos en son de querellarse, y Lina y María, horrorizadas, acogiéronse al otro lado del pasillo, apretándose contra una puerta que cedió a su empuje; sintiéronse cogidas y arrastradas dentro, y oyeron la voz de Julito que decía:

-¡Hola, barbianas! ¡Os convidamos para que no digáis que no se gasta finura!

.................................................

Julito inició una burlesca reverencia, y con voz engolada, llena de majestuosa prosopopeya, comenzó:

-Altas y muy poderosas señoras, seos servidas de desposeer vuestros peregrinos rostros, donde seguramente bajo la nieve se transparentan rosas, de esos negros antifaces con que alguna perversa maga les ha cubierto, envidiosa de tanta belleza.

Lina y María, sentadas junto a la puerta, denegaron silenciosas para que sus voces no las vendiesen. La Gioconda rió, mancillando la noble majestad   —154→   del rostro con el plebeyo baldón de su sonrisa, y la Cotufera midió a las intrusas de arriba abajo con su mirada desafiadora.

Julito siguió:

-Fermosas damas: si por algún misterioso encantamiento os veis privadas de complacernos y habéis de ocultar vuestros semblantes, mostradnos a lo menos vuestras manos, besadas por reyes y emperadores.

Gesto negativo de las aludidas.

Willy y Lucerito habían dejado de prestar atención, y aislados charlaban. Julito prosiguió con cómica gravedad:

-¿Tampoco?... Está bien. Pues sabed que sólo las princesas y las fregonas en su nobleza temen ser conocidas por las manos. Luego o sois princesas o fregonas.

La Gioconda intervino.

-Déjalas; ¿no ves que son de la cofradía del silencio?

Y la Cotufera, hablando en aquel su andaluz madrileñizado, muy lánguido, muy ceceante, arrastrando las palabras:

-¡Mujé!... Déjala... ¡A la pobresita se le cayó la campanilla de tanto llamá a un gachó!...

Julito prosiguió aún:.

-¿Quién sois, peregrinas criaturas, quién sois?

La Cotufera, con desgaire, dió la respuesta:

-¿No lo ve; hombre e Dio? ¡Una prójima... y si no, pues ella se lo pierde!

El cuarto era como todos los cuartos de colmado: sucio, hostil, limitado a modo de tabiques por tablones que dejaban pasar chasquidos de besos, gritos de mujeres, rodar de vasos y crujir de sillas, en la pared del fondo, empapelada de gris, una musa de burdel había dado brillante muestra de su   —155→   ingenio en numerosas obscenidades y porquerías escritas en prosa y verso.

A la luz tristona de una bombilla eléctrica, Willy y la gitana se murmuraban endechas; la Gioconda bebía como un carretero; el Niño de las Verónicas fumaba incesantemente, y el Cantares había echado mano de la guitarra y templaba sus cuerdas, arrancándoles notas graves que iban a perderse en el general estruendo.

Julito (¡no podía estar tranquilo un minuto!) se encaró con el tocaor.

-Anda, Joselete, cántanos algo.

No se hizo de rogar. Echó el pecho hacia adelante, bajó la cabeza hinchando el cuello, y con clara voz timbrada de tristeza, empezó entre el lento palmotear de todos:

Un suspiro es una pena

.................................................

Redoble de palmas.

-¡Olé! ¡Olé! ¡Venga de ahí, mi niño!


Un suspiro es una pena
que arranca del corazón.
Y en llegando hasta los ojos
¡los ojos la hacen traición!

Más palmas. Las pájaras, el cigarrillo en los labios pintados, jaleaban.

El Cantares carraspeó, escupió y tornó a empezar con un gemir de pena:


Déjame llorar
porque grandes fatigas tengo,
porque mi marecita del alma
de fatigas se está muriendo.

Las palmas repiquetearon cadenciosas. Julito se encaró con la Cotufera:

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-¡Mercedillas, serrana mía, márcate un tango!

-No pue sé, hijito de mi corazón... No vaya a jacé er mengue que a la señora le de un sopiliponcio!

-Sé fina -insistió él inquieto- y complace.

La Gioconda intervino conciliadora:

-No seas esaboría, y anda con ello.

-¡Vamo allá!

Y apoyando el pie en la rodilla del Niño, saltó sobre la mesa.

Lina alzose vivamente, y fue a ocupar el sitio libre junto a Willy. Fue un movimiento inconsciente, del que se arrepintió enseguida, al sentir fijos en ella, los ojos de Julito, que reían triunfantes -¡desde que entraron lo había adivinado!-, los de Willy aburridos y los de Lucerito cargados de amenazadores efluvios de tormenta.

Mientras, la Cotufera erguíase sobre el sucio tablado. Así esculpida, en el zafiro del manileño vergel, emanaba un intenso encanto de lujuria. Los pechos, prominentes, duros, procazmente erguidos, eran deseables en su leve palpitar, que alzaba y descendía rítmicamente dos claveles amarillos y enormes; el vientre apenas señalaba su breve curva, y las caderas, dislocadas por lascivos ademanes, eran potentes, insolentemente femeninas. Y en la cara, muy blanca, ojerosa, manchada de vicio y de pintura, vagaba una sonrisa como mueca de placer comprado que oculta una pena.

Todos jaleaban ahora, haciendo chocar sus manos al ritmar de la guitarra. El cantaor comenzó:


¿Cuál de las do cogeré
de do vereda iguales?
¿Cuál de las do tomaré?

..........................................

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Las palmadas fueron en crescendo. La bailaora, casi arrodillada, hacía castañetear sus dedos lentamente, y movía el cuerpo con languidez de espasmo, haciendo serpentear su larga cola entre las cañas de manzanilla.


Yo me encuentro en un camino:
¿Cuál de la do cogeré?
Si cojo la de tu gusto
¡Mi perdición ha de ser!
...

Olés, aplausos; los bastones ayudaron a las manos, y la flamenca irguiose de un bote, y sosteniendo con una mano la falda y con la otra el cordobés, pateó, vibrando sobre la mesa, y luego giró rápida, barriendo con su cola, que se abría pomposa, las copas, que al rodar rotas vertieron los áureos chorros de vino generoso.

Lina se había ido aproximando a Willy; su rodilla tocaba la del muchacho, y sus manos, en su loco aletear, acariciaban de vez en cuando las de su amante. Adivinando él bronca en perspectiva, quiso partir, y se inclinó murmurando unas palabras al oído de Lucerito. Esta se puso en pie.

-Nosotros ahuecamos, ¿eh, tú?

-¡De perlas!

Y el escultor imitó el ejemplo, alzándose de su asiento.

-¿Os vais ya?

Y Julito les miraba extrañado.

-Sí; nos vamos, porque...

No pudo acabar. La máscara rompía su mutismo, y con voz muy mal fingida rogaba:

-Note vayas todavía.

Todos la miraban curiosamente. Willy, queriendo   —158→   evitar a toda costa una cuestión, razonó amable:

-No puede ser, mascarita. Es tarde, y tengo que madrugar.

La tapada insistió, fingiendo cada vez peor la voz mojada en lágrimas.

-Sé bueno y no te vayas.

La Cotufera saltó agresiva:

-¡Amos con ésta! ¿Y a ti qué pitos te importa manque éstos tomen el piro?

Y encarándose con ellos:

-Anda, palomitas, largaros al pitañal.

Él quiso acabar:

-No puede ser, no puede ser -y dió un paso. Ella, perdidos los estribos, le cogió del brazo, y sin fingir ya la voz clamó:

-¡No te vas!

-¡Qué sí! -y dió un paso.

Ella obstruyó el camino:

-¡Que no, que no y que no!

Y loca de rabia le sujetaba por los brazos.

-Veremos...

Y rechazándola brutal contra el muro, salió.

Las mujeres rieron, poniendo su comentario cruel:

-¡Bravo por los gachós!

Lina, había caído sobre la silla. En la lucha la careta habíase desprendido, dejando el rostro al descubierto. Ahogándose de rabia, apretaba los puños y sollozaba escupiendo injurias:

-¡Canalla! ¡infame! ¡miserable!

Las prójimas se reían.

-¡Anda, mujer, que se te va el cachiruliyo!

En pie, iracunda, sintiendo hervir en sus venas la sangre, de los antepasados (que no había tenido), se encaró con ellas:

  —159→  

¡Mujerzuelas!

La Cotufera, en jarras, devolvió el insulto:

¡Ay Jesú! ¡válgame Dio! ¡Que se amosca la señora! ¡Miren la marquesa del pan pringao!

Lina flageló:

-¡Perdida!

La otra cogió un cuchillo y, limpiándolo calmosamente contra el mantel, amenazó:

-¡A que te hago un chirlo!

Y el Cantares, grosero:

-No llores, prenda, que si se te ja un hombre, aquí estoy yo que valgo por dos.

El torero tiró de la navaja.

-¡Al que falte a esta mujer le mato!

Y volviéndose hacia Lina:

-Si usted quiere, yo las acompañaré.

Así, saludada por las sordas imprecaciones, vencida, humillada, escoltada, por el Niño de las Verónicas, salió la condesa de Monreal.



  —161→  

ArribaAbajo-III-


C'est l'Espagne du temps passé...


THEOPHILE GAUTIER.                


-¿Llegaremos tarde?

-¡Como siempre!

Calle de Alcalá arriba, a setenta kilómetros por hora, entre ulular de despanzurrados canes, maldecir de cocheros y precipitado correr de niños y mujeres, volaba el automóvil camino de la Plaza.

En el pescante, Julito cerraba los ojos al vértigo de la velocidad, y sólo los abría para, instado por María, que ardía en impaciencia, meter prisa al chauffeur.

Dentro, la morena, toda de color canario, con mantilla negra y ramo verde y oro -los colores que luciría el matador-, consultaba a cada instante el menudo relojillo que una correa fijaba a su muñeca; la Wladimirosky, luciendo aquel raro atavío de maja Luis XVI, interpretada por Worth -traje perla, nevado de madroños celestes; rosas pálidas, escarchadas de rocío artificial, y lazadas de plata al pecho y bajo el leve encaje de su mantilla de Chantilly-, sonreía, satisfecha de sí misma. ¡Había que confesar que era muy cosmopolita! ¡Estaba que ni nacida en la calle de Lavapiés! -se lo habían dicho Julito y María-. ¡Cosa particular! En todas partes donde iba le pasaba lo   —162→   mismo: se amoldaba. Y recordaba el efecto producido en las calles de Nápoles cuando se lanzaba con el típico atavío del país; y en una de sus visitas a la Ciudad Eterna, aquella modernización del traje romano en que hubo de intervenir la policía, temerosa de una alteración del orden público; y Lina, por fin, vestida de blanco, la pamela de encajes, agobiada de lirios, iba de mala gana, triste, preocupada-. ¡Señor, si lo que a ella le pasaba! Primero, la incalificable conducta de Enriqueta Barbanzón, que como, al negarse a la pretensión de Lina de que les acompañase a los toros, insistiese ésta en ello, acabé por decirle crudamente: «Mira, hija, yo no tengo posición para ciertas cosas». Y como la otra, amoscada, le recordase su camaradería en las primeras locuras, terciose y respondiole contundente: «Mira, sí, es verdad; pero es como si porque uno de entre varios amigos que han ido al borde de un precipicio se tirase, tuvieran que echarse de cabeza los demás». Ante aquella impertinencia perdió la Monreal la calma, y si no se pusieron como rabaneras, fue porque se pusieron peor. Contóselo a María, la cual, sintiendo arder su pecho en santa ira, puso a la Barbanzón como digan dueñas, y juró por la salud de su difunta madre que, como tenía vergüenza, en cuanto le echase el ojo encima se desvergonzaría y le diría cuatro verdades que, si no eran las del barquero, se le parecerían y que mientras llegaba la ocasión le enviaría unos cuantos anónimos que era cosa sana y confortable. Y, como si esto fuese poco, había recibido aquella mañana una visita de Perico. Estas visitas habíanse hecho, desgraciadamente (y digo desgraciadamente porque siempre anunciaban contratiempos monetarios), harto frecuentes. Había ido a decirle aquel día que todo   —163→   estaba muy mal, que no se podía seguir así... pero lo fatal era la noticia de la pérdida del Esperanza, el mejor barco de la Compañía Naviera Hispanoamericana, pérdida que hacía sufrir a ésta y, con ella, a Perico, su mayor accionista, gravísimo quebranto.

Las cosas iban por caminos en ruina. Las crisis pecuniarias, cada vez más frecuentes y agudas, obligaban a Lina a buscar dinero a toda prisa. Entonces, energía febril se apoderaba de ella; discurría recursos, trazaba planes, pulsaba medios; pero, una vez vencedora en la batalla material, quería vencer también en la moral, y comenzaba a verter a manos llenas aquel dinero con tanto trabajo conseguido. Como todos los tramposos, creía en la diosa Casualidad, y soñaba con unos millones caídos del cielo, que le ponían a flote, de golpe, sin privaciones ni trabajos.

Porque, bien mirado, qué hacer, ¿economías? Ya había hecho todas las posibles, ¡bien pocas, ciertamente! Pero, ¿dónde estaban las posibles? Si en aquellas circunstancias suprimía el tren de casa -comidas, coches, palcos-, se quedaría sola, y la soledad ahora la espantaba. ¿Disminuir el gastar en su persona precisamente cuando era ya vieja? Imposible. Hacíase, por el contrario, preciso gastar para estar guapa, para que Willy le amase. Y si ella no economizaba, ¿cómo exigírselo a Perico? Hubiese sido preciso cambiarlo todo de arriba abajo, atacar el mal en sus raíces, y las fortunas en quiebra son como los edificios ruinosos: van sosteniéndose; pero si se tocan los cimientos, aun sea para mejorarlos, se desploma la casa entera.

Así vivía una vida azarosa, de perpetua calentura, en que si a veces sentía la nostalgia de aquellos lejanos tiempos que corrieron plácidos en el   —164→   vetusto caserón de tía Carmina, pronto la lucha volvía a galvanizarla.

Menos mal que por lo que a la boda del general se refería estaba tranquila. Era ya cosa hecha; lo del título iba a pedir de boca, y ya le había prometido el presidente que en la primera hornada... cosa de días. Y entonces repetiría el sablazo contra las repletas talegas del señor de Álvarez. Porque, ¿cómo había de negarle éste nada a quien lo traía la anhelada corona y el nobiliario escudo, en que pondría... A ver qué pondría... ¡Ah, sí! Un león ambulante en un campo de baúles -león rampante en campo de gules.

Pero ni aun esa satisfacción gozaba tranquila, pues la grandísima sinvergüenza de Magda Florián se encargaba de agriársela con sus extemporáneos arrebatos hacia el viejo. -¡Miren el pelele!

Triste, aburrida, jamás hubiese ido aquella tarde a los toros si no fuese por María.

Tomaba, la alternativa el Niño de las Verónicas de manos del Jerezanito, y ante un acontecimiento de tal magnitud, María había suplicado, rogado, alegando el cariño, la amistad y hasta los favores hechos y los gorros aguantados; y por fin Lina había cedido, y de ahí el motivo por que entre flores y encajes arrastraba la Monreal sus tristezas camino de la Plaza.

-¡El programa de la corrida con el retrato del nuevo matador!...

Al final de la avenida flameaba, todo incendiado de sol, el amplio coliseo, rematado por la tremolante bandera roja y gualda. Los golfos pregonaban con destemplados gritos programas y cromos con la imagen de los diestros; a entrambos lados del camino, los mendicantes, tumbados al sol sobre el polvoriento suelo, las espaldas apoyadas en los troncos   —165→   de los marchitos árboles, como en una feria de lacerias mostraban sus deformidades y sus llagas, implorando con interminable letanía de misericordias una caridad; un patriarca de plateada barba rascábase una llaga, donde la caricia del sol hacía florecer gusanos; una vieja de aquelarre tendía sus sarmentosas manos apostrofando a los pasantes, y un ciego, llevado de la mano por astroso lazarillo de picarescos ojos y boca de burla, corría junto al coche, mostrando las sanguinolentas cuencas de sus ojos vacíos. En los merenderos, en torno a las mugrientas mesas, los hombres en mangas de camisa, y las mujeres de pintados pañuelos de percal, bebían peleón, esperando ansiosos noticias de la fiesta, mientras en los corrales, y a los sones de los organillos que entonaban las cascabeleras notas de los schotis y las habaneras, bailaban muy apretaditos, con crujir de almidonadas enaguas y tintinear de espuelas y sables, soldados y chulos con las Menegildas, y de algunos coches rezagados saltaban, saludados por maldiciones de aurigas y obscenidades de hampones, algunos atrasados amadores de la fiesta. Y el sol brillaba en la límpida gloria del cielo madrileño, inundándolo todo de vida y alegría.

Muy deprisa subieron la escalera y llegaron al palco. Salvo los cuatro asientos de los recién llegados, todo lo demás estaba lleno de hombres -Paco Estrada, Willy Martínez, Juanito Salvatierra, Perico Miranda, Tomasito Roldán- antiguas pasiones o antiguos devaneos que había hecho exclamar a Elisita Pancorbo, instalada en el palco frontero, con su peineta de teja y su mantilla de ruedos, que le daba cierto parecido con las algebristas de gustos de nuestras novelas picarescas: «¡Pero eso no es un palco, es un saldo de amantes!»   —166→   Y añadía, contestando a la malévola pregunta de Elisita: «¿Por cesación de comercio?» en una frase de las que levantan ronchas: ¡Por bancarrota!»

En la plaza, el espectáculo era más típico, más pintoresco. Los palcos llenos de mujeres bonitas, ataviadas de tonos claros y empenachadas de plumas, tendíanse en semicírculo como policromas manchas de una colosal paleta en que surgiera de vez en cuando, apenas esbozada, un alba mantilla sombreando trigueño rostro, o rojos claveles ensangrentando blonda cabellera. Abajo hacinábase el público, riendo, aplaudiendo, moviéndose colectivamente, en ondas, rodando sin saber por qué en bulliciosa, borrachera de vino y alegría. Aquí y allá, entre los blancos sombreros que cobijaban tostados rostros, el parterre de un mantón de Manila ponía su gaya nota, y substituyendo la regia púrpura blasonada de águilas, que cobijara antaño el cesáreo trono en los circos romanos, el cielo madrileño tendía su bello manto «azul rey», en que los pájaros errantes en círculos concéntricos eran las regias lises. Lucerito y la Gioconda, toda de rojo con mantilla blanca la primera, de blanco con mantilla negra la segunda, lucían el prodigioso contraste de su belleza. Y en el callejón de salida ondulaban como sedeño río irisado de color y estriado de oro las cuadrillas, que esperaban la señal.

El agudo alhalí del clarín vibró, y las compactas filas de hombres ataviados de oro y seda invadieron, a los alegres acordes de un pasodoble, el ruedo en fastuosa fanfarria de luz. Al frente los tres diestros; en el centro el neófito, de verde y oro; a su derecha el Jerezanito, y a su izquierda el Chico del Albaicín. Detrás las cuadrillas; los peones, marchando a paso rítmico; los famélicos pencos con los   —167→   ojos vendados, y al final las mulillas de arrastre llevadas por los monos sabios, insolentes y burlones.

Las notas de la charanga reían alegrías cuando los héroes avanzaban hacia el palco presidencial. El Niño había entregado su capote a un hombre, que desapareció con él, y María, nerviosa, temiendo que se lo hubiese enviado a aquellas prójimas, cebábase en el brazo de Julito, que le hacía rabiar. Al fin se lo entregaron, y, satisfecha en su vanidad de mujer, tendiolo sobre el barandal, entre un saludito irónico de enhorabuena de la Pancorbo, una atrocidad de Julito y una débil protesta de Lina.

El presidente dió la señal, y, abierto el chiquero para franquear paso al toro, éste de un salto se plantó en la arena; iracundo hirió el suelo con la pezuña, haciendo saltar sus granos, que azotaron los flancos poderosos. Con el hocico humeante y los ojos inyectados miró a uno y otro lado, y arrancose por fin contra un caballo. El jinete, empuñando fuertemente la pica, aguantó breve tiempo, y luego cedió vencido; el cuerno clavose en el vientre de la pobre bestia, que se irguió rampante como corcel heroico para abatirse al instante entre el fluir de la sangre.

Los peones acudieron a resguardar al centauro, pero fue inútil, pues ya el toro se alejaba atraído por el rojo capote que le brindaba el Niño de las Verónicas.

En el centro del ruedo éste desafiaba a la fiera. Así, erguido, moldeándose bajo la malla de seda glauca florecida de oro la viril belleza de su cuerpo de semidiós adolescente, estaba magnífico de arrojo.

Arrancose el toro; hurtó el diestro el cuerpo con un gesto lleno de elegancia, y volvió a ofrecer el   —168→   capote a la bestia, que, desconcertada, se había detenido. Tornó ella a embestir y el torero a hurtar el cuerpo, y así capoteó por breve espacio, hasta que al ver plantado al toro giró lentamente, y quitándose con majo ademán la montera, rozó con ella el testuz del bruto y se alejó, arrastrando la capa, sin volver cabeza atrás, magnífico en su serenidad. Una salva nutrida de aplausos celebró su valor; de pie en el palco, María palmoteaba a rabiar; la Wladimirosky, entusiasmada con el toreador valiente, soñaba con hacerse raptar por él -¡qué golpe cuando la viesen llegar a su país a la grupa de una jaca andaluza enjaezada de alamares y llevando delante al Niño vestido de verde y oro!-; y seducida por aquella aventura de opereta, gritaba como una loca, mientras la Pancorbo, inclinándose sobre el barandal, decía a María con peor intención, que la del cornúpeta -era de Miura:

-¡Hija, va pero que muy bien! ¡Juanito estará entusiasmado!

