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A los veinte años de la muerte de Luis Martín Santos

Ignacio Soldevila Durante


Università Laval di Québec



En nuestro libro de 1980 sobre la novela española contemporánea habíamos considerado fugazmente la obra de Martín Santos, considerando que nada podíamos añadir a los minuciosos estudios que sobre la misma se habían publicado ya por aquellos años y que mencionábamos en nuestra bibliografía1. Nos parecía ya desproporcionada al considerar lo poco que, comparativamente, se venía dedicando a otros novelistas contemporáneos. El fenómeno sigue produciéndose, y unos catorce o quince títulos más, entre libros, tesis inéditas y artículos, han venido a añadirse a nuestra lista de 1980. Algo irónicamente decíamos allí que, tal vez por miedo a la irascibilidad del escritor, el crítico es proclive a ocuparse de narradores «malogrados», puesto que, salvo convocatorias fantasmales, como la que precisamente sobre Martín Santos insertó Guelbenzu en una de sus primeras novelas, no hay gran riesgo de represalias. Pero sería injusto olvidar que la fama inmediata alcanzada por Martín Santos al publicarse Tiempo de silencio (en versión mutilada por la censura) nada podía tener que ver con su muerte no presentida. Repito aquí el párrafo que dediqué a esta cuestión en 1980:

«Tiempo de silencio, a pesar de la tijera censoria, había despertado, desde el momento mismo de su aparición, universal interés y admiración, por su evidente carácter demoledor no tanto de unas estructuras sociales como de unos planteamientos analíticos de la sociedad contemporánea, y su manera de vehicularlos por medio de esquemas novelísticos etiquetados de «realismo social». Martín Santos se propuso dinamitar todos esos presupuestos, y con los fragmentos liberados de esa desintegración, montar un arma de desmitificación sistemática de la sociedad en la que le había tocado vivir. Su objetivo primero es, mutatis mutandis, el que por las mismas fechas se fijaba otro subversivo escritor llamado Juan Benet. La técnica utilizada por Martín Santos no será, sin embargo, la misma de Benet: se trata, a nuestro entender, primordialmente, de una cuestión de niveles en la toma de distancias entre el dinamitero y las contrucciones que demoler. Tiene perfecta razón Gonzalo Sobejano -nos parece- cuando afirma que el realismo dialéctico anunciado por el propio Martín Santos era un proyecto que debía manifestarse en su segunda novela. En la primera se trata fundamentalmente de subvertir todos los elementos hasta entonces utilizados por la narrativa «social» para producir una visión esperpéntica y descoyuntada según los criterios realistas del espejo plano, pero tal vez más ajustada a das realidades subconscientes que, a otros niveles de análisis, podían modificar el diagnóstico sobre la sociedad contemporánea vehiculado por el socialismo de aquellos. No se trata tanto de presentar una sociedad a través de los espejos del callejón del Gato, como de hacer pasar por éste los temas, las anécdotas los procedimientos tradicionales de la novela neo-realista. Y no solo de ésta, sino de la novela realista de corte clásico, de la novela psicológica, de la tremendista, etc. Una novela escrita, en suma, a partir de una Antipoética contemporánea. La inculcación de los principios de verosimilitud, del decorum y de la trascendente voz del narrador es sistemática. Pero sin duda se ha limitado a una destrucción que no llega a los extremos de Juan Benet. Su desrealización es caricatural, y si bien se complace en la destrucción de mitos, no alcanza a la etapa de mitificación que Benet ha llevado a cabo en su obra. En ese sentido es lamentable de todo punto esa prematura, absurda muerte, ese definitivo tiempo de silencio con que bruscamente se interrumpe la labor apenas comenzada. La obra de Martín Santos reúne la doble condición de liquidar unos procedimientos y unos planteamientos literarios, y de abrir las puertas y marcar los primeros hitos en una nueva forma de entender la novela y de concebir el enfrentamiento del novelista con la realidad»2.

Hasta aquí el párrafo que le dedicábamos a Martín Santos en aquella ocasión. La concisión y el reenvío a mejores plumas no ha tenido entre la crítica acogida positiva, y nos ha llevado a dar a la luz nuestras propias reflexiones de lectura, con la esperanza de probar que no fue ni desvío ni pereza nuestra actitud de entonces. Cuando se nos dé ocasión de poner al día dicho libro, no dudaremos incluir lo que a continuación sigue.

