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ArribaAbajoRazón y suceso de la dramática galdosiana

Gonzalo Sobejano


Buena parte de los reparos que se han hecho a la obra dramática de Galdós podrían condensarse en éste: que el escritor no acertó a desembarazarse de sus hábitos de novelista y compuso, por tanto, dramas novelados, es decir, faltos de la economía sintética propia del drama. Ya en 1893 señalaba Clarín que Galdós, novelista ante todo, había querido escribir para el teatro, y hasta entonces no había hecho más que «llevar a la escena, más o menos cambiadas, ideas novelescas, planes de novela». Y en 1967 una historia del teatro español que, como libro de bolsillo, es de suponer obtenga divulgación, cierra el panorama con unas páginas sobre Galdós dramaturgo, en las que se citan aquellas palabras de Clarín en apoyo de un raciocinio enderezado a mostrar que Galdós renovó, sí, la temática y elevó el nivel del contenido del drama español, pero no supo romper con su escritura de novelista: sus obras escénicas conceden demasiada atención a pormenores y accidentes, demoran la acción en parlamentos no necesarios a su avance y, en suma, ignoran la esencialidad e intensidad constitutivas del género dramático, observando en cambio «la óptica extensiva de la novela».13

Las consideraciones que siguen acerca de la dramática galdosiana no pretenden ser una apología de ella, sino un ensayo de explicación que coordine las razones por las cuales Galdós escribió tales dramas. Creo que no los compuso así por ser él inhábil dramaturgo, sino por un complejo de razones que le llevaron a moldear conscientemente un tipo de obra dramática característico de la época en que el teatro se hallaba en crisis y buscaba la fecundación del género entonces dominante: la novela. Lo que muchos críticos han juzgado incapacidad de Galdós para pasar de la novela al drama por invencibles hábitos de narrador, fue en él deliberado propósito de regenerar el drama por aproximación a la novela, empresa de la cual es parte complementaria la aproximación de ésta a aquél. Desde Grecia al siglo XVIII el drama, con pocas excepciones, se había ajustado a unos principios de cierre y de síntesis: unidad de acción, unidades de lugar y tiempo, unidad de impresión o de idea, escenario como mundo aparte, e incluso en el teatro español, que parece el más abierto, uniformidad de temas (fe, amor, honor y valor) y de fórmulas (las del arte nuevo de Lope de Vega). En los siglos XVIII y XIX el profundo cambio de ideas y estructuras sociales que se verifica, dilata los cauces analíticos de la novela, en los que tan propiamente se logra la aprehensión del mundo por la conciencia, preparando la quiebra de la homogeneidad del drama, y éste, a fines del XIX-, entra en una crisis de la que Galdós tiene clarividente intuición. Como Ibsen, Chejov o Hauptmann, busca Galdós la regeneración del drama por la novela, género más conforme al estado y la problemática de la sociedad burguesa.

Recordar esta posición de Galdós ante la crisis del drama es una de las principales finalidades en lo que sigue. Pero «razón» de la dramática galdosiana no significa aquí el porqué absoluto de un cómo sino más bien este cómo a la luz de sus motivaciones, en el sentido en que se habla de «dar razón» de algo. Y es inevitable que, cuando queremos dar razón de algo, hallemos no una sola razón, sino varias.   —40→   En términos sucintos: Galdós llega al drama movido por una necesidad personal de inmediatez expresiva; orienta su labor como una misión social de adoctrinamiento en la verdad, la libertad, la voluntad y la caridad; y configura sus obras -consciente de la situación histórica del teatro español en tales fechas y de la urgencia de su renovación artística- como obras en las cuales lo esencial del drama (el suceder de un conflicto entre hombres delante del espectador) se establece desde una actitud prospectiva, sobre una temática de trascendencia actual, a través de unos personajes expresamente signados por su historia y su ambiente y dotados de relevante potencia simbólica, en unas estructuras análogas al común proceder de la vida y mediante un lenguaje de variados registros, práctico, funcional, anticonvencional.

Sabido es que Galdós sintió temprana vocación hacia el teatro, y de ello queda irónico testimonio en el Alejandro Miquis de El doctor Centeno, malogrado autor de dramas históricos en verso que nunca se estrenaron. Y es igualmente sabido, pues el propio Galdós lo refirió en sus memorias, cómo ocurrió su bautismo escénico: un actor, Emilio Mario, le indujo a preparar para su compañía, en forma representable, la novela Realidad, que tenía la ventaja de estar ya escrita en forma dialogada. Pero ni aquella vocación juvenil frustrada ni la ocasional incitación de aquel comediante pueden valer como razones decisivas que expliquen la dedicación dramática de Galdós, iniciada en 1892, al borde de sus cincuenta años, y concluida en 1918, dos años antes de morir. Obedece, primero, esa dedicación (así lo creo) a la necesidad de otorgar expresión marcadamente autónoma a ciertas conciencias personales destacadas de las otras por su escisión interna o por su separación singular respecto a la totalidad. Ya en Fortunata y Jacinta surgen algunas de esas conciencias combatidas y combativas, afanosas de encontrar justificación a la existencia en una verdad superior: tal Maximiliano Rubín. En Miau (1888) Galdós sigue adelante en esta persecución del espíritu y la libertad al referir las penalidades de un hombre, el cesante Villaamil, que, en la cárcel de la familia y ante la inabordable fortaleza de la sociedad laboral, se siente aislado, condenado a inactividad. Cuando ese hombre reacciona frente a los injustos y necios su palabra se caldea en el fuego de una tensión conflictiva que opera a nivel dramático, pero el dramatismo al que tiende esta novela se manifiesta sobre todo en los largos y vivos soliloquios que preceden al suicidio. Aquí el alma del protagonista viene presentada por dentro, en sí misma, ante todo lo que no es ella. Puesto ya en este camino, Galdós ejecuta una súbita revolución en su técnica cuando escribe, inmediatamente después de Miau, sus dos obras complementarias La incógnita y Realidad (1889).

