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- XV -

Cartas cantan


«Queridísima Virtudes: ¡Cómo me habrás puesto, allá a tus solas! ¡Qué cosas habrás pensado de mí! Al despedirme de ti en Sevilla, muchas promesas; y después, si te he visto no me acuerdo. No te lo digo porque sea verdad, sino porque imagino que lo dirás tú cuando me tienes en la memoria. Ni es verdad eso, ni siquiera de su casta... Es decir, verdad es que te prometí escribirte a menudo, y verdad que no lo he hecho hasta hoy; pero no es verdad que me haya olvidado de ti, ni podría serlo aunque yo hubiera querido y tú te hubieras empeñado en ello también. Yo me acuerdo de ti todos los días y a todas horas: lo que hay es que con los mejores propósitos de escribirte «mañana» cada vez que apago la luz para dormirme, viene el diablo con una trampa de las suyas en cuanto me despierto... y hasta la otra. Porque tú pensarás que en una soledad como la de Peleches, hasta por recurso de distracción debiera ser yo muy diligente en escribirte, y que cuando no lo hago ni siquiera para entretener el fastidio que debe de estar consumiéndome, señal es de que no me acuerdo ni de la Virgen de tu nombre. Pues ahí está, Virtudes de mi alma, tu grandísima equivocación: en suponer que yo me aburro en esta soledad ni poco ni mucho, ni siquiera un solo instante. Lejos de aburrirme, son tantas las distracciones que tengo, que me falta tiempo para todo, hasta para escribirte; solamente me sobra para conocer mi pecado y sentir sus mordeduras en la conciencia. ¡Esta sí que es la pura verdad!

»Hoy, no porque está el día lluvioso y no se puede salir, sino porque ya lo tenía decidido con toda resolución, te voy a consagrar la mañana entera, y aun la tarde, si fuere menester, para escribirte una carta que valga por todas las que te debo, y un poquito más a cuenta de las posibles faltas sucesivas; porque ya sabes que somos pecadoras y que caemos a cada paso, por mucho cuidado que pongamos al andar.

»Pues verás tú, Virtudes, lo que pasa: yo sabía lo que era Peleches por lo que había oído a papá: un lugar muy alto y despejado, y en lo más llano de él, nuestra casa, la única casa en todo Peleches, con grandes vistas a la mar y hermosos campos por los otros lados: lo que a mí me gusta sobre todas las cosas del mundo, como tú sabes muy bien; pero, amiga de mi alma, ¡qué diferencia de lo pintado a lo vivo! Maravillada me quedé al ver con mis propios ojos el incomparable panorama que papá me fue enseñando desde los balcones de esta casa al día siguiente de llegar, de noche y obscura como boca de lobo; de manera que todo cuanto iba viendo aquella madrugada, era nuevo para mí. ¡Qué mar! ¡qué montes! ¡qué vega! ¡qué puerto! No me cansaba de contemplarlo, ni me canso hoy, ni me cansaría jamás, aunque me pasara la vida contemplándolo.

»Por aquí, no me había engañado la ilusión: para pintar, para pasearme por mar y por tierra, para sentir, para soñar... para todo y mucho más, daba lo que tenía delante. Pero, amiga, quién te dice que, a lo mejor de mis entusiasmos, ahí viene la etiqueta de las gentes villavejanas... ¿Te he hablado algo de Villavieja?... Espérate que repase lo escrito... No... Pues Villavieja es el pueblo, la villa a que corresponde el sitio de Peleches: Peleches en lo más alto, y Villavieja en lo más bajo, pero casi unidos por una calle muy mala y un paseo regular. Villavieja es un poblachón negro y antiguo, sucio y desmantelado, con mucha gente desocupada, unos señores muy raros, unas señoritas muy cursis y otras muy estrafalarias. También hay personas muy apreciables; pero pocas. Pues a lo que iba: sin darnos tiempo para sacudirnos el polvo del camino, ¡zas! una nube de visitas; y enseguida otra... ¡Ay, Virtudes de mi corazón! ¡qué fatigas aquellas... y qué tipos de señoritas, y de señoras... y aun de señores! De lo que hicieron y dijeron y las galas que traían, no te quiero hablar aquí, porque no puedo: es materia demasiado larga; y además, para que la pintura resulte fiel, hay que remedar voces y movimientos, gesticulaciones y otras cosas muy importantes. Quédese todo ello para pintado al natural cuando nos veamos, y conténtate con saber ahora que cuando me vi enredada entre tanta visita y con la obligación de pagarlas una a una, y hasta con ciertas amenazas sordas de festivales solemnes y de reuniones particulares, me espanté como si toda la mar y toda la villa, hecha escombros, se me vinieran encima. Pero me tranquilizaron papá y unos señores muy buenos que andan aquí con nosotros, asegurándome que aquello pasaría en media semana, y que en otra media quedaría pagado en lo que valía.

»Y así sucedió afortunadamente. Hecha nuestra última visita, vivimos libres e independientes como el aire que respiramos en estas alturas; y tan ocupadas tenemos las horas, que, según te dije al principio, hasta para escribirte me ha faltado tiempo; y verás como no hay exageración en lo que te digo. Sabes que tengo la pasión del campo, la pasión de la mar, la manía de andar mucho, y el vicio de embadurnar lienzos y papeles, por no decirte que tengo el vicio de pintar; pues para saborear y dar fomento a estos vicios y pasiones, hay aquí no solamente los medios abundantes que ofrece la Naturaleza, sino ciertos recursos accesorios, pero de grandísima importancia, que me ha proporcionado la casualidad. Hay, por ejemplo, quien conoce este paisaje senda a senda y palmo a palmo, y tiene, como yo, el vicio de andar por él; hay quien pinta y dibuja admirablemente; hay un barquito de paseo, un balandro... un yacht primoroso que está a mi disposición, y quien le gobierna con una destreza y una serenidad, que te pasmarían... hasta hay, por haber de todo, quien oiga con corazón de artista algo de lo que yo toco al piano, y aun cante, con hermosa voz, parte de ello, acompañado por mí. Con esto no podía contar yo, racionalmente, al venir a Villavieja; y mucho menos con que el incansable guía, el andarín entusiasta de la Naturaleza, y el pintor y el diestro piloto, y el dueño del hermoso yacht, y el aficionado a la buena música, estuvieran reunidos en una sola persona, un mozo que no pasará de veintiocho años. Pásmate ahora más: este mozo es farmacéutico; y ¡pásmate más todavía! se llama Leto de nombre y Pérez de apellido; es decir, Leto Pérez, boticario de Villavieja, como le pondrán en los sobres de las cartas. ¿No parece mentira?... También nos acompaña mucho, casi tanto como él, un señor de muy buena sombra, don Claudio Fuertes y León, comandante retirado y administrador y apoderado de papá aquí. Pero éste, aunque es muy bueno, y fino y cariñoso, y con caídas deliciosas, es ya un señor mayor, y además, con un miedo a los paseos marítimos, que nos hace morir de risa. Figúrate que él es de Astorga... A estos dos sujetos y a don Adrián el boticario, padre de Leto (un viejecillo todo negro de arriba abajo, menos la cabeza que es gris, y la carita trigueña, muy bueno, ¡buenísimo!), que nos acompaña un rato hasta la hora de cenar, está reducida nuestra sociedad en Peleches. Pues con ella sola y lo que Dios ha esparcido con tanta abundancia y hermosura alrededor de este «solar de mis mayores», como dice papá, resultan maravillas de placer... Por supuesto que a ti que te espanta la soledad, y te entristece el ruido de las arboledas, y te hechiza el de la calle, y te embriaga el vaho de los salones, ha de parecerte inconcebible lo que te afirmo; pero te advierto que no trato de que me envidies, sino de que sepas lo que me pasa. Recuerda, para que te cueste menos trabajo creerme, en cuántas cosas he andado yo al revés de las demás. Por ejemplo (y te le cito porque me le has citado tú bien a menudo, como de lo más asombroso de mis rarezas): yo entré en el colegio, por gusto mío tanto o más que de mi padre, a la edad en que algunas colegialas dejan ya de serlo; y todo el afán que tuviste tú, y de ordinario se tiene entre vosotras, por vestirse de largo, le tuve yo por continuar vestida de corto, y si no de corto precisamente (porque a ciertas alturas de la vida hubiera sido eso una ridiculez además de una grande inconveniencia), de entre día y noche siquiera, a modo de crepúsculo indeciso, que no te obliga a nada y en cambio te deja libre entre la muchedumbre anónima, con los sentidos muy espabilados: vamos, una ganga para verlo todo sin ser vista de nadie. Así fue que cuando por primera vez me vestí de señorita disponible, ya estabas tú de vuelta buen rato hacía. De las cosas del mundo por dentro, no conozco sino lo que vosotras me habéis contado; otro poquito más que he atisbado por las rendijas al pasar, principalmente con mis Mary, aquella institutriz inglesa que despidió papá de muy buena gana al entrar yo en el colegio, y había tomado un año antes; lo poco que he aprendido con el trato de las amistades de casa, y lo que se ve o se trasluce en las páginas de algunos libros y entre renglones de otros. Con estos antecedentes a la vista y lo que sabes de mis gustos e inclinaciones, ¿podrá chocarte lo más mínimo que con los enumerados elementos de diversión que hay en Peleches, y a ti te matarían de pesadumbre, me pase yo las horas sin sentirlas?

»Mis contrariedades correspondientes llegué a tener dentro de ello, no te creas, y aun empecé a sentirlas un poco, porque los amigos no son de hierro, y papá no está ya, por falta de costumbre, para abusar de ciertas valentías; pero todo se fue venciendo con la mayor facilidad y hasta con ventajas para mí; pues me he avezado a andar sola cuando no tengo quien me acompañe por estos despejados alrededores, y sola voy también con Leto en su yacht, cuando papá no se encuentra de humor para venirse con nosotros. Esto de sola con Leto, no lo tomes al pie de la letra; porque Leto siempre va acompañado de su marinero, un tal Cornias, un tipo muy original y muy simpático, aunque es bizco de los dos ojos. Por de contado que esta tercera persona indispensable en el barco para ayudar en la maniobra a su piloto, maldita la falta haría allí para otra cosa, sino por el bien parecer; y si tú conocieras a Leto como le conozco yo, pensarías de la misma manera. Le creo capaz de las más heroicas abnegaciones. No te rías; porque te juro que es de lo más singular que se ha visto este sujeto. Primeramente es un gran mozo, no por la talla, que no pasa de la regular, ni por lo aparatoso ni relumbrante, sino por lo varonil y lo que puede llamarse bien hecho de pies a cabeza; guapo, muy guapo, de hermosos ojos, preciosa barba, pelo abundante, cutis algo tomado por el sol y el aire, pero jugoso... de hombre sano... en fin, un hombre, lo que se llama un hombre en toda regla. Esto es lo primero que se echa de ver en Leto Pérez... si él no sabe que se le mira; porque si lo sabe, ya es otro. Y ésta es una de las singularidades de este chico: se empeña (o mejor dicho, se empeñaba, porque últimamente ya no se empeña tanto) en que es una persona enteramente insignificante en hechos, en dichos y en pensamientos; y esta idea le amilana, le acoquina... vamos, hasta le desmorona. No puede llevarse a mayor extremo la modestia, de todo corazón. Te he dicho que dibuja y pinta acuarelas admirablemente; pues ha sido preciso que se lo afirme yo con insistencia, para que llegue a creerlo un poco y se atreva a dibujar o a pintar delante de nosotros. Algo parecido sucede con lo poco que canta, con una hermosa voz de barítono; y otro tanto con su conversación: ya no se corta delante de mí... ¡y si vieras qué bien habla y con qué expresión tan interesante, cuando se deja ir confiado en sus propias fuerzas! Al principio era delicioso hablando conmigo: aunque en la mirada inteligente se le conocía que no ignoraba dónde estaba la salida de su apuro, siempre salía por lo peor y lo más desairado. Tan atolondrado se ponía. ¡Y qué manera tan deliciosa tenía a veces de enmendar lo que él llamaba sus gansadas! Te asombrarías de lo candoroso y noblote que es, si te contara el caso de cierto clavel que a mí se me cayó de la boca y recogió él del suelo; cómo le volvió a tirar porque ya no me servía; cómo y cuándo y de qué manera tan original volvió a buscarle y le guardó como oro en paño, y cómo llegué yo a descubrirlo todo. Por supuesto que no me di por ofendida con la inocentada, ni había motivos para ello. Esto le alentó algo; y puede decirse que desde entonces data la relativa serenidad con que se conduce delante de nosotros.

»Pero donde hay que verle es en su balandro primoroso, regalo de un inglés espléndido que vivió en Villavieja dos años, y llegó a entusiasmarse con las raras prendas de este chico. ¡Allí sí que es otro hombre, Virtudes! Allí no conoce a nadie, ni se intimida por nada. Él es señor y rey de la escena y del escenario. Lo mismo que el jinete con su caballo brioso, parece que se identifica él en la mar con el esbelto barquichuelo que la domina. Allí es Leto, en cuerpo y alma, en pleno señorío de sí mismo y tal como Dios quiso que fuera. No se temen peligros a su lado; y viéndole sonreír, con la noble e inteligente mirada puesta en todo, me dejaría llevar en aquella cáscara de nuez hasta los confines del mundo sin el menor recelo...

»Y hagamos un alto aquí, porque me asalta de repente una sospecha reparando en el calor de lo que dejo escrito sobre el hijo del boticario de Villavieja, y recordando lo maliciosa que eres tú. Aunque no lo fueras, te reconocería cierto derecho ahora para dudar del desinterés de mis elogios; porque yo misma, con ser como soy, cuando he visto en algún libro entretenerse a la heroína en semejantes ponderaciones de un galán circunvecino, al punto me he dicho: «cogidita te tengo, clavadita me estás.» Ya ves si soy franca, Virtudes. Pues te equivocarías si tal pensaras de mí con relación a este mozo, por lo mucho que te le ensalzo. Ni barruntos hay siquiera de lo que pudieras presumir, ni trazas de que a él le haya pasado por las mientes la menor idea de esa especie, ni razón para que pase tampoco por las mías... Empiezo a vivir ahora; acabo de salir, como quien dice, del nido, con hambre de libertad y de espacio en que gozarla sin estorbos; ¡y había de?... ¡qué locura, Virtudes! Simpatía profunda; estimación grandísima; amistad sincera, eso sí, porque todo se lo merece... Lo positivo, lo cierto, es que si se me preguntara hoy por quien tuviera en su voluntad el don de arreglar las cosas al capricho de la mía, qué es lo que más ambiciono, respondería sin titubear y con el corazón en la lengua: «que no tenga fin esta vida que ahora traigo.» Y nada más ni nada menos, Virtudes; créasme o no me creas.

»Y vamos a otra cosa. Mi primo Nacho debe de estar aquí dentro de quince o veinte días: nos ha escrito ya su llegada a Inglaterra. Con este motivo le hemos arreglado su gabinete del mejor modo que nos ha sido posible con los pocos recursos que hay a mano. Yo creo que ha quedado muy bien; pero a papá todo le parece poco para ese sobrino...

»Como él es tan menudito de formas y parece, por el estilo de sus cartas, la misma languidez en carne y hueso, me temo mucho que no sirva maldita la cosa para la vida que hacemos aquí. Si resulta esto verdad, y por miramientos de cortesía tenemos que acomodarnos nosotros a su modo de andar... ¡entonces sí que me voy a divertir! Hoy por hoy, me apuran un poco estas dudas. Esto no es decirte que sienta la venida de mi primo; pero si me dijera que por su gusto renunciaba a venir, o que lo aplazaba hasta el otro verano, puede que me alegrara la noticia. ¿Me quieres más franca?

»Pienso comenzar muy pronto una larga tanda de baños de ola: no porque los necesite, sino por probar de todo lo bueno que hay aquí; y la playa esta es de las mejores del mundo, en opinión de los villavejanos que no la usan nunca para eso... ni para cosa alguna.

»Se espera dentro de unos días la llegada de El Atlante, un vaporcillo costero, el único barco que entra en este puerto y da que hacer a su aduana. Viene cada seis u ocho meses a cargar el carbón de piedra que se ha ido acopiando en una mina de ello que tiene un sujeto de aquí. Dicen que la entrada de ese vapor es siempre un acontecimiento en Villavieja, y la única ocasión en que se ven villavejanos en el muelle y sus inmediaciones. Es curioso, ¿verdad? Por eso te lo cuento, y también porque no tengo cosa mejor que contarte, por ahora.

»Con motivo tan poderoso y la promesa formal de ser más diligente para escribirte en lo sucesivo, termino aquí esta carta ofreciéndote su extensión y las franquezas de que va henchida, como ejemplos que estás obligada a imitar cuando me contestes; sobre todo el de la franqueza. Con ella y el acopio que habrá en casa, ¿qué mejor novela para mí que la carta que me escribas?

»En espera de ella, te abraza con toda su alma tu amiga

»NIEVES.

»Agosto 5 de 18...»

