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ArribaAbajo- IV -

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I

En efecto, Guerra quiso aislarse, y nada mejor que el cigarral de Guadalupe, de su propiedad. D. Suero y su señora se quedaron viendo visiones cuando el madrileño, comiendo con ellos una tarde, les dijo que se iba de campo, y que las fiestas de Navidad las pasaría de la otra parte del puente de San Martín. ¡Qué extravagante misantropía! ¡Meterse en un cigarral por Nochebuena, en tiempo tan crudo, y cuando la cristiandad toda tiende a reconcentrar en las poblaciones y en la vida de familia! «Pero, Ángel, tú no tienes la cabeza buena -observó doña Mayor-. Bien dice Pintado que los tornillos que él te apretó se te han vuelto a aflojar. Déjalo para después de Pascuas, y comerás el pavo con nosotros».

No lograron convencerle con estas ni con otras razones. Conviene advertir que, a poco de residir Ángel en Toledo, dieron sus tíos en pensar cuán conveniente sería para la casa de Suárez que el madrileñito aquel, viudo sin hijos, rico y en buena edad, picase en el anzuelo de María Fernanda. Forjáronse marido y mujer la ilusión de que así sería; pero la realidad no tardó en desvanecerla. El primo no picaba, ni siquiera como suelen hacerlo los peces listos, es decir, mordiendo el cebo y largándose sin enganchar.   —150→   Para mayor contrariedad, picaba ferozmente un cadete, con gusto de la niña, y Ángel dio en auxiliarle, estableciéndose entre los tres una confabulación que acabó de dar al traste con el plan de don Suero, tan ajustado a las conveniencias de la familia y a la armonía universal. Era el cadete de buena casta, simpático chico, y en otras circunstancias no le habrían visto los señores de Suárez con malos ojos; pero en aquel caso les desagradó sobremanera la protección que la niña dispensaba al militarismo. ¡Cuánto mejor que se aplicase a pescar aquel gordo peje, de saneada fortuna, buen hombre a pesar de sus antecedentes revolucionarios y masónicos, que los Suárez de Monegro, gente ilustrada, perdonaban de todo corazón, mayormente al notar en el individuo marcadas inclinaciones en sentido contrario!

Pero Dios no quería que las cosas se arreglaran a gusto de D. Suero y de su esposa. La vida es así, con tradición, y todo del revés. ¿Quiere usted higos? pues le salen brevas. En tanto, Ángel protegía descaradamente al aspirante a general, y de acuerdo con María Fernanda, echó memoriales a doña Mayor para que le permitiese entrar en la casa. ¡Que si quieres! La señora dijo pestes del Ejército, y aseguró que más valiera quitar de Toledo la dichosa Academia, que no traía más que disgustos a todas las familias. No había casa en que las señoritas no anduvieran medio trastornadas; y por lo que hace a los alumnos, ni ellos estudiaban ni ese era el camino. Todo el santo día en aquel Miradero y en aquel Zocodover, alborotando e inventando diabluras.

Don Suero no tronaba contra la Academia; pero en   —151→   su interno sayo se condolía de la perniciosa ingerencia del militarismo en la historia patria. Y cada vez que Ángel dejaba traslucir en la conversación el cambio iniciado en sus ideas, ya ponderando la belleza del simbolismo católico, ya poniendo en las nubes las órdenes religiosas, el buen D. Suero, a quien se suponía instrumento de los jesuitas, lamentaba de boca para adentro que tal yerno se le escapase. ¡Qué lástima! ¡Un convertido, un hombre que decía lindezas elocuentes de San Francisco y de San Ignacio con la misma boca con que había predicado la libertad de cultos y otras herejías! Por supuesto, de todo tenía la culpa la tontuela de María Fernanda, que, en más de una ocasión, cuando Guerra expresaba con sincero entusiasmo sus recientes aficiones, le tomaba el pelo por cursi y anticuado, echándoselas de librepensadora, como si ello fuera también cosa prescrita en los figurines, y perteneciese al variable reino de las modas.

