Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[44]→     —45→  

ArribaAbajoCapítulo X

Sara tampoco dormía. Se había lavado la cara viendo con pena cómo la vejez reaparecía cuando el agua se llevaba su ilusión de juventud química. Había dado de comer a los gatos sus trozos de hígado, y regaló a Bush con un trozo de torta que sin vergüenza alguna había pedido al mozo que le envolviera.

-Soy demasiado ordinaria y él es tan caballero -se dijo a sí misma-. Capaz que piense que soy una vieja calentona, sobre todo cuando le dije esa estupidez de que las cosas -nuestras relaciones- deben tener un sentido. Levantó una ceja como hacía Tirone Power hace un millón de años.

Comprobó que las puertas y ventanas estuvieran cerradas y los animales afuera, y fue a acostarse.

-No lo hice con mala intención. Me vino a la cabeza cuando vi que el joven mozo besaba como al descuido a la chica del mostrador, ella se enojaba, pero se había puesto colorada y reía. Los vi llenos de propósitos y de promesas, y tuve envidia. Por eso dije lo que dije, pero no me estaba insinuando, como puede pensar él. Y si lo pensó, me avergüenza, aunque tengo una disculpa. No se sabe cuándo una mujer deja de ser mujer, o cuándo una mujer es huera, frígida, estéril o indiferente. No sé cuándo pero lo que sé es que no hay poder en el mundo que le diga a mis hormonas «levántense y anden». La fe mueve montañas, pero no resucita nada de lo que en la mujer murió para siempre.

Lo que me atormenta es no comprender si una mujer que dejó de ser mujer, es todavía mujer. Y si es mujer, para qué, si lleva adentro sequedad y frío. Entrañas muertas, Jesús mío.

¿No entendió o simuló no entender?

¿Pero cómo va a entender él si yo misma no entiendo lo que quise   —46→   decir? Un beso furtivo entre dos jóvenes puso palabras en mi boca, pero ningún pensamiento en mi mente, y ninguna calentura en mi sangre.

Me siento intranquila. Soy, o fui, de las que piensan que todo propósito de pareja lleva a la cama. Pero me juro que no pasó por mi mente semejante barbaridad. Lo malo sería que él pensara que yo estaba pensando en... eso.

¿Y qué tal si me pide que hagamos el amor? Los hombres se sienten alentados por cualquier cosa. Interpretan mal una palabra, o le dan un significado erótico a una sonrisa. Jesús mío, si me pide que hagamos el amor me da un patatús. Además, desnuda parezco una mortadela gigante. Aunque se puede apagar la luz y...

¡Sara, estás loca!

No, lo que pasa es que soy más joven que él, menos seca que él, y las mujeres no tenemos próstata.

¿Qué demonios les pasará a los hombres con la próstata inflamada que hacen el amor? Eso es algo que tengo que averiguarlo, aunque no sé para qué, porque él es un caballero y no se le ocurrirá eso de pedirme hacer el amor. Es un hombre respetuoso. Demasiado.

Pero así y todo, debería haberme dado una respuesta, en vez de levantar una ceja como Tyrone Power. Es mucho más culto que yo, y debe saber para qué... ¿para qué qué? Al diablo, me confundo. Sencillamente para qué.



  —47→  

ArribaAbajoCapítulo XI

Aquel domingo de mañana, mañana de abril, luminosa y límpida, había decidido dar un paseo hasta Itauguá.

-Allí tengo una comadre que no veo hace años -explicó Sara.

-Entonces, vamos a Itauguá.

-¿No consume mucha nafta este monstruo?

-Menos de lo que se cree.

Cruzaron por la ciudad de San Lorenzo y enfilaron por la ruta.

-¿Pongo la radio?

-Sólo se oyen malas noticias. Antes transmitían música.

De todos modos, él encendió la radio, y un político hablaba de fraude. Cambió de emisora y otro político decía qué linda es la democracia, pero... encontró una fatigosa multitud de peros. Entonces Sara misma apagó la radio. El Buick mantenía un prudente y majestuoso 60 kilómetros por hora y parecía deslizarse sobre el asfalto. Llegaron a Itauguá y Sara no fue capaz ni de ubicar la casa de su comadre. Curiosearon en los negocios que vendían ñandutí, y él tuvo el gesto galante de obsequiar a Sara un primoroso centro de mesa.

-¡Gracias! -exclamó Sara, maravillada por el obsequio-, es el primer obsequio que me haces.

-Espero que no sea el último -contestó él.

-Luces muy bien con el traje azul.

-Gracias.

-Pero no es lo más adecuado a un paseo de domingo.

-¿Y qué debo ponerme? ¿Pantalón vaquero y guayabera?

-Precisamente.

-¡No!

-Sigues con tu empaque.

  —48→  

-Respeto mi edad.

-La edad no tiene nada que ver con la comodidad. Yo estoy pensando comprar unos pantalones. ¿Crees que unos pantalones me sentarán bien?

-Depende...

-Claro, de la silueta. Yo soy cuadrada y con unos pantalones pareceré más cuadrada.

-Lo decís vos.

-Lo pensás vos. Está bien, no me compraré los pantalones, si no te agradan.

-No dije que no me agradan.

-No aplaudiste tampoco -dijo ella, irritada.

-No se trata de vos. Sino de mí, siempre detesté que las mujeres se pusieran pantalones. Es antinatural.

-¡Qué anticuado...! ¡Como tu traje azul en domingo!

-Está bien, me compraré un pantalón sport y guayabera. ¡Pero nada de vaquero!

-Hacé lo que se te antoje.

-No tienes derecho a estar enojada.

-¿Por qué no?

-Acabo de hacerte un regalito...

-¡Mírenle! ¿Me estás comprando con un regalito?

-¡Hablas como una chiquilla caprichosa!

-¡Lo que quiere decir que me consideras una vieja gruñona!

-No. Una dama incomprensiblemente peleona.

-¡Es que no soporto ese traje azul!

-¡Otra vez!

-Mira a aquel señor.

-¿Cuál?

-El que bajó del coche verde, viste un short, y debe tener tu edad.

-No es un espectáculo agradable. De la cintura para arriba parece un sapo, y sus piernas son color difunto. Además es pelado.

-¡Ahí está! Vos tenés todavía una linda figura, unos lindos cabellos y con short lucirías elegante.

-Tengo las piernas peludas.

-Gusta a las mujeres, porque indican virilidad.

-La virilidad no está en las piernas sino entre las piernas, y ésa es una cuestión que no quiero tratar.

  —49→  

-¿De veras que tienes las piernas peludas?

-Pues sí.

-¿Me muestras?

-¿Mis piernas? ¡Qué ocurrencia!

-Te avergüenzan, son secas como palitos.

-¡Oiganla! Mirá.

Levanta los pantalones y muestra.

-¡Jesús, que pelambre! ¿No te pican?

-No. No me pican. Lo que me pica es este ridículo de mostrar mis piernas a una dama. Aquella señora se está riendo.

-Debe ser por envidia. Debe tener un marido lampiño. ¿Nos vamos?

Abordaron el coche y retomaron la ruta. De repente, él rió.

-¿Hay algo gracioso? -preguntó ella.

-Sí, nosotros.

-Ahora resulta que resultamos cómicos.

-Cómico no es la palabra. La palabra es gracioso, lo dijiste vos.

-Bueno, cuéntame lo de gracioso, a ver si me río.

-¿Sabes algo de Freud?

-¿Quién?

-Froid.

-Freud o Froid, no sé de qué hablas.

-De un sabio que estudió el comportamiento humano.

-¿Y qué conclusión sacó?

-Muchas. También sobre el amor.

-Cuéntame.

-No sé cómo explicarte.

-Prueba, no soy tan boba como piensas. ¿Qué hay del amor?

-Que es como un proceso de maduración, como una fruta. Y hay una etapa característica dentro de ese proceso. ¿Me sigues?

-Dale, dale.

-La etapa de la hostilidad.

-¿Y qué sigue?

-Después llega el amor.

-¡Qué presuntuoso! ¡Estás sugiriendo que me estoy enamorando de vos!

-Sólo recordaba a Freud.

-¡Froid!

  —50→  

-Froid.

Sara encendió la radio. Un locutor llamaba a la solidaridad para adquirir medicinas para una enferma grave en el Hospital de Clínicas. Después arremetió con una tanda de avisos.

-¡Ahí está el sentido! -dijo de pronto Sara.

-¿De qué estás hablando?

-De cuando dije que una relación debe salir de su encierro y encontrar un propósito. Ayudar a esa enferma es un propósito. Sentiría que nuestra amistad es... no sé cómo decirlo.

-Útil.

-Eso.

-Y proyectado hacia afuera, generando el bien para otros.

-¡Tienes una forma tan clara de decir las cosas!

-¿Qué se supone que debemos hacer, Sara?

-Ir al Hospital, ayudar a esa mujer.

-No recuerdo qué medicinas pidió.