«G. P. SHAPCOAT ESQ.»

»119, Grave Street-Liverpool.

». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Tal es la historia fiel de los sucesos, limpia y descarnada de todo comentario. Con la idea que tiene usted formada, y bien formada, de mi carácter, ¿no le parece inverosímil el papel de galán que hago yo en ella, e imposible que haya logrado acomodarme a él? No en vano le he pronosticado a usted varias veces, hablando de la imperturbable quietud de Villavieja, que la primera novedad que ocurriera aquí había de ser muy extraña. Pues ya se han cumplido mis pronósticos... El milagro se obró como se obran casi todos los de su especie: con un poco de casualidad y otro poco de... ¡qué carape! me voy convenciendo de que, la mayor parte de las veces, la culpa de las propias debilidades estriba en los resabios ajenos; en la falta de compensaciones mutuas; en el empeño tonto de tomarle a uno por su lado más inútil para el destino que se le quiere dar. Lo contrario de lo que ha sucedido aquí. Ya le he hecho a usted la pintura física y moral de Nieves: pues imagínese usted ahora a esa criatura tan linda, tan inteligente, de alma noble y esforzada, y de corazón limpio y sano como una bolita de oro, con los mismos gustos y las propias aficiones que yo; supóngala empeñada en que pinto mejor que Velázquez, que canto como un ruiseñor, que soy el más diestro piloto del mundo, y que no tengo precio para dirigir y disponer expediciones campestres; añada usted que me hace su maestro, su guía inseparable, su confidente y su amigo más íntimo, y añada usted también que es persuasiva por la fuerza de su talento clarísimo, y otro tanto por la virtud de su belleza; y ¡qué carape, hombre! o ha de ser uno un adoquín, o ha de creer y entregarse: entonces o nunca. Y cuando se ha dado este paso, se concluye mirando hacia dentro, metiendo la sonda en el meollo, desmenuzando lo que hay allá, viéndolo con ojos de aumento, estudiándolo con calma, estimándolo con cariño y dándose por muy satisfecho del hallazgo, por mezquino que sea; satisfacción que trae consigo cierta seguridad, cierta confianza que antes no había en las propias fuerzas morales... Todo esto creo yo que es muy disculpable y hasta natural en la mísera condición humana. Cada cosa pide su elemento propio para vivir y desenvolverse. Las ideas del hombre están en el mismo caso: se educan, se fortalecen y aun se iluminan con el concurso de ciertos agentes externos que parecen providenciales en determinados casos de la vida. -¡Carape si se me ocurren cosas bonitas ahora!- El quid está en que esos agentes salgan de su escondite y la quieran tomar con uno, como la han tomado conmigo en esta ocasión... y Dios se lo pague, por el buen servicio que me han hecho. Bien se está en el limbo de la insignificancia; pero se está mejor, porque se vale mucho más, donde yo me encuentro ahora; no en la región de los soles, porque no soy águila, pero sí donde se ve claro y no se anda a tientas. Pero ¡qué más? ¿No ve usted mi lenguaje? ¿No ve usted mi estilo? ¡Leto filosofando! ¡Leto metafísico! ¡Leto sentimental! ¿Quiere usted novedad más extraña ni milagro más patente, para un lugarón como Villavieja? ¿Se han cumplido o no mis pronósticos?

»Pero supongamos que está usted de acuerdo conmigo en este punto, y que da por bueno el modo de obrarse el prodigio: «Corriente», piensa usted enseguida, «ya veo que porque quiso ella, Nieves Bermúdez, la bella, la inteligente, la rica, la discreta, la de alma noble y corazón de oro; porque lo quiso, en fin, una mujer como no se ha visto en Villavieja ni volverá a verse en los siglos de los siglos, tú, Leto mísero, te levantaste y andas; pero ¿adónde vas?» ¡Carape si es usted malicioso! ¿Qué sé yo adónde voy? Voy a todas partes y a ninguna, y ando porque me va bien así, porque me gusta andar. No vale confundir la luz con el astro que la produce: ¡bueno fuera que no pudiera amarse la una sin codiciar al otro! ¿Habría locura mayor? Pues tan grande como ella la cometería yo si mis devociones cayeran del lado de las sospechas de usted. Lo quiero advertir en tiempo: soy un admirador agradecido, no un enamorado: lo primero le es lícito a cualquiera; para lo segundo se necesita un atrevimiento que no cabe en mí, ni cabrá jamás, porque no hay razones para que quepa. ¿Cómo he de desconocer yo que lo que por más entra en la inclinación de Nieves hacia mí, es la identidad de aficiones que existe entre los dos? Sin esa coincidencia, yo sería para la hija de don Alejandro Bermúdez un villavejano más; a lo sumo, el hijo del boticario don Adrián, antiguo y buen amigo de su padre. ¿Ni por qué había de ser otra cosa mejor? Tampoco pretendo llevar mis escrúpulos hasta el extremo de suponer que Nieves me agasaja solamente porque me necesita; pues si tan delgado lo hiláramos en el mundo, ¿adónde iríamos a parar, ni en qué pondríamos nuestros afectos que los creyéramos bien colocados? La estimación entre dos personas, por algo ha de empezar; y por cierto que no siempre este algo es de tan buena ley como el que ha engendrado la amistad con que me honra la hija de don Alejandro Bermúdez. Puestas las cosas en este punto, el único en que deben ponerse, el hecho final resulta (que es adonde yo me dirigía): la luz se hizo y el milagro se obró en mí. ¿Lo quiere usted más claro? Pues le juro que temo enturbiarlo si insisto en esclarecerlo.

»Por lo demás, ¡qué carape! en casos tan excepcionales como éste, las sospechas de cierto género son casi de necesidad. ¡Si a mí mismo me asaltan algunas veces! Ya se ve: en el ir y venir de las ideas, en el menguar y en el crecer de los entusiasmos, los límites y los terrenos se confunden, y se hace un amasijo allá, tan enmarañado y tan rebelde, que para deshacerle no basta en ocasiones toda la fuerza analítica del discurso. Pudiera citar a usted muchos ejemplos de ello. Vaya uno de muestra, por de pronto: Nieves tiene un primito mejicano, con quien se ha de casar según se dice; y el retrato de este primito, que está para llegar a Peleches de un día a otro, ocupa en el estudio de Nieves un lugar de preferencia. Por ese retrato sé yo que el primito es muy guapo; y por lo que me han contado, que es muy rico y muy bueno. De todo ello me alegraba yo en los primeros días de conocerle: nada más natural, ¡qué carape!... como lo es hoy, porque sigo estimándole en todo lo que merece por las trazas, que son superiores, como he dicho; sólo que en algunas ocasiones, desde que sé que está para llegar, lo mismo es acordarme del retrato o ponerme a contemplarle, que ya me tiene usted con cierto disgustillo de ver guapo al galancete, y de saber que es rico y bondadoso... vamos, que me nace en el corazón algo, como deseo vago de que el primo no asome por acá en todos los días de su vida, y de que, si asoma, resulte picado de viruelas, y tonto por añadidura y pobre por remate. ¿Ha visto usted barbaridad semejante? Tan enorme me parece a mí y tan fuera de toda disculpa, que por sentirla escarbándome las mientes, ya estoy abominando de ella. «¿Quién eres tú, gaznápiro», me digo, «para atreverte a esas cosas? Si es guapo, si es rico, si es despierto y honrado, y Nieves le quiere, y en quererle y en hacerle su marido cifra su felicidad, ¿a ti qué te importa? ¿Así la pagas las distinciones con que te honra y la estimación que te da? ¿Te abrieron de par en par las puertas de Peleches para eso? ¿Está bien que entrando por ellas como amigo honrado, pretendas quedarte adentro como amo y señor de los señores mismos? ¡Tú, obscuro villavejano, prosaico farmacéutico, gusanejo vil de la tierra, atreverte al sol mismo que con su calor te dio la vida! ¿Dónde se ha visto cosa semejante?... Paga, paga, tus deudas de esclavo, barriendo los suelos donde ella pise, y avergüénzate de haber levantado los ojos tan arriba.» ¡Carape qué cosas tan tremendas me digo en esas ocasiones; y cómo me zumban los oídos con el sonrojo, solamente con imaginarme que pudieran haberme leído tan malos pensamientos en la cara! Y todo por la arrastrada confusión de ideas; por el feo vicio que una tiene de afinar con el análisis las que mejor le parecen. Una pregunta, un gesto, una mirada, que no son la mirada, el gesto y la pregunta de todos los días, ya nos da que cavilar, que pesar y que medir para un buen rato... hasta que viene el sentido común dando la medida exacta de las cosas y poniendo a cada una de ellas en su correspondiente punto de vista; y se acaba la alucinación.

»He dicho a usted que me parecen las regiones de la luz que ahora habito, mejores que el limbo de antes, y lo son real y efectivamente, pero esto no impide que si se dejara a mi arbitrio el volver o no las cosas a lo que fueron sin quedar de las actuales el menor rastro de su paso en la memoria ni en el corazón, vacilara yo mucho antes de decidirme. Bueno, saludable, hermoso es lo presente; pero cada vez que considero que puede tener su fin a la hora menos pensada; que los moradores de Peleches desaparecen de aquí; que el palación se cierra y vuelve a dormitar silencioso en sus alturas, ¡ay, qué triste de color lo veo todo! ¡qué negro me parece el solar de los Bermúdez; qué turbio el mar; qué largas las horas, y qué insulsa la vida! En estas lobregueces de la fantasía, acepto al mejicanito rico, docto y sin viruelas, si con él, por amo y señor de la señora y ama de Peleches, quedan las costumbres de allí en el mismo ser y estado en que ahora se hallan; con lo que le doy a usted una prueba bien evidente de que mis entusiasmos no pasan de los límites racionales que les corresponden; de que mis ambiciones se cifran en el goce de la luz, no en la absurda codicia del astro luminoso; en vivir como ahora vivo, en una palabra.

»Y vea usted lo que son las cosas: cifrando en este método de vida todos mis goces, esos buenos señores de Peleches creen prestarme un gran servicio aliviándome de vez en cuando de lo que ellos juzgan pesada carga para mí. ¡Pesada carga conversar con Nieves, recoger sus impresiones de artista y de mujer observadora, y sus confidencias siempre originales y espontáneas y tan pintorescas como todo lo que brota de su luminoso pensamiento! Con un pretexto cualquiera se hace un alto en el programa y se nos licencia temporalmente a don Claudio Fuertes y a mí. Ahora estamos en uno de esos paréntesis fastidiosos, o compases de espera, como los llama el comandante, que los deplora bastante menos que yo. Llevo tres días sin ver a los señores de Peleches más que un ratito al anochecer; y como las horas desocupadas se me hacen siglos y el tiempo está hermoso y los entretenimientos viejos del Casino no me satisfacen, el yacht lo paga.

»Sobre esto del yacht, sólo le he dicho a usted que Nieves se perece por andar en él, y que su padre, menos aficionado que ella a esta diversión, cuando no quiere o no puede acompañarla, tolera muy gustosa que vaya sola conmigo y con el famoso Cornias; pero nada le he hablado de lo intrépida que es allí; de cómo se le revela el placer de que va poseída en el ardor de la mirada y en la gallardía de sus posturas; ni de cómo me tienta y seduce con palabras o con gestos más tentadores que ellas, a que fuerce y obligue al balandro a hacer lo que yo no quiero que haga, ni debe de hacer cuando lleva una carga tan preciosa... ¡Y el demonio del barquichuelo, como si lo conociera, hombre! Hasta al mismo Cornias se le antoja que parece otro cuando va Nieves dentro de él. ¡Carape, cómo se gallardea entonces, y con qué gracia escora y hace hablar al aparejo, y se desliza y gatea! En fin, una pura monada. Verdad que siempre fue una maravilla en estos particulares; pero así y todo, cabe mejorarse, y bien sabe usted lo que influyen en el aspecto de las cosas la distancia, la clase y el punto de la luz que las ilumina. «Al fin», me digo yo en estos casos, «la largueza de mi incomparable amigo halló su merecido premio; ya tiene la joya un empleo digno de su gran valor.» Y entonces, amigo mío, no me remuerde la conciencia por ser dueño de lo que no merezco, y hasta me felicito de no haber opuesto mayores resistencias que las que opuse a la rumbosa dádiva de usted. ¡Bien empleada está ahora! Así me la conserve Dios muchos años.

»Pero a todo esto, ¿hago yo bien o mal en entretenerle a usted con estas fantasías que me tienen como niño con zapatos nuevos? ¿Qué juicio formará usted de ellas y de mí? Por el amor de Dios, no se ría, y considere que estando obligado a referirle los sucesos, como se los he referido al principio de la carta, no podía dejarlos sin la salsa de lo que añado al relato, so pena de quedar usted sumido en más hondas confusiones, o de tomarme por un solemnísimo embustero; porque, verdaderamente, el caso de arriba resultaría increíble sin la explicación de abajo, para todo el que me haya conocido como usted me conoció. Lo que a mí me ha faltado, y de aquí nacen mis temores, son uñas para arrancar de mis adentros la entraña del asunto, tan limpia de adherencias y piltrafas, que llegara usted a verle con la misma claridad que yo le veo. ¡Ay, carape! como yo tuviera esas uñas metafísicas, ¡qué colores le hubieran resultado al cuadro ese y qué tranquila estaría ahora mi conciencia de narrador! Pero es lo que sucede siempre: pasan las cosas; va usted sintiéndolas y estimándolas una a una, y confiándolas de igual modo al dictamen o al afecto del amigo, y todas ellas van pareciendo naturales y corrientes, y ordenándose y acomodándose sin reparos, ni asombros ni aspavientos de nadie; pero devórelas usted solo; almacénelas adentro, y a la hora menos pensada, suelte el acopio entero y verdadero para que se vea y se estime en su legítimo valor: ya parecen cosas diferentes, y hasta resulta montaña lo que quiso usted que resultara granito de salbadera, o al revés... Por supuesto, voy hablando de lo que me pasa a mí de ordinario, para venir a parar a que lo que ha de asombrarle a usted, sin llegar a entenderlo claro, viéndolo derramado en esta carta, le hubiera asombrado menos y lo habría apreciado mejor siendo testigo presencial de los sucesos.

»De todas maneras, ríase o no se ría de la confidencia, guárdela usted y téngala siempre como prenda segura del entrañable afecto que le profesa su mejor y más agradecido amigo

LETO PÉREZ.

Agosto 10 de 18...»




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- XVI -

Gacetilla


En una ocasión, dando los de Peleches unas vueltas, de pura cortesía, en la Glorieta a la salida de misa mayor, observó Nieves algo de extraño en el continente de las villavejanas; algo como forzado que las desfiguraba a todas de la misma manera y por un mismo patrón, si pudiera decirse así. Consultó la observación con Leto que iba a su lado, y Leto la dijo:

-Fíjese usted bien, particularmente en la Escribana mayor, que es la que más lo exagera... ¿No cae usted?

-No caigo.

-Pues consiste en que han dado todas en la gracia de imitarla a usted en el modo de andar y en el de vestir.

Nieves se hizo cruces.

Aquella misma tarde se encontró Leto con las Escribanas yendo él hacia la botica y ellas hacia la Glorieta. Nada tenía esto de particular; pero sí lo tuvo el que al pasar Leto codo con codo con la Escribana mayor, dijo ésta en voz airada volviendo la cara hacia él, que había saludado muy cortésmente:

-¡Escandaloso!

El pobre chico se quedó viendo visiones. ¿Por qué tal improperio? ¿Dónde, cuándo ni cómo había escandalizado él?... ¡Carape con el dicho... y en mitad de la calle, y a quemarropa!.. Y aunque hubiera escandalizado, ¿qué le importaba a ella?... ¡Vaya con la grandísima!.. Pero ¿no era creíble también que la palabrota que parecía un insulto a él, fuera simplemente una de las dichas por la Escribana en el calor de la riña sorda en que iría empeñada con sus hermanas, como de costumbre?... En fin, no lo entendía; y después de todo, ¿qué más le daba?

Leto, con la vida que traía últimamente, andaba muy atrasado de noticias. El sabía que a poco de llegar de Sevilla los de Peleches y de darse Nieves a ver, los chicos de la crema villavejense trataron de dar a la sevillanita una «velada de honor» en el Casino; sabía que Mona Codillo y Celia Tejares (la Indiana mayor) se prestaban a tocar a cuatro manos las tres piezas que tocaban siempre allí y en el salón del ayuntamiento; y sabía, por último, que había disponible una metralla de más de diez Poemitas y Meditaciones para acompañar al estruendo de la música; algunos levisacs ribeteándose de nuevo, y hasta media docena de fraques en remojo; pero ignoraba que desde que se había notado en los Bermúdez el propósito de aislarse en su castillón de Peleches, y, lo que era aún peor, desde que se les había visto excluir de sus «altivos desdenes» a «un soldadote incivil, a un boticario chocho y al gandulón de su hijo», es decir, «a lo más ínfimo y despreciable de Villavieja», las cosas habían mudado de aspecto: las chicas se negaban en redondo, las unas a tocar, las otras a concurrir; los chicos, que tal vez aspiraran a ser tertulianos de Peleches y caballeros rompe-lanzas de la fermosa castellana, comenzaron a cerdear; y aunque hubo algunos menos quisquillosos que querían entrar con todas a trueque del festival, Maravillas les apagó los fuegos, demostrándoles a su modo que «sólo al genio del hombre debían de tributarse festejos, no a una quimera teológica ni a la vanidad de un poderoso que se complacía en humillarlos.» Que los festejara el lacayo miserable (Leto, clavado) que les barría los suelos de rodillas por el mendrugo que le daban. Todo esto, solamente por lo de los primeros días; porque en cuanto se supo que Nieves andaba sola por las escabrosidades y umbrías de Peleches, Y llegó a vérsela, sola también, por la bahía con el hijo del boticario, los aspavientos no tuvieron límites, y se indignaron las mujeres, que, al mismo tiempo, se afanaban por imitarla en el corte de los vestidos y en la manera de andar.