Ignoramos la identidad del autor de la nota editorial que acompañó la salida de Tiempo de Silencio pero si nos atenemos a los usos editoriales, su presencia implicaba cuando menos el consentimiento del autor acerca de su contenido. Por ello nos parece especialmente importante la afirmación de dicha nota según la cual «lo más significativo del libro [...] es su decidido y revolucionario empeño por alcanzar una renovación estilística a partir -ya que no en contra- del monocorde realismo de la novela española actual». Queda claro, pues, desde el principio, que los temas y las motivaciones e intenciones del novelista son básicamente los mismos de los novelistas sociales y, en general, de todos aquellos que, a partir de una ideología «de izquierda» y de una actitud fuertemente crítica frente a las estructuras sociopolíticas del país, utilizaron más o menos los recursos de la novelística para manifestar su discordancia, y realiza su crítica. Pero Martín-Santos parte de un previo análisis de los procedimientos literarios de dicha novelística, y, considerando como inoperantes los heredados de la tradición realista, ha potenciado exclusivamente los elementos innovadores que apuntan aquí y allá en la novela española desde el 98, dándoles así una capacidad de percusión en la conciencia del lector hasta entonces desaprovechada. Se ha subrayado la importancia que la novela de James Joyce ha tenido en la estructuración, el estilo, el tono y aun la temática de Tiempo de silencio. Martín-Santos ha dejado incluso alusiones concretas al Ulysses. No fue él, de cualquier modo, el primer novelista español inspirado en la obra narrativa del irlandés. Baste recordar a los novelistas de la generación de 1925, o al Torrente Ballester de Javier Marino. Pero es Martín-Santos, sin duda, quien ha proyectado con mayor intensidad las técnicas de destrucción joyceanas en un tema adecuado a las origen de Ulysses, y quien más abierta y voluntariamente ha trabajado su texto a nivel de una creación literaria de segundo grado, según el procedimiento ya entonces sistemáticamente explotado en diversas vanguardias literarias, y particularmente en el llamado nouveau roman francés. Martín Santos no ha excluido los procedimientos heredados de la tradición realista a que antes aludíamos: los ha explotado de este mismo modo, cargándolos así de ironía, arcaizándolos, despojándolos definitivamente de su prestigio tradicional. A partir de Tiempo de silencio, ningún escritor consciente, tras haber pasado por la experiencia de su lectura, podía volver a recurrir a ellos ni con la mejor de las intenciones; ni siquiera el núcleo de lectores bien predispuestos de que había gozado la «novela social» podía seguir siendo receptivo a una obra que siguiese recurriendo a ellos. De ahí que en adelante sólo puedan tener cabida a nivel de ironía o de sarcasmo en la novelística posterior a Tiempo de silencio, con excepción, evidentemente, de quienes no la hubieran leído. Consiguientemente, esta novela marcó de forma evidente a la nueva generación de novelistas que apuntaba en los comienzos de la década del 60, invalidando así la predicción y diagnóstico con que la acogiera el crítico de ínsula, Ricardo Domenech: «De lo que sí estamos seguros es de que... es una novela irrepetible e inimitable.» (Citamos por la transcripción dada en las sucesivas ediciones de la novela). La obra de Martín Santos es importante no sólo por el carácter explosivo de su aparición y por el compás de silencio autocrítico que provocó en los novelistas contemporáneos conscientes de su importancia, sino por su efecto revulsivo y provocador, estimulante en suma, que hubo de tener en todos ellos a más o menos corto plazo, desde Max Aub a J. López Pacheco, pasando por Cela o Delibes. Que un Guelbenzu, por sólo citar un ejemplo de la más joven generación, orientara su vocación por las vías proyectadas en Tiempo de silencio, nos parece hoy perfectamente lógico y natural. Que modificaran las suyas los escritores con una más o menos larga historia de narradores, resulta prueba mucho más notable de las fértiles consecuencias que la novela en cuestión hubo de tener. Y ello, a pesar de que el periodo de estupor que iba a suceder a su aparición pudo hacer pensar a los observadores que la novela española había quedado paralizada. El término «crisis», entonces tan usado, convenía, de hecho, a la realidad, pero no en el sentido final que se le dio, sino en el de evolución violenta de un proceso patológico de la que había de seguirse un largo periodo de salud y fecunda actividad.

