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Acto cuarto

El teatro representa una cuadra de una cárcel de París; en el fondo una puerta con un verja de hierro que se supone conduce fuera del edificio; a cada ángulo un corredor o galería. A la derecha de los actores, calabozos una escalera que lleva al piso alto; al lado de enfrente, ventanas con verjas que dan a 1a calle; bancos, sillas, mesas. Es de noche



Escena I

Habrá una mesa con botellas y copas; alrededor, algunos PRESOS.

     PRESO l.º- ¿Qué adelantas con estar triste? ¿Los has de resucitar?

     PRESO 2.º- ¿Y no es natural que sienta a mis compatriotas?... ¡Dotados de talento, elocuentes, amantes ardentísimos de la libertad de su patria y sacrificados de un modo tan bárbaro y cruel...

     PRESO 1.º- Nadie te dice lo contrario; pero, la verdad, tus dichosos girondinos, a pesar de su talento y de sus virtudes, no han hecho sino daño a Francia. Nunca se supo a punto fijo lo que querían, y ellos mismos tampoco lo supieron. Minaron el trono y no acertaron a fundar la república; intentaron salvar a Luis Capeto y contribuyeron a llevarle al cadalso; revolucionarios de agua dulce, la vista de la sangre les causaba espanto: amagaban siempre y nunca descargaban el golpe... ¡Sólo mostraron resolución a la hora de la muerte!...

     PRESO 3.º- Más he sentido yo a los dos poetas que llevaron ayer a la guillotina... ¡Tan mozos, con tanto ingenio!... Diciendo versos iban y abrazados como hermanos en la fatal carreta...

     PRESO 2.º- ¡Pobre Chénier!... Hasta los mismos verdugos dicen que les dio lástima.

     PRESO 1.º- A los verdugos puede ser y pero lo que es al tribunal revolucionario..., parece que se ceba con más ferocidad mientras más ilustre es la víctima...

     PRESO 3.º- Estos días se muestra más feroz que antes...

     PRESO 1.º- Lo mismo les sucede a las fieras cuando se sienten en la agonía...

     PRESO 2.º- ¡Pues qué! ¿Tienes alguna esperanza?...

     PRESO 1.º- Certeza... Los malvados están desunidos, desconfían unos de otros, se espían, se acechan... y el odioso triunvirato se va quedando solo, aislado, expuesto a las iras de todos...

     PRESO 2.º- Pero ¿te olvidas del error que infunde?...

     PRESO 1.º- Pues ese mismo terror es el que ha de perderle... Después de a muerte de Danton y de verle sacrificar como moderado, ¿quién puede reputarse seguro?... Cada cual tiembla por sí; pero el mismo exceso del miedo podría algún día infundirles aliento...ese día quizá no esté lejano...

     PRESO 2.º- ¡Ojalá!...

     PRESO 1.º- La última vez que habló Robespierre a la Convención, dicen que la halló muda, fría, impasible, en vez de mostrarse obsequiosa y prostituida, como cuando se arrastraba a sus pies... No lo dudéis, amigos; si escapamos de la próxima tormenta, ya podemos decir, que estamos a salvo... (Los otros hacen un gesto de duda.) ¿No?... Pues entonces, amigos míos, iremos por el mismo camino que otros; y por lo que hace a mí, no han de tener el gusto de decir que me han visto amarillo... ¡Fuera penas!... Allá va la canción que las destierra todas: (Canta.)

1.ª
                                  Fugaz es la vida,
la senda escarpada,
incierta la ida,
su fin es la nada...
   De mirto y beleño
ciñamos la sien:
¡la muerte es un sueño;
dormir es un bien!

(Todos en coro.)

                                  ¡Bien, bien!
Cantemos también.
2.ª
   Con rosas y flores
cubrid el camino...
Cuidados, temores,
ahogad en el vino...
   De mirto, etc.
3.ª
   A viles tiranos
la muerte acobarda;
los libres ufanos,
la invocan si tarda.
  De mirto, etc.