Por todo esto veía D. Suero con desagrado la creciente misantropía de su pariente, su prurito de aislarse, y, como buen sabueso de la vida, olfateaba que aquello terminaría quizás en trastornarse rematadamente con la religión, y meterse en cualquiera orden monástica, la cual tendría buen cuidado de que, al entrar el individuo, fueran los santos cuartos por delante. En fin, que ni D. Suero hablándole de los deberes sociales, ni doña Mayor describiéndole los horrores del frío en el campo, pudieron disuadirle de su tema, y al cigarral se fue por el 22 o 23 de Diciembre, avisando antes al guarda de la finca para que preparase alojamiento.

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¡Qué hermosura, qué paz, qué sosiego en el campo aquel pedregoso y lleno de aromas mil! Después de la nevada, vinieron días espléndidos, con aire leve del Nordeste: helaba de noche; pero por el día un sol bienhechor calentaba la tierra y todo lo que cogía por delante. Los árboles, fuera de los olivos y cipreses, no tenían hoja; pero crecían allí mil matas de un verde obscuro y ceniciento, y entre ellas, las rocas graníticas brillaban con los cristalillos de la helada, cual si hubieran recibido una mano de cal o de azúcar. El olivo sombrío alterna en aquellas modestas heredades con el albaricoquero, que en Marzo se cubre de flores, y en Mayo o Junio se carga de dulce fruta, como la miel. La vegetación es melancólica y sin frondosidad; el terruño apretado y seco; entre las rocas nacen manantiales de cristalinas aguas.

El cigarral de Monegro o de Guadalupe no era de los más próximos al puente de San Martín, ni de los más lejanos. Llegábase a él en veinte o treinta minutos, desde el puente, por el camino viejo de Polán, dejándolo después a la derecha para seguir la vereda del arroyo de la Cabeza. Sus dimensiones no llegarían a siete fanegadas, con buena cerca de piedra y tapiales de tierra en algunos trechos, casi todo el terreno dedicado a la granjería propiamente cigarralesca, olivos pocos, albaricoques y almendros en gran número. Pero al Sur de Guadalupe extendíase otra propiedad de los Guerras adquirida por el padre de Ángel, la cual era un trozo de monte que en un tiempo perteneció con otras fincas al monasterio de la Sisla. Su cabida era como de seis veces la del cigarral, y no lindaba inmediatamente con éste, extendiéndose   —153→   entre ambos predios una faja de terreno del procomún. Llamábase la Degollada, y sus productos habían sido escasos o nulos hasta entonces. El terreno era de los más ásperos, salpicado de ingentes y peladas rocas; sin árboles, pero con espesísimo matorral de cantueso, tomillo y cornicabra; sin ninguna habitación humana, como no fuera algún improvisado albergue de pastores, entre los escuetos mogotes de ruinas que en algunos sitios se alzaban carcomidos, restos quizás de cabañas del tiempo de los Jerónimos, o tal vez (Palomeque lo podría decir) del tiempo del amigo Túbal. La impresión de soledad o desierto eremitano habría sido completa en la Degollada, si no se divisaran por una parte y otra caseríos más o menos remotos, las dispersas viviendas de los Cigarrales, los santuarios de la Guía y la Virgen del Valle, los restos de la Sisla, y desde algunos puntos altos, las torres y cúpulas toledanas. Entre los límites de la Degollada y Guadalupe no había por la parte más próxima cinco minutos de camino.