Y no dijo más, porque los cestos de la merienda fascináronla, haciéndola detenerse en la peligrosa pendiente de las indirectas. Tenían por costumbre en su palco alternar en la merienda; justamente le tocaba a ella aquel día, y ¡maldita casualidad! se le había olvidado. ¡Señor, era mucho cuento; que siempre le había de pasar lo mismo! ¡Maldita cabeza! Pero ellos, sus compañeros, ¡en qué pensaban que no se lo habían recordado! ¡Mala intención, ni más ni menos; sí, señor; mala intención, por dejarla en ridículo a ella! Y reíase por dentro pensando: «¡Como no merendéis más que lo que yo os traiga, aviados estáis! ¡Anda y que os mantenga el Nuncio!»

Según la lidia. Habían tocado a banderillas, y   —169→   el Niño, empuñando los rizados palitroques, citaba al bicho pateando. Parado el toro arañaba, el suelo, y de tiempo en tiempo alzaba la cabeza a la proximidad del diestro, que andando lento, el cuerpo curvado hacia atrás y los brazos en alto, avanzaba y retrocedía sucesivamente. Por fin acometióle en rápida carrera, bajando la cabeza para herir. El Niño esperó sereno la acometida, y con guapeza tendió los brazos y escabulló el bulto, mientras que, cegada la fiera, siguió su camino brincando de dolor, con los pintados papeles en lo alto del morrillo.

Se acercaba el instante supremo. El neófito, con el capote al brazo y descubierta la cabeza, avanzó hacia el Jerezanito, que muleta en mano le esperaba bajo el palco de la presidencia. Allí el Niño pasó su capote al brazo del maestro, y tomó de su mano los trastos de matar, supremo espaldarazo en la andante torería. Ya armado caballero, y siempre montera en mano, parose el novel diestro bajo el balcón presidencial, y tras un brindis de cortesía, fue a detenerse ante el palco de la Montaraz y allí brindole el toro.

-Los buenos toreros brindan por la grandeza; yo brindo por la gracia y la hermosura, y por ver si puedo pisar la senda por donde fueron los grandes toreros.

La Gioconda, con voz de lagrimas, murmuró al oído de la Soler:

Ya ves, le brinda el toro a ella. ¡Yo que tantos años llevo deseando este día!

La otra le dió un codazo:

-Déjale, mujer, que ya volverá. El primer cariño es como el nido: ¡por lejos que se vuele, siempre se vuelve a él!

María, entusiasmada, entretanto le pedía a Julito, para tirárselo al diestro, clavado en su pañuelo   —170→   de encajes, el alfiler de corbata: un crisopacio rodeado de brillantes, que según contaba le había regalado un Radjah indio, con quien cazara tigres desde una torre de marfil, a lomos de un elefante, en los bosques vírgenes, y rezado a Sivah en las pagodas de Calcuta.

El Niño pasaba al toro lentamente, muy sobreceñido, sin mover los pies de un sitio, y limitándose a alzar el brazo con un gesto soberbio de desdén. Un pase, dos pases... el público preludió un aplauso, que instantáneamente se transformó en un grito de horror. El toro había enganchado a su enemigo, y tras de zarandearlo lo arrojó por los aires.

El pueblo se había alzado en masa, impelido por un sólo impulso de terror, y al primer grito sucedió un silencio de muerte. María, muy pálida, clavaba las uñas en el antepecho; Elisita no la quitaba ojo; la Gioconda, blanca como el alabastro, reflejaba en los verdes ojos un horror de agonía, y todos, anhelantes, esperaban.

El Niño se había puesto en pie, y con andar vacilante dió algunos pasos; en su faz cadavérica, la boca, muy roja, parecía, pintada en cera, y los ojos, vidriosos, se cerraban. Llevose la mano al costado, de donde brotaba rojo chorro de sangre, y clavando una mirada en el palco se abatió por tierra. Un clamoreo de espanto se elevó de todos los ámbitos del circo, mientras sacaban el inanimado cuerpo del valiente. Después, y cuando el Jerezanito daba cuenta del asesino, las miradas se volvieron hacia el palco.

Porque aquel público, que tenía el alma en las manos y en los labios; aquel público, que vivía entonces vida de sentimientos y pasiones y no de conveniencias, esperaba algo anómalo, extraordinario, algo que atropellase todas las leyes y todos   —171→   los convencionalismos, de parte de aquella mujer que pública maledicencia señalaba como la amante del diestro, y que poco antes recibía satisfecha su homenaje, sin acordarse de que hay en el mundo una máscara de frío acero que se llama conveniencias, que mientras dentro rugen las pasiones y torturan los dolores, al exterior siempre pinta la misma banal sonrisa. María también sentía intensamente, y también heríale la necesidad de algo, y... ¡No podía! ¡No podía! Maldecía de todos y de todo, de sí y de los demás, sentía rebeldías y sublevaciones, comprendía que se hallaba en el instante supremo de lo irremediable, en la hora trágico, en que todo se perdona, en que, amor o liviandad, aquello quedaría sellado para siempre. Pero algo indefinible, algo hecho de respetos, de costumbres, de temores; algo que era herencia y educación, le envolvía en los hilos de su sutil tela de araña, paralizándola.

Y como Julito propusiese:

-¿Quieres que vaya a ver cómo está? -pellizcole rápida.

-Calla, no alborotes, que bastante llamamos la atención sin eso.

La Gioconda se había sentido morir. Vio a su amado caer agonizante; la mirada suprema lanzada a la otra se le clavó en el alma como un dardo de fuego, y desfalleciente se apoyó en Lucerito.

-¡Lucero! ¡Lucero! ¡me lo han matado!

Fijos los ojos en el palco, ella también esperó, en agonía ansiosa, un gesto, una palabra que arrojaría para siempre al hombre amado en brazos de la rival. El impulso no brotó, y entonces comprendió a su modo que el instante supremo en que las almas estuvieron a punto de mostrarse había pasado y se alejaba, y comprendió que la rival en el   —172→   instante álgido retrocedía acobardada. Entonces se puso en pie.

-Vamos allí, Lucerito; vamos allí, que está el pobre solito, y quiero cuidarlo.

Estaba muy bella así, alabastrina bajo el encaje de la mantilla, con los ojos verdes velados de lagrimas. A su paso un aura de simpatía se elevaba.

-¡Pobrecilla., es su novia!... ¡Es la querida! ¡Qué triste y qué guapa!... ¡Bendita sea tu mare! ¡Que la Virgen te lo salve, que lo mereces por bonita!

Los requiebros sembraban de rosas su calle de la Amargura, y todos, respetuosos a su dolor, le abrían paso.

Elisita se inclinó a María, que callaba, anonadada.

-¡Pobrecita! ¡Te juro que hasta simpática me es! ¡Mira que el rato que habrá pasado!... ¡Hija, no sé cómo hay mujeres que pueden querer a un torero!

María la miró casi serena.

-Ni yo tampoco:



  —173→  

ArribaAbajo-IV-


L'espoir a fui, vaincu, vers le ciel noir.


PAUL VERLAINE.                


En la esquina de la calle de la Magdalena, se detuvieron, y Lina se encaró con Julito:

-Hombre, por Dios y por todos los santos del cielo, convence a María de que es una atrocidad.

El extravagante llevose las manos al corazón, y con afectada pateticidad protestó:

¡Yo! ¡yo! ¡Jamás!... ¡Cuando tal vez va en ello la vida de un hombre!...

Con las mantillas caídas sobre los rostros como discreto velo, y sus trajes obscuros, que ocultaban el íntimo lujo que les envolvía en su caricia, tenían el aspecto ambiguo de esas figuras que vemos a la caída de la tarde, protegidas por las propicias sombras del crepúsculo, marchar ligeras, con menudos pasos, cruzar rápidas el arroyo, y perderse en lóbregos callejones, tras de volver la cabeza recelosamente, dejándonos en la duda de si son damas que acuden a amorosa cita o perdidas que quieren aumentar sus encantos envolviéndolos en el supremo de lo desconocido.

Había cerrado ya la noche por completo; de trecho en trecho algún mechero de gas esparcía   —174→   temblorosa claridad; de los escaparates de las misérrimas tiendas escapábanse chorros de luz que proyectaban grandes cuadros en las aceras. Multitud de gentes transitaban en todas direcciones, presurosas, y en la frontera plaza de Antón Martín repicaban los timbres de los tranvías y redoblaba la campana del Cristo, llamando al rosario.

Julito, temeroso de que el sentido común -¡no puede uno fiarse, hay cuartos de hora para todo!- se albergase, por casualidad, en el descascarillado caletre de sus amigas el suficiente tiempo para hacerles renunciar a sus descabellados proyectos, y dejárale sin chisme (potin, decía él) para aquella noche, comenzó a meter prisa.

-Si no vais pronto, os toparéis con alguien.

-Pero ahora, ¿estás seguro, seguro de que no hay nadie? -interrogó Lina.

-Nadie. ¿No ves que unos están en el ensayo, y los otros en el Matadero?

-Pues vamos allá.

Echaron a andar las dos amigas calle adelante, con garboso contoneo de hembras madrileñas, recogiendo con clásico donaire los pliegues de su falda, y dejando al descubierto el breve pie calzado de fino zapato de charol.

Mediada la calle, tornaron a pararse. Avanzaba al trote de dos soberbios alazanes un milord llantado de goma, que en el color marrón -color de la casa de Ponferrada- de las libreas del cochero y lacayo denunciaba la procedencia ducal. Y dentro venía su dueña, acompañada de Elisita, que no perdía ocasión de economizar su coche, que no estaba ya para grandes trotes, y que tenía el firme propósito de no substituir.

Lina y María apretáronse contra los muros y se taparon la cara para ver de pasar inadvertidas.   —175→   Julito hizo doscientas majaderías para llamar la atención; la Ponferrada pareció no verles, y Elisita, echando el cuerpo fuera para que viesen que las había reparado (¡no fueran a creerse que ella se chupaba el dedo!), pasó sin saludar.

-¿Has visto qué indecente?

Y María, indignada, sacó la lengua al coche que se alejaba.

-No tiene vergüenza -asintió Lina sin gran calor, cansada del perpetuo luchar.

Julito se bañaba en agua de rosas. ¡Qué suerte! ¡Y él, que comía en casa de Ponferrada justamente con Elisita! ¡Ya tenía conversación! ¡La aventura, corregida y aumentada! Y todo sin hacer traición a sus amigas, pues como las habían visto no revelaba ningún secreto.

Iban a casa del Niño, que hallábase, si no convaleciente, muy mejorado, al menos, de la tremenda herida que sufriera. Aquella visita fue exigencia de María, que después del momento de lucidez -¡oh humana condición! ¡cuántas veces lucidez y crueldad son una cosa misma!- había vuelto a caer en sus desvaríos. No es que amase precisamente al torero; era que aquello, además de que tenía mucho cachet, llegó a ser una costumbre para sus desordenados nervios, y además, por un falso espejismo de amor propio, parecíale que renunciar era ceder a las imposiciones de la gente, y su orgullo de mundana frívola se irritaba. ¿Y por qué no decirlo? También un poco de debilidad, de lástima, de nostalgia, de ser buena y de querer a alguien.

María, como preocupada por lo pasado y deteniéndose para responder a una idea interior, habló:

-Al fin y al cabo, a mí no me importa una patata. Cuando sepáis una noticia...

Y tomó aire de misterio.

  —176→  

La Monreal, con ese nervioso sobresalto de los que, muy castigados por la vida, temen siempre una catástrofe, interrogó ansiosa:

-¿Cuál?

-Luego os la diré. Ahora no.

Y fingiose prudente.

-Aquí es.

Y Julito detúvose ante un portal de casa de vecindad, y no de las mejores. La madre del diestro, una vieja curtida, de cenceño rostro que surcaba laberíntica red de arrugas, ojos maliciosos, interrogantes, artesano atavío y pañuelo a la cabeza, empuñando la escoba, hacía las veces de cancerbero.

No vivía sino para aquel hijo que realizaba su ensueño de toda la vida; ¡pues digo, tener un hijo torero! Así como otras sueñan con dar un hijo a la patria, así ella soñó siempre con dar un hijo a los toros. Porque vamos a ver, ¿qué va a ser un hombre si no es torero? ¿Que era peligroso? ¡Bien lo sabía ella, que no perdió corrida desde que tenía seis años, y contaba sesenta y cuatro! Pero ahí se ve la guapeza y los hígados. Sus miedos pasaba; pero a eso estamos, y... además, ¿para cuándo se quedan los cirios a la Virgen del Carmen y las lamparillas a las ánimas benditas? Y soñaba con aquel hijo que sería un Guerra o un Frascuelo. A ella veníale de raza: de los cuernos vivió su padre, de los cuernos su marido; ¡anda y que de ellos viviese el hijo de sus entrañas! Dividía a las gentes en diestros y en aficionados, y todo el que no pertenecía a una de las dos clases le merecía un olímpico desdén. ¿Aquellos señoritingos pisaverdes y aquellas damiselas remilgadas? ¡Quite usted de ahí! Asco le daban. ¡Si cuando les veía pasar entrábanle ganas de empuñar la escoba y barrerlos! No le cabía en la cabeza que ante su torero hubiese hombre   —177→   que no saludara su bravura ni mujer que no rindiese acatamiento a su guapeza.

El elegante se encaró con ella:

-¡Hola, señá Casimira! ¿Cómo va ese valiente?

La portera se apoyó triunfal en el mango de la escoba como en burlesco cetro.

-¿Cómo ha dir? Mejor.

Y luego midió a las intrusas de arriba abajo. ¡Dos tías! ¡Válgame Dios, y el mujerío a que su chaval tenía sorbido el seso! Y aquéllas eran unas pájaras... ¡Lo menos del Kursaal! Quiso mostrarse amable:

-Con tanta gachí bonita como tiene a su vera, fuerza es que mejore...

Y con su cordial costumbre de tuteo:

-¡Pero, pasad pa adentro, que está solito ahora.

Y para que no fueran aquellas prójimas a figurarse que era falta de visita, añadió:

-Indispués vendrán a espuertas.

Y tornó a empuñar la escoba para seguir en su elevada tarea de ensuciar lo que estaba limpio.

Descendieron lóbrega escalerilla, cruzaron un patizuelo y halláronse en la habitación del herido. Era grandona, baja de techo; sobre las paredes, enyesadas, fotografías de chulas -bailaoras y cantaoras- terciados los mantones y dislocado el cuerpo en violentas posturas, que denunciaban a las claras la impericia del fotógrafo perpetrador; cromos de asunto taurómaco, y entre una Virgen del Carmen y un Nazareno, taurino trofeo de estoques, banderillas y muletas. Los muebles eran pocos y viejos, pero buenos: una cómoda con un Jesús bajo fanal, un sofá de Vitoria, sillas, la camilla y el lecho.

En él reposaba el torero. Sobre el gitano tostado   —178→   del rostro brillaban en sonrisa ufana los dientes, con la cegadora blancura de los de los salvajes; las pupilas, negras, chispeaban sobre la blancura de la órbita, y el pelo, endrino, áspero e indócil, se alzaba en caprichosos remolinos. Recibioles amable, locuaz, hablando de su cogida, del dolor de las curas de su mejoría y de la esperanza que alentaba de volver pronto, ahora para llegar. Mostrose agradecido al interés con que durante su enfermedad le honraron, y sobre todo a aquella visita; pero todo esto sin transportes, sin aquellas salidas teatrales de toreador dorevillesco de antes de su herida. Parecía como si la sangre perdida se hubiese llevado consigo todos los calenturientos delirios y le hubiese vuelto la noción exacta de la vida.

María sintiose defraudada. Ella esperaba más. ¿Qué sé yo?... Uno de aquellos golpes... Se veía entrando cautelosa en el cuarto del torero -un zaquizamí obscuro, con el suelo cubierto de puntas de cigarro y fragmentos de botellas-, alzando con una mano la cortina de percal escarlata, y con la otra los pliegues de su vestido de seda negra; veía al diestro lívido incorporarse tendiendo los brazos hacia ella, mientras en el esfuerzo realizado roja sangre teñía la albura de la camisa... Esperaba... ¡qué sé yo!... Una de aquellas cosas bonitas que cantan los barítonos en las operetas de sabor español. ¡Señor! ¿dónde había visto ella una escena análoga? No podía acordarse... ¡Ah, sí! Ya lo sabía. En un cromo puesto en venta a la puerta de un chamarilero en la cabecera del Rastro, una tarde que, tediosa, ambulaba en busca de aventuras.

Comprendió que aquello había acabado para siempre, y comprendió, en la sonrisa resignadamente escéptica del Niño, que había llevado a aquel alma   —179→   infantil y heroica el primer desengaño, al mostrarle que el amor no era tan sólo el viril arranque del hombre a que responde la tierna abdicación de la mujer, que amor no era sólo belleza y fuerza, que no había en él tan sólo pasión, sino que conveniencias, leyes, consideraciones, clases, le ponían su brutal camisa de fuerza. Y su crimen era tanto mayor, cuanto que por si no lo hubiese sabido tal vez jamás, pues cuando hubiese llegado a la notoriedad, que es cuando el mundo se cree con derecho a intervenir en nuestros actos, ya sería viejo para desengaños sentimentales, y, además, estarían dispuestos a perdonarle todo.

Quiso sincerarse, endulzando con la miel de sus palabras el acíbar de la bancarrota ilusoria, y acercándose a él, pasole la mano por los alborotados rizos, y comenzó melosa:

-No vayas a creerte...

Crujir de enaguas y gorjear de risas en la escalera hízole callarse e ir a tomar asiento junto a Lina, al tiempo que en el umbral, dorada como pan de horno una, morena como pan de centeno la otra -Vinci y Goya-, la Gioconda y la Cotufera asomaban sus rostros.

Julito saludoles con un madrigal:


Eran dos pastoras
libres de afición,
una blanca y rubia
más bella que el sol.
La otra morena
de alegre color,
con dos ojos negros
que dos soles son.

Al ver la plaza ocupada, la Gioconda frunció el ceño y la otra saludó agresiva:

  —180→  

-¡Cuánto bueno por aquí!

La Monreal calló; María, más desenvuelta, respondió por ambas:

-Veníamos a ver cómo seguía...

-Pues ya lo ven; mejor.

Y sin ceremonia, se sentaron.

El diestro pidió un cigarro:

-A ver, tú, Mercedillas; un pitillo.

La Cotufera sacó uno, y poniéndolo en su pintada boca acercole un mixto, lo encendió con pequeñas chupaditas y se lo tendió al herido. Luego encendió otro:

-Ete pa mí.

Y encarándose con las damas, y hablando con su acento lánguido, arrastrando mucho las palabras como si fuesen filos de un instrumento cortante y arañase con él a sus adversarias:

-A uté no la ofrezco porque no fumará...

Lina hizo un gesto ambiguo. María, decidida a no dar su brazo a torcer, respondió:

-Sí, señora; fumo.

La otra no se dió por vencida:

-Pero serán de esos pitillos majos de emboquillao de oro...

-De todo. También de cuarenta y cinco.

La prójima ofreció un cigarro:

-Pue si uted guta...

-Tantas gracias.

Y mientras lo encendía, se volvió a su amiga:

-¿No quieres tú?

-Gracias.

La conversación se arrastraba lánguida, cruelmente irónica por parte de las pájaras, defensiva por parte de María. El torero callaba y sonreía. Notábase a las claras que no veía en ellas como   —181→   antes sus amores, sino dos extravagantes que corrían aventuras.

Al fin Julito cortó la entrevista.

-¿Vamos?

Salieron. En el portal, la señora Casimira las apostrofó afectuosa.

-¿Sus vais ya, chiquillas?

Ya en la calle, caminaron silenciosas, callando su penosa impresión. El decadente respondió en alta voz a sus ocultos pensamientos:

-Si vosotras tenéis la culpa. Os empeñáis en tomar las cosas en serio...

La morena se paró en firme.

-Al fin y al cabo, no me importa un rábano... ¿Sabéis cuál era la noticia anunciada?

Y a la muda interrogación de ambos:

-Pues que Perico ha pedido que le nombren agregado militar, y nos vamos a Constantinopla.

Julito interrogó irónico:

-¿De caballería?

Y Lina, consternada, gimió:

-¡No, mujer, por Dios!

-Hija, no es para, tanto.

Sin hacer caso, la Monreal suplicó:

-¡Por Dios, dime que es una broma, y no me des ese disgusto!

-No es broma, no. Creo que llegó el momento de poner tierra por medio.

Y como viera a Lina próxima a llorar:

-¡No seas mema! ¡Ni que me fuera al fin del mundo!

Julito comenzó consolador:

-Si yo estuviese en tu pellejo...

Lina le atajó agresiva:

-Pues si yo estuviese en el tuyo, ¡me despellejaba!

  —182→  

Y él, cínico:

-No haría falta. ¡Ya se encargarían de hacerlo los demás!

