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ArribaAbajoActo segundo

 

Estrado de DOÑA CLARA.

 

Escena primera

CLARA:   Un sueño se me antojan los recuerdos de esta noche fatal, una espantosa pesadilla. ¿De dónde pudo salir aquella diabólica aparición? A nadie se encontró después... Un embozado de siniestra figura que llamaba por su nombre a Figueroa y se recreaba en su despecho. Quizá algún enemigo suyo; don Pedro debe presumirlo. ¡Pero tal vez dudará de mí! Si llegara a sospechar de la lealtad de su Clara, ¡Dios mío...!  (Pausa.)  Podría ser que Mendoza... la sequedad con que se vio tratado por mí en el paseo de ayer... hoy no he salido temiendo encontrarle. Pero es imposible. ¿Cómo en un día pudo conocer a don Pedro, sorprender un secreto como el nuestro y averiguar la hora, el sitio...? Otáñez no se separó de mí un instante. Otáñez es fiel además... ¡Maldito embozado! ¡Visión infernal! Alguien viene, que han franqueado la puerta de la primera sala.  (Mirando a la puerta.)  Mi primo don Álvaro. Procuraré probar mi sospecha. Me repugna cada vez más este hombre.



Escena II

 

CLARA, DON ÁLVARO.

 

MENDOZA:   Hermosa primita, buenos días.

CLARA:   Bienvenido, don Álvaro.

MENDOZA:   Madrugué por veros en los jardines, pero estaban, como faltabais vos, muy tristes esta mañana.

CLARA:   Pecáis de sobrado lisonjero.

MENDOZA:  No tal, Clara, no, por vida mía; por el contrario, a fuer de soldado suelo perder lo cortés por seguir la franqueza de mis sentimientos. Y contigo no sería por cierto...

CLARA:   Podéis sentaros, si gustáis.

MENDOZA:   Lo haré por obedeceros.  (Aparte.)  Tan adusta como siempre; si habrá llegado a presumir...

CLARA:   Decías, señor don Álvaro...

MENDOZA:  Decía, prima, que me pesa del desvío con que me tratas. Otra es la intimidad que se debe al deudo, si es que no medían ofensas o enemistades.

CLARA:   Perdonad, don Álvaro: yo os estimo como debo; pero mi genio, mi edad, mi falta de mundo, me impiden, a pesar mío, esa intimidad que yo no quisiera negaros... No sé por qué tengo reparo en... El tiempo, sin duda, y la frecuente correspondencia podrán...

MENDOZA:   Lo entiendo. Me contento con saber que no te es molesta mi presencia.

CLARA:   Jamás podría serlo.

MENDOZA:   (Aparte.)  ¡Los ojos son divinos!  (Alto.)  ¿Y podré yo saber si alguna incomodidad te ha privado de salir a dar vergüenza a las flores y alegría a la luz de la mañana?

CLARA:   La noche ha sido inquieta para mí. No he podido gozar del sueño, y cuando descansaba en las primeras horas de la madrugada, la casa se puso toda en movimiento; yo me sobresalté mucho con las voces y el ruido. Era una pendencia en la calle: decían que habían muerto a un hombre, y esta idea no me dejó ya sosegar.

MENDOZA:   ¿Y efectivamente hubo una muerte?

CLARA:   No hemos podido saberlo.  (Conmovida.)  Nuestro tío el conde saltó de la cama y ordenó que los criados acudiesen al lance, pero volvieron sin haber encontrado a nadie, ni saber nada.

MENDOZA:   ¡Vamos, más vale así! Sería algún encuentro de amartelados noveles. De esos que viven del escándalo buscando reputación de valientes. De todos modos, yo tengo la culpa de tu mala noche, porque en vez de recogerme temprano debí pasear la calle y guardar el sueño de mi hermosa prometida. ¿No es verdad, Clara?  (Aparte.)  Tentemos el vado, porque al fin hay que pasarlo.

CLARA:   Os doy mil gracias; sois demasiado galán.

MENDOZA:   Lo conozco; he andado muy grosero en el primer día de mi fortuna: no debía esperar tu licencia para cumplir con el deber de gentil enamorado. Créeme, la primer serenata es para una doncella un tesoro de ensueños y de ilusiones.

CLARA:   ¿Acostumbráis a ese lenguaje con todas las mujeres, primo don Álvaro?