Bien ciego y bien sordo necesitó estar Leto entonces para no ver ni oír lo que se hizo y se dijo en Villavieja contra la «desvergonzada andaluza, el estúpido Macedonio» (había cundido el mote, por lo visto), y contra él, contra Leto, «el majagranzas enfatuado y corruptor escandaloso» de las buenas costumbres de allí. Porque las Escribanas y las de Codillo, y Rufita González, pero principalmente las Escribanas, eran las que lo cernían en tertulias y en paseos, y las que escupían de medio lado y se tapaban las narices en mitad de la calle en cuanto oían nombrar a los Bermúdez o cosa que les perteneciera; lo que no impedía que cuando los tenían delante se despepitaran buscándoles el saludo.

La Escribana mayor, que tenía, por lo visto, sus motivos particulares para ir a la cabeza de aquella conjuración de mujeres y de mozuelos desocupados (porque de aquí no pasó la riada), pescó un día a tiro a Maravillas y le dijo que no tendrían agallas ni pundonor él y cuantos con él andaban en el fregado de un periódico en letras de molde, si no le echaban cuanto antes a la calle, pero lleno de metralla contra ciertos malos ejemplos que corrompían las honestas costumbres de ciertos pueblos honrados, y contra los traidores escandalosos que ayudaban a los de fuera en la corrupción de los propios. Maravillas cantó sus ansias civilizadoras y sus «convicciones positivistas», en demostración de sus grandes deseos de complacer a la Escribana; pero a renglón seguido expuso las dificultades viles y mecánicas que había para realizarlos: una de ellas el desánimo de sus colaboradores para dar el dinero que se necesitaba.

-Por eso no quede-dijo la otra en ademán trágico de aficionado casero: -nosotras somos ricas; y por el bien y por la honra de Villavieja, daremos hasta las enaguas.

Maravillas la estrechó la mano en silencio, y se largó prometiendo que El Fénix Villavejano no se haría esperar mucho.

Nada de esto ni de otro tanto más sabía Leto aquella tarde; como no sabía que habiendo husmeado estas cosas los Vélez desde su palomar de la Costanilla, y manifestado por aquellos días el entristecido Manrique propósitos de intimar el trato de los Bermúdez para realizar un determinado plan que había ideado y declaró a su hermana, ésta le dijo, irguiéndose pálida y seca, como una tibia muy grande:

-Te juro que arderá este palacio por las cuatro esquinas, en cuanto tú me traigas a él una cuñada de esa traza.

Por lo cual había renunciado Manrique Vélez, a casarse con Nieves Bermúdez.




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- XVII -

Mar afuera


Le digo a usted, ¡carape! que éste es un problema que marea. Vengan aquí todos los sabihondos de la tierra, y pruébenme que cabe dentro del sentido común el que un hombre con barbas se pase media noche en claro, por el disgusto de no haber subido a Peleches en cuarenta y ocho horas. ¡Qué han de probar? Y mucho menos si yo les digo: «reparen ustedes que el hombre de mi ejemplo no tiene obligaciones que cumplir allí, ni debe una peseta al padre, ni está enamorado de la hija, ni Cristo que lo fundó; que no es más que un tertuliano de la casa y un amigo que pasea a menudo con los señores de ella, no desde el principio de los tiempos, sino de dos meses acá; que si no ha concurrido a las dos últimas tertulias del anochecer, es porque a esas mismas horas ha tenido ocupaciones de importancia en la botica de su padre, que le da el pan de cada día; que ese hombre jamás ha conocido el mal humor, ni tomado en serio cosa alguna de tejas abajo y de puertas afuera; que rebosa de vida y de salud, y que nada teme, ni nada debe, ni nada envidia... Por último, ese hombre existe en carne y hueso; y soy yo, Leto Pérez, el hijo del boticario de Villavieja, y boticario también.» Y entonces los sabios me contestarían, por poco sabios que fueran: «pues Leto Pérez, el hijo del boticario de Villavieja, no tiene sentido común.» Y no le tengo, ¡carape! no le tengo, y a eso iba; pues sí le tuviera, no me sucedería lo que me sucede; porque a un hombre de sentido común no puede sucederle eso más que en un caso, y yo niego ese caso; y no solamente le niego, sino que la suposición de él me parece el más enorme de los absurdos, y además una irreverencia... ¡qué digo irreverencia? un sacrilegio. De donde se deduce claramente que me quedé corto cuando, escribiendo al inglés, le dije que entre ser lo que ahora soy y volverme a lo que fui, vacilaría... ¡Vacilar, carape! a ciegas me agarro a lo de ayer. Ayer era yo el hombre más descuidado y venturoso de la tierra; y hoy me carga a lo mejor cada murria que me parte. ¡Qué más? ¡Hasta el mismo oficio de que vivo empieza a caérseme de las manos! Es una mala vergüenza confesarlo; pero es la pura verdad. Nada, ¡carape! que, según van poniéndose las cosas, como si yo hubiera nacido hace dos meses. De esa fecha para atrás, el limbo... Con decir que hasta el yacht me impone condiciones para hacerse querer de mí... ¿Se ha visto otra? Pues así es. O con ella a bordo, o que nones. Y en estos remilgos, seis días de holgueta el muy tunante... Pero por esto no paso, porque sería ya de lo inaudito... Hoy se me han hinchado las narices, y te voy a dar tres tazas, por lo mismo que no quieres caldo...»

Por este arte despotricaba en sus adentros Leto Pérez bajando una mañana hacia el muelle, sin corbata ni chaleco, con una ancha boina en la cabeza y, por todo ropaje exterior, una americanilla y unos pantalones de lienzo. Como arreglaba la marcha al compás de los pensamientos, andaba con relativa lentitud, algo cabizbajo y con las manos en los bolsillos.

Cornias aparejaba el yacht, atracado a la escalerilla.

-¡Aviva!- le dijo en cuanto pisó el primer peldaño, -para ver si podemos desabocar con la vaciante y el terralillo que nos quedan.

Enseguida bajó y se puso a ayudar a Cornias para acabar primero. Terminada la faena, le previno:

-A desatracar para franquearnos.

Cornias, con la agilidad y presteza de un mono, empezó a cumplir la orden desanudando la estacha de proa para largarla.

-¡Espera!-le dijo de pronto Leto, con una inflexión de voz que revelaba algo de extraño para Cornias.

Suspendió éste la tarea y miró a Leto, que estaba a popa y sobre las puntas de los pies, como fascinado, con los ojos fijos en la blanca silueta de Nieves que acababa de aparecer en lo alto del Miradorio.

-¡Ay, carape!- se dijo: -con esto no contaba yo ahora. ¿Habrá visto el yacht aparejado desde allá arriba? ¿Vendrá acá?... Por las trazas, sí... ¡Pues buenas están las mías para recibirla, carape!... Pero, bien mirado, no estoy sucio ni roto... ¿Y si no nos ha visto, ni viene a lo que yo presumo? ¿Espero?... ¿Me largo?... ¡Largarme! ¡Tendría que ver! ¿Podría, aunque quisiera? ¡Pues no están vibrándome las fibras todas como si de pronto me hubiera henchido de la salud que me faltaba?... ¡Carape, carape, hombre, qué cosas éstas tan extrañas!... Ya no la veo... ¿Por qué no serán transparentes los breñales que me la tapan ahora? ¿Por dónde echará? ¡Por dónde, por dónde! ¿Tienes más que ir a verlo, simplón, cuanto más que estás deseándolo?... Eso sí; pero ¿cómo lo tomará? ¿A bien? ¿A mal? ¡Ay, qué arrastradas desconfianzas estas mías, que no acaban de curárseme! A la una... a las dos... ¡Cornias! -dijo en voz alta-, atraca otra vez... y aguárdate así, que vuelvo enseguida.

Saltó a la escalera, la subió en dos zancadas, atravesó el muelle y el andén en muy pocas más, tomó el camino del Miradorio; y al dominar el primer recuesto se halló cara a cara con Nieves que venía por el entrellano a todo andar también, algo sofocadita y un poco anhelante; pero muy mona, ¡muy mona!

La pobrecilla temía llegar tarde: había visto desde allá arriba el grimpolón azul, y por él había presumido que estaba el Flash atracado al muelle; y estando atracado al muelle, sería para salir a navegar por alguna parte... «Pues buena ocasión», se había dicho entonces. «Puede que Leto quiera llevarme»; y hala, hala, hala... ¡qué ira le daba aquel pedazo de camino tan escondido del muelle, donde era inútil hacer una seña o dar una voz! ¡Y si entre tanto se largaba el yacht? ¡Y ella que tenía tantas ganas de darse otro paseo en él! Desde el último, once días lo menos... y dos sin subir Leto a Peleches, ni dejarse ver por ninguna parte. ¿Había estado enfermo? ¿estaba enfadado, resentido de alguna cosa? ¡Qué injusto sería en ello! En Peleches, todos, todos le estimaban mucho y le estaban muy agradecidos.

Bien poco le quedaba que hacer a Leto en aquella escena que tanto le imponía desde lejos. Todo se lo daba hecho Nieves; todos los caminos le abría ella; y ¡con qué dulzura de mirar, con qué timbre de voz tan melodioso, con qué volubilidad tan espontánea y hechicera! Había que ser un leño para no atreverse, con aquel estímulo que le parecía sobre humano, a ser un poco sincero y expresivo también; y se atrevió a serlo. Dijo el por qué de no haber subido a Peleches en dos días. ¡Él enfadado, él ofendido! ¡Eso si que era no conocerle!.. ¡cuando precisamente las horas de esos días se le habían hecho siglos! Para entretener el tiempo mejor hasta la noche, en que pensaba volver a la tertulia de Peleches, había resuelto pasar la mañana en la mar; y estando ya desatracando el yacht para franquearse, la había visto a ella bajar por el Miradorio, y había salido a su encuentro para ponerse a sus órdenes, por si no había visto el balandro aparejado, o no venía con ánimos de embarcarse en él. ¡Carape, si recalcó lo de las horas largas, y estuvo valeroso y ocurrente en otras finezas semejantes el hijo del boticario! Y Nieves, tan ufana con ellas y tan agradecida. ¡Que le preguntaran entonces si la cruz de su nueva vida le pesaba, y si, para descargarse de ella, quería volver al limbo por que suspiraba poco antes!

Pero ¿por qué andaba Nieves por allí a aquellas horas? También se atrevió Leto a preguntárselo, caminando ya los dos hacia el muelle; y resultó que Nieves y su padre, después de dar un largo paseo en dirección a la mina, se habían sentado a leer en la Glorieta: don Alejandro un periódico, y ella aquel libro que traía debajo del brazo; don Alejandro se cansó muy pronto de leer, y se volvió a casa con propósito de destinar toda la mañana a despachar su correspondencia atrasada; ella se quedó leyendo, y advirtió a su padre que pensaba darse después una vuelta por el Miradorio, como hacía muchas veces. Desde el Miradorio había columbrado el palo del balandro con su grimpolón azul, y las pícaras tentaciones habían hecho lo demás.

-De manera, Leto -dijo en conclusión y deteniéndose para decirlo-, que ese paseo va a ser de contrabando, porque papá no sabe nada de él. Téngalo usted muy en cuenta y dígame qué tiempo se necesita para darle por la mar... porque ha de ser por la mar el paseo de hoy, o no me embarco.

-Pues por la mar será si usted quiere -respondió Leto, hechizado ante el aire resuelto de la animosa sevillana-, y podemos estar de vuelta antes del mediodía.

-Corriente -repuso Nieves después de meditar unos instantes, con el entrecejo fruncido. -Y dígame usted ahora, en conciencia de buen amigo y hombre honrado: ¿hago yo bien o mal en estas cosas?

-¿En qué cosas? -la preguntó Leto algo sorprendido.

-En venirme sola a correr aventuras de esta especie... Es pregunta que me he hecho a mí misma muchas veces, y una no más a papá.

-Y ¿qué le ha respondido a usted su papá? -volvió a preguntarla Leto, entrando en más hondas aprensiones.

-Ya ha visto usted cuántos paseos he dado sin él en el balandro, con muchísimo gusto suyo... Algo le inquietan los peligros del barco, por su poco juicio; pero como yo no los temo y usted es buen piloto, con tal de que yo me divierta... En lo demás, él es de opinión de que no se viene aquí a guardar etiquetas, ni a hacerse esclavo de miramientos vanos.

-Muy bien pensado.

-Eso creo yo también; pero ¿y ciertas gentes? ¿pensarán lo mismo?

-¿Se fía usted de mí, Nieves?

-Como de mi padre: se lo juro a usted.

-Pues entonces, ¿qué le importa a usted el juicio de esas ciertas gentes? Haga usted su gusto y ríase de ellas.

-¿Lo cree usted, Leto?

-De todo corazón.

-Pues no se hable más de esto.. -Y dígame usted. ¿está el día a propósito para salir a la mar?

-¿Lo intentaría yo si no lo estuviera, Nieves? Y dígame usted a mí: ¿no se incomodará don Alejandro conmigo cuando sepa que sin su permiso he consentido en hacer eso que tan poco le gusta a él?

-No, señor, con tal de que estemos de vuelta antes de que él pueda alarmarse con mi tardanza.

-Eso corre de mi cuenta. Son las nueve menos cuarto... a poco más de las once puede usted estar en Peleches... porque no hemos de llegar a la Isla de Cuba... digo, cuento con que no se te antojará a usted.

-¡Me hace gracia la ocurrencia!... ¿Y si se me antojara, Leto?

-¡Si se le antojara a usted?... También eso me hace gracia a mí. Pues tenga usted la bondad de que no se le antoje, por de pronto... ¿Se cansa usted con el paso que llevamos?

-¡Bah!

-Es que no hay tiempo que perder si hemos de salir con la vaciante y antes de que salte la brisa. Por eso me he permitido...

-¿Quiere usted que corra más todavía?

-No hay necesidad: ya estamos a dos pasos del muelle.

-¿Quién es ese tipejo que se pasea en él?

-Un tal Maravillas: algunas veces anda por aquí, para que crean las gentes que estudia en el gran libro de la naturaleza: es filósofo y ateo.

-¡Jesús!

-Sí, señora: un chico atroz. Ahora le trae al retortero la idea de publicar un periódico, y no acaba de publicarle.

-¡Con qué sonrisilla nos mira!...

-De puro ateo y compasivo que es; sólo que el mejor día le va a borrar alguno la sonrisilla esa de un bofetón... digo, me parece a mí... ¡Ajá!... ya estamos... Hoy no basta la mano, porque son muchos los escalones descubiertos y están algo resbaladizos: tenga usted la bondad de tomar mi brazo... ¡Atraca bien, Cornias, y ten firme!... Poco a poco, Nieves... Déjeme usted pasar primero al balandro... Deme usted su mano ahora... Muy bien... Ya estás botando, Cornias; y en el aire... ¡Listo el foque para hacer cabeza!... Pase usted a su sitio de costumbre, Nieves, que es el más seguro... Eso es... Avante vamos... ¡Listo el aparejo!

Se izó todo el trapo en un momento; y con el terralillo que aún duraba, aunque en la agonía, y la vaciante, comenzó el Flash a navegar hacia fuera. Como el impulso del aire era tan leve y el agua no oponía resistencia, la quilla se deslizaba sin el cortejo de espumas y rumores que Nieves echaba muy en falta.

-Ya vendrá a su tiempo, y en abundancia -la dijo Leto-, porque el día está que ni de encargo para esas cosas... si usted no se arrepiente.

-¿Me cree usted capaz de arrepentirme- le preguntó ella mirándole fijamente y con expresión de asombro-, después de desearlo tanto?

-Como nunca se ha visto usted en ello... replicó Leto, pesaroso de haber apuntado la sospecha.

-Aquí, no; pero ya le he dicho a usted que en otras partes, sí; y aunque ésta fuera la primera vez, ¿tan poca confianza tiene usted en la fuerza de mis resoluciones?

-En cuanto dependan de la voluntad de usted, no -dijo Leto-; pero como en cosas de la mar hasta los más avezados a ella no cortan siempre por donde señalan...