La Monreal encarose con su amiga, y silabeó sincera:

-¡Qué pena, María, qué pena!

-Pero criatura, no te pongas así. En mi casa tendrás siempre un cuarto preparado; te vienes a pasar largas temporadas conmigo, y estaremos al pelo.

Julito, con burlón enternecimiento:

-Esto conforta. ¡Oh amistad, virtud que creíamos emigrada del mundo!... ¡No sigáis: acabaréis por enternecerme!

Rieron la loca y el elegante. Lina, no. Sentía una tristeza inmensa caer sobra su espíritu. ¿Qué sería de ella sin su postrer amiga? Los suyos, que le hacían el vacío en derredor; los otros, que la recibían con velada hostilidad; Willy, que moría de otra mujer. Sola en su naufragio sentimental, quiso reír también, y a su esfuerzo, una lágrima resbaló por la mejilla marchita.



  —183→  

ArribaAbajo-V-


Chercheuses d'infini, dévotes et satyres!


CHARLES BAUDELAIRE.                



De un cantar canalla
tengo el alma llena;
de un cantar canalla
que dice sangre y pena.


Entre el vibrar de las cuerdas de la guitarra al rasguear de los dedos femeninos, surgían las notas del cantar serrano, entonado por la voz, que quería ser trágica y era sólo desgarrada, de Herminia Álvarez.

Sentada en medio del cuarto sobre la tapa de un baúl, cruzada una pierna sobre otra, dejando ver el nacimiento de la fina y no mal torneada pantorrilla; echada hacia atrás la cabeza, a que la cabellera negra y rizada daba aspecto salvaje; descubierta la frente por el ala, violentamente remangada por una pluma de gallo, del borgoñón que tocaba, gorjeaba, frunciendo la cara en un esfuerzo gutural de cantaora, tratando de poner en sus ojos negros y grandes -ni tan negros ni tan grandes como ella creía- un reflejo nostálgico, mientras sus manos saltaban por las cuerdas de la guitarra como dos pájaros que picotearan en los alambres de la jaula.

  —184→  

Revuelta confusión de cosas llenaba el cuarto: ropas masculinas, calzado, sombreros, paquetes, libros con rimbombantes ofertorios, colecciones de postales, de vistas y fotograbados, chucherías recordatorias de cosmopolitismo ferial, fotografías de artistas de Music-halls en trajes casi primitivos y de eminencias de la política y de las artes embutidas en graves levitas o solemnes uniformes, tiernamente dedicadas unas -«A mi nene», «A mon bebe cheri», «A mi chaval». Pomposamente ofrecidas otras -«Al ilustre general americano», «Al héroe de la Pampa», «Homenaje de admiración»-, se desbordaban de los baúles, escalaban los muebles -imitación mala de ébano, tapizados de raso azul- en desorden, cubrían las mesas vestidas de tapetes, ni muy limpios ni muy elegantes, amontonábanse en confuso remolino sobre la cama, contribuyendo a aumentar lo poco hospitalario del aspecto de nido de paso de aquel hórrido cuarto de hotel madrileño. Por la ventana entreabierta penetraba el bochorno de la tarde primaveral, y con él, apagados por la distancia, subían el chapotear de las herraduras sobre el asfalto, los agudos de las bocinas automovilistas, los pregones de los vendedores, el rumor de conversaciones de la multitud que desfilaba del paseo por la concurrida calle, y sobre aquella horrísona algarabía alzábanse las notas, que querían ser trágicas y eran sólo desgarradas, del cantar:


De un cantar canalla
tengo el alma llena;
de un cantar canalla
que dice sangre y pena.

Aplaudieron todos. Doña Pacomia Álvarez, aquella buena señoras que, según Julito, habían cazado   —185→   con lazo cuando se hallaba subida en un cocotero, surgió del fondo de la poltrona donde yacía anonadada, por imposible gordura, que su languidez americana acrecentaba, dificultando sus movimientos todos y dándole apariencias de colosal cetáceo, y volviendo hacia la condesa de Fuensalvada el rostro de luna llena, donde aun quedaban trazos de su belleza de criolla, en los ojos negros y hermosos, de bondadosa mirada, con viveza que hizo relampaguear los enormes solitarios fulgurantes en sus orejas y temblar sobre su cabeza el extravagante armatoste, cumplido muestrario de la fauna y flora del trópico, que lo servía de sombrero, dió suelta a su maternal entusiasmo en el fluir de su voz premiosa, lenta, ceceante, dulce como el agua del coco, languideciente en cada palabra.

-¡Josú! ¡Josú! ¡Bendita Virgen de Guadalupe, las cosas que aquella niña sabía! ¡Cantaba como un sinsonte, y más coplas que Santos Vega! ¡Y todito sacado de su cabeza.! ¡Era su orgullo, su bendición! ¡Cosa igual nunca se había visto! ¡Porque no sabía la condesa qué castigo son los hijos!

¿Que no? -Y la condesa, con la amabilidad que le prestaba la tercera taza de té, que precedida y seguida de no escaso cortejo de emparedados y pastelitos se engullía -protestó. ¡Ya lo creo que lo sabía! Verdad que, a Dios gracias, había gozado la suerte de que sus hijas sa muriesen antes de tener tiempo de ocasionar otras molestias que las naturales del parto, y aun esas disminuidas en todo lo posible, pues a la mayor la había dado a luz en el tren, en una excursión de placer entre Niza y Mónaco, y a la pequeña Chichita, la que murió del mal de San Vito, en el portal de casa de Ponferrada, la noche de un baile de trajes a que acudió   —186→   la dama vestida de diosa de la fecundidad; pero ya sabía madame Álvarez el refrán -¿no lo sabía?- «Al que Dios no le da hijos...», y allí estaba Charito, su sobrina -llena a los veinticinco años de candores de colegiala-, asomada al balcón, riéndose con estrépito, mirando a los hombres y diciendo las mayores atrocidades al majadero de Rosendo Calvet, colado allí como en todas partes, que le daba cuerda con la santa intención de contar luego los desatinos de aquella grandísima loca como pruebas de la gran confianza en él depositada, que no la dejaría por embustera. Gracias que ella no se preocupaba. ¿Y para qué? ¡Al fin y al cabo, acabaría por hacer lo que lo diese la gana! Alguna atrocidad sería; pero tanto valía una como otra. ¡Si encontrase algún necio (como la condesa -buena cristiana- le pedía a Dios todos los días) que cargase con ella! Porque primos sí los encontraba; pero eran todos carnales.

Ellas, con las Álvarez y Masgda Florián, que apoyada en la chimenea, donde, por bajo un montón de calcetines escoceses y dos libros de pornografía boulevardesca, aparecía la egregia efigie del rey de Italia dedicada «Al héroe invicto del fuerte de San José», charlaba con Julito Calabrés -eran los únicos restantes allí de la numerosa concurrencia que acudiera a despedir al caudillo, al anuncio ingerto en los «Ecos de sociedad» de El Imparcial, de que partía para su país con objeto de poner en orden sus asuntos y contraer matrimonio con la bellísima señorita Herminia Álvarez, hija única del millonario mexicano del mismo apellido, para luego, en compañía de su gentil consorte, venir a instalarse entre nosotros, donde tantas simpatías cuentan ambos». Noticia que completaba otra, inserta tres líneas más abajo, dando cuenta   —187→   de la adquisición de terrenos en la Castellana, y el encargo dado por los señores de Álvarez a reputado arquitecto de construir un hotel.

Al cebo de los millones mexicanos en manos del general, con el necesario y natural cortejo de palacio, bailes y comidas, había invadido la fonda medio Madrid. Lina y María fuéronse pronto; tenían abajo el club, pues con pretexto del automóvil había la Monreal quitado el coche, y el dichoso automóvil se pasaba la vida descompuesto, obligando a su dueña a hacer uso de un destartalado alquilón del Círculo, y no podían detenerse. La Wladimirosky, también de despedida, pues se largaba Dios sabe dónde no había hecho más que entrar y salir, cargada con sus retratos de toreadores (unos dedicados, otros no), y sus trofeos taurinos, marchándose en busca de un calañés que no podía encontrar, y que deseaba para dar golpe en París; la Pancorbo, con Elisita a remolque, se fue a las Flores de Mayo en San Pascual, y casi en cuadro, había la futura generala agarrado la guitarra, y dejándose llevar por su afición por lo flamenco, arrancado por soleares con su voz un poco bronca, pero no desagradable:


De un cantar canalla
tengo el alma llena;
de un cantar canalla
que dice sangre y pena.

El veterano miraba a su novia, y sonreía satisfecho. No estaba mal con aquel su airecito entre golfo y gaucho y aquel gracejo canalla, sobre todo para acompañada de cien mil pesos anuales. Verdad que era una loca, que estaba muy mal educada, y que casándose con ella corría el peligro que la   —188→   Montaraz clasificara como «peligro de pasar a la mitología en vez de a la historia»; pero ¡bah!, el general tenía la amplia filosofía de los maridos shakespearianos, y si en alguno de los personajes del semidiós hubiese de hallar su igual, seguramente que no sería el Otelo, y sí tal vez en Falstaff.

Volvió a mirar a su novia, y tornó a sonreír; decididamente, no resultaba mal así, sentada con descoco en el baúl, la guitarra entre los brazos, echada hacia atrás la cabeza, mostrando la carita morena, a que la nariz chata y remangada, los ojos negros y pícaros y la boca grande, de labios gruesos y rojos y dientes un poco separados, daban desvergonzada gracia. Cierto que no podía compararse aquel truhanesco gracejo con la trágica belleza de Magda Florián, pero ésta no era más que la realización de un goce, el amor; un amor excelso, semidivino llevado a ultrahumana, exaltación, sí, pero al fin y al cabo sólo el amor, y Herminia era la vida, con sus goces todos que la fortuna le procuraría, era un ocaso espléndido que se le ofrecía después de un día -¿qué es lo vida sino un día?- de tormenta, una retirada cómoda, y triunfal después de la batalla; y él, que era lo que en lenguaje literario se llama un epicúreo, y en vulgar un vividor, pensaba en la suma de placeres que aquellos millones, que el destino ponía en su mano, podían proporcionarle, traídos a Europa a cubierto de los vientos que en aquellas lejanas tierras alzaban y demolían caprichosamente fortunas y poderes. Y entre todos aquellos goces, el supremo de en su vejez verse rodeado del respeto de las gentes, él que tan poco respetable se sentía. Además, ¿a qué hacerse ilusiones? Era ya viejo, y entregado a la exaltación de amor a que aquella insaciable de voluptuosidad física y moral le arrastraba, podría durar   —189→   dos o tres años, para luego caer inútil ya, vencido, anonadado, piltrafa humana, mientras ella, victoriosa en su perpetua e inmutable belleza, seguiría su camino.

Allí, a dos pasos de él, la vampiresa exponía a Julito Calabrés su ideal de amor, aquella hiperestesia pasional que ardía en ella, consumiéndola y dándola nueva vida como a fénix de amor.

Era no muy alta, esbelta, aérea, sutil a pesar del moldeamiento maravilloso de su feminidad, que se dibujaba excitadora bajo el fino paño del traje negro, plegado, sencillo, que ceñía su cuerpo aristocratizado por la soberbia piel de marta echada por cima de sus hombros. Sus cabellos brillantes, ligeramente ondulados, negros hasta reflejar azul, nimbaban de sombra el rostro pálido, casi cadavérico, donde la boca, marcada con un rictus doloroso, era sólo fina pincelada de púrpura, y los ojos sombríos y brillantes abismos de pasión. Pequeño sombrero negro, con dos enormes plumas que le caían por la espalda, completaban su figura. Y sus manos de madona angélica, largas y blancas, pero no yertas y agarrotadas, sino nerviosas, en perpetua movilidad, revoloteaban semejantes a dos mariposas de nieve.

-Créeme -decía con su voz cálida, pastosa, húmeda de voluptuosidad-, el amor es lo único que vale la pena en la vida, lo único que puede llenar la existencia y romper la anonadante monotonía de nuestro vegetar cotidiano. Yo no comprendo existir más que del amor y para el amor, y te aseguro que cuando veo la imbecilidad del vivir de cuantos me rodean me siento orgullosa de ser como soy. Pasar por este mundo bastándole a uno para llenar días y días luchas de vanidades, emulaciones, chismes, envidias, no lo comprendo.

  —190→  

Y añadió melancólica:

-¡Y no me comprenden a mí tampoco!

-Ahí está el mal -asintió Julito-. No te comprenden.

-¿Y qué más da? Me comprendo yo, y basta. Te juro que cuando paso entre ellos, entregados a la lucha por mil miserias que constituyen la urdimbre de su vida, y siento en el ambiente flotar esa cobarde hostilidad hacia mí, que he sabido hacerme un yo y vivir mi vida, la mía, la que yo me he creado y no la que me dieron hecha con molde, me siento tan alto, tan por cima de ellos, que un orgullo satánico se apodera de mí y pienso que los dioses y los genios son únicos, y pienso que cuando un Dios sintió el capricho de bajar entre los hombres lo crucificaron. Yo -prosiguió exaltándose- respeto todo lo que es sincero, todo lo que nace de un sentimiento, una creencia, o una pasión, pero no lo que sacrifica la verdad de nuestro creer o de nuestro sentir a convencionalismo estúpido nacido en la hipocresía de los unos, alimentado en la cobardía de los otros.

Magnífica en su exaltación, sus gestos teatrales, abarcadores, su boca húmeda, jadeante, y sus ojos en que brillaba el genio o la locura -¿qué más da? ¿no es la locura prolongación del genio o el genio encauzamiento de la locura?- dábanle el aspecto de iluminada.

Y Julito, estudiándole atentamente y asintiendo a cuanto decía con aquel ademán suyo, muy chic, muy afectado, pensaba, para su capote: «¡Pero, qué loca estás, hija! ¡Por menos llevan otras camisa de fuerza!» Y convirtiéndolo todo en literatura, estudiaba el tipo, gran tipo para uno de aquellos cuentos imitación de Lorraine, que eran su especialidad.

  —191→  

El general también la contemplaba, pero inquieto, temeroso del giro que podía dar a las cosas aquella desequilibrada. ¡Si iría a meter la pata y a echarlo todo a perder con alguna de sus salidas de tono! ¡ Era triste cosa pasar la vida en acecho de una ocasión propicia para asir la fortuna, y cuando era llegada verse a merced de aquella cabeza donde cabía todo menos el sentido común! De ella se podía temer cualquier locura; decididamente, no estaría tranquilo hasta verse en alta mar.

Aquellos días los había pasado en hacer equilibrios para evitar la escena de rompimiento; pero habían sido de prueba para él. Más de una vez en su transcurso sintió loco prurito de huir y de ponerse a salvo; pero temió que su fuga, excitando a Magda, le hiciese atropellar por todo y provocase la catástrofe. Así, ni lo bastante noble para fiar en el sacrificio y el perdón si se ponía en sus manos, ni bastante osado para provocar la tragedia, ni lo suficientemente dueño de sí para vencer con maquiavélicas artes, sufría un suplicio de terror, llegando a desear a veces que el drama surgiera aun a riesgo de perderlo todo, con tal de descansar y vivir libre de aquel perpetuo sobresalto.


De un cantar canalla
tengo el alma llena;
de un cantar canalla
que dice sangre y pena.

La condesa se levantó... ¡Fastidio igual! Comía en casa de Marianita Pomarés, y tenía que irse... A ver dónde se había metido Charito... ¡Cabeza como aquélla! Nada, ¡barbarizando en el balcón!

Había entablado palique con un inglés que ocupaba el cuarto de al lado, y le estaba epatando...   —192→   «¿No querías españolerías?... ¡Pues chúpate esa!»

Doña Pacomia también se iba. Con el viaje no estaba para nada... Luego, aquellos dichosos criados... Si no estaba ella... Y a ella le entraba una pereza... un cansancio... Con Herminia no había que contar. En cuanto entraba en casa, trincaba la guitarra, y ya que no la buscasen. ¡Cosa igual! Pero, eso sí, ¡tocaba como los propios ángeles!

Rosendo Calvet les acompañaba, llevado del prurito de exhibirse en compañía de tan excelsas damas, y Julito comía en casa del príncipe Cesaroff, un extravagante, taumaturgo y oculista, que conoció en París, en casa de Colette Willy, y también se largaba.

El general tembló. ¿Irían a dejarlo solo con Magda? Pero ésta avanzaba lentamente hacia él, tendidas las manos en ademán de amical despedida.

-General, ¡feliz viaje, y hasta la vuelta, que espero sea pronto!

Hablaba tranquila en apariencia, frívola, mundana, sin que ni un solo músculo de su cara traicionara la interna tempestad, muy caídos los párpados para ocultar la llama de pasión que brillaba en el fondo de sus ojos. Don Pomponio, casi tranquilo, estrechó las manos frías, viscosas, como las de un cadáver. Ella, con voz firme formuló:

-Adiós. ¡Que seas muy feliz!

Le tuteó por primera vez, cínica, brutal, alta la cabeza y abiertos los ojos.

Aquel tuteo hollador de las conveniencias pareció pasar inadvertido para la condesa y doña Pacomia; «ocasionó un codazo de Charito a Calvet, que tomó nota -¡un chisme más!-, y rebajó a los ojos de Julito a la Florián tres codos. ¡Valiente venganza! ¡Mucho le importaría al general! ¡Como   —193→   si no estuviesen todos al cabo de la calle!... Aquello lo que hacía era darle cartel!

Salieron. El viajero les acompañó solícito. En la escalera aun se repitieron los saludos.

-Adiós, adiós... Buen viaje...Volver pronto.

Comenzaron el descenso; Magda se detuvo.

-Los guantes... Los dejé...

-Voy por ellos.

Y el guerrero, casi a la carrera, entró en el cuarto.

La Florián esperó un momento; luego miró hacia abajo. Nadie le aguardaba. Las Álvarez y Calvet se habían ido ya; Julito y las Fuensalvada bajaban lentos, cuchicheando y arrancándoles tiras de pellejo a las otras (por eso se quedaban siempre los últimos, para ser los postreros en hablar mal). Rápida subió los escalones ya descendidos, y avanzando por el pasillo se deslizó en el cuarto, cerró la puerta con doble vuelta de llave y se abrió de brazos con un bello gesto dramático de crucificada, mientras al ruido el caudillo alzaba la cabeza.

-Soy yo.

Quiso él aparentar tranquilidad, y, sonriendo forzadamente, murmuró con voz que trató de que fuese natural y que, pese a su esfuerzo, sonó temblorosa:

-¿Tú?... Pues no parecen los guantes.

Y aparentó buscarlos. Él, el caudillo invicto del fuerte de San José; él, que no temblara ni ante las hordas gauchas ni ante los acreedores de aquella famosa «Tranquilidad», Sociedad de seguros, tenía miedo, lo que se llama miedo, y ante aquella mujer, rosa cogida en el jardín del amor para aromar algunas de sus horas otoñales, sentía erizarse sus cabellos y un escalofrío correr por su espalda. Decididamente, la vida no tiene otro valor   —194→   que el de aquello que podemos perder con ella. Con supremo esfuerzo se acercó a su amadora.

-Pues nada, no parecen -dijo, y añadió con jovial galantería-: ¿Sabes que estás muy guapa, pero muy guapa?

Le miró, ansiosa, interrogadora, al fondo de las pupilas, y con voz doliente, llena de anhelo, preguntó:

-¿De veras me encuentras guapa?

-¡Guapísima! -afirmó, mundano.

No tomaban mal giro las cosas. ¡Más valía así! Y, egoísta, pensó: «Me quiere aún, y cederá».

Tornó ella a interrogar:

-¿Muy guapa?... ¿No mientes?... Y ya, ¿para qué? -añadió melancólica.

-Guapísima -afirmó, rotundo.

Con voz temblorosa preguntó aún:

-¿Más que ella? ¿Más que Herminia?

-¡Mil veces más! -ratificó presuroso, sincero ahora.

Ella se miró en sus ojos para leer verdad o mentira. Leyó verdad.

-Entonces, ¿por qué me dejas? -formuló, trémula.

Él se acercó a ella y le cogió las manos; después, lentamente, le condujo al sofá y se sentó a su lado, como en la escena de amor de una comedia romántica.

-¿Que por qué te dejo? -formuló lentamente-. Yo no te dejo, porque nadie deja lo que constituye su dicha... Es la vida, la vida implacable que nos separa... ¡Si vieses qué triste estoy!

Y había en sus palabras sentimental resignación y verteriana melancolía.

-La vida -prosiguió- es muy cruel a veces, y lo es ahora con nosotros... ¿No ves que todo   —195→   es imposible? Yo soy viejo, pobre, en una palabra, nada, y ¿quieres tú, joven y hermosa, atar tu suerte a la mía?... ¡Qué sería de nosotros juntos, ligados para siempre, aislados, pobres, olvidados!... Soy sincero -y sus palabras, vestidas de lealtad y nobleza, vibraban realmente sinceras-; debo serlo contigo, que me has dado los mejores días de mi vida; soy pobre y viejo, y cuando las cosas llegan al grado que entre nosotros han llegado, no hay sino romperlas o romper con el mundo, olvidar familia, nombre, posición, amigos... y no por mí, que eso no importa -mentía a sabiendas-, sino por ti. ¿Qué voy a darte en cambio de lo que te quito? Mi vejez y mi miseria. El amor en sí solo no basta, créeme. Hace falta, o juventud, que hace verlo todo bello, o dinero, que lo embellece todo.