-El dinero es el camino a todos los remedios. ¿O es que sos avaro?

-No entiendo.

-Entonces, ¡acelera, hombre!

-¿Para qué?

-¡Para llegar al Hospital de Clínicas!

El Buick rugió al tomar velocidad, y Sara no sintió miedo, sino la urgencia de cumplir un propósito. Entre los dos.

Cuando llegaron al Hospital, don Miguel tenía los riñones doloridos. En cinco años no había manejado tan lejos y tanto tiempo.

Una atareada enfermera los condujo hacia una sala de muchas camas, de donde salía un médico.

-Doctor...

-¿Sí, señor?

-Oímos por radio un pedido de auxilio para una enferma. Quisiéramos ayudar.

-Si mal no entendimos, pedían antibióticos y vitamina K.

-Ah, sí. La pobre murió. De todos modos, gracias.

Se alejó presuroso. Sara sintió que iba a llorar y don Miguel sintió un pesado sentimiento de pena.

-Vámonos de aquí, Miguel.

-Está bien. ¿Lloras?

-Me siento frustrada.

  —51→  

Se encaminaban hacia la salida, cuando el mismo médico iba a cruzarse con ellos y se detuvo.

-El bebé vive -les dijo.

-¿Bebé?

-La mujer murió después de una cesárea.

-¿Qué quiere decirnos con eso?

-Que forman un venerable matrimonio feliz que quieren dar algo de su felicidad.

-¿Matrimonio...? -dijo don Miguel y sintió un codazo de Sara en las costillas. La miró.

-El propósito, ¿recuerdas? -susurró ella.

-¿Está sugiriendo, doctor...?

-Mire, señor. Ésa mujer vino sola. Era muy joven. Con toda seguridad era su primer hijo. Murió sin parientes a su lado. Queda el bebé. ¿Qué hacemos con el bebé? Generalmente comunicamos al juez de Menores y lo entregamos a la Cruz Roja, o a la Casa Cuna. También suele suceder que una pareja caritativa se haga cargo de la custodia, con conocimiento del juez, claro.

-Es que nosotros no somos un matri...

Otro codazo experto hizo callar a don Miguel.

-¿Quiere decir... tenerlo en casa? -preguntó Sara.

-Ésa es la idea, señora. Y nos saca un peso de encima.

-Pero... ¿así... tan pronto? -preguntó don Miguel.

-Todo provisorio, señor, usted firma papeles en duplicado, nos deja sus datos, y comunicamos al Juez de Menores el destino del chico, bajo su responsabilidad y cuidado.

-¡Suena terriblemente legal, doctor!

-Así es, caballero. Pero todo es provisorio, le repito. Puede aparecer la madre de la chica muerta; descontamos que se presente el padre o el que engendró el chico, nunca sucede. Acreditan la identidad de la fallecida, acreditan su parentesco y el juez ordena la entrega del bebé.

-¿Y entretanto podemos tenerlo? -preguntó ansiosa, Sara.

-Desde ahora mismo.

Sara miró suplicante a Miguel. Parecía una niña pidiendo una muñeca nueva.

-Sííí -hasta daba saltitos.

El médico sacó de sus dudas a Miguel.

-¿Me da sus documentos, caballero?

  —52→  

-¿Para qué?

-Para los certificados de entrega, basta que usted los firme -dijo, añadió con picardía-, a pesar de todo todavía seguimos siendo jefes de familia.

Roto su empaque, confundido, don Miguel entregó al médico sus documentos, y el hombre de amarillento guardapolvos se alejó con ellos, entrando en una oficina, o secretaría, o lo que fuera.

-Hacen rápido las cosas -dijo Sara.

-Es que en este sitio el dolor no da ventaja, Sara. Pero, déjame entender. ¡Me estás convirtiendo en delincuente!

-¡La caridad no es delincuencia!

-Mentir el estado civil es delincuencia. Nos cree casados.

-¿Les dijimos que estábamos casados?

-No.

-Ya, se lo imaginó él. No tenemos la culpa de que sea un tonto.

-¡Pero es una locura!

-Sí, en eso tienes razón, Miguel.

-¡Menos mal!

-La última locura que nos podemos permitir en esta vida. Si nos vamos de aquí sin el chico, nos iremos ya irremediablemente viejos.

-Lo que estás diciendo...

-E inútiles.

-Pero analicemos un poco, Sara. Es obvio que ese doctorcito quiere que yo firme los papelotes. Firmo los papelotes. Me hago responsable de un bebé que ha sido recogido por un matrimonio que no existe y que no seré capaz de tenerlo en casa.

-¡Sí estará en casa!

-¿Pero sos capaz de...

-Ya he sido madre soltera una vez, ¿recuerdas?

-Sí, pero... ¿Lo tendrás en tu casa, dijiste?

-Eso dije.

-¿Y si se lo comen Lenin y Gorbachov, o incluso Bush? ¿Qué pasa conmigo? ¡Quiero morir en mi cama, no en la cárcel!

-Deja el bebé por mi cuenta, y tranquilízate.

-No. No. Hay que racionalizar. Te veo muy entusiasmada, muy sensible. Le vas a tomar cariño al chico. ¿Qué pasa si aparecen los parientes? Se lo llevan y vas a sufrir mucho.

-¿No es esta nuestra última locura?

  —53→  

-Así parece.

-También es nuestra última aventura, e incluye una apuesta. Estoy apostando a que nadie se interesará por el bebé, como nadie se interesó por la madre.

-Pero cuando se descubra que no somos...

-Miguel... estamos en una edad en que el mañana no importa. Importa ahora.

-Pero el mañana sigue existiendo. Mañana puede ser mañana mismo. Creo que dije un disparate, pero es así.

-¿Señor...? -era el médico, que volvía.

-¿Sí?

-¿Me acompaña?

Hizo falta un leve empujoncito de Sara para que don Miguel empezara a moverse con desgano. Entraron en la oficina. Una dama de guardapolvos blancos, sentada en un escritorio, tenía delante sí unos formularios llenados a máquina.

-Firme aquí, gracias, y aquí, gracias. Y también esto.

-Está en blanco.

-Sí, firme muy al pie, es la comunicación al juez y su conformidad de tenerlo en custodia. La llenaremos nosotros.

Resignado, don Miguel firmó el papel, con la sensación de estar firmando su propia sentencia.

-Bien, gracias -dijo la enfermera-. Han hecho una buena acción. Iré a traer al bebé.

Quedaron esperando, tensos. El médico le dio unos golpecitos en la espalda a don Miguel y se marchó presuroso, rumbo a sus tareas.

Poco después, apareció la dama de blanco, portando un bulto envuelto en paño blanco, de donde salía un berrido bastante agudo. Sara apartó los pañales y le miró la cara.

-¡Jesús, qué feo! -exclamó deleitada.

-No es feo, es fea -aclaró la mujer.

-¿Cómo?

-Es niña. ¿Qué harán con ella? -se dirigió a don Miguel.

-Bueno, no sé...

-¿Puedo sugerirle algo práctico?

-Sí, sí, cómo no -respondió don Miguel, mientras Sara mecía a la niña, le susurraba un canto de cuna.

-Llévenla a un sanatorio. Necesita una inspección completa. Tiene apenas dos horas.

  —54→  

-Sí, buena idea -dijo don Miguel, por decir algo.

Más tarde, en el más moderno sanatorio de la ciudad, Miguel y Sara miraban los cristales donde una joven enfermera, después de bañar y desinfectar el ombligo y envuelto en pañales más decorosos que los del hospital a la niña, estaba empezando a alimentarla con un biberón.

-¡Mirá! ¡Chupa! -decía Sara dando saltitos.

-Sí, sí, veo que chupa -le contestaba don Miguel, con aire ceñudo y preocupado.

-Estará aquí tres días y después me la llevo a casa -anunció Sara.

-Y, mientras tanto, enseña a Gorbachov, Lenin y Bush la diferencia entre un ratón y un cachorro humano.



  —55→  

ArribaAbajoCapítulo XII

Una punta roja encendida brillaba en la oscuridad, allí donde el rugoso limonero empezaba a madurar. Era el cigarro que don Miguel se permitía apenas una vez por semana, violando la prohibición estricta de su médico. Sentado en un sillón de mimbre, vestido con un liviano buzo de algodón y viejos pantalones de entrecasa, los pies metidos en zapatillas, meditaba. El olor de los frutos en sazón le traían recuerdos. Cristina y él lo habían plantado juntos, como el aguacate que ahora era viejo y tosco de tronco, pero lozano en el follaje. Ahora el limonero era tan alto que casi le tapaba la luna. Cristina la solía prohibir que arrancara los frutos maduros, porque el limonero era suyo, y el árbol lo sabía y sólo fructificaba para su dueña. Si cualquier otro tocara un fruto, se enojaba y se secaba. Murió Cristina y el limonero siguió vivo, dio nuevas frutas y fue indiferente a las cosechas de la vieja Marcelina y a las de él mismo. Quizás en su pena, al limonero ya no le importaba que le arrancaran sus frutos.