Las sesenta y una secuencias que, según nuestro recuento, constituyen la novela (hemos trabajado con la primera edición censurada confrontándola con la tercera, más completa), presentan una fórmula narrativa dominante: la de un narrador omnisciente en tercera persona (43 secuencias sobre 61, sin contar aquellas en que la fórmula aparece en combinación con otras). Esta fórmula podría hacer pensar en la inserción de la novela dentro de una tradición de novela realista en sus fórmulas decimonónicas, incluyendo las irrupciones del narrador básico con comentarios «morales» que a veces llegan a ocupar secuencias enteras, así como el uso del apóstrofe. Pero esta aparente sumisión retrogradante a una tradición en su forma más anticuada (da de El Sombrero de tres picos de Alarcón, por buen ejemplo) tiene un efecto absolutamente irónico que provoca el desmoronamiento y desprestigio de todos los procedimientos realistas nacidos de esos antiguos orígenes y afeitados según el lento paso de las generaciones, y que daba una impresión de evolución a lo que era poco más que repetición maquillada de viejas fórmulas. Minado por su base, el castillo del prestigiado realismo clásico se desmorona. Los ingredientes del explosivo son evidentes al análisis menos sutil, ya que todos los materiales han sido utilizados en cantidades y dimensiones intencionalmente groseras. Citémoslos en relativo desorden. Utilización de perífrasis y de paráfrasis seudo-definitorias en lugar de los nombres usuales, uso exagerado de la prosopopeya (en el sentido de gravedad y pompa) la hipérbole y los apóstrofes al servicio de gestos, actos, situaciones y personajes a todas luces inadecuados a tal tratamiento en una retórica al uso; supresión de elementos habituales en las técnicas narrativas contrapesada por la abundancia y profusión de lucubraciones y de descripciones minuciosas a propósito de elementos aparentemente insignificantes, siempre según la preceptiva al uso (las supresiones adoptan fórmulas diversas, desde la simple suspensión de la apódosis o de la subordinada a nivel sintáctico, hasta la supresión de la mitad de los elementos habituales de un diálogo, o su substitución por breves descripciones entre paréntesis de su contenido o de su intencionalidad, pasando por la supresión de verbos copulativos que reducen así largos fragmentos a formulaciones puramente nominales). Al nivel léxico, ruptura de todos los principios usuales de la estilística tradicional: mezcla de niveles de lenguaje, desde el caló del hampa a la jerga científica, utilización profusa de voces extranjeras (particularmente inglesas y francesas) en transcripción exacta o en adaptación seudo-fonética de su pronunciación (ejs: uanestep, niudid, ansisuatil) y de neologismos basados en voces extranjeras (óalhálico, illinoico, auparishtáriko, trotuarante) con intención evidente de satirizar el esnobismo de las «élites culturales» o la vez lograr niveles de ruptura expresiva. A esto mismo apunta su abundante y libérrima creación neológica, que va de formulaciones tradicionales como «cursimente» o «ruiseñoril» a otras disparatadamente quevedescas como «resucitalcitrante», «churumbeliportante», «pintacaspiana». A veces esta tendencia neologista explota recursos clásicos de otros idiomas, como la nominalización de sintagmas enteros por medio de guiones, que es usual en inglés (el-que-ya-lo-había-dicho-antes-que-Heidegger, todavía-no-pero-ya-casi-inevitablemente). Recurre también el narrador al «collage» de sintagmas y frases extraídos de la tradición literaria, y la utilización de arcaísmos de que podríamos citar como feliz muestra, por su explotación creadora de ambigüedad, el empleo del antiguo copia "riqueza, abundancia", a propósito de un científico poco escrupuloso en apropiarse, para sus escritos, de bienes ajenos. A nivel sintáctico, produce el mismo efecto demoledor el uso del hipérbaton latinizante en descripciones o comentarios de la más absoluta banalidad.