MENDOZA:   Tú debes saber la respuesta. Este lenguaje lo empleo con todas las que tienen tu belleza. Con las que tienen el fuego de tus ojos, Clara, con las que como tú se insinúan en el alma; pero desgraciadamente son muy pocas...

CLARA:   No deben ser pocas las de vuestro gusto, según creo. Lo que es en Flandes habréis dejado memoria entre las damas, como dicen que la dejáis entre los hombres de guerra.

MENDOZA:   Me favorecéis, prima mía, más de lo que yo merezco; pero es lo cierto que no sé qué instinto de felicidad me ha hecho guardar a toda costa la independencia de mi corazón, y ahora puedo rendirlo con orgullo a la mujer que adoro.

CLARA:   ¿Conque adoráis realmente? No podía ser de otra manera.

MENDOZA:   ¡Hace poco tiempo, hermosa mía!

CLARA:   Os entusiasmáis demasiado.

MENDOZA:   (Aparte.)  Esta muchacha no ha oído en su vida a ningún hombre de mi temple. Lástima tengo al bueno del hidalguillo.  (Alto.)  Muy discreta eres, pero ya es excusado tanto detenimiento. Sabes el objeto de mi vuelta del ejército, conoces, además, el estado de mi alma, tus ojos se han encontrado con los míos; ¿qué resta, pues?

CLARA:   Ignoro lo que queréis decirme.

MENDOZA:   El conde, nuestro tío, te habló ayer de mi felicidad.

CLARA:   (Aparte.)  ¡Qué martirio!  (Alto.)  Mi tutor se complace a menudo en ocasionarme situaciones difíciles para mis pocos años. No creo que pretendiese dar valor a sus palabras; nada me había advertido de vuestra venida. Además, señor don Álvaro, que probablemente no estará en mi mano la felicidad que buscáis

MENDOZA:   (Aparte.)  Su turbación va en aumento.  (Alto.)  Te comprendo; tienes derecho a que mi adoración sea más explícita; tanto mejor, con eso gozaré más en declarártela.

CLARA:   (Aparte.)  ¡Si yo pudiera disuadirle!

MENDOZA:   Pues bien, Clara, yo no he hablado a ninguna mujer de amor en toda mi vida. Pero el tuyo me enciende, me abrasa...

CLARA:   Teneos, don Álvaro; yo soy joven aún, y no sabría amaros, ni apreciar lo que valéis. Vuestro lucimiento en el mundo y vuestra bizarría os suelen poner alas para alcanzar a una de las primeras damas de la corte. Ni yo llegaría nunca a creer en vuestro amor.

MENDOZA:   Otra respuesta es la que debo esperar de ti, Clara. Si tus años son pocos, es tan grande tu hermosura que no es posible sino que en medio de tu recogimiento tengas algún empeño amoroso.

CLARA:   No me sonrojéis, capitán. No sé por qué creáis de mí...

MENDOZA:   ¡Oh, es bien disculpable lo que yo creo! ¡Qué disculpable!, es absolutamente preciso. Lo único que yo deseo es que medites un poco sobre lo que tú mereces y la vehemencia con que yo te amo. Si por acaso alguna intriga insignificante y pueril preocupa tu corazón, debo esperar que no se opondrá a nuestro enlace futuro.

CLARA:   Pero...

MENDOZA:   Perdona mi llaneza Clara. No sé fingir. Voy a dejarte en libertad para que reflexiones y decidas de mi suerte. El conde te hablará más despacio. Ya conoces la finura de mi cariño. Adiós, hermosa Clara.

CLARA:   El cielo os guarde, capitán.

MENDOZA:   (Aparte.)  Hasta mi amor propio está interesado en echar ese hidalgo a paseo.  (Hace reverencia y vase.) 



Escena III

CLARA:   ¡Qué tormento tan insoportable! Era imposible resolverme a un desprecio: todo debía temerlo de su altivez irritada. Tal vez en un momento favorable declarándole el empeño de mi alma, desistiría. ¿Quién sabe? Un soldado suele ser generoso... El no debió ser el embozado de anoche... Sin embargo, sus últimas palabras... El tiempo es precioso; voy a informarme de Figueroa; que me vea, que dirijamos juntos el rumbo de nuestros amores.  (Vase a sus habitaciones.) 



Escena IV

 

EL CONDE PIEDRAHITA, EL PADRE RAFAEL.

 

CONDE:   Os he rogado que me acompañéis para que con vuestra presencia y consejo dierais autoridad a la entrevista.