En otra ocasión intenté mostrar cómo el acercamiento a un mismo asunto en dos novelas, una escrita en forma epistolar y otra en forma hablada, respondía a la respectiva visión de ese asunto desde dos vértices temáticos distintos: La incógnita es el comentario de un testigo en torno a la superficie de unas personas y unos hechos que preocupan a la opinión pública; Realidad, la presentación directa del fondo de esas personas y la verdad subyacente a esos hechos. El comentario, compuesto de opiniones, descripciones e informes, demandaba la narración; la presentación imponía el estilo directo. Pensaba, y sigo pensando, que la escisión -en sí mismas- de las conciencias de Tomás, Augusta y Federico (protagonistas de Realidad) y su separación entre sí, fue lo que condujo a Galdós a las formas monologales del soliloquio, el aparte y el monodiálogo, y a la forma multiloquial de la conversación, formas todas ellas tan distintas del dualismo trascendente del auténtico diálogo como ávidas de   —41→   él, y pensaba, y sigo pensando, que aquellos estados de conciencia constituyen el verdadero punto de arranque de la novela hablada, género intermedio que sirve a Galdós de puente entre la novela y el drama.14

La primera novela hablada de Galdós es Realidad (1889), la segunda El abuelo (1897) y la última Casandra (1905). Suelen clasificarse entre las «novelas españolas contemporáneas» -grupo al que esas tres pertenecen- La loca de la casa (1893) y La razón de la sinrazón (1915); pero conviene observar que, mientras Galdós subtitula cada una de aquellas tres obras «novela en cinco jornadas», a La loca de la casa la llama «comedia en cuatro actos» y a La razón de la sinrazón «fábula teatral absolutamente inverosímil, en cuatro jornadas», y eso son: una comedia y una fábula inverosímil.15 Por lo demás, en el prólogo a El abuelo da Galdós como único antecedente Realidad, y en el prólogo a Casandra sólo menciona como antecedentes Realidad y El abuelo.

Consideremos por un momento la novela hablada. En ella atestigua el escritor, paladinamente, su necesidad de formas dramáticas, pasando de la elocución conducida o mediata de la novela a la elocución inmediata o directa del drama, en virtud de un fin primordial: producir la impresión de que la realidad profunda de los caracteres reside en las palabras que ellos mismos digan (en sí, para sí, a otro, o entre otros) y no en cuanto pueda transmitir de su historia, de sus hechos y dichos, el autor que los ha escogido del contexto imaginario para infundirles existencia pasajera. Que el deseo de producir esta impresión de autonomía se base en un error o en una verdad, no hace al caso. Lo importante es que el artista haya sentido, en su tránsito del naturalismo al espiritualismo, la necesidad de dejar hablar por sí solas (de producir la impresión de que hablan por sí mismas) a criaturas fictivas especialmente destacadas del entramado colectivo.

Cuando apareció la novela Realidad, la crítica acogió esta forma sin sorpresa ni admiración. Ya a partir de la apetencia romántica por el color local, pero sobre todo con la recomposición naturalista del segmento de vida, el teatro había empezado a adoptar maneras más descriptivas y discursivas que las dominantes desde el Renacimiento, y en Francia se habla planteado la cuestión de «si cabía en el teatro un cuadro más extenso de la vida, en oposición al comprimido y limitado desarrollo de una intriga, más complejidad y análisis en los caracteres, y el designio de realzar la atención del espectador a cuestiones más generales que los conflictos de costumbres o de comunes pasiones».16

Como preludiando el paso de la novela narrada a la novela hablada y de ésta al drama, Galdós había presentado ya en elocución directa, o sea, en lo que corrientemente podemos llamar diálogo inmediato, capítulos enteros de algunas novelas (La desheredada, El doctor Centeno, Tormento, Ángel Guerra), eliminando su voz de autor para acelerar la acción, epilogar un proceso, o dar forma esquemática a escenas habituales que no necesitaban explicaciones. Así estos bocetos de novela dialogada como el ambiente europeo propicio a novelizar el drama y dramatizar la novela deben tenerse en cuenta para comprender que una obra como Realidad, tan dramática por las exigencias íntimas del tema, suscitase pocas sorpresas como ejecución de un nuevo dechado. Sobre Realidad no creyó conveniente Galdós dar aclaración alguna a la hora de aparecer. Pero al frente de El abuelo y de Casandra hizo declaraciones muy elocuentes. En el prólogo a El abuelo se muestra partidario del sistema dialogal aplicado a la novela porque da la forja expedita y concreta de los caracteres, ofrece derechamente la impresión de la verdad espiritual y crea una sensación de inmediatez.   —42→   Refiérese allí al Ricardo III de Shakespeare y a la Celestina («la más grande y bella de las novelas habladas») y, menospreciando las rigideces de toda clasificación genérica, afirma que «en toda novela en que los personajes hablan, late una obra dramática» y que «el Teatro no es más que la condensación y acopladura de todo aquello que en la novela moderna constituye acciones y caracteres». En el prólogo a Casandra, parecidas opiniones: esta obra suya, como Realidad y El abuelo, puede denominarse «novela intensa» o «drama extenso», subgénero literario nacido del cruzamiento incestuoso de dos hermanos, la novela y el teatro. Los tiempos piden a éste que se acerque al procedimiento analítico de la novela (y en ello se advierte el peso alcanzado por una de las categorías predilectas del naturalismo: el desarrollo de la conciencia determinado por el medio) y piden a la novela que se aproxime al procedimiento sintético del teatro (y aquí transparece la importancia adquirida por uno de los elementos cardinales del naciente espiritualismo: la voluntad divergente del individuo y su imaginación creadora). Para Galdós, lejos de ser reprobable el cruzamiento, de él puede surgir «lozana y masculina sucesión» (nótese la terminología teñida de evolucionismo). Y se diría que Galdós marca la meta de perfección de esa híbrida familia cuando propone que se vaya reduciendo el torrente dialogal a lo preciso y ligándolo «con arte nuevo y sutil a las más bellas formas narrativas». Si por formas narrativas entendemos también las «descriptivas», he aquí anunciado lo que no tardaría en llevar a nuevos efectos Valle-Inclán en sus Comedias bárbaras.

A los antecedentes en la producción de Galdós y al clima de atracción mutua entre novela y teatro, hay que añadir el triunfo de dramaturgos europeos a quienes Galdós conocía. Ibsen, que no escribió novelas, había dado a su teatro precisa ambientación, cometido social, sondeo interior, retrospectiva morosidad, valores hasta allí más sólitos en la novela. La tendencia del teatro de la época, así en su vertiente realista como en la simbolista, consistía en dar más relieve a las palabras proferidas alrededor de una acción contemplada, ausente, pretérita o imposible, que a la acción misma como efectuándose entre los personajes y delante del público: recuérdese, como ejemplo máximo, el drama de Chejov Las tres hermanas, cuyo tema, el aburrimiento, jamás había traspuesto su terreno acostumbrado, la novela, para entrar en el escenario. Por su parte, la tendencia de la novela a fin de siglo, aunque parecía opuesta, se encaminaba al mismo resultado: buscaba mesura en el relato y en las descripciones y quería presentar el tema en sus momentos cimeros, rehuyendo la prolijidad de lo denotado por la materia y anhelando la intensidad de lo implicado en el espíritu. Resulta así, a fines del siglo XIX, un proceso triple: la novela tiende al drama, el drama tiende a la novela, y de aquí nace el subgénero novela-drama, esa novela hablada mediante la cual Galdós, por necesidad expresiva, pasa de uno a otro género sin abandonar en adelante ninguno de los dos.