La casa de Guadalupe era como de labor, con pretensiones sumamente modestas de quinta de recreo, destartalada, por fuera pintada de armazarrón imitando ladrillo, por dentro con desiguales crujías y no muy nivelados pisos de tierra y empedradillo en la planta inferior; su correspondiente almazar; un cocinón disforme con chimenea de campana. Sólo había dos habitaciones vivideras en el piso superior, con rodapié y zócalo de azulejos de diferentes colorines y dibujos, como traídos en montón de cualquier derribo, y de azulejos estaban guarnecidas también las impostas de las ventanas. En dichos aposentos   —154→   instalose el amo, para quien se preparó un camastrón de madera con columnas, en el cual debió de echar la siesta Mauregato, cuando menos. Los colchones y servicio de cama y mesa lleváronse de Toledo. Como a treinta pasos de la casa veíanse restos de una capilla, en cuyas derruidas paredes se apoyaban los cubiles de dos cerdos que por el día se paseaban de monte en monte, y la choza de las cabras, y el tenderete de las gallinas, quedando lo demás para depósito de estiércol. Más allá de la capilla, extendíase un plantío de albaricoqueros, limitado al Sur por torcida pared que terminaba en un castillete de muy extraña forma. En la parte inferior de éste había un horno de cocer pan, que desde tiempo inmemorial no se usaba, y en su boca negra y telarañosa se veía siempre un gato blanco acurrucado. La parte superior de aquel armatoste era palomar, donde más de doscientos pares tenían su vivienda y sus nidos. Arrimados a la pared crecían tres cipreses magníficos, patriarcales, de sombrío ramaje y afilada cima.

¡Cuán grato pareció a Guerra el sitio, y qué dulzura sabrosa en la vida campestre! No había más sociedad que la del cigarralero anciano y su nuera, con la añadidura del pastor que llevaba las cabras al monte y recogía los de la vista baja. Hasta las comidas encantaban a Ángel, pues la cigarralera le hacía unas migas de sartén, con las cuales no había ascetismo posible. Las tales migas, y el lomo adobado, y la olla castellana, y algún salmorejo, hacían del cigarral la más deliciosa de las Tebaidas. De bebida no había más que agua clara y fresca. La cocina era también comedor, y Ángel veía guisar lo que le ponían   —155→   en el plato; pero este rudimentario servicio no le repugnaba, antes bien despertábale más las ganas de comer. ¡Cosa rara! fue a Guadalupe sin ningún apetito, y allí devoraba, por lo que dio gracias a Dios y a Jusepa, que había sido ama de dos canónigos (es decir, primero de un canónigo y después de otro), y guisaba muy bien.

A semejante vida del yermo, ya nos podríamos abonar todos, y si se dieran facilidades para emprender tales penitencias, el mundo estaría lleno de anacoretas tan convencidos como lo era Guerra por aquellos días. La mayor delicia de Guadalupe era que por allí no parecía nadie, ni había peligro de tropezarse con D. Suero ni con Pintado, ni con ningún Babel masculino ni femenino. No llevó allí Ángel papeles ni libros, ni había notado la falta de las letras de molde. Pasaba la mayor parte del día paseándose, garrote en mano, del albaricoquero al olivo, y del olivo al ciprés, y de esta peña a la otra peña, y de Guadalupe a la Degollada, contemplando el movido paisaje que por todas partes le circuía, y la silueta dentellada de la ciudad, un sinfín de torres presididas por la incomparable de la Catedral.

La imagen de Leré no le abandonó un instante, y con ella eslabonaba la idea y el ansia del más allá, huyendo, para poder orientarse en tal dirección, de la garrulería y tráfago del mundo. Vivir para la verdad y sólo para la verdad, imitar a Leré y seguirla aunque de lejos, eran su deseo y su ilusión. Mas para que la semejanza con su modelo resultara perfecta, la vida nueva no debía concretarse sólo a la contemplación, sino propender también a fines positivos,   —156→   socorriendo la miseria humana y practicando las obras de misericordia. Ved aquí la dificultad, y lo que ponía en gran confusión a Guerra: compaginar el aislamiento con la beneficencia, y ser al propio tiempo amparador de la humanidad y solitario huésped de aquellos peñascales. Mientras la mente de Ángel no diese de sí la clave de tal problema, la idea de fundar algo era una nebulosa, imagen incierta que se borraba cuando el solitario quería precisar sus vagos contornos.