PADRE RAFAEL:  No me habéis dicho de qué se trata, señor conde.

CONDE:   Tenéis razón. ¡Qué cabeza la mía! Ayer asististeis a la presentación que hice de mi sobrino el capitán don Álvaro de Mendoza en el parque de palacio, y recordaréis que dije tenerle destinado para esposo de mi prima Clara, mi pupila.

PADRE RAFAEL:   Y tanto como me acuerdo. Pero ya sabéis también lo que algunas veces os he dicho. Clarita no ha nacido para el mundo.

CONDE:   Ésa es otra cosa que no podemos asegurar todavía. Ahora se trata de hablarla formalmente sobre el casamiento que conviene a su cuna y a su juventud. Esto es un deber que me incumbe por la tutela que ejerzo y por el lustre de la familia.

PADRE RAFAEL:  Enhorabuena, señor conde; en todas las condiciones de la vida se puede servir a Dios y abrazar la cruz. Espero, sin embargo, que respetaréis su vocación, si es como creo verdadera.

CONDE:   Conozco perfectamente lo que la conviene, y deseo su bien; ¿qué sabe ella? Estoy seguro de que hará mucho caso de mi experiencia y no tratará de replicarme, sino de cumplir con su deber como hija obediente. En otro caso no me faltarán conventos donde recluirla.

PADRE RAFAEL:   Podemos verla, si os parece.

CONDE:   Voy a llamarla.  (Toca una campanilla de mano.) 



Escena V

 

Una DONCELLA aparece. Dichos.

 

DONCELLA:  Señor...

CONDE:  ¡Hola! Avisad a doña Clara, que su tío la espera. (La doncella, con una reverencia, se retira.) 

PADRE RAFAEL:  Considerad, señor conde, que se trata de decidir toda la vida, y quizá de la salvación de una criatura.

CONDE:   Padre Rafael, sois un varón ejemplar; mas perdonadme si os digo que no comprendéis a las mujeres. No, sino dejadlas correr tras de sus gustos y veréis cómo se meten en trescientos berenjenales.



Escena VI

 

El CONDE, PADRE RAFAEL, CLARA.

 

CLARA:   (Entrando.)  Tío y señor, buenos días. Vengo a saber lo que tenéis que mandar a vuestra pupila.  (Aparte.)  Estoy temblando.

CONDE:   Saludad al padre Rafael, que me acompaña.

CLARA:   (Al padre.)  Vuestra reverencia me dé a besar su mano.  (Besa la mano.) 

CONDE:   Con su licencia.  (Tomando asiento e invitando.)  Doña Clara.  (Síéntase.)  ¿Estáis descolorida?

CLARA:   (Turbada.)  No sé..., conde.

CONDE:   (Con intención.)  Vamos, querida mía; yo sí lo sé y vengo a explicártelo.

CLARA:   (Aparte.)  Si habrá llegado a su noticia...

CONDE:   ¿Has vuelto a ver a don Álvaro?

CLARA:   (Más inquieta.)  Vino a visitarme esta mañana.

CONDE:  ¡Bien! Parece que el mozo no se descuida. Me alegro; con eso me ayuda a andar mi camino. ¿Y qué os parece, doña Clara? ¿Qué pensáis de vuestro primo?

CLARA:   Yo...  (Aparte.)  ¡No puedo reprimirme por más tiempo!

CONDE:   ¡Eh! No acabaríamos nunca si esperase su respuesta. Escrúpulos... Melindres... Nimiedades. ¡Ea!, vengo a que señales el día de tu desposorio, y si andas con reparos en esto, yo mismo lo fijaré.  (Quizá más a tu gusto.)  El rey será padrino de la boda, por honrarnos; todo lo tengo dispuesto. Tendremos unos días alegres, y al lado de un caballero amante, noble y esforzado como tu primo, jamás podrás tener queja de la fortuna. ¿Qué tal, inocente? ¿Ves cómo yo adivino tus pensamientos?

CLARA:   Pero, señor, yo sentiría disgustaros con mis palabras.

CONDE:   Cómo, cómo, ¿qué es eso de palabras?, ¿a qué os hacéis de rogar sobre el logro de vuestros deseos?  (Aparte.)  ¡Cada día más vergonzosa! ¡Pobrecilla! Un retrato de su madre en un todo.