Al servicio de esa labor desmitificadora se emplean otros procedimientos como la deshumanización de los personajes a través de animalizaciones subrepticias o directas, y de procedimientos de reificación; no faltan usos comunes de nombres propios (un «megret» por una novela policiaca, una «avagarner» por una estampa de estrella del cine) o derivaciones de los ismos (ormuzarimandiano, lecorbusiero). El empleo de las comparaciones domina de modo absoluto sobre el de las metáforas, siguiendo el mismo procedimiento irónico de retorno a las fórmulas más antiguas. Las comparaciones sólo alcanzan la formulación directa de la metáfora en casos de expletación sistemática de una comparación, según el procedimiento de la metáfora potenciada (la métaphore filée descrita por Riffaterre), de la que es buen ejemplo la secuencia en que se compara un guateque cultural con una vasta jaula de pájaros amaestrados. Junto con estas utilizaciones irónicamente arcaizantes de las fórmulas tradicionales de la novela y, a la vez, de la antigua épica, a la que se alude continuamente en comparaciones, referencias y «collages», el narrador ofrece fórmulas innovadoras ya presentes en la magna obra joyceana, de las que mencionaremos el empleo de la voz protagonística en variaciones que van del monólogo interior al fluido de conciencia, particularmente en las secuencias del comienzo y del final del texto (secuencias 1, 4, 8, 60 y 61 según nuestro recuento) y en alternancia de uso de primera y segunda persona. Mencionemos también la presentación ex-abrupto que el narrador hace de sus personajes, sobre todo en las primeras secuencias (Así, ni Pedro, ni la vieja Dora, y sólo indirectamente Cartucho son identificados en sus primeras apariciones como voces narrativas en funciones específicas).

En general, todos los procedimientos utilizados para disociar la tonalidad y el «estilo» de los fundamentos temáticos y protagonísticos a los que se aplican (con la evidente consecuencia irónico-sarcástica que se derrama sobre dichos fundamentos, y que es, a nuestro entender, la intención primera del narrador básico) podrían resumirse en un efecto que, a falta de más adecuado término, llamaríamos carnavalesco. Este proceso de irrisión de temas problemas y personajes así revestidos tiene un efecto de retruque en la revelación burlesca del estilo «elevado» y de los procedimientos retóricos usuales. Citemos, entre muchos ejemplos de lo que decimos, la identificación del Muecas con Franklin D. Roosevelt, al comparar el aprovechamiento de las basuras que aquél hace con la política económica del New Deal del presidente norteamericano. O el uso del lenguaje ascético y místico en las descripciones y comentos sobre la vida prostibular, dentro de una tradición esperpéntica valleinclanesca. En fin, el uso de vastas y complejas alegorías cósmicas para reducir a esperpentos las prácticas culturales o el subdesarrollo científico de la España de la posguerra (o de la «España eterna», ya que como tal se autoafirmaba aquella) es igualmente significativo e importante en esa vasta empresa demoledora que constituyó Tiempo de silencio. A su título alude en varias ocasiones el narrador-protagonista en la última secuencia de la novela, de manera tan explícita que huelga cualquier elucubración acerca de su alcance. Por lo que toca al que tuvo la novela, cabría citar el mostrenco decir de origen evangélico: «por sus frutos lo conoceréis». Y en lo que se refiere a lo que habría podido ser la evolución de la obra de Martín-Santos, tras su fase demoledora, a la que todavía pertenecen, sin duda, los Apólogos y los fragmentos de su incompleta novela Tiempo de destrucción, sólo nos quedan las afirmaciones y predicciones del propio autor, esparcidas en entrevistas y otros documentos parciales. Es evidente que tras la etapa de desmitificación proyectaba una más difícil empresa «sacrogenética», de colaboración en la « edificación de nuevos mitos » para « formar las Sagradas Escrituras del mañana » (citado por Janet Winecoff en Hispania, LI, vol. 2, mayo 1968, p. 237), pero lo que pudiera haber sido tal empresa, o la posibilidad de abocar a un callejón sin salida, ejemplificada por da concomitante trayectoria de un Juan Goytisolo tras sus novelas de la desmitificación, no pasarán nunca de pura elucubración.





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