Y con la imagen de Leré juntábase casi siempre la de la angelical Ción. No será exacto decir que Guerra tenía visiones, ni que se le aparecían almas del otro mundo y de éste a engañar sus sentidos; era que por las noches, a veces al caer de la tarde, cuando la sombra fría empezaba a tenderse sobre el cigarral, se figuraba ver a la chiquilla y su maestra, destacándose del verde fúnebre de los cipreses, cogidas las manos, andando hacia él con vestiduras flotantes, las cabezas rodeadas del círculo de oro, distintivo de los bienaventurados. Medio dormido, o quizás dormido de veras, creía tener a su lado a la niña, contándole alguno de los graciosos embustes que tan bien hilaba. Pero no podía recordar luego qué mentira era, y sólo quedaba en su cerebro la vaga sospecha de que la mentira podía muy bien ser verdad de las más elementales.

Ratos entretenidos pasaba Ángel conversando con el cigarralero, hombre tan sencillo como bruto. Fue soldado en su mocedad y asistió a multitud de acciones de la primera guerra civil. Conocía personalmente a Espartero, a Serrano y a los Conchas; pero hacía   —157→   lo menos cuarenta años que los había perdido de vista. Nunca debió de poseer aquel bendito el don de apreciar con exactitud el paso del tiempo, porque hablaba de las cosas del año 38 como si hubieran sucedido la semana pasada, y apenas tenía vagas nociones del reinado de Isabel II y del de D. Alfonso: Mejor sabía el paso de Luchana y la acción de Guardamino, que la revolución del 68 y otros acontecimientos que ningún eco tuvieron en su espíritu. Llamábanle Cornejo, y era hombre guapo, de lozana vejez, tipo militar y granadero de antiguo cuño. Tenía un hijo en presidio por cuchilladas allá en el paso de Yébenes, y la mujer aquella que guisaba era su nuera y al propio tiempo su sobrina, criada en la domesticidad de canónigos, más fea que el hambre, de pocas palabras y buenas manos para adobar lechones y hacer morcillas. También era de la familia Cornejil, aunque por vínculo lejano, el rústico pastor, con quien Guerra no trabó relaciones sino bastantes días después de hallarse en Guadalupe.

Nadie le visitaba allí, pues si bien Palomeque le había prometido hacerlo, no se atrevía a tan larga caminata en tiempo frío. Una tarde de Navidad le mandó a Ildefonso con un regalito de mazapanes de San Clemente y una carta que, entre otras cosas, con castiza y limpia letra de Torío, decía: «Me resolveré a pasar el puente cuando el tiempo abonance, pues aspiro a que el nicho de Santa Leocadia espere vacío mis honrados huesos por unos cuantos añitos más. No están mis doce lustros para hacer piruetas sobre los alíquidos cristales, que dijo el amigo Rabadán... ¡Vive Dios, qué gusto me daría de acompañarle! Pero ello,   —158→   si no es en Piscis será en Géminis, mi gallardo amigo, y para entonces, si usted me permite esgrimir el picachón en su anacea o quinta de Guadalupe, espero aclarar un punto obscuro de la historia patria. Porque tengo para mí que los restos de capilla que en ese ameno cigarral existen, son la propia y auténtica fundación del canónigo D. Jerónimo de Miranda, el cual la inauguró y bendijo el 11 de Junio de 1612, dedicándola a San Julián, y creo que nuestro doctor Pisa, peritísimo historiador de Toledo y diligente anticuario, claudicó al asentar que la tal fundación es el santuario de Nuestra Señora de la Bastida». Y por aquí seguía.