Antes de considerar los dramas, importa convenir en que la novela hablada se le ofreció a Galdós, desde el punto de vista de la condición de sus personajes, como un experimento necesario, y, desde el punto de vista de la evolución literaria en España, como un experimento estimulante por la renovación que suponía. Dispuesto siempre a avanzar, y no meramente a proseguir, Galdós se atrevió a acometer ese experimento. Baroja en La casa de Aizgorri, Valle-Inclán en sus Coloquios románticos y Comedias bárbaras hicieron tentativas afines. Y novelas de Unamuno como Niebla, La tía Tula y Abel Sánchez, por desemejantes que parezcan, son también acciones en diálogo con el relato y la descripción reducidos al mínimo. Por otro lado, existen comedias de Benavente, como Gente conocida y aun La noche del sábado, en   —43→   las cuales apenas se halla otra cosa sino estampas novelescas habladas. Los movimientos expresionistas pondrían fin a esas fluctuaciones entre novela y drama, ansiando devolver al teatro su primitiva fuerza gestual, su elementalidad trágica o grotesca, y Valle-Inclán, Unamuno y Lorca, entre 1910 y 1935, vendrían a ser los regeneradores del drama puro, por los mismos tiempos en que tan encarecidamente se persiguió la poesía pura.

Que la novela hablada de Galdós no tuviera el éxito ni haya tenido la descendencia merecidos, no basta para desecharla como estéril capricho. El haber servido de puente entre la novela y el drama en una época en que importaba corregir los excesos descriptivos de la primera y los excesos de intriga y efectismo del segundo, es ya una función provechosa desde el punto de vista del desarrollo del arte. Pero además la forma en sí no es digna de menosprecio, y probablemente hubiese sido cultivada y perfeccionada después, de no habérsele adelantado, con todas sus ventajas de visualidad y movilidad, la cinematografía.

Recordemos, como ejemplo de novela hablada, El abuelo, cuya acción posee esa calidad tensa que es peculiar del drama: honor frente a amor, bajeza contra nobleza, sed de verdad entre las sombras y los ecos de la caverna de dudas en que el protagonista vive prisionero. Pudiendo reducir tiempo y lugar, Galdós no lo hace. La decisión entre el honor y el amor le exige, al nacer en su mente, tiempo: el abuelo debe ir conociendo, desconociendo y reconociendo a sus nietas, y debe ir entendiendo y sintiendo... con los días. Pero, además, ha de salir de la granja, del monasterio, de la gruta, a los bosques, a los caminos, a los acantilados, porque así como su ceguera se va curando poco a poco a fuerza de engañarse con lo inmediato y descubrir los tamaños verdaderos a distancia, así sus agobios de honra y linaje necesitan la desnudez de la naturaleza, la inmensidad del mar, una visión cósmica o estelar (como la de Maximiliano y la de Orozco) para resolverse en luz, amor y felicidad del corazón. Tiempo y lugar le exigen, pues, progresividad, expansión. En cuanto a las personas del drama, el autor apenas necesita contar ni describir nada de sus personajes principales: el Conde habla y se mueve sin cesar, aparece en las cinco jornadas; las nietas precisamente han de ir describiéndose ellas mismas en su hablar y en su hacer, para que el abuelo vaya identificándolas. Pero con los demás personajes Galdós se comporta de otro modo. Todas las acotaciones extensas, de carácter narrativo y descriptivo, salvo algunas referentes al paisaje, o a acciones subordinadas, versan acerca del modo de ser y del pasado de figuras secundarias. Se diría que el autor siente la imperiosa urgencia de explicar a estos seres cuya voz propia no ruede llegar a ser muy alta ni muy honda. Traza entonces el retrato y acomoda a éste las palabras y los ademanes. El movimiento dramático no le basta para definir a los antiguos colonos enriquecidos y avariciosos, al arrivista vil, al clérigo glotón, al doctorcito de pueblo, a los alcaldes nuevos-ricos, ni siquiera al inefable don Pío Coronado. Necesita decir Galdós, en acotaciones, que el fabricante de pasta, por ejemplo, cuando habla de sí jactanciosamente como de «un hombre de mi pasta», «no se refiere a la de sopa», y necesita condenar al miserable Senén (como creador que no reprime el justo juicio sobre sus engendros) a desaparecer cayendo en «un montón de estiércol». Ofrecer siquiera en abreviatura el carácter y los antecedentes de estas figuras secundarias, evocar la cursilería de los alcaldes por los detalles de su mobiliario, poner enlaces narrativos entre escena y escena principal, apuntar por ejemplo que la vieja Marqueza se parecía a la Sibila de Cumas de Miguel Ángel, y también, por otro lado, sugerir con cuatro palabras la majestad de las rocas y el mar, todo esto es cosa que no quiere   —44→   sacrificar el novelista; no es que no pueda, es que no quiere. Hay que advertir, sin embargo, que la brevedad que él mismo se impone le lleva a indicaciones de una precisión rara vez lograda en sus novelas ordinarias; indicaciones que recuerdan algunas de Valle-Inclán. Estos apuntes paisajistas de la jornada IV (escena XI) parecen del Valle-Inclán de las novelas sobre la guerra carlista o de las comedias bárbaras: «Sube de lo profundo el murmullo hondo y persistente de la mar, dando testarazos en la base del cantil»; «Por entre sus vellones deshilachados se deja ver, a ratos, la luna creciente, despavorida, que con su lividez ilumina el Páramo, y da siniestro relieve a los peñascos esparcidos...»

Cabría decir, pues, que Galdós, no queriendo como novelista prescindir de la descripción y la narración, gana en densidad dentro de estas dos formas, mientras en la técnica dialogal y monologal consigue plenos poderes, voluntariamente comprometido a definir a sus mayores personajes sólo por la energía emotiva y el peso psíquico de las palabras que pronuncian. Cuando el novelador asoma a través de sus acotaciones, el lector se pone con él; cuando deja hablar a sus figuras principales, se interna en el alma de éstas. El lector lee lo primero acompañado, pero asiste a lo segundo dentro de los que hablan. Hay así un acumulado juego de emociones, y quizá se deba a esto, y no sólo a la fuerza de los sentimientos manifestados, el hecho de que El abuelo sea una de las obras de Galdós que provoque más vaivenes afectivos. Bastarían Realidad y El abuelo, dos de las mejores creaciones galdosianas, para que mirásemos su molde común, la novela hablada, como un género, si de efímeras apariciones en la historia española, particularmente afortunado en manos de sus tan distantes y distintos cultores: Fernando de Rojas, Lope de Vega, Galdós, Valle-Inclán.