-Pues luego va a verse, señor marino, si hay aquí o no hay valor para cortar por donde se ha señalado. Mientras tanto, le prohíbo a usted aventurar juicios sobre el particular.

Leto casi se ruborizó por falta de una sutileza galante con que responder a la reprimenda sabrosísima de Nieves.

-¡Qué bonito acopio ha hecho usted hoy! -la dijo porque no se acabara la conversación y aludiendo a la media guirnalda de yerbas y flores que llevaba Nieves sobre el pecho.

-¿Usted ha visto -respondió ella bajando la cabecita para mirarlas y acariciándolas al mismo tiempo con la mano-, qué helechos más primorosos? De tres clases y a cual más fina... Pues ¿y estos penachitos de farolillos carmesí?... ¿Cómo me dijo usted el otro día que se llamaban?

-Brezos.

-Es verdad, brezos: ¡qué preciosos! Pues ¿y estas otras florecitas azules que estaban a su lado? ¡Cosa más fina y delicada!... Vea usted qué bien componen con todo ello estas margaritas silvestres tan blancas, con el centro dorado... ¡Qué primor de campiña!

Hablando Leto con Nieves de éstas y otras cosas parecidas, con entero descuido, porque la marcha igual y monótona del barco no le exigía gran atención, muy a menudo la llevaba puesta, más que en las palabras que dirigía a su linda interlocutora, en el batallar de los pensamientos que le infundía la presencia de aquella criatura, confiada a su pericia y a su lealtad en aquel chinarrito del mundo, entre el cielo y la mar, en medio de la augusta quietud de la Naturaleza. Cuanto de honda y humana poesía palpitaba bajo la costra del humilde boticario, se conmovía y agigantaba entonces, llenándole la mente de luz y el pecho de desconocidas sensaciones; y hubiera sido cosa digna de verse estampada en un papel, la imagen interior del vehemente y desapercibido Leto, perdido entre las evoluciones de su pensamiento, y por el ansia de analizarlos todos, volar de los más rastreros a los más altos, de los más grandes a los más pequeños; trastrocar las especies muy a menudo, y apurarse por lo nimio y vulgar después de haberse mecido sereno en las alturas de lo sublime. Así, por ejemplo, tras de parecerle una herejía haber creído posible trocar por el limbo insulso de su pasado, el dulce presente con todas las contrariedades y amargores que necesariamente había de traerle aparejado, le sonrojaba de pronto la idea mezquina de verse allí, tan cerca de Nieves, vestido como un ganapán... quizá en el mismo instante en que Nieves, mirándole a hurtadillas, le veía mucho más hombre y más apuesto que nunca, con aquellos limpios, holgados y simples atavíos.

Duraron estas cosas tan entretenidas para Leto, y también para la sevillanita probablemente, poco más de un cuarto de hora; hasta que el balandro desabocó, y comenzó a sentir Nieves esas inexplicables impresiones, mezcla extraña de pavor y de alegría, que se apoderan de los novicios entusiastas como ella, al verse de pronto mecidos por las ondas salobres de aquel abismo sin medida.

-Ya estamos fuera -la dijo Leto que leía esas impresiones en su cara-. Los síntomas no pueden ser mejores: calma cernida. Observe usted esa especie de muro de niebla que hay en el horizonte: es lo que llaman ceja los marinos; la mejor señal, en verano, de que va a echar tieso, es decir, a soplar luego una brisa fresca y bien entablada, como lo demuestra también este poco de trapisonda que hace balancear al barco y restallar las velas abandonadas a su propio peso... ¡Cornias! atesa acolladores y quinales, que trabaja demasiado el palo... De manera que nos hallamos en las mejores condiciones para poner a prueba las del yacht... o para volvernos al puerto dentro de diez minutos, en popa, si usted se halla arrepentida de haber llegado hasta aquí... Con toda franqueza, Nieves.

Con toda franqueza y hasta con entusiasmo, se ratificó la animosa sevillana en sus deseos de llevar adelante su acariciado proyecto. Cierto que las embarcaciones en que ella había salido a la mar dos veces en Andalucía, eran mayores, bastante mayores que el Flash; pero ¿y qué? Lo que se perdía en holgura se ganaba en gozar más de cerca los lances del paseo. Conque adelante.

-Pues adelante -repitió Leto muy regocijado-, y no se hable más del asunto... ¡Listo, Cornias! que ya viene la brisa picando. Ha tardado menos de lo que yo esperaba, y me alegro; así empezaremos primero para acabar más pronto... porque usted está algo de prisa, Nieves, ¿no es verdad?

-Esté o no esté -respondió Nieves con donosa formalidad-, el paseo ha de ser en toda regla. Conque aténgase usted a eso, y a nada más que eso... ¿Estamos?

¡Carape, cómo electrizaban a Leto aquellas monaditas de la sevillana! De pronto la dijo:

-¿Ve usted aquel rizadillo gris que tiene la mar allá lejos y viene avanzando hacia nosotros? Pues es el polvo que levanta la brisa en el camino que trae... ¡A qué paso viene!

Enseguida, dirigiéndose a Cornias, gritó:

-Ya está ahí... Caza escotas, que vamos en vuelta de fuera, y a ceñir... Y usted, Nieves -dijo volviéndose hacia ella-, agárrese bien a la brazola, y no se descuide un instante, porque esto no es la bahía... Y perdóneme si desde ahora no la hago los honores de la casa como yo quisiera, porque este caballerito es algo ligero de cascos y voy a necesitar muy a menudo poner los cinco sentidos en él.

En esto, sintiendo el Flash en su aparejo las primeras rachas de la brisa, se inclinó sobre el costado de babor; y Leto dijo entonces: -¡A la buena bordada!

Y comenzó el balandro a navegar, ciñendo y escorando; pero no como en la bahía, en plano perfectamente horizontal, sino entre balances y cabezadas, que iban acentuándose a medida que refrescaba la brisa y la mar se rizaba, cubriéndose de carneros y garranchos.

Nieves se sobrecogió algo con las primeras arfadas, que llegaron a meter el carel debajo del agua revoltosa y espumante; pero la inalterable serenidad de Leto y aquella su honda y tenaz atención al aparejo, a la caña, a todo el organismo del barco y a su rumbo, y algunas miradas a ella de vivo y cariñoso interés, la tranquilizaron bien pronto, y hasta llegó a encontrar muy divertido aquel incesante cuneo, que la hacía el efecto de un columpio.

Tenía razón Leto al decir a Nieves que no le pidiera cortesías en cuanto empezara el barco a navegar: diez minutos después de decirlo, ya no estaba en casa; ya estaba fuera de sí mismo, de su naturaleza carnal y propia; ya era como el espíritu, el alma del barco que regía; el ser activo e inteligente se había infundido en la armazón y las lonas del yacht; no pensaba ni observaba ni sentía Leto Pérez como hombre, sino como barco; venía a ser a modo de yacht inteligente, o un ser racional con formas de balandro: lo que se quiera.

Bien claro le leía Nieves esta trasfiguración en los ojos y en las actitudes, y se embebecía contemplándole así, segura de no ser observada por él, que llevaba toda la mar, toda la brisa y el barco entero y verdadero metidos en la cabeza.

De vez en cuando, pero siempre muy a tiempo, hacía una salidita a lo suyo, mirando o hablando breves palabras a Nieves, como Leto mortal, vivo y efectivo; cosa que la complacía mucho, porque no la gustaba verse allí tan sola como en ocasiones creía verse.

-¿Va usted bien? -la preguntaba.

Y volvía a ser barco en seguida...

-Buen andar llevamos -pensaba para sus maderas-; pero no todo lo que debemos. Hay que arribar un poco... un poquito más... Ya metimos el carel... Lo menos echamos seis millas... Orza ahora un poco para que adricemos y vayamos con más desahogo, aunque con menos velocidad... ¡Bien, bien!... Ahí están esos condenados, en regata conmigo... (Alto). Mire usted los delfines, Nieves, en rebaños, dándola a usted escolta de honor, y haciendo, volatines fuera del agua para que usted los admire. ¡Cómo quieren lucir su ligereza pasándonos por la proa a lo mejor!

Nieves los admiraba, y hasta los temía al verlos surgir del abismo junto al carel, volteando como pedazos de rueda negra con aguzadas cuchillas de acero enclavadas en la llanta.

-No hay cuidado -la dijo-, que son unos animalejos enteramente inofensivos, y además bobos.

Y con esto volvió a infundir su espíritu en el organismo de su barco y a pensar por él:

-Este andar no es para sangre marinera, con esta mar y esta brisa; hay que arribar otra vez, aunque los garranchos abundan... Cuestión de achicar, si es necesario. Dos garranchos a bordo. (Alto.) Cuidadito los pies, Nieves... y agarrarse... ¿Puede usted volver un poquito más la cabeza a la izquierda?

-¡Yo lo creo! ¿Para que?

-Para que vea usted a Peleches desde aquí.

Volvióse Nieves como Leto quería, y exclamó al punto:

-¡Ay, qué bien se ve! Pero ¡qué en alto y qué lejos está y qué iluminada la casa por el sol! Parece que nos está mirando con las ventanas... ¿Nos verá alguien desde allí, Leto?

-Al balandro, como un papel de cigarro, puede; pero a nosotros, dificilillo es a la simple vista... Agárrese usted, Nieves, que hay mucha trapisonda y son muy fuertes los balances. Aquí no se puede decir, como en bahía, que el barco paladea el agua; sino que la escupe y la abofetea y la embiste, ¿no es verdad?... y hasta riñe con ella, que, como usted puede observar, no se muerde la lengua tampoco... Vea usted allá lejos unas lanchas corriendo un largo... Son boniteras, de fijo... Así se pesca el bonito, a la cacea.

Poco después preguntó a Nieves, en cuya cara, más pálida que de costumbre, no se leía otra expresión que la de una curiosidad intensísima, si se daba por satisfecha con la prueba, o quería apurarla más.

-Hasta ahora -respondió Nieves intrépida, -no ha metido el yacht más que una tabla; y usted me tiene dicho que puede con tres.

-Dos, Nieves...

-Tres, Leto: lo recuerdo bien.

-Conmigo, sí; pero llevándola a usted, no me atrevo.

-¿Teme usted dar la voltereta?

-Eso nunca; pero hay otros peligros...

-Pues las tres tablas quiero. Ya estoy acostumbrada a los balances, y esto me va pareciendo delicioso.

Leto, a reserva de engañarla con un artificio bien disimulado, la prometió complacerla, porque no tenía fuerza de voluntad para contrariarla.

-Pues a ello -dijo-, y agárrese usted bien que voy a preparar la arribada.

Apartó su atención de Nieves, y la puso toda en el yacht.

-La verdad es -pensaba-, que la ocasión es de oro para hacer eso y aun otro tanto más; pero ¡carape!... no señor, no señor: tiento, tiento, que no llevas a bordo sacos de paja... Y lo está deseando el maldito. ¡Qué luego sintió la caña! ¡Allá vas! Ya está sorbido el carel... ¡Hola, hola! garranchitos a mí por la proa, ¿eh? Toma ese hachazo por el medio... y ese par de rociones para duchas... ¡Carape con la recalcada!... Una tabla... Esto ya es andar... y embarcar agua también... Pues otro poquito más de caña ahora... para probar... ¡nada más que para probar!... Ya está la segunda. (Alto). Vaya usted contando, Nieves: dos tablas...

-Una y media -respondió Nieves al punto-. Hasta tres...

-¡No sea usted tentadora! Dejémoslo en las dos, y crea usted que es bastante.

-¿Hay miedo, Leto?

-¡Tendría que ver!

-Pues lo parece.

-Vea usted los delfines otra vez... Los puede usted alcanzar con la mano. ¿Serán capaces de pretenderlo, los muy sinvergüenzas? Pues al ver lo que se arriman y se presumen... Las gaviotas... Mire usted esa nube de ellas escarbando con las alas en el mar: allí hay un banco de sardinas...

-Lo que usted quiere -dijo Nieves pasando su mirada firme de los delfines y de las gaviotas a Leto-, es distraerme a mí del punto que estábamos tratando; pero no le vale... ¡Las tres tablas, Leto!

Leto empezó a creer que no había modo de resistirla ni de engañarla...

-Pues las tres tablas -dijo-; pero ¡muchísimo cuidado, Nieves!

Y se dispuso a complacerla, comenzando por olvidarla para no ser más que barco inteligente.

-Hay que volver a empezar -se decía-; y para esto, mejor era haberlo hecho del primer tirón, porque la brisa arrecia y la trapisonda crece... El carel... ¡por vida de la arfada!... De ésta, va a ser el pozo un baño de pies... Más caña... ¡Uf!... ¡qué sensible y qué retozón está hoy el condenado! En cuanto se le tocan las cosquillas, ya no le cabe en la mar... Una tabla... y un garrancho. Después hablaremos de estas rociadas, amigo Cornias... ¡Buena cabezada! Gracias que dimos en blando... La arribada ahora... Dos tablas, y sin carnero a bordo... ¡y qué andar, carape! Que nos alcancen galgos ni las toninas siquiera... Pues toma más, ya que te gusta... ¡así! que no has de desarbolar por ello ni por otro tanto encima... Y eso que parece que te duele el aparejo, por lo que gime y se cimbrea y se tumba... ¡Ay, carape! que esto tiene su borrachera como el vino... ¡Si me dejara llevar de ella!... Pero, en fin, hasta las tres tablas, siquiera, que debemos... falta una... ¡Toma más, bebe más, que más puedes! ¡Vaya si puedes!... Hay que repetir la arribada con mayor energía... ¡Allá va!... ¡Ah, carape, que se me fue la mano!...

Salió el barco como una exhalación, levantando lumbres del agua; saltaron a bordo grandes chorros de ella; oyose un grito horripilante, y desapareció Nieves entre las espumas que revolvía el yacht por la banda sumergida.

-¡Divino Dios! -clamó entonces Leto en un alarido que no parecía de voz humana-. ¡Vira, Cornias!

Y se lanzó al mar detrás de Nieves.




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- XVIII -

Bajo el tambucho


Creo que se nos desmaya, Cornias... Era de esperar... El horror, el frío... ¡Desgraciada de ella... desgraciado de mí... desgraciados de todos, si esto ocurre antes de llegar tú a recogernos! Ya no podía más... me faltaban palabras para alentarla; fuerzas para sostenerla... y para sostenerme yo mismo. ¡Qué situación, Cornias! ¡Qué cuarto de hora tan espantoso! Anda más de prisa... Ten firme... Aquí, sobre este banco... ¡Santo Dios! ¡si me parece que sueño!... Arrolla la colchoneta por esa punta para quesirva de almohada... Así... Ahora convendría reaccionarla; pero ¡cómo?... Con qué tenemos; pero ¡cómo? vuelvo a decir... Destapa ese otro banco y saca cuantas ropas haya dentro del cajón... ¡En el aire!... Yo, al armario de las bebidas alcohólicas... ¡Inspiración de Dios fue el conservarlas aquí!... ¡Y se resiste la condenada vidriera!... Pues por lo más breve... ¿para qué sirven los puños?... Hágase polvo este cristal, y el armario entero si es preciso... Este ron de Jamaica es lo más apropiado... Una copa también... Ampara tú esto de los balances, sobre la mesa... pero dame primero una toalla de esas para secarme las manos, que chorrean agua... ¡Qué ha de suceder con esta chaqueta que es una esponja?... ¡Fuera con ella!... Vete echando ron en la copa... Venga ahora... Pero aguárdate que la enjugue antes la cara... ¡Dios de Dios! ¡que yo no pueda hacer aquí lo que es más necesario... casi indispensable!... aflojarla estas ropas empapadas... quitárselas de encima. ¡Si me fuera dado ver y no ver; maniobrar con los ojos cerrados!... La copa enseguida... Ron en las sienes... en las ventanillas de la nariz... entre los labios... ¡Pero si con ese talle tan oprimido no pueden funcionar los pulmones!... Yo bien veo dónde está la abertura de la coraza... pero ¡no sería una profanación poner las manos ahí?... ¡No se me caerían de las muñecas?... Y hay que hacer algo por el estilo, y sin tardanza... Por la espalda si acaso... justo: la misma cuenta sale... Tu cuchillo, Cornias... Ayúdame a ponerla boca abajo... ¡Dios me dé uno suficiente!... Por si acaso, el filo hacia arriba... Ya está cortada la tela del vestido... Ahora las trencillas del corsé... y estos cinturones... Esta es obra más fácil... Trae aquel impermeable y tiéndele encima de ella y de mis manos, que no tienen ojos... Así... Ya queda el tronco libre de ligaduras... a volverla ahora de costado... ¿Ves cómo respira con menos dificultad?... Más ron enseguida... ¡en el aire, Cornias! Le siente en los labios... Ten la copa un instante mientras la incorporo yo... Así... ¡Nieves!... ¡Nieves!... Dame la copa tú. ¡Nieves!... un sorbito de esta bebida para entrar en calor... A ver, poquito a poco... Allá va... ¡Lo paladea, Cornias, lo paladea... y entreabre los ojos! ¡Sea Dios bendito!... Otro sorbo más, Nieves, hasta apurar la copa, aunque le repugne a usted: es esencia de vida... ¡Ajá!... Prepara otra, Cornias, por si acaso... Mira, hombre, ¡todavía conserva en el pecho parte de las flores que se había prendido esta mañana!... Sobre que se están cayendo... Toma. No las tires: guárdalas en ese armario abierto... por si pregunta por ellas... ¿Se siente usted mejor, Nieves? ¿Quiere usted otro poco de la misma bebida para acabar de reaccionarse?... ¡Mira, Cornias, qué fortuna en medio de todo! Ya vuelve en sí... ya está en sus cabales... ¡Bendito sea Dios!