PADRE RAFAEL:   (A CLARA.)  Podéis hablar con libertad, marquesa; consultad vuestro pecho, Y cuidado con engañaros a vos misma, que os ocupáis del lance más serio de la vida. Vais a pronunciar vuestra sentencia, y si al cumplirla la halláis áspera o insoportable, entonces no os quedará recurso humano, y vos sola tendréis la culpa de las miserias que os sobrevengan.

CONDE:  No me he atrevido a interrumpiros, padre Rafael; sin embargo, quisiera rogaros con un minuto de silencio hasta que mi Clara se explique.  (Al PADRE.)  ¡Qué diantre! La vais a sobrecoger con vuestros sermones. Aunque no hubiera venido el buen religioso... A nadie se le ocurre...  (A CLARA.)  ¿Qué ibas a decirnos, hija mía? Tranquilízate, no tengas reparo.

CLARA:   Tío y señor: venís a proponerme mis bodas con don Álvaro. Yo soy muy joven; no me atrevo aún a pronunciar mi elección; ahora no me siento con fuerzas para abrazar el matrimonio. Esto no es desobedecer, sino conocer que sería muy desgraciada si en este momento..., con mis pocos años, tuviera que separarme de vos... Y...

CONDE:   ¿Eso dices, Clarita? ¿Hablas de veras?  (Al PADRE.)  Ahí tenéis lo que son las contemplaciones.  (A CLARA.) Cuidado, Clara, con que sea otro el motivo de tu repugnancia. Cuidado con que yo sepa que abrigas en tu corazón ideas indignas de la clase a que perteneces. Mira, niña, que has de tener con el conde un inflexible enemigo de tus bajos pensamientos.

CLARA:   (Aparte.)  ¡Es imposible que yo le descubra mi corazón!  (Se aflige.)  Pero quiero salir de una vez de esta agonía.

PADRE RAFAEL:  No hay por qué afligirse, señora; tenéis tiempo para reflexionar. Yo os prometo mis auxilios.  (Aparte.)  Sería un cargo de conciencia el violentarla al matrimonio.

CLARA:   No os irritéis, señor conde, contra mí. Soy una infeliz huérfana. Estoy bajo vuestra tutela, cuento con vuestra bondad y con el cariño que desde pequeña me habéis mostrado. Vos no debéis formar un empeño en que yo acepte la mano del capitán Mendoza, mi primo; no lo habréis formado, sin duda. Pues bien; yo os aseguro que no soy culpable, que me creo digna de mi nobleza y de la vuestra, que jamás por mí se verán mezclados nuestros blasones.

CONDE:   Lo demás sería un crimen abominable que nunca obtendría mi perdón.

CLARA:   Pero, señor, yo no podré jamás enlazarme con el hombre que me proponéis, No sé, pero siento una oposición invencible a ese enlace. Conozco las prendas que brillan en don Álvaro, y como pariente suya me complazco en estimarlas; ¿pero qué queréis que yo haga con este horror secreto que en vano intento sofocar?

CONDE:   ¡Que esto escuche de ti, desagradecida, ingrata, sin descargar el peso de mi justo enojo!

PADRE RAFAEL:  Señor conde, que os apasionáis demasiado. Reprimid la cólera: doña Clara es virtuosa y...

CONDE:   (Bruscamente.)  ¡Dejadme en paz!  (A CLARA.)  ¿Acaso ignoras, temeraria niña que la mano del esposo que te ofrezco honraría a la doncella más ilustre de España, y aun de fuera de España? ¿Sabes tú por ventura la extensión del agravio que haces, irreflexiva? Los personales méritos de don Álvaro están a la vista; sus hechos gloriosos andan en lengua de todos, su carácter, su afabilidad, sus modales... No quiero cansarme. Mi palabra está dada; le he ofrecido tu mano; para aceptarla le he hecho venir de Flandes y abandonar sus adelantos; mi palabra se cumple, y tú la cumplirás.

CLARA:   Os ciega la ira señor. No os lastimáis de la situación amarga en que me hallo. Con lágrimas os lo suplico...Compadeceos de mí siquiera por el amor que siempre os tuve. Os he dicho la verdad.

CONDE:   Aparta, aparta: quítate de mi presencia; vete, vete donde yo no te vea, que si no... ¡Por nombre que haga un [castigo] ejemplar contigo!  (Lleva la mano a la daga.) 

PADRE RAFAEL:   Deteneos, señor conde, en nombre del cielo.

