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ArribaAbajo-IV-


J'allais, hautain et fort, drapé dans ma pensée,
posant mon pied vainqueur sur l'avenir vaincu;
Moi acul régnais sur moi; mais vous êtes passée
et je n'ai plus compris de quoi j'avais vécu.


EDMOND HARANCOURT                


-Ja! ¡Ja!... ¡Divino!

-...

-¿Y dices que el general con una ninfa contemporánea de Mari-Castaña y Willy con la Soler?

-...

-¡Qué atrocidad! ¡Ni que le hubiese dado flechazo!

-...

-¿Que sí? ¿Que le ha dado flechazo? ¡Hombre, no seas exagerado!... Cualquiera que te oyese creería que era la Venus del mirlo, como diría ella...

Y María Montaraz dejó el cigarrillo turco en el borde del teléfono para reír a sus anchas, a la vez que cogía el otro auricular, interesada, por la historia que de los acontecimientos de la pasada noche le hacía con todos sus detalles, más algo que ponía él de su cosecha, Julito Calabrés desde el club.

Hallábase la dama subida sobre un sitial; un kimono de seda verde florido de crisantemos de oro dibujaba la armoniosa línea de su torso de adolescente, y los negros rizos que ornaban su   —74→   cabeza pequeña y redonda hacían más apetitoso el cuello de piel tenuemente bronceada.

-¡Pobre Lina! -clamó la loca con fingida conmiseración, bañándose en agua de rosas ante los disgustos de su carísima amiga-. ¡Y la prójima esa no vale nada! ¡Tan pintadita!

-...

-¿Que no está pintada? ¿Que es una maravilla? ¡Qué barbaridad!... ¡Estoy por creer que te ha chalao a ti también!

-...

-¿De veras?... Y ella será una tiorra, por supuesto.

-...

-¡Ah! Muchísimo. De la patria del Cid... Su padre...

-...

-¿Un sindicato? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! No seas majadero y cuéntame. ¿Lina no sabrá nada?

-...

-¿Que hay que contárselo? No seas mal intencionado.

-...

-Lo haré por complacerte. Unos cuantos capotazos y un descabello. ¡Al pelo!

Abriose la puerta y el lacayo anunció:

-La señora condesa de Monreal.

En el dintel se dibujó la figura elegantísima de Lina. Traje de paño de un azul prestigioso marcaba las formas llenas de armonía de su cuerpo; pequeño fieltro azul, adornado de un pichón gris que reposaba la cabecita en los rubios rizos, tocaba la ladeada testa, y toda su persona respiraba gracia y armonía, aunque así, en plena luz, notábanse mejor en ella los estragos del tiempo, pues si bien el conjunto conservaba su belleza, el rostro,   —75→   a pesar del sabio retoque, habíase marchitado. Sus ojos, siempre bellos, verdes, expresivos, eran ahora tristes, cansados, y los rodeaban anchos círculos azulados; la boca, caía levemente en la comisura de los labios y algunas arrugas no trazadas, apenas delineadas, surcaban la frente.

María, salió a su encuentro, y besándola ruidosamente, comenzó a gritar:

-¡Mujer, qué gusto! Yo que me aburría como una ostra... Pues no te esperaba hasta las cinco.

-A esa hora había yo pedido el coche para venir; pero estaba tan triste, tan sola, tan desesperada...

-Pues, ¿qué te pasa?

¡Qué me ha de pasar! Willy, que ni ha ido a almorzar, ni ha avisado, ni ha parecido por casa... Si no hay paciencia. ¡Te digo que estoy harta!

-¡Qué atrocidad!

Y María, fingiendo asustarse, buscaba el modo de dar aquellos capotazos ofrecidos a Julito.

-Pero, mujer, siéntate y cuenta.

Y llevándola hasta el diván, la empujó suavemente, para que se acomodase, e hízolo ella acurrucándose como mona amaestrada sobre los cojines de un puf.

Más que camarín de bella era aquel saloncito despacho de muchacho aficionado a los deportes. Cierto que las paredes estaban pintadas de blanco, decoradas con molduras y grandes cuadros de damasco verde, sobre los que se destacaban algunos retratos del primer Imperio -Napoleón, Josefina, Madame de Recamier, L'Eglion-; pero en los muebles, cuya mayoría obedecían a las modas reinantes durante la epopeya napoleónica, había María, en aras de la comodidad y de su capricho, cometido verdaderas herejías decorativas y anacrónicas.   —76→   Así, por ejemplo, había instalado aquel diván turco, cálido, nido de almohadones donde gustaba descansar al regreso de sus excursiones, diván que, según los maliciosos, podría contar, si fuérale concedido el don de la palabra, sabrosas historias. Tampoco hacían juego con los demás muebles las dos enormes butacas inglesas de piel -procedencia Mepple-, que ofrecían su muelle refugio a ambos lados de la chimenea, y menos aún la sillita de caballete de roble que también se veía allí. La mesa de escribir era demasiado grande para ser de mujer, y estaba llena de papeles, mezclados con ceniceros y cajas de pitillos. Emblemas o cuadros de caza ornaban todos los accesorios del escritorio, y presidiendo la mesa lucían en marco de roja piel -¡oh escándalo de las personas honradas!- un retrato de la Otero dedicado a la excelentísima señora marquesa de Montaraz. Junto a la mesa de escribir, y al alcance de la mano, una pequeña biblioteca giratoria contenía los libros favoritos de la dueña. A ella, que no la diesen Lorrains, Rachildes ni Essebacs; eso para el memo de Julito, que pasaba de perverso, o para la necia de Lina, que también se las daba de desequilibrada; a ella que le diesen libros jocosos, verdes y picantes, pero modernísimos, porque Boccaccio y Aretino le reventaban. Algunos de Paul de Kock, bien escogidos -La Casa Blanca, La dama de los tres corsés, Entre niñas y brigadieres-, todo Willy, su favorito, y algo de Zola para cuando no podía dormir. Pero lo que más llamaba la atención en la estancia, y pintaba a su dueña de cuerpo entero, era una estatua de la Venus de Médicis, terciado un capote de paseo y sombreada la frente por el cordobés.

Sentose, pues, María, y cogiendo mimosamente   —77→   las manos de su amiga, dispúsose a cuadrarla para la famosa estocada:

-Conque cuenta, monísima, cuenta. Decías que Willy, anoche...

La otra alzó vivamente la cabeza, con un gesto de ansiedad:

-Yo no he dicho eso... pero tú sabes algo. ¡Dímelo, mujer, por Dios!

-Pero, criatura, ¿qué quieres que sepa yo? -protestó hipócrita la morena.

-Sí sabes, sí, María; ¿por qué negármelo? Tú has hablado con Julito, y Julito estuvo con él. ¿No ves que esta duda es atroz? ¿No ves que tengo que ponerme en lo peor? Anda, sé buena, salada.

Y había dolorosa humildad en su súplica.

La Montaraz se compadeció.

-Mira, no es nada extraordinario; pero como tú eres tan celosa y te impacientas...

-Tendré paciencia.

Y era sumisa.

-Pues verás -comenzó la chismosa, con las de Caín-, no tiene nada de particular, al fin y al cabo; anoche, después de irnos, se volvieron al foyer, y allí cenaron con la Soler.

Lina saltó exasperada:

-¡Y te parece poco! ¡Y dices que no tiene nada de particular! Pues, ¿sabes lo que te digo yo? ¡que es una infamia!

María trató de calmarla.

-¡No seas loca! Se puede querer a una persona...

La otra protestó airada:

-Si es que no me quiere.

-Pues si tan segura estás...

-Pero es que le quiero yo -afirmó rotunda;   —78→   y con gesto rápido alzó el tul que velaba de azul el rostro peregrino, y nerviosa enjugó con el pañolito de encajes una lágrima más imaginaria que real.

-Pero aunque así sea, -predicó María-, si no te quiere, haces mal en seguir. ¿A qué comprometerte, desprestigiarte, luchar, si tan cierta estás? Aunque siempre sea peligroso, todavía cuando tiene una seguridad de encontrar la felicidad, aun se puede echar todo a rodar; pero así...

Lina tomó ese aire de misterio peculiar a quien va a hacer a un extraño la revelación que oculta tragedia interna o a iniciarle en raro fenómeno de psicología.

-Mira, María -comenzó-, te voy a hacer una confesión, a ser franca, franca como no lo he sido ni lo seré con nadie; no quiero tener en este momento ni amor propio de mujer guapa, ni siquiera de mujer. Pues óyeme: ahora, segura de que no me quiere, engañada por él, traicionada, humillada, ¡soy feliz queriéndole! Y hasta pienso a veces que somos más dichosas cuando queremos que cuando nos quieren a nosotras. De que nos quieran nos cansamos; de querer nonos cansamos nunca.

María la contempló asombrada. ¡Pero, aquélla no era su Lina! ¡Se la habían cambiado! ¡Y ella que llegó a admirarla en un tiempo! ¡Cómo se conocía que se iba haciendo vieja, y por eso, como toda mujer al sentirse declinar, se aferraba a su pasión con el cruel temor de que fuese la última!

Lina siguió:

-Y en el fondo tengo la esperanza. de que Willy llegue a quererme. Verá en mí tal cantidad de amor de cariño, de ternura, que a la fuerza acabará   —79→   por convencerse de que jamás en nadie lo hallaría igual, y se dejará vencer.

María fue leal.

-¿Quieres que te sea franca? Pues yo, no. Aparte de que en el amor soy partidaria del flechazo, y creo que se quiere o no desde la primera mirada, no tengo fe nunca en que un inferior nos ame. Podrá querernos; amarnos, jamás. Tiene que ver en nosotros instrumento o dueño: al instrumento no se le ama; al dueño se le engaña. Para amarnos hemos de buscar un igual; mejor, un superior. Para un inferior somos lo necesario -nadie aprecia lo necesario más que cuando carece de ello-; para un igual, lo común -nos es indiferente, por regla general-; para un superior, la locura, y todos aman su locura.

Lina calló un instante; luego dijo:

-No sé, no sé; pero ya ves; además, estoy tan sola, no tengo a nadie en el mundo... (porque tener a Perico y a Baby no es tener a nadie) y necesito que me quieran o, al menos, que me lo digan.

María se encogió de hombros.

-¡Bah! Eso no te ha de faltar...

Lina alzó los ojos. Una mirada triste pasó por sus rostro, como la sombra de una rosa por un espejo de plata.

-Sí, ya lo sé. Pero yo he perdido mi facultad de creer. Cualquiera que viniese después de Willy supondría que lo hacía por interés o por vanidad, no por amor. Willy ha matado en mí la fe, y, ya sabes, el amor es como un cristal de ilusión: si de pronto se rompe, volvemos a ver las cosas tal y como son.

María se hacía cruces. ¡Loca, Señor, loca, de remate!

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La Monreal calló un instante; luego murmuró doliente:

-¡Qué felices son las mujeres honradas!

La cínica hizo una mueca despectiva:

-Hija, no puedo decirte. No soy voto en la materia.

..........................................

La primera vez que la condesa Carolina de Monreal sintió aquella sensación de tedio, de tristeza, de abandono, fue en Monreal-Cottage.

Monreal-Cottage era su gloria y su elegancia. En sus tiempos felices de apoteosis había querido tener, a semejanza de los que las grandes damas inglesas poseen en Escocia, un coto de caza con campestre y señoril residencia, donde pasar la primera parte del otoño -paréntesis abierto en su vida mundana entre el agosto de Saint-Moritz, Ostende o Carlsbad, y el octubre parisién-. Y dada a buscar lugar propicio, recordó que entre los bienes heredados de tía Carmina había unas posesiones allá en la provincia de Ávila, donde, según es fama, tuvieron su casa solariega los Monreal, y, según María Montaraz, la cueva desde donde salían a robar a la carretera. Quiso que aquella residencia tuviera carácter, mucho carácter, y asesorada por Julito, persona de exquisito gusto y de un barniz estético a la violeta, comenzó las obras. Donde se asentaba el antiguo caserón hizo levantar uno nuevo, pero conservando todo el corte del primitivo. Enormes estrados de enyesadas paredes, que hacían destacarse más los retratos de familia (cada uno de la suya, según María) -viejos hidalgos, cenceños, avellanados, terrosos, melancólicas damas de palidez marfileña o rígidas abadesas- pintados por Carreño o Pantoja de la Cruz. Altos techos surcados de vigas; viejos   —81→   reposteros blasonados, cerrando las puertas; enormes galerías, escaleras de piedra y vetusta capilla presidida por una efigie de la mística Doctora, la Beata Madre Teresa de Jesús. Separando el palacio de los campos de caza, un jardín, mitad galante, mitad monacal -monjil Versalles-, abría sus calles de bojes y arrayanes, guardadas por altos álamos o puntiagudos cipreses, sus arcos de follaje y sus plazoletas, donde en las quietas aguas, manchadas de líquenes, de las fuentes, se miraban airosos, como en aquellos otros que fueron gala y regalo de los provenzales jardines, testigos de las peregrinas Cortes de Amor, góticos pináculos.