Explicada así la razón personal de la dramática galdosiana como necesidad de expresión inmediata de las conciencias a partir del monólogo en que su realidad de fondo da la impresión de descubrirse por sí misma, habremos de reconocer en seguida que la razón de más prolongados efectos tuvo que ser social: el afán de Galdós por llegar a la gente le inclinó a pasar del yo solitario del lector de novelas al vosotros colectivo del público de los teatros, persuadido de que, por comparación con la novela, en el teatro «la comunicación entre las ideas del autor y del público, es más directa, y por lo tanto, el resultado es de una energía mayor».17 Capacitado para hablar desde esta tribuna, incrementó su misión reformadora. Ya en sus episodios, en sus novelas de la primera época, y en algunas de sus novelas contemporáneas, había mostrado que no se contentaba con presentar dinámicamente la sociedad en su pasado próximo y en su presente, sino que pretendía influir sobre ella, transformarla, corregir sus deficiencias y orientarla al futuro. Pero esta actitud misionera se intensifica en los dramas, al contacto con la colectividad reunida, y de ahí que su labor para la escena vaya modulando tesis tan señaladamente docentes que a veces obligan a admitir otro de los reparos que con más frecuencia alega la crítica: la simplificación simbólica de ciertos planteamientos.

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No es fácil ordenar las obras dramáticas de Galdós, pero siendo éstas, obras de apostolado principalmente, lo oportuno parece descubrir en su conjunto las direcciones intencionales y los temas constantes. Según esto, podrían discernirse dos grandes categorías: dramas de la separación, en los que el desenlace separa a los portadores del conflicto, ya sean éstos personas o actitudes; y dramas de la conciliación, en los que   —45→   el desenlace concilia, de hecho o en esperanza, a los representantes del conflicto o de la diferencia.

Dentro de la primera categoría -dramas de la separación- encontramos dos temas: el descubrimiento de la verdad profunda frente a los engaños de la opinión, a fin de alcanzar una purificación (así en Un joven de provecho, Realidad, La de San Quintín, Los condenados, El abuelo y Bárbara, seis obras), y la preservación de la libertad de acción frente a los abusos de la intolerancia, a fin de asegurar la posibilidad de obrar útilmente (así en Doña Perfecta, La fiera, Electra, Mariucha, Zaragoza, Casandra y Antón Caballero, siete obras dramáticas).

Dentro de la segunda categoría -dramas de la conciliación- hallamos otros dos temas: la proyección de la voluntad o poder material en consonancia con el espíritu, a fin de ennoblecer el impulso (así en La loca de la casa, Gerona, Voluntad, Alma y vida y Amor y ciencia, cinco obras), y el ejercicio de la caridad en armonía con la justicia, a fin de lograr una edificación (así en Pedro Minio, Celia en los infiernos, Alceste, Sor Simona, El tacaño Salomón y Santa Juana de Castilla, seis obras dramáticas).

En este cuadro quedan abarcadas las 24 obras escritas por Galdós para ser representadas, aunque no todas se representaron, algunas fueron adaptaciones de novelas, y una (Antón Caballero) quedó en borrador silvestre. Las dos categorías y cuatro grupos no se corresponden con períodos y fases cronológicas sucesivas, sino que responden a la interna concatenación de las ideas medulares: lo primero es reconocer la propia verdad, hecho lo cual el hombre debe salvaguardar su libertad para inmediatamente proyectar su voluntad, fecundada por el espíritu, hacia el fin supremo del ejercicio caritativo. A través de estos pasos el mensaje de Galdós no puede ser más diáfano: sé -verdaderamente el que eres, defiende tu posibilidad de obrar, eleva tu poder de voluntad, ama a los otros. O sea: reconocerse y poder, para hacer y amar. Toda su producción dramática constituye una variada ilustración de este mensaje dirigido al hombre, y más particularmente al hombre español.

Lo primero, la voluntad. Contra el honor aparencial y los respetos públicos, contra los engaños inconsciente o conscientemente urdidos para beneficio egoísta, contra las mentiras de la sangre y de la conciencia: la confesión de la oculta culpa, la expiación del error mediante el reconocimiento de la dolorosa, purificadora verdad.

Lo segundo, la libertad. Contra el fanatismo y la hipocresía de la España inmovilizada en sus sueños de grandeza, contra la exaltación fratricida de las dos Españas, contra la avaricia ruin que trata de detener a la ambición moralmente generosa, contra el despotismo del rico, del aristócrata, del eclesiástico, del cacique: el empuje combativo de unas conciencias, ya preparadas por la iluminación de la verdad para impugnar a todo evento, aun muriendo o matando, la oscura tiranía, en busca de la libertad.

Lo tercero, la voluntad. La potencia económica, el esfuerzo, la laboriosidad, la ejecutiva energía del pueblo, el provecho de la ciencia: en fecundo maridaje con el espíritu, la idealidad, la imaginación, el soplo unificador, el cuidado de los menesterosos.

Y lo último o supremo, la caridad. No sólo eficacia, sino compasión; no sólo derecho, sino liberalidad; no sólo economía, sino desprendimiento. Y siempre abnegación: velar por los otros, curarlos, morir por ellos. Pues, contra lo que dos siglos de lucha por la igualdad nos llevan fácilmente a creer, la justicia colectiva poco vale si no viene alentada por la fraternidad verdadera, y siempre es más fácil hacer justicia en el reparto   —46→   entre todos, desde un punto de vista individual, que sentir operante y perseverante misericordia con uno sólo de nuestros hermanos, pobre, enfermo o desgraciado.

Mensaje de hondas raíces y altísimo vuelo, éste que Galdós quiso hacer llegar a su auditorio, pero cuya plasmación en obras dramáticas valederas hemos ahora de apreciar, sobre el terreno histórico-literario, para concluir.

Suelen los críticos definir la dramática galdosiana con títulos como «realismo», «naturalismo», «drama social» o «drama contemporáneo». De ponerle un título, el más adecuado sería «realismo trascendental».18 Es una dramática realista porque, salvo algún caso, los sucesos y personajes que ofrece pertenecen virtualmente a la sociedad española conocida por el autor; porque sucesos y personajes se explican dentro de un medio propio, deliberadamente manifiesto en la escena; porque la relación hablada se cumple en lenguaje prosario y casi siempre familiar, y porque los problemas que plantea no son excéntricos, sino concéntricos a la actualidad. Pero este realismo es siempre trascendental: está animado y dirigido por una intención de trascender del tablado a la vida social. El teatro de Galdós no es puro espectáculo artístico ni costumbrismo descriptivo, sino la ilustración dramática de unas ideas que, obrando en las conciencias, deben llegar a todos y levantar su nivel moral.