Don Miguel se preguntó qué pasaría cuando él mismo muriera. El arbolito le sobreviviría, sería parte de la herencia que recibirían sus hijos, y quizás el arquitecto casado con su hija cumpliera el sueño de edificar allí un edificio de consorcio. Entonces cortarían el limonero, y el aguaí, y el aguacate, y la lima de Persia; el naranjo del fondo, tan viejo y cansado que sólo daba frutitas enanas cada agosto, y la morera donde el gusano tejía su sarcófago para encerrarse en él en agosto y renacer mariposa en setiembre.

-Por lo menos ese gusano sabe que existe otra vida -se decía a sí mismo-. Sabe lo que no sabe el hombre, o lo que el hombre sólo presiente, o desea, o espera. ¿Pero por qué estoy pensando en eso? Esa mujer torrencial, esa vieja con alma infante me ha empujado a una   —56→   aventura inconcebible. ¿Cómo dijo cuando fuimos a traer al bebé a su casa? Sí, dijo que ahora tenemos una razón para no morir. No dijo «razón para vivir». Dijo: «razón para no morir», como si pensara que estamos obligados a vivir, porque una vida nueva dependía de nosotros. Es loca la dama ésa, pero tiene una energía poderosa que me lleva a cometer disparates como falsificar documentos, pero lo hago. No digo no. La aventura me atrae como le atrae a ella. Sólo que ella se lanza de cabeza al agua. Yo entro caminando cuidadosamente, pero es la misma agua, el mismo riesgo, la misma locura de jugar a ser padres de una muñeca. Dios, de nuevo otro círculo que se cierra. La vuelta a la infancia. Pero no, no es infancia, es juventud. Jugamos a ser padres jóvenes. Lástima que será un juego tan corto, porque vendrán a llevarse a la chiquilla, o quedará para decimos adiós, quizás más pronto de lo que creemos. ¡Caray! Otra vez la idea de la muerte. Antes de conocerla, pensaba poco en la muerte. Ahora sí. Es que la soledad de la «tercera edad» (horribles palabras) viene envuelta en celofanes negros, como si la muerte formara parte inevitable de la soledad, pero rota la soledad, de regreso a la vida, queremos más vida, y pensamos en la muerte como la enemiga que traza una raya en la tierra y dice que de aquí no pasas. Y la raya está tan cerca, casi debajo de nuestras narices. Pobre niña, que mal le hemos hecho. Aprenderá a decir mamá, o papá, y después «adiós». Sara, Sara, el sentido que le encontraste a nuestra alianza no tiene sentido, porque no tiene continuidad en el tiempo. Es una aventura sin futuro.

Don Miguel se dejó adormecer. El cigarro se había apagado y lo tiró. Cantaban los grillos su extraño concierto de chirridos dialogales. Los murciélagos pasaban veloces lanzando chillidos. Una suave brisa hacía crepitar el follaje y traía la azucarada esencia de las pomarrosas maduras del patio vecino. En alguna parte corría agua. Una canilla que el descuido dejó abierta o una canilla ya vencida, y había un rumor de arroyito que dejaría al amanecer una minúscula laguna donde vendrían los gorriones a darse un baño y esponjar las plumas. Don Miguel se mecía en la frontera del sueño, con la mente suficientemente clara como para recordar que no había preguntado cómo se llamaría la niña.

-Le pondremos Aurora -se dijo-, es la palabra más alejada de la noche.



  —57→  

ArribaAbajoCapítulo XIII

-¡Mamá!, es el más grande disparate que he visto!

-¡No alces la voz que la niña duerme!

-¡La niña! ¡La niña! ¡La niña! Traerla fue una locura.

-Lo sé. Lo hice por eso, justamente.

-¡Y ese viejo demente!

-¡Te prohíbo que trates así a mi amigo!

-Mamá, mamita, soy abogado, ¿no? El acto de apropiarse de esa niña en base a un engaño es ilegal. ¡Es lo más parecido a un secuestro!

-¡Miguel firmó papeles!

-¡Con mala fe manifiesta!

-¡No me hables como abogado!

-¡Te estoy hablando como abogado! ¡Ese caballero corre peligro de ir a la cárcel!

-Nadie va a la cárcel por un acto de amor, señor abogado. Y en todo caso me supongo que tendrás la caballerosidad de defenderlo.

-¡Que no me lo pida!

-¡Te lo pido yo!

-Mamá, mamá, mamá. Esto no tiene sentido. Se supone que si no hay grandes líos la tienes que criar.

-¡Ésa es la idea!

-¿Hasta cuándo?

-¡Hasta que crezca y se case!

-¡Mamá!

-¿Qué?

-¡Tienes 78 años!

-¿Qué te pasa? ¿Me estás condenando a muerte?

-Es que matemáticamente...

  —58→  

-¡En los actos de amor no hay matemáticas!

-Veo que estás metida hasta en las narices con esto. Entonces te hablaré como hijo.

-¡A ver con qué trampa me sales!

-¡Dije como hijo!

-¡Un hijo abogado!

-No. No. No, mamá. Sólo como hijo.

-Está bien. Te oigo.

-¡No sos injusta con tus nietos?

-¿Qué estás diciendo?

-Los chiquillos se sentirán heridos. La abuela ocupándose de una beba extraña, se sentirán celosos.

-¡Se sentirán felices!

-¡Yo soy el padre!

-¡Y yo soy la abuela! ¡Se volverán locos de alegría con la nueva tiíta!

-¿Tiíta?

-Sí la adopto será tu hermana, ¿no?

-¡Si la adoptas! Jesús mío, mamá. ¡No tienes la más mínima posibilidad de que te la den! ¡Hay otras parejas jóvenes que esperan! ¡Además sos soltera!

-No será una novedad. Cuando te concebí y crié, también era soltera.

-Mamá... ¿No puedes pensar con lógica?

-¿Qué es la lógica?

-¡Que las cosas sean como deben ser!

-¡Entonces me das la razón!

-¿Cómo que te doy la razón?

-¡Lo lógico es que una niña tenga madre!

-Estás jugando con las palabras, mamá.

-Y vos estás jugando con mis sentimientos, hijo. Parecés un totalitario. Primero me amenazás con la cárcel, después me chantajeás con mis nietos, me sugerís que no voy a vivir para ver señorita a la beba. ¿Creés que te estás portando bien?

-¿Puedo entrar? -es don Miguel que ha asomado en la puerta de la casa.

-Bienvenido, Miguel.

La expresión de Raúl es pétrea, enfurruñada. Don Miguel queda desconcertado al verlo.

  —59→  

-Es mi hijo -dijo Sara, presentándolos.

-Mucho gusto, joven.

-Digo lo mismo, pero me hubiera gustado conocerlo en otras circunstancias, caballero.

-Comprendo. ¿Me permite?

Entrega un paquete bastante grande a Sara.

-Es lo que pediste.

-Claro, es para la beba.

Se lleva el paquete adentro, con evidente intención de dejar solos a los dos hombres.

-Usted tuvo una participación muy irregular en este asunto, señor.

-Ciertamente, tiene razón, joven.

-Entonces ayúdeme a deshacer este entuerto.

-Parece que no ha aprendido a conocer a su madre, joven. Se lleva todo por delante. Incluso a mí.

-Pero han hecho algo casi ilegal.

-Así lo entiendo.

-¿Y no teme a la sanción?

-En verdad, no. Será un gran chiste que el juez me condene a diez años. No voy a poder cumplir la pena. Pero no se aflija por su mamá. Yo asumiré toda la responsabilidad.

-No puede, ella es cómplice, tan culpable como usted.

-¿Sólo ve este asunto en términos jurídicos, joven?

-¿Quiere dejar de decirme joven? Tengo mis años.

-Esta bien, doctor.

-No tan doctor, sólo quiero la paz para mi mamá.

-Quiere la paz para su mamá, y está impidiendo que sea feliz.

-¡Que sea feliz!

-Por un corto tiempo.

-¿Cómo dice?

-Los parientes pueden aparecer en cualquier momento. Y la verdad puede saltar y golpear de repente. Como por ejemplo el lunes.

-¿Qué va a pasar el lunes?

-Estamos citados en el Tribunal -extrae un papel del bolsillo-, está dirigido a Miguel Velázquez y señora.

-Miguel Velázquez soy yo. La señora no existe.

-¿Qué he oído sobre Tribunales? -decía Sara, que regresaba a la salita.

  —60→  

-Que tenemos que comparecer el lunes.

-¡Como marido y mujer! -agregó con furia Raúl.

Sara se puso a temblar, su voz se quebraba.

-¿Tan pronto? ¿No eran que los jueces olvidan? ¿Que los expedientes se extravían por años? ¿Por qué a nosotros? ¿Qué daño hemos hecho? -dirigiéndose a don Miguel exclama-: ¡Necesitamos un buen abogado!