Aquel año, tres después de la muerte de Adolfo Luna, y un año después de la caída del Ministerio de que formó parte Pedro de Monreal, fue cuando el tedio por vez primera hízola su fatal salutación.

Había muerto Fernando Santa Ana con cruel oportunidad, en el preciso momento en que iba a fracasar. Fue siempre el político español un espíritu de rara sutilidad y exquisitez. Era un artista y un sabio; admirable político teórico, había nacido para las grandes luchas, y las pequeñas intrigas le vencían, le fatigaban. Sin verdadera, voluntad, incapaz de imponerse, con mano de hierro, vacilaba tambaleándose a cada paso. Había llegado al poder con los honores del triunfo, sonando clarines y repicando tambores; a banderas desplegadas. A sus planes irrealizables nadie contestó con una negación que le enardeciera, ni una protesta que le hiciera luchar; parecieron todos conformarse conquistados, y luego, a sus generosos impulsos, opusieron la inercia, y a sus arranques una pasividad absoluta, contemplando curiosos cómo se debatía   —82→   contra lo imposible, seguros de que saldría vencido; y cuando descorazonado, aniquilado en la lucha con aquellos invisibles enemigos, iba a caer, la muerte sintió compasión, y ciñó su frente con el frío laurel de lo que hubiera sido, arrebatando a Lina su apoyo.

Había, pues, muerto Fernando Santa Ana; Pedro Monreal, alejado de la política, vuelto a sus hábitos de juego y disipación; Manolo Catalañazor, casado con una americana millonaria, ambulaba por Europa; Adolfo Luna había pasado en su corazón al rincón de las cosas olvidadas con tía Carmina, con el errante soñador que cruzara antaño como un fantasma por su camino; y en aquella vacuidad sentimental vivía Lina tan sólo de satisfacer vanidosos goces cuando surgió la fatalidad.

Había sido aquel año la atracción, el clou, como decían ellos, de la otoñada en Monreal-Cottage, la estancia allí de la duquesa de Ponferrada, -que les había dado la lata a todos con su manía filarmónica, pues lo mismo era descuidarse que empezar ella a lanzar aullidos lastimeros, que pretendía hacer pasar por arias y romanzas, y que, mirando de quién venían, todos se veían obligados a aplaudir, sin perjuicio de que luego Calabrés afirmase, con general beneplácito, que la dama cantaba como un grillo con dolor de barriga -y de una ilustre dama francesa, la comtesse de la Tour-Maville, flor del faubourg. Completaban la colonia Pepita Pancorbo, la Franqueza, María Montaraz, el marqués de Zacinto, Julito Calabrés, Paco Estrada, el marqués de San Balandrán y el conde viudo de Casa Silvante, gran coleccionista de décimos vencidos de la lotería.

Tocaba el mes de septiembre a su fin; habían desfilado ya la Ponferrada y la francesa, y disponíanse   —83→   todos a hacer otro tanto, cuando Lina comenzó a sentirse mal. Primero eran pequeños escalofríos que le acometían al caer de la tarde, después destemplanza, y por fin cayó postrada con calentura. La Pancorbo y Tinita, en cuanto se cercioraron de que no era cosa mayor, se largaron a Lourdes a hacer su anual visita a la Virgen, no sin ofrecerla rogar por su pronta mejoría; Julito, invitado en Bélgica al castillo de lady Rumbold -donde pensaba aburrirse con dignidad-, se largó también; los demás caballeros siguieron su ejemplo, y quedó sola María, que en los primeros días de octubre, y viendo convaleciente a su amiga, no pudo resistir sin el París de su alma, y se fue. Quedó, pues, abandonada Carolina en medio de la naturaleza, que moría con el otoño; sola, quizás por primera vez después de la triunfal venida a la corte; sola, enferma, aburrida.

Los primeros días pasolos tediosa, recluida en su cuarto -prodigio de cálida, elegancia, que contrastaba en la yerta tristeza del palacio como resaltaría, un rosal florecido en el yermo- leyendo novelas y viendo correr las horas insulsas. Pero, una tarde sintió la tristeza infinita de las cosas que se van para no volver, la melancolía de lo fatal e irremediable.

Yacía Lina tendida en un diván; sus ojos se habían alzado de las páginas del libro, y vagaban por el jardín en calma; descendió el crepúsculo; sobre el cielo albeante las copas de cipreses dibujaban sus siluetas negras semejantes a mortuorios obeliscos; en la amarillez de las calles enarenadas las hojas trazaban laberintos obscuros, y el pináculo de la fuente mirábase inmóvil en las aguas manchadas de liquen. Así visto el paisaje a través del cristal, inmóvil, petrificado, tenía apariencia quimérica   —84→   de luctuoso panorama. Y Lina sintió la tristeza de las cosas pretéritas, la melancolía inmensa de su soledad.

Quiso vivir un recuerdo, y buscó anhelosa en el fondo de su alma algo que fuera antídoto de su amargura. No lo halló. Su marido, jugándose la fortuna en compañía de Lola; Baby, un muñeco de cera; Adolfo Luna, y el solitario que cruzara antaño su camino eran sombras, y como sombras se evaporaban. Sintió la quemante humedad de las lágrimas, y permaneció así hasta que los velos piadosos de la noche la envolvieron.

Desde entonces aquella sensación le hirió de vez en cuando.

Había transcurrido un año, y hallábase Lina en París, cuando conoció a Willy. El octubre había sido de los más divertidos. Lina, María y Julito, libres en la independencia propicia de París, desbarraban. Llevaban corridos cuantos bailes raros, cuantos cenáculos alborozados, cuantos cabarets de fama dudosa o francamente, mala conocían, cuando un día presentose Julito con un convite para una sesión de ocultismo en casa del célebre pintor holandés Wander-Helden. La Monreal había comenzado por negarse en redondo a ir; pero la insistencia de sus amigas, que decían tomar sobre su conciencia aquella locura, junto con su curiosidad y con la certeza de que de no ir ella irían las demás, la decidieron.

Dos criados exóticos, un rubio y un egipcio, vistiendo raros trajes de oriental magnificencia, abrieron la puerta del estudio, inclinándose a su paso, y halláronse los españoles en el más inquietante de los escenarios. Paños de terciopelo negro, bordados en raros emblemas de plata, pendían de las paredes como en una cámara mortuoria;   —85→   flores monstruosas, de belleza inquietante, morían en ambiguos vasos etruscos; extrañas plantas surgían de grandes tibores chinos, que elefantes de pórfido sustentaban sobre sus grupas en los ángulos de la estancia. Una estatua de la diosa Kali surgía trágica en su horrible fealdad, asentada en un trono izado sobre cuatro esqueletos de caballo. El frente principal ocupábalo el cuadro que, inmortalizando a Wander-Helden, lo inutilizara para siempre: «Las nupcias del Amor y de la Muerte». Desde el primer instante aquella pintura producía una opresión extraña, una angustia indefinible.

Sobre un fondo de residencia feudal del siglo XIII, de una vaguedad de ensueño, avanzaba un cortejo nupcial. La figura del novio respiraba alegría confiada; sus cabellos de oro caían sobre la frente con una onda llena de gracia, y sus labios rojos, un poco carnosos, parecían sonreír a la vida. Pero contemplando bien aquella figura, observábase que sus ojos eran turbios, vidriosos, como si invisible venda impidiérale ver. En cambio, los de la pálida princesa que se apoyaba en su brazo brillaban como siniestros fuegos fatuos, tan hondos, tan profundos, que no aciertan a divisarse sus pupilas. Era criatura de belleza admirable; su rostro, demacrado, tenía la palidez del nardo; su cuerpo, esbeltísimo, parecía dotado de un no sé qué de inmaterial, de etéreo. Pero las albas rosas que coronaban su frente palidecían con ese amarillento colorido que toman las flores en contacto con un cuerpo muerto; los argentados bordados de su túnica fastuosa parecían parodiar las líneas del esqueleto humano, y toda su figura respiraba algo de irreal, de quimérico. Tras aquella pareja avanzaba otra y otra, y luego otra,   —86→   hasta perderse en las lejanías del gótico claustro como una procesión de ultratumba.

El autor de la obra y dueño de la casa salió al encuentro de las españolas, encantado de recibir a tan principales damas. Su tez vagamente azulada, sus párpados hinchados, sus ademanes tardíos, cansados, y su persona toda que respiraba vencimiento, denunciaban en él al morfinómano. Elegancia afectada, exquisita, envolvía su persona. Amable, procedió a presentar a las recién venidas a la asamblea, congregada ya en torno al trono de la diosa.

La luz crepuscular, que al filtrarse al través de la vidriera historiada con el Santo Entierro tomaba tintes lívidos, envolvía en su claridad de cripta los extraños invitados.

Eran nueve o diez. Una condesa italiana, gorda, fofa, inmensa, que parecía atacada de elefantiasis, supersticiosa y sensual, que imploraba de la Madona la fidelidad de sus amantes; un príncipe alemán, de fieros ojos y enhiestos mostachos, que renunciara a las preeminencias de su estirpe para debutar como duetista excéntrico en compañía de una perdida; una lady inglesa, con el cabello cortado y viril empaque, excéntrica y eterómana, que había paseado Europa en masculino arreo; Willy Martínez, escultor español, y cuatro o cinco artistas bohemios. Wander-Helden procedió a las presentaciones: -La contessa Baldoni... el príncipe Rodolfo de Wertestein... Lady Floria, Willy Martínez...

Los ojos de Lina, verdes y acuáticos, reflejaron en los ojos acerados y misteriosos del español, y sintió una sensación extraña, como si algo la previniera que había hallado la fatalidad de su vida, esa fatalidad que tarde o temprano todos   —87→   encontramos, y a la que no pocos sucumben. Desde aquel instante sus pupilas se clavaron en él insistentes, provocadoras.

La nigromántica -una mujer anciana, bajita, con el cabello blanco y modesto traje negro -había llegado, y leía en las manos de la contessa Baldoni su destino, todo un futuro de amor. Aprovechando un instante en que la atención de todos se hallaba fija en las palabras de la adivina, la Monreal se acercó a Willy.

-Vivimos María y yo en el hotel Ritz -dijo-. Tendremos mucho gusto en recibir su visita. Entre compatriotas...

La voz cansada de Wander-Helden cortó sus palabras. Le llegaba el turno de interrogar al destino. Cuando se halló frente a la maga, y los ojos de ésta, fríos, triangulares, se clavaron en ella fascinadores, sintió temor y se arrepintió de haber interrogado a los hados. La mano sarmentosa de la adivina corría por la suya con una tenuidad de extraña pesadilla, trazando raros dibujos, y de pronto la voz de la sibila, sonó agorera, profética, como eco de la fatalidad:

«Jugará usted su vida a un amor como fortuna a una carta... ¡y perderá!»

................................................

Sin vacilaciones, sin dudas, fatal e inconscientemente, se entregó a Willy a la primera palabra; no esperó a hacerse valer ni a hacerse desear; se entregó por una necesidad moral de abdicación y de renunciamiento. Ella que había dejado correr su vida sin amar jamás, sacrificándolo todo -sentimientos, ternuras y creencias- a su ambición, comenzó a desandar el camino, sintiendo en el declinar una extraña ansiedad de afecto. Ella que viera morir con un gesto de desdén a Adolfo Luna;   —88→   ella que asistiera impávida al fracaso y agonía de Fernando Santa Ana, su instrumento y pedestal; que en su carrera triunfal por la vida pasó indiferente al acatamiento de todos, sintió vehemente pasión por aquel vividor canalla que hallara en su camino. Por lo mismo que él no puso nada de su parte, sintiose ella más ligada, prisionera de su indiferencia.

De vuelta en Madrid, comenzó una lucha extraña. El escultor no la amaba; veía en ella un instrumento, una escalera, algo necesario, preciso en su vida... y no la amaba. Y Lina, por el contrario, quería ser para él el amor. Al sentirse envejecer, al no respirar ya aquella atmósfera de deseo tan pesada que casi la palpaba flotando en torno suyo, quería hacerse desear y hacer ver a los demás que era deseada.

Segura de su decadencia, tal vez con el íntimo convencimiento de que aquel amor era el último, se aferraba a él queriendo que la amasen por sí y no por lo que representaba en la vida. Era lo imposible. Una rebeldía ingénita contra el dueño llevaba al escultor a amar a todas las mujeres, menos a ella. Entonces celos rabiosos agitaban con furores de vendaval el alma dominadora de la Monreal; celos irrazonados, violentos, invencibles. Una mirada, una palabra, un aparte, bastaban a desencadenar la tormenta.

-¿Ves? ¿ves como eres un canalla? ¿Cómo no me quieres? -clamaba desatentada, loca.