El pudor, que es el sentimiento más afinado en la naturaleza de la mujer, fue lo primero que vibró en la de Nieves al recobrar ésta el dominio de su razón. Notó la flojedad del cuerpo de su vestido, mirose, le vio desentallado, reparó en el impermeable que la cubría los hombros; Y con una mirada angustiosa preguntó a Leto la causa de ello.

-Lo he rasgado yo -respondiola el mozo, tan ruborizado como la interpelante-, porque era de necesidad abrir por algún lado para que usted respirara con desahogo.... y elegí ese lado de atrás por parecerme menos... vaya, menos... y aun eso se hizo, al llegar al corsé, bajo el impermeable que no se le ha vuelto a quitar a usted de encima. ¿Es cierto, Cornias?

Cornias dijo que sí; y Nieves bajó la cabeza, estremeciose, y se arropó con el impermeable. Estaba pálida como un lirio, casi amoratada; chorreábale el agua por cabellos y vestido, y había una verdadera laguna en el suelo de la cámara; porque Leto, por su parte, era una esponja inagotable, de pies a cabeza.

-Ahora, Nieves -la dijo éste casi imperativamente, pero traduciéndosele en la voz y en la mirada la compasión y el interés de que estaba poseído-, va usted a hacer, sin un momento de tardanza, lo que debió de haberse hecho en un lugar de lo poco que yo hice... porque no me era lícito hacer más: está usted empapada en agua, está usted fría; y eso no es sano: hay que quitarse esa ropa... ¡toda la ropa! enjugarse bien, friccionarse si es preciso, y volverse a arropar: yo no tengo vestidos que ofrecerla a usted, ni en estas soledades han de hallarse a ningún precio; pero tengo algo seco, limpio y muy a propósito para que pueda usted envolverse en ello y abrigarse... Vea usted una... dos... tres grandes sábanas de felpa... dos toallas... unas pantuflas sin estrenar, algo cumplidas de tamaño; pero donde cabe lo más, cabe lo menos... Otro impermeable... ¿Se acuerda usted de la tarde en que les enseñé estas prendas visitando ustedes esta cámara? ¡Mal podía imaginarme yo entonces el destino que les estaba reservado para hoy! En medio de todo, bendito sea Dios, que menos es nada... Conque a ello, Nieves... y tome usted antes otros dos sorbos de ron para rehacerse un poquito más... No insistiría, porque sé que le repugna este licor, si tuviera usted quién la ayudara en la tarea en que va a meterse; pero, desgraciadamente, tiene usted que arreglarse sola, y hay que cobrar fuerzas... Vamos, otro sorbito... y tú, Cornias, ¡listo a pasar un lampazo por estos suelos!... Vea usted bien, Nieves: sobre la mesa pongo, para que las tenga usted más a la mano, las sábanas, las toallas y las babuchas... Allí queda el capuchón impermeable; y la botella del ron para el uso que la indiqué antes y la recomiendo mucho, en este armario... Después se pasa usted a aquel otro banco que está seco, y se acuesta un ratito... Para su mayor tranquilidad, voy a correr las cortinillas de los tragaluces... No hay ojos humanos en el yacht capaces de un atrevimiento semejante; pero usted no tiene obligación de creerlo... ¿Ve usted? Después de corridas las cortinillas, queda sobrada claridad para lo que tiene usted que hacer... ¡Ah! por si le ocurre llamar mientras esté sola aquí adentro: esta puerta de entrada tiene un cuarterón de corredera: observe usted cómo se abre y se cierra... Por aquí puede usted pedir lo que necesite... ¡Listo, Cornias, que apura el tiempo!... Conque ¿estamos conformes, Nieves? ¿Hay fuerzas? ¿Sí? Pues a ello sin tardar un instante. Y ¡ánimo! que Dios aprieta, pero no ahoga.

Nieves, que había estado con la mirada fija en Leto, sin perder una palabra, ni un movimiento, ni un ademán del complaciente muchacho en su afanoso ir y venir, cuando le tuvo delante, a pie firme y en silencio pidiéndola una respuesta, se la dio en una sonrisa muy triste, pero muy dulce.

Enseguida se llevó ambas manos a la frente y se estremeció de nuevo, exclamando:

-¡Dios mío, qué ideas me acometen de pronto, tan negras, tan raras!... ¡qué sobresaltos, qué visiones!... Estoy como en una pesadilla horrorosa... Mi pobre padre, tan tranquilo y descuidado en Peleches; yo, sin saberlo él, aquí ahora, de esta traza, en este mechinal... y un momento hace... ¡Dios eterno!... Leto... yo estoy viva de milagro... yo he debido de ahogarme hoy.

-No, señora, -respondió Leto muy formal.

-¡Que no? Pues si no es por usted, primero, y por la destreza de Cornias enseguida... confesada por usted mismo cuando le veía acercarse...

-Cornias ha cumplido con su deber, como yo he cumplido con el mío; pero usted no podía ahogarse de ningún modo...

-¿Por qué?

-Porque... porque no: porque para ahogarse usted era preciso que antes me hubiera ahogado yo, y después el yacht con Cornias adentro, y después los peces de la mar, y la mar misma en sus propias entrañas, ¡y hasta el universo entero!... porque hay cosas que no pueden suceder ni concebirse, y por eso no suceden... Y ¡por el amor de Dios! esparza usted ahora esos tristes pensamientos, como yo esparzo los míos... que son bien tristes también, y muy mortificantes y muy negros, y conságrese sin perder minuto a hacer lo que la tengo recomendado; porque no da espera. Tiempo sobrado nos quedará después para hablar de eso... y entregarme yo a la Guardia civil para que, atado codo con codo, me lleve a la cárcel, y después me den garrote vil en la plaza de Villavieja.

-¡A usted, Leto?

-A mí, sí; porque, en buena justicia, debió de haberme tragado la mar en cuanto la puse a usted en brazos de Cornias.

-Pero ¿habla usted en broma o en serio? -le preguntó Nieves, contristada con el tono y el ademán casi feroces de Leto.

-Pues ¿no ha conocido usted que es broma para distraerla de sus visiones? -respondió éste fingiendo una risotada de mala manera, abochornado por su imprudente sinceridad-. Lo que la repito en serio es que urge quitarse todas esas ropas mojadas.

-¿Y las de usted? -le dijo a él Nieves viendo cómo le chorreaba el agua por las perneras abajo-, ¿ son ropas mojadas?

-Las mías-respondió Leto,-no hacen daño donde están ahora: somos antiguos y buenos amigos el agua salada y yo... Además, ya están casi secas y acabarán de secarse al aire libre, adonde voy a ponerlas enseguida con el permiso de usted. Vamos a ir empopados, y cuento con llegar al puerto en tres cuartos de hora; echemos otro hasta el muelle: la hora justa desde aquí... Téngalo usted presente para hacer su toilette... y hasta luego.

Con esto salió de la cámara, cerró la puerta y voceó a Cornias, que ya estaba esperándole con la maniobra aclarada y la sangre helada aún en sus venas con el recuerdo del espantoso lance que no se le borraría de la memoria en todos los días de su vida.

Se izaron las velas, se puso el Flash en rumbo al puerto, y cayó su piloto, no en su embriagadora obsesión de costumbre en casos tales, sino en las garras crueles de sus amargos pensamientos. Volaba el yacht cargado de lonas, arrollando garranchos y carneros, saltando como un corzo de cresta en cresta y de seno en seno, circuido de espumas hervorosas, juguetón, ufano... ¿Y para qué tanta ufanía y tanta presteza? Para tortura del pobre mozo, que veía en la llegada al puerto la caída en un abismo sin salida para él... Mirárase el caso por donde se mirara, siempre resultaba el mismo delincuente, el mismo responsable: él, y nadie más que él fue débil complaciendo a Nieves, sin consentimiento de su padre, en un antojo tan serio, tan grave, como el de salir a la mar a hurtadillas y con, el tiempo medido; fue un mentecato, un majadero, haciendo valentías en ella, sin considerar bastante los riesgos que corría el tesoro que llevaba a su lado; fue un irracional, un bárbaro, rematando sus majaderías con la bestialidad que produjo el espantoso accidente... No lo había dicho en broma, no: merecía ser entregado por la Guardia civil a los tribunales de justicia, y agarrotado después en la plaza pública, y execrado hasta la consumación de los siglos en la memoria de don Alejandro Bermúdez y todos sus descendientes. Y si don Alejandro Bermúdez y la justicia humana no lo consideraban así, ni el uno ni la otra tenían sentido común ni idea de lo justo y de lo injusto... ¡Que Nieves vivía! ¡Y qué, si vivía de milagro, como había dicho muy bien la infeliz? Su caída había sido de muerte, con el andar que llevaba el barco; y en esta cuenta se había arrojado él al mar... Si se obraba el milagro después, bien; y si no se obraba... ¿qué derecho tenía él a vivir pereciendo ella, ni para qué quería la vida aunque se la dejaran de misericordia? Esto no era rebelarse contra las leyes de Dios; era sacrificarse a un deber de caridad, de conciencia, de honor y de justicia. Él la había puesto en aquel trance; pues quien la hizo que la pagara. Esta era jurisprudencia de todos los códigos y de todos los tiempos, y de todos los hombres honrados... ¿Comprometes la vida ajena? Pues responde con la propia. ¿Qué menos? Esto entre vidas de igual valor. Pero ¿qué comparación cabía entre la vida de Nieves y la vida de Leto? ¡La vida de Nieves! Todavía concebía él, a duras penas, que por obra de una enfermedad de las que Dios envía, poco a poco y sin dolores ni sufrimientos, esa vida hubiera llegado a extinguirse en el reposo del lecho, en el abrigo del hogar y entre los consuelos de cuantos la amaban; pero de aquel otro modo, inesperado, súbito, en los abismos del mar, entre horrores y espantos... ¡y por culpa de él, de una imprudencia, de una salvajada de Leto!... Lo dicho: aun después de salvar a Nieves, quedaba su deuda sin pagar; y su deuda era la vida; y esta deuda debió habérsela cobrado el mar en cuanto dejó de hacer falta para poner en salvo la de su pobre víctima... Todo esto era duro, amargo, terrible de pensar; pero ¿y lo otro, lo que estaba ya para suceder, lo que casi tocaba con las manos y a veces se las inducía a dar contrario rumbo a su yacht? ¡Cuando éste llegara al puerto, y hubiera que pronunciar la primera palabra, dar la primera noticia, las primeras explicaciones, aunque por de pronto se disfrazara algo la verdad que al cabo llegaría a conocerse?... Don Alejandro, sus servidores y amigos... la villa entera, la misma Nieves, después de meditar serenamente sobre lo ocurrido... cada cual a su manera, ¡todos y todo sobre él!... Merecido, eso sí, ¡muy merecido! Pero ¿dónde estaban el valor y las fuerzas necesarias para resistirlo? Hasta con el mar se luchaba y en ocasiones se vencía; pero contra la justa indignación de un caballero, contra el enojo de sus amigos, contra la mordacidad de los malvados y contra el aborrecimiento de ella... ¡Oh, contra esto sobre todo!... Aquí no cabía ni hipótesis siquiera. Antes que tal caso llegara, aniquilárale Dios mil veces, o castigárale con la sed y la ceguera y todas las desdichas de Job: a todo se allanaba menos a ser objeto de los odios de aquella criatura que le parecía sobrehumana.

Después de subir Leto tan arriba en la escala de lo negro, sucediole lo que a todos los espíritus exaltados movidos de las mismas aprensiones: que no pudiendo pasar de lo peor ni teniendo paciencia para quedarse quietecito donde estaba, comenzó a descender muy poco a poco, para cambiar de postura; y de este modo, quitando una tajadita a este supuesto, y un pellizquito al otro, y dando media vuelta al caso de más allá, fue encontrando la carga más llevadera y el cuadro general a una luz menos desconsoladora.

Para mayor alivio de su pesadumbre, al abocar al puerto se halló de pronto con la carita de Nieves asomada al cuarterón de la puerta de la cámara, mirándole muy risueña, con una rosetita arrebolada en cada mejilla y cierta veladura de fatiga en los ojos... El alma toda se le esponjó en el cuerpo al aprensivo mozo. Aquellos celajes tan diáfanos, tan puros, no eran signos de la tempestad que él temía...

-Ya está usted obedecido -le dijo-, en todo y por todo. ¡Si viera usted qué bien me encuentro ahora! Siento hasta calor, y he cobrado fuerzas... Pero huelo a ron que apesto... Lo peor es que no puedo manejarme a mi gusto, porque estoy lo mismo que un bebé: en envolturas. Además, el capuchón por encima.

Leto bajó un poco la cabeza y apretó los párpados y las mandíbulas, como si tratara de arrojar de su cerebro alguna idea, alguna imagen que, contra su voluntad, se empeñara en anidar allí.

-Bien sabía yo -dijo por su parte y sólo por decir algo, que el remedio era infalible; sobre todo, aplicado a tiempo... Y aunque yo me privara del gusto de verla ahí tan repuesta, ¿no estaría usted mejor descansando sobre el almohadón que no se ha mojado?

-Ya lo he hecho durante un ratito -contestó Nieves-; pero me he levantado para preguntarle a usted una cosa que ha empezado a inquietarme bastante... Como yo hasta ahora no he tenido el juicio para nada... En primer lugar, ¿por dónde vamos ya?

-Entrando en el puerto.

-Y cuando lleguemos al muelle, ¿cómo salgo yo de aquí, Leto? Porque no he de salir en mantillas. ¿Ha pensado usted en esto también?

-También he pensado en eso -respondió Leto devorando el amargor que le producía el recuerdo de aquel caso, que era la primera estación del Calvario que él había venido imaginándose-. En cuanto lleguemos al muelle, irá Cornias volando a Peleches en busca de la ropa que usted necesite... Se dirá, para no alarmar, que se ha mojado usted, no lo que ha sucedido...

-Me parece muy bien, y en algo como ello, había pensado yo para salir del primer apuro. Después, Dios dirá... ¿no es así, Leto?

-Así mismo,-respondió éste algo mustio otra vez.

-Pues yo creo -dijo Nieves notándolo, que hacemos mal en apurarnos por lo menos, después de haber salido triunfantes de lo más... Dios, que me oyó entonces, no ha de ser sordo ahora conmigo... para una pequeñez; porque después de lo pasado, todo me parece pequeño, ya, Leto... ¡muy pequeño!... hasta el enojo y las reprensiones de papá... ¡Virgen María! Me veo aquí sana y salva y hablando con usted, vivo y sano también, y me parece mentira... ¡Qué horrible fue, Leto, qué espantoso! ¡En aquella inmensa soledad!... ¡qué abismo tan verde, tan hondo... tan amargo!...

Amargos y muy amargos le parecieron también a Leto aquellos recuerdos que él quería borrar de su memoria, y por ello pidió a Nieves, hasta por caridad, que hablara de cosas más risueñas.

-¡Si no puedo! -le respondió Nieves con una ingenuidad y un brío tan suyos, que no admitían réplica-. Estoy llena, henchida de esos recuerdos, como es natural que esté, Leto... porque no ocurren esas cosas todos los días, ¡ni quiera Dios que vuelvan a ocurrirle a nadie! Me mortifican mucho calladitos allá dentro, y me alivio comunicándolos con usted... ¡y usted quiere que me calle!... Pues caridad por caridad, Leto: también yo soy hija de Dios... ¿Le parezco egoísta? ¿Le importuno? ¿Le canso? ¿Va usted a enfadarse conmigo?