-Yo soy abogado, mamá.

-¡Estás descartado!

-No, mamá, les acompañaré. Les acompañaré, aunque sea para suplicar clemencia.

-¡Clemencia! ¿Dijiste clemencia, hijo?

-Para ustedes dos, naturalmente.

-¿Y para la niña? ¿Quién pedirá clemencia, Raúl? ¿Ya no es suficiente nacer sin madre y sin padre conocido?

-Estaré allí, de todos modos -dice enérgicamente Raúl y, tras una inclinación de cabeza a don Miguel, se marcha.



  —61→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

Grandes nubarrones encapotan el cielo de domingo. No obstante, don Miguel y Sara han ido al Parque Caballero. La niña -Sara aceptó el nombre de Aurora- duerme entre rasos en un cochecito de muñeca. Sentados en un banco, Miguel y Sara se sumen en sus pensamientos. Mañana es lunes, piensan los dos.

-¡No me quitarán a mi bebé! -dice Sara por dentro.

-Mañana termina la comedia -reflexiona don Miguel-. No voy a decir que no tema a la cárcel, pero si la ancianidad sirve de algo, que sirva también de atenuante, por esta vez. La gente joven acostumbra a pensar que vejez es chochez. Dirán que fueron cosas de chochos como quienes dicen que son cosas de niños, y allí terminará todo. Pero me duele Sara. Ha tomado en serio la cuestión. Si se llevan a la beba quedará hecha trizas.

Una joven vestida de buzos rojo y pantalones largos va trotando y sus cabellos castaños atados con un lazo flamean al viento. Más atrás un muchacho, y otro, y otro.

Un chiquillo gordo y rubio se apoya en el cochecito de Aurora y mira a la niña dormida. Trata de tocar con las manitas la cara de la bella durmiente. La joven madre lo aparta.

-¡No toques a la nena que sus abuelitos te van a dar chas-chas -le dice a su hijo.

-¡Váyase a la mierda! -explota Sara.

La madre joven no oculta su expresión consternada y se aleja.

-Has tratado muy mal a esa chica -le reprocha don Miguel.

-Lo sé -lagrimea Sara- es que le tengo envidia.

-Sara, ya viviste lo tuyo.

-Viejo idiota, nunca se termina de vivir.

  —62→  

Dolido por el insulto, don Miguel calla.

-Perdón -susurra Sara.

-No es nada, lo atribuyo a tu estado de ánimo.

-¿Tienes que ser siempre tan conformista?

-Sé cuando hay que luchar y cuando hay que resignarse. Eso es todo. Y lo deberías aprender vos. Suelo oír a los oradores que los cielos políticos terminan. Los cielos humanos también.

-Yo tengo ganas de luchar.

-Está bien. Lucha. Acaso eso haga menos amarga la derrota.

-¿Crees que nos la van a quitar?

-En ningún código del mundo existe la razón para que la dejen contigo.

-Con nosotros.

-Está bien, con nosotros. Es nuestra aventura, desde luego. Nuestra manera de dar un sentido a nuestras vidas, perfecto. Pero es como jugar básquetbol con una pompa de jabón.

Sara calla. Miguel medita. Al pie de la alta palmera el césped es más verde y el trébol más abundoso, apiñándose contra el tronco. Los eucaliptus han sangrado cristales. Hormigas frenéticas van y vienen oliendo la tormenta que se acerca. Chicas y muchachos trotan tras la perfección atlética. Todo es vida -piensa don Miguel-, hasta en el cielo, donde los relámpagos viven un segundo y estallan en otro. Parecida a la vida humana, que dura segundos en la vasta eternidad. Segundos o años, el tiempo lo condiciona todo... y nunca se detiene. Y nos arrastra.

-Vamos, parece que va a llover.

-Vamos.

Como una pareja joven, ella alza en brazos a Aurora, Miguel, diligente, pliega el cochecuna y lo deposita en la baulera del auto. Sara se acomoda en el asiento, Aurora llora, ella la mece y le susurra el rumor de su corazón. Miguel pulsa el botón de arranque.

-No aceleres tanto, que Aurorita se asusta.

-Está bien, perdona.

Maneja suavemente, llegan a la casa de Sara.

-Mañana paso a buscarte -dice Miguel.

-Está bien -responde Sara.

Desciende y sin decir adiós entra corriendo a su casa, como una loba que lleva a su cachorro a la seguridad de su cubil.

Don Miguel enfila hacia la avenida, olvidándose de que lleva el cochecuna en la baulera.



  —63→  

ArribaAbajoCapítulo XV

El juez resultó jueza, como descubrieron cuando el secretario los invitó a pasar. Sara insistió en llevar en brazos a Aurora, insistiendo en que «si ve a la beba el juez se enternecerá más. A lo mejor es un abuelo».

-Secretario, no hace falta que tome nota, esto será informal.

Tiene el rostro severo de una solterona, pensó Miguel.

Parece machona -pensó Sara.

La magistrada les invitó a tomar asiento.

-Su Señoría... -empezó a decir Miguel, sin estar seguro de que ese es el trato protocolar.

-¿Miguel Velázquez?

-Lo confieso. Y la señora es...

-Ya la conozco. Estuve charlando ya con su hijo. Me informó de todo. Fuimos compañeros de facultad, y en homenaje a eso, trataré de ser justa.

-¡Gracias, señora! -exclamó Sara.

-Justa hasta el límite de lo posible. Olvidaré la forma irregular que utilizaron para hacerse de la beba. Lo importante es el bienestar del bebé.

-¡Eso, eso, eso! -dijo entusiasmada Sara.

-Señora, el bienestar de la beba no pasa por su contento, ni por su intención.

-¡Jesús!

-Es duro, pero es así.

-¿Nos la van a quitar, doctora?

-Por el momento no. Me consta que está bien atendida. Que con usted está segura y protegida... provisoriamente.

-Claro, es lógico, provisoriamente -dijo don Miguel.

  —64→  

-¡Deberías luchar un poco más, Miguel!

-Sé cuando estoy vencido, ya te dije.

-No dialoguen, por favor. Quiero terminar pronto esto. Señora, le concedo la custodia del bebé hasta que se le encuentre un destino más permanente.

-¿Qué quiere decir?

-Quiere decir que nosotros ya no somos permanentes. Somos viejos.

-No quiero decir eso -respondió la jueza, molesta.

-Está bien, lo dijo con elegancia, Su Señoría.

-La presentarán aquí una vez por semana. Y tal vez reciba la visita de una asistente social con la misma frecuencia.

-¿Me permite una pregunta, doña jueza? -intervino Sara.

-Pregunte, señora.

-¿Un juez no tiene que mirar las cosas sin prejuicios?

-¡Por cierto, señora! ¿Por qué lo dice?

-Porque usía, o como se diga, está prejuzgando.

-¡Sara!

-¡Cállate!

-Escucharé lo que tenga que decir, señora. Lo que dijo es grave.

-Lo que usted hace es prejuzgar de entrada que una vieja no puede ser madre adoptiva.

-También es soltera, señora.

-Fui soltera cuando crié a su brillante compañero de facultad.

-Pero era joven.

-¡Pero ahora tengo más juicio que cuando joven!

-¡No lo dudo!

-¿Y entonces?

-Enfoquemos el bienestar de la niña. No sólo merece una madre, sino un padre, una familia. Mire esta pila de expedientes. Son solicitudes de adopción de parejas jóvenes que no han podido concebir un hijo, y tienen todo lo que un niño abandonado, y sobre todo una niña abandonada, necesita.

-¡Pero si ella ya me conoce!

-¿Cómo dice?

-Sonríe y patalea cuando me ve.

La jueza sólo sonríe, comprensiva. Los bebés tienen que ensuciar pañales, las viejas tienen que chochear. Así es la vida. Llama al secretario y le ordena llenar el formulario número tal.

  —65→  

-¿Para qué el papel? -pregunta aprehensiva Sara.

-Es el certificado de custodia provisoria. Es todo lo que puedo hacer. Y escuche un buen consejo, señora. Vaya resignándose a ceder a la niña más pronto de lo que cree.

-Doctora...

-¿Sí?

-De mujer a mujer. Todos somos seres humanos. Todos tenemos nuestras necesidades. Dicen que los pobres jueces se sacrifican tanto y ganan tan poco. ¿No sería posible que por una suma de...?

-¡Sara, por Dios!

-No se preocupe, señor Velázquez. Olvidaré esa ofensa en homenaje a su edad.

-¿Y por qué no me da un poco de sosiego y paz en homenaje a mi edad?

-Señora, ya he tenido mucha paciencia.

-La doctora tiene razón, Sara.

-Su señoría -dice Sara a la jueza-, ¿es usted madre?

-Esa pregunta es irrelevante, señora.

-¡No es madre! Entonces tiene que... está obligada a... a... a... ¿cómo se dice?