Él se sentía harto, cruel.

-Pues bueno, ¡no te quiero! ¡y se acabó!

Entonces la ira se deshacía en llanto. Imploraba triste, quejumbrosa, humilde. El veía lo que podía perder, sentía lástima de ella y le prodigaba una limosna de ternura, una migaja de pasión.

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Consolada, feliz, quería exhibir su triunfo, y corría a María. Sonrisa irónica o mirada ambigua de ésta volvíanla a sus desconfianzas, y despechada, no vivía hasta hallar a Willy y recomenzar la escena.

La vida así era imposible. Todo se torcía, se derrumbaba, caía, en la existencia de la condesa de Monreal. Su marido, dejado a sí mismo, vagaba en compañía de perdidas por los grandes centros de juego de Europa, y no contento con ello, había comprometido su fortuna en dudoso negocio con una compañía navieras hispanoamericana. Las gentes de su mundo comenzaban a mirar aquello no como una aventura, sino como un escándalo. Y Lina, en lugar de retroceder, herida en su amor propio, avanzaba más. A los desdenes y murmuraciones contestaba con puñados de barro que les arrojaba al rostro. De un fracaso se reponía con un triunfo que le costaba una finca. Cada pasajera victoria eran algunos miles menos. Caminaba ciega a la ruina. Ella y María, decididas a ser libres, costara lo que costara, se aislaban para hacer su voluntad sin freno ni barrera. Una horda de parásitos que con tal de ir con ellas pasaban por todo, les rodeaban en la vida; y todo vacilaba, se desmoronaba, amenazando hundirla. Y por cima de todo, borrando lo demás como un leitmotiw funesto, lucía una idea: ser querida, deseada, eternamente amada, victoriosa, joven...



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ArribaAbajo-V-


Momentos había en que parecían mirarnos
desde lo alto de una torre.


MAETERLINK.                


-Rosas... Son las últimas...

Y con ademán pleno de gracia, Baby dejó caer dos pobres rosas de otoño, pálidas y fragantes, sobre la falda de su madre. Ella le atrajo hacia sí, y apartando los cabellos color de lino, que caían sobre la frente lívida, le besó con unción devota.

-No te canses, mi vida.

-No. Estoy mejor, mucho mejor.

Y sonrió con aquella su sonrisa de melancolía infinita. Después desasiose de las manos maternas, y avanzó por entre las calles de bojes.

A pesar de sus trece años, apenas había variado. Su cabeza enorme, de linosos cabellos, se bamboleaba, siempre sobre sus hombros estrechos. En su faz de cera, los ojos azules, muy claros, eran raramente bellos, con una tristeza resignada, llena de bondad, que parecía nacer de la certeza de algo que los otros ignoraban, y en sus labios pálidos flotaba una sonrisa de conformidad humilde. Así vestido de terciopelo negro, y seguido de Orión, su fiel terranova, tenía la noble apariencia   —92→   de un príncipe vandikesco. Lina le siguió con los ojos, triste, vencida.

Caía la tarde. Por el cielo, muy claro, rodaba el sol, rojo, redondo, como gigantesco proyectil de una guerra de mundos. Leve brisa plateaba las copas de los cipreses, que cabeceaban lentos, graves. Hacía frío. Ni una mariposa, ni un pájaro alteraban la calma de la atmósfera; sólo de vez en cuando una racha más violenta de viento arrastraba las hojas secas con un crujido lúgubre. Entre los árboles divisábanse a lo lejos los blancos muros de Monreal-Cottage, surcados por grandes manchas de humedad. Baby se había alejado por las avenidas del jardín; miss Gold leía la historia de Oliwier Twist. Lina, sintiendo la necesidad de hablar, de dirigir la palabra a algún humano, se encaró con ella.

-¿Cómo encuentra usted hoy al niño?

La mercenaria hizo un gesto ambiguo.

-¿Cree que le hará daño el frío? Sería mejor entrar...

La voz un poco áspera de la inglesa asintió servil:

-Lo que la señora mande.

Lina calló. Sentíase anonadada, sola. Un mes llevaba recluida, en el señorial caserón, cultivando su dolor como a flor ponzoñosa. Había ido a refugiarse allí, víctima de su naufragio sentimental. Los acontecimientos habíanla vencido, precipitándose durante aquel mes de octubre del otoño madrileño. Willy, caído en manos de la Soler, sólo para ella existía. En pocos días aquella mujer extraña había tomado sobre él un ascendiente inmenso. Primero veladamente, después sin disimulos, se había dejado llevar de su pasión. Lina, desde el primer instante, presintió, con esa rara   —93→   perspicacia de los que aman mucho, el peligro que la amenazaba; aquel amor no era uno de tantos caprichos que le hacían padecer unos días, para luego devolvérselo más afectuoso, mejor, arrepentido; aquello era algo más grave, más peligroso, que se enseñoreaba de él, que se filtraba en su sangre y conturbaba, su espíritu. Luchó: primero, súplicas desesperadas, ruegos humildes, lágrimas; después reproches violentos, quejas, amenazas; y por fin, en noble sublevación de su orgullo, el rompimiento. Retirose a su casa, ofendida, herida en su amor propio por la desdeñosa, indiferencia del muchacho. ¡Ah! No sabía él lo que había hecho. Cuando volviese a buscarla, y volvería -¡tenía la triste certeza de que la necesitaba!-, ya sabría ella vengarse, dejar caer sobre él el peso de su fuerza; le humillaría, le rechazaría, le haría rogar, arrastrarse cobarde, rastrero, y a sus palabras contestaría con un sarcasmo; a sus súplicas, con un desdén; a su amor, con despego altivo, injurioso. ¡Ah! ¡Cómo gozaría ella al verle bajo, ruin, y al podárselo escupir a la cara!

Pero esperó vanamente: Willy no volvió. Los días pasaron para ella en ansiosa incertidumbre; sus propósitos de rigor, limados por las horas, se fueron pulverizando; ya no le maltrataría, altiva; lo reprocharía, bondadosa, tierna, su conducta; le haría ver su injusticia. Y los días pasaron, y el bohemio no tornó al nido, y ya sólo deseó un pretexto que le permitiese conceder aquel perdón que nadie le pedía, y el pretexto no vino. Pensó atropellar por todo, buscarle, reconquistar lo suyo a cualquier precio; pero las miradas irónicas de María y Julito, sus confidentes, la detenían con un juicio burlón suspendido sobre su cabeza como nueva espada de Damocles. Experimentó la necesidad   —94→   de vivir su dolor sin la máscara de frívola indiferencia que la presencia de los seres que rodeábanla en la vida le imponía; quiso hallar un refugio, paz, cariño -esas dos necesidades de cuantos se sienten envejecer y han perdido su fe en la alegría y el amor-, y pensó en Baby, olvidado en las frondas de Monreal-Cottage. Las noticias que de él recibía eran alarmantes. Lenta consunción parecía llevarle hacia la muerte; los mejores médicos se habían declarado impotentes, para luchar contra aquel mal extraño que le poseía. Al llegar Lina, una impresión penosísima le oprimió el corazón: con la clarividencia de los que sufren vio la mano de marfil de la Enemiga, posada en las crenchas rubias. El médico le habló sincero. El niño estaba irremisiblemente condenado a muerte. Lina escribió a su marido, que otoñaba en París; telegrafiole luego, apremiante; no vino. Y la mundana, presa de una hiperestesia de amor maternal, dedicose a su niño, poniendo en aquel cariño la esperanza de refugio para su alma dolorida. Era preciso salvarle, para que su vida tuviese un objeto. Inválida del amor, sería ángel de piedad; y si pecó mucho, porque mucho amó, sabría redimirse amando más, pero con otro amor. Hora tras hora, día tras día, comenzó su batalla con la muerte. Y fue trágica epopeya la de aquella mujer, que quiso hallar en la abnegación el olvido.

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Caído el libro sobre las rodillas, reclinada la cabeza, que sencillo peinado avejentaba, en el respaldo del sillón, seguía con sus verdes ojos nostálgicos a Baby, que se aproximaba a las lindes del jardín. Al través de la verja se veía, tal en los paisajes ascéticos, la polvorienta carretera que serpenteaba   —95→   por entre los campos yermos. Allá en la lejanía descendía por las lomas un rebaño de ovejas seguidas de viejo pastor que de vez en cuando se detenía apoyándose en su cayada para llamar al rezagado mastín. Y los nevados toisones albeaban sobre los terrones grisosos. Camino adelante venía un rapaz pelirrojo, delgadito y encogido, que como en las santas consejas que nos hablan de remotos tiempos, cuando, bajo el humilde sayal, recamado de conchas, de los peregrinos, erraba por las veredas nuestro Señor Jesucristo para saber de las buenas almas en que anida la compasión, se detuvo para implorar una limosna.

-¡Santas y buenas tardes! ¡Tengan mis señores compasión! -plañió el niño.

Al contrario de los golfos de las grandes ciudades, tienen estos pordioseritos ambulantes por los caminos una humildad resignada que vive en el fondo de sus pupilas y tiembla en el borde de sus labios. Aquéllos parecen tener seguridad de vivir, decisión de andar a bofetadas con el hambre; éstos son resignados, melancólicos, y saben de la tristeza y de la muerte.

Baby entabló conversación con él. Uno en el pináculo de la vida, el otro en el último escalón social, parecían hermanos. Miss Gold se sintió indignada.

-¡Baby, ven aquí! No se habla con esa gente imperó.

El paria alejose sendero adelante, humilde, sumiso, y el niño, brincando, acudió al llamamiento. A medio camino se detuvo; luego comenzó a avanzar lento, jadeando tenuemente, y al llegar al grupo de su madre y el aya se dejó caer en la butaca cerrando los ojos. Lina se alzó asustada.

-¡Baby! ¡Baby! ¡hijo mí! ¿ves cómo no   —96→   puedes correr, cómo te cansas?... Vaya, no, te asustes; eso no es nada...

Y con el pañuelo enjugó la transpiración que humedecía su frente. Se había arrodillado ante él, y, asustada, le palpaba las manos; estaban frías, húmedas, viscosas. Aterrorizada interrogó:

-Jack, niño mío, mi vida, ¿estás mejor? ¡mira a tu madre!

El niño no contestó. Un hilito tenue de sangre corría por la comisura de los labios. La madre clamó horrorizada:

-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Se muere!... ¡Miss Gold, corra usted, que vayan a Ávila!... Un médico... Un telegrama al señor... deprisa, deprisa, en el coche; cualquiera... Usted misma,... ¡Dios mío!.¡Dios mío, mi hijo! ¡Lo único que me queda en el mundo!

Dolorosa, augusta en su tristeza, cubrió de besos el rostro de mortuoria palidez.

-¡Cielo mío! ¡mi niño! ¡háblame, mírame!

Baby abrió los ojos y los fijó en su madre con resignación tranquila, casi compasiva.

-No llores... Tienes bonitos los ojos... son verdes y te los vas a estropear.

La mundana sintió que se le desgarraba el corazón.

-¡Baby, vida mía, no hables así! Mis ojos son para verte, para mirarte siempre, ¿verdad? Por eso son bonitos.

Sonrió con una sonrisa de tristeza tan intensa, que parecía una mueca fantasmagórica.

-No me verán.

-¡Jack, hijo mío, no digas eso!... Mira, ahora te cuidas mucho, mucho; tu madre no se separa de ti, y cuando estés mejor, nos vamos los dos lejos,   —97→   a países donde hay flores y pájaros... ¿Quieres, di, quieres?

Los ojos del niño parecían contemplarla desde la eternidad. Sus miradas eran luminosas, profundas, lejanas.

-Yo me voy solo, allí...

Y con las pupilas señaló al cielo, que palidecía en el crepúsculo.

-¡No digas eso, no digas eso, por Dios! -y se abrazó a él.

Había vuelto a cerrar los ojos, y la sangre corría nuevamente, lenta, constante. Sus manos se enfriaban, y el cuerpecillo enclenque, quedaba inerte. La sangre dejó de correr. Lina, espantada, loca, se puso en pie.

-¡Miss Gold! ¡Miss Gold! -llamó. Nadie vino-. ¡Manuel! ¡Mariana! ¡Que el niño se ha muerto! -tornó a clamar.

Nada. Su voz se perdió en la llanura inmensa.

El aire habla cesado, y ni una hoja se movía en la copa de los árboles, ni un ruido alteraba la tranquilidad. La naturaleza, indiferente a su dolor, envolvíale irónica en su augusta calma, tranquila ante aquella tragedia, que no alteraba en nada el magno equilibrio de sus leyes.

Con extraviadas pupilas la Monreal miró en derredor buscando unos ojos amigos, una palabra de consuelo. Estaba sola. Orión la miraba atónito, sin comprender. De la ciudad lejana, vibrando en la yerta calma, llegaron a ella las campanadas del Angelus.