(Desde el fondo de las galerías repiten otros en coro:)

                                 ¡Bien, bien!
Cantemos también.

     PRESO 1.º-¡Hola!... Parece que por allá nos responden... Ahí está la última redada... Y se conoce que es gente de buen humor... Vamos a fraternizar con ellos... Para trabar pronto amistades ningún sitio mejor que la cárcel... Así como así, no hay ahora en Francia un lugar donde se respire con más libertad: ¿quién me quita a mí el gritar muera Robespierre?... (Desde el fondo de las galerías responden:) ¡Muera!

     PRESO l.º- ¿Veis como también hacen coro?... Vamos allá...

     LOS OTROS.- Vamos. (Al irse encaminando a la galería de la derecha bajan por la escalera el marqués y Matilde.)

     PRESO 1.º- Ahí viene aquel pobre viejo apoyado en su hija, que parece a la piadosa Antígona, según nos la pintan en los cuadros.

     PRESO 2.º- ¡Qué linda es! ¡Y qué porte tan modesto!...

     PRESO 1.º- Capaces son esos bárbaros de sacrificarla también.

     PRESO 3.º- Yo será la primera.



Escena II

EL MARQUÉS, MATILDE.

     MATILDE.- Aquí a lo menos sabremos antes lo que les ha sucedido... ¡Si no tengo sosiego en parte alguna!...

     MARQUÉS.- ¿Y por qué te pones en lo peor? No, hija mía, no querrá Dios... Bastante desgraciados somos ya...

     MATILDE.- No sé, padre mío, pero ¡tengo tan oprimido el corazón... desde que esta mañana desperté y supe que hoy mismo iban a juzgarlos!...

     MARQUÉS.- No te aflijas así, Matilde, vas a caer mala... ¡y ésa es la única desventura que todavía me faltaba!...

     MATILDE.- Yo tengo ánimo..., pero cuando recuerdo lo que ha hecho ese tribunal y la sangre que ha derramado, y que Eduardo y su padre están ahora en su presencia... ¡Dios mío de mi vida, ten piedad de nosotros!...

     MARQUÉS.- ¿Ves lo que haces? Ni aun puedes tenerte en pie... ¡Y tu pobre padre!...

     MATILDE.- ¡Perdón, padre mío!...

     MARQUÉS.- ¿De qué?...

     MATILDE.- De que debiera consolaros... Pero ¡si me está ahogando la pena!...

     MARQUÉS.- Sentémonos aquí... (Se sientan en un banco.) Tal vez no tarden en llegar y quizá no será tan grave el mal como tú lo imaginas... Enjúgate los ojos, Matilde mía, que no te vean llorosa... Vas a afligir a Eduardo si te halla en ese estado... Bien, muy bien... Así te quiero yo, hija mía, tan dócil y tan buena... ¿Qué miras?...

     MATILDE.- Me pareció que sentía ruido...

     MARQUÉS.- No...

     MATILDE.- Ya tardan demasiado.

     MARQUÉS.- ¿Por qué? ¿Crees que habrán sido los únicos que hayan ido hoy al tribunal?... ¡Habrán ido tantos desgraciados!...

     MATILDE.- Lo que más me atormenta es conocer el carácter de Eduardo, franco, noble, incapaz de doblez y disimulo... Temo que su misma sinceridad le haya perjudicado... Tal vez una palabra imprudente le cueste la vida...

     MARQUÉS.- No, hija mía, Eduardo tiene talento, ve su situación y no ha de haber querido sacrificarse inútilmente... La vista de su padre y tu memoria habrán bastado para contenerle...

     MATILDE.- ¡Vuestras palabras me consuelan! Pero tengo en el fondo del corazón una desconfianza... Mentira me parece que he de volver a verle.

     MARQUÉS.- ¡Dios los traiga con bien!