CLARA:    (Aparte.) Os obedezco. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

 

(Al retirarse CLARA el Padre la detiene. El CONDE pasea airado.)

 

PADRE RAFAEL:   (A CLARA.)  Debéis llevarlo con resignación. Confiad en mí: yo leo en vuestra alma y conozco vuestros santos designios. La humildad hija mía, asiste siempre a las que aspiran a ser esposas de Jesucristo.

CLARA:   ¡Padre Rafael, mi dolor es muy acerbo!  (Sollozando.)  ¡Dejadme al menos llorar...!

PADRE RAFAEL:  ¡Inocente paloma!  (Aparte.)  Las piedras se enternecerían al mirarla.

CONDE:    (Aparte.)  ¡No lo hubiera creído en mi vida! Una víbora es lo que yo he criado en mi seno.

PADRE RAFAEL:   Ya lo veis, señor.

CONDE:   Si lo veo; gracias a vuestro celo inconsiderado... y al demonio...

PADRE RAFAEL:    (Con solemnidad.)  ¡No blasfeméis!

CONDE:    (A CLARA que está para salir.)  Doña Clara, oye mi última resolución. Por el esmero paternal con que te he criado, quiero dar treguas al desagravio de mi autoridad, hasta mañana tienes de plazo para el arrepentimiento. De todo estás bien informada. Consulta con la soledad y conocerás tu extravío. Adiós.

PADRE RAFAEL:  Adiós, señora: paciencia y abnegación.

CLARA:   (Acompañándolos hasta la puerta.)  El cielo os guarde y me defienda.  (Vanse.) 



Escena VII

 

Doña CLARA, un momento suspensa, después a la puerta de la servidumbre.

 

CLARA:   Un día solo nos resta.  (Llama.)  Otáñez ¡Hola! ¡Pronto! Yo no sé lo que me pasa.



Escena VIII

 

Entra OTÁÑEZ con prisa.

 

OTÁÑEZ:  ¿Qué mandáis, señora?

CLARA:   Sabes tú dónde vive don Pedro, ¿no es cierto? Creo que es muy cerca de aquí. Vas a llevarle ahora mismo una carta. Se la entregarás a él mismo. ¡Cuidado! Espérame aquí, voy a escribirla al instante.  (Vase.) 

OTÁÑEZ:    (Solo, y después MENDOZA que entra sin ser visto.) Está visto, que Dios me hizo para andar siempre en tercerías.

MENDOZA:   He de averiguarlo todo, nadie me ha visto entrar.  (Coge de un brazo a OTÁÑEZ.) 

OTÁÑEZ:  ¡Dios mío! ¡Favor!

MENDOZA:   ¡Silencio o mueres, escoge entre este bolsillo o perder la vida! Tú diste ayer en el Retiro un recado a don Pedro de Figueroa. ¿A dónde vas ahora? Le llevas algún nuevo mensaje sin duda. Tú hablabas de él. Respóndeme de verdad y te premiaré bien; si no... te mato.

OTÁÑEZ:  sois muy ejecutivo... Acepto el bolsillo,  (Aparte.)  Estoy temblando

MENDOZA:   Despáchate pronto que viene.

OTÁÑEZ:    (Aparte.)  No hay sino cantar claro.  (Alto.)  Mi señorita va a salir, yo espero una carta que envía a don Pedro.

MENDOZA:   Está bien; basta, ve y cumple tu comisión; cuidado que digas que me has visto aquí.

OTÁÑEZ:  No hay cuidado.

MENDOZA:   Ella viene. ¡Silencio!  (Vase por la puerta por donde entró.) 

OTÁÑEZ:   ¡Santos cielos! No vuelvo en mí... Pero, en fin, serviré al que más paga; guardemos el bolsillo.



Escena IX

 

OTÁÑEZ, CLARA.

 

CLARA:   Esta es la carta; ve volando y dile que venga al momento, que venga contigo; y hazle entrar sin que nadie le vea, que aquí aguardo. Sí, es menester tomar una resolución. Figueroa es mío y ha de ser mío, aunque todo el mundo se oponga. Sí, es preciso que yo le vea. No hay medio entre ser suya o morir.



Escena X

 

MENDOZA, CLARA.

 

MENDOZA:   Perdonad, doña Clara, si abuso tal vez del privilegio de primo y de novio para volver a verte y entrar hasta aquí sin hacerme anunciar.