Y Lina se dejó caer al suelo, sollozante.

.................................................

El reloj dió las campanadas de la tercera hora. Alzó Lina la cabeza, y. con ojos atónitos, hinchados   —98→   de llorar, miró en torno a sí. A la luz de la lámpara que ardía lejana al lecho, vio en éste el cadáver de su hijo. Sobre los encajes de la almohada, el rostro lívido del niño era como un gran iris de muerte; los labios pálidos estaban entreabiertos; el oro de las pestañas tendían su velo en las mejillas marchitas, y los cabellos albinos caían sobre la frente en lacios mechones. Entre sus manos cruzadas languidecían algunas flores que esparcían por la estancia el inquietante aroma que adquieren en contacto con la muerte. A los pies de la cama una religiosa, que arrodillada habíase dormido, una plegaria en los labios, fingía orante estatua sepulcral. Sobre los muros blancos, Jesús Niño tendía sus brazos en cruz. Las maderas del balcón abiertas dejaban ver los campos estériles, prolongándose en lontananza, semejante a un mar de arena; y allá a lo lejos, como en la Isla de los muertos de Boeklin, bañada en claridad lunar, la ciudad murada. El cielo litúrgico tenía como en las vitelas con que monjes artífices ilustraron los breviarios medioevales, un tinte azul cobalto en que bogaba el esquife de plata de la luna en medio de una lluvia de estrellas de oro. Venus, Sirio y Arturo temblaban su gloria en la bóveda celeste, y la Vía Láctea abría la albura de su senda por los campos de azur.

En la calma ultranatural de la noche diose Carolina cuenta mejor que nunca de su soledad. Melancolía anonadadora, oprimió su pobre alma, fatigada en la lucha. Ansia inmensa de ternura desbordose en su corazón.

Lenta, con pasos de somnámbula, se acercó al lecho, se inclinó sobre el cadáver, y sus labios se posaron en la frente del niño.

La sensación de viscosa glaciedad le hizo retroceder,   —99→   sintiendo un escalofrío correrle por la nuca y erizársela la raíz de los cabellos; el horror a la soledad la arrancó un grito:

-¡Miss Gold! ¡Miss Gold!

La puerta se abrió, y alarmada, la inglesa, penetró rápida; la hermana se puso en pie.

-¿Está mala madame?

-¡Jesús! ¿Está indispuesta la señora condesa?

Lina, miroles alternativamente al rostro. El de la inglesa reflejaba servil precipitación. El de la monja, curiosidad sobresaltada. Ante el mercenario interés, Lina recobró su presencia de ánimo. ¿Para qué quejarse ni entregarse a su dolor, si no había de hallar ni compasión, ni amor, y sí sólo sumisión o respeto?

-No, nada. Es que me adormilé, y al despertar...

-¿Por qué no se acuesta, señora?

-Sí, madame; sería lo mejor.

-No, velaré.

Y sentose a la cabecera del lecho. La inglesa salió, la religiosa tornó a sus rezos, el silencio volvió a pesar sobre la estancia, y Lina meditó. ¡Qué sola estaba! ¡Qué triste, qué inmensa, qué abrumadoramente sola! ¿Sería aquel abandono consecuencia de su carácter o de los hechos que le habían llevado a vivir sin pasado? Allí estaba el mal. Había venido a desempeñar un papel en el teatro del mundo, y a aquel papel se había atenido sin tomarse el trabajo de crear fuera de los bastidores un rincón donde hallar descanso. Y hete aquí que un día no se había contentado con las fórmulas -fórmulas de amor, de cariño, de amistad, de compasión-, que cada cual tenía escritas en su papel; había hallado que eran demasiado necias, demasiado hueras, demasiado frívolas, que se oía con   —100→   excesiva claridad la voz del apuntador, y había querido vivir su vida, y se encontraba con que, rota la ilusión y fuera del escenario, estaba sola. Fortuna, posición, vanidades, con el cortejo de parientes, de amigos, de devotos, aquello eran bambalinas que se desplomaban al primer soplo de la desgracia, vejez, enfermedad o ruina. Era preciso algo más verdadero, más grande: cariño o amor. Pensó en Willy. Volvería a él. ¿Qué le importaba su amor propio de mujer hermosa, su vanidad da mundana ante la dicha de su vida? Lo sacrificaría todo e iría a él. Reconquistaría lo suyo, lo que le pertenecía, costara lo que costara, arrojaría a la intrusa y reinaría sola en el corazón del bohemio.

Paz augusta descendía sobre su alma, y el sueño posó la mano en su frente.

Amanecía.



  —101→  

ArribaAbajo-VI-


Honte à moi! Chaque jour, et chaque jour plus fort,
le dégoût vient gonfler mon cœur qui te renie;
Mais devant le splendeur de ta grâce impunie,
s'agenouille ma haine et couche mon remord.


EDMOND HARANCOURT.                


En el impaciente pasear por la estancia con que entretenía su espera Willy, se detuvo ante la estatua de Astarté, su obra maestra inacabada. Por raro capricho imaginativo del artista, habíase encarnado la divina Dama del Sol en quimérica alimaña de trágico horror.

De viejo paño de terciopelo rojo rameado de oro de bizantina magnificencia, empalidecido por los años, surgía el bloque de nevada albura. Sobre inmenso peñasco un adolescente parecía agonizar, en espasmo, no sé si de dolor o de voluptuosidad. Su cabeza, de clásico perfil de Ganimedes, pendía inerme fuera del mármol, mostrando su belleza insuperable de semidiós heleno; su cabello recortaba la frente estrecha, y caía hacia atrás en pequeños bucles; sus labios se entreabrían en un gesto de doliente voluptuosidad, y en el fondo de sus ojos entornados titilaban sus reflejos acuosos dos zafiros pálidos. Su cuerpo, de viriles líneas llenas de gracia y de belleza, como de noble luchador griego, se retorcía en crispación espasmódica, bajo la caricia del monstruo que le estrechaba.   —102→   Era éste un pulpo enorme, de largos tentáculos que se enlazaban a las piernas nerviosas de acerados músculos, apresaban los brazos finos y aprisionaban la fresca juventud del tronco con su inmundo abrazo. Y surgiendo del cuerpo repulsivo un rostro de mujer de belleza perversa, se inclinaba sobre el suyo. No tenía edad, como no la tiene lo eterno, lo inmutable -el amor, el dolor, la lujuria, la muerte- era sencillamente hermoso, dolorosamente hermoso, con la belleza de la fatalidad. Sus labios se tendían voraces hacia los del mancebo, como si fuesen a sorber su vida, y sus pupilas, incrustadas de glaucas esmeraldas, buscaban las miradas puras, azules.

Aquel grupo, que impresionara en cualquier lugar, tornábase inquietante en el extraño decorado del estudio. Cubrían los muros prodigiosos tapices de la fábrica de los Gobelinos, reproduciendo la fábula de Hermafrodita. En los boscajes de mirtos de Halicarnaso, la ninfa Salmacis estrechaba entro sus brazos al esquivo hijo de Venus y Mercurio, implorando de los dioses la uniesen a él; los centauros galopaban por entre frondas de laureles-rosas; las sirenas -Leucosie, Ligea y Parthénope-, meciéndose sobre las ondas azules del mar Tirreno, atraían los pasajeros con sus dulces cantos, a nada comparables, y las esfinges solitarias en los desiertos de arena guardaban su enigma.

En un rincón, y sobre un caballete revestido de un viejo brocado del siglo XV, un agua-fuerte de Goya lucía obsesionante. Por obscura callejuela madrileña marchaba con firme paso, rico en donaire, una maja; su cuerpo, de opulentas curvas, era sensual como el de su desnuda compañera; el seno erguido, amplia y redonda la cadera como jarra talavereña; firme la pierna, parecía   —103→   que al andar, en torno a su falda ceñida de madroños, las castañuelas repicaban las alegres notas de un fandango, mientras sus pies, menudos, calzados de escarpines de alto tacón, hechos a pisar las capas de grana de los toreros, disponíanse a marcar los pasos de la danza; y de pronto, como en siniestra obsesión, entre las blondas de la mantilla que le caía con salero sobre los rizos, aparecía en todo su horror una calavera. Un viejo, caídos los embozos de la capa, le iba a los alcances, casi le tocaba. En el rostro senil, crispado en babosa sonrisa, lucía una claridad de lujuria casi demoníaca, mientras al quicio sombrío de miserable mancebía, la celestina, con toda la noble apariencia de una sierva de Satanás, reía procazmente mostrando el cuévano inmundo de su boca desdentada. Una leyenda rezaba al pie del cuadro: «¡Anda, que ya la alcanzas!»

Un antiguo paño litúrgico, bordado al estilo gótico con los misterios de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, cubría la cola del piano, a cuyo lado se erguía, sobre truncada columna de mármol, un busto de Medusa, lívida la faz, de transparente alabastro, flameante la cabellera, de broncíneas sierpes, fascinadores los ojos, empedrados de enigmáticas gemas.

Irguiéndose sobre pedestales de extrañas formas, estatuas fragmentarias -María de Magdala, Salomé, Judith, Parsifae, de Creta, Calimanthe- surgían de labradas estofas, historiadas de inverosímiles fieras y exóticos pájaros que evocaban al remoto Oriente, y por todas partes, en los búcaros de tornasolado vidrio veneciano, en las cinceladas copas de orfebrería italiana del siglo XVI, en los barros españoles y en los policromos tibores chinescos, flores, muchas flores en plétora de matices   —104→   y fragancias. Flores, muchas flores: crisantemas trágicas como desmelenadas cabecitas de princesas del imperio del Sol naciente; rosas de enfermiza albura, que semejaban rostros de niñas a quienes la Amiga besó en la frente en la pasada Primavera; lirios cándidos, como aquel que el arcángel ofreciera a María con las palabras santas: «¡Bendita tú eres entre todas las mujeres!»; o morados, como las tristezas, como los crepúsculos, como las vestiduras de pasión; gardenias y nardos, las flores que envenenan, y violetas, las humildes florecillas de amable aroma. Crisantemas, rosas, lirios, gardenias, nardos y violetas, mezclando sus tintes y sus perfumes en peregrinos ramilletes.

Willy miró el reloj -el Tiempo jugando con la Vida- y tornó a pasear presa de impaciente ansiedad. Esperaba a Lucerito; la esperaba como siempre, porque aquella mujer tenía el don de hacerse esperar, tardando el suficiente tiempo para provocar ansioso temor, sin dar lugar a que su víctima se resignase ni estallara en violenta ira. La gitana tenía en sí, no por estudio, sino por merced de la naturaleza, todas las artes del poder femenino. Sabía ser altiva, y humilde, tierna o desdeñosa, con una rara intuición del ajeno estado de espíritu.

En un mes de relaciones, aquella mujer había tomado un dominio absoluto sobre el bohemio, se había infiltrado en su sangre como sutil veneno que matara deleitando, y llegó a ser para él imprescindible, como lo es su droga al morfomaníaco. Aquella fatal fuerza, aquel gran peligro, la sensualidad que dormía callada en él, habíase despertado en contacto con el cuerpo moreno.

En un principio mirola como modelo admirable,   —105→   que era, además, una pose más que cultivar; extravagancia de artista, de cuyos detalles se cuidaba como de los de una escultura. La oposición de Lina, el ansia de afirmar su libertad, precipitole, y cuando se dió cuenta del peligro era tarde: la pertenecía. Y sentía hostilidad contra aquella mujer que poseía su cuerpo por completo sin poseer su alma. Cierto que a Lina tampoco le había amado; que había sentido por ella la sorda hostilidad del esclavo por su amo; pero Lina, a lo menos, era el instrumento necesario, y la Soler la sima sin fondo en que sus ilusiones iban a perderse. A Lucerito no la quería, puesto que querer no quería a nadie. Su alma, como soberbia águila, remontaba su vuelo por cima de las más altas cumbres. Aseguraba su vida; el anhelo de gloria había renacido, y como en el mundo es imposible vivir un ensueño y realizarlo en manos del arte a un tiempo mismo, no amaba a nadie. Pero la gitana le dominaba. Un deseo loco de ella ardía en Willy a todas horas, consumiéndole; era inútil que en ausencia suya forjara proyectos de rebelión; una mirada, un gesto, una caricia bastaba para vencerle. Y ella, tranquila, risueña, segura de sí, sabía negarse y entregarse en alternativas que aumentaban el amor del escultor por ella.