Con voz desgarrada, húmeda de amargura, protestó:

-¡Si me quisieses...! Pero razonas, y cuando se razona no se quiere.

-Eso es en un amor -rectificó- impulsivo, ciego.

-El amor es siempre ciego -afirmó contundente.

Se hizo más insinuante:

-¿Quieres que lo eche todo a rodar, que lo dejo todo?... Si tú lo quieres lo haré... ¿Sí? ¡Pues ya está! Me quedo. Pero oye, ¿no ves que vamos a ser muy desdichados? ¿no ves que soy viejo? ¡viejo! ¡Dios mío, cómo convencerte de que te quiero, pero de que todo es imposible! Mira, para ti es la vida; una mujer, hermosa, por añadidura, vence siempre, sobre todo si está sola... ¿Y vas a convertirte en hermana de la caridad de un viejo que tendrás que ver morir a tu lado?

Tuvo Magda una frase echegarayesca:

  —196→  

-¡Moriré contigo! -dijo magnífica en su gesto admirablemente teatral.

-¡Ah, no, no! -protestó él-. Tendrás dos, tres, cuatro años de pasión, y después nada. Comenzarás a comprender tu locura, te arrepentirás y me reprocharás el haberte empujado a ella. ¡Y qué días entonces solos, frente a frente con nuestro desengaño! ¡Entonces aprenderás que no hay nada más triste que la soledad de dos en compañía!

Hablaba insinuante, hábil, tratando de envolver a la pasional en la sutil red de su dialéctica, Ella parecía casi vencida, cuando su vehemencia pasional estalló arrollándolo todo:

-¡Mentira! ¡Mentira! ¡Todo pretextos para romper, para huir! ¡Todo una comedia! ¿Por qué has tomado mi alma entonces y no te has contentado con el don de mi cuerpo, que te hice pródiga? ¿Por qué me has querido tan tuya, para hablarme luego del frío de la vejez y del olvido? Me quisiste tuya, y tuya quiero ser siempre, ¿me oyes? ¡siempre!

Hablaba exaltada, loca. Siguió:

-En la vida no hay más que una cosa buena, el amor, y de él quiero vivir. ¡El amor, tu amor, el tuyo, tu vida!

Palpitante, estremecida de pasión, casi caída sobre él, se estrechaba temblorosa contra su pecho y buscaba ansiosa con su boca calenturienta, bajo la nieve de los mostachos, el fuego de los labios seniles.

-¡Bah! Era eso, una hora de amor, lo que quería, -pensó el galán, sin perder la noción de las cosas en aquel rápido sucederse de emociones-: menos mal.

Verdad que no estaba él ya para muchos despilfarros,   —197→   pero, ¿qué hacerle? ¡a grandes males grandes remedios!

Se dejó llevar de aquel torbellino de pasión que le envolvía, y una vez más, entre los brazos sabios de Magda Florián, perdió la noción del tiempo y del espacio.

.................................................

Sentada en el borde del revuelto lecho, lloraba sin consuelo. Por su rostro, de albura, mortuoria, resbalaban lágrimas cristalinas, redondas, perfectas, como perlas de vidrio por las mejillas de cera de una Dolorosa. Los encajes desgarrados de la camisa dejaban al descubierto los pechos, pequeños, erectos, núbiles, provocadores, punteados de rosa. Y la cabellera destrenzada, era como manto de sombra que casi la envolvía.

A corta distancia, el general, en mangas de camisa, enhiestos los mostachos y alborotado el pelo, respirando un no sé qué de grotescamente lúbrico, que evocaba los viejos verdes de las novelas de Paul de Kock, la mirada impaciente, cruzado de brazos, deseando acabar.

Atroz bochorno pesaba sobre el cuarto, anonadante. Un moscardón zumbaba en torno a la bombilla eléctrica; al través de la puerta cerrada, se oían confusos los mil rumores del hotel, y llegaban hasta ellos graves, sonoras, contundentes, diez campanadas que el reloj de la Puerta del Sol descargaba como mazazos sobre el yunque del nocturno silencio.

-¡No me dejes! ¡No me dejes! -imploraba doliente Magda-. ¡No me dejes! ¡No me dejes! -tornaba a jeremiar, apartando con un gesto desesperado el negro velo que la cabellera endrina tendía sobre el bello rostro bañado en llanto-. ¡No me dejes! ¡No me dejes! -gemía siempre en un   —198→   rogar anhelante de piedad, vencida por aquella catástrofe de su dicha, que huía para siempre-. ¡No me dejes! ¡No me dejes! ¿No ves que sin ti no puedo vivir? ¡Ya que no por amor, por lástima! ¡Piensa qué será de mí sin tenerte a mi lado!

El general se impacientaba. Aquella escena no podía eternizarse; era preciso acabar, y acabar pronto. Además, aquellas horas de amor no buscadas y vividas contra su gusto, evaporando su diplomacia, le hacían más brutal, más cruel; desaparecía el hombre de mundo, el político, el prócer, y no quedaba más que el ser natural, impulsivo y egoísta.

-Ya te he dicho que no es posible, que la vida lo quiere y tiene que ser.

Y su voz era seca, contundente.

Ella suplicaba aún:

-¿Por qué?... Si tú quisieras -y era sumisa, humilde-. Mira, en la vida se hace lo que uno quiere. No hay más que tener voluntad, y los obstáculos caen solos. ¿Quieres?... Seremos felices... Ahora me quedo aquí contigo toda la noche, juntos, muy juntos, y mañana nos vamos lejos, donde nadie nos conozca, a vivir solos, olvidados... Di, ¿quieres?... ¿Sí?...

Y los ojos negros, inmensos, le interrogaban con infinita ansiedad, imploradora de perdón.

No fue ya dueño de sí. Irritado, exasperado por aquel tesón con que se defendía su víctima y, sobre todo, por aquel panorama de futura vida en la humildad y el olvido, él, que soñaba con la fortuna y la gloria, estalló.

-No, no quiero, ¿oyes? ¡No quiero! Si quieres tirarte al agua con una piedra atada a los pies, tírate sola; yo no quiero acompañarte. ¡Quiero ser libre! ¿me entiendes? libre y feliz...

  —199→  

Y ya caída la careta, prosiguió grosero:

-¡Pues lucidos estamos! ¡Porque la señora esté loca y se le ocurra barbarizar, los demás vamos a ir de cabeza al pozo!... ¡No faltaba más!

Le oyó primero anonadada, encogiéndose y ocultando la cara entre las manos, como ante un golpe muy fuerte; luego se puso en pie y caminó hacia él.

-Y yo, ¿no soy nada ni nadie, di, y yo?

Y alzó la cabeza. La cabellera negra, destrenzada, magdalénica, flotó sobra la espalda semidesnuda.

Valiente, temerario, con la temeridad que le daba el afán de salvar su felicidad, gritó:

-¡Nada! ¡Ea! ¿Estás ya contenta? ¡¡Nada!!

Ella dió un paso hacia él, y rió sarcástica, con una risa estridente, que se desgarraba siniestra en sus labios.

-Ah! ¿De veras, nada, nada?

-¡Nada!

Se encogió, felina, corno una pantera en acecho.

-¿Entonces no has hecho más que jugar conmigo? ¿Por qué me has mentido, di, por qué?

-Porque sí. ¡Déjame en paz!

De un salto cayó sobre él, y sus manos, como dos garras de hierro, se clavaron en el arrugado cuello. Él se tambaleó y trató de resistir pero ella se ceñía, le envolvía, cruel, implacable.

-¡Ah, sí! ¡Un juguete! ¡Ja, ja!

Y reía diabólica.

Forcejearon, él tratando de rechazarla ella, toda desnuda, jadeante, trágica, y bella como tebana esfinge -legendario monstruo de belleza y horror nacido en un mundo de quimera-, sujetándole cruel y vengadora. Rodaron por tierra; las manos de él se clavaron en las desnudas carnes, y pusieron   —200→   manto de púrpura sobre la egregia nieve de las espaldas. Las uñas, rosadas como ágatas, de la vengadora, hundiéronse en el cuello del viejo, y sus dientes, blancos y fuertes, desgarraron las carnes flácidas, rugosas. Lucharon. Él aullaba de dolor, procurando desasirse; ella, implacable, mordía y desgarraba, y las carnes, palpitantes, ensangrentadas, chirriaban al romperse con un crujido de pergamino viejo. Y ella seguía, seguía sin compasión, en sádica voluptuosidad de dolor y sangre.

Por fin le vio inerte, los ojos muy abiertos, blanqueando sobre el rojo casi negro del rostro; vio sus manos rojas como las de Macbeth, sintió el sabor acre de la sangre en su boca, le creyó muerto, y, loca de horror y pena, se desplomó sobre el inerte cuerpo de su amante como un gran sudario de carne.



  —201→  

ArribaAbajo-VI-


Hay en las acciones humanas un límite
de audacia que no se debe de franquear;
de lo contrario, se naufraga en el puerto.


JOSEPHIN PALADAN.                


Preludió una reverencia profunda, grave, ceremoniosa, y después irguiose lentamente, contemplando en la gran luna veneciana, que coronaban dos palomas arrulladoras con el pico roto, uno a uno los encantos de su belleza armónica.

No era ésta la sutil gracia felina que hiciérale antaño prodigiosa realización de la rima verleniana: era arrogancia más maciza, más escultural, de mujer madura. Lo que perdiera en delicadeza al correr de los años habíalo ganado en teatral plasticidad; y si bien no hacía ya soñar en su ondulante mimo gatuno con unas horas de voluptuosas delicias, evocaba en cambio aquella noche con su plasticidad, que raro atavío exageraba, las heroínas wagnerianas.

Sobre el fondo rosa muerto, desteñido por los años, de la tela que tapizaba la pared, aureolada de plateadas flores ennegrecidas por las injurias del tiempo, contrastando con la casi incorpórea fragilidad de las aristocráticas figuras que se pavoneaban en los trianones de ensueño que, encerrados   —202→   en desconchados marcos, decoraban los chaflanes fronteros a la chimenea, surgía reflejada en el espejo su figura, triunfadora como magnífica Brunhilda dormida por siglos entre llamas.

Una a modo de coraza de azabache moldeaba la divina escultura de su cuerpo; falda de negro tul caía desde ella arrastrando en estatuarios pliegues sobre la alfombra gris florida de lises; de los albos tules que orlaban el escote surgía el busto de nacarada albura, cruzado por los acuáticos fulgores de un hilo de enormes solitarios; sus cabellos, antaño peinados en pequeños bucles, se erguían ahora en áureo casco, rematados por el gran moño a la griega, y una media diadema de antiguos brillantes de roca prendía a su cabeza dos alas de pluma blanca que contribuían a su aspecto de heroína de leyenda germánica.

En su rostro, discretamente retocado, no se veía ahora aquella sombra de tristeza que por lo común vagaba por él, y hasta el hondo rictus de sus labios habíase esfumado en una sonrisa satisfecha.

Volviose hacia María Montaraz, que en atavío callejero fumaba un cigarrillo hundida en la bergère con una novela nueva, muy divertida y muy indecente, sobre las rodillas, e interrogó:

-¿Qué tal estoy? Mujer, la verdad.

María alzó los ojos del libro, contemplola un instante, dió dos o tres chupadas al cigarro, cruzó una pierna sobre otra, y envolviéndose en una nube de humo, sonrió irónica:

-¡Al pelo!... Una walkiria.

-No bromees, por Dios. La verdad.

-Sale desnuda de un pozo y no puedo establecer paridad...

Lina se ofendió.

  —203→  

-¡Mujer, no seas pesada! ¡No se puede hablar en serio contigo! Di la verdad: ¿cómo estoy?

-¡Muy bien!

-¿Chic?

-Chic. ¡Very, very smart! ¡De chipén!

-¿Demasiado llamativa?

-Todo lo más posible... ¿Y cómo no?

-¿Pero tú no te atreverías a ir así?

-Lo que no me atrevería es a ir.

-¡Bah! Tú que eras tan valiente, y ahora...

-Hay límites para el valor como para todo... Y momentos en que es preciso ser cobarde.

-La audacia salva -aseguró Lina.

-O pierde. Es como ciertos remedios a vida o muerte, -ratificó la morena sintiéndose dogmática-. No conviene abusar de ellos. Tú -añadió-, como te ha dado resultado una vez... Ya ves, yo no estoy en tu caso, ni por mi posición ni por mi fortuna, y no me atrevería.

Lina se detuvo un instante, acobardada., impresionada mal de su grado por las palabras, tan fuera de lugar en los labios de aquella loquinaria. Huyó la sonrisa de su boca, y dejó caer los brazos inertes en un gesto desalentado. ¡Era verdad! María no estaba en su caso; no tenía ni aquella posición, tanto más envidiada cuanto menos legítima, ni aquel fantasma de fortuna que se había evaporado entre sus manos, dejándola todos los inconvenientes y llevándose todas las ventajas; no podían, pues, alzarse contra ella el ejército de envidiosos de su poder; de despechados, al verla llegar a ella, a la plebeya, hasta el Olimpo, donde vivían envueltos entre las nubes creadas por su vanidad; de humillados, al rezagarse en la marcha al través de la vida; y de parásitos defraudados en su esperanza de perpetua gorronería, que le amenazaban; y en   —204→   cambio tenía algo en aquellas circunstancias de valor inestimable, un algo hecho de desprestigio y de simpatías, de desprecios y de admiraciones, una personalidad que epataba a los buenos burgueses que fingían desdeñarla, y les hacía exclamar entre horrorizados y benévolos a cada nueva atrocidad:»¡Bah! ¡cosas de María! ¡cosas de esa loca!» Personalidad que como en nada perdible se basaba, era a manera de patente de corso para hacer su voluntad. A pesar de la certeza de que María tenía razón, protestó.

-La gente no es tan fiera. Fían más para vencer en nuestra cobardía que en su propio valor... Además de todo, ¿nosotros qué hemos hecho?... ¡Pues no parece sino que otras veces no han pasado cosas peores!

María se adhirió.

-Sí; tienes razón. No debía de ser así... pero para ello hay una razón que no tiene vuelta de hoja... y es qué es. Las cosas en sí no tienen más importancia que la que la gente quiere darle. ¿Chic? ¡Chic!... ¿Crimen? ¡Crimen! ¿Lo dijo la gente? ¡Pues boca abajo todo el mundo!

-¿Pero quién lo dijo? Si vas a preguntar...

-¡Música, hija, música! Cada uno en privado te dará la razón, ya lo sé; pero luego los juntas, y... ¡miau!

-¿Y crees que ahora...?

-Lo han tomado mal, y no hay más que bajar la cabeza hasta que pase el nublado.

Y tranquilamente encendió el pitillo, que se le había apagado.

La cosa no era para menos. El escándalo había estallado con la violencia de las cosas largo tiempo contenidas. Además, la publicidad del lugar y lo ostentoso de los personajes hacía que la cosa tomase   —205→   proporciones insólitas. Y como si esto aún fuese poco, el ridículo había tendido su manto policromo -rojo de vergüenza, verde de picardía, azul de malevolencia, amarillo de bilis- sobre el asunto, y lo que empezara en tragedia acabó en grotesca farsa.

Cuando al ruido de la lucha y a los gritos del héroe habían acudido, y hecho saltar la puerta, y hallado al general en tierra bajo el desnudo cuerpo de la Florián, que gemía quedamente, en crispación armoniosa, de todos sus músculos, semejante a estatuaria pantera de marfil, y creyéndole muerto, acudido, horrorizadas, a liberarle de las garras de la tigresa, halláronse con que sólo tenía algunas contusiones y heridillas sin gran importancia y, en cambio, una dosis colosal de miedo. Aquella cobardía del caudillo ante la faunesa, la pasión de ella por el vetusto Tenorio y la escenografía en que la comedia se representara, ridiculizado, corregido y agrandado, todo corría de boca en boca por Madrid, y desde el noble aquelarre reunido, como jueves, en el salón de tresillo de casa de Montalbán, hasta la lacayuna asamblea congregada en el portal, en espera a la salida de sus amos, tuvieron todos en tan extraordinarios acontecimientos comidilla, y a fe que no quedaron muy bien paradas que digamos las honras de las ilustres damas y de los no menos ilustres caballeros que desempeñaran papel en la tragicomedia. Un periódico, violando el silencio que la prensa se impusiera, narró en sus columnas un Cuento tártaro, donde, tras harto transparentes cendales, reconocíase a todos, y Julito, llevado de su prurito de llamar la atención, dejose intertiuvar, y narró pintoresca historia en que no faltaron ni las pasiones fuertes de la antigüedad, ni la pira de Dido, ni el veneno de los Borgias,   —206→   ni aun, aun, penetrando en los dominios de la Mitología, las celosas iras de Juno, persiguiendo implacable a la hija de Inacus, la infortunada Yo; y ni aun aquí paró, pues, ansioso siempre de hacerse notar y de ser parte principal en todo acontecimiento notable, contó las apasionadas confidencias que allí, en el lugar del suceso, y horas antes de él, le hiciera la loca, y así las oraciones de aquel excelso rito de amor rodaron, profanadas, ridiculizadas, escarnecidas, por oficinas y periódicos.

Rota la boda del general; refugiado éste en Barcelona, ciudad que en su europeísmo tiene con París la semejanza de servir de puerto de refugio a los vencidos en las grandes batallas de la vida; camino los Álvarez de América, y Magda Florián de Italia; retraída su entrañable María Montaraz, resistía Lina, sola, tambaleándose, anonadada por la ruptura con los Álvarez, que destruía su equilibrio monetario, el empuje de la ola de escándalo que amenazaba hundirle, cuando en el instante supremo la Mayordomía Mayor de Palacio le enviaba, como a grande de España, aquel convite para el baile de corte que en honor del rey de Tracia iba a celebrarse.

Perpleja, vacilando entre el deseo de ir y triunfar y el temor al bochorno de ser vencida, en interna lucha, había primero decidido no asistir; luego, rememorando aquel antiguo triunfo en que su audacia le salvara la noche del famoso baile en casa de madame de Gutiérrez, resuéltose a ir. ¿Quién sabe? Verdad que ahora no había un Fernando Santa Ana que la amase y estuviese dispuesto a tenderle la mano; pero había, en cambio, aquella posición conquistada, que la hacía fuerte. Iría.

Y cosa rara: en aquellos días de zozobras y vacilaciones,   —207→   la figura pálida que agonizaba ligada a ella, y cuya sombra proyectada sobre su vida fuerale fatal, parecía haberse alejado, borrado de su imaginación, y aquellos proyectos de paz geórgica, de olvido y de renunciamiento, evaporándose al renacer de su egoísmo ante aquel toque de ¡sálvese, el que pueda!, Willy ya no era el ser idolatrado, el consuelo, el eje sobre que giraba su vida: era un lazo que le ataba fatalmente, un lastre que le arrastraba al abismo y contra quien sentía sorda e inconfesa hostilidad. Su amor propio, puesto al servicio de otros ideales que aquél, rompía el espejismo de su pasión y le hacía ver las cosas en su verdadero valor, y al mismo tiempo, al faltarle el gran motor de las pasiones humanas, la suya languidecía, sin que ni aun los mismos celos, esos grandes espoleadores del amor, consiguiesen darle fuerzas. Siquiera en los momentos que a su lado estaba vivía para él; su pensamiento, cual ave viajera, volaba a otras tierras de quimera, porque habíase realizado un a modo de desdoblamiento de su personalidad ante el choque brutal con las realidades de la vida, y la ambiciosa que antaño viviera en ella renacido, y la luchadora que escalara las alturas, espoleada por el estrépito de la lucha, olvidado todo para sólo pensar en aquel triunfo imposible, porque había de ser la revancha, no de una gran catástrofe, sino de lento, monótono y cotidiano descenso.

Por uno de esos fenómenos comunes en la vida, según disminuía en ella la ternura aumentaba en el enfermo la necesidad de ella y nacía en él un a modo de infantilismo que le hacía buscar refugio en ella, la única persona que le quería en el mundo. Cobarde ante el temor de verse solo, aumentábase su mimosidad y se hacía más meloso, más acariciador, buscando cariño en ella, que, distraída   —208→   por aquella intempestiva ternura de sus altos y trascendentales pensamientos, tornábase cruel con una callada ira.

Decidida a ir, pensó en los detalles; los detalles, que en la vida son el todo. ¡Cuántas veces una pequeñez que nos parece insignificante- un color, un gesto, una palabra- decide el giro que ha de tomar un acontecimiento, del que depende la dicha o desdicha de nuestra vida!

En las ruinas sostenidas en pie, gracias a innumerables puntales de su pasado esplendor, halló aún los elementos necesarios para la presentación teatral de aquel último intento. Iría en su automóvil, que, aunque estropeadillo, aun daba golpe demasiados, según María-; de alhajas, pocas -las que le quedaban libres-: aquella antigua diadema y el hilo de solitarios; y de traje... el traje era lo principal. Era preciso ir muy guapa, pero no con belleza íntima y acariciadora, sino muy al contrario, con belleza espléndida, imponente. El traje había de ser serio, sin ser ni severo ni humilde, para que, no pareciendo reto, semejara tampoco abdicación o intento de pasar desapercibida; rico, sin ser charro; artístico, original, suyo. Y de su enfermiza imaginación había hecho nacer aquel extravagante atavío de contralto de ópera alemana.