Desde un punto de vista histórico (de historia de las formas literarias) el teatro de Galdós surge de su oposición al ilusionismo y a la trivialidad. El público y la crítica, de entonces y de después, no se han declarado totalmente de acuerdo con el drama galdosiano: unos, descontentos de su traza realista (lógica, análisis, frialdad, semejanza con la novela); otros, insatisfechos de su redoble trascendental (simbolismo, tendenciosidad, ideación simplificativa). Pero justamente estas dos notas derivan de aquella oposición -necesaria- al ilusionismo y a la trivialidad. Al decir ilusionismo no quiero decir ilusión, pues el teatro es ilusión por excelencia: aludo a la exageración de la ilusión teatral que desprende a ésta de su enlace con la vida de todos. Ilusionismo significa, en este sentido, escasez de consecuencia lógica en las acciones, truculencia en la exposición de los afectos, todopoderío del azar, síntesis apresurada que presenta sólo los planos primeros sin el refuerzo de segundos planos sustentadores de verdad o verosimilitud: ilusionismo como prestidigitación. Y al decir trivialidad quiero decir, en primer término, falta de respuesta a las necesidades actuales de la sociedad, y también mengua de empuje espiritual para arrostrar las grandes verdades éticas, políticas y religiosas.

El ilusionismo estaba representado, entonces, por los dramas de Echegaray y de algunos seguidores suyos, incluso Joaquín Dicenta en sus comienzos.19 La trivialidad se manifestaba en la propensión de casi todos a plegarse a los amaneramientos de Echegaray y en la enorme abundancia de zarzuelas, sainetes y apropósitos del «género chico», género de valor musical y folklórico en sus mejores ejemplos, pero que carecía de todo empeño trascendente, ni siquiera satírico, y que además fue comercialmente explotado por interminable cáfila de chocarreros.

Que la dramaturgia de Echegaray no era sólo personal extravío, sino revelación de un desconcierto general lo testimonia el rechazo de que fue objeto por la juventud del 98. A raíz del homenaje que en Madrid se quería tributar al flamante Premio Nobel, Azorín, portavoz de esa juventud, condenaba la inconsciencia de su teatro, que veía en perfecto acuerdo con el estado político anterior al desastre y con la oratoria de sus prohombres: «Y este lirismo -añadía-, esta exaltación, esta inconsciencia (que envía millares y millares de hombres a la muerte en las colonias, o que sobre las tablas escénicas produce bárbaros y absurdos asesinatos), todo esto es lo que   —47→   encontramos en la obra del señor Echegaray. Y precisamente esta exaltación y este lirismo es lo que se pretende conmemorar ahora, cuando ha pasado el desastre, cuando vamos abriendo los ojos a la experiencia dolorosa, cuando vamos conviniendo todos en que no es la exaltación loca, audaz y grandilocuente de nuestra persona lo que nos ha de salvar, sino la reflexión fría, sencilla, la renuncia a todo lirismo, la observación minuciosa, exacta, prosaica de la realidad cotidiana...»20

En la última decena del siglo XIX habían obtenido alguna repercusión las dos tendencias más nuevas de la dramaturgia europea en crisis: el drama social de raíz naturalista y el drama poemático simbolista, cuyas figuras mayores fueron Ibsen y Maeterlinck. José Yxart, en 1894, señalando estas tendencias, concedía la palma al drama sociológico o contemporáneo: «el único que atrae seria e íntimamente la atención de todo el mundo como todo arte vivo», «el que sugiere pasiones públicas y privadas, el que alarma contra sí o predispone en su favor a publicistas, pensadores, sectas y escuelas».21

A este drama social se vincula generalmente la producción de Galdós, entre otras circunstancias por haber declarado él mismo, en el prólogo a Los condenados, su afición a obras claras de Ibsen como Casa de muñecas y su desvío respecto a las más indeterminadas del mismo autor, como La dama del mar. Sin embargo, aunque Galdós prefirió siempre un teatro de realidad y mensaje social, no por eso dejó de sentirse atraído hacia el moderno simbolismo, sugestivo y maravilloso, en piezas como Los condenados o Alma y vida; dualidad que comparte no sólo con Ibsen, sino con Hauptmann (simbolista en La campana sumergida, realista en El carrero Henschel) y con Strindberg (realista en La señorita Julia, simbolista en El sueño). De modo que Galdós dramaturgo, como Galdós novelista, no se deja fácilmente encasillar: es partidario del realismo, pero su apetito de trascendencia le conduce, desde las tempranas alegorías de Gloria o Doña Perfecta, muy cerca de los predios del ensueño visionario. (Ya en Realidad, y luego en Electra, el desenlace ocurre en un ámbito de prodigio).

Precisamente comentando Realidad, apuntaba Yxart las objeciones mayores que se hacían al drama galdosiano: tenuidad y prolijidad de la acción, excesivo análisis psicológico, preponderancia de las ideas sobre las reacciones dramáticas. El sensato crítico catalán hallaba que estas objeciones procedían de pereza: de dejarse llevar por un concepto prefijado y tradicional del arte dramático, y, alabando las tentativas de Galdós, incitaba a la innovación. Esto induce, siquiera haya de ser en términos breves, a hacer una evaluación de los caracteres formales del teatro de Galdós, viniendo así a la última razón, la artística, tras haber considerado la razón personal (necesidad expresiva), social (trascendencia docente) e histórica (oportunidad renovadora).

Fijémonos primeramente en la acción. La mayoría de los dramas de Galdós anuncian ya desde el título la presencia de una personalidad en la que la acción se centra: Doña Perfecta, Electra, El abuelo, Casandra, etc. Este rasgo fue contrapuesto por Pérez de Ayala al signo impersonal de los títulos de Benavente (El nido ajeno, Rosas de otoño) a fin de señalar que la base del drama de Galdós, como de todo buen drama, es la persona, mientras la del teatro benaventino es el argumento, el pretexto temático. Más que para una comparación valorativa, aquel rasgo puede servir para percatarse de que las acciones dramáticas de Galdós adquieren concreción y energía desde la personalidad que haciendo y padeciendo porta el conflicto. Pues en seguida hay que advertir que la persona que da nombre al drama suele encontrarse en pugna con otra, o con varias, más a menudo que consigo misma. La loca de la casa lucha con Pepe Cruz, la de San Quintín con toda la familia de Víctor, Doña Perfecta con su   —48→   sobrino, Electra con Pantoja, etc. Este conflicto dual es más frecuente que el unipersonal de El abuelo (honor-amor) o de Celia en los infiernos (egoísmo-caridad). De ahí que los dramas galdosianos resulten más objetivizados o épicos que subjetivos o líricos, a pesar de que la necesidad de la forma directamente hablada surgiese en Galdós por la urgencia de explorar conciencias en conflicto consigo mismas (Orozco, Augusta y Federico Viera en Realidad). Se diría que la implantación en la subjetividad de sus criaturas fue el motivo que hizo pasar a Galdós de la novela al drama, pero que, al escribir dramas para ser puestos en escena ante un público, el escritor tendió a configurar los conflictos de una manera objetivada: el individuo frente al individuo, o frente al grupo, cada cual con su voz y actitud diferentes.