Él, que siempre contempló a los demás con altivo desdén, con reposada indiferencia, sentía ráfagas brutales de celos que agitaban furiosamente su espíritu, desencadenados con una mirada de los ojos sombríos, apaciguados con un beso de la roja boca. No trabajaba; la figura, obsesionante le poseía como diabólico maleficio; los ojos fabulosos de tenebroso brillo lucían perpetuamente ante él, y el cuerpo desnudo se le ofrecía por doquier como en baudelairesca pesadilla. Sentía el jadear de los   —106→   labios sobre los suyos y el macizo temblar de los senos erectos entre sus brazos como una condenación. Comprendía que era suyo a muerte, y la palabra terrible parecía escrita, como en el festín de Baltasar, en caracteres ígneos ante él. El demonio de que hablan los místicos había hecho morada en su cuerpo, y no había humano exorcismo que le echara de allí. ¡Y, sin embargo, no la amaba! ¡Estaba seguro de no amarla! Por el contrario, la odiaba. Una ira inmensa se alzaba en el fondo de su alma egoísta contra aquella criatura que desbarataba su vida. A veces en las sombras fantasmagóricas del estudio, al morir del crepúsculo, una idea cruzaba su cerebro escalofriándole como el roce de las alas de un pájaro siniestro. ¡Matarla! Así se liberaría y sería fuerte, fuerte, para siempre. Su descabellada imaginación le presentaba, como en un álbum prodigioso de cobres, los sutiles crímenes de la Edad Media, los venenos que quitaban la vida en un festín, en una orgía, en una noche nupcial; los dramas de aquellas cortes políticas, artistas y crueles; los asesinatos de los Borgias, de los Médicis, de los Valois; aquellas alcobas sombrías tapizadas de viejos Flandes, donde en lechos erguidos sobre salomónicas columnas, como túmulos imperiales, agonizaban, entre damascos color de púrpura, y sangre, un decadente príncipe que estorbaba a la política del privado o una princesa pálida, como azucena, mística, que era obstáculo a las ambiciones de una favorita. Forjaba descabellados planes, y luego, cuando en casa de Lina hablaban de una reciente excursión en automóvil, o en el club una partida de «poker», se encontraba ridículo y se reía de sí mismo; pero allá en lo íntimo de su ser seguía deseando un cataclismo que matase a aquella criatura,   —107→   que les separase para siempre... y al sonar la hora corría loco a sus brazos y lo olvidaba, todo para sólo pensar en ella.

La Vida hizo girar entre sus manos de bronce la esfera de cristal de roca, y el Tiempo, irónico, señaló la hora. Willy tornó a detenerse impaciente ante la estatua de Astarté, y sus dedos largos y finos, en que brillaba, como escarabajo de luz, un diamante negro, corrieron por el torso del monstruo en leve caricia. Así, sobre el superbo fondo del estudio, podía apreciarse mejor en toda su noble elegancia la persona del escultor. A pesar de su atavío montemartresco, evocaba vagamente su figura la de uno de aquellos sutiles príncipes florentinos, artistas y envenenadores. Las líneas de su cuerpo, armoniosas, llenas de viril y nerviosa elegancia, se dibujaban bajo el negro terciopelo -¡oh suntuosos terciopelos del Tintoreto!- del traje bohemio, y resaltando en el marfil del sedeño cuello de su camisa, que se abría sobre la chaqueta, el rostro muy pálido, de líneas finas, un poco crueles, ensangrentado por el leve trazo de los labios irónicamente perversos e iluminado por la fría luz de las pupilas, que en sombrías cejas altivas, brillaban grises, aceradas, perspicaces, mostrábase, como en un claroscuro. Una cabellera castaña con imprevistos reflejos de cobra completaba su figura. Laxitud enfermiza envolvíale traidora; languidez malsana, matizaba sus gestos, dándole cansado aspecto de vencido.

Un timbrazo largo, sostenido, impaciente, hizo latir su corazón, y antes de que hubiese tenido tiempo de reponerse entró en apoteosis de luz y de alegría Lucerito Soler. Quiso mostrarse serio, ofendido.

-Mira la hora...

  —108→  

Ella saltó a su cuello.

-¡Chaval!

Desarmado, rió. Después se besaron.

Doña Trotaconventos, discretamente rezagada como correspondía a su elevado ministerio, contemplaba, ensimismada en esa afición de las almas artistas por las cosas bellas, un soberbio candelabro de plata, calculando mentalmente su empeño; cuando creyó pasado el primer transporte volviose hacia ellos:

-Bueno, Lucero, aquí te quedas. ¡A ver si estáis como Dios manda! En usted fío. Formalidad -y tornándose festiva- ¡cuidadito con don Willy, que es un picarón! -y se digirió a la puerta.

Al llegar se detuvo con grandes muestras de consternación:

-¡Jesús Nazareno! ¡Qué cabeza la mía!... ¡Pues no me he dejado la bolsa en casa y he de ir a la droguería!... Y ahora tener que subir setenta escalones -siguió plañidera-. ¡Válgame la Virgen bendita de los Dolores! Que estoy yo para subir y bajar... ¡Ampáreme nuestro Señor! ¡Si donde no hay harina todo es mohína!... ¿Tú tienes ahí dinero? -preguntó encarándose con su sobrina.

Lucerito la tendió el portamonedas. Lanzole, la zurcidora de gustos una mirada asesina capaz de pulverizarle. ¡Pues no faltaba más! ¿Para qué están los hombres? ¡Que pagase aquel panoli!

-Mujer, no olvides que has de ajustar a la modista con eso hoy -y sonriendo con su boca mellada se volvió al escultor-: ¡Si tuviese usted ahí dos duros!...

Willy se llevó la mano al bolsillo. No tenía plata. Allí, muy dobladito, estaba el billete de cincuenta   —109→   pesetas, resto del empeño de la sortija de brillantes. Lo sacó de mala gana, con la esperanza de que no lo aceptasen, y se lo ofreció a la vieja.

-No tengo suelto; si quiere...

-Bueno, ya se lo daré...

Y los dedos de rapiña trincaron rapaces el papelito verde.

La gitana protestó:

-Pero, tía...

-¡Bah! Al señor qué le importa si me conoce bien -¡y tan bien como la conocía!- y sabe que presto se lo he de devolver; entre amigos, ¡qué pinturerías ni qué...! hoy por ti, mañana por mí.

Y amable, melosa, salió tras de mucho encargar a Willy cuidase su niña, su único tesoro, en lo que ciertamente no mentía.

Quedaron solos. Lucerito, plena de gracia, ambulaba por el estudio y contemplaba las estatuas como a grandes muñecos, inconsciente de las trágicas fuerzas que evocaban, como inconsciente era de su propia y fatal fuerza, como inconscientes son todos los grandes poderes de la naturaleza: el vendaval, el rayo, el mar. Ante la estatua de la diosa se detuvo fluctuante entre el horror y la risa. Se decidió por ésta, y rió; rió sin cansancio, y sus alegres carcajadas, frescas, cristalinas, sonoras, vibraron en el estudio, ensombreado por el anochecer. Su vida victoriosa parecía llenarlo todo; de su cuerpo emanaba una reverberación de júbilo imponderable: iba y venía, risueña y sonora, pueril, tarareando coplas en que mezclaba sentimentales lamentaciones con obscenidades, imprecaciones de fe y amor con callejeros donaires, modulando pases de danzas que dejaba inacabados. La falda de lana azul, sencillamente plegada, moldeaba   —110→   los flancos, que se movían rítmicos, incitadores, y dejaba entrever, en sus rápidos giros, la torneada pantorrilla ceñida por calada media de seda negra, y el pie inverosímil de niña calzado de charol; una blusa de tafetán cereza ceñía el busto en suave curva, y el velo de Almagro echado por cima de su bella cabeza, sin sujeción de agujas ni horquillas, dejaba rizarse la corona de negros bucles que ornaban la testa, y tendiendo sobre la clásica frente su indiscreto velo aumentaba el brillo de las pupilas, que, sombrías, inmensas, vagaban acariciándolo todo con su caricia de fuego.

Cansada, fue a sentarse en un diván hecho con pieles de oso, y con su mano ensortijada, vestida de negros mitones, llamó a Willy.

Sentose él a su lado, muy cerca, y la miró intensamente, apasionado, loco. Ella le pasó los dedos por el pelo.

-¡Te quiero! -murmuró.

-¡Eres mala! -afirmó Willy.

Lucero abrió mucho los ojos, ingenua, asombrada.

-Contigo, no... Mira, gitano -y le hablaba con pueril seriedad, ladeando la cabeza-; he sido muy perra con muchos, unos por primos, otros por chulos; ¿pero, con mi niño?... -y le acariciaba tenuemente- hasta la última gotita de mi sangre daría por ti.

Y como prueba suprema:

-Ya ves, ni te pido nada ni quiero nada tuyo más que tu corazoncito; pero ha de ser para mí sola, ¿verdad, churumbeliyo de mi alma?... ¡Y -prosiguió- mira tú que estoy currelada y que he pasado! -e hizo un gesto como para apartar un recuerdo sombrío- pero yo soy así... cuando quiero.

  —111→  

Apasionado besó sus manos.

-¡Gitana!

Ella siguió:

-A veces pienso que soy como esas serpientes que son muy feroces, y el domador las pone en el pecho, y allí se están quietas, quietas...

Y toda encogida se refugió en sus brazos.

Un escalofrío le corrió al escultor por el espinazo, y pareciole que, efectivamente, tenía un reptil oculto en el pecho. Para romper el doloroso encanto la miró al rostro.

-Como guapa, no lo eres -dejó caer tras breve contemplación-, pero tienes luz en la cara.

Mirole primero seria; luego abrió los ojos, luminosos, espléndidos, inundando de claridad el rostro, en que brilló la blancura de los dientes; luego, poco a poco, con gesto de infinita voluptuosidad, entornó los párpados y le brindó los labios rojos, que se entreabrían, tal una flor al sol de la mañana. Él mordió su divino veneno en un beso largo, largo; después gimió quedamente:

-¡Mía, mía, nada, más que mía! Mira, nena, no quiero que te toque nadie, que te habla nadie, que te vea nadie...

Luego imploró:

-Si es verdad que me quieres, deja ese cochino teatro... ¡Tengo celos, y te mataré!

Ella rió.

-¿Y de qué voy a vivir?

Inconsciente en su pasión, afirmó:

-Yo te sostendré.

Ella denegó:

-No puede ser. Dejaría de quererte. Yo soy como los gorriones: necesito luz, alegría, libertad.

El timbre, que repicaba insolente, cortó su madrigalizar. Primero no hicieron caso, o intentaron   —112→   seguir su charla; pero el timbre vibraba procaz, implacable, y al fin el escultor, aburrido, se levantó y salió a la antesala. Al abrir la puerta con ademán violento de impaciencia, lo único que distinguió en la penumbra crepuscular que invadía ya la escalera fue una sombra. Era una mujer enlutada, tocada, la cabeza de minúsculo sombrero y cubierto el rostro por espeso velo.

-¿Qué se le ofrece? -interrogó.

Con voz doliente, pero firme, respondió la figura sombría:

-Soy yo, Lina. Ha muerto Baby, y vengo a traerte perdón y amor.

-¿Ha muerto Baby?

Y la sorpresa le hizo retroceder un paso, que la sombra aprovechó para penetrar en el recibimiento y cerrar la puerta.

-Sí, ha muerto -afirmó Carolina-; estoy sola, sola, y he venido a ti. Ya ves, sacrifico vanidad, coquetería, hasta mi dignidad,... pero te quiero.

Sintió él inmensa lástima por aquella orgullosa criatura que se humillaba hasta implorarle. ¡Qué inmensa catástrofe sentimental había tenido que anonadar a aquella mujer fuerte para que mendigase una limosna de afecto! ¡Qué inenarrable metamorfosis había tenido lugar en aquel corazón de luchadora, para llevarla hasta el renunciamiento! Mirola, tratando de descifrar sus facciones en la semiobscuridad de la habitación. No pudo. Sólo acertó a ver un rostro que albeaba entre las negras vestiduras como azucena mortuoria. Misericordioso, iba a dejarse llevar de aquel primer impulso, cuando las notas de una melodía, apenas esfumadas en las teclas del piano, le recordó la existencia, pared por medio, de la gitana; y así   —113→   como un chispazo produce una llamarada, así aquel recuerdo le hizo ver claros los peligros. Las dos mujeres, la amada y la imprescindible, frente a frente, querellando, y las dos perdidas para siempre, o peor aún; doña Trotaconventos volviendo inopinadamente, el escándalo, y luego, quién sabe, tal vez el divorcio de la Monreal, y luego para toda la vida, la carga de aquella mujer vieja, enamorada, celosa.

Ella también había oído, y una ira insensata agitó su alma. Olvidó sus planes de mesura, de habilidad, de política, aquel prudente obrar según las circunstancias, y con voz dura, metálica, muy distinta de la que usara anteriormente, preguntó severa, juzgadora:

-¿Quién está ahí?

Sorprendido, perplejo, murmuró:

-Nadie.

-Bueno, pues déjame entrar: estaremos mejor.

Cogido en mentira, azorado, sin saber qué partido tomar, fue a la ventura.

-Tengo ahí amigos...

-¿Quiénes?