Decidido todo aquello, pasó los tres días que hasta el del baile faltaban hilvanando ideas, glosando palabras y planeando maniobras, devorada de impaciencia, anhelando y temiendo a un mismo tiempo que llegase el momento, en una fiebre de espera ansiosa. Y por fin, cuando era llegado, las palabras de su amiga, que semejaban eco de su pensamiento, volvían a despertar sus vacilaciones.

Natalie, discreta, untuosa, con su delantal de encajes lazado de azul, puso fin a ellas, brindándole   —209→   el abrigo de negro tul soleado de extrass. Las gasas de suave coloración carnosa que lo forraban, semejantes a una gran rosa de magia, se abrían tentadoras.

-Voy -dijo Lina decidiéndose, y respondiendo en alta voz a sus secretos pensamientos.

Y volviéndose a María, desfloró con el abanico de nevadas plumas de cisne su carita morena.

-Adiós, monina... ¿Me esperas?

-Sí, sí -asintió la risueña, y tarareó con su voz un poco áspera, hombruna, la despedida de Aida:

Ritorna vincitor!

Luego, mientras su amiga partía, se cruzó de piernas y abrió el libro, murmurando:

-«Cuando las barbas de tu vecino... «¡Al pelo!

.................................................

El automóvil trazó una curva inverosímil, y dejando atrás la calle de Sevilla, desierta a aquellas horas bajo la fría luz de los arcos voltaicos, cruzó raudo la Carrera de San Jerónimo, transitada por algunas escasas parejas de viejos conversadores, que se detenían a cada tres pasos para discutir con pausados gestos, y penetró en la Puerta del Sol, perpetua feria de los hampones. En la visera -había aprendido aquella denominación de María Montaraz, que pretendí poseer los secretos del argot madrileño -formaban grupos algunos émulos de Costillares y de Pedro Romero, que se querellaban en trascendentales cuestiones de tauromaquia; esbirros y corchetes paseaban ante el Ministerio de la Gobernación; consecuentes republicanos planeaban a la puerta del Oriental una revolución   —210→   de opereta; viejas y golfos pregonaban con cansada voz desacorde la prensa nocturna:

-¡¡La Correspondenciaaa!! ¡¡El Hera1dooo!!

Y por doquiera, yendo y viniendo, formando grupos, obstruyendo las aceras, los perpetuos caballeros hebenes, los traspillados cesantes, los chirles y barateros, los aburridos chulos, en lúcida representación de la madrileñería andante.

Al paso del automóvil llegaron a ella algunas chulescas galanterías, que tenían el olor acre de las flores del arroyo, olor de clavo y de canela un poco grosero y un poco picante, aunque grato, con la grata frescura de la vida; pero Lina no prestó atención, ni aun diose exacta cuenta. Entregada a lo que vulgarmente se llama hacer castillos en el aire, ansiaba acelerar la marcha, llegar pronto, con una impaciencia casi infantil, mientras su imaginación hacía locas piruetas trazando risueños cuadros de triunfo.

Llegaría a palacio en plena fiesta, y su automóvil, tras de elegantísima vuelta, se detendría en la Plaza de Armas ante la puerta principal; allí descendería ella entre la admiración de aquellas pobres gentes, aglomeradas para ver la entrada de los felices mortales que disfrutaban de la zambra palatina, y que seguramente prorrumpirían en murmullos de asombro al verla tan bella; los lacayos se inclinarían serviles a su paso; el alabardero daría el golpe que anuncia la llegada de un grande de España, y al pie de la escalera hallaría algún elegante, tal vez Pepe Mérida, acabado de llegar en un coche del Club, que le brindaría el brazo para subir. Luego, una vez arriba, la corte, que, al desfilar, se detendría a hablar con ella, y luego las gentes, que, al verla nuevamente vencedora, la agasajarían, y más tarde aún -porque su imaginación,   —211→   como la lechera de la fábula, veía muy lejos- aquel viaje para poner en orden sus harto desordenados asuntos, y, por fin, el regreso a Madrid, vencedora de una vez para siempre.

Un bote del automóvil, al que correspondió con otro de su corazón, la hizo despertar de sus dorados sueños.

Miró. ¡El primer desengaño! El automóvil se había detenido en la plaza de Oriente, y no ante la puerta de la de Armas, como ella soñara. Larga fila de carruajes serpenteaba ante el suyo, yendo a perderse en los arcos del Real Palacio. En la escalinata, al pie de las bárbaras estatuas de los reyes medioevales, albeantes sobre el fondo sombrío del jardín que preside la ecuestre figura de nuestro señor el rey Don Felipe IV, hacinábanse multitud de curiosos y desocupados que atisbaban, a caza de una joya, un vestido o un uniforme entrevisto en las profundidades de un coche.

¡Qué fastidio! Su entrada, manquée... Pero ¡bah! al fin y al cabo era una tontería, porque, ¿qué podía importarle epatar a los infelices admiradores callejeros? Y trató de entretener sus ocios pensando en fantásticas soluciones para el terrible conflicto pecuniario que se le avecindaba. Empeñada en luchas de amor o de vanidad, no había pensado hasta entonces en aquello, que era lo más grave, puesto que el cochino dinero era la base de su vida. ¡Debía un horror! Aparte del millón de pesetas adeudado a don Carlos Octavio Álvarez, millón que era más que probable, después del bochorno sufrido por causa de ella, intentase cobrar, y sin contar las terribles hipotecas que gravaban sus fincas -las que no habían sido aún vendidas-, quedaba lo peor: aquellos tres barcos de la Compañía Naviera Hispanoamericana de que dependía,   —212→   según Perico, salvación o ruina, y de los que no se tenían noticias y sí vehementes temores de su pérdida.

Llegaba. Había penetrado el coche en la plaza de la Armería, y sólo dos o tres separábanle de la puerta. Al través de las arcadas se divisaban, con prestigio de evocación escenográfica, las frondas del Campo del Moro y las más lejanas de la Casa de Campo. La noche era bellísima, noche romántica de luna, y bajo la pálida claror del satélite los boscajes sombríos parecían animarse con estremecimientos de vida, que les poblaban de armonías. Lina sacó la cabeza por la ventanilla, y miró hacia atrás. Larga fila de carruajes -vulgares alquilones con pretensiones de quiero y no puedo-, ocupados por altos empleados o militares de graduación, se alineaban detrás del suyo, sin que ni uno solo denunciara en la magnificencia de sus caballos ni en la elegancia de su arreo procedencia aristocrática. Tampoco vio aquel soñado coche del Club que debía conducir a su caballero. ¡Segundo desengaño! Pareciole, sí, divisar al final de la cola el anticuado landó prelacial, arrastrado por dos famélicos pencos, de la Pancorbo, y dentro, desbordándose sobre las caídas capotas, a ésta y a Tinita, e inmediato a él el ligero milord cobalto, tirado por admirable jaca torda, de Julito, llevando a éste, deslumbrador en su caballeresco arreo, constelado el pecho por los diamantes de las cruces turcas y pérsicas que poseía.

El automóvil se detuvo, y el lacayo acudió a abrir la portezuela. Descendió Lina, ligera, plena de noble gracia, entre el torbellino de pomposos tules, y una vez dentro y al pie de la pétrea escalera que se abría majestuosa, ornada, por los macizos de verdura empenachados de palmeras, y guardada por   —213→   la noble milicia alabardera, se detuvo, decidida a esperar la llegada de sus amigas y de su gran compañero de holgorios, el ínclito Calabrés.

Las miradas un poco insolentes de porteros y lacayos hallábanse fijas en ella; los que entraban -funcionarios del Estado, embutidos en arcaicos fracs y seguidos de sus inacabables familiones: ringleras de hijas esmirriadas, vestidas con pretenciosa cursería, llevando tras de ellas a la madre, una pobre burguesa gorda, torturada bajo el cortesano atavío, que se dejaba arrastrar a la fiesta como se dejaría arrastrar al martirio ante una remota esperanza, de colocar a las niñas; tal cual coronel de reemplazo, que daba orgulloso el brazo a su esposa, una jamona de buen ver, con la cara enharinada de polvos baratos, e infinidad de títulos obscuros, de los que para nada brillan en la vida mundana, y a los que de tarde en tarde se ve surgir con un vago asombro de que exista en la guía un marqués del Alhalí o una baronesa viuda de Casa-Temblante -contemplábanla con curiosidad impertinente-. Aparentó primero arreglarse la falda, después estirarse los guantes, luego ahuecarse el pelo; pero aquéllos no llegaban, y comenzaba a sentirse molesta, azorada. Entonces decidiose a subir sola, lentamente, para darles tiempo de alcanzarla. El golpe que dió el guardia con su alabarda devolviole su aplomo, y se detuvo en el segundo tramo, decidida a esperar. Los ascendentes, al ver la escalera obstruida por la enorme cola que resbalaba de escalón en escalón, como frufruante catarata, tiraban hacia el otro lado, y Lina comenzaba a impacientarse nuevamente. Allí estaban ésos, más Adelita Calatrava, que se les reuniera; pero se habían detenido y hablaban tranquilamente, sin mostrar intenciones de subir. Por un momento le pareció que   —214→   Julito había alzado la cabeza y se apresuró a llamarle con la mano; pero no debió de verla, porque se volvió calmoso y tomó parte en la conversación. Subía, en cambio, el general Labrador, con su paso incierto, su argentada perilla y su aire de noble caballero antiguo, seguido de sus hijas, tres, como las de Elena, como las Euménides, como las Parcas, y al ver sola a la Monreal apresurose a acercarse, galante y rendido.

¡Condesa!... ¡Cuánto gusto! Usted me permitirá que la presente a mis hijas.

¡Por Dios!... ¡Encantada!

-Casta, Prudencia, Casimira, mis hijas, para servirle.

Y las tres, flaca, flaca, con tristes ojos resignados, Casta; de medianas carnes, rostro herpético y larga nariz, Prudencia; gorda, fofa y chata, Casimira; infamemente vestidas -rosa, azul y verde-, y todas tres raramente anticuadas, como si, dormidas en el rincón de un salón de baile veinte años atrás, acabasen de despertar, le agobiaron a amabilidades.

-¡Condesa!... Servidoras... Cuantísimo gusto... Ya la conocíamos de nombre. -¡Ya lo creo que me conocerán!- pensó ella-. ¡Qué elegante!

El veterano le ofreció el brazo, que no tuvo más recurso que aceptar, y comenzó el ascenso, escoltada por las voces de las tres vestales, que gangosas, redichas, afectadas, entonaban el coro de alabanzas. ¡Y los otros sin subir! ¡Imbéciles! ¡Valía la pena estar diez años llenándoles la tripa, para luego, cuando hacen falta, no encontrarlos!

Una vez arriba, dejó el apoyo y se detuvo, decidida a no entrar con aquella gente ridícula.

-Pero, señora, ¿va usted a entrar sola? insistió oficioso, el militar.

  —215→  

-Muchas gracias. Espero a la vizcondesa Pancorbo.

Se ofreció, servicial:

-Si usted quiere, condesa, que vaya a buscarla, mis hijas pueden quedarse aquí acompañándola.

Se horrorizó.

-No, no faltaba más.

Y sonreía amable, rabiosa interiormente.

Se alejaron, tras de muchas zalemas, y respiró. «Más vale sola...» En la sala de guardias, el zaguanete de alabarderos se hallaba formado a ambos lados, y la Monreal comenzó a avanzar penosamente, por el gentío que se aglomeraba ya. Divisó la alta tiara de brillantes de Enriqueta y su cola de moaré nacarado, bordado en perlas, que serpenteaba a su paso de reina, inmensa, procaz, insolente, sin consideración a los demás, que habían de hacer equilibrios imposibles para no pisarla. Apresuró el paso para alcanzar a su amiga, y cuando casi lo había conseguido la cola se replegó, y la Barbanzón, poseída de súbita prisa, perdiose rápida entre la multitud.

¡Pues, señor, bueno! ¡Suerte igual!

Al través de la gloria fastuosa de las estancias palatinas, avanzaba Lina Monreal sin encontrar a su alcance persona alguna amiga. De lejos sí les veía; pero ellos parecían atacados aquella noche de ceguera crónica. Sólo el entrometido de Rosendo Calvet salió a su encuentro, y afectando aquella amistosa intimidad que sacaba, de quicio a la agraciada con ella, comenzó a hablarla con grandes extremos.

-¡Lina! ¡Usted por aquí! Está usted ravisant. ¡Qué toilette! ¡Un cromo!

Y la ofreció su brazo.

La Monreal no lo aceptó, y cruzando con dificultad   —216→   la cámara de Gasparini, penetró en la de Carlos III, donde sobre las celestes paredes emuladoras del firmamento, en su estelar tachonado de plata, se destacaba la nariguda efigie del monarca, tercero de los Borbones, ennoblecido por el augusto manto. Allí la concurrencia que esperaba la entrada de la corte era aún mayor, y Lina hallaba más dificultades para avanzar, cuando en uno de los vaivenes de la multitud divisó la corona de ensaladilla de la Pancorbo, colocada sobre una montaña de rizos postizos que coronaban el infame artificio de su cabeza, ferozmente teñida, y que junto con el traje de raso verde lagarto, dábanle aspecto de heroína cachupinesca; a su lado, el hábito (escotado para más propiedad) de Tinita, que antes se dejaba matar que perder una fiesta, con buffet, y la figura chic un poco varonil de Adelita Calatrava, con su traje azul heráldico bordado en brillantes y aquella enorme pluma velazqueña ornando el rostro entre la cascada de áureos rizos, y junto a ellas -¿y cómo no?- Julito, pavoneándose desafiador. Intentó Lina llegar hasta ellos hendiendo la multitud, y cuando casi lo había conseguido, abriose ésta súbitamente en dos olas, que se replegaron a los lados del salón; el Mayordomo mayor de palacio, seguido de los de semana, anunció la llegada del regio cortejo, y la dama, cogida prisionera en aquellas apreturas, viose separada del callejón trazado para el paso de los reyes por dos filas de gentes, y de sus amigas por otras dos. Con los ojos fijos en el camino por donde avanzaban los monarcas, anhelante, latiéndole violentamente el corazón, antojándosele siglos los instantes en que la procesión hacía un alto para saludar a algún privilegiado, esperaba la sentencia, cuando su nombre, pronunciado por el poeta, le hizo prestar vaga atención   —217→   al conversar de sus amigas. Hablaban del escándalo, del general, de los Álvarez, de Magda, de ella; y era Julito ahora el que tenía la palabra.

-Yo -decía con su voz de afectada sonoridad- he hablado ayer con Juanito Montaraz, que se va destinado de agregado militar a Constantinopla, y se lleva a María. Pues veréis lo más gracioso... Me dice muy serio, hablándome de las cosas de estos días: «Pues yo te aseguro que si me engañase mi mujer, la pegaba un tiro».

Rieron todos. Adelita formuló un «¡Divino!, y luego una pregunta:

-¿Y tú qué lo dijiste?

-¿Yo?... ¡Fuego!

Tornaron a reír. Lina misma sintiose contagiada, y dejó vagar una sonrisa por sus labios teñidos de carmín; pero pronto volvió a su preocupación. Escuchó, y oyó por su mal.

La parásita, haciendo buena la máxima de que «del árbol caído todos hacen leña», empezó con su voz dulzarrona, hipócrita:

-Esa, todavía, al fin y al cabo se va; y «al enemigo que huye...»; pero Lina lanzarse a venir aquí...

La Pancorbo se sintió moral.

-Lo de Lina es insólito. ¡Atreverse hoy a venir a palacio! ¡Es lo único que me quedaba por ver! ¡ Qué desfachatez! Yo me he hecho la distraída para no saludarla. Ya ven ustedes si la quiero; pues me veré en el triste caso de cerrarle la puerta. Ya he dado la orden.

Era la sentencia.

-Pues yo, la verdad -intervino la Calatrava-, creí siempre que les calumniaban.

Elisita rió con su risa sonora, ordinaria, de madrileña   —218→   vieja, y luego dejó caer una frase malévola.

-¿Calumniarlas?... Si son incalumniables. Todo lo malo que se dice de ellas resulta verdad!

-Además -y hablaba nuevamente la gorrona-, dicen que está arruinada, que no tiene qué comer.

Faltaba la opinión de Julito, de su gran amigo, su compañero, casi su cómplice, y éste seguramente la defendería. Prestó ansiosa atención.

-¡Bah! Eso no la preocupa, -afirmó el elegante, siempre deseoso de decir cosas raras, de pasar de cínico, capaz de crucificar padre y madre para hacer un chiste-. ¡Con que cada uno de los que han sido sus amantes le dé una peseta, tiene para arrastrar coche en lo que le quede de vida!

Era el ¡Inri! Sus piernas vacilaron, y antes de que hubiera tenido tiempo de reponerse, en un deslumbramiento de oro, sedas y pedrerías, vio pasar la corte, solemne, majestuosa, impenetrable, como procesión de un rito secular, sin detenerse ni saludarla, perdiéndose a lo lejos a los graves acordes de la marcha real.

Sintió que todo se desmoronaba en su vida; que estaba perdida para siempre; quiso huir, y comenzó su Calvario.

La avalancha de gentes que se precipitaba en seguimiento de la corte la cortaba el paso, prensándola, empujándola. Y Lina luchaba perdidamente por ganar la puerta, conservando primero fingido aplomo, perdido luego todo disimulo, con anhelo infinito de soledad y lágrimas.

Ahora veía claro; y roto el velo que le hacía contemplarlo, todo a medida de su deseo, sentíase lapidada por las miradas burlonas, insolentes o curiosas, por las frases fragmentarias que, despectivas,   —219→   llegaban hasta ella, y por las risas en sordina que saludaban su paso con un himno de oprobio. Y vio cómo las gentes -sus amigas, sus admiradores, sus parásitos - le volvían la espalda o huían a su paso como ante un peligro, y experimentó toda la crueldad de las reivindicaciones sociales.

Avanzaba lenta. Una de las alas que coronaban el artificio de su cabellera tropezó en el pesado fleco de una cortina y quedó tronchada, acariciando levemente sus dorados rizos. Por fin ganó la escalera, y comenzó el descenso. Abajo no había en aquel momento sino los lacayos, que la miraron insolentes. El suyo avanzó sombrero en mano.

-A ver. El automóvil -empezó Lina.

-La señora condesa tendrá que esperar. Se ha roto un neumático.

La Monreal pateó impaciente.

-Vaya por un simón.

-No los dejan entrar... La señora dirá...

Y esperó órdenes.

Dudó ella un instante; al fin resolviose. Todo menos permanecer allí. Recogió su larga cola.

-Vaya delante -dijo, y echó a andar.

Algo de innoble, carcajadas brutales, frases chocarreras, palabras obscenas, puñados de barro que le arrojaba la canalla, llegaron hasta la vencida. ¡Miserables! ¡Ellos también! Y cruzando muy de prisa el patio, se arrojó en el coche, cuya portezuela abrió el criado, y allí, rabiosa, iracunda, impotente, desgarró los encajes del pañuelo con los dientes de nieve.

.................................................

-¡Canallas! ¡Miserables! ¡Malvados!... ¿Pero has visto, María, nada igual?... ¡Y Julito el peor!

Exasperada recorrió el cuarto como fiera prisionera. Con una mano sujetaba la falda para no pisarla,   —220→   y con la otra accionaba heroica. El ala rota batía furiosamente los rizos de oro, y su compañera se erguía desafiadora. El abrigo había resbalado, y entre el brillar del cristalino rocío que fingía sobre el negro tul un estrellado de rara magnificencia zodiacal, aparecía el hombro, de lechosa albura, y el erguido cuello, donde como sobre el nacarado terciopelo de un estuche refulgían las luces rojas, verdes, amarillas, anaranjadas, del hilo de chatones.

-¡Lo que han hecho conmigo es inicuo! ¿Y quién ha venido a dar lecciones? ¡Ellos, señor, ellos! ¿Pero no te indignas?

María no se indignaba. Con una pachorra exasperante daba pequeños chupones al sempiterno cigarrillo, y pensaba para su capote:

-¡Que se desahogue y expulse la bilis! ¡Que ejerza el dulce derecho de pataleo! ¡Pobrecilla, eso es muy sano!

La Monreal se había dejado caer ahora en una butaca con supremo abatimiento, anonadada por la crisis de ira y la tristeza infinita del vencimiento que pesaba sobre ella. Por fin habló:

-Y ahora se acabó todo. Ya se han salido con la suya, y ya me han vencido.

-¿Vencido? -protestó María-. ¡Quiá! Ahora estás en mejores condiciones que antes para triunfar otra vez. Mira, te vas una buena temporada fuera, arreglas tus asuntos, les haces creer que te has resignado con su sentencia, y cuando están más tranquilos y han dejado de ver en ti rival temible, un buen día te dejas caer aquí y los derrotas. Nunca está uno en mejores condiciones para triunfar que cuando le creen vencido -y sintiéndose erudita-: Acuérdate del caballo que ante   —221→   Troya dejaron los griegos cuando aparentáronse derrotados.

-No, María, no. Yo ya no triunfará nunca.

Y había fatalista resignación en sus palabras.