¿Habría zalamera semejante? ¡Enfadarse Leto por tan poca cosa, cuando sería capaz!... Pidiérale ella que bebiera hieles para quitarla una pesadumbre, y hieles bebería él tan contento, y rescoldo desleído. No se atrevió a decírselo tan claro; pero como lo sentía, algo la dijo que sonaba a ello y le valió el regalo de una mirada que valía otra zambullida. Enseguida dijo Nieves, volviendo a pintársele en los ojos la expresión del espanto:

-Todo lo recuerdo, Leto, como si me estuviera pasando ahora: qué tontamente desprendí las manos del respaldo para llevármelas a la cara, cuando sentí el chorro de agua en ella; la rapidez con que caí enseguida, y la impresión horrorosa que sentí al conocer que había caído en la mar; lo que pensé entonces y lo que recé; el desconsuelo espantoso de no tener a qué asirme ni dónde pisar... ¡Ay, Leto! si tarda usted dos segundos más, ya no me encuentra... Me hundía, me hundía retorciéndome desesperada... ¡qué horror! Cuando me vi agarrada y suspendida por usted, me pareció que resucitaba... Después empezaron los peligros de ahogarnos los dos por mi falta de serenidad para seguir los consejos que me daba usted... Empeñada en asirme a usted, como si estuviéramos los dos a pie firme sobre una roca... Pero ¿quién puede estar serena entre aquellos horrores, Virgen María! Después ya fue otra cosa: a fuerza de suplicarme usted y hasta de reñirme, ya logré colocarme mejor y dejarle más libre y desembarazado... a todo esto, alejándose el yacht, y usted explicándome por qué lo hacía... después todas sus palabras para darme alientos, hasta que el barco volviera por nosotros... ¡si volvía, Leto, si volvía a tiempo!, porque a pesar de sus palabras, demasiado conocía yo lo que pasaba por usted: las fuerzas humanas no son de hierro; y aquella espantosa situación no daba larga espera... Recuerdo la alegría de usted cuando vio el yacht encarado a nosotros; sus temores de que a Cornias no se le ocurrieran ciertas precauciones, y el barco, por demasiada velocidad, pasara a nuestro lado sin poder recogernos; y su entusiasmo cuando vimos caer las velas una a una, quedarse el barco desnudo, y al valiente Cornias de pie, con la caña en la mano y conduciéndole hacia nosotros hasta ponerle a nuestro lado, dócil y manso, y creo que hasta risueño... No parecía barco, sino un perro fiel que iba en busca de su señor. ¡No he de recordarlo, Leto? ¡Pues es para olvidado en toda mi vida por larga que ella sea?.... Como lo que usted dijo en cuanto llegó a nosotros el yacht, y el pobre Cornias, pálido como la muerte, se arrojó sobre el carel con los brazos extendidos... ¿Se acuerda usted, Leto?

Leto, con la frente apoyada en su mano izquierda y el codo sobre la rodilla, no respondió a Nieves una palabra. Estaba aturdido, fascinado, quizá por los recuerdos que evocaba el relato; quizá por el acento conmovedor y la expresión irresistible de los ojos de la relatora.

La cual, después de contemplarle con cariñosa avidez unos momentos, añadió:

-Pues yo sí: «¡A ella, Cornias; a ella sola!» Mal andaba yo de fuerzas entonces, ¡muy mal!... no podía andar peor; pero me hubiera atrevido a jurar que estaba usted gastando las últimas en ponerme en manos de Cornias... ¡Ay, Leto! Yo creía que en determinadas ocasiones de la vida, estaban excusados los hombres de ser galantes con las damas; pero, por lo visto, la regla tiene excepciones; y una de ellas me ha tocado a mí hoy, por dicha mía... ¡Y quiere usted que eche de la memoria todos estos recuerdos, o que los conserve y me calle!... Y a todo esto -añadió, observando la emoción hondísima del original muchacho (que tenía que ver entonces, desgreñado, en cuerpo y mangas de camisa, aún no bien seca, y los pantalones más que húmedos todavía)-, ¿dónde está Cornias?... Yo quisiera verle.

Como el yacht continuaba navegando en popa y no había que tocar la maniobra, Cornias iba a proa sentado al borde del tejadillo del tambucho, con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza algo caída, pálido el color, y los ojos completamente en blanco; porque todo su mirar era entonces hacia adentro, donde le hervían las imágenes terribles de los recientes sucesos en que le había alcanzado tan importante papel.

Acudió a la llamada enérgica de Leto, el cual le dijo:

-La señorita desea hablarte: baja.

Y bajó al fondo del pozo. Allí levantó la cabeza, y enderezó lo más que pudo la mirada al ventanillo de la puerta; y tal efecto le produjo la expresión dulce y melancólica de la carita de Nieves, incrustada en el hueco, y el cariñoso interés con que le miraba a él, al ínfimo Cornias, que comenzó a inflar los carrillos y amagar sollozos; con lo cual Nieves se enterneció también algo, y ninguno de los dos articuló palabra.

Observado por Leto y queriendo dar fin a la escena que tan dificultosamente empezaba, con el pretexto de que andaba el yacht en las proximidades del muelle, pidió permiso a Nieves para enviar a Cornias a su sitio; y la dijo en conclusión:

-De eso ya hablarán ustedes otra vez.

Fuese Cornias y preguntó Nieves a Leto:

-¿Tan cerca estamos ya?

-En cinco minutos llegamos...

-¡Ay, Dios mío!-exclamó Nieves, palideciendo algo,-¡qué hormiguillo me entra ahora!... ¿Será miedo?

-Hay para tenerle, -contestó el otro tiritando en su interior.

-Pues ánimo -repuso ella con la voz algo insegura-, y pensemos en lo más para no temer lo menos. Antes se lo dije también. Y ahora me vuelvo a mi escondrijo, hasta que pueda salir de él vestida de persona mayor... ¡Ah!... se me olvidaba -añadió después de haber retirado un poco la carita del ventanillo-: he visto en el armario unas flores iguales a las que llevaba en el pecho esta mañana, si no son las mismas...

-Lo son, -respondió Leto hecho una grana, como si le hubieran achacado el robo de un panecillo.

-Pues ¿cómo están allí? -preguntó Nieves gozándose en el bochorno de Leto.

-Porque se le estaban cayendo a usted del pecho cuando la tendimos desmayada sobre el banco... y le dije yo a Cornias, después de recogerlas con mucho cuidado, que las guardara.., por si preguntaba usted por ellas.

-Muchas gracias, Leto, aunque ya no me sirven. Puede usted tirarlas, si le parece.

- ¡Eso no! -contestó Leto sin pararse en barras, acordándose del lance del Miradorio-. Bien están donde están, puesto que usted no las quiere.

-Y ¿no estarían mejor -preguntole Nieves, con una sonrisilla que hablaba sola-, en otra parte... por ejemplo, con cierto clavel rojo, en el mismo libro, como apunte de dos fechas importantes?... En fin, al gusto de usted... y hasta luego... y corrió la tablilla de cuarterón.

-¡Lo propio que yo estaba pensando! -exclamó Leto para sí-. Dos fechas: el principio y el fin; porque esto es ya el acabose... ¡Cornias! -gritó de pronto-. ¡Arría!

Arrió Cornias el aparejo que le sobraba al balandro; y así continuó éste deslizándose hasta atracarse a los maderos del muelle, con la misma precisión que si llevara medidas a compás las fuerzas y la distancia.




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- XIX -

En la villa


Dos pescadores que estaban trajinando en un bote cercano al muelle, vieron la llegada del Flash y el estado en que venía Leto; cómo salió Cornias enseguida escapado hacia Peleches; cómo el hijo de don Adrián, descompuesto y airado de semblante, no sabía lo que se hacía, y, en ocasiones, hablaba palabras sueltas con alguien que estaba encerrado en la cámara; cómo volvió Cornias después a todo andar, con un gran envoltorio entre brazos y acompañado de «la Gitana de Peleches» (así llamaban a Catana las gentes de Villavieja); cómo entregó Cornias a la andaluza el envoltorio, estando los dos en el yacht; cómo la andaluza y el envoltorio pasaron a la cámara; cómo Cornias tornó a subir al muelle y tomó a escape el camino de la villa; cómo no tardó un cuarto de hora en volver, con otro lío que puso en manos de Leto; cómo al cabo de otro cuarto de hora y salieron de la cámara la señorita de Peleches, muy elegante, y Catana con otro envoltorio que goteaba; cómo, después de darse la mano la señorita y Leto, muy afectuosamente, y de cambiar algunas palabras, Cornias cogió el lío que goteaba, y, echándosele al hombro, salió del yacht con las dos mujeres; cómo Leto desde abajo y la señorita desde el muelle, volvieron a despedirse con la mano, de palabra y con los ojos; cómo los tres desembarcados se fueron por el camino del Miradorio, y Leto se encerró en la cámara con su correspondiente lío, para salir, un buen rato después, mudado de pies a cabeza y vestido «de cristiano»; cómo anduvo trajinando en el yacht... y cómo, en fin, reapareció Cornias en el muelle, sudando el quilo, sin pizca ya de negro en los ojos, y bajó al yacht, y se quedó en él, y se marchó Leto hacia su casa... con un manojito de herbachos y de flores ruines en la mano, pero que debían tener algún mérito, por el cuidado con que las guardó en un bolsillo. Todas estas cosas y la cara de susto que notaron en la señorita, en la gitana y en Cornias, y de veneno en el hijo de don Adrián, tan alegrote de suyo, pusieron la curiosidad de los pescadores en una tirantez insoportable. Por lo cual, en cuanto se perdió Leto de vista, ya estaban ellos al costado del balandro acosando a Cornias con preguntas.

Cornias era sobrio de palabras naturalmente, y en aquella ocasión fue hasta mezquino; pero como aún tenía el susto bien patente y lo visto por los pescadores no se veía a todas horas en un yacht como aquél, de vuelta de un paseo por la mar, la mezquindad de las respuestas agravaba el aspecto del asunto. Pronto cayó Cornias en esta cuenta; y para salir del paso honradamente, despilfarrose un poco más, barajando de mala gana, a media voz y de medio lado, sin desatender su faena «una virada en redondo», «mucha trapisonda», «garranchos como arena» y «los rociones hasta la cara». Replicáronle que cómo pudieron empaparse los demás y quedar él tan enjuto como estaba a lo cual, y viéndose cogido por el medio, respondió que no había más, y que bastante era para lo poco que les había costado y lo menos que les importaba.

Idéntica explicación había hecho a don Adrián, por encargo de Leto, al pedirle ropa con que mudarse éste; pero don Adrián lo creyó a puño cerrado desde luego, y no pasó más allá de lamentar el caso, dar a Cornias el equipo que le pedía, y rogar a Dios en sus adentros que no ocurrieran cosas semejantes cuando fuera en el balandro la señorita de Peleches, de la cual nada había dicho el mensajero de Leto al boticario; mientras que los pescadores, con más datos a la vista y mayor experiencia que don Adrián en achaques de aquel género, y maliciosos de suyo, se forjaron el lance a su capricho; y dándole por cierto, le narraban diez minutos después, con minuciosos detalles, en la taberna de Chispas, delante de varias personas, entre ellas la criada de don Eusebio Codillo que iba en busca de la media azumbre diaria de clarete que se bebía en la casa entre los seis de familia.

Esto ocurría a las doce y media, minutos arriba o abajo: a la una menos cuarto se sabía en casa de las Escribanas (que ya tenían, por Maravillas, conocimiento de la salida de Nieves a la mar, sola con el hijo del boticario) que el uno y la otra, por andar de remosco en el balandro, habían caído juntos al agua, de donde salieron con muchas dificultades; que ella había venido desnuda en la cámara, y él a medio vestir un poquito más afuera... Eso, al llegar al muelle; porque antes, sabe Dios dónde vendría.

Rufita González supo más que esto a la una en punto. Supo que, habiendo salido Nieves de la mar sin conocimiento, hubo necesidad de desnudarla y darla friegas en todo el cuerpo, para que volviera en sí, y dárselas con un esparto sucio, por no haber allí otro recurso de que echar mano. Y lo que decía Rufita a las tres Indianas babeando de indignación:

-No lo siento por ella, la verdad, ni por el parentesco que nos une, ni tampoco me extraña; porque, con el modo de vivir que traía la muy pindonga, en eso había de venir a parar... o en cosa peor que también puede haber sucedido... ¡vaya usted a saberlo!.. ¡Ay, si tenía yo buena nariz cuando despreciaba sus arrumacos! «Que no te dejas ver, Rufita... que vengas a menudo por aquí... que te echo mucho de menos... que entre personas de familia debe haber mucha unión y mucho cariño... que a comer... que a refrescar... que no seas ingrata ni orgullosa...» ¡Pícara lagarta sin vergüenza del demonio! ¡Como si fueran de juego los motivos que yo tenía para despreciarla!... Pero por quien siento el escándalo es por mi pobre primo carnal, Nachito: tan joven, tan guapo, tan caballero y tan poderoso; porque le pone en redículo, después de las voces que han echado a volar ella y su padre, sobre casamiento arreglado de los dos primos. ¡Para ella estaba, la muy escandalosa! ¡En eso piensa el hijo de mi tío Cesáreo! Por otros caminos más decentes y honrados han de ir, si Dios quiere, las miras de mi pobre primo... Y si no, al tiempo... Pero ellos están haciendo creer otra cosa para ver si cuaja... ¡Como no cuaje! Que cargue, que cargue con el zagalón de la botica... y gracias que no lo tenga el gandulón a menos, porque para ella sobra, ¡Ja, ja, ja, jaaá!

En la Campada se recibió la misma historia, con nuevas ilustraciones, a las dos; y todos los Carreños cayeron sobre ella como una piara de cerdos sobre un costal de patatas: a dentellada limpia entre gruñidos de placer.

Los Vélez, que lo supieron a las dos y media, lo tomaron en tono muy diferente. Don Gonzalo miró a Juanita con cara de compasivo menosprecio; Juanita, en ademán de profetisa triunfante, miró a su hermano Manrique; y Manrique, que estaba mirando al suelo, según costumbre, y columpiando una pierna cruzada sobre la otra, bajó un poquito más la cabeza y corrió la mirada dos rendijas hacia el sillón... Enseguida leyó Juanita en alta voz una revista de Asmodeo, como para desinfectar la casa y endulzar los paladares; y no volvió a mencionarse allí el nombre de los Bermúdez, cuanto más el inaudito suceso que en aquellos instantes corría de boca en boca por toda Villavieja.

Don Claudio Fuertes le pescó en el Casino, muy atenuado y confuso, porque delante de él nadie osaba decir todo lo que sabía. Pero como era evidente que algo había sucedido, alarmose y corrió a la botica para averiguar lo cierto. Don Adrián sabía ya para entonces algo más de lo que le había contado Cornias: sabía que Nieves iba también en el yacht, y que también se había mojado; y esto lo sabía porque Leto había creído de necesidad contárselo en justificación de su invencible disgusto, y por temor de que su padre supiera por otro conducto toda la verdad y la creyera. El pobre boticario estaba transido de pesadumbre. «Nada tenía de particular el caso en sí, aislada, concreta y separadamente, eso es»; pero considerando que Nieves había salido aquel día a la mar por primera vez y sin permiso ni conocimiento de su padre, ¡qué no estaría pensando y sintiendo a aquellas horas su bondadoso y respetable amigo el señor don Alejandro Bermúdez Peleches, si era sabedor de todo? Por aquí, por aquí le dolía al apacible don Adrián entonces; y como Leto se quejaba también del mismo lado, y ninguno de los dos tenía serenidad bastante para presentarse en Peleches con aquellos temores sobre el alma, Fuertes les reprendió la cobardía, y les dio razones que les obligaban a lo contrario: si lo sabía don Alejandro, para disculpar Leto a Nieves y disculparse él mismo honradamente; si lo sabía y no le daba importancia, para que viera que tampoco se la daban ellos; y si nada sabía, tanto mejor para todos. Él subiría aquella misma tarde a Peleches a la hora de costumbre, como si nada hubiera pasado, y esperaba que hicieran ellos lo mismo: que no faltaran a la tertulia de la noche. Le pareció de necesidad también informar y prevenir a los amigos de don Alejandro, para que no se dieran por entendidos del suceso con él por sí aún le ignoraba, y que se hiciera la propio con las personas que fueran llegando a la botica, como ya habían llegado algunas, en demanda de datos ciertos acerca de lo que se propalaba por la villa.

De acuerdo los tres sobre este punto y los demás allí tratados, don Claudio salió de la botica para volver al Casino. Cerca ya de él, le alcanzó Leto y le dijo:

-Lo que acaba usted de saber en la botica no es ni sombra de la verdad; y como quiero que usted la conozca, porque me parece que debe de conocerla, y aquí no podemos hablar en reserva, lléveme usted a su casa, si tiene un cuarto de hora disponible.

Estando la casa de don Claudio a dos pasos de allí, y habiéndole metido las palabras de Leto en mucho cuidado, en un instante llegaron a ella y se encerraron en el gabinete que servía al comandante retirado de despacho y de dormitorio.

-Como lo que usted ha oído en el Casino, -comenzó diciendo Leto a media voz y espeluznado-, y lo que se estará propalando a estas horas por toda la villa, no son más que conjeturas sobre lo que vieron dos boteros en el yacht atracado al muelle, y algunas palabras que tuvo que decirles Cornias para engañarles el hambre, necesito yo, para alivio y desahogo de mi conciencia, declarar toda la verdad a un amigo tan honrado y tan discreto como usted. Mi padre no sabe más que lo que yo he querido que sepa, y el público ¿quién podrá adivinar hasta dónde llevará las invenciones?

Y le refirió el suceso con los más minuciosos detalles.