Cada vez menos dueño de sí, juguete de aquella fatalidad, dió el primer nombre que le pasó por la imaginación.

-Julito...

-Si es Julito, no importa que me vea; entraré.

Y dió un paso, resuelta, desconfiando de la veracidad de sus palabras, decidida, en su excitación, a cerciorarse.

Willy le obstruyó el camino. ¿Qué hacer? Lucerito iba a impacientarse, y saldría, provocando la temida escena. La Monreal -la conocía bien- no cedería fácilmente, y, por otra parte, aquella   —114→   imagen enlutada, arrebatada en un vendaval de pasión y tristeza, le infundía pavor y lástima y... un vago placer. Turbado, inquieto, no acertaba con una solución. Al fin, murmuró, a la buena de Dios:

-Hay otros amigos...

-¡Mientes!

Le escupió al rostro.

No quiso cuestionar. Conciliador se acercó a ella y le cogió la mano.

-Mira, vete ahora; los despido, y dentro de media hora estoy en tu casa.

Le rechazó airada y tornó a flagelarle.

-¡Mientes!

-Te aseguro...

-¡Cobarde! ¡No mientas! ¡Di quién está ahí! ¡Está esa mujer! ¡esa perdida! ¡esa...! ¡Dilo, no seas miserable, dilo! ¡ten siquiera el valor de tu canallería! ¡ten siquiera la franqueza de decir que estás con ella porque es tu igual, tu igual -insistió insultante-, tan indecente tú como ella, tan bajo, tan despreciable!

Y crispados los puños, lágrimas de ira resbalando por el rostro lívido, escupía las injurias como venenosos salivazos.

Irritado, audaz, clavó su puñal.

-Sí, está. Bueno, ¿y qué? ¡Me gusta! ¿Lo quieres más claro? ¡Me gusta!

Se tambaleó; luego irguiose fiera, y con ironía venenosa que desgarraba como una navaja, habló lenta, en voz baja, concentrada.

-Déjame, déjame que pase... Yo la echaré. ¿No tienes por ahí una escoba para no mancharme? Porque tocarla yo, ¡qué asco!

E hizo ademán de dirigirse al estudio.

Él cortola, el paso, y sujetándola suavemente,   —115→   habló replegado en sí, haciendo esfuerzos para no dejarse llevar de la ira que le estallaba dentro.

-Escándalos, no. Si quieres irte, te juro que voy detrás de ti; si no, nada.

Violenta, quiso pasar a la fuerza.

-Entraré.

La rechazó, y ceremonioso, con ira blanca, dijo:

-Le advierto a usted, señora, que, está en mi casa, y me veré obligado a echarla.

Mirole trágica, y luego, empequeñeciéndose, rió con risa cruel, insultante.

-¿Su casa?... ¡Ja! ¡ja! ¡ja!... ¿Y a quién le debe usted todo?... ¿Qué era usted cuando le encontró en París?... ¡Un pelagatos! ¡Un escultorcillo de bazar! ¡¡de bazar!! ¿Y yo he hecho de usted lo que es para, que en mi casa -y subrayó el mi- reciba, queridas? Diga usted.

Apretó él los puños de rabia.

-Porque es usted mujer, no quiero pegarla; porque es una perdida, no mato a su marido.

Ella siguió glacial, inalterable ahora.

-Talento no tiene usted ni pizca; nombre, tampoco; dinero, menos. ¿Qué iba a ser de usted sin mi protección, sin mi posición y mí fortuna?

Le humillaba. Estalló al fin. Grosero, rió también.

-¿Su posición y su fortuna? ¡Valiente posición y valiente fortuna! ¿Dónde estarán ya? Me río de ellas... ¿Sabe usted lo que es? ¿lo sabe usted?... ¡Pues una pobre vieja!

Alzó Carolina la mano para abofetearle. Esquivó el golpe y siguió implacable.

-¡Ahora sí que hemos concluido! Quiero ser libre y no tener que aguantar imposiciones ridículas de la vanidad de nadie, y menos que me echen   —116→   en cara porquerías; quiero poder querer a quien me parezca...

Y, canalla, ultrajó:

-¡Yo no soy el chulo de ninguna vieja!

Gimió como si hubiese recibido un latigazo. El escultor continuó sin piedad:

-Mañana recibirá el señor conde de Monreal el dinero que le adeudo. Y ahora, salga usted de mi casa, señora.

Lina, altiva, le midió con una mirada desdeñosa.

-¡Miserable!

Y se dirigió a la puerta que Willy había abierto. Salió. Cerrose la puerta tras de ella, y comenzó a descender orgullosa, erguida. Al llegar a medio tramo, sintió que flaqueaba; hizo un esfuerzo, y siguió bajando entre las tinieblas nocherniegas.




 
 
FIN DE LA PRIMERA PARTE
 
 


  —117→  

ArribaAbajoLibro segundo


ArribaAbajo-I-


En una sociedad de gentes bien educadas
no debe el amor borrar todas las
relaciones de la vida.


BARBEY D'AUREVILLY.                


De un tirso de rosas de Francia surgía el tablado flamenco. Mantones de Manila, sostenidos por estoques toreros y banderillas, a manera de alzapaños, cubrían la pared, haciendo las veces de telón de fondo, y los geranios rojos, las chinescas rosas de arrebol y los claveles de oro, resaltando sobre el vivo tinte de los crespones filipinos, escalaban la pared en orgía de matices, tendían su pintado dosel por cima del escenario, y colgaban en manojos de flecos policromos, semejantes a fantásticas estalactitas, poniendo una nota hórrida de color en la grave magnificencia del hall, decorado a la moda del Renacimiento. Por cima de las tapicerías de labrado damasco rojo, que hacían destacarse intensamente dos soberbios retratos de Van Dick y una «Gloria» del Tiziano, bordeando el zócalo de roble, enriquecido de admirables tallas; corriendo la línea del friso, y pendiendo en guirnaldas,   —118→   purpúreas rosas, enlazadas con bombillas eléctricas, semiocultas en los sangrientos pétalos, alegraban la vista.

Apenas si, el soberbio horario de mármol y bronce, marcaba las diez y media, y sólo se agrupaban aún en la inmensidad del salón los comensales al finado banquete y cuatro o seis convidados madrugadores. M. Forel, el mayordomo, marchando de un lado para otro, seguido de dos gigantescos lacayos que conducían los licores en recipientes de viejo cristal de Bohemia, ofrecía sobre áurea bandeja las minúsculas tazas de Sajonia conteniendo el café a los invitados.

Agrupábanse éstos según sus simpatías o conveniencias. La Pancorbo, luciendo, con un mal gusto abrumador, traje de terciopelo verde mar con vivos de raso azul (-De cuando me casé; ¡aquellas eran telas, y no estas porquerías de ahora! -no hay que olvidar que pasaba de muy española, de muy castiza, muy «a la pata la llana»- de cuando me casé; ¿no lo creerán ustedes? -repetía incesantemente; y con sólo mirarla lo creía todo el mundo), habíase instalado a la entrada, en el mejor sitio, para darse cuenta y murmurar la primera, formando grupo con Tinita, trapajosa, como siempre, y la Wladimirosky, «el arte en el desnudo», que, mostrando entre los tornasolados de su traje rojo cuanto Dios la dió y ella se añadió, les contaba, llena de entusiasmo, la nueva excursión que acababa de realizar por Andalucía, antes de dejar España, cosa que tendría lugar en breve. Elisita, se indignaba con la incalificable conducta de su administrador de Córdoba, que no había permitido la entrada en la morada de los Pancorbo a la princesa (por orden expresa, de la dama, a quien, según frase gráfica, no le daba la gana de aguantar   —119→   que aquel pendón de extranjera le revolviese su casa). E imaginariamente, en jarras, se decía, riéndose con aquel desgaire ordinario de madrileña neta: «¡Anda, y que se vaya a revolver la suya... si es que la tiene!» Mientras, plañía, con su vozarrón jeremiante la torpeza de los servidores viejos:

-Calle usted, señora, calle usted! ¡Si no hay paciencia!... Y lo siento. ¡Una casa tan curiosa! Toda llena de trofeos taurinos: capotes de paseo, espadas, cabezas de toros disecadas... ¡Recuerdos de mi marido, que no he querido tocar!... El pobre (que de gloria goce) era ciego por las cosas de toros.

La polaca, pese a las pequeñas contrariedades, volvía encantada de su excursión por la tierra de María Santísima.

-¡Oh, España! ¡Qué bello país galante! En Sevilla todos los cantaores haber hecho cosas sobre mí.

Y ante el gesto que hizo Elisita para contener el chorro de la risa que se le escapaba a borbotones, gesto que hizo estremecer la media luna de brillantes entre sus embadurnados rizos, y estuvo a punto de obligarle a tragarse, con el esfuerzo, la dentadura postiza, y ante el rápido persignarse de la Franqueza, creyó ver una sombra de duda, y ratificó veraz:

-Sí, sí, todos. ¡Y bellas cosas!

Un poco más allá, Lidia Alcocer, rodeada como siempre de medio Club, mostraba desafiadora, la maravillosa desnudez de su cuerpo, envuelto entre gasas rosas floridas de lirios negros, que hacían resaltar más sus cabellos de bruñido cobre, sus ojos garzos y sus labios rojos. Al verla entrar la Pancorbo, no había podido contener su severa crítica:   —120→   «¡A la modista se le ha ido la mano en el escote!», murmuraba. Y María, que pescó la frase al vuelo, puso su comentario mordaz:

-¡Si no fuese más que a la modista, pase!

Era Lidia tipo exótico en la noble tierra del garbanzo, exótico aun entre las que posaban de elegante cosmopolitismo. Despreocupada, loca, segura del prestigio de su belleza incomparable, artista, -pintora, música, escritora-, romántica y sentimental, valiente y diplomática, había vivido vida de aventuras, contándose de ella que paseara antaño su idilio con un gran artista, atacado de mal de pecho, por los canales venecianos y los lagos helvéticos, y que al verle agonizar, en vez de lágrimas, vertió rosas sobre su lecho mortuorio. Ahora la vida habíale trabajado; el mundo en que vivía, pesando sobre ella, paralizaba sus alas de quimera, y engañaba su ansia de amor con aquellas vulgares aventuras, de las que no le quedaba después sino el amargor de la desilusión, mientras su alma inquieta soñaba tal vez aquella pasión soberbia que, acobardada, no se atrevería ya nunca a vivir.

Enriqueta Barbanzón, exagerado aún más que nunca su altivo empaque de reina de opereta, hablaba, erguida la cabeza coronada de brillantes, ceñido de perlas el cuello y moldeado el cuerpo de estatua por los pliegues de su vestidura de crespón bleu paon, bordado de colas de pavo real en sedas de colores, hablaba con Ito Samos de Roldán, son mari pour le moment.

-No lo niego -decía con su sonora voz-: Lina parece que levanta la cabeza. La fiesta de hoy...

Y añadió venenosa:

  —121→  

-¡Buena falta le hacia, porque si hubiese seguido así seis meses con ese rastacuer!...

Y dogmatizando:

-Una mujer que se precie tiene que saber escoger sus amantes... Dime con quién andas...

A Ito -su cuerpo enclenque, su cabeza enorme y su quijada prominente denunciaban su abolengo y mostraban el arte de elección de la peroradora- no se le ocurrían, como siempre, más que majaderías e iba seguramente a lanzar una de ellas, cuando el marqués de Zacinto, aproximándose al grupo, cortó el diálogo. Enriqueta le interrogó:

-Oiga, marqués: usted, que es amigo de la casa, ¿será verdad que Lina pone tierra por medio para hacerse olvidar y reponer el bolsillo, y que esta fiesta en honor de la gran duquesa y la presencia aquí de Peralta y de Álvarez no significan otra cosa que arreglos monetarios?

El marqués, siempre caballeresco y buen amigo, negó lo que de cierto sabía.

-Por Dios, marquesa, no creo...

-Pues eso dice todo el mundo.

-Pero nosotros no debemos creerlo.

La dama, pese a sus ínfulas de gran señora, sintió deseos de darle un abanicazo. ¡Habrase visto pelele! ¡Claro, el muy gorrón!...

Mientras, María Montaraz, de negro -llevaba alivio por un tío suyo, muy raro, que había tenido la oportunidad de morirse quince días antes en plena season. ¡Al demonio se le ocurre! Lo que es si se había creído que iba a llevarle luto ella, ¡estaba fresco!-, del brazo de Julito, ganaba un diván tapizado de pérsico paño, algo retirado, y se dejaba caer allí.

-¿Has visto? ¡Todos, todos han venido! ¡No   —122→   ha faltado nadie!... ¡Si te digo que Lina sabe camelar a la gente!...

Y satisfecha del triunfo de su amiga, que era en parte su triunfo:

-¡Me alegro! ¡Para que se pongan moños!

-La verdad es que sí, que han venido todos.