CLARA:    (Aparte.) ¡Dios mío! Este hombre es una maldición que ha caído sobre mí.  (Alto.)  Cierto, señor don Álvaro, que a entrar así en la habitación de una dama no creo que haya parentesco, por estrecho que sea, que autorice, y...

MENDOZA:   Y si no fuera, vais a decir, por lo mucho que me estimáis y no tener vos nada que ocultar de mí, os enojaríais sin duda conmigo. Lo sé, doña Clara, y si no hubiera confiado en el aprecio que os debo, los vínculos de sangre que nos ligan no me hubieran dado ánimo por sí solos para penetrar en tan sagrado recinto.

CLARA:   (Aparte.)  ¡Y él va a venir de un momento a otro!  (Sofocada.)  No hay recurso, es forzoso romper de una vez.  (Alto.)  Caballero... Las damas tenemos nuestros secretos, y... es una imprudencia...

MENDOZA:   Vengo tan cansado...  (Con mucha calma.)  Con tu permiso, querida prima.  (Se sienta.)  ¿En tu edad, cuáles pueden ser tus secretos? No hay que enojarse conmigo. Vamos, ni ponerme mala cara por esto. Apuesto a que el escudero que acaba de salir te traerá algún regalo para nuestra boda con que tú querías quizá sorprenderme. ¿No es ese el secreto, Clara?  (Con intención.) 

CLARA:   (Fingiendo una sonrisa.)  Veamos si vale la astucia.  (Alto.)  Sí, pero... ¿Por qué lo habéis acertado? Es verdad, primo mío, yo quería sorprendente. Anda, vete, luego te lo enseñaré, ¿por qué me has de quitar ese gusto?

MENDOZA:    (Aparte.) La niña es una sirena.  (Alto.)  ¡Inocentilla! ¿Y por qué me has de quitar tú el gusto de sorprender tu secreto?

CLARA:    (Aparte.) ¡Pero... cielos, no se va!  (Alto. ) Si no os vais, don Álvaro, me iré yo.

MENDOZA:   Tampoco he de permitir eso; quiero que juntos examinemos el regalo que me tenías preparado y que ha de traer tu escudero.

CLARA:  Señor don Álvaro, soy una niña; pero la sangre que hierve en mi corazón no consiente ultrajes de nadie. Os declaro terminantemente que quiero que os vayáis de aquí, que no quiero que estéis aquí y que no estaréis aquí ni un minuto más. ¿No os vais? ¿Y permanecéis sentado en esa silla sonriéndome y burlándoos de mí porque soy mujer, porque soy débil, porque no tengo más armas que mis lágrimas? Don Álvaro, llamaré a mis criados, contaré a mi tutor que habéis venido a ultrajarme, y os haré echar de aquí como merecéis.

MENDOZA:    (Con calma.) Y yo; doña Clara. Llamaré también a vuestros criados. Llamaré también a vuestro tutor y delante de él y de todo el mundo haré ver que la niña criada en un convento, inocente, sencilla, pura y que no gusta de saraos ni paseos, que se complace en la soledad, que vive entregada a sus devociones y que aún conserva todo el candor y toda la simplicidad de la primera infancia  (Con acritud.)  es una mujer sin honor que se ha entregado a un hombre ilegítimamente.

CLARA:   ¡Mentís!

MENDOZA:   Que ayer le dio en el Retiro una cita, que anoche recibió música de él, y le ofreció darle entrada hasta su aposento mismo, para lo cual don Pedro Figueroa, que así se llama ese hombre, hizo retirar la música. Y en verdad que a no haber sido por un importuno que vino a disipar intempestivamente con su presencia las dulces ilusiones del honrado hidalgo, este templo del secreto, esta habitación respetable de la inocente doña Clara, hubiera contado con un huésped más, mientras ella abusaba del sueño y de la confianza de su tutor.

CLARA:   ¡Basta! Sois un infame. Vos sí que abusáis de que soy mujer; no quiero oíros más tiempo.  (Va a irse y MENDOZA la detiene de un brazo con fuerza.) 

MENDOZA:   No, Clara, tendría aún más que decir si llamárais gente, y tengo que decíroslo todo a vos para evitaros esa vergüenza. No quiero quitaros públicamente la honra ya que vos tan poco habéis mirado por ella en secreto. Ni penséis que me engaña esa cólera que aparentáis y ese deseo de no oírme. Conozco cuál es vuestra intención.