Don Claudio le escuchó sobrecogido; y no pudo menos de alabar, con su corazón de soldado viejo, el generoso rasgo de Leto.

-No haga usted caso -replicó éste notoriamente mortificado con el elogio-, de ese detalle del cuadro; porque le juro, a fe de hombre de bien, que no hubiera salido a relucir si hubiera podido explicar sin él el salvamento de Nieves...

-Pero, alma de Dios -le dijo Fuertes para sacarle del negro desaliento en que le veía sumido-, ¡cómo se ha de prescindir de ese detalle si en la situación en que usted se halla y para el caso que usted teme, es él toda la cuestión?

-¡Toda la cuestión?

-Toda la cuestión, Leto, o yo no sé lo que traigo entre manos. Si por excesiva condescendencia, primero, y después por una distracción de usted, estuvo Nieves a punto de perecer, y usted la salvó con riesgo de la propia vida, ¿qué mil demonios le ha quedado a deber al señor don Alejandro ni al lucero del alba tampoco? Ahora, que la lección le sirva de escarmiento y que haya su sermoncito con espantos para arreglar a él la conducta venidera, ya es distinto, y hasta me parecería muy al caso; pero, esto ¿qué le quita a usted ni qué le pone?

Leto, con la cabeza baja, se atusaba las barbas, miraba al suelo sin ver lo que tenía delante de los ojos, y no daba señales de convencerse. Volvió Fuertes a machacar sobre el mismo yunque, y nada: Leto sin resollar. Al cabo se enderezó y dijo:

-Eso que a usted se le ocurre es algo; pero no todo ni la mitad siquiera; y apurándolo, un poco, nada.

-¡Nada?

-Mire usted, señor don Claudio: yo quiero dar por hecho que don Alejandro Bermúdez, al enterarse de todo, no solamente me disculpa y me perdona, sino que me sienta a su mesa; que, Nieves se queda tan satisfecha y tranquila como si nada la hubiera ocurrido, y que a mí no me duelen pizca los comentarios irrespetuosos y las fábulas y las zumbas de las gentes... ¿quiere usted más? Pues con todo ello quedaba la cuestión, para mí, en el mismo punto en que ahora se halla.

-¿Qué es lo que pretende usted entonces? ¿Qué es lo que quiere?

-Lo que quiero yo -respondió Leto con los ojos espantados y la melena erizada-, es que considere usted que la hija de don Alejandro Bermúdez, yendo confiada a mi cuidado en un barquichuelo gobernado por mí, por una imprudencia mía ha estado a punto de perecer... ha debido de ahogarse... ¿Puede usted considerar esto? Pues imagínese usted ahora que esa criatura se hubiera ahogado esta mañana, como debió de ahogarse, don Claudio, como debió de ahogarse, se lo vuelvo a repetir... y póngase usted en mi lugar por un instante...

-Hombre -dijo aquí don Claudio frunciendo el ceño y atusándose nervioso los bigotes grises-, tomadas por ahí las cosas, cierto que no era envidiable la situación de usted al volver a Villavieja.

-¡Qué volver! -exclamó Leto con la más candorosa naturalidad-. No habría tal vuelta; porque Nieves no habría perecido sin perecer antes yo que la sostenía... Pero ella, ella, don Claudio, ¿por qué había de perecer así? Este es el caso tremendo; lo demás son accesorios que no tienen otra importancia que la que reflejan de él. ¡y quiere usted que no piense en ello... y que no me horrorice al pensarlo? Pues suponga usted, por último, que se entera del suceso don Alejandro. ¿No es natural que este buen señor se meta en las mismas suposiciones en que yo acabo de meterme? ¿No es natural que, metido en ellas, se horrorice también? Y ¿no es natural igualmente que me tiemblen a mí las carnes, por miedo a esos justificadísimos horrores del señor de Bermúdez? Llámeme nervioso, chiquillón y visionario, como me lo llamó usted en la botica por muchísimo menos de lo que ahora sabe... Este clavo podrá arrancarse mañana u otro día, o me iré acostumbrando a él; pero, hoy por hoy, se le regalo al hombre más duro de entrañas; y a ver cómo se las arregla con la herida.

Don Claudio Fuertes, que había continuado atusándose los bigotes, con la cabeza algo gacha y los ojos muy parados, en cuanto acabó de hablar Leto metió las manos en los bolsillos del pantalón y dio media docena de paseos maquinales, sin rumbo determinado y mirándose las puntas de los pies. De pronto se detuvo, se encaró con Leto, y rascándose suavemente la cabeza con dos dedos, le habló así:

-O yo no soy perro viejo, o me he olido hasta la calidad de ese clavo, cuanto más la hondura de la brecha que ha abierto en usted. Natural es que le duela, natural es que usted se queje; pero como le duele a usted en varias partes, porque el clavo es largo y atraviesa muchas cosas sensibles, confunde usted los dolores; y a veces, creyendo estar quejándose del bazo, resulta, para el que oye, que lo que a usted le duele es el hígado... A mí me dejan sin cuidado esas equivocaciones, que ni siquiera me sorprenden, porque, como lo he dicho, soy perro viejo y hace dos meses que andamos juntos; pero no a todos les sucederá lo mismo; y por lo que pueda tronar, le aconsejo que haga de tripas corazón cuanto antes... y sobre todo en Peleches.

Se le cambió el color oyendo esto al hijo del boticario, de resultas de un aleteo y dos volteretas de algo que sintió en las honduras del pecho; protestó con energía de la sencillez de su pesadumbre, y rogó a don Claudio que se explicara con mayor claridad, para acabar de entenderle y de desengañarle; pero el comandante se hizo el sueco, y con dos golpecitos en la espalda y otra cordial alabanza de su valeroso arranque, dio por terminada la entrevista, despidiéndose de Leto «hasta la noche» y recomendándole mucho que no faltara.




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- XX -

En Peleches


Rayana la hora de comer, don Alejandro Bermúdez hizo un montón con las cartas que había escrito en toda la mañana sin levantar cabeza; se restregó las manos muy satisfecho, como aquél que alivia la conciencia de un gran peso; dio unas pataditas para desentumecerse mientras guardaba las gafas de oro en el estuche, y salió del gabinete a la sala; precisamente en el mismo instante en que entraba Nieves en ella para ir al suyo, en traje de campo, algo agitada de respiración, y hubiera jurado don Alejandro que un tantico desencajada de semblante y despeinada, a lo que podía verse por debajo del ala del sombrero, muy caída sobre los ojos...

-¡Torna! -dijo Bermúdez, parándose delante de ella-: ¿habías vuelto a salir?

-¿Vuelto? -repitió Nieves muy azorada-. Sí... no... Vengo ahora, papá.

-¿De dónde, hija?

-Pues de pasear...

-¿Desde que yo te dejé?...

-Desde que tú me dejaste. Cabal.

-¡Canástoles con el paseo! Pues ¿hasta dónde has llegado?

-Hasta... hasta donde siempre... sólo que, verás, me estuve en el banco en que tú me dejaste en la Glorieta, lee que te lee hecha una tonta, y me bajé después muy despacio hasta el Miradorio... Viéndome allí ya, como estaba la mañana tan hermosa, alargué el paseo hasta cerca del muelle; pero cuando más descuidada estaba, oigo el reló de la Colegiata, me pongo a contar, ¡Dios mío! y cuento las doce. Entonces tomé la cuesta muy corriendo; y por esa me ves algo agitada. ¿Te he hecho esperar, papá?...

-No, hija; esperar, precisamente esperar... no.

Mientras Bermúdez respondía así, con aspecto y ademanes de extrañeza, Nieves, inquieta y nerviosa, le miraba... le miraba... como codiciando algo que no se atreviera a pedirle.

-¿Me dejas darte un beso? -le preguntó al fin.

Y sin aguardar la respuesta, con los ojos empañados y casi llorando, se colgó del cuello de su padre.

-Pero, hija mía -le dijo éste, costándole trabajo desprenderse de ella-, ¿a qué vienen esos extremos ahora? ¿qué te pasa?

-Nada, papá, -respondió Nieves dominando su emoción-; sino que como nunca me ha ocurrido... venir sola tan tarde, y te habré tenido con cuidado... Me lo perdonas, ¿verdad?

-¡Si no he salido de mi gabinete en toda la mañana, alma de Dios, ni contaba con que estuvieras tú fuera de casa!... ¡qué cuidado ni qué?... Ahora lo sé porque tú me lo dices...

-Pues tanto mejor entonces -dijo Nieves esforzándose por echar el punto a broma-. De todas maneras, me perdonas el pecadillo, ¿no es cierto?

-Naturalmente -respondió Bermúdez sin acabar de salir de su extrañeza ni cesar de mirarla de arriba abajo-. Pero, mujer -añadió tras una breve pausa-: ¿dices que no has vuelto a casa desde que nos separamos en la Glorieta?

-Sí.

-Pues si yo juraría que te había dejado allí vestida de color de barquillo, y ahora lo estás de blanco con rayas azules.

Aquí tuvo Nieves que emplear toda la fuerza de su buen ingenio y de su voluntad, para fingir una carcajada con que salir del apuro en que la puso la observación de su padre.

-¡Estás en tu juicio? -exclamó después de reírse bastante bien.

-¡Yo lo creo que lo estoy! -respondió su padre empezando a dudar-. Y ¿por qué no he de estarlo?

-Porque lo del vestido que dices, fue ayer.

-¡Ayer?

-Ayer, sí... ¡Cuando yo te lo aseguro!

Don Alejandro concluyó por encogerse de hombros.

-En fin... ¡si tú lo aseguras!...

Y no se atrevió a decir más.

En la mesa tampoco fue Nieves, en opinión de su padre, la de todos los días. Comió muy poco y se distraía a cada paso. Don Alejandro no la quitaba ojo.

-¡Canástoles! -pensaba sin cesar-. En esa cara hay algo de extraordinario: ese mirar no es suyo, ni ese color, ni esa expresión de sobresalto, ni... ni ese vestido es el que llevaba puesto esta mañana paseando conmigo, ¡ea! aunque lo diga quien lo diga... Hasta en el pelo, ¡canástoles! si me apuran un poco, encuentro ya algo que me extraña: parece más apelmazado y obscuro...

También le llamaba mucho la atención Catana. Juraría que se cruzaban entre las dos ciertas ojeadas recelosas de tarde en cuando... Además, la rondeña paraba en el comedor lo menos que podía, huyendo siempre de encontrarse con la mirada de su amo. Acosó a Nieves a preguntas sobre una multitud de cosas traídas por los cabellos, y las respuestas fueron siempre al caso; pero... pero aquel tonillo de voz, aquel reír a veces sin venir a pelo, o aquella seriedad marmórea cuando estaba indicada la risa... Nada resultaba natural; todo, todo era pegadizo y contrahecho allí... Nieves no había sido nunca aquello.

La sobremesa fue más breve que de costumbre. Se le antojó al padre que la hija estaba deseando levantarse, y se levantó él para darla gusto.

-Voy a anticipar un poco la siesta hoy -la dijo por disculpa-, porque con el madrugón y la tarea de esta mañana, me estoy cayendo de sueño.

En cuanto Nieves se fue del comedor, llamó él a Catana con una seña; y llevándosela al rincón más escondido, la preguntó por lo bajo:

-¿Qué tiene la niña hoy?

La rondeña recibió la pregunta como el diablo una rociada de agua bendita, y contestó bajando mucho la cabeza:

-Ná, zeñó...

-¡Yo digo que tiene algo! -afirmó con energía desusada el manso Bermúdez.

-Po zi zu mercé lo zabe, zabe má que yo.

Y no dio más lumbres la rondeña, ni tampoco la cara una sola vez, por más que se la buscaba don Alejandro con gran empeño en cada pregunta que la hacía.

Con todos estos misterios, se le aguzaron las aprensiones. Se encerró en su cuarto y se dio a cavilar sobre ellas. Peor. Hasta los granitos de arena se le antojaron montañas. La intranquilidad le consumía. Era indispensable poner a Nieves en la precisión de aclarar aquel misterio; pero ¿cómo? ¿por buenas? ¿por malas? ¿mandándola venir? ¿yendo él a buscarla? Y si resultaba al postre que todo era una pura alucinación suya y que Nieves tenía razón, ¿qué pensaría de él? ¡Qué disgusto para la pobre niña!... Pero ¿y si había algo?

En estas dudas mortificantes, salió de su cuarto y se dirigió poco a poco y refrenando mal sus impaciencias, al saloncillo donde suponía que estaría ya Nieves, y estaba, en efecto, haciendo labor, en su sitio de costumbre, junto a la puerta del balcón. Hora y media permaneció allí Bermúdez sin adelantar un paso en sus proyectos. Midiendo y pesando gestos, palabras y actitudes de Nieves, a ratos se afirmaba en que sí, y a ratos le parecía que no. No sabiendo a qué atenerse, abstúvose de indagar por derecho cosa alguna, y salió del saloncillo tan a obscuras como había entrado en él, pero menos intranquilo; porque viendo y oyendo a su hija, le parecía imposible que en ella cupiera misterio por el cual debiera él alarmarse.

-Supongamos -pensaba andando hacia su gabinete-, que hay algo que no quiere declararme ahora: ¿qué será todo ello? Alguna niñería de las suyas que me hará reír cuando se descubra... Por de pronto, ese dolor de cabeza de que se me ha quejado y dice que siente desde esta mañana, ya justifica su inapetencia y ciertas salidas de tono que parecen distracciones: si a esto se añade el sobresalto y la agitación con que la pobre vino al mediodía desde el muelle, y que lo de Catana puede ser una aprensión mía, nada más que una aprensión, y lo del vestido... ¡Canástoles!... esto del vestido es de lo más raro que puede darse; ¡pero lo afirma de un modo!...

A las seis llegó don Claudio, como todos los días... Y también en don Claudio vio Bermúdez algo de sospechoso y de alarmante: también miraba y hablaba con recelo, como si anduviera a media luz en el terreno que pisaba. No parecía sino que iba a una visita de duelo, y que intentaba conocer el estado de los ánimos para acomodar al de ellos el temple del suyo propio. ¿Cuándo se había visto cosa igual en el despreocupado comandante?

-Hoy nos quedamos sin paseo, don Claudio -habló Bermúdez sin quitarle ojo para no perder el más mínimo gesto de su amigo-; digo, me quedo yo.

¡Ni la menor señal de extrañeza en don Claudio Fuertes! ¡Como si le pareciera excusada la noticia!

-Pues lo siento, -respondió algo retrasado, pero maquinal y fríamente.

-Nieves anda algo malucha hoy... y no saliendo ella...

Tampoco le sorprendió esta otra noticia al señor don Claudio Fuertes. Como si contara ya con ella, dijo muy sosegadamente a su amigo:

-Cosa de nada, por supuesto, sin consecuencias...

-Un dolor de cabeza -repuso don Alejandro, mirando de hito en hito al otro-, que cogió esta mañana...

-¿En dónde? -preguntó don Claudio después de carraspear.

-En el paseo -respondió Bermúdez, sin dejar de mirar a su amigo-. Le alargó algo más que de costumbre, y volvió un poquito sofocada.

-¿De dónde?

-¡De donde!... Pues ¡canástoles! del paseo; ¿no se lo estoy diciendo a usted?

-Quería yo decir que por dónde había paseado.

-Pues por donde acostumbra cuando yo no voy con ella: por estas alturas... hasta el Miradorio... Primero habíamos paseado juntos por la costa hacia la mina... Yo la dejé leyendo en la Glorieta, y me vine a casa a despachar mi correspondencia atrasada... Cuando acabé, al mediodía, la vi entrar en su gabinete, de vuelta del paseo y muy apurada, porque no sabía que era tan tarde... Por lo visto se enfrascó en la lectura; y con la agitación y el sobresalto... y el sol... ¡Si yo la contaba en casa dos horas hacía!

Aquí ya se reanimó don Claudio y volvió a su tono y maneras habituales:

-En resumen -dijo a su amigo-, que por efecto del paseo, o del sol, o de su apuro por creer que estaba usted con cuidado, o por un poco de cada cosa, Nieves llegó con dolor de cabeza y sigue con él.

-Justamente, -respondió don Alejandro, muy sorprendido por lo súbito del cambio en el humor del comandante.

-¿Y por supuesto -añadió éste-, estará levantada y tan campante?

-Tan campante y levantada -repitió Bermúdez-, y haciendo labor en el saloncillo.

-Pues ¿qué pito tocamos aquí nosotros entonces? -exclamó Fuertes hecho un cascabel-.

-Vamos a acompañarla y a darla conversación... Digo, si no la molesta, o yo no estorbo.

-¡Qué estorbar, hombre, ni qué canástoles! -respondió Bermúdez que no deseaba otra cosa desde que había pescado algo también en don Claudio. A ver si a fuerza de acumular factores allí, salía siquiera una chispa de luz. -Ya estamos andando.

Y se fueron los dos al saloncillo.

En el cual no ocurrió nada, absolutamente nada de que pudiera tirar el avispado Bermúdez para descubrir lo que andaba buscando.