-¡Todos, hijo, todos! Mira, ahí tienes a la Ponferrada, inaccesible, encastillada en su virtud, en su poder, en su posición, tan gran señora, tan independiente; ahí tienes a la Valsario, con sus cuarenta años de éxitos, como la Emulsión Scott, que para que en sus tertulias -virtud se exige- no hubiese más que mujeres honradas, no tenía sino irse ella, y ahí tienes a la San Apolinar y a Enriqueta, y ¡qué sé yo!...

Julito, con la mano ensortijada de raras gemas, acarició el rizado volante de su camisa.

-Y la comida preciosa.

-Todo al pelo.

-Me parece -afirmó el elegante- que Lina le ha echado el ojo al bueno del señor de Álvarez.

-¿Tú crees? -interrogó la morena-. Pues le compadezco.

Siguió dejándose llevar, a pesar de tratarse de su mejor amiga, de una ráfaga de maldad.

-Lina tiene jettatoria, y persona en quien pone la mano, muere.

-¡Mujer! ¡Tú exageras! ¡Parecería Madrid un campo de batalla!

La entrada de la Montalbán, otra de las excelsitudes, con su inseparable atavío imperio, les distrajo. María empujó a Julito, y murmuró:

-La perfecta casada.

-¿Sin ironía? -interrogó él.

-Sin ironía. Además de todo, no me choca.

  —123→  

¡Su marido es tan miope! ¡Engañar a un hombre que no puede verlo carece de encantos!

-Pues no lo entiendo.

-Es una romántica moral. Sus cuatro bodas...

-¿Cuatro?

-Cuatro, sí. Yo le pregunté una vez si llevaba los corazones de sus difuntos, como su tocaya Margarita de Navarra, pendientes de la cintura.

-¿Y qué te dijo?

-Que ninguno lo tenía.

-No está mal. Sí, tonta no es...

-Pues contenta está contigo. Dice que has dicho que va de pire en pire.

Julito afirmó gravemente.

-Se está poniendo Madrid imposible... ¡Ya no se puede ni hablar mal de la gente!

María, no menos grave, se adhirió.

-Es atroz. ¡Eso de que cuando no esté uno delante digan... la verdad!

Siguieron su observación.

En un sofá gótico de alto respaldo, labrado con las armas de los Monreal, la condesa de Fuensalvada daba conversación a doña Pacomia Álvarez, viendo en ella un anfitrión posible, y la buena señora, gorda, formidable, ahogándose en su traje de terciopelo gris bordado de oro, y agobiada por las joyas enormes, pregonadoras de los millones de su esposo, amasados en la honrada empresa de envenenar a sus semejantes, pavoneaba orgullosa de codearse, ella, hija de unos modestos industriales de la Habana, que había pasado su vida repasando ropa, primero en el hogar paterno y luego en el bohío de su marido, con aquellas señoronas, condesas, marquesas y duquesas, que descendían de reyes, príncipes y héroes, y que le contaban las   —124→   unas de las otras porción de porquerías que no le importaban.

Junto al hogar de campaña donde dos inmensos troncos se consumían, trocados por las llamas en rubíes, como columnas del palacio de Aladino, Charito y Pepe Breñalva se reían bastante escandalosamente.

El ilustre general don Pomponio Augusto Gómez, sentado junto a Herminia Álvarez, que los cálculos de Lina, le destinaban, y que más que virgen recién presentada en el gran mundo semejaba un golfillo disfrazado de señorita, abandonábala, al frívolo palique de Luis Alfar-Náñez para escuchar extático, cautivado, las arrebatadas palabras de Magda Florián.

Sentada en alto sitial, y al pie de salomónica columna que sustentaba un jarrón de rosado alabastro en que tendía sus hojas una palmera colosal, destacábase la figura de una elegancia culebreante de Magda, moldeada más que vestida por los negros crespones del traje que arrastraba en largos pliegues. Sus brazos, de prodigioso moldeamiento, que poseían teatral belleza de ademán, su blancura de alabastro, sus ojos sombríos y fulgurantes y sus cabellos negros adornados de dos enormes plumas que caían sobre la albura de los hombros, hacían más bellos los arrebatados decires que florecían en sus labios finos y rojos.

Aquella mujer se había hecho una leyenda de pasión de que unos se reían, y a la que otros tomaban por una pose. Huérfana, rica, sola, había vivido en el mundo aislada de la frivolidad ambiente por noble altivez que defendía a las miradas profanadoras el secreto de su alma. Neurótica, arrebatada en un ensueño de amor imposible, vivía cultivando su ideal con malsanas lecturas   —125→   y raros lances sentimentales y poniendo por cima de todo su lema,: Vivir del amor y para el amor.

Loco capricho se enseñoreaba del caudillo por aquella pasionaria hallada en el jardín del placer, y que parecía brindársele en sus arrebatadas razones. Claro que eso no significaba renunciar a su boda con la americanita, que su bondadosa amiga Lina Monreal le buscara; pero lo cortés no quita a lo valiente ni lo sensato a lo amador, y aquel proyecto matrimonial no sería obstáculo a correr una aventura con aquella desequilibrada que le andaba buscando tres pies al gato. ¡No iba por escrúpulos ridículos a tirar la fruta madura que le caía entre las manos sazonada y apetitosa!

No se engañaba. Una ráfaga de pasión había pasado por aquel corazón dolorido por los frívolos devaneos juveniles, fugaces como rosas de abril. El viejo tenorio, con su aspecto heroico, había conturbado a la apasionada. Aquella figura noble de viejo guerrillero había, por contraste con las insignificantes personalidades que le rodeaban, hecho nacer en su alma el amor. Además, era evocación de una tierra lejana donde aún vivían los sueños de gloria, donde los cañones no hacían de las guerras una lucha de máquinas destructoras arrasando las ciudades al primer grito de rebelión, y donde los gauchos galopaban sobre los potros bravos en pelo, flotantes los ponchos, como fantasmas de una victoria remota, y duermen al pie de los ombús mecidos por la voz del payador que canta a la majestad del Inca. Quería seguirle a aquella tierra de sol, de amor, de fuerza, y allí, ya que no es dado en este mundo el ser el primer y último amor, ser el postrero para él, recoger el último beso de sus labios en tórrida llanura, mientras la sangre   —126→   generosa correría por la libertad, ese divino imposible.

¡Ah! ¡No quería que el que ella amase sobreviviera a ese amor para profanarlo luego! ¡Qué bien comprendía el gesto de las emperatrices antiguas cuando ponían la vida por precio de una noche de voluptuosidad! ¡Qué bien el gesto de esos amantes que absorben el veneno que delibra con el último beso de sus fiestas nupciales! Ya que el amor había de morir, era preciso matarlo cuando aun nos dejaba la melancolía de su muerte, sin esperar a que el hastío le despidiese como a un viejo bufón inútil. Y tornándose a su galán, habló así:

-A mí el mundo no me importa; no me ha importado nunca. Comprendo el dolor, el amor, la compasión, todo lo que llevamos en nuestras almas; pero las palabras deber, obligación, conveniencias, leyes sociales, me crispan, me irritan, me excitan a la rebeldía. Siento deseos de sublevarme, de gritarle al mundo cara a cara: «¡Tus leyes son cobardes, son inicuas, injustas! ¡Faltas a tus leyes a cada paso, a sabiendas, fingiendo acatarlas! ¡Eres hipócrita, falso, embustero! ¡Yo, yo, una mujer, una pobre mujer, te lo escupo a la cara sin miedo! ¡Tu fe es mentida, tu honor una sangrienta burla, tu amor una parodia miserable! ¡Te desprecio!»

Y bella sobre toda ponderación, miró a su cortejador. Hizo él un gesto de entusiasmo, mientras pensaba para sus adentros: «¡Qué tía!», sin el menor respeto. Ella siguió:

-Por eso amo su tierra y les estimo a ustedes. La vida allí es más sincera, más verdadera; los sentimientos y las pasiones no son una cosa convencional; son -y le flechó con sus ojos de fuego.

  —127→  

Él estrechola la mano con arrebato de pasión, mientras con la otra estrechaba la de Herminia Álvarez, su futura esposa.

Lina triunfaba. Estaba bella así, ceñido el cuerpo, pleno de gracia, por la túnica de muselina malva grecada de plata; por los hombros argentado brial; al cuello un hilo de enormes perlas; en los cabellos, de un rubio un poco ceniciento ahora, dos plateadas rosas; engarzadas las soberbias esmeraldas de sus ojos en el oro de las pestañas, y en los labios una sonrisa que mostraba la doble hilera de perlas de sus dientes, inclinada hacia el obeso banquero americano don Carlos Octavio Álvarez, a quien la satisfacción de verse agasajado por tan ilustre señora, hacía sudar orgullo por todos sus poros, sin contar lo mucho que le hacía sudar el calor.

Sentíase el ricacho inquieto, molesto en las apreturas del frac, deseando verse, en un espejo para cerciorarse de su corrección, y echando de vez en cuando miradas interrogantes a su consorte, no menos atontada que él. Pero era preciso casar a la niña, aquella Herminia, heredera única de sus millones y que a ellos semejaba modelo de distinción, tocando la guitarra y ¡hasta el piano, señor, hasta el piano!; y la condesa, tan amable tan buena amiga, que no pensaba más que en la conveniencia de los demás, se ocupaba en ello. Aquella noche precisamente habíale hablado de lo conveniente que sería una boda, con el heroico general don Pomponio Augusto Gómez, el héroe de la Pampa, y de la posibilidad de obtener, por mediación de ella, mujer de influencia política, un título nobiliario para los cónyuges; y había llegado hasta insinuarle que el don Carlos Octavio Álvarez, «el Boyero» allá en su tierra, tenía grandes condiciones   —128→   políticas (¡lo que averiguan las señoras de Europa con poco que le traten a uno!) y podría desempeñar buen papel en el campo liberal, para lo cual no habría la Monreal de cejar hasta obtenerle una senaduría vitalicia. Con todo esto el americano reventaba de satisfacción y ansiaba hallarse a solas con su Pacomia para dar rienda suelta a su entusiasmo y quitarse aquellas malditas botas de charol que le apretaban. No pareciole, pues, cosa mayor aquel préstamo de un millón de pesetas que, so pretexto de un negocio de barcos, deseaba Lina, y a las primeras palabras explicativas atajole:

-¡Por Dios, señora condesa!

Arrepintiose ella de no haber pedido más, y prometiose a sí misma repetir el sablazo, mientras que, amable, le pasaba la mano (moralmente, se entiende) por su lomo de buey.

-¡Qué hermosa fortuna! ¡Da envidia!... ¡Y qué mérito, sólo con su trabajo!... Y ¿cómo la ha hecho usted?

Tomó resuello.

-Pues verá usted: primero arreando de firme, y luego fui tomando excremento, excremento...

Lina se mordió los labios para no reír. En aquel momento la baronesa del Solar de las Victorias, una de las reinas del «elenco», entraba, y se dirigía a ella.

Lina sonrió triunfal.

Decididamente ganaba la partida. Iban quince días desde aquel en que Willy, derrotado, enfermo, próximo a naufragar entre las manos de la Soler, había vuelto a ella. Siempre lo esperó, segura de serle imprescindible; pero no creyó verle llegar tan humilde, entregado a discreción, pidiendo piedad. Verdad que tornaba a ella enfermo, postrado,   —129→   triste; pero, ¿qué importaba? volvía, era suyo, sólo suyo, otra, vez, y no sólo su amor por él, pero su vanidad, su orgullo, todo su ser, gozaba con aquella revancha. Y habíale enganchado ahora a su carro triunfal, exhibiéndole sin piedad a su cansancio, cruel hacia aquel mal adquirido en brazos de la rival odiada, pensando sólo en devolverla aquella mortal ofensa del estudio. Además, por capricho del destino, su marido también había retornado a ella, y puesto en sus manos era instrumento propicio; y para colmo, los asuntos no presentaban mal cariz. Y la suerte, que es mujer, y como mujer se inclina al lado del vencedor, habla traído a Madrid aquella su Alteza Imperial la gran duquesa, María Inmaculada Vasilski-Peterhoff, que ella conociera en Mónaco, y pensó que una fiesta a la presencia de S. A. diera brillo acabaría de levantarla, y organizó aquella típica zambra española.

Era Lina de esas criaturas nacidas para la lucha, a quienes el fragor de la batalla alegra y el pelear enardece, y que sólo piensan en la victoria momentánea, en triunfar a toda costa, cueste lo que cueste. Así no pensó en que Willy era un moribundo galvanizado, su marido jugador y perdido, hastiado momentáneamente por un desengaño, y la mejora en sus asuntos un alto en el camino de la ruina. Vio sólo en lo primero una victoria de su belleza sobre la fatal de la gitana, que sabía en tres meses, como vampiresa cruel, chupar una vida; en el retorno conyugal el triunfo de su habilidad, y en el mejoramiento de los negocios un paso hacia el arreglo de su fortuna. Además, no pensaba; luchaba, y excitada no veía nada más que la batalla a ganar, y puesta a trazar planes, quiso llevar la revancha de su amor propio muy   —130→   allá, y llamó al empresario del teatrucho donde bailaba la Soler. Quería un cuadro de baile muy completo... muy típico... algo notable... Era para que una princesa extranjera juzgara... Ya podía lucirse. Era cuestión de patriotismo. A ver qué tenía... La Soler, por ejemplo...