Escena III

Dichos, ALCAIDE.

Este viene de la galería por donde fueron los presos.

     ALCAIDE.- ¡Qué locos!... Y se figuran que los demás somos lo mismo... Brindis y más brindis; ¿si creerían que el alcaide Marcelo iba a dar con el cuerpo en tierra?... ¡No faltaba más!... Lo que es así un poquillo alegre; y si no, ¿quién había de aguantar una vida tan perra? (Al marqués.) ¿Quién os ha permitido venir?

     MARQUÉS.- Hacía tanto calor en el calabozo, que hemos venido a respirar un poco...

     ALCAIDE.- ¿Y con qué licencia?

     MARQUÉS.- Como lo hemos, hecho otras veces, y tu hijo nos lo ha permitido...

     ALCALDE.- Mi hijo... Siempre mi hijo... El manda en su persona y yo mando aquí.

     MATILDE.- No os enfadéis... Esperábamos a ver si venían unos amigos nuestros.

     ALCAIDE.- ¿Visitas a estas horas?

     MATILDE.- Son otros presos como nosotros...

     ALCAIDE.- ¿Los que han ido esta tarde al tribunal revolucionario?... ¿Por qué te estremeces? Si son inocentes nada tienen que temer; y si son, culpables..., la plaza de la Revolución está cerca.

     MARQUÉS.- Vamos, hija mía, vamos.

     MATILDE.- El corazón me ha dado un vuelco de sólo oír esa palabra... No lo permita Dios.

     ALCAIDE.- Ya es hora de que cual se retire a su calabozo... ¡Pronto!... (El marqués sube las escaleras con su hija.) Estos aristócratas siempre gimiendo y llorando... Por eso me gustan los patriotas, que van a la guillotina riendo y cantando, como si a una fiesta.



Escena IV

EL ALCAIDE y los PRESOS de la primera escena.

     PRESO 1.º- Esta. noche tenemos asunto...

     ALCAIDE.- ¡Asueto!... Ya veis aquí señal, que la traigo en la mano. (Un manojo de llaves.)

     PRESO 1.º- Pero ¿es posible, corazón de piedra, que no has de dejar estos ciudadanos en plena libertad para pasearse por esta sala? ¿Ignoras que nacimos libres, que somos libres y libres moriremos?...

     ALCALDE.- A mí no me gustan retóricas... Lo que está mandado está mandado...

     PRESO l.º- ¿Y el derecho de insurrección que nos compete a todos. Tú eres aquí el tirano y nosotros nos rebelamos...

     ALCAIDE.- Poca conversación. ¿Creéis que por cuatro tragos que habéis dado, que os vais a burlar mis barbas?...

     PRESO 2.º- Déjale, que se pone penoso cuando bebe, y esta noche, con el calor, está peor que otras.

     PRESO 1.º- Pues si se lleva el diablo aquella gente le hemos de colgar de una ventana... Cancerbero, ya estamos a tus órdenes.

     ALCAIDE.- Dos en cada calabozo.

     PRESO l.º- Si no somos más que cinco... Con el humo del coñac se ir antoja que somos doce...

     PRESO 2.º- Buenas noches, hasta mañana...

     PRESO 1.º- Si es que estamos vivos mañana...(Va a su calabozo cantando estos versos:)

                                  A dormir, a dormir, ciudadanos:
de cerrojos escúchase el son;
y el alcaide ya ostenta en sus manos
la seña, de la vil opresión.

(El alcaide los encierra en los calabozos y se va por la escalera.)



Escena V

M. LOYZEROLE, SU HIJO.

Entran por la puerta del fondo acompañados del hijo del alcaide, que los deja en la sala y se va por una galería

     EDUARDO.- Yo ya no podía más... ¡Cómo estará Matilde!... Y luego aguardar tanto tiempo después de haber comparecido ante aquel indigno tribunal... ¿Qué tenéis, padre mío?