A Guerra no le interesaba gran cosa que el grave punto se dilucidara, ni tenía malditas ganas de ver por allí al erudito prebendado con su picachón y su arqueología; pero agradeció el obsequio y recibió mucho gusto de la visita de Ildefonso, a quien retuvo allí todo el día, después de preguntarle con grandísimo interés por la familia, y de oírle sus prolijas referencias. De la alegría del travieso chico, al verse en pleno y libre campo, participaba el dueño del cigarral, que era feliz viéndole saltar y correr, tirando piedras a los lagartos, discurriendo mil ingenios mortíferos para apoderarse de los gorriones, a los cuales igualaba en ligereza y prontitud. No le consentía Guerra que mortificase a los animales, y procuraba invadirle el culto de la Naturaleza, enseñándole a gozarla sin destruir nada de lo que en ella existe. Cada vez que Ildefonso veía saltar un conejo entre las matas del monte, brincaba como un saltimbanqui, y si hubiera tenido allí cien ametralladoras,   —159→   habríalas disparado a un tiempo contra el pobre animal. Corría tras de las cabras, queriendo trepar como ellas; a los cerdos les hizo andar a un paso más vivo del que acostumbran, y las gallinas no tuvieron paz mientras el inquieto monago estuvo allí. Hizo provisión de varas para apalear troncos, piedras, y en último caso a sí propio, y la burra en que Corneja iba a la ciudad pasó la pena negra aquella tarde, porque el chiquillo se montó en ella y la hizo dar tantas vueltas, que al pobre animal le faltó poco para pedir la palabra, como la de Balaán. Por fin, después de darle merienda, Guerra le despidió, invitándole a volver otro día.

Fue acompañándole hasta más allá de la finca, y largo rato siguió con la vista sus cabriolas y brincos por la cuesta abajo. En esto observó que por la misma empinada pendiente subía un hombre cansado y viejo, el cual cojeaba y a cada instante se detenía para tomar aliento. Aguardó a que subiera más para reconocerle, y... ¡oh sorpresa! era D. Pito en persona.




II

Lo mismo fue verle el capitán que reanimarse, y de su alegría sacó fuerzas para vencer lo que le restaba de la cuesta. Al llegar junto a su amigo, dejose caer en un peñón, y poco menos que llorando, dijo; «D. Ángel, yo creí que no llegaba. Vengo a que usted me recoja. ¿No me dijo que me recogería? Aquí me tiene medio muerto de cansancio, de hambre, de frío, de sed. Ya estaba decidido, decididísimo, señor don Ángel a echarme de remojo en el Tajo... cuando me   —160→   acordé de usted, y dije, «me recogerá, tendrá lástima de este veterano de la mar». Porque ha de saber usted que me echaron, me despidieron, me despacharon para Madrid, consignado a Naturaleza, y yo me fui, diga, no me fui, me quedé. ¡Qué nochecita! Un viento entablado del Norte que le helaba a usted las intenciones... Total, que en preparar el estómago para el viaje se me pasó el tiempo; el tren dio avante toda, y yo me quedé; y en arrancharme se me han pasado tres días, vira para aquí, vira para allá, barajando las calles, y tomando nota de los establecimientos. ¿Qué había de hacer? No puede uno remediarlo. Cátalo aquí, cátalo allá, se me acabó el dinero que me dieron para el viaje; pero como mi dignidad de capitán de derrota me prohibía humillarme, no quise volver de arribada a casa de Simón, y... lo que digo, tres días y tres noches sin ver catre ni comida caliente, es a saber, de la que se hace con fuego natural. Descabezaba un sueñecico por la mañana en los conventos de monjas; por la noche otro sueñecico en los bancos de cualquier plazuela. Hasta que dije: «Ya no más. Que me tiro al agua, que me tiro... A la una, a las dos...» Pero ¿qué resulta, Carando? que cuando uno se quiere retirar se queda quieto, porque no sabe lo que hay a sotavento. Total, que preguntando me he venido a este tabacal, donde usted hará conmigo lo que guste. ¿Me recoge? Pues aquí me quedo. ¿No me recoge? Pues me tiro, y ahí te quedas, mundo amargo.

-Ya lo creo; sí, le recojo a usted -dijo Ángel, llevándole hacia la casa-. Lo malo, amigo D. Pito, es que aquí no tenemos bebidas alcohólicas... ¡Ah! sí, puede que Cornejo tenga anís... Veremos.