La bailaora comprendió el reto, pero no vaciló. Iría. Además, experimentaba ansia loca de ver a Willy.

Tal vez por la antítesis misma, la bohemia, cuyo divino cuerpo parecía reverberar vida en torno a sí, deseaba con salvaje pasión a aquel pálido decadente que moría; ansiaba beber en un beso hasta el último aliento de su ser. Decididamente, era demasiado apasionada para cortesana.

En el umbral del hall, envuelta en aquel aura de elegancia, un poco cansada, saboreaba su triunfo, inclinándose amable, con una frase graciosa para cada recién llegado. ¡Su triunfo! S. A. I. que iba a llegar, la Montalbán, la Ponferrada, la Valsaris, la Barbanzón, que la saludaban fríamente y habían jurado no ir a su casa, circulando por los salones; don Carlos Octavio brindándole la bolsa abierta; su marido cubriéndola, con el manto de su respetuoso acatamiento; la Soler, la rival odiada, aguardando allá adentro con los criados, humillada con la cruel humillación del que tiene que depender de los demás, bajando de su papel de rival al de histrionisa; y Willy, un poco triste, un poco enfermo, sí, pero vencido, suyo.

Los ojos verdes buscaban inquietos al muchacho. Huyendo de la bulla, había ido a refugiarse a un rincón del salón, junto a soberbia armadura adamasquinada del decimotercer siglo. ¡Qué abatido, qué melancólico, qué enfermo se encontraba! ¡Lucerito le había matado! Aquel presentimiento de   —131→   un gran dolor que le asaltara la madrugada en que por vez primera salió de casa de la bailaora, habíase realizado. Tres meses de una pasión brutal, sin tregua ni matices, en una calentura constante de sensualidad perversa, consumieron su vida, que se apagaba como una lámpara a la que se le acaba el aceite. ¡Qué misterioso encanto, qué fatal maleficio tenía que haber en aquella criatura para haberle arrastrado sin amarla a darle la vida! Porque no la amaba; de eso estaba seguro. No puede amarse a una persona a quien se deseaba todo mal, la muerte, la enfermedad, la desgracia, algo que la aleje de nosotros para siempre. Él la odiaba y, sin embargo, bastaba una mirada de sus ojos, una sonrisa -¡divinas sonrisas que inundaban de luz el rostro moreno!- para que cayese vencido a sus pies, indefenso, cobarde, mendigando lo que horas antes maldecía. Tenía el veneno de aquella mujer infiltrado en la sangre, y moría de él. Y cuando he aquí que en un supremo esfuerzo, y ante el terror de fenecer, rompía el sortilegio y corría a Lina, no hallaba en ella la piadosa bondad que es bálsamo a las heridas del alma, sino el orgullo de mundana ultrajada que, vencedora en una lucha con el mundo, quiere exhibir su presa sentimental -la que ha de darle patente de juventud-, como trofeo de gloria. Además, se hallaba más extraño que nunca en aquella sociedad. Antes de su aventura era mirado corno algo raro, curioso, que se contemplaba como una cosa extravagante, anómala; después de su aventura, sentía el ambiente francamente hostil a él. Su carácter, de una sensibilidad enfermiza, le hacía replegarse en sí, huir, y se convertía en espectador, que al no dejar ver su interior, era molesto testigo para los demás. Para   —132→   las mujeres era el «querido de Lina»; para los hombres, un canalla que no era de su clase.

Aquella noche sentíase peor que nunca. La opresión del pecho apenas le dejaba respirar; un dolor agudo, molestísimo, le clavaba su aguijón en las espaldas; tenía la cabeza dolorida, y un cansancio inmenso le anonadaba. De pronto sintió algo tibio, glutinoso, que le subía por la garganta y le llenaba la boca, y algunos borbotones de sangre mancharon el pañuelo. Púsose en pie, y tambaleándose alcanzó la escalera de tallado roble, alfombrada de un tapiz de Smirna que daba la vuelta al hall y llevaba a las habitaciones de Lina.

Ésta, en una de sus ojeadas, percibió la dolorosa escena, y un frío de agonía corrió su cuerpo. ¡Todo estaba perdido! El azar irónico se burlaba de ella una vez más, y en el momento del triunfo echaba todo por tierra. El dolor de verlo morir no existía en ella; sólo ante su horror se abría el misterio de su destino roto. ¿Qué sería de ella perdiendo de un golpe amor y posición? Y su pensamiento era sólo una interrogación a la fatalidad formidable.

Dejó su puesto y avanzó hacia la escalera. Nadie, excepto María y Julito, se había apercibido de la catástrofe. La alcanzaron cuando ponía el pie en el primer escalón.

-¿Qué le ha pasado a Willy? -interrogaron a la vez.

Mintió sin haber trazado aún plan alguno, tratando de ganar tiempo.

-Nada. Le suelen dar ahora mareos... no lo contéis, para no asustar a la gente.

Y sin pararse a ver si le creían o no, subió recatándose. Al llegar arriba tomó por un pasillo, y, ya a salvo de las miradas indiscretas, dejó caer la máscara. y diose a correr aterrorizada. Entró en la   —133→   alcoba, donde, según el código de la elegancia, que manda que en el cuarto de dormir haya pocas luces, sólo las del tocador ardían, haciendo fulgurar los brillantes que trazaban los escudos de Monreal sobre el espejo. En la semiobscuridad las guirnaldas de plateadas flores rebrillaban sobre el fondo rosa descolorido de las paredes, y el psiquis reflejaba en su veneciana luna las imágenes. Sentado en una butaca, con un codo apoyado en la cama y la cabeza en la palma de la mano, el rostro lívido, los ojos cerrados, la frente bañada en sudor, el pelo lacio, pegado a las sienes, la pechera manchada de sangre y el cuello abierto, yacía Willy Martínez. A sus pies, Natalia, arrodillada, sostenía, muy pálida, una palangana con sangre. Y era siniestro aquel hombre que parecía iba a morir en el galante decorado de la alcoba, entre el bullir de una multitud alegre y las notas de la música cercana.

A dos pasos del moribundo se detuvo Lina, perpleja. Así, en la vaga claridad que dejaban filtrar las rosadas pantallas, envuelta en las gasas de suave coloración malva estriadas de plata, sombreado el rostro por la rubia cabellera, semejaba un pálido fantasma de horror.

-¡Willy! ¡Willy! ¿Qué es esto? -clamó trémula.

Él abrió lentamente, los ojos y fijó en ella su mirada mortecina; pero ni sonrió, ni le envió una palabra de afecto. Con desaliento amargo murmuró:

-Ya lo ves: que me muero.

El recuerdo de Baby agonizando en un hilo de sangre, ante la calma augusta de la tarde campesina, le hirió como una maldición, y tornó a verle tal un Jesús Niño muriendo por los pecados ajenos. Pasose la enguantada mano por la frente, como   —134→   para arrancar de allí el cuadro siniestro, y su imaginación volvió a escribir ante ella la enorme interrogación: ¿Qué hacer?

Willy tornó a gemir cobarde:

-¡Me muero!

Un criado apareció en la puerta:

-Señora, señora, Su Alteza que llega.

Lina vacilaba. Resuelta al fin, echó una ojeada a su doncella, le indicó con un gesto al enfermo, y sin mirarle ya, sin hablar, sin volver la cabeza, salió.

En el pasillo, ante un espejo, arreglose el pelo y siguió su camino. Al llegar a la escalera se detuvo un instante para recobrar la calma2, y de un golpe abrazó el escenario en que iba a representar aquel acto de la comedia de su vida.

En el majestuoso esplendor del hall se agrupaban sus invitados. Las colas de los vestidos femeninos, inmensas, fastuosas, serpenteaban mezclando sus colores como en colosal paleta; las espaldas desnudas albeaban bajo la luminosa cascada de piedras preciosas, y las patricias testas se inclinaban al peso de las coronas diamantinas. En el tablado, surgiendo de la gloria de rosas, bajo el vistoso entoldado de los pañolones chinos, se acomodaba el cuadro de baile. La figura innoble del cantaor bajito, rechoncho, de color malsano e hinchado cuello, contrastaba con la chulesca elegancia del bailaor, de quien el suntuoso Barbey hubiera dicho que, a no dudar, llevaba en las venas la sangre azul de una duquesa de Benavente, mezclada con la roja de un torero sevillano. A su lado, enigmática en su carnavalesco arreo de española «a lo Carolina Otero», la Gioconda dejaba dormir el misterio de sus pupilas verdes punteadas de oro; la Cotufera, con su bata azul de cielo, que arrastraba   —135→   en pomposa cola, erguía el rostro enharinado de polvos baratos bajo los cabellos negros aceitosos, agobiados de claveles amarillos; y por fin, un poco separada, en el centro del escenario, Lucerito Soler.

Su cuerpo andrógino se erguía aprisionado en un mantón rojo bordado de flores blancas; sus cortos rizos, sin hojarascas ni adornos, eran cautivos de pequeñas peinetas de celuloide rosa, como las que usan las gitanas; sus ojos profundos, sombríos, ojos que habían mirado mucho al través de la noche, fulguraban siniestros, velados por las largas pestañas, y en la tostada lividez del rostro la boca era como sangrienta herida incurable.

Lina bajó rápida las escaleras, llegando a la sala en el instante en que las puertas que daban sobre el atrio se abrían para dejar paso a Su Alteza Imperial la gran duquesa María Inmaculada Vasilski-Peterhoff -alta, delgadísima, vestida de negro terciopelo, que arrastraba en larga cola inacabable, al pecho regio collar de esmeraldas, entre los nevados cabellos peinados con sencillez alta corona de perlas y brillantes-, honrando con su brazo a Pedro de Monreal y escoltada, por su grande maîtresse, obesa, insignificante, y su chambelán de marcial apostura militar.

La condesa trazó una reverencia versallesca y fue al encuentro de su augusta convidada, que, tras algunas frases amables para la dueña de la casa, cruzó en su compañía la estancia, inclinando la cabeza, en los labios esa sonrisa amablemente inexpresiva que no abandona nunca a las personas reales cuando se hallan en medio de una multitud desconocida, y que, sin significar nada, es susceptible de que cada cual tome de ella la parte que le plazca, y fue a sentarse ante el tablado.

  —136→  

María, semioculta, entre los macizos de plantas que bordeaban el escenario, llamó a Lina, y muy alto, para que la Soler, próxima a ellas, pudiese oírla, preguntó a su amiga:

-¿Y el pobre Willy?

La luchadora adivinó la intención, y olvidándose de la enamorada para dar paso a la mujer, contestó en el mismo tono:

-Muy malito el pobre...

Y tornándose a la bailaora, que había palidecido:

-¿Qué hacen ustedes? Ya está Su Alteza, y se puede empezar.

En los ojos trágicos de Lucerito brilló un relámpago de ira, y luego, al parecer sumisa, avanzó hacia el centro del tablado, mientras su rival, contenta de verla humillada, volvía junto a la gran duquesa.

La caja de la guitarra estalla en un raudal de notas; tremolantes sus cuerdas, como heridas por el filo de navaja albaceteña, preludiaron un cantar; las palmas repicaron jaleadoras, y el bastón del cantador redobló en las tablas; la gitana, envuelta en la llamarada de su traje, de pie en medio del escenario, clavó sus pupilas como puñales en el rostro pintado de su enemiga, y con voz no muy potente, cargada de efluvios de pasiones y pena, voz en que había odios y amores, achares y quereres, juramentos y lágrimas, cantó:


Qué me importa que a tu vera
mi pobre amor se me muera,
¡si sé que muere por mí!

Después, alzando los brazos lentamente, como víbora sabia que se irguiese, despacio, muy despacio, comenzó a danzar moviendo el cuerpo con un   —137→   lento ritmo de amor, arrasados de lágrimas los ojos y entreabiertos los labios, entre el redoblar de las palmas y vibrar de las cuerdas que desgarraban penas.

María, tras de mirar a Lina, se volvió a Julito:

-¿Has visto? Fuera de programa. ¡Eso ya no es una saeta, es una puñalada!

-Trágico -asintió el poeta.

-¡De chipén! ¡Chúpate esa!

Mientras, la gran duquesa aplaudía entusiasmada.

-¡Oh, charmant!

Y Lina, muriendo mientras sonreía:

-¿No se lo dije a Su Alteza? No hay como la Soler. ¡Es admirable!