     M. LOYZEROLE.- Nada, hijo...

     EDUARDO.- No, me engañáis... Os estoy leyendo en el semblante lo que está asando en vuestra alma...

     M. LOYZEROLE.- ¿No es natural que esté triste después de haber pasado unas horas tan crueles?...

     EDUARDO.- Sí; pero estáis haciendo esfuerzos para contener las lágrimas; y eso me aflige aún más...

     M. LOYZEROLE.- ¡Hijo mío!... (Le abraza.)

     EDUARDO.- Así... Así desahogaréis vuestra pena. ¿Dónde mejor que en los brazos de un hijo?... Pero yo no sé por qué os afligís de esa manera... No hay motivo para tanto. Aún no sabemos la sentencia; y por inicuos que sean...

     M. LOYZEROLE.- Tú no los conoces como yo; eres joven, confiado y juzgas a los demás por tu corazón... Esos malvados son capaces de todo... Y si te sucediera a ti una desgracia... ¡No, Dios mío, no!... ¡Mil veces morir antes!...

     EDUARDO.- Pero ¿por qué os atormentáis imaginando lo peor?

     M. LOYZEROLE.- Temblando estaba cuando te hacían aquellas preguntas tan capciosas, tan pérfidas... Quería hacerte señas; pero tú ni siquiera atendías... A cada palabra que pronunciabas se me helaba la sangre en las venas, temiendo que te comprometieses... ¡Y quién sabe!...

     EDUARDO.- Pero ¿cómo conservar la tranquilidad al ver aquellos jueces, los jurados, más viles que ellos, y convertido el tribunal en una caverna de asesinos?... Harto me reprimí: cien veces contuve las palabras que se iban a escapar de mis labios... Y si no os hubiese tenido delante..., si no hubiese pensado en Matilde..., la vida hubiera dado por darles el nombre que merecen...

     M. LOYZEROLE.- ¿Y qué habrías conseguido con eso? ¡Quizá les has dicho demasiado!...

     EDUARDO.- No lo temáis, no; el mismo cariño que me tenéis os abulta el peligro, pero yo estoy cierto de no haberme excedido... ¿No me veis tan sereno?... ¡Lo único que me aflige es el pensar lo que habrá padecido Matilde!... No la apartaba un instante de mi memoria... Me estaba deshaciendo, ¡y cada hora que pasaba me parecía un siglo! ¡Cuánto habrá padecido la infeliz en tantas horas de incertidumbre!... ¡Y qué noche tan terrible le espera sin saber siquiera de mí!...

     M. LOYZEROLE.- ¿Y qué remedio, hijo mío?

     EDUARDO.- ¡Yo conozco su ternura, sé el amor que me tiene y el estado en que la dejé!... ¡Capaz es de que la cueste el juicio sí se la deja abandonada a su imaginación... Si pudiera siquiera avisarla...

     M. LOYZEROLE.- ¿Cómo?...

     EDUARDO.- ¡Si le escribiera dos renglones no más... para que supiera que vivo, que no tiene nada que temer, que me verá mañana!...

     M. LOYZEROLE.- ¿Estás en ti, hijo mío? Olvidas dónde te hallas y la situación en que te encuentras.

     EDUARDO.- No lo creáis... No es tan difícil... El hijo del alcaide tiene muy buen corazón; lo disimula por evitar las reconvenciones de su padre; pero yo le he visto más de una vez compadecerse de los desgraciados y aliviar los rigores de la prisión... Es joven como yo, recién casado, ama con ternura a su mujer... ¡Quién sabe! Tal vez comprenderá mi situación y querrá proporcionarme ese consuelo...