-¿Por qué no?... La gente olvida, y...

-¡Si sólo dependiera de la gente! Pero no. Victoria o derrota, la llevamos en nosotros mismos. Es una especie de seguridad de nuestras fuerzas, fortaleza, voluntad de vencer. ¡Y yo estoy tan triste, tan cansada!

Y sin dejar meter baza a su compañera, que iba a protestar:

-Además, para salir victorioso en una batalla de ambición en la vida es preciso sacrificarlo todo a eso, vivir sin cariños, sin ternuras, sin amores; que los seres que vamos encontrando no sean un corazón, un alma, sino una cifra; tantos grados de poder, tantos adarmes de posición, tantos miles de duros de renta. Ya ves, en estos días que me he dejado llevar de mi ambición, he sido cruel con Willy, el último cariño que me quedaba.

María rectificó:

-Exageras. El mundo admite...

-¿Qué, di, qué me hubiesen admitido? ¿Mi hijo, mi marido, un amante?... Mi hijo, que tal vez hubiese sido el refugio, murió. Además, ¿para qué mentirte? yo no he querido nunca a Baby. Era demasiado extraño. Yo no comprendía un niño sin mimo ni alegría. Unas veces le miré como un chic más, como a uno de esos principitos que hay en los grabados ingleses, con un danés gris enorme a los pies; otras me daba miedo con aquel su mirar fijo, enigmático, que parecía comprenderlo todo, juzgarlo todo. De mi marido no quiero hablarte; ni un socio he tenido en él. Ya ves las circunstancias; pues búscale. Jugándose los últimos pingajos de la   —222→   fortuna o gastándoselos con perdidas a las que (ni aun esa disculpa tiene) no quiere, sino que convive con ellas por abyección, por cobardía moral. ¿Pues y un amante? Eso sí, pero un amante como es debido, como Fernando Santa Ana, como Manolo Calatañazor, un amante o por conveniencia o por vanidad. No, María, no. No quiero eso, no me basta, siento anhelo de algo más. Mi alma pide mucho, y tengo que darla algo. Es terrible llegar a viejo sin el recuerdo de una pasión verdad, rodeado de un respeto que sabemos no merecer y de un cariño en que no creemos. Prefiero vivir toda la vida, gozar de todo placer, sufrir todo dolor. Poder decir al sentirme envejecer: ¡He vivido!

-¿Envejecer?... Tontería. Si tú no quieres...

-Es que quiero. Ahora será vieja y pobre. No vivirá sino de él y para él. Su vida llenará la mía. Quiero ser vieja, humilde, pobre, pero suya.

La cínica la miraba asombrada. ¡Pero aquella Lina se había vuelto loca! Acabaría en un manicomio. Peor en un tonticomio... ¡En el nombre del Padre!... ¡Querer echarlo todo a perder aún más de lo que estaba por el sinvergüenza de Willy!... En fin, ahí me las den todas.

La caída siguió con una voz en que había como un desgarramiento que la avejentaba:

-Willy será mi vida, mi expiación sentimental; en él hallare paz y alegría, que buena falta me hacen.

Inerme, ensoñadora, caída en una postura de supremo aniquilamiento, parecía seguir con los verdes ojos plenos de lágrimas una visión que se desvaneciese.

Natalie, entró precipitadamente, y con espantado rostro y atropelladas palabras dejó caer la noticia:

-Señora, acaban de traer un recado de casa del   —223→   señorito Willy. Ha tenido otro vómito de sangre, y está muy malo, muy malo. Espera Fabricio...

Lina, de un salto, se puso en pie más pálida, más demudada aún.

-Voy ahora mismo -dijo.

Natalie salió, y la Monreal, acercándose a su amiga, posó sus manos, que parecían de muerta, en sus hombros; fijó sus pupilas con mirar de infinita melancolía en los ojos audaces de la morena, y murmuró con una tristeza inmensa, que vibraba en sus palabras como eco del sufrimiento que torturaba su alma:

-¡Qué felices son las mujeres honradas!

La otra tuvo un gesto de pilluelo burlón y se encogió de espaldas:

-¡Con su pan se lo coman!



  —225→  

ArribaAbajo-VII-


Et c'est la fin d'un rêve aussi vain que les nutres...


GEORGES RODENBACH.                


Jadeante, conservando aún el atavío de corte, la amplia capa de gasa ornada de brillantes sobre los hombros, el rostro muy pálido, los ojos azorados, el cabello en desorden, subía Lina la escalera del estudio, alumbrada por el cabo de vela que sostenía en la mano Fabricio, y así, sobre la triste decoración de aquella casa de vecindad, tenía su figura un no sé qué de deprimente.

El criado explicárale por el camino ligeramente lo sucedido. Willy, que llevaba días malo, sintiéndose peor, había enviado por su médico. Hallábase de caza, y había ido precipitadamente por el de la Casa de Socorro; y al llegar con él habíanse encontrado a su amo desvanecido, un poco de sangre entre los labios.

Abrió Fabricio la puerta con su llavín, y hallose Lina en la antesala. Un hombrecito bajo, rechoncho, de redondo vientre, cruzado por gruesa leontina de oro, reluciente calva y ojos grises, sagaces, que brillaban bajo las gafas, salió a su encuentro.

-¿El doctor?

-Sí, señora; Albertos, Julián Albertos. De la   —226→   Casa de Socorro... Creo que el médico del señor de Martínez está fuera, y como el caso urgía...

Y explicado ya, interrogó a su vez cautelosamente:

-¿La señora...?

Y se detuvo indeciso fijando sus pupilas escrutadoras en la mundana.

-...Condesa de Monreal -completó Lina.

-¿La señora condesa de Monreal es sin duda pariente del señor del Martínez?

-No.

Buscó una fórmula ambigua. El señor de Martínez... ¡Qué extrañamente le sonó aquel «señor de Martínez»! Fue como una vaga sensación de alejamiento; como si por primera vez diérase cuenta de la distancia inmensa que les separaba. En sus luchas de mujer oía hablar constantemente de «Willy». Las gentes reían o se horrorizaban, pera era siempre Willy. Willy y Lina... Pero ahora, el señor de Martínez, la condesa de Monreal... Sintiose cohibida.

-No -repitió-; pero puede usted hablar como si lo fuera: una inmensa amistad nos une.

Los ojillos sagaces escrutaron su rostro, vagamente irónicos. Luego, calmoso, formuló el galeno, mientras se pasaba el pañuelo por la calva, reluciente de sudor:

-Pues le diré a usted, señora, con franqueza lo que yo creo. El señor de Martínez está muy mal, no tanto por la enfermedad como por la excitación nerviosa que padece.

-Pero, ¿qué tiene? -interrogó ella ansiosa.

-Como tener, sólo un principio de tisis; pero...

-¿Peligro de muerte? -formuló anhelante.

-¡Pch!... todo depende -y hablaba muy lentamente-;   —227→   si sigue esta vida, no dura ni dos meses...

-¿Y si cambia?

-Si cambia, vivirá.

-¿De modo que usted cree que con unos meses de campo, buen clima, tranquilidad...?

La atajó brusco:

-Se morirá igual. Lo que precisa -y los ojos de acero trataron de leer en el fondo verde de las pupilas femeninas la impresión que sus palabras causaban-, lo que precisa es un cambio completo, absoluto, radical. Es preciso que el señor de Martínez, si quiere vivir, renuncie a sus costumbres, a sus gustos... en una palabra, a todo; ¡hasta a sentir, hasta a pensar!, y sólo viva para eso, para vivir.

La mujer fuerte se sintió espiada; tuvo la sensación de que aquel advenedizo quería poseer su secreto, y con naturalidad perfecta, en que había como una vaga extrañeza al insistir impertinente en cosa tan sencilla, dió la respuesta:

-¿Y por qué no ha de hacerlo, si le va en ello la vida?

.................................................

La luz del gótico farol pendiente del techo, filtrandose al través de las policromas vidrieras, bañaba el estudio en su fragmentario iris, envolviendo en gloria de púrpura a Parsifae de Creta, mimando con su caricia de oro a Calimanthe, y tendiendo morado velo sobre el trágico dolor de María de Magdala. Preso en los tentáculos de Astarté, el dios adolescente agonizaba; y los monstruos de la fábula de Hermafrodita vivían su vida de quimera en las tapicerías murales. Sobre el diván, inanimado, yacía Willy. Una soberbia estofa florentina, roja, historiada de heráldicos blasones le envolvía,   —228→   aumentando su palidez. Cerrados los ojos, las largas pestañas tendían su sombra azulada sobre las mejillas lívidas; una de sus manos se crispaba sobre el pecho, y la otra pendía inerte, muerta, manchada por la fatua fosforescencia del brillante negro.

Lina se había detenido en el umbral, un brazo en alto, apoyada la mano en el quicio de la puerta, cayendo los negros tules rociados de diamantes de su abrigo, a modo de clásico ropaje, en pliegues de elegancia suprema. Entre las gasas del corpiño surgía en relámpago de albura el escote irisado de brillantes, y la bella cabeza, rematada por el moño griego, se adelantaba anhelosa.

Willy, hipnotizado por aquel fijo mirar, abrió los ojos, y con gesto desgajado la llamó. Corrió a él, y arrodillose, por mejor decir, desplomose, junto al diván, y con sus manos temblorosas acarició las yertas manos de su amante, y luego apoyó en ellas los labios largamente.

Willy tornó a abrir los ojos, y fijándolos en ella musitó:

-Me muero.

En su mismo terror halló la Monreal fuerzas paral protestar.

-No, hombre. ¡Qué habías de morirte!... Un arrechucho, como siempre.

Fijó en ella los ojos reprochadores.

-No mientas. Lo sabes tan bien como yo...

Y con atroz desaliento:

-¡Ahora va de veras!

Lina, las pupilas extáticas, perdidas en el vacío, la cabeza tronchada en inaudito vencimiento, permanecía silente, incapaz para protestar. Estaba bella así, con una belleza de derrota, de aniquilamiento. Willy tornó a afirmar:

-Me muero.

  —229→  

Luego se inclinó con ese misterio que preludia una confidencia, y gimió quedamente, inconsciente en su egoísmo del estrago que sus palabras hacían en aquel alma torturada.

-¿Y sabes de qué?... De ella, de Lucerito. ¡Esa mujer me ha matado!

Y un estremecimiento vibró a lo largo de su piel, semejante al que produce el contacto de un reptil.

La enamorada calló hosca, impenetrable ahora.

Él hizo un supremo esfuerzo, e infantil, sin pensar en la crueldad de aquella súplica, imploró cobarde:

-Sálvame, Lina, sálvame.

Ella tuvo un vago gesto desalentado de interrogación. Interpretolo el amante.

-¿Qué cómo?... Como quieras.

Y luego:

-El médico dice que si me voy a un sanatorio, me salvo; si no, no.

Y magnífico de cínico egoísmo, imploró anhelante:

-Ven conmigo.

Quedósele mirando ansioso, pendiente de sus labios. La mundana había alzado la cabeza. Un galopar de desordenados pensamientos le vencían hasta el dolor. Sus humillaciones de la pasada noche, sus vergüenzas, sus tristezas, sus apuros pecuniarios las penosas escenas con el marido, la defección cobarde de todo sus amigos, ¡hasta María! Aquel vivir ficticio en una lucha desatada sin tregua ni cuartel, el panorama glacial de una vejez de olvido y abandono, todo, todo desfiló por su pensamiento. ¡Qué le importaba ceder, irse, renunciarlo todo, si en realidad nada tenía que renunciar? Una abnegación cobarde, una resignación impotente, fatalista, una inexplicable necesidad de paz y de descanso,   —230→   aunque fuera en la abyección, la ganaba por instantes. Irse con Willy, cortar con todos y con todo, borrarse, desvanecer, caer en el olvido como en un lecho de paz. Y como los ojos anhelosos le interrogasen siempre, afirmó resuelta:

-Iré contigo.

Willy la contempló escéptico.

-¡No me engañes! ¡no me engañes!... Eso lo dices para consolarme... Tú tienes tu posición, tu fortuna, y no puedes renunciar...

Y amargo:

-¿Qué soy yo para ti?...

¡Tú! ¡tú! ¿Qué eres tú para mí? ¡Eres lo único, ¿lo oyes?, lo único que amo en el mundo!... Tú eres -prosiguió en fiebre creciente de pasión- mi dicha, mi vida. Me has hecho sufrir, es verdad; me has hecho sufrir mucho, como nunca soñé sufrir; pero también me hiciste vivir. ¡Qué importa padecer cuando se sabe amar!... Yo no sé si he sido muy desgraciada o muy feliz; se han confundido en mi alma la pena, y la alegría, el goce y el dolor. Si hubiera de volver a vivir, volvería hora por hora a vivir la misma vida... ¿Dejarte ahora, triste, enfermo?... ¡Jamás, jamás! ¡¡Tuya para siempre!!

..........................................

-El señor conde espera en el cuarto de la señora -habíale dicho el portero, sombrero en mano, al regresar a las siete de la tarde de casa de Willy, vestida con un traje de calle que le llevara Natalie. Y Lina, fuera de la calenturienta atmósfera del estudio, sentía una extraña impresión de acobardamiento, pese a la cual latían siempre en ella sus heroicas resoluciones. Hubiese, sin embargo, preferido tener tiempo de prepararse para aquella definitiva escena de su tragedia conyugal, algo   —231→   que fuera como un fondo, una decoración que le orientase y permitiese lucir su juego escénico. Pero, en fin, ¡qué le vamos a hacer!... Y subió rápida. En la puerta de su boudoir tornó a detenerse, acobardada. ¿Qué querrá Perico? ¿Para qué aquella visita?... Decidiose y entró.

Sentado en una butaca, un periódico ilustrado de caricaturas caído sobre las rodillas, aguardaba el conde de Monreal la llegada de su mujer. El tiempo había dejado, al pasar, su huella sobre la recia naturaleza de aquel noble provinciano. Conservaba, sí, su hercúlea presencia, pero cubierta la antigua rudeza por un manto de aplomo más fingido que real; sus ojos montaraces azorábanse bajo la hirsuta ceja, esforzábanse en parecer serenos; su cabeza, de espeso y rebelde cabello, blanqueaba y erguíase procaz en un ademán que quería ser altivo, y aprisionaba su gesto violento en una flema británica.

Al ver a Carolina púsose en pie, y los dos, frente a frente, callaron, desconcertados, sin hallar palabras para expresar su pensamiento.

Ella, la diplomática, la mujer de mundo, tan hábil, tan suave, tan dúctil, tan untuosa; ella, que tenia astucias de gata y travesuras de coqueta, no hallaba ahora ante el marido la fórmula precisa. Buscaba, buscaba, ¡y nada! No se le ocurría cómo empezar. ¡Si él hablase! Pero no hablaba. Él, tan resuelto una hora antes, se sentía cohibido. Por fin, ella, en el ansia do liberarse de aquel peso que le oprimía, fue brutal.

-¡Quiero ser libre!

Calló Pedro, y, envalentonada ante aquel silencio, repitió ella:

-Quiero ser libre.

Luego, viendo su mutismo, se acercó a él.

  —232→  

-Escucha, Pedro: es preciso que hablemos con valor, haciéndonos superiores a nuestra vida, a nuestras gentes, a nuestras ideas. Nos va en ello la felicidad.

Y cada vez más dueña de sí siguió:

-¡Si alguien me oyese...! Pero estamos en un momento en que la opinión de los demás no puede ser nada para nosotros; estamos en uno de esos instantes definitivos de la vida en que se juega la felicidad. Hay una cosa que está por cima de todas las leyes divinas y humanas, y es nuestro derecho a ser felices. Tenemos que tomar la dicha donde esté, donde la encontremos. Unos la hallan en las cumbres; otros, en los abismos. ¿Qué importa? Lo mismo da, con tal de ser felices. Y no me digas -no decía nada, oía, y callaba- que esa felicidad, que creemos eterna, pasa: todo pasa, ya lo sé; pero cuando pasa, se deja y se toma otra.

Y luego melancólica:

-Más fácil es ser feliz cuanto más bajo se está; cuando se sube muy arriba se corre el peligro de que el viento se lleve nuestra dicha.

Teatral siempre, histérica, escuchábase a sí misma, vagamente asombrada del silencio de su dueño y señor. Siguió:

-Yo quiero ser feliz; tengo derecho a ser feliz.

Hubo una pausa. Pedro oía silencioso; Lina, exaltada, peroraba, presa de melodramática fiebre, y sus gestos tenían esa estatuaria plasticidad que tienen los de los grandes trágicos.

-Quiero ser feliz - recargó-, pero, además, tengo derecho a ser feliz.

Se acercó a él.

-¿Qué eras tú cuando te conocí? Nada. Un señorito provinciano, un calavera de campanario,   —233→   que no vivía sino para el juego y las mujeres. Verdad que ibas a ser grande y rico, pero... ¡Bah! Eso en aquellas condiciones no era nada. Hubieses sido uno de tantos hidalgüelos como vegetan en un rincón de provincia, aburrido, obscuro, nulo. Yo te creé -prosiguió, implacable-: yo te fingí un talento que no tenías, un aplomo de que carecías; encaucé tus pasiones, te empujé primero, te llevé de la mano después, cerré los ojos a tus porquerías, perdoné tus maldades, te hice casi un gran hombre. ¿Y qué me diste tú en cambio? Tu dinero. ¿Y dónde está ahora, di, dónde está ese dinero?

Perico afirmó sereno:

-Es verdad.

-Escucha -y se había detenido resuelta a jugarse el todo por el todo-: estamos arruinados, vencidos, desprestigiados... Baby, el único lazo que podía atarnos, ha muerto -y en suprema rebelión-: Quiero ser libre.

Esperó la explosión, pero no vino. El marido habló tranquilo, pausado:

-Me alegro que hayas hablado así. No tan bien (yo no hablo como tú), pero quería decirte algo análogo. Pasado mañana vence la hipoteca sobre todo lo que hay en esta casa, y no tengo un cuarto.

-Yo tampoco -interrumpió Lina.

-Ya lo sé. Nos embargarán, estallará el escándalo, los acreedores se echarán encima... Porque hay algo aún más grave, y es que los dos únicos barcos buenos que quedaban a nuestra Compañía, el Lepanto y el Trafalgar, se han perdido sin remedio. Hace más de un mes que nada se sabe de ellos, y aunque oculto la noticia, de un momento a otro será pública, y entonces sí que se acabó el crédito...

  —234→  

Y añadió ensoñador:

-¡Lástima que ni el tiempo de esperar la respuesta de la Compañía inglesa sobre nuestras minas...!

-¿Y qué hacer?...

-A eso voy. Yo para mí tenía mi plan trazado, y sólo la idea del qué sería de ti me ha detenido. Me voy a América. Aquí no podría luchar. Yo no he nacido para esta guerra de encrucijadas, yo necesito aire y luz... Además, ¿cómo luchar aquí? Por más que yo hiciese, sería siempre el conde de Monreal. Nadie me ayudaría, y todos se alzarían contra mí. Mientras que allí seré un desconocido, podrá luchar con todas las armas. Y si no venzo (¡puede que ni aún comience la lucha!), al menos vivirá a mi gusto, libertado de leves que, sin serlo, son más crueles que las verdaderas.

Lina le miró con asombro. Nunca le había oído hablar así, expresarse tan bien, tan enérgico. Y sin querer estableció el paralelo entre el débil bohemio que gemía ante la muerte y aquel hércules aventurero.

Él se acercó.

-Mira - dijo-, tengo cinco mil duros; partiremos.

-Sí, sí. No hay más que hablar.

¡También generoso! ¡Gran señor!... Y el paralelo subsistía siempre. Se formuló una pregunta a sí misma: ¿Habría vivido tantos años junto a él sin conocerle?

Se despedía:

-Y ahora, adiós...

Lina silabeó:

-¡Adiós!

Marchó lento hacia la puerta, y allí se detuvo   —235→   vacilando un instante, como si esperase algo. Ella, las manos sobre el corazón, callaba, taciturna. Al fin partió. Oyéronse sus pasos en la sala contigua, y luego nada. El silencio de lo irremediable tendió su manto de tristeza sobre su alma.



  —237→  

ArribaAbajo-VIII-


Un juego de cartas es un libro de
aventuras...


ANATOLE FRANCE.                


Cuando Pedro de Monreal se vio en la calle, después de aquella escena con su mujer, lo primero que sintió fue un desconcierto inmenso. Era el caso que, en el plan trazado en su calenturiento proyectar, todo, todo estaba, previsto: lo que haría en el viaje, en qué emplearía los largos días de travesía, cuáles serían sus primeros pasos al llegar... todo, menos cómo llenaría aquellas horas que desde la explicación con Lina al momento de partir le quedaban. Después sintió una indefinible melancolía al pensar lo que dejaba para siempre. Pero, ¿qué hacerle? Ya era tarde para retroceder. La primera locura somos dueños de cometerla o no; las que vienen después son inevitables, llegan por encadenamiento de los hechos, consecuencia las unas de las otras. La vida nos arrastra, y si tratamos de resistirle, nos quiebra, nos aniquila. Lo único posible es encauzarla. Las circunstancias son desbocados caballos; si con sangre fría sabemos   —238→   conducirles, llega un momento en que, cansados, se detienen; pero si tiramos demasiado fuerte de la rienda, ésta, se romperá, y los corceles, sin freno, nos estrellarán irremediablemente.