-Inhibirse -completa Miguel.

La jueza sonríe con paciencia resignada.

-Señora, soy casada y tengo dos hijos. Soy mujer y la comprendo. Pero no estoy aquí para comprender a mujeres, sino para aplicar la ley.

-¡La ley no castiga a los inocentes!

-¿Y quién es el inocente?

-¡Yo! ¿Qué mal hice? ¿Qué delito?

-Mire, señora. Admiro su capacidad de lucha. Firme el registro al salir y retire su certificado de tenencia provisoria. Es todo, buenos días.

-¿Nos está echando?

-No. Nos está despidiendo cortésmente -le dice don Miguel y se la lleva del brazo.

-Es mala, se le ve en la cara. Ni siquiera miró a Aurorita. Le importa un pito Aurorita.

-Sara, que te oye el secretario.

-Sí, lo oye. Y sonríe. Sabe que tengo razón. Es mala. Quien sabe cómo le trata al pobre.

Han llegado a casa de Sara. Aurorita duerme en su cuna. Fatigado, don Miguel se ha derrumbado en un sillón. Sara está agitada.

  —66→  

-¡Necesito un remedio!

-¿Te sientes mal?

-¡Tengo taquicardia!

-¿Te dio algo el médico para eso?

-¡Nunca he visto a un maldito médico! ¿No puedes ir a la farmacia a pedir algo para la taquicardia?

-¡Claro que sí! El farmacéutico me da unas pastillas. Las tomas y te quedas tiesa. Trata de controlarte. Aspira hondo.

Sara lo hace exageradamente.

-Me siento mejor.

-Escucha, Sara, he decidido hablar seriamente contigo.

-¡Ese tono no me gusta!

-¿Qué tono?

-¡Tienes el tono de dar la razón a la bruja esa!

Aurorita llora. Sara se levanta como por un resorte, alza en brazos a la beba y le pone el biberón en la boca.

-Oye, Sara. El biberón se introduce suavemente en la boca del bebé. Vos lo enchufaste.

-¡Estoy nerviosa!

-Y yo sereno, cuerdo, ponderado y realista y me vas a escuchar.

-A ver, dime, dime -mece exageradamente a la niña y pasea alrededor de don Miguel con pasos nerviosos.

-Existen las leyes de los hombres, ¿no?

-Sí, dale, dale.

-Y existen las leyes de la vida, ¿no?

-Sigue, sigue. ¿Y qué pasa?

-Estamos violando las dos.

-Te entiendo, pero déjame decirte también lo mío. Existen los seres humanos, ¿no?

-Correcto.

-Y las leyes de los hombres y las leyes de la vida son para los seres humanos, ¿no?

-Te sigo.

-La pregunta es: ¿Los viejos hemos dejado de ser seres humanos?

-No, Sara. Pero somos seres humanos de una raza especial.

-Eso sí que es nuevo, y ¿cómo?

-Descartables, por viejos. Has visto lo de la jueza. No podemos asumir el papel de jóvenes porque lo dice la ley. Y no podemos asumir el papel de jóvenes, porque lo dice la vida.

  —67→  

-¿La vida de quién?

-De Aurorita. Ella tiene derecho a forjarse un destino. A nosotros no nos alcanza el tiempo para dárselo.

-No entiendo qué quieres decir con eso, Miguel.

-Que me retiro de este demente asunto, Sara. Me duele en el alma, pero ya no cuentes conmigo.

-¡Miguel! Ah, sí, ya sé, tienes tu salida de emergencia: «Yo sé cuando estoy vencido». Pues señor, cuando yo estoy vencida, no me siento vencida.

-Lo lamento, por vos y por mí. Pero lo peor que le puede ocurrir a un hombre de mi edad es... no sé cómo decirte...

-¿Hacer el ridículo?

-Algo de eso.

-Entonces puedes irte.

Don Miguel se levanta, no encuentra la forma de despedirse, Sara le facilita.

-Se dice simplemente adiós -le dice.

-Entonces, adiós -responde Miguel.

-¿No te despides de Aurorita?

Don Miguel, con la cara crispada por un llanto que ya no tiene lágrimas, pasa una mano sobre la cabecita durmiente, y se marcha.



  —[68]→     —69→  

ArribaAbajoCapítulo XVI

Con alarma de Marcelina, don Miguel se negó a almorzar ese día. Hizo apenas una breve siesta. Cuando despertó, deseó hablar con alguien. Llamó por teléfono a su hija, la esposa del arquitecto que soñaba convertir su último vergel en un monoblock. Su hija le dijo que estaba saliendo para la guardería y que volvería tarde, porque tenía una reunión de madres. Entonces llamó a su hijo, el economista que trabajaba en el Banco Central, donde la encargada de la centralita le dio cuatro números diferentes y no lo encontró en ninguno. Entonces decidió salir. Salir a ninguna parte, pero salir. Cuando se vestía su nuevo traje ambo de invierno, porque julio había llegado y hacía frío, se decía a sí mismo «que la soledad ha regresado. Fue un intento de fuga, compañero, pero tropecé contra los alambres de la realidad de los años y de la impotencia. Todo fue una mascarada, una comedia. Sara llevó las cosas más allá de lo posible, y más allá de lo posible está lo imposible, o el ridículo». Ya vestido, se asomó a la ventana mirando el enorme y sombrío patio de su casa, llorando llovizna de julio. «Tiene la tristeza de un cementerio -se dijo-, la arboleda está triste, como si presintiera que este invierno llegó para quedarse. Las hojas envejecerán y no habrá flores y renuevos de primavera. Los pájaros morirán ateridos. Las flores ya no acudirán a su cita con el sol y con el rocío. Ya no habrá azúcar para los frutos ni polen para la miel. Se alegró de haber ido postergando la incursión a los abandonados pisos altos, donde los muebles seguirán empolvados y las bombillas quemadas y las ventanas cerradas, con los cuartos vacíos acumulando pasado y los corredores mudos a los ecos de los pasos. Recordó que muchísimo tiempo atrás, cuando se sentaba en esa misma ventana para leer los diarios, del piso alto llegaba el rumor de la máquina de coser de Cristina. Tomó entonces conciencia de lo que significaba   —70→   aquel ruido de engranajes. Dickens había descrito hogares a los que el canto de los grillos ponía música y vida. Su viejo hogar se arropaba en el rumor vivo y hacendoso de la máquina de coser de Cristina, y de esa máquina de coser salía la música y el ritmo del contento y del sosiego, del vivir, amar y no pensar en el porvenir, o concibiéndolo como una interminable continuidad del goce, como si la juventud fuese inmortal, y el tiempo un buen amigo que ofertaba su variedad de estaciones. Verano para los juegos de los niños con la manguera de regar, otoño para quemar las hojas doradas caídas de los árboles produciendo una humareda perfumada. Invierno para el recogimiento, la tibieza de la frazada poniendo complicidad al acto de amor, y la primavera para sentarse en el patio y oír el crujido reventón de la savia en los troncos y el festival de verde tierno en el follaje, la exploración de la abeja de alas tornasoladas, el ir y venir del gorrión llevando hilachas para su nido, el apiñamiento de los hongos en torno al tronco podrido, como una aldea de duendecillos traviesos.

Pero la máquina de coser estaba muda. Y él se había vestido para salir no sabía dónde.

Sacó el Buick del garaje y enfiló hacia el centro, manejando con mucho cuidado, porque últimamente había sentido algunas lagunas mentales, como una fuga de la realidad o un sumergirse en ensoñaciones. Estacionó junto a las plazas aledañas al Palacio de Gobierno, que hacían de mirador para la actividad de la playa Montevideo, donde la flotilla enana del pequeño comercio fluvial entraba cuidadosamente con su carga de bananas, naranjas y tarros de miel, y partía con pasajeros confiados en la podrida madera de las lanchas y en la asmática eficacia de sus ruidosos motores.

-Es curioso que donde se mire, aun bajo esta llovizna que parece un sudario, viva la vida con tanta intensidad. Hasta en el niñito sentado en un cajón de manzanas y envuelto en un rebozo viejo, con el moco verdoso colgando de las narices, es vida. Vida el olor del chipá so'ó. Vida la chamusquina de tiras de carne sobre el brasero de carbón, vida el tablón elástico que unía los barquitos a tierra. Vida el agrio olor del vómito del borracho, y vida la increíble fuerza del mocetón transitando sobre los tablones y descargando pesos imposibles sobre sus hombros.

Se desplazó caminando por el trozo inacabado de la Costanera. Y allí estaba esa otra realidad del herrumbroso astillero con la gran basura de hierro y madera arrojada por el río. Barcos muertos, maderas podridas,   —71→   ciclópeas cadenas y superlativos molinetes que ya no arrastrarán nada ni empujarán embarcaciones rejuvenecidas al agua. Todo aquello, los puntales carcomidos, el barro podrido, el engranaje comido por el óxido, la haraposa mujer cocinando allí donde alguna vez fue el puente del Capitán le arrojaba a la cara una sensación de derrota terminal, la misma que iba invadiendo su corazón, su mente y su visión de la existencia que se le iba esfumando hacia un horizonte perdido, hacia un desierto de tártaros donde sólo la arena existe para testimoniar la existencia de una nada interminable, infinita.