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Y como le pidiera más explicaciones de su disgusto con los Babeles, añadió el capitán:

-Desde que Simón está colocado, no se les puede aguantar. Tomaron casa, allá junto al palacio grande, y Arístides llegó de Madrid para vivir con ellos. Ya me calo yo por qué no me quieren a su lado. Soy perro viejo, y a mí no me la dan. Es el caso que...  (Parándose.)  ahora están con el toque de casar a Dulce con el primo ese, un tal Casiano, que se viste como en las comedias, y es un pedazo de bárbaro... pero en fin, parece que tiene trigo y el hombre quiere embarbetarse con la chica. Simón y Catalina entusiasmados; como que no miran más que al vil interés. Y les trae sorbidos los sesos un curángano, amigo y pariente del primo, que le llaman Juanito Casado, del cual dicen que es gran tiólogo y arreglador de vidas ajenas. Yo no sé sino que apostó a feo con Satanás y le ganó. Pues entre todos están preparando el pastel. Pero como yo me caso con el vil metal, y con todos los curas feos o bonitos, y como veo y toco que a mi sobrina no le peta ese avestruz, no quiero hacerles la jugada, y Simón y Catalina, para que yo no les estorbe, me han ajustado la cuenta y me han desenrolado.

No sólo no le parecía mal a Guerra que los padres de Dulce quisieran casarla con el primo Casiano, sino que aplaudía el proyecto, teniéndolo por la más juiciosa idea que en cerebros babélicos había nacido desde la creación del mundo. Así se lo dijo a D. Pito, el cual, sin cuidarse para nada ya de su sobrina, no pensaba más que en disfrutar del hermoso ambiente campesino y en contemplar el grandioso paisaje que   —162→   desde los altos a donde habían llegado se dominaba. «Vea usted, esto me gusta, esto sí que es hermoso, Carando, porque si bien es cierto que no se ve nada de la charca salobre... no sé... qué sé yo... el fresco este parece que le dice a uno: «Vengo empapado en la mar, y ahí te la meto por las narices».  (Extendiendo la mano.)  Nordeste, un poquito tirado al Este. ¿Ve aquel paredón de neblina que se ve por allí, detrás de la ciudad? Pues ahí viene más viento, y mañana, o fallan mis papeles, o Sudoeste que te quiero ver».

Anochecía cuando llegaron a la casa, y Guerra dio órdenes para aprontar la cena, porque los bostezos del pobre navegante, en los cuales parecía dar dentelladas a la piel amarilla que cercaba su rostro, revelaban que su apetito debía de ser ya hambre de naufragio. Cenaron, y afortunadamente Cornejo tenía un poco de anís, que sirvió de grandísimo consuelo al huésped.

-Vamos a ver -díjole Guerra- ya que aquí no puede usted ver la mar, ¿le serviría de distracción la pesca de río?

-Al pasar he visto que hay pescadores, sí señor, con más paciencia que los que esperan a que San Juan baje el dedo. ¡Y qué turbio viene el río y qué ruido mete! Pescaremos, si me traen aparejos. También he visto que hay una barca que parece una caja de pastillas para la tos, y trae pasaje para esta parte de acá... Diga usted, tino podríamos coger la barca, y dejarnos ir al garete hasta llegar a Lisboa? Y de allí... una vueltecita por la mar, y luego, orza para adentro y a dormir al cigarral.

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El desgraciado marino parecía feliz, y al beber el último trago, después de la cena, se acostó en la cama que le improvisó Jusepa con un jergón de paja y dos mantas. No necesitaba más, y aquel primitivo acomodo cuadraba mejor a sus gustos y a sus hábitos que el avío de un lecho de lujo con finas holandas y colchones de muelles. Se quitaba tres prendas nada más: el sombrero, el collarín de piel y las botas, y liándose en una manta, como si con su persona quisiera hacer un cigarro, ya estaba arreglado el hombre, pues de un tirón la dormía, arrullándose con la serenata de sus propios ronquidos.