En la plaza de Castelar se detuvo de nuevo, y meditó. ¿Qué hacer? A su casa no quería volver: la idea de una escena con Carolina le horrorizaba. Todo su valor, su energía, la firmeza de su decisión se le había caído a los pies y sido substituídos por una inmensa cobardía moral. Tener que razonar, que discutir, le crispaba los nervios. Si iba al Club jugaría, y no llevaba ni un solo ochavo encima, pues el temor de perderlo le había hecho dejar todo el dinero en su casa. Además, si iba al Club le atosigarían a preguntas sobre los rumores de bancarrota de la famosa Compañía, y no se encontraba con valor para disimular y mentir. Del último de estos dos inconvenientes adolecía el teatro también si era frecuentado. Y perplejo, aburrido, dado a todos los diablos, comenzó a subir la calle de Alcalá, en dirección a la de Sevilla. Abríase la amplia vía, casi desierta, en la blanca claridad de los globos eléctricos. Algún coche que otro se arrastraba cuesta arriba trabajosamente; tal cual automóvil pasaba como una exhalación, y los tranvías corrían todos iluminados, deteniéndose de vez en cuando. A la puerta de Apolo los espectadores de la segunda sección esperaban la salida de sus antecesores, formando grupos, por entre los que circulaban los golfos, pregonando los diarios, y algún viejo mendicante que plañía su hambre con lastimeros decires. Por la misma acera que subía Pedro, Lucía, la ciega, bajaba lenta, arrancando a la guitarra quejumbrosas notas, mientras con voz dulce, un poco tomada, entonaba:

  —239→  
Nací en un bosque de cocoteros
una mañana del mes de abril;
y me mecieron en una hamaca
hecha de pluma de colibrí.

..........................................

¡Qué triste era la vida! Por vez primera dábase cuenta de ello. Hasta entonces había vivido en plena excitación de goces y emociones, sin tener tiempo de observarlo; pero ahora... Por todas partes miserias, tristezas, maldades. Quizás por vez primera en su existencia dábase cuenta de ello. Señorito provinciano primero, político de ocasión después, hasta entonces había sufrido pequeñas contrariedades, molestias, pero ningún dolor verdadero. Y ahora, en la vejez, era cuando iba por primera vez a verse frente a frente con el sufrimiento.

Una pregunta que la cobardía detuvo siempre en su pensamiento formulose ahora: ¿Para qué quería Lina aquella libertad? ¿Qué significaban en su vida aquellos seres que viera pasar por ella, aquel Adolfo Luna, tan cursi, tan iluso; aquel Fernando Santa Ana, dominador, prosopopéyico; aquel Willy Martínez, vividor y canalla? Cerró los ojos a la verdad, temeroso de provocar otro dolor en su corazón, harto dolorido ya.

Había llegado a la puerta del Casino. ¿Por qué no entrar? A tal hora no habría aún nadie, y podría entretenerse leyendo los periódicos hasta la hora de concluirse los teatros. Entró.

.................................................

Con ira arrojó el Heraldo. ¡Ya estaba allí lo que temía tanto! Hablábase en el diario de la posible bancarrota de la Sociedad Naviera Hispanoamericana y del pánico horrible que se apoderara aquella   —240→   tarde de la Bolsa, obligando a los tenedores de acciones a darlas casi de balde, y sobre todo de la conducta extraña de él, del conde de Monreal, que, empeñado en sostener el crédito de la empresa, adquiría cuantas acciones salían al mercado, habiendo hecho suyas aquella tarde la mayoría de las tenidas por hombres de negocios españoles, y esperaba el periódico, en expectativa, la llegada de la liquidación de fin de mes, para saber si el conde hacía frente a sus obligaciones, aunque dejando adivinar que temía todo lo contrario.

Pedro, maquinalmente, miró la fecha del periódico. Veintisiete. ¡Ya era hora! Tres días más, y la bancarrota se declaraba. ¡Bah! Para entonces estaría él entre mar y cielo, lejos de las venganzas sociales. Y allá en América sabría más tarde las consecuencias de aquella historia.

Púsose en pie y se dirigió a la puerta para partir antes que comenzaran a llegar los socios. Cruzó los salones, de un lujo amazacotado, antipático. Tapices pintados, falsos artesones en los techos, gruesas alfombras, enormes butacas de terciopelo que conservaban en sus respaldos la huella de las cabezas grasientas que reposaban en ellas; toda esa riqueza de los modernos círculos, que fingen un hogar al que carece de él saludaban a su paso al asiduo. Alcanzaba ya la antesala, cuando una voz amiga llamó:

-¡Perico, Periquillo!...

Volviose y vio a Ramón Fraterna que venía hacia él, los brazos abiertos. ¡Cosa más rara! ¡Debía dinero a medio mundo, y sólo en el mundo entero Ramón se lo debía a él, y con Ramón iba a toparse!

-¡Ramón!

-¿Te vas ya?

  —241→  

-Sí, un poco de jaqueca.

Y le tendía la mano en ademán de adiós.

-Espera, que te voy a pagar...

-Hombre, si no vale la pena...

No valía la pena. Una porquería. Quinientas pesetas.

-Las deudas de juego se pagan a las veinticuatro horas.

-¡Bueno!

Y Perico se resignó.

Fraterna sacó su cartera de jugador, repleta de billetes de Banco, y comenzó a contar. Diez, veinte, treinta, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco... No tenía bastantes billetes chicos... Miró en otro departamento, buscando uno de quinientas pesetas... Tampoco. No había más que de mil.

-¿Tienes cambio?

-No.

-Bueno, pues te juego las quinientas.

¡Qué más daba!

-Bueno, como quieras.

Se sentaron, y Pedro echó las cartas. Miró indiferente las suyas. ¡Estaba seguro de perder! Justo: dos figuras. Ramón pidió:

-Carta.

Cayó un as. Tiró las cartas.

-Dos.

Pedro, seguro de perder él, echose una carta.

-El cinco.

Ganaba.

-¿Te juegas las mil?

Ramón quería seguir.

-Vayan.

Tornó a servir, y tornó a ganar.

-¿Van las dos mil?

  —242→  

Era ahora él quién proponía.

-Van.

Ganó. Un grupo de amigos les cercaron.

-¿Una banca, Perico?... ¿Te animas?

Se dejó llevar de su vicio.

-Una banca de cuatro mil pesetas.

Comenzó el juego. Monreal ganaba siempre. Una suerte loca parecía ayudarle aquella noche; ante él se iban amontonando billetes y monedas con una persistencia que exasperaba a los demás jugadores, arrastrándoles a hacer locuras. La banca, que al principio contaba con cuatro mil pesetas, era ahora de cuatro mil duros. Y ganaba, ganaba siempre.

Entró don Servando Alcántara, aquel buen señor, jugador de oficio, taurómaco de afición, que sólo para el juego y los toros vivía.

-A ver qué banca se hace.

-Cinco mil duros.

-Tallo a la banca.

Y tranquilo sentose, sacando su cartera. Todos callaban, anhelantes. Pedro, desasosegado, nervioso, inyectados los ojos, despeinado el cabello y sudorosa, la frente, arrebatado en una ráfaga de codicia loca, maldecía, seguro de perder ahora todo lo ganado antes.

Sirvió cartas; don Servando mostró, triunfal:

¡Ocho!

Pedro, despacio, tembloroso, mostró sus cartas dos figuras. El jugador se frotó las manos; los demás puntos, anhelantes, miraron. El conde tiró una carta:

-¡El nueve!

¡Había ganado! Desde aquel momento el juego fue un vértigo. Monreal jugaba contra todos y ganaba siempre. Las caras pálidas de los jugadores se tendían, ansiosos los ojos y crispados los labios,   —243→   con calenturienta ansiedad. Ya no eran sólo monedas y billetes lo que se amontonaba ante Perico; eran recibos, tarjetas con cantidades escritas, y él jugaba, jugaba, ciego y sordo para todo lo que no fuera aquel jugar obsesionante.

Al fin, don Servando se levantó.

-Señores, ¡las cinco!

Fue una desbandada general. Malhumorados, rabiosos, disimulando su ira bajo la capa de buena educación, que en algunos más vehementes se rompía, dejando aparecer debajo el verdadero sentir, fueron desfilando, y Pedro, solo al fin, contó sus ganancias. ¡Trescientas cuarenta mil pesetas! ¡sesenta y ocho mil duros! ¡una fortuna!

La primera idea fue que podía pagar las hipotecas, y tener un compás de espera. Luego se acordó de sus jugadas de Bolsa. ¿Y aquello? No había ni que pensar en arreglos. Partir, y partir pronto. Aquel dinero podía ser una gran ayuda para él en el mundo en que iba a luchar. Ahora, a su casa, pues un hombre con aquel capital no podía, andar vagando por las calles a tales horas, y luego, por la tarde, al tren.

Bajó las escaleras brincando con nervioso júbilo, y ya en el portal llamó a un coche.

Clareaba. Un grupo de hampones cercaban a un vendedor de café; dos mozas de partido conversaban con la pareja de guardias, y una vieja billetera, a caza de trasnochadores, pregonaba un décimo. Pedro, con compasión de jugador, le dió un duro, rechazando la mercancía.

-¡A casa!

El portero llegó jadeante.

-Señor conde, señor conde...

-¿Qué hay?

-Este telegrama.

  —244→  

Monreal rasgó, febril. Era un cablegrama de la Habana. Decía: «El Lepanto y el Trafalgar llegaron con grandes averías en la maquinaria, por haber sufrido terrible tempestad, salvada gracias a la bondad de los barcos. Mercancías en perfecto estado. Podrán ambos hacerse a la mar en un mes. Participo oficialmente la noticia».

Y Pedro, próximo a la locura, vio surgir nuevamente ante él la fortuna y la posición perdidas; vio convertirse en millones aquellas acciones que por la tarde eran papeles mojados; vio correr el río de oro por el valle de su vida; pensó en Lina, que caminaba tal vez hacia lo irremediable, y con voz de angustia gritó:

-¡A casa, a escape!



  —245→  

ArribaAbajo-IX-


Où fuir dans la révolte inutile et perverse...


STEPHANE MALLARMÉ.                


¡Oh, nadie sabe lo que ata el pasado! Es tal vez la mayor fuerza que puede contenernos en lo porvenir. Ese fárrago de ascendientes, cada uno de los cuales escribió una página de la historia familiar, nos cohíbe, nos sujeta. ¡Cuántas veces cuando vamos a cometer una maldad, una ligereza o una ruindad, la idea del linaje -héroes, santos, sabios y hombres buenos- nos detiene! Un pasado de gloria y de nobleza o simplemente unos padres que pasaron la vida luchando por nosotros y se sacrificaron para legarnos una fortuna y un nombre; un nombre, que parece tan poco y, sin embargo, significa tanto -obligaciones y deberes contraídos, derechos y preeminencias adquiridas-; ¡cuán gran freno son en la vida! Pero todo eso, ¿qué podía importarle a ella, advenediza, plebeya que llegó por un capricho de la casualidad, de un salto, sin transición, después de la ruina, con su triste cortejo de cobardías, humillaciones y bajezas, y que ni aun siquiera identificose con el sentir, el pensar y el creer, sintiendo siempre germinar en su alma sorda   —246→   hostilidad por aquellos que el destino hiciera suyos? ¿Su pasado? Tía Carmina, Adolfo, Fernando Santa Ana, ¡sombras que flotaban en una bruma de tedio! ¡Baby, el supremo lazo que la sujetaba y que se rompiera en una hora trágica entra luchas de pasiones y de vanidades, sombra de una sombra confundida en una procesión de sombras!

Ni gozar había. Tuvo, sí, todo goce, pero tan aprisa, tan a modo de episodio en aquella batalla que fue su vida, que no pudo saborear el bienestar material de su vivir.

Todo esto y algo más, pensábalo Lina, aquella madrugada en su boudoir. Sentada ante una mesa, vestida de viaje, el cabello peinado sencillamente, sin artificio ni coquetería, dejando brillar entre su oro la plata de las canas descubriendo, echado, hacia atrás, la frente surcada de arrugas, y las sienes, donde la «pata de gallo» se asentaba victoriosa, apoyada la cara en las manos, meditaba. En el rostro, muy pálido, y rodeados de grisosas ojeras, brillaban los ojos empañados por el vaho de las lágrimas, y un hondo rictus sellaba la boca, de marchitos labios.

En torno a ella agrupábanse los restos del naufragio: el saquito, con la huella de las cifras que le arrancara con las uñas, conteniendo toda su fortuna, algunas -decenas de miles de pesetas y sus alhajas; los estuches vacíos, cartas rotas, fotografías hechas menudos pedacitos.

Sobre el fondo rosa enguirnaldado de plata las marquesas versallescas lucían su sonrisa frívola, bajo las altas pelucas empolvadas, y las pastoras de Watteau se pavoneaban en prados floridos entre corderos lazados de azul y rosa, mecidas por los sones de flautas y sistros que tañían los pastores concertantes; los marfiles de Isabey, las vitelas del siglo   —247→   galante y las miniaturas familiares mostraban el nimio preciosismo de su factura, y sobre el psiquis veneciano las palomas -¡pobres colombas envejecidas!- se arrullaban siempre.

Lina echó una mirada por el cuarto. ¡Pobres objetos tantas veces soñados en noches febriles de soltera, y luego, más tarde, en otras noches de insomnio, en los interminables inviernos pasados en la vieja ciudad, en la señorial morada de los Monreal! ¿Qué sería ahora de vosotros? Como trofeos de una derrota os expondrían a la vergüenza en alguna almoneda, para ser pasto de la malévola, curiosidad de las gentes, como lo serían también, como trofeos éstos de una gran caída moral, otras cosas -prestigios, glorias, leyendas, honores- creados en una vida de titánico esfuerzo. Y la vencida vio con clarividencia extraordinaria la escena cruel. Sus amigas revolviéndolo y curioseándolo todo, acompañando aquella violación espiritual de una fingida lástima mil veces más cruel que el peor escarnio. -¡La pobre Lina!... ¡Era tan loca!... Mal gusto no tenía, pero hay tanta pacotilla... La desgraciada, se comprende, en estos últimos tiempos, debe haber pasado ratos muy malos... -¡Infames! Una vaga tristeza la invadió, algo así como la melancolía de lo definitivo. Pero no, la magnitud misma del sacrificio la sostenía. Si la hubiesen dicho que renunciase a una brizna de posición o que redujese su tren un poco, se hubiera indignado protestando airada; pero renunciar a todo, sumirse en la nada, en el río del olvido, un a modo de Guadalete de la casa de Monreal en que ella se ahogase... Lo teatral del gesto la seducía.

Además, pensaba ir a vivir de verdad, amar, gozar, sufrir. Ya estaba harta de escuchar la voz del apuntador; quería vivir e iba a conseguirlo. Ya   —248→   había comenzado. Y se engañaba a sí misma, porque seguía viviendo para la galería.

Iba a perderse en el remolino de la existencia, a dejar de ser una fuerza que podía alterar el equilibrio de la vida social, y a ser una mujer. Lo que se imponía era más que un sacrificio: un renunciamiento. Ya no sería la condesa de Monreal, sería Carolina, una pobre mujer vieja y envejecida- no quería, en su ansia de abdicación, luchar contra la vejez -que no vivía más que para un amor que, para colmo, tenía la terrible seguridad de que no sería compartido jamás. Ahora se iría con Willy allá a Suiza, a un sanatorio en medio de eternas nieves, olvidados del mundo, pues que ya no sería una potencia que interesa a la sociedad y cuyos pasos se siguen espiándose ansiosamente el instante de la caída para sacudir su yugo, y allí entre cielo y tierra, emprendería una lucha implacable con la muerte, una lucha titánica en que disputaría palmo a palmo a la Traidora, la amada presa. Y con su amor le infundiría la vida. Sería para él una madre y una hermana de la caridad, viviría pendiente de él, de sus gestos, de sus palabras, de sus movimientos. Luego, cuando estuviese convaleciente, se refugiarían en un villino italiano, y allí, bajo el cielo azul, en la paz geórgica, sería la hermana, la hermana mayor, muy buena, un poco triste porque sabe de la dolorosa ciencia del vivir, que guía y consuela. Sabría alejarse permaneciendo cerca para apartar los abrojos de su camino, pronta siempre a aplicar a la herida el bálsamo que sana. Sería toda dulzura y compasión. Y al fin, cuando sano de cuerpo volviesen a germinar en él los nobles sueños de ambición y quisiese remontar el sueño hacia la gloria, sería llegado el momento del supremo sacrificio: le casaría. Aquel golpe teatral   —249→   «a lo heroína de Dumas» le seducía. Ella misma elegiría la mujer a quien entregaría su amado para hacerle dichoso; ella misma le llevaría de la mano hasta la puerta de la dicha para quedar allí mientras él entrara. ¿Quién sabe si algún día, muy vieja, arrugada, con el pelo blanco, mecería sobre sus rodillas un rubio nene fruto de aquel amor? Y luego, discreta, se esfumaría, y así cuando ella entregase su vida sería para él una amada sombra familiar evocada en las horas -¿quién no las tiene?- de dolor, de tristeza, y de descorazonamiento. «¡Si viviese Lina! ¡Si estuviese aquí!»; y el alma, que vagaría en torno del amado, gozaría del raro júbilo de sobrevivirse.

¿Qué le importaba que el mundo hubiese ultrajado y escarnecido su amor? ¿Qué podía darle los puñados de barro que le arrojaba la canalla? Aquel amor tan grande, tan bello y tan sincero; aquel amor, que tenía el ideal renunciamiento de los místicos arrobos y la brutal violencia de las pasiones malditas, purificaba como el carbón ardiente, y bastaba a ennoblecer, a santificar su vida.

Miró el reloj. Las cinco. Tan sólo faltaba media hora para la partida. Sus ojos fijábanse, en una larga mirada, sobre el cuarto, dando a todos aquellos objetos el supremo adiós, cuando sintió pasos en el salón contiguo, y el frío de lo imprevisto- esa trágica fuerza del vivir- heló su espalda.

¿Quién sería? Un criado que traía algún recado... El administrador, con alguna mala noticia... Era Pedro, que se detuvo en el umbral, con el cabello en desorden, el cuello arrugado, descompuesto el traje, mirándola, inmóvil, con los ojos muy brillantes.

Loco terror se apoderó de ella, e incapaz de hablar, permaneció contemplándole, interrogante,   —250→   mientras que las más descabelladas hipótesis cruzaban su cerebro en un vendaval imaginativo. ¿Qué querría? ¿Por qué aquel retorno después del definitivo adiós? ¿Se habría vuelto atrás? Aquel ser, que obraba no por cínico cálculo, sino por incapacidad de medir el alcance de las cosas, ¿habría sentido palpitar en el fondo de su ser esa extraña cosa llamada honor? ¿Buscaría las reivindicaciones trágicas? ¿O tal vez una idea de muerte habría anidado en su cabeza ante la ruina, y vendría a que la compartiese? ¡Jamás, jamás! ¡Quería vivir, pues la muerte es lo único irremediable! Y pronta a la defensa, halló fuerza en su flaqueza para interrogar:

-¿Qué quieres?

No contestó. Como un somnámbulo avanzó hasta la mesa, y detúvose de nuevo. Lina, ansiosa, tornó a preguntar:

-¿Qué quieres?

Sin hablar, lento, sacó las manos de los bolsillos, y comenzó a dejar caer sobre la mesa. monedas y monedas. Las pesetas y los duros formaban montoncitos, rebotaban, caían, rodaban, trazando caprichosos dibujos sobre la alfombra gris, florida de lises. Y la Monreal, atónita, espantada, temiendo comprender, miraba ahora caer los papelitos verdes y rojos que significaban la fortuna. Y al fin, su marido, con una sonrisa, triunfal, le tendió un telegrama. Lina no pudo leer, adivinó, y muy pálida, con las manos crispadas sobre el montón de dinero, esperó la sentencia.

Pedro formuló, triunfal:

-Todo se arregla.

Y con pueril fanfarronería:

-Ahora, a luchar, soy yo el que te lo dice. ¡Hasta   —251→   ahora no hemos hecho más que locuras y tonterías!

¡Gran Dios! ¡Aquel amor tan grande, tan bello y tan sincero; aquel amor que bastaba a ennoblecer, a santificar su vida, no era más que una locura!

Sintió que algo se rompía dentro de ella. El famoso espejo. Y hubo como un balance de valores en que cada cosa mostrose tal y como era: la vanidad, vanidad; el amor, amor; y la sensualidad, sensualidad, sin el grato artificio de sentimentales oropeles. Se dejó caer en la silla, anonadada, vencida por el irónico capricho de la suerte.



  —253→  

ArribaAbajo-X-


Jusqu'au fond de notre esprit
La succion est pratiquée;
La Mort, beaucoup moins compliquée,
Mange nos corps qu'elle pourrit;
Mais c'est tout l'homme qui nourrit
La Ventouse!


MAURICE ROLLINAT.                