La acción empieza cerca del nudo y a veces en el nudo mismo, de modo que la longitud censurada en las obras de Galdós no se debe a que la exposición sea prolija (salvo, por ejemplo, en Electra) o a que nada decisivo acontezca durante muchas escenas. La exposición, aunque a veces torpe, suele ser breve. Pero ocurre que, hecha la exposición de antecedentes, el autor necesita perfilar los caracteres, haciendo hablar a sus personajes, o haciendo que otros hablen de ellos, a fin de que el conflicto vaya adquiriendo matices y connotaciones ambientales. Para lograr esto, para exhibir esta realidad, no ahorra tiempo Galdós. Pero no pierde el tiempo, no prodiga episodios ni injerta segundas acciones: cuanto ofrece, va dirigido a sustentar la acción conflictiva, que es única, aunque comporta numerosos personajes que la viven o de alguna manera intervienen en ella. Sobre todo, los protagonistas han de vivir demoradamente el conflicto, no sólo en una faceta, sino en varias. Así, mientras toman volumen suficiente las figuras, cobra relieve la lucha expuesta. Y el desenlace, cuando no es mera caída de telón que interrumpe el proceso sumergiéndolo en el curso de la vida (como en Voluntad, Pedro Minio o Celia), sobreviene raudo, intenso, a veces prodigioso.

Las anécdotas que dan pábulo a los dramas de Galdós, salvo pocos casos, pertenecen a la cantera del vivir cotidiano: un adulterio o un desacuerdo matrimonial, la restauración de un comercio, algún caso de ilegitimidad familiar, la vida en un asilo, etcétera. Pero no es justo olvidar las excepciones en el sentido de una fabulación peregrina y compleja, como Los condenados, El abuelo o Bárbara.

Por lo común, estos dramas terminan no sólo bien (es decir, triunfando el bien sobre el mal), sino además felizmente. Cuando hay un suicidio (Realidad), una ejecución (Los condenados) o un crimen (Doña Perfecta, Casandra) la violencia, que se cumple fuera de la escena regularmente, tendrá carácter de expiación o necesario sacrificio. Galdós hace algo revolucionario (según notó Clarín) cuando, suicidado ya Federico Viera en el cuarto acto de Realidad, prolonga la acción en un quinto acto, sin que decaiga el interés: inusitado anticlímax de belleza moral.

Por lo que atañe a la época, la acción es casi siempre contemporánea. En algunos casos en que no es así, la transposición a la actualidad parece evidente y tempestiva, como puede notarse en la «rêverie» dieciochesca de Alma y vida, alusiva a la postración del alma nacional después del desastre del 98, o en Santa Juana de Castilla, donde los desvelos de la reina por su pueblo, y al mismo tiempo su absorta enajenación, tan sugestivo contrapunto habían de formar con aquellos años, 1917-18, de huelgas y agitaciones populares, y de inhibición española ante la guerra europea. Dada la devoción de Galdós por Madrid, lugar de la mayoría de sus novelas, sorprende que no sea esta ciudad escenario más frecuente de sus obras teatrales, localizadas algunas en una geografía imaginaria (El abuelo) o lejana (La fiera, Los condenados). Es como   —49→   si el autor hubiese querido, más acentuadamente que en las novelas, hacer notar que hablaba para todos los españoles, y aun para todos los hombres.

Indicado queda que el teatro de Galdós tiene sus héroes designados ya en el mismo título de cada obra. Pero más exacto sería decir sus heroínas, pues generalmente la figura protagónica que encarna el más alto valor moral es una mujer: Victoria, Rosario, Salomé, Isidora, Electra, Laura, Mariucha, Casandra, Celia, Alceste, Sor Simona, Juana la loca. Hay figuras masculinas señeras (Orozco, Pepe Rey, Máximo, el Conde de Albrit), pero lo ordinario es que la mujer ejerza la función más trascendental, aquella mediante la cual se exalta la autenticidad de la persona ética (verdad, libertad) o el ideal ejecutivo (voluntad, caridad). Las mujeres de Galdós portan el bien en su seno, transmiten fe, obran misericordia, imbuyen esperanza, derraman amor. Son mujeres espirituales y prácticas, en tanto los hombres, a menudo, aparecen como sujetos de una espiritualidad inoperante o como juguetes de la duda y de la indolencia. Al fondo de sus creaciones Galdós parece siempre tener presente a España (a Electra) como novia, mujer o madre, y es España la silueta que se dibuja detrás de esos nombres femeninos que cifran la voluntad, la libertad, la acción útil, el amor a la vida, el aliento, la economía, la largueza, el sacrificio. Casi todas esas mujeres son jóvenes, pero sensatas, conscientes y amorosas como madres que guían al bien. En ellas se ve como prototipo a Marta la hacendosa más que a la contemplativa María.

En los dramas de Galdós los protagonistas llevan en sí el anhelo de autenticidad, expresado por Ibsen con estas palabras: «¡Sé tú mismo!» y por Nietzsche con éstas: «¡Llega a ser el que eres!» La de San Quintín descubre a Víctor su nulidad social a fin de devolverle su plenitud como persona; Salomé condena a muerte a José León para que en la muerte alcance la suprema expiación de sus mentiras y crímenes; Electra lucha entre la reclusión y el prejuicio, de un lado, y la participación y la verdad, de otro, hasta venir a este mejor extremo por medio de una revelación; Mariucha se alza de la ruina de su aristocrática familia acercándose al pueblo, como Celia hace cuando convierte su malogrado amor a Germán en amor hacia todos los que trabajan y sufren; el conde de Albrit se debate entre el honor y el amor, hasta poder escoger el camino del amor, que es el de la verdad natural. Sean cuales sean las insuficiencias de este teatro, sus figuras son suficientemente humanas, y recortar del paradigma de la realidad figuras que trazan dentro de la escena un sistema congruente de conducta, despertando en el espectador emociones e imágenes de humana grandeza, es algo que pertenece a la forma misma del arte dramático: es forma del contenido dramático.

Si en sus novelas Galdós había atendido sobre todo a la clase media, en sus dramas elige normalmente las esferas de la alta burguesía y de la aristocracia decrépita, pues en ellos no quiere describir estados y costumbres, sino proponer ideas redentoras, proyectándolas hacia el futuro. La ruina de la aristocracia o de cierta plutocracia estancada y viciosa es un motivo recurrente: La loca de la casa, La de San Quintín, Voluntad, Electra, Mariucha, El abuelo. Hay que recordar que la dedicación de Galdós al teatro coincide en buena parte con su creciente simpatía hacia el socialismo. Pero a Galdós socialista le importaba más la aportación posible de las clases acomodadas, que eran las que debían ceder, que no la del proletariado y pueblo humilde, cuyo papel era bien claro: conseguir justicia. Pensaba Galdós, en dramas como Alma y vida, Mariucha o Celia, que la aristocracia, la burguesía y el proletariado contribuirían al fin a forjar una sociedad mejor, integrando sus respectivas virtudes y eliminando sus correspondientes defectos.