     M. LOYZEROLE.- ¡Qué ilusiones te formas, hijo mío!... Siempre el mismo carácter: juzgar por ti a los demás...

     EDUARDO.- Pero ¿qué aventuro en proponérselo?... ¿El llevar una carta a Matilde es acaso un crimen de Estado?... Yo estoy cierto de que está despierta; que aguarda algún aviso mío; que está consolando a su buen padre o rogando a Dios por nosotros... ¡Qué placer va a sentir en su alma cuando vea mi letra!...



Escena VI

Dichos. EL HIJO DEL ALCAIDE

Este se queda alguna distancia; trae un llavero en la mano

     EDUARDO.- Ahí viene... Voy a probar fortuna...

     HIJO.- Ya es la hora... Y si no lo lleváis a mal...

     M. LOYZEROLE.- Nada de eso...

     HIJO.- Así como así, falta muy poco de noche, y son ahora tan cortas...

     M. LOYZEROLE.- No es poca fortuna para los pobres encarcelados; eternas parecen las horas cuando no se tiene siquiera el consuelo de ver la luz del sol... Vamos a descansar un poco, y Dios nos conceda ver más tranquilos el día de mañana.



Escena VII

M. DE LOYZEROLE entra en uno de los calabozos; EDUARDO se queda detrás, detiene al hijo del ALCAIDE y se pone a hablar con él, después de observar que están solos.

     EDUARDO.- Un favor tenía que pedirte contando con tu buen corazón... ¿No es verdad que no me lo negarás?

     HIJO.- Según y conforme.

     EDUARDO.- Es una cosa muy pequeña para ti, y a mí me das la vida...

     HIJO.- Pero explícate...

     EDUARDO.- Dime antes que sí...

     HIJO.- Como pueda, lo haré.

     EDUARDO.- Tú sabes lo que amo a esta joven...

     HIJO.- Bien...

     EDUARDO.- Va a ser mi esposa... La amo más que a mi vida...

     HIJO.- Bien...

     EDUARDO.- La he dejado pena al verme ir hoy al tribunal; se hallará en la mayor angustia... Temerá tal vez que me hayan condenado...

     HIJO.- ¿Y qué quieres?..

     EDUARDO.- Una carta... Dos renglones no más... Irá abierta y podrás leerla... No más que decirle que vivo, que estoy aquí, a pocos pasos de distancia... ¿Por qué dudas?... ¡Me haces el mayor favor que pudieras hacerme en la vida!...

     HIJO.- ¿La tienes escrita?...

     EDUARDO.- Al momento la escribiré... ¿Con qué podré pagarte esta fineza?...

     HIJO.- Con nada...

     EDUARDO.- Yo estaba seguro; cuando se ama como tú amas a tu mujer... No vuelvas el rostro... ¿Qué mayor gloria en el mundo que tener un alma sensible?...

     HIJO.- Vamos... Pronto...

     EDUARDO.- Voy al instante... Pero se me ocurre... Si no te enfadaras...

     HIJO.- ¿Todavía más?...

     EDUARDO.- Ya que haces el favor, ¿por qué no lo haces completo?...

     HIJO.- ¿Qué quieres decir con eso?

     EDUARDO.- No me atrevo...

     HIJO.- Despacha...

     EDUARDO.- Si quisieras que yo le llevara...

     HIJO.- ¿Estás loco?... Ya no hago nada; eso es abusar...

     EDUARDO.- Tienes razón... Perdóname; pero si tú vieras lo que está padeciendo mi corazón... Si supieras lo que la adoro... En vez de enfadarte me tendrías compasión.

     HIJO.- (Aparte.) ¡Pobrecillo!... Las lágrimas se le han saltado... (Recio.) No me he enfadado, no; pero como pides una cosa imposible...

     EDUARDO.- ¿Y por qué? Nada más fácil... Tu padre estará ya durmiendo, y tiene toda su confianza en ti... Tú haces la requisa de medianoche; y basta que el encerrarme ahora dejes la puerta en falso...

     HIJO.- ¡No faltaba más!...