Únicamente para visitar a su amiga, abandonaba Guerra las soledades de Guadalupe, lo que ocurría tan sólo dos veces por semana, por no permitirlo con más frecuencia las reglas de la Congregación. Del cigarral al puente tardaba cuarenta minutos, y mucho menos del puente a la Judería y casa provisional del Socorro, la cual era de vecindad, vulgarísima, colindante con las ruinas del que fue palacio del marqués de Villena y después de Benavente, a dos pasos de la Sinagoga del Tránsito y del Asilo de pobres de San Juan de Dios. Ni dentro ni fuera ofrecía cosa alguna que hablase a la imaginación del artista, como es corriente en todo edificio toledano. En la improvisada capilla, así como en el locutorio o sala de recibir, únicas piezas que Ángel conocía, todo era vulgar, pobrísimo y sin ninguna especie de arte. Los muebles, casi todos adquiridos de limosna, distinguíanse por su chabacana variedad. Cuadra blanqueada parecía la capilla, con su altar de gusto francés de cargazón, y un confesonario vetusto, procedente quizás   —164→   de alguna iglesia en ruinas. En el mueblaje del locutorio había banquetas altas que debieron de pertenecer a un escritorio de casa de comercio, y otras enanas que sin duda fueron de una escuela de niños, un sofá de Vitoria, y por decoración tres estampas: San José, Pío IX y León XIII; el suelo de baldosín, sin más reparo del frío que una angosta estera delante del sofá. La famosa y popular Congregación, fundada en Madrid treinta años ha para asistir enfermos a domicilio, instalose en Toledo poco antes de los sucesos que aquí se refieren; pero aún no tenía casa propia. Establecidas provisionalmente en una de alquiler, esperaban las hermanas tener pronto edificio suyo y nuevo, contando con la generosidad de personas ricas del vecindario. Hallábanse ya organizadas conforme a las reglas de su instituto, con los tres grados de religión, a saber: profesas, novicias y postulantas. En la categoría de novicias estaba Leré.

La primera vez que Guerra visitó a su amiga en aquella temporada, causole extrañeza verla de hábito, y no ciertamente porque el vestido religioso la desfigurase, robando encantos a su persona, sino quizás por todo lo contrario. Pronto se acostumbraron sus ojos a tal transformación, y llegó a creer que nunca había visto a Leré de otro modo; tan bien encajaban en su figura la falda de estameña negra con muchos pliegues, la manga perdida y el estrecho manguito cubriendo el brazo hasta la muñeca; la cerrada toca, que se prolongaba hasta mitad del pecho formando como una muceta, sobre la cual no llevaba aún rosario por no ser profesa; la negra esclavina sobre los hombros, y en la cabeza el velo blanco; los   —165→   dos rosarios pendientes de la cintura, el uno llamado la Corona, con catorce dieces divididos por medallas; el otro, como insignia o distintivo de la Congregación, terminado en crucifijo de bronce.

El bailoteo de los ojos se destacaba y lucía más, sin duda por no verse de la cara más que el palmito puro, recortado por la holanda, sin nada de pelo y muy poco de la frente. Acompañábala en las visitas una hermana profesa llamada Sor Expectación, cuarentona, de rostro blanquísimo y facciones bozales, resultando un contraste muy extraño entre la fealdad etiópica y la blancura alabastrina. Sus ojos parecían cuentas de bruñida pizarra. Mostrábase la hermana muy afable con Guerra, que era ya, dicho sea de paso, uno de los protectores más generosos del naciente instituto. La conversación solía versar sobre las dificultades con que tropezaba el Socorro para establecerse en Toledo, y entre col y col se deslizaban apreciaciones morales y místicas. Sor Expectación, a pesar de su mayor categoría ante la novicia, dejábala hablar sin meter baza, y la oía con atención cariñosa, cual si viera en ella uno de esos discípulos precoces que hacen callar a los maestros. El tono empleado por los tres era familiar, a veces mundano, y Ángel se maravillaba de que el hábito no hubiese alterado la naturalidad graciosa de Leré, la cual no creía sin duda que la santidad excluye el mirar cara a cara y el reírse con decencia, siempre que haya motivo para ello. La única restricción era que no se le podía dar la mano.

La primera o la segunda tarde de visita (no hay seguridad en la fecha), se sintió el madrileño ante su   —166→   amiga invadido de una tristeza que le abrumaba. Veíala dotada de hermosura celestial y vaporosa, que, a poco que sobre ella actuara la imaginación, se condensaría en belleza tangible y humana, y como al propio tiempo la veía del lado allá del abismo cavado por los votos y la observancia reglar, tuvo el pícaro antojo de echarle un lazo para atraparla y traérsela a la orilla en que él estaba. Empleó los argumentos del padre Mancebo, que eran los más fáciles de manejar, y Leré se defendió primero con tibieza y en tono festivo; mas poco a poco fue entrando en calor, hasta concluir con una parábola tan ingeniosa como persuasiva y elocuente.