CLARA:   Don Álvaro, por favor, dejadme. ¿Qué queréis exigir de mí?

MENDOZA:   El escudero que acaba de salir de aquí lleva una carta tuya, inocente prima. No temáis, la carta sigue su destino y Figueroa la recibirá y cumplirá con la exactitud que acostumbra la cita que en ella le dais. No, una cosa es que yo averigüe lo que hacéis y otra es que yo estorbe de ninguna manera... La cita se cumplirá y don Pedro Figueroa no debe tardar en venir. Yo también le estoy esperando...

CLARA:   Añadís el sarcasmo al insulto, pero os engañáis mucho si creéis sacar de mí mejor partido de esa manera. Ya que lo sabéis todo, os digo que es cierto que amo a don Pedro de Figueroa, que le amo con todo mi corazón, que él es el alma de mi alma, la vida de mi existencia, que no amaré nunca a nadie sino a él, y que ha de llamarme suya a despecho de todo el mundo. Si me obligáis a decirlo en público lo diré, porque mi amor por él es puro y no me costará vergüenza publicarlo. Esta mañana, cuando me hablasteis, estuve por decíroslo, y a fe que hice mal en no hablaros con claridad. Primo mío, vos no me amáis, yo tampoco a vos, pues hace dos días que nos conocemos, renunciad a vuestras pretensiones conmigo, proteged mi amor, y yo os estimaré y os lo agradeceré toda mi vida, y os deberé mi dicha, mi único bien, mi única felicidad. Sí, os lo suplico de rodillas, renunciad a mí; hay otras en el mundo mil veces más hermosas que yo; ellas os amarán tiernamente, ellas se tendrán por felices enlazando a vuestra suerte la suya. Tened piedad, don Álvaro. Vuestra prima os pide este favor por lo que más amáis en el mundo.

MENDOZA:   Alzaos, doña Clara, del suelo. ¡Vive Dios que estáis loca y que le amáis de veras...! Y a fe que es digno de vuestro linaje entregaros a un hidalguillo de mala muerte.

CLARA:    (Llora.) ¿No os enternecen mis lágrimas?

MENDOZA:   No, Clara; cada lágrima que derraman por ese hombre tus ojos, cae sobre mi corazón y aumenta el mar de cólera. Y aborrezco a ese hombre, y a ti te amo: nunca renunciaré a tu mano. En este mundo todos buscamos nuestro bienestar, nuestra felicidad. La tuya dices que consiste en ese hombre: la mía yo sé de fijo que consiste en ti; te tengo en mi poder, y sería yo muy necio si por hacer a otro dichoso me condenara a ser desgraciado para siempre.

CLARA:   ¡Hombre malvado! Dignas son tus palabras de la perversidad de tu corazón. Tú dices que no quieres renunciar a mí... pues, bien; yo te detesto, abomino de ti y todo lo preferiré a ser tuya. ¿Y para qué necesito yo que tú cedas de tus pretensiones? ¿No soy yo libre? Yo me vengaré de ti, sí, tú me verás en brazos de ese hombre que aborreces y que yo adoro, tú nos verás juntos y dichosos y tu tormento será el del condenado que en el infierno imagina la gloria del paraíso.

MENDOZA:  Pero tú no has pensado que desde aquí hasta ese paraíso de que tú hablas hay un camino que andar. Tú no has pensado en las malezas, en las escabrosidades, en los peligros que hay que vencer. Tú te has olvidado que estoy yo aquí, que don Pedro de Figueroa, el dichoso, va a llegar de un momento a otro y que cuando me vea aquí solo y mano a mano contigo, sospechará de ti, que yo aumentaré sus sospechas con mis palabras, y que si es hombre de honor, te abandonará; porque no querrá ser el esposo de la mujer que entretiene dos galanes a un mismo tiempo. Tú no has pensado...

CLARA:   ¡El me creerá a mí y no hará caso de tus mentiras!

MENDOZA:   Te engañas: la duda quedará eternamente royendo el corazón de ese hombre; y la duda, Clara, basta para que nunca podáis ser dichosos. Ni él dará tampoco su mano a una mujer cuya opinión esté en dudas.

CLARA:   El sabe que yo le amo y nunca podrá dudar de mi fe. Yo le contaré lo que ha sucedido, le haré ver tu infamia, y él no amará menos a su Clara a despecho de todas tus trazas y tus mentiras.