-Vaya, Miguel -que te has vuelto pesimista se dijo a sí mismo- tienes ante ti la dualidad de la vida y de la muerte, y optas por la muerte. No, por la muerte no. Por la extinción de todo lo que es válido para la vida. Estos barcos no están muertos, se van extinguiendo. No pueden rebelarse y soltar sus cadenas y deslizarse sobre sus rodillos al agua, porque el hierro desnudo no flota y los motores tienen pistones muertos y cilindros comidos. Pobre barco que viviste rompiendo correntadas con tu proa afilada, adelante, siempre adelante. Pero ahora ya no existe adelante, solo la quietud de la agonía. Eres como yo, pobre viejo barco. Si te lanzas al agua no es aventura, sino locura, como lo que pretendimos hacer con Sara. Volver sobre los pasos andados y reconstruir el río que ya no existe en la geografía de nuestra edad. Pobre Sara, querida Sara. Te he dejado sola, navegando hacia el puerto que no está donde debe estar, porque la ilusión no tiene puertos a nuestra edad, sino espejismos que tienen la consistencia de la espuma.



  —[72]→     —73→  

ArribaAbajoCapítulo XVII

Un matrimonio joven había venido acompañado de una asistente social a ver a la beba. Estaba gestionando su adopción. La joven mujer había alzado en brazos a Aurora y la arrullaba enternecida. «La quiero, José, la quiero», le repetía a su marido, y éste consentía sonriendo. La asistente social sentía pena porque veía la pena de la vieja señora ilusa. Sara quería destrozar a los tres con las uñas y los dientes. Pero últimamente se había vuelto más pasiva. Desde que Miguel se fuera, su instinto combativo y su rebeldía habían perdido mucha presión. Cuidaba a la niña con infinito, desesperado amor, pero ya sentía una sensación de derrota que la volvía cada vez más indiferente, más encerrada en sí misma, y apenas tenía fuerzas para responder a los maullidos de Lenin y Gorbachov reclamando su trozo de hígado. Bush, totalmente abandonado, había sentado sus reales en el almacén de la esquina, donde un chino le había tomado cariño y lo alimentaba, o lo estaba engordando para comérselo. Las visitas de Raúl se hicieron más frecuentes. Le miraba la cara, los ojos apagados, o rojos de llorar a solas, y se mostraba preocupado. La cara vieja se había vuelto más vieja, los hombros estaban más encorvados. Dijo que «mamá, harías bien en consultar con el médico». Ella contestaba que sí, «que me iré mañana». Y nunca iba. Para qué, si pronto se llevarían a la niña y se sentaría a morir. No reprochaba a Miguel.

-Fue un hombre prudente, serio y ponderado toda su vida -decía Sara- y es justo que haya protegido su vejez del ridículo y de la deshonra. Pero yo soy mujer, no me importa el ridículo y no hay moral en el mundo que deshonra a una madre que ama. Sé que voy a perder. Aurorita hasta le sonrió a esa flaca huera que no puede tener hijos y quiere llevarse a mi beba. La ley está de su parte. La justicia le oferta la   —74→   reivindicación de sus ovarios difuntos. Dios, que mal me siento. Y no debería ser así. Tengo mis nietos, los amo, pero me imponen el papel de abuela. Abuela es ser vieja y no quiero ser vieja, quiero mi ilusión de juventud y de porvenir siendo madre. Es injusto para los chicos -dijo Raúl-. Pero también es injusto para mí, porque la vejez nos quita juicio pero no nos quita deseos. La vejez es una condena a muerte y a los condenados se les otorga el último deseo. Aurorita es mi último deseo. Virgen María, cómo necesito a Miguel. No debo cavilar tanto, porque cuando cavilo me viene ese desmayo que me aleja del mundo. No sé si dura mucho o poco, pero la última vez, cuando volví en mí, Aurorita lloraba, acaso de hambre. Raúl tiene razón, debo ir al médico.

En el otro extremo de la ciudad, Raúl se había llegado a la casa de don Miguel, que lo recibió en la gran -demasiado grande- sala de su casa.

-No tengo más remedio que molestarle, don Miguel.

-¿Se sirve una copita, doctor?

-No, trataré de ser breve.

-Le escucho.

-Me preocupa mi madre. Declina muy rápidamente.

-¿Cómo es eso?

-Se advierte muy claro cuando los viejos ya no tienen ganas de vivir.

-¿Es por la niña?

-Fundamentalmente por eso. Existen dos matrimonios interesados en su adopción, cualquiera de ellos pueden llevarse a la niña en algún momento. Será muy traumático para ella. Necesitará mucho apoyo.

-Tiene el suyo, de su hijo.

-Necesitará el suyo, de su amigo.

-¿Me está sugiriendo usted...?

-No le estoy sugiriendo. Le estoy rogando.

-¿Pero qué está haciendo usted por su madre?

-Llámele una traición, pero soy abogado de uno de los matrimonios que quieren adoptar a la nena.

-Sí que es una traición.

-Lo hago gratis, con la condición de que dejen ver a mi mamá a la niña de vez en cuando. Pero eso no alcanzará, mamá la considera suya. Me preocupa su salud. Tendré también que hablar con su médico.

-No tiene médico.

  —75→  

-¿Cómo dice?

-Nunca va al médico. Usted le da dinero para el médico, me consta, pero ella se lo gasta con la alegría de una niña en vacaciones.

-¡Dios mío! Esto es más grave de lo que pienso. Puede estar enferma de cualquier cosa, a su edad, y sea lo que fuere lo que tenga, explotará si le quitan la niña.

-Entonces procure que no le quiten la niña.

-¡Es imposible!

-La jueza es su amiga. Pídale la vida de su madre. Ah, sí, no hay en los códigos un artículo que impida la muerte por amor.

-No tiene derecho a ser duro. Usted inició este loco asunto.

-Es cierto. Quizás debo pensar en la forma de sacarla de él.

-No hay forma. La niña se irá. Ella quedará en un estado depresivo que a su edad...

-Realmente, le faltará un apoyo.

-Le estoy rogando el suyo.

-Haré algo. Primero fui un flojo para permitir que esto comenzara. Ahora me siento cobarde al haberla abandonado. La niña debe quedarse con ella, y usted me ayudará.

-No hay ley...

-Sí hay ley. ¿Qué me dijo de dos matrimonios que están gestionando la adopción?

-Que sí, dos matrimonios.

-Dígale a la jueza ésa que apunte un tercer matrimonio interesado.

-¿El de su hija, don Miguel?

-No, el mío. Me casaré con su mamá, doctor.

-¿Quéééé?

-No puede oponerse.

-No me opongo, sólo que lo considero la locura mayor en esta cadena de locuras.

-Gracias por decirlo. Estaba olvidando que la locura es la cura de la soledad.

-Pero no fantasee, don Miguel. Aun casado con mi madre, están en desventaja frente a matrimonios jóvenes.

-Pondremos un buen abogado.

-¡Debería ser un genio!

-No, deberá ser usted.

-¿Yo? ¡No soy un genio, don Miguel!

  —76→  

-Es amigo de la jueza, y no me hable de ética, porque le doy un sopapo.

Poco después, Raúl salía de la casa tan desconcertado y confuso, que olvidó dónde había estacionado el auto.

Por su parte, con una sensación extraña de júbilo, liberación y delirio, don Miguel subió a los pisos altos. Y se pasó la tarde abriendo ventanas, sacando polvos añosos con una aspiradora y reponiendo bombillas quemadas.

Finalmente, llamó a un mecánico por teléfono:

-Tengo una máquina de coser Singer que desearía me la haga funcionar de nuevo.



  —77→  

ArribaAbajoCapítulo XVIII

Sara lo supo por su propio hijo. Miguel quería casarse con ella, para luchar con mayores posibilidades por la adopción de Aurorita. La mañana que recibió una esquelita de Miguel pidiendo permiso para visitarla esa tarde, dejó a la niña con una vecina y salió disparada al instituto de belleza de aquella buena moza tan simpática, la que tenía un amante para el lecho y un amado para el corazón.

-Póngame hermosa -le dijo a la joven-, un caballero va a venir a pedir mi mano.

Loca, pero inofensiva -se dijo la joven-; sigámosle la corriente.

-¿Es el mismo señor de aquella cita?

-El mismo -rió Sara-; figúrese, entre los dos tenemos más de ciento cincuenta años.

-¿Un romance antiguo?

-No. Es reciente. Lo que ocurre es que queremos tener un bebé.

-Y claro, señora. Para tener el bebé hay que casarse.