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Los personajes fundamentales en los dramas de Galdós suelen ser dos, a veces tres, pero el autor introduce figuras secundarias en proporción mayor de lo hasta entonces habitual, y sobre todo caracteriza bien a éstas y las mueve y hace hablar bastante. Así ocurre, por ejemplo, con la figura del amigo, consejero o confidente: el Marqués de Ronda en Electra, el buen cura don Rafael en Mariucha, don José Pastor en Celia. Las ideas del autor son expresadas por los protagonistas generalmente, pero ese personaje secundario, que a veces funciona como «ficelle» o agente conductivo, abre perspectivas complementarias sobre ellas o da explicaciones que, por su tónica reflexiva, no resultarían tan oportunas en labios de los protagonistas, más entregados a la acción y la pasión.

En Los condenados y en La fiera se dibujan tipos que recuerdan al gracioso de la antigua comedia. Posteriormente Galdós trae al tablado algunos tipos cómicos (verdaderos «cards» o personajes gráficos, de rasgos muy marcados y reacciones previsibles), como don Pío Coronado o Pedro Infinito, que proceden de la misma familia de chiflados pintorescos, más profundos de lo que parece, a la que pertenecían don Juan Tafetán, Estupiñá, o Ido del Sagrario.22

Domingo Pérez Minik observó que en los dramas de Galdós, como en los de Ibsen, «el individuo es sólo la emergencia concreta de un paisaje, de una sociedad determinada» y que «este individuo es anterior y posterior a su vida dramática», pero añadía que, a diferencia de los de Ibsen, los caracteres galdosianos «son directos, muy simples, poco elaborados».23 Pérez de Ayala, por el contrario, pensaba que Galdós había sabido crear caracteres de valor eterno, vivos, válidos para todo tiempo. Opino que Galdós se esfuerza siempre por dar verosimilitud y vitalidad a sus personajes, y las pocas veces que no lo consigue es porque, contra su empeño, la idea simbolizada se sobrepone a la criatura que la simboliza. El conde de Albrit, por ejemplo, es un carácter viviente y grandioso; la duquesa de San Quintín amasando rosquillas y clases sociales, la Laura de Alma y vida en su interesante desmayo, o los protagonistas de Amor y ciencia con su acentuada polarización, resultan más bien soportes de intenciones que personas de sustancia psíquica convincente. Hay, pues, altibajos; pero todos los personajes de Galdós poseen estatura moral y una elocuencia dimanada de su índole y situaciones, mientras la mayoría de los personajes de Benavente (el otro dramaturgo importante del período) se nos aparecen, por comparación, como muñecos que conversan, figurillas de artificio que charlan y charlan.

Finalmente, pasando de los personajes a la hechura dramática, debe reconocerse como nota básica esta cualidad: las obras que Galdós escribió para ser representadas son más dramáticas que teatrales. De acuerdo con el realismo denotado en las acotaciones extensas (realismo que llevaba por entonces a su máximo grado el teatro libre del francés Antoine), los dramas de Galdós no están concebidos como espectáculos válidos en sí mismos por su capacidad de estilización, sino como reconstrucciones trascendentales del hacer humano coordinado con los objetos y los ambientes. También Jacinto Benavente produjo su teatro en un sentido no espectacular, prestando escasa atención a los valores imaginativos de la escenografía y a la gesticulación y movimiento de las figuras; pero lo que diferencia claramente a Galdós de su émulo más joven es que él sabe llevar a la escena colisiones de honda proyección en la vida social, y Benavente casi nunca hizo otra cosa que poner sobre las tablas discordias arbitrarias, momentáneas dificultades, limitándose a determinados círculos de la vida madrileña y registrándolos con una moralidad insegura.

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La escasa teatralidad de las obras de Galdós debe tenerse muy presente para enjuiciarlas como es debido. En rigor, los aspectos insatisfactorios son de orden teatral: Galdós no mide bien el tiempo de la representación; tiende a analizar las almas en vez de expresarlas en acción y voz, de un modo que colme la mirada y el oído; sus dramas solicitan con frecuencia la intelección solitaria, y tardan en captar la adhesión sensitiva de la colectividad. Esto es cierto, y como el teatro es también espectáculo, y como, además, por los años de la primera guerra mundial, comenzó a imponerse, con el expresionismo, la reteatralización del teatro, no es extraño que la dramática galdosiana sufriera eclipse. Pero, como dramas, estas obras son, según el conocido juicio de Pérez de Ayala, serias, grandiosamente humanas, y liberales (liberales sobre todo en el sentido de la liberalidad moral). Hay que recordar de nuevo que el signo novelístico de algunos procedimientos responde a la crisis del drama a fin de siglo, y no es privativo de Galdós, sino común a los mejores representantes de aquella época: Ibsen, Strindberg, Chejov, Hauptmann. En la obra de éstos, como hizo ver Peter Szondi en su Theorie des modernen Dramas, se advierte la discrepancia entre una forma todavía dramática y un contenido que está dejando de serlo y que es novelístico porque separa sujeto y objeto, en vez de dar la confluencia de ellos (como el drama) o su identidad (como la lírica).24 En la obra dramática de Galdós ocurre algo parecido: a veces el análisis de una acción, ya muy desarrollada cuando el drama comienza, sustituye a la acción misma; o bien, el desenvolvimiento de las conciencias en relación con unos hechos importa más que éstos; otras veces, un sujeto sirve de instrumento distanciado para revelar un estado de cosas general; y, con gran frecuencia, el autor se transparenta como tal, resistiéndose a objetivarse en la totalidad del drama mismo. Pero esta calidad épica o novelística (en la que se compendia una gran parte de los reproches) modera aquel exceso (que coinciden en alegar otros censores) consistente en el esquematismo de ciertos planteamientos y en ciertas simplificaciones simbólicas, así como este exceso hace más plástico el núcleo de intensa dramaticidad antes señalado.25

La estructura de los dramas galdosianos, ordenada en tres o cuatro actos (aunque haya obras de dos y de cinco) es más amplia que estrecha, pero no es floja por prolijidad; podría calificarse de holgada. Salvo en momentos finales, son dramas que no dan la impresión de precipitación; dramas de andadura serena. Se echa de ver que Galdós hubiera preferido una división en cinco actos (como la que dio a sus tres novelas habladas): exponiendo y presentando en el primero, aumentando personajes y sucesos en los dos siguientes en orden a la mayor evidencia y plenitud del conflicto, intensificando éste y solucionándolo en lo externo en el acto penúltimo, y ofreciendo las consecuencias trascendentales y acabando de desenlazar el nudo en el acto último. Cuando los actos son tres, Galdós ha podado mucho contra su gusto (esto se percibe en Voluntad y Casandra, por ejemplo). De Alma y vida, reducida a cuatro actos, confiesa Galdós que «le falta un acto», y sólo Dios sabe con cuánto pesar renunciaría a él.26