MENDOZA:   Pero don Pedro es hombre y yo llevo una espada que, cuando no crea en mis palabras, le hará no dudar de mis hechos.

CLARA:   ¡Dios mío! ¡Intentáis asesinarle!

MENDOZA:  Siento ruido y es él, sin duda; sosiégate, acércate, Clara. Si no, me acercaré yo a ti y es lo mismo.

 

(Se pone dando la espalda a la puerta delante de ella de modo que parece que la habla amorosamente. CLARA hace un esfuerzo para arrancar de él la mano que la habrá tomado y en este instante entra FIGUEROA.)

 


Escena XI

 

Dichos, DON PEDRO de FIGUEROA.

 

CLARA:   ¡Soltad! ¡Sois un villano!

MENDOZA:   (Afectuoso.)  ¡Ídolo mío!

FIGUEROA:   (Pone mano al puño de la espada.)  ¡Cielos! ¡Qué veo! ¡Es él! ¡Traidor!

MENDOZA:   ¿Quién va?

CLARA:   (Corriendo al lado de DON PEDRO.)  ¡Don Pedro, favorecedme!

MENDOZA:   (Con calma.)  ¿Y de quién os ha de favorecer don Pedro? ¿De mí que os amo, y a quien acabáis de prometer vuestra fe? Pardiez que habéis perdido el juicio, doña Clara. ¿O es acaso por disimular?

FIGUEROA:   (Furioso.)  Mentís, mentís como un mal caballero que sois.

CLARA:   (Acogiéndose a DON PEDRO.)  No le creáis, no le creáis, yo no amo sino a vos. Él es el que me persigue, el que ha jurado mi perdición.

MENDOZA:   Señor don Pedro de Figueroa, refrenad la ira, porque temo que la cólera os va a ahogar. Mi señora, la marquesa, está destinada a ser mi esposa, y en verdad que me extraña ahora su comportamiento. Debéis creer que soy hombre de honor y que si algunos favores hubiera merecido de ella, no habrían sido arrancados con violencia. Además, quisiera saber qué viento os ha traído aquí, y quién os ha dado vela en este entierro, porque ni como deudo ni como amigo de la casa os conozco.

FIGUEROA:   (Refrenándose.)  Señor don Álvaro, tenéis razón. Desearía responderos a las preguntas que me hacéis y para eso, si os parece, podemos ir a continuar la conversación a otra parte.

CLARA:    (Muy agitada, a MENDOZA.)  No, don Álvaro, no, tened compasión de mí; don Pedro, si me amáis, si me creéis...  (Aparte.)  ¡Le va a matar!

MENDOZA:  No temáis, doña Clara. No pienso salir de aquí por ahora y quiero que seáis testigo de esta interesante conversación. Señor don Pedro, para hablar es necedad ir a otra parte y conviene además que doña Clara entienda de lo que tratamos.

FIGUEROA:   Salid, o por Santiago... que es propio de un villano insultar a una mujer de ese modo.

MENDOZA:   ¡Sangre fría, señor don Pedro! Os aseguro que si hubierais corrido los temporales que yo en mi vida, habríais echado más calma. Cuando se está seguro del brazo y de la espada, se deben esperar con sangre fría los sucesos: además, a mí me divierte, os lo confieso, vuestra rabia y la angustia de mi pobre prima, que tanto teme por vos.

FIGUEROA:   Dad gracias a ella, que si no ya os hubiera atravesado aquí mismo.

CLARA:   ¡Dios mío! ¡Mi vista se desvanece, yo necesito aire, no puedo respirar apenas! ¡Favor! ¡Yo muero!  (Cae desmayada en una silla.) 

MENDOZA:    (Va a acercarse FIGUEROA a ella.) Alto allá, don Pedro, bien está así, no tenéis para qué llegaros a ella.  (Deteniéndole.)  Haced cuenta que ésta es la última vez que la veis y que yo os lo prohíbo en adelante.

FIGUEROA:   Salid, salid, que ya no puedo refrenar más tiempo mi ira. ¡Salid, salid!

MENDOZA:   Miradla, miradla otra vez; quiero que la veáis despacio esta vez. ¿No es verdad que está hermosa? Vamos, y despedíos para siempre de ella.

FIGUEROA:   (Con violencia.)  No la habéis de ultrajar otra vez, os juro. Sí, vamos. (Vanse.) 

 

(Cae el telón.)