Hasta que, ya de noche, llegaron a la tertulia el boticario y su hijo... y le hundieron un codo más en el piélago de sus aprensiones. ¡Qué cara la de don Adrián, y qué voz, casi llorosas, y qué aspecto tan cobardón y azorado el de Leto! Ni el uno ni el otro articularon palabra clara al saludar a don Alejandro; y Dios sabe qué término hubiera tenido aquella escena a no desenlazarla don Claudio Fuertes de este modo:

-Aquí, caballeros, no hay otra novedad que un levísimo dolor de cabeza que ha cogido Nieves esta mañana en un largo paseo, a pie y al sol: una verdadera temeridad... cosas de chicas jóvenes, muy fiadas de su resistencia. Pero ya está casi bien, y desde hace un instante, de codos en ese balcón, tan entretenida que ni siquiera les ha oído llegar a ustedes.

Los dos farmacéuticos parecían haber revivido con las oficiosas advertencias de don Claudio Fuertes; pero, en cambio, el receloso Bermúdez entró en nuevas confusiones, porque si sospechoso le había parecido el aire de las palabras del comandante, más sospechosos le resultaban los efectos causados por ellas en el ánimo de los dos Pérez. No podía negarse que existían cuatro fenómenos, cuatro cosas raras, cuatro síntomas extraños, que, aunque independientes entre sí, convergían en un punto común a todos ellos: el caso misterioso de Nieves. Si a Nieves le había ocurrido algo, Catana, Fuertes y los dos farmacéuticos lo sabían. Esto ya era un hallazgo: el de un camino nuevo y más llano para ir en busca de la verdad. Pero ¡qué pena le daba el haberle descubierto! ¡De qué buena gana hubiera lanzado en medio de la tertulia el enigma de sus mortificaciones para que se le devolvieran aquellos amigos resuelto y aclarado en el acto: por caridad, si a las buenas se prestaban, o por deber, si le obligaban a usar de su derecho por las malas! Pero ¿y si no tenían bastante fundamento sus sospechas? ¡Qué campanada tan imperdonable! Optó por dejar las cosas como estaban, pero sin perderlas de vista.

En cuanto Nieves oyó pasos y barruntó que podían ser los de Leto, se salió al balcón y se puso de codos sobre la barandilla. Nada tenía el suceso de particular, porque la noche estaba, muy calurosa. Hízose la desentendida a la llegada de los dos Pérez; y sólo cuando la saludaron desde la puerta, se volvió hacia ellos para contestarlos, pero sin separarse de la balaustrada.

-Dispénsenme -les dijo-, que les reciba con tanta confianza, porque en lo obscuro y al fresco, como estoy aquí, se me alivia mucho el dolor de cabeza.

Don Adrián se atrevió a indicarla dos remedios infalibles para curarse de él, y Leto, para explicárselos mejor, se llegó hasta ella... Hablando, hablando, se fueron volviendo los dos de espaldas a la tertulia; y puestos ya ambas de codos sobre la barandilla, dijo Nieves a Leto, bajo, muy bajo:

-Papá no sabe nada.

-Ya lo he conocido -respondió Leto entre palpitaciones de su corazón y estremecimientos de sus fibras-. ¡Qué miedo traía de que lo supiera, Nieves!

-No sé -replicó la otra, tampoco muy firme de voz-, si hubiera sido mejor que lo supiera, porque está muy receloso; y ni encuentra sosiego el pobre, ni puedo tenerle yo viéndole así.

-¿De qué recela?

-Verá usted: sucedió lo que dijo Catana que podía suceder: que llegáramos a casa sin que él hubiera salido de su cuarto, donde estaba encerrado toda la mañana escribiendo. Ya se sabe, cuando coge una tarea de esas, que la coge de tarde en tarde, siempre hay que entrar a llamarle para comer. Pues bueno: llegamos sin que nos viera nadie, guardó Catana el contrabando de la ropa mojada, y yo me fui corriendito hacia mi gabinete; pero al entrar en la sala, ¡zas! salía él del suyo, y me pescó. Aunque muy sobrecogida, me disculpé bastante bien; y ya se había tragado el embuste que urdí en el aire, de un paseo muy largo después. de haber estado leyendo muchísimo tiempo en la Glorieta, donde él me dejó, cuando, hijo, mirándome y remirándome, se empeña en que el vestido que yo tenía puesto era distinto, ¡ya la creo! del que llevaba por la mañana... Tan cogida me vi entonces, que estuve sí canto o no canto; pero dominándome un poco, probé a negar, y negué, con la mayor desvergüenza, que hubiera cambiado de vestido en toda la mañana. Por de pronto le dejé en dudas y no aguardé a más. Pero ¡ay, Leto! cuando salí a la mesa... figúrese usted con qué ánimos saldría y con qué ganas de comer y con qué trazas; pues, por mucho que quise componerme y arreglarme de manera que se borraran las marcas de lo pasado, ¡eran tan hondas! Con todo esta y lo receloso que él había quedado, y, para ayuda de males, con el poco disimulo de Catana al servirnos, el pobre hombre se puso en ascuas y pregunta va y zancadilla viene, y ojeada a Catana y ojeada a mí. Se acabó aquello, yo no sé cómo, y empezó otra indagatoria en el saloncillo... hasta que se cansó, poco antes de llegar don Claudio. Y yo a todo esto, niega y ríe sin cuenta ni razón y muerta de pesadumbre por la violencia en que vivo y los malos ratos que estoy dando al pobre papá... Y, otra cosa, Leto, ¡qué sé yo lo que le pasará por la cabeza? Porque lo que menos sospecha él es la verdad; y como el caso es que yo he faltado de casa toda la mañana, y no quiero declarar lo que me ha sucedido, ni puedo convencerle de que no me ha sucedido nada... ¿No le parece a usted que lo más llano sería descubrirle?...

-¡No lo descubra usted, por todos los santos del cielo, Nieves! -la suplicó Leto con el alma entre los labios.

-Pero ¿por qué, hombre de Dios? ¿No le parecen a usted de peso las razones que le he dado?

-Sí que me lo parecen; pero yo también tengo otras que no dejan de pesar en contrario sentido.

-A verlas.

¡A verlas! Temo que le parezcan a usted razones de egoísmo, Nieves; porque lo cierto es que se dan un aire, así de pronto... En primer lugar, el señor don Alejandro es incapaz de que la desfavorezca; y al pensar de usted cosa que la desfavorezca; y al ver que usted sigue negando y ha vuelto a ser en todo y por todo lo que antes era, como volverá a serlo desde mañana, en cuanto esta noche duerma con sosiego algunas horas, que sí las dormirá aunque al principio la desvelen algo las pesadillas, se le disiparán todas las aprensiones y acabará por reírse de ellas. Le juro a usted que si yo no lo creyera así, le aconsejaría que esta misma noche le descubriera usted la verdad.

-Pero puede descubrirla alguien que la sepa, como ha de saberse, y venga por ahí con la mejor intención; o en la calle cuando él salga...

-Ya está previsto el caso y conjurado el riesgo en lo posible; y si no alcanza el conjuro... entonces será ocasión de explicárselo todo como se pueda, y de calmarle.

-¿Esa es una de las razones? -le preguntó Nieves.

-¿No le parece a usted de algún peso? -preguntó a su vez el otro.

-Lo que no me parece es egoísta...

-La egoísta va ahora -dijo Leto armándose de resolución-: óigala usted: el día en que el señor don Alejandro sepa lo ocurrido, se quedó el espacio sin aire y el cielo sin sol para mí.

-¡Qué exageraciones, hombre! Y ¿por qué?

-Porque ese día, en justo castigo, se me cerrarán a mí las puertas de esta casa.

Temió Leto que esta aclaración de las otras dos hipérboles sonaran demasiado recio en los oídos de Nieves, y se apresuró a decirla:

-La ruego a usted que no dé a estas palabras otro alcance que el muy modesto que llevan: las mayores bondades de usted conmigo no harán jamás que yo confunda los puestos ni las distancias: desde el suyo humildísimo goza el más pobre de la tierra los beneficios del sol y del aire que le dan la vida... No sé si habrá acabado usted de comprender lo que he querida decirla.

No le sacó Nieves de la duda con palabras, por de pronto, ni con un gesto, porque, si le hizo, Leto no pudo pescarle en medio de la obscuridad que los envolvía; pero tras un breve rato de silencio, oyó que le decía la hija de don Alejandro Bermúdez, siempre muy bajito:

-Tenemos fama de exageradores los andaluces; pero ¡cuidado que usted!... Y además de exagerador, es visionario: ¡pensar que han de dejarle sin aire y sin luz por un hecho que otros publicarían a voces para darse importancia!... ¿Por quién toma usted a mi padre, Leto? ¿Tantos harían por su hija lo que hizo usted esta mañana?

-¡Si eso -replicó Leto con mucha vehemencia-, no fue hacer Nieves, sino deshacer; enmendar en parte una brutalidad mía anterior. ¡Si lo saliente del caso ese no está en haberme arrojado yo al mar detrás de usted, sino en haber consentido en llevarla a escondidas en mi barco, y sido causa luego de que usted cayera! ¿Qué importaba ya mi vida, ni cien vidas que hubiera tenido disponibles, después de poner en peligro la de usted? Y por aquí, por este lado, es por donde habría de ver el caso don Alejandro, y le verá cualquiera que discurra con serenidad.

-¿De manera -observó Nieves con una ironía que se transparentaba perfectamente en el acento de la voz y hasta en el modo de volver la cabecita hacia Leto-, que si como fui a escondidas en su yacht y caí por culpa de usted, voy por encargo expreso de mi padre y caigo por culpa mía, en la mar me quedo sin auxilio de nadie?

-¡Eso no! -replicó Leto al instante y con una viveza que ardía-. Yo me hubiera tirado lo mismo detrás de usted; sólo que en ese caso el hecho hubiera tenido la poca importancia que no puede ni debe tener hoy.

¡Si Leto hubiera podido ver entonces la cara de Nieves!... En cambio oyó que ésta le decía:

-Es usted muy mal juez en causa propia, está visto. ¿Quiere usted dejar ese caso de mi cuenta? ¿Quiere usted que quede a mi arbitrio el descubrir o no descubrir a papá el misterio que con tantos afanes anda buscando el pobre?

-Yo no quiero más -respondió Leto-, que lo que usted quiera... Al fin y al cabo, entre usted y yo, la razón no puede vacilar...

-Será porque me pertenezca -replicó Nieves-. De todos modos, muchas gracias por los poderes que me da, y óigame dos palabritas en respuesta a aquello de los puestos para tomar el aire y el sol. En casos como el que citaba usted y temía que me ofendiera, no admito arribas ni abajos; porque, si a medirnos fueramos, ¿quién sabe, Leto, a quién le correspondería en justicia el puesto más elevado? Es posible que volvamos a hablar despacio de esto mismo... A mí no me pesaría. Por ahora, quédese como está el asunto; es decir, en que le he comprendido a usted, y en que no es el que usted merece el puesto con que se conforma para tomar el sol y el aire... Otra cosa: ¿oye usted la mar?... ¿No parece que está relatando la historia por lo bajo, para que se entere papá, y murmurando contra usted porque la dejó sin la presa que ya estaba devorando? Toda la tarde he estado sintiendo la misma ilusión en los oídos... ¡Pícara memoria, qué malos ratos me está dando!... Si yo pudiera arreglarla a mi gusto, borraría lo amargo en ella; y entonces ya sería otra cosa bien distinta... Temí que no, viniera usted esta noche, Leto. ¡Como le dejé tan preocupado y es usted tan... especial!... Por otra parte, casi sentía que viniera, pensando en que al verle entrar de pronto... ¡qué sé yo? ¡Depende de tan poco el que papá, con lo receloso que anda, me haga declararle la verdad! Por ese temor, en cuanto sentí los pasos de ustedes, me vine aquí con un pretexto... Lo peligroso para mí era la primera impresión. Además, tenía deseos de que habláramos algo. Ya ve usted, después de lo sucedido, ¿qué cosa más natural? Y ese poco que habláramos, no había de ser a gritos delante de la gente, ¿verdad, Leto?... Pues cuénteme usted ahora todo lo que le ha pasado desde que nos despedimos en el yacht.

¿Por qué extraña combinación de sensaciones y de ideas, llegó Leto a imaginarse entonces que, contemplados los enojos de Bermúdez contra él a través de la parrafada de Nieves, adquirirían proporciones colosales? En esta alucinación metido y disponiéndose a responder a Nieves, le sorprendió la voz del propio don Alejandro, diciendo desde la puerta del balcón:

-Niña, que te va a hacer daño el relente.

Los dos de la barandilla se volvieron cara adentro. Nieves, más serena que Leto, respondió al punto:

-Al contrario, papá: me va sentando muy bien.

-Se te figurará a ti -insistió secamente Bermúdez-; pero yo sé que te hace daño...

-Tiene razón don Alejandro -se permitió decir Leto como si tratara de congraciarse con él-. Dentro estará usted mejor.

Y pasaron los dos al saloncillo, donde se aburrían soberanamente los tres señores mayores.

La tertulia se acabó poco después...

Al bajar a la villa convinieron don Adrián y el comandante en que el pobre don Alejandro andaba en vilo. No había habido modo de interesarle en ninguna conversación. Leto no se había enterado bien de ello, porque se había pasado la mayor parte del tiempo en el balcón, «demasiado tiempo» en opinión, muy recalcada, de Fuertes; porque en la tirantez de espíritu en que se hallaba el buen señor, hasta los dedos se le antojaban «huéspedes.» También esto de los huéspedes se lo recalcó mucho don Claudio a Leto. El cual disculpó su conducta con el deseo que le manifestó Nieves de permanecer allí, por temor a las pesquisas incesantes de su padre, y de hablar sobre lo más conveniente para todos, entre decirlo o callarlo.

-Y ¿en qué han quedado ustedes? -preguntole, Fuertes con la mayor sencillez del mundo.

Tan escamado estaba Leto con la nariz del comandante, que se sobresaltó con la pregunta, pensando que iba enderezada a otra cosa de las que se habían tratado en el balcón y llevaba él guardadita en la memoria y paladeaba a ratos con avidez para endulzar los amargores de sus recuerdos de la mañana. Pero se repuso al instante, y contestó:

-En que ella haga lo que le parezca más prudente.

-Muy bien acordado, ¡caray! -observó entonces don Adrián Pérez deteniéndose para dirigirse a sus dos interlocutores, que también se detuvieron-. Verdaderamente la situación moral del excelente amigo, no es para prolongarla mucho tiempo... eso es... ni tampoco la nuestra, no, señor, ni tampoco la nuestra... Puede vencer las aprensiones que le inquietan; pero pudiera no... y las aprensiones comprimidas son pólvora que al fin revienta, ¡caray! y entonces, lo que pudo curarse con dos cuartos de ungüento, es una carnicería... Y hay que huir de estos extremos... eso es... mayormente cuando el asunto, bien mirado, bien mirado, eso es, no vale la pena, como en el caso presente; sí, señor, como en el caso presente. ¿De qué se trata en fin y remate?... Eso es, ¿de qué se trata? Pues, ¡caray! a todo echar, de una futesa... de una muchachada, eso es... Que el señor don Alejandro se entera de ella... se entera de ella, corriente... que se incomoda un poquito... eso es, y te echa a ti, Leto, un rifirrafe, y otro rifirrafe a su hija... Pues pongámoslo en lo más... y que haya rifirrafe: para mí igualmente, ¡caray!... y hasta para usted también, don Claudio... eso es, sí, señor, un rifirrafe para cada uno... ¿Y qué?... Por más vueltas que le demos, siempre saldrá en limpio, en limpio, eso es, lo que antes dije: una muchachada... que servirá de gobierno para en adelante, y que se acabarán esos recreos peligrosos para ella... ¡muy bien acabados, caray! ¡Ojalá tuviera yo influjo bastante para obligarte a ti a lo mismo! Eso es... Pues ya está el señor don Alejandro desfogado y satisfecho, ya estamos nosotros tranquilos, tranquilos y satisfechos igualmente, eso es, y las cosas en su centro, y la paz restablecida en Peleches. Pues pongámonos en el otro extremo, y que el señor don Alejandro comienza a ver torres y montañas, ¡caray! y a sospechar de todos. Ese caballero no merece, no merece, eso es, una mortificación tan grande por motivos tan pequeños: tan pequeños, sí, señor, si somos buenos amigos suyos, buenos amigos, ¡caray! ¿No le parece a usted, señor don Claudio?

-Al pie de la letra, señor don Adrián -respondió el comandante rompiendo la interrumpida marcha-, y me permito aconsejar a Leto que si la interesada no resuelve sus dudas en este mismo sentido, influya con ella con todo su prestigio, para que lo haga así, por la cuenta que les tiene; y a usted, Leto, en particular.

-¡Eso es, caray, sí, señor, eso es!

Y no se habló más del asunto, ni de otro tampoco en aquella ocasión, entre los tres tertulianos de Peleches.



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