Galdós utilizó el monólogo en Realidad, su primer drama, pero fue luego eliminándolo, por entender que, si bien no hay nada más dramático que el monólogo, la viabilidad de esta forma en un teatro realista era escasísima. Sus diálogos son seguramente menos espontáneos en el drama que en la novela. Saber que un público ha de escuchar, y no leer para sí, las palabras de sus personajes parece que le produce en algunas ocasiones cierto encogimiento, en otras un tanto de afectación. Pero tiene este diálogo una gran virtud, y es que combina la expresión de lo más elevado y la expresión común y familiar. Pensemos en la comedia Voluntad: escenario modesto, prosaico,   —52→   sirviendo de marco a un amor verdadero; junto a las expresiones de cariño y a los destellos de la fantasía, las cifras de las facturas, las piezas de tejido, la amenaza de embargo. O recordemos aquella escena de Electra y Máximo en el laboratorio, donde se habla de amor, ambiciones y esperanzas, pero también del horno, los metales, el almuerzo. Lo mismo en las novelas que en los dramas, el lenguaje de Galdós no rehuye lo ordinario ni se arredra ante lo sublime. Es un idioma que sabe mantenerse tan lejos de la vulgaridad de los sainetes como del énfasis declamatorio de los dramas históricos o la atildada corrección de Benavente y sus seguidores.

Hoy que por varias causas (distancia respecto a la crisis finisecular del drama, mal conocimiento de las obras escénicas de Galdós, resurgimiento de módulos vanguardistas) parece consolidarse el juicio adverso, o en todo caso lleno de reservas, contra la dramática galdosiana, no considero inoportuno haber intentado contemplar imparcialmente las razones que la explican. Su suceso, bueno y malo, vaivén entre resistencia y aceptación que ha venido a desembocar en glacial olvido, debería reconocerse con ecuanimidad a la luz de la crítica por aquel teatro obtenida, de sus huellas fertilizantes y de la función histórica que cumplió.

Los mejores críticos literarios españoles de la época han emitido apreciaciones en general favorables y, en algún caso, entusiastas: así, al principio, Yxart y Clarín, y, a continuación, Andrenio, Rafael Altamira, Luis López Ballesteros, José Francos Rodríguez, Manuel Bueno, Ramón Pérez de Ayala (el más entusiasta), Enrique de Mesa y Enrique Diez Canedo; frente a los cuales poco pesan los juicios cicateros de Fray Candil, Zeda, Bustillo y otros pendolistas, o las reservas de Martínez Sierra o de Luis Araquistain, entre otros. Críticos ulteriores, como Casalduero, Del Río, Pérez Minik, han hecho ver los valores de aquella producción, que todavía aguarda, sin embargo, un estudio cabal.

Los dramaturgos mejores de nuestro siglo, o sea, Valle-Inclán, Jacinto Grau, Unamuno y García Lorca, deben mucho más a Galdós que a Benavente. Valle-Inclán, en una de sus sendas dramáticas, arranca de la novela hablada de Galdós; Grau y Unamuno heredan del teatro de éste la gravidez trascendental y el espíritu misionero; García Lorca recrea en Bernarda Alba a doña Perfecta, dando una dimensión sobrerrealista a este mito español de la imperatividad, la clausura y el resentimiento vengativo. Y, aunque en menor medida, algún resplandor del realismo trascendental de Galdós alumbra a autores actuales (Buero Vallejo, Alfonso Sastre), a pesar de que la España de los últimos treinta años apenas ha repuesto otras obras de aquél sino las de mayor efecto pasional, como La loca de la casa o El abuelo, sepultando en la sombra otras grandes creaciones, como Realidad, Mariucha, Casandra o Sor Simona.

Para establecer una valoración justa de las obras que estudia, la crítica, después de haber apreciado la constitución artística de ellas y su fuerza de irradiación hacia el presente, debe atender también a la función histórica que cumplieron, y esto, tanto por escrupulosa auscultación del pasado, como por exacta pulsación del presente, para averiguar el grado en que contribuyeron a la evolución cuyo término es la actualidad.

Pensando en los dramas de Galdós y en el teatro inmediatamente anterior, no es extravagante evocar a Cervantes y a Moratín. Con la teoría dramática cervantina explanada por el Cura en el Quijote de 1605 -imagen de la verdad, decoro, verosimilitud, enseñanza- coincide básicamente la práctica de Galdós, quien por lo demás habría de recordar la Numancia a la hora de escenificar Gerona. A Moratín se parece Galdós (salvando las profundas distancias de época y carácter) en esos mismos aspectos: restauración de la verosimilitud y el decoro, e inclinación a enseñar desde la escena   —53→   justicia, prudencia, humanidad. Secundariamente, El viejo y la niña, La mojigata y El sí de las niñas algo tienen que ver (acaso más de lo que se piense) con La loca de la casa, Doña Perfecta, Electra y Mariucha. Moratín y Galdós reaccionaron de modo muy similar contra los delirios enfático-crispantes del mal teatro de su tiempo, trocando los falsos dramas históricos y exóticos por un tipo de obra dramática española y actual. Moratín inauguró el teatro social, limitado por él a la familia; Galdós, tenuemente precedido por López de Ayala, Tamayo y Baus y Enrique Gaspar, ensanchó el horizonte a los problemas de la conciencia moral, el destino político y la convivencia o lucha de las clases. Correlativo a esa calidad social y contemporánea de los asuntos de sus obras es el lenguaje, en Galdós como en Moratín siempre natural, y antes rendido a la llaneza que a eso que Teresa Panza llamaba muy bien «entonos sin fundamentos».

El mismo actor que incitó a Galdós a pergeñar su primer drama, Emilio Mario, le escribía el 5 de enero de 1899, alentándole a seguir trabajando para el teatro: «Su nombre de V. como autor dramático llegará a tanta altura como ha llegado el del novelista, se lo dice a V. un practicón de teatros que ve con alguna claridad el estado en que se encuentra nuestra pobre literatura dramática y que vería con pena que aquellos que pueden salvarla la abandonen por la indiferencia de nuestro pueblo, que es la causa de las desgracias ocurridas, y por las envidias, odios, rencores y malas pasiones hijas de la mala educación. No don Benito es preciso que los seres superiores se impongan y nos regeneren aunque sucumban en la lid, algún día aquellas lecciones vertidas en un escenario servirán para salvar la literatura dramática española como a principios de siglo lo hizo Moratín».27

Como a principios de sus siglos respectivos -podríamos decir nosotros- lo habían hecho Fernando de Rojas, Cervantes y Moratín, así trató de hacerlo, a comienzos del nuestro, Benito Pérez Galdós. Cuatro autores muy distintos entre sí, pero igualmente deseosos de vincular por la razón, sin detrimento de la belleza, lo que ocurre en la escena con lo que sucede en la vida.

S.U.N.Y. Stony Brook



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