-Exacto, jovencita. No repare en gastos, tinturas, cremas y todo eso, niña.

La joven sintió vergüenza de sacarle dinero a una pobre loca. Puso todo su empeño y sabiduría en dar un poco de colores de vida a aquella cara tan comida por el tiempo. «Sólo le cobraré los productos, pobrecita», se prometió.

Cuando terminó, Sara se miró con satisfacción al espejo.

-No parezco precisamente una novia adolescente -dijo- pero él tampoco es un chiquillo.

-Espero que sean felices, señora.

-Puede apostar que lo seremos. El bebé costará un poco de trabajo, pero lo conseguiremos.

  —78→  

Vaya que van a tener mucho trabajo -pensó la jovencita y le cobró como se había propuesto. Sólo los productos-. Ojalá yo no llegue a vieja con esos desvaríos -rogo mentalmente.

Más tarde, había llegado Miguel. Tomaron té, hablaron de intrascendencias. Recordaron canciones antiguas. Por fin, don Miguel se decidió y se puso de pie, ajustando el saco sport que había vestido para la ocasión.

-Mi querida amiga Sara -dijo solemne-, tengo el honor de pedir tu mano.

Sara simuló considerarlo muy seriamente.

-¿Sí o no? -urgió Miguel, que quería terminar el asunto lo más pronto posible.

-Es la primera vez en mi vida que piden mi mano -respondió Sara-, debo considerarlo un poquito.

-¿Considerar qué?

-Me pareces un poco viejo.

-¡Sara! -reprochó Miguel.

-¡Está bien! -exclamó Sara, abrazándolo-. Lo acepto de todo corazón.

Sellaron el compromiso con un roce fugaz de los labios.

Salieron al paso algunos problemas. «El pobre viejo necesita compañía», dijo el hijo mayor de Miguel, economista del Banco Central. Pero la hija reaccionó de manera distinta. Habló con su padre y su filípica abundó en palabras como «ridículo», «grotesco», «senil» «increíble» y «farsa», alentada por el marido arquitecto que soñaba convertir la añosa casa quinta en un monoblock. La joven mujer se tranquilizó algo cuando don Miguel expresó que inmediatamente después del matrimonio haría separación de bienes y el monoblock se levantaría cuando él fuera a la tumba.

Por el lado de Sara, la cuestión provocó una seria pelea conyugal a Raúl, cuya esposa se espantaba por la «quemada social» que el casamiento atraería. Y para peor, cuando se enteró de que su suegra (la abuela de mis hijos) iría a vivir con un anciano en su casa, juró que nunca más vería a sus nietos.

Algo aplacada la tormenta familiar, se realizó la ceremonia civil. Asistió Raúl como testigo de su madre y Hernando, el hijo economista de Miguel, como testigo de su padre. A ruego de la esposa de Raúl se descartó la ceremonia religiosa.

  —79→  

-Desde luego, no pensábamos en eso -explicó Sara-; no quiero oír eso de que «hasta que la muerte nos separe». Me dará escalofríos en la nuca.

La mudanza incluyó a Lenin, Gorbachov y Bush, que abandonó a regañadientes a su amigo chino. Pero Sara casi no llevó muebles, pues los había vendido a los coreanos de la otra acera.

Tuvo tiempo de llevar de obsequio a la chica de la peluquería un hermoso abanico de varillas de marfil que había sido de su madre.

-Usted me ha dado suerte -le dijo a la estupefacta joven y se marchó a la carrera.

Aquella primera noche, sintió cierta vergüenza al ver que don Miguel salía del baño vestido ya en piyama. Lo miró acostarse en la gran cama matrimonial. Tomó nota de que no se acostaba en el centro de la cama, sino a un costado, dejando el espacio vacío que le correspondía a ella.

Fue a su vez al baño, llevándose su enorme camisón.

-Parece el camisón del Papa -se dijo, pero se duchó y vistió valientemente el camisón.

Llegó al lecho y se acostó y se tapó hasta la barbilla. Don Miguel había hecho lo mismo, y apagó la luz. La obscuridad era total. Los dos, callados, los ojos fijos en el techo invisible en la oscuridad. Y fue ella quien rompió el silencio.

-¿Probamos?

Probaron.

No pudieron.

Fue la primera y la última vez, aunque ella, con el viejo instinto femenino, le consoló.

-No te preocupes. Es porque estás nervioso.

Y la hombría de él quedó a salvo.

A la mañana siguiente, después del desayuno, él fue a abrir su ventana favorita, en el piso bajo, aquél que daba hacia la planta del guayabo y el naranjo. Abrió de par en par las ventanas. Y quedó tenso. Del piso de arriba venía el ruido de los engranajes de una máquina de coser, y el llanto de Aurora.

Se golpeó el pecho y quiso lanzar un grito de Tarzán, pero le dolió la garganta.



  —[80]→     —81→  

ArribaAbajoCapítulo XIX

Sara dormía aún cuando en la mañana salió de la ducha, se vistió y sacó el Buick del garaje.

Enfiló por la avenida sintiendo una sensación de bienestar acorde con el silencioso, eficientemente funcionamiento del pesado vehículo.

-¡Jesús! Voy a setenta por hora -murmuró al mirar el velocímetro, y redujo el andar a los prudentes cuarenta kilómetros de siempre.

-¿Qué me impulsó a correr así? -se preguntó a sí mismo, y la respuesta surgió de inmediato. Me siento eufórico, como si hubiera tomado vino.

Euforia de recién casado -se dijo- aunque a mi edad la cosa resulta algo inapropiado. Pero no importa, no siempre lo apropiado es lo apropiado. La cuestión radica en la presencia de una alegría nueva, o olvidada, que hizo que cantara esta mañana mientras me afeitaba, como si tuviera nuevamente 25 años y estuviera entrando en los umbrales de un porvenir inaugurado. Todo apariencia, claro. No tengo 25 años y el porvenir no existe. Pero existo yo, existe Sara, existe la niña y hemos tenido, si no la bendición nupcial de un cura, el pomposo voto de ventura de un juez de paz. Y ya me ven gente, soy un recién casado, algo euforizante si se descarta lo grotesco del asunto, que no deja de ser real porque sea grotesco, sino todo lo contrario, señores míos, pues lo grotesco al fin, acentúa la substancia de la realidad misma. Jesús, yo me entiendo.

Ingresó al centro de la ciudad y aparcó el automóvil bajo la sombra de un lapacho, echó llave al vehículo y se adentró en la Plaza Uruguaya, donde siempre iba a terminar sus vagancias porque ese espacio verde y apiñado le atraía desde su juventud, pues adivinaba en él como una síntesis de la humanidad, con sus deplorables prostitutas volcadas sobre la acera que daba a la estación del ferrocarril, a la espera de soldados de   —82→   licencia o de campesinos de dineros atados en pañuelos que venía a acabar su paciencia y su dinero en el trámite inagotable del título de propiedad. Y en la acera opuesta, sobre la calle presuntuosa y movida, la gran feria de libros, la luz de la sabiduría ofertada en competencia a la oferta de la carne cansada para el placer mínimo o la sífilis o el sida. Entre las dos aceras principales, la plaza arbolada, con sus bancos propicios al reposo del vago o del vencido, para el comercio escuálido del fotógrafo ambulante y para la tentación de millones de las flacas vendedoras de loterías que no lograban vencer la apatía de los jubilados que ya habían aprendido a descreer de todo, hasta de la suerte. Aloja helada de lima, mosto de caña chupado por los mínimos trapiches, chipás de almidón o de maíz y empanadas goteando aceite quemado. Y gente, gente sin norte, exiliada voluntaria en esa manzana verde donde todo se reducía a vivir y sobrevivir, como en un territorio donde olvidar la voluntad y transformar la libertad en una siesta inacabable.

En un banco dormitaba un hombre viejo, con un rostro de músculos flojos que parecían diluir sus facciones. Es como si la cara se le cayera de vieja, pensó don Miguel pero se sentó a su lado, hambriento de comunicación y participación, que es parte de la euforia.

-¡Lindo día! -dijo.

-Es un día como todos -respondió el otro-, no veo razón alguna para que un día sea mejor que el otro.

-Es que para mí es un día especial. Me casé ayer, ¿sabe?

El anciano lo miró con esa mezcla de compasión, malicia y temor que provocan los dementes. Pero al fin decidió que si loco, aquel caballero que olía a loción de afeitar era inofensivo y no se tomó el trabajo de marcharse a buscar otro bando donde seguir ejerciendo su soledad.

-¿De veras?

-Sí, señor. Me casé.

-Pues yo le estoy esperando a mi novia para ir a tomar chocolate. Tiene 18 años que parecen 18 quilates y estudia computación en Columbia.

-¿No me cree?

-No me parece razonable creerle. Ahora bien, si usted es feliz creyendo que se casó ayer, no me opongo. Después de todo, yo estoy en la edad en que no vale la pena el esfuerzo de oponerse a nada.