Amanecía. Una luz yerta, opaca, alumbraba el cuadro de desolación. Fragmentos de estatuas yacían por tierra; marcos desconchados y vacíos se amontonaban en los rincones; prodigiosas estofas rotas y arrugadas, arrastraban como sucios guiñapos; Astarté, caída de su pedestal, parecía retorcerse en un espasmo supremo; los verdes ojos de Medusa brillaban fascinadores bajo el piano; el viejo terciopelo bordado con los misterios de la pasión de Nuestro Señor, tendido en el suelo, fingía mortuorio paño, y en un extremo del cuarto un baúl cerrado, sobre cuya tapa reposaba junto a pequeño saco un gabán y un sombrero flexible, decía de emigraciones.

Willy Martínez paseaba el cuarto nerviosamente, consultando a cada instante el reloj, apartando con el pie los rotos fragmentos de las estatuas, deteniéndose ante la vidriera, que azuleaba en el lento clarear, presa de calenturienta ansiedad.

Bajo el traje gris marcábase la osamenta de su cuerpo; sus manos alargadas, transparentes, albeaban cerúleas, dejando adivinar bajo la piel tenue   —254→   la sangre empobrecida, y en su rostro de imposible demacración las pupilas grises reflejaban, como espejos de acero, las llamaradas de fiebre, hundidas en hondos círculos azules, mientras los labios finos se crispaban en súbitos gestos de dolor.

Una ansiedad loca de que volase el tiempo le torturaba; un deseo ciego, irrazonado, de huir, de poner tierra por medio y alejarse para siempre de la gitana, le exasperaba. Porque estaba seguro de que, si la veía, no tendría fuerza, para resistir el perverso encanto de los ojos negros y de los labios rojos, y aquel encanto era el fatal encanto de la muerte. ¡La muerte! Un estremecimiento de frío le corría por el cuerpo ante la idea de fenecer, y en su neurosis veía con plasticidad obsesionante el macabro espectáculo de su propia muerte. Sentía la angustiosa sensación de encierro entre los tablones del féretro, ansiedad física de aire y luz, la opresión sobre su pecho de la tierra sepulcral, y sobre todo, en hiperestesia de horror, la húmeda viscosidad de los gusanos destruyendo lentamente su cuerpo. Y los sentía con una impresión de asco insuperable, fríos, viscosos, irresistentes, resbalando en lento recoger y desenvolver de sus anillos por sus brazos rígidos, agarrotados, incapaces para desterrar los parásitos, por su pecho hundido, por sus piernas flácidas, y los cuerpos glutinosos le subían por la cara, besaban sus labios amoratados, y deslizábanse en su boca al olor del banquete de podredumbre, o en sus pupilas descubiertas, inmóviles, se detenían monstruosos, resbalando luego por la cristalina superficie del ojo, y comenzaban su obra de destrucción. ¡Morir! ¡Jamás, jamás! Lo prefería todo a morir. No amaba a Lina; pero la Monreal era ahora la vida para él, y quería vivir.

  —255→  

Arrebatado, en un vértigo de terror, sólo pensó en huir, en salvarse, sin detenerse a ver la magnitud del sacrificio que aceptaba de una mujer a quien no quería, deseando salvar su vida aun a costa de otras vidas, en un egoísmo casi animal.

¡Las cinco! Lina debía haber venido ya por él, pues que a las cinco y media partía el tren. ¿Qué le pasaría? Y ansioso contaba los minutos, corriendo el estudio en todas direcciones. ¡Las cinco y cuarto! Perderían el tren, no se irían, y Lucerito impediría su partida. ¿Qué hacer?... Sonó un timbrazo, y casi al instante se abrió la puerta; y Willy, que había iniciado un paso, sintiose envuelto en lluvia de besos y caricias.

-¡Willy! ¡Vida!... ¿Te vas, me dejas, di, Willy, amor, chaval?... ¿No me quieres a mí, a tu Lucero?... ¡Willy, Willy, gitano, dime que sí, que me quieres, que es todo mentira,... infamias!... ¡Dime que sí, que es mentira!... ¡Son tan envidiosos!... ¿Verdad que no te vas? ¿verdad que si te vas...? ¡Mírame a los ojos!... ¡Te quiero!... Lo supe antes, en la cena... Julito... ¡Pero todo pasó! ¿Verdad que quieres a tu Lucerito, que no te vas, que no la dejas?... ¡¡Vidita, mi niño, tú eres mi alegría; sin ti me muero, me muero!!... Oye, como son tan malos, se reían, se reían, y yo me preguntaba: ¿Pero de qué se ríen? Hasta, que al fin, Julito, con chunga, me dice: «¡Te quedaste viuda! ¡Tu pájaro voló!... «No he escuchado más, y echó a correr como una loca, y corriendo, corriendo ha venido... ¿No te vas, mi negro, di, mi cielo, no te vas?...

Las palabras brotaban a intervalos atropelladas, balbucientes, inconexas, llenas de una incongruencia apasionada. Y Lucerito, palpitante, estremecida, vibrando entre sus brazos, lloraba y reía a un   —256→   tiempo presa de un ataque de histerismo y de sensualidad morbosa exasperada. Sus ojos tenebrosos se hundían en el fondo de las grises aguas que fingían las pupilas del muchacho, queriendo penetrarle hasta el alma, y los labios rojos mordían a un tiempo mismo las palabras y la boca amada.

Conservaba aún la prójima su atavío de escena: una bata rosa adornada de puntilla; los cortos rizos, alborotados por sus desordenados movimientos.

Willy, consternado, imbécil por la sorpresa y el terror, mirábale con azorados ojos momentáneamente, incapaz de defenderse. Por fin en un esfuerzo supremo desasiose, y rechazó brutal a su querida, que, tras de tambalearse un instante, cayó por tierra, y jadeante se sentó en el diván, ocultando la cara entre los puños crispados.

Lucerito, caída, lloraba silenciosamente. El escultor sentía, mientras un dolor insufrible que le desgarraba el pecho; el acre sabor de la sangre amargaba su boca, y una rabia insensata contra aquella criatura agitaba su alma con furores de vendaval. Ella, por fin, alzose decidida, segura de su belleza victoriosa; con rapidez rasgó sus vestiduras, y en la verdosa luz de acuárium de la alborada, apareció toda desnuda, tal una Salomé de ensueño. Después avanzó hacia él, y sus brazos, divinamente torneados, se alargaron hacia su cuello.

Al sentir la tibia caricia de aquella carne púsose de pie, y tendió las manos para rechazarla. Luego, ronco, silabeó:

-¡Vete! ¡vete! ¿No ves que me muero?

Por toda respuesta dió un paso hacia él.

-¡Te quiero!

-¡Yo a ti no! ¡yo a ti no! -clamó Willy en   —257→   crispación de horror-. ¡Yo a ti te odio, ¿me oyes?, te odio con toda mi alma!

Por toda respuesta murmuró:

-Te quiero.

El muchacho apostrofó iracundo:

-¡Te odio, te odio!... ¡Tú tienes la culpa de todo; tú eres la que me ha perdido, la que me mata!... ¡Vete, vete, que no te vea!

Y casi implorante:

-¡Déjame que viva!

Ella le enlazó con sus brazos.

-¡Gitano, mi cariño, mi Willy! ¿Por qué me dices eso si sabes que te quiero?.:. ¡Si tú me quieres también, si estoy segura, si no puedes vivir sin mí!

El divino cuerpo se ceñía a él, envolviéndole en la perversa llamarada de pasión; los ojos le acariciaban con su caricia de luz y sombra, y los labios de grana mordían sus labios. Willy sintió hervir su sangre, y comprendió que la Enemiga le poseía, que aquélla era la suprema lucha, y con inmenso esfuerzo quiso desasirse. Fue inútil; el cuerpo desnudo, electrizado de pasión, se prendía a él en imposible abrazo; y el escultor, en un querer intenso del instinto de conservación, llevó sus manos al cuello desnudo de la diabólica, y apretó, apretó... Los brazos se aflojaron, y el cuerpo inerte de la bailaora se desplomó por tierra.

Respiró. ¡Libre al fin, libre! Había cometido un crimen, y tal vez le aguardaba, la prisión o la muerte; pero, ¡qué importaba! Estaba liberado de aquella criatura, y los sueños de gloria y de fortuna podían revivir triunfantes en su alma. La obsesión sombría había acabado: allí a sus pies dormía el eterno sueño la Enemiga.

Abatió los ojos al inerme cuerpo de Lucerito.   —258→   Sobre el negro paño de terciopelo se esculpía la marmórea albura de aquel prodigioso moldeado de mujer. Los senos se erguían duros, procaces, floreados de rosas enanas; las caderas dibujaban sus curvas lujuriantes, y los muslos mostraban su blancor de alabastro. La cabellera se tendía en nimbo de misterio en torno al rostro, vagamente azulado, en que los labios sangrientos ponían su dibujo, y los violáceos trazos de las pestañas tendían en las mejillas su silueta como sombra de las alas de un pájaro dormido.

Y al verla tan intensamente bella, un soplo de concupiscencia trágica erizó sus cabellos y escalofrió su espalda.


 
 
FIN DEL LIBRO SEGUNDO
 
 


  —261→  

ArribaAbajoEl tiempo

Intermezzo


-Yo, que suelo complacer a algunos, y pongo a prueba a todos, siendo alegría, y terror para buenos y malos; yo, que engendro el horror y lo revelo, quiero ahora, en uso de mi prerrogativa, servirme de mis alas. No atribuyáis a delito que en mi veloz carrera salte años sin detenerme a exhibir lo que pasó en ellos, pues está en mi poder derribar leyes y en un instante abolir viejas costumbres y plantar otras nuevas. Dejadme ser, pues, lo que siempre fuí desde antes que se estableciera el orden más antiguo o se pensara en el que hoy existe. Y ahora, como entonces, fiel a mi leyenda, deslustraré lo que hoy brilla, y relegaré a lo pasado lo que predomina ahora. Contando con vuestra indulgencia, doy vuelta pues, a mi reloj y muestro mi panorama, como si hubieseis estado dormidos en todo el intervalo...

SHAKESPEARE.





  —263→  

ArribaAbajoLibro tercero


Arriba-I-


Hamlet. -...No ha sido sino la sombra
de un sueño.


SHAKESPEARE.                


En la gloria de la tarde angélica Astarté moría. Ocupando el centro de minúsculo parterre de lirios alzábase la peña. Sentado sobre ella, un anciano, el Tiempo, contemplaba indiferente su reloj de arena. A los pies del peñasco la diosa agonizaba. Sus ojos entreabiertos apenas si dejaban adivinar las turbias esmeraldas que en sus pupilas brillaban mortecinas; su boca, contraída en espasmo agónico, era dolorosa, y en sus facciones fieramente bellas había una expresión de vencimiento, de derrota, de impotencia, de aniquilamiento inmenso. Su cuerpo de alimaña fabulosa retorcíase en un desquiciamiento supremo, y de sus tentáculos unos yacían inertes, otros tremolaban al aire, como si en su fenecer quisieran hacer una postrera presa. Debajo del grupo, y escrito en letras de bronce, se leía: «La muerte de Astarté»; y más abajo un cartel rezaba: «Premio de honor». El autor premiado, Willy Martínez, escultor español, hallábase allí cerca, acompañado de una mujer serenamente hermosa y un niño blanco y rubio.

Pálido y delgado aún, pero sano y feliz, denunciando   —264→   en el espiritualizamiento de su figura el padecer de los cuatro años transcurridos, evocaba el artista, en la fría magnificencia de la tarde invernal, aquel doloroso calvario. Los días terribles de Madrid, cuando, debatiéndose con la muerte, aterrorizado por las consecuencias de aquel asesinato frustrado en la persona de Lucerito Soler, creía a cada instante ver llegar la agonía o el cautiverio, esperando en vano una palabra de Lina, una visita, un renglón escrito, la llegada de un amigo. Después, aquel viaje al través de Europa, camino del sanatorio suizo, solo en el departamento del ferrocarril, sintiéndose morir a cada instante, abandonado como un perro, solo, no ya sin el cariño, sin la compasión de nadie, en medio del horror del olvido, y la llegada a la tumba de nieve y hielo donde había de hallar salud o muerte. Rememoraba luego el diagnóstico del médico, anunciándole que sólo tenía un pequeño comienzo de tisis, agravado por la excitación nerviosa; su estallido de alegría, y luego los seis primeros meses de una lucha cuerpo a cuerpo con la Pálida, entre alternativas de esperanza y de descorazonamiento, aguardando en vano noticias, algo que le trajese nuevas del mundo y de los seres que tan íntimamente ligados a él habían estado; solo, aislado, como si hubiese ido a caer a un planeta desconocido. Por fin, la carta de Julito, frívola, ligera, mundana, inconexa, contándole chismes que nada le importaban, y entre ellos las dos noticias que ansiaba: Lina, rehecha en gran parte de sus reveses de fortuna, viajaba, tratando de arreglar sus reveses sociales; la cantaora había debutado en París y hacía furor. Amargura inmensa, desbordose en su alma, y estuvo a punto de recaer; una melancolía negra, fatalista, se apoderó de él, y fueron   —265→   aquéllos los días más amargos de su novela. Después venía la reacción favorable, el encuentro sobre la nieve con Lori, bella y dulce como virgen del cristiano paraíso; su amistad tranquila, igual, afectuosa, y llena de calladas ternuras; sus comunes esfuerzos para vivir; luego, el amor que nacía lentamente en sus almas, con la majestad de las cosas indestruibles, devolviendo la quietud a su espíritu turbado, como iris de paz, y la salida de la casa de salud, convalecientes; su boda, allá en una aldea suiza, con aquel humilde matrimonio de honrados caseros por testigos; su peregrinación al través de Italia, en busca de salud y reposo, sin visitar museos, ni ruinas, ni palacios; viviendo en pleno aire, en contacto con la naturaleza; el nacimiento de su hijo, y, por fin, su regreso a la lucha para reconquistar la vida para su niño, sus luchas, y por fin el triunfo en aquella exposición celebrada en la Riviera. Y se miraba interiormente, ¡tan cambiado, tan distinto de como fue! Quizás allá en el fondo, muy en el fondo, pensaba igual; tal vez llevaba en su alma la tristeza del renunciamiento.

Pero ya no tenía fuerzas; ya no se analizaba, no se estudiaba a sí mismo, no hacía aquellas dolorosas autopsias. ¿Para qué? Sabía que el hombre nunca es fuerte en sí y por sí; que para resistir en la vida, a falta de una pequeña verdad, es preciso apoyarse a veces en una gran mentira, y que la suprema sabiduría estriba en no detenerse a penetrar el oculto sentido de las cosas. Carecía de energía; egoísta, ansiaba paz, y bienestar. Tal vez la dicha no estuviese en aquel nirvanha: nuestras almas volaron siempre, unas veces a perderse en los abismos de sombra donde alienta el murciélago Satán; otras hacia el trono de Dios, cuya luz les cegara; pero allí, en aquel limbo moral, estaba la calma,   —266→   el reposo. Las ideas seculares se alzaban ante él amenazadoras para quien tratase de violarlas; el engranaje de la vida tritura entre sus ruedas a aquel que intenta trastornar sus leyes, y el que se revela en el instante supremo de la derrota -y la derrota llega indefectiblemente- está solo. Hay una ley ineludible por cima de los humanos, hecha de costumbres, de morales, de creencias, a la que no puede faltar, so pena de caer bajo el castigo, ni aun el mismo genio, pues si osa sublevarse, sólo después de muerto, cuando se halla fuera de la lucha, tendrá su consagración.

Así pensaba Willy, mientras los violines húngaros, ocultos en la espesura, cantaban los valses vieneses, los boleros españoles, las tarantelas napolitanas.

Los padres ríos, de floridas barbas, volcaban sus ánforas en los cauces bordeados de rosales en flor de los riachuelos; los sátiros perseguían a las ninfas por los boscajes de palmeras; al pie de un naranjo, un silvano tañía su flauta; Eros, rey, reía su sonrisa de mármol en una glorieta de jazmines, y faunos y bacantes danzaban en torno al carro tirado por tigres del alegre Baco.

Al través de los inmensos ventanales de la estufa, convertida en recinto de la Exposición, divisábase por entre boscajes de mirtos, laureles y rosas, el zafiro azul del mar, donde recortándose sobre el fondo violeta del crepúsculo, incendiado por el sol poniente, en mágicas llamaradas de oro ondulaban, semejantes a rotas alas, las velas latinas. Por las avenidas, alfombradas como las de un salón, circulaba una multitud cosmopolita: reyes sin trono, príncipes, ladys inglesas, condesas italianas, millonarios americanos, artistas y cocotas, se mezclaban codeándose, salvados los abismos sociales;   —267→   los unos paseaban la nostalgia del trono perdido en una hora de cobardía, o en el goce del momento olvidaban la corona que tediosos dejaban caer para siempre; otros buscaban en el encantado paraíso de la corniche refugio a sus pasiones o sus vicios, que les emigraran en interminable peregrinación por el mundo; querían éstos librarse del pesar de ver agostado el ensueño de gloria que vivió un instante en sus almas; algunos, triunfar aún unas horas, antes de sumirse en el abismo de la muerte a que les arrastraba su impotencia para rehacer los millones que la noche antes se tragó la sima sin fondo del tapete verde; gastar mucho, mucho y pronto algunos felices a quien la fortuna sonriera; vivir el último acto de su drama a lo Margarita Gautier otras, y todos paseaban, al parecer felices, llevando bajo el sudario de una sonrisa el cadáver de una ilusión. Habían dejado sus penas, sus enfermedades, sus miserias, y habíanse puesto la máscara de la felicidad para vivir desligados del pasado y de lo porvenir aquella vida ficticia que era una sonrisa, una frase, un suspiro, un aroma; todo vago, fútil, ligero, frívolo, como las notas de las melodías que los violines desleían en el aire.

Entro la muchedumbre un grupo de españoles se distinguía por su ruidoso júbilo, que, al avanzar ellos en dirección a la obra premiada, hacía volver la cabeza, un poco escandalizadas, a las severas damas inglesas, que paseaban con sus amantes. Eran Lina Monreal, María Montaraz, Julito Calabrés y los duques de Calatañazor. Lina, bella aún, ocultando bajo los afeites de su rostro y el áureo tinte de sus cabellos sus cincuenta y un años, toda envuelta en blondas y pieles de marta, al cuello fastuoso hilo de brillantes, coqueteaba con su antiguo   —268→   flirt, que se dejaba camelar (frase de María), prefiriendo aquella madura (tal vez un poco pasada) fruta prohibida, a la juventud de su esposa, que, a su vez, no se ocupaba de él, entretenida en estudiar los atavíos, indumentaria y ademanes de las aventureras que pululaban allí. -¡Tienen un chic! ¡Se visten tan bien!- y María, siempre varonil, barbarizaba filosofando con Julito, a propósito del debut anunciado para aquella noche, en el teatro Folies-Campagnards, de una estrella del arte coreográfico español: la «Belle Lucerito».

Al llegar ante la estatua, la Monreal pareció reconocer a Willy. Ni un músculo de su cara se alteró, ni una nube veló su rostro, ni se apagó por un instante la sonrisa que brillaba en sus labios.

-¡Que sea enhorabuena! -dijo, tendiéndole la mano con amable indiferencia-. ¡Cuánto tiempo sin verle, y en qué gratas circunstancias vuelvo a encontrarle! ¡No es sólo un triunfo para usted, lo es también para España!

María y Julito, defraudados, se miraron; luego el último dijo:

¡Qué cobarde es el ser humano! Aun el más rebelde se asusta de vivir. Tienen la pretensión de sentir un amor fuerte, grande, invencible, como Lina; ya ves, quería sacrificarlo todo, abandonarlo todo, no vivir sino su amor, como Willy -¡hasta la muerte!-; pues basta un cintajo, una sombra de honor, una caricatura de gloria, para que retrocedan, encaucen la pasión, renuncien a ella. Y entonces lo arreglan todo con echar mano de las grandes palabras, e hinchan los carrillos para decir: honor, deber, familia, religión.

María interrogó con una sombra de melancolía:

-¿Y crees tú que son más felices por eso?

-Mira, no sé. Al menos viven tranquilos; y   —269→   para las locuras, para las divinas locuras, hace falta una cosa: juventud.

Willy se inclinaba ante Lina:

-Si usted me permitiese, condesa, le presentaría a mi mujer.

Y a un gesto de asentimiento de la dama:

-Lori, la condesa de Monreal, gran protectora mía.

Lori, graciosa, ignorante de aquella tragicomedia, se inclinó modesta, y le mostró el rubio bebé, que la española besó en la frente. Julito se mordió los labios; María hizo una mueca, y luego, dogmatizando, dijo:

-La verdad es que este mundo es un teatro. Cada uno desempeña su papel peor o mejor, y el público calla o aplaude. Un buen día nos distraemos, y comenzamos a hablar por cuenta propia. El público nos silba, y entonces oímos la voz del apuntador, volvemos a nuestro papel y tornan a aplaudirnos.

Callaron; la música sonaba, ligera, alada, en frufruar de vestidos femeninos, abrir y cerrar de abanicos, murmurar de risas en sordina y chasquear de galantes besos, acariciadora, amable; la multitud iba y venía sin objeto, sin norma ni meta; fuera, el mar ritmaba ritornellos meciendo los frágiles barquichuelos, y Lina y Willy, frente a frente, hablaban con amical indiferencia, tal vez con vago asombro de que el amor, el dolor y la muerte hubiesen pasado por sus almas sin dejar huella.






 
 
FIN