    EDUARDO.- ¿Creéis por ventura que trato de escaparme?... Aun cuando hallara todas las puertas abiertas de par en par... Tengo aquí dos pedazos de mi corazón... En cuanto no se sienta ruido sigo en silencio, la escalera está a mano, llego a la puerta del calabozo... y por los hierros le arrojo la carta... Me basta que sepa que soy yo... Decirle callando, muy callandito... Ni la tierra lo sentirá...

     HIJO.- Tú todo lo hallas fácil... ¡como no aventuras nada!...

     EDUARDO.- Supón que se tratara de tú mujer..., que supieras que estaba triste, desconsolada..., temiendo no volver a verte; y tú mismo tal vez en vísperas de salir al suplicio, ¡cuánto no agradecerías que te concedieran un favor semejante!...

     HIJO.- La verdad... Yo quisiera darte ese gusto..., pero...

     EDUARDO.- No vaciles; sigue el impulso de tu corazón, que es la mejor guía...

     HIJO.- Yo no sé en lo que consiste..., pero siempre acabas en hacer de mí lo que quieres...

     EDUARDO.- ¡Cuánto te lo agradezco!... Estaba ahogándome de pena y me vuelves la vida... (Le coge la mano y la estrecha con la suya.)

     HIJO.- ¿Qué haces?... Ya que están todos recogidos no hay que perder tiempo...

     EDUARDO.- Voy volando... (Entra en su calabozo; el hijo del alcaide hace ademán de cerrar la puerta, pero la toca para cerciorarse de que no lo está.)



Escena VIII

EL HIJO DEL CARCELERO.

Ya mirando por las rejillas de las puertas de los calabozos, y luego se sienta en un banco.

     EL HIJO DEL CARCELERO.- Alberto... Alberto... Tú no naciste para este oficio... Un día y otro día, no ver más que lástimas, sin poder aliviarlas ni manifestar siquiera que se sienten... Mi pobre mujer tiene razón... Más vale ganar un pedazo de pan regado con el sudor de la frente, que no con las lágrimas de los desgraciados... Y si Dios nos concede un hijo, entonces... ya se lo he ofrecido: no quiero que se críe aquí, sino en medio de los campos, y nosotros con él... ¡Qué felicidad!... ¡Ea!... Fuera pereza... y vamos a concluir la requisa. (Coge un farol que habrá sobre una de las mesas y se va por una de las galerías. En el fondo del teatro se ve sólo una luz y queda casi a oscuras.)



Escena IX

EDUARDO solo.

Abre con tiento la puerta, saca la cabeza y observa.

     EDUARDO.- Todo está en el mayor silencio. No hay que perder la ocasión..., pero no sé lo que me pasa... que no acierto a mover un pie. No parece sino que voy a cometer un delito o que me amenaza alguna desgracia... Voy a ver a Matilde, a decirla aquí estoy, y te amo más que a mi corazón... ¡Qué sorpresa va a tener y cómo me lo agradecerá!... (Sube por la escalera.)



Escena X

COMISARIO DEL TRIBUNAL, ALCAIDE y su HIJO.

Abrese la puerta del fondo y entran delante el ALCAIDE y su hijo, con un farol cada uno, precediendo al COMISARIO DEL TRIBUNAL, que trae un pliego en la mano y viene seguido de otros subalternos del mismo

     COMISARIO.- (Al hijo del alcaide.) Reúne en la sala del Rastrillo a los condenados a muerte. (Vase el hijo del alcaide.)



Escena XI

Dichos, menos EL HIJO DEL ALCAIDE.

     COMISARIO.- ¿Cuántos de ellos hay en esta cuadra?

     ALCAIDE.- ¿Aquí?... No lo sé...

     COMISARIO.- ¿Estás dormido o borracho?

     ALCAIDE.- Me había quedado un poco vencido..., y como es más temprano que otras veces...

     COMISARIO.- Basta. ¿Cuántos de lista hay en esta cuadra?