-Bueno, después de todo, es razonable que no me crea.

-Pero... ¿se casó o no se casó?

  —83→  

-Me casé.

-Supongo que con una jovencita de abundantes curvas y piel de terciopelo y mullidos muslos adornados con una pelusa dorada.

-¿Me cree un vicioso?

-No. Usted y yo ya no podemos darnos el lujo de servicios. A lo sumo de tener pensamientos viciosos. Yo daría lo que me queda de vida por una buena erección para aferrarme a la primera puta que pase.

-No me casé con una jovencita sensual, señor mío, sino con una respetable señora de mi edad.

-No veo la razón para correr a comunicarle al primer desgraciado a la vista. ¿Qué quiere? ¿Que lo aplauda? Si lo suyo es una fantasía, es absolutamente enfermiza. Si realmente se casó con una vieja, es lo más absurdo que pueda pedirse. Y... repugnante.

-¡Es usted ofensivo, señor!

La euforia de don Miguel se iba convirtiendo en ira.

-Mire, señor mío -decía el otro-, yo no pido otra cosa que estar en paz. Y vengo aquí a buscar paz porque en mi casa, que ya no es mi casa, molesto a mi hija y me molestan mis nietos. Encuentro en este banco de esta plaza la maravillosa fórmula de no pensar para no sufrir, y de repente aparece usted, perfumado e inoportuno, a romper desconsideradamente mi amada y sosegada monotonía, con la noticia consternante de que ha contraído matrimonio con una vieja. Y disculpe el tono oratorio, pero no puedo olvidar que alguna vez enseñé filosofía en la facultad, en otro tiempo perdido al otro lado de la memoria.

La ira de don Miguel se había diluido en poco, y era reemplazada por un sentimiento larval de compasión.

-¿Así concibe usted la vejez?

-¿Cómo concibo la vejez?

-Lo ha dicho, señor. Tiene algo de masoquismo. Entregarse a la soledad para no pensar ni sufrir. Pero mi estimado señor... ¿no es la soledad un largo suplicio?

-Digamos que es el menor de los suplicios de la vejez. Nos da espacio y tiempo para ejercer el desencanto, que puede ser un placer masoquista, pero nos mantiene vivos.

-¿Sabe que lo compadezco, señor?

-No menos que yo a usted, caballero. Si se casó realmente, lo suyo es un pobre sustituto de la soledad que trae en ancas un sentimiento de vergüenza que...

  —84→  

-¡Yo no siento vergüenza alguna!

-En buena hora. Yo sí tendría vergüenza.

-¿No piensa rebelarse contra la soledad?

-A su manera no. Y si vamos al caso, de ninguna manera, porque la rebelión es cuestión de hormonas, de libidos palpitantes y de glóbulos rojos. En la vejez estamos vacíos por dentro, señor, y la soledad se nos instala sin remedio.

-Ahora entiendo lo del desencanto.

-Es un estado natural cuando ya no se vive, sino se termina de vivir. Usted lucha contra el desencanto...

-¿Y dónde cree que me llevará?

-No sé. Acaso a otros grados de soledad y desesperación, pero a la victoria, jamás.

Cuando se regresaba camino a casa, don Miguel notó con cierta aprensión que la euforia había desaparecido.



  —85→  

ArribaAbajoCapítulo XX

La confitería estaba llena. Era la hora en que las mamás demasiado cansadas o las mamás demasiado ociosas se reunían a tomar el té, quejarse de las hijas o hablar de maridos que se resistían a ir el gerontólogo.

-No deja de resultarme algo insólito que me hayas invitado a tomar el té -dijo la jueza.

-Es que tengo malas intenciones -respondió Raúl.

-¿No te parece un poco tarde?

-No se refiere a tu virtud.

-Ya me la dejaste descascarada cuando estudiábamos juntos.

-¿Lo recuerdas?

-Sí, pero no quiero recordarlos. Te aprovechaste de mi inocencia.

-Si mal no recuerdo, ya no eras virgen.

-También un profesor se aprovechó de mi inocencia. Pero eso es pasado. ¿Qué te traes entre manos?

-Voy a devolver el poder que me dio la pareja de los Ramírez para adoptar la beba en posesión de mamá.

-Para decirme eso no necesitabas invitarme a una confitería.

-Voy a patrocinar a mamá.

-¿En qué asunto?

-En el de la adopción.

-Pero si está claro que ella, a su edad...

-Mamá se casó.

-¿Quééé?

-Se casó con ese viejo Robin Hood que la ayudó a secuestrar la bebita. Es para ponerse en condiciones de competir con las otras parejas.

-¡Pero que tontería! Un matrimonio de edad avanzada no está en   —86→   condiciones de competir, mirando desde la óptica del bienestar de la niña, Raúl.

-Quiero que mires las cosas desde el punto de la óptica del bienestar de mi madre.

-Raúl, me estás comprometiendo. Se supone que un juez no debe tener conversaciones privadas sobre una cuestión de su competencia. Y menos con una parte involucrada. Te estás volviendo a aprovechar de mí, y no te lo voy a permitir.

-Te estoy hablando como amigo, no como seductor.

-Ya no quiero hablar de este asunto. Escucharé todo lo que tengas que decir en los tribunales.

-No es asunto de tribunales. Es una cuestión de vida o muerte, que me afecta y creo que sigues siendo mi amiga.

-Los jueces no tenemos amigos.

-Bien sabes que eso es mentira. Desde el Derecho Romano hasta aquí. Abogados y jueces somos seres humanos. Escucha, hoy se usan computadoras para todo. Hasta las enfermedades se diagnostican con computadoras. Los planos de grandes edificios se hacen con computadoras, los archivos, las contabilidades, los costos industriales, el rendimiento de las máquinas, todo se hace con computadoras. Pero la justicia jamás admitirá las computadoras, porque no existen microchips que contengan todos los elementos del amor, de la conciencia, de los infinitos matices del bien y del mal, la comprensión, la compasión, la projimidad.

-Están los códigos.

-La Biblia es el código supremo. Hace dos mil años que la leemos, estudiamos e investigamos, y apenas hemos rozado la superficie. Pero está bien, están los códigos. Están dirigidos a la inteligencia y a la razón, pero el ser humano es también sentimiento. Si sólo apelamos a la razón y a la inteligencia y descartamos el sentimiento, no somos seres humanos, sino computadoras humanas, porque estaremos operando bajo el mismo principio que esas máquinas: sí o no.

-Sos elocuente, Raúl. Pero no me llevas a considerar las cosas de un modo sentimental.

-No te pido que resuelvas nada, sino que lo pienses.

-Lo pensaré, pero no te prometo nada.

-No, prométeme algo.

-¿Qué quieres que te prometa?

-Que lo vas a pensar cuando estén reunidos, vos, tu marido y tus   —87→   hijos, en la mesa de la cena. O cuando te levantes a vigilar el sueño de tus hijos, o cuando tu marido te obsequia un perfume, o te elogia el peinado, o el vestido, o cuando te dice que está orgulloso de su mujer.

-No veo la relación.

-Si esos momentos piensas en mi mamá, estarás pensando como mujer, madre, ser humano.

-Vuelvo a repetirte que no prometo nada. Y comprendo tus sentimientos. Pero sólo veo en vos a un abogado que me pide una sentencia a favor.

-¡No te estoy sobornando!

-¡Me estás chantajeando! Me recuerdas el pasado, apelas a la amistad, me argumentas con tu amor filial. ¡Estás triturando la ética de la profesión!

-Lo siento.

Evidentemente herido, Raúl se vuelve y llama al mozo. Paga. Lo hace todo con brusquedad, con enojo inocultable.

-¿Puedo llevarte a alguna parte? -pregunta a la jueza.

-No es necesario, vine en mi coche.

La despedida es fría.

Esa noche, cuando la jueza, su esposo, el muchacho y la niña están sentados en la mesa, la magistrada cumple inesperadamente su promesa. Piensa en la vieja señora, ahora casada con el... ¿cómo dijo Raúl? Ah, sí, viejo Robin Hood. Se han aferrado a la niña como si se aferraran a la vida y...

Con un esfuerzo bloquea su mente. Como siempre, su marido hace ruido al sorber la sopa. Los chicos discuten. Ella trata de no pensar.

Pero en la noche, ya acostada, recuerda que Raúl venía a su casa a estudiar. En el altillo. Víspera de examen, y cuando Raúl miró el reloj, eran las dos de la mañana. Se dispuso a marcharse. Sus padres se habían dormido. Ella le susurró a Raúl: «quédate». Se quedó y pasaron una noche (¿o un amanecer?) inolvidable. Reprimiendo la dulzura del recuerdo, se durmió.

A la mañana siguiente, cuando se levantaban, su marido le dijo:

-Anoche hablabas en sueños.

-¿Qué dije? -preguntó alarmada.

-No recuerdo bien, pero algo así como que no eras una computadora. Vaya ocurrencia.