     ALCALDE.- (Lee en voz baja.) Fontenay... Duval... Laroche... (En voz alta.) Sólo uno... Eduardo de Loyzerole...

     COMISARIO.- ¿Dónde está?

     ALCAIDE.- En ese calabozo...

     COMISARIO.- ¡Abre, Eduardo de Loyzerole!... (Silencio.) (Más recio.) ¡Eduardo de Loyzerole!



Escena XII

Dichos, M. LOYZEROLE. Sale aceleradamente

     M. LOYZEROLE.- ¡No gritéis!... Aquí está...

     COMISARIO.- Eduardo de Loyzerole, el Tribunal revolucionario te ha conde nado a muerte...

     M. LOYZEROLE.- ¡Dios mío de mi vida!...

     COMISARIO.- ¡Y en cuanto amanezca se ejecutará la sentencia!... Vamos a notificarla a los demás. (Se retira con el alcaide y algunos subalternos; quedan otros en el fondo del teatro.)



Escena XIII

M. LOYZEROLE.

     M. LOYZEROLE.- ¡Dios mío, no me desamparéis en este momento!... Dadme fortaleza para hacer este sacrificio... Voy a morir por mi hijo..., por el hijo que tú me diste, que tú has bendecido... Voy a unirme a su virtuosa madre y a rogar por él en tu presencia... Si alguien me viera así... y creyera que temía a la muerte, ¡qué vergüenza!... (Se enjuga las lágrimas.) Voy a escribirle dos palabras no más... Aquí... en el libro de memorias..., donde está el retrato de su madre que llevaba siempre sobre mi corazón... (Escribe con un lapicero.) «¡Hijo de mis entrañas!... Dos veces te he dado la vida..., consérvala, hijo mío... Yo te lo ruego con todas las veras de mi alma... y pide a Dios por tu infeliz padre!» (Besa el retrato, que vuelve a poner el libro.) Basta, basta... Si viniera mi hijo... Si supiera que iba a morir por él... No... No... Me parece que suena ruido... (A los guardas.) Llevadla, pronto... Pronto... (Mirando a la escalera.) ¡Adiós, hasta la eternidad!...



Escena XIV

M. LOYZEROLE Y EL HIJO DEL ALCALDE.

     HIJO.- ¡Vos también!

     M. LOYZEROLE.- Sí... También... esta memoria a mi hijo... Pero no se la des hasta mañana, ¡y dile que en este momento le he echado mi bendición...

     HIJO.- ¡Pobre anciano!... ¡Y qué pena tan grande va a tener su hijo!...



Escena XV

EDUARDO, EL HIJO DEL ALCAIDE

EDUARDO se asoma a lo alto de la escalera

     EDUARDO.- ¿Eras tú? Sentí ruido en la sala... y no me atreví a bajar, temiendo que fuesen otros... ¿Ves cómo ha salido bien? ¡Cuánto te agradezco esta fineza!... Pero ¿qué tienes que me miras así? (Vuelve la cara hacia el cala. bozo.) ¿Quién ha abierto la puerta?... (Corre allá, entra y vuelve a salir desatentado.) ¡Mi padre!... ¡Mi padre!... ¿Dónde está mi padre?... ¡Responde!... ¡Padre mío de mi alma!... ¿Dónde estás? (Coge la lista, que está en una mesa, la lee para sí con la mayor agitación, se le cae de las manos y permanece inmóvil. En esto se oye estrépito hacia el fondo del teatro y se oye gritar: «¡Viva la República!... ¡Viva!...» Pasan por detrás de la verja el comisario del Tribunal, y en un grupo, M. Loyzerole, con otros presos y los agentes de dicho Tribunal; algunos llevan hachas encendidas. Eduardo, al oír el ruido, dirige hacia allá, y al aproximarse al a reja retrocede y cae sin sentido.)

     EDUARDO.- ¡Jesús mil veces!...

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