-Mientras usted y mi tío no vean la vida como la veo yo, no comprenderán el ningún efecto que me hacen esas razones. Los trabajos, las penas y enfermedades, mírolas yo como pruebas de las cuales no debemos huir, porque ellas nos son enviadas para templar nuestra alma y hacerla resistente. Los que no son probados en esa tienta, no sirven para la vida alta. Los que aceptan las pruebas y se mantienen firmes y derechos, esos sirven. ¿Ha visto usted la Fábrica de espadas? Yo la vi siendo muy niña, y observé una cosa que no se me ha olvidado nunca. Un obrero de mucha práctica coge las varas de acero, las mete en el fuego, y cuando están al rojo las va examinando. Algunas, sin que se sepa la causa, presentan unas grietecillas o no sé qué... El obrero no hace más que mirarlas, y dice: «ésta no sirve», y la arroja en un montón. Aquellos pedazos de hierro no sirven para espadas, y se aprovechan para hacer asadores. Pues eso digo de las personas que no saben   —167→   templarse: no valen para espadas; asadores serán toda su vida. Los que cuando ven el mal encima claman atribulados al cielo, como si Dios tuviera la obligación de conservarles la dicha y la salud, no tienen temple, no valen. Serán acero fino los que resisten, los que alaban la mano que les baquetea sobre el yunque, los que cuando se ven pobres, perseguidos, enfermos, calumniados, dicen: «venga más».

Sor Expectación asentía risueña, con su poquitín de orgullo, y Guerra no encontraba fácilmente en su magín la contestación adecuada a tal manera de discurrir.

-Por consiguiente, no se asuste usted de que yo me quede triste, pero tranquila, cuando alguien viene y me dice: «El tío Paco sigue mal de la vista y se quedará ciego... La tía Justina no puede con tanto trabajo... ¿Qué va a ser de esos pobres niños?» Y ya le estoy oyendo decir a usted: «¡Pero qué cruel y qué mala es esta mujer, que ve impasible tantas desdichas!» Es que para mí la mayor de las desgracias consiste en no recibir esos regalitos del cielo que llamamos adversidad, miseria, muerte; es que para mí los que revientan de salud y de bienestar son los más dignos de lástima; es que para mí las calamidades representan una forma de bendición o gracia, y cuando la calamidad es sufrida con paciencia y humildad, viene a ser la ejecutoria de que servimos, sí, de que servimos para algo más que para comer y cargarnos de ropa. Y no me saquen la consecuencia de que si mi tío pierde la vista, yo me alegraré. No es eso; yo no me alegro: lo siento, porque el mal ajeno me afecta y me duele más que el propio. Si el mal fuera mío   —168→   me agradaría sufrirlo; pero siendo ajeno no tengo derecho más que a mirarlo con piedad, deseando que el prójimo lo acepte, como lo aceptaría yo... Ya, y le veo a usted venir... aguarde un poco. Va usted a preguntarme si no debo hacer algo para evitarlo. Si remediarlo pudiera, tomándolo para mí, lo haría; pero el remedio que me proponen es sumamente chistoso. ¿Qué se le ocurre a mi tío como infalible talismán para conservar la vista? Pues nada, friolera; que yo me case. En renunciando yo a la vida religiosa y en metiéndome a casada ¡pin! se acabó la ceguera, y tutti contenti. ¿Cómo quiere usted que no me eche a reír, don Ángel?  (Anticipándose a las razones de Guerra.)  Ya, ya sé lo que me va usted a decir: que la ceguera no es un argumento directo contra mi vocación; que se teme perder la vista, porque la familia quedaría desamparada, y que para evitar este desamparo de la familia, urge que yo dé el a Pepito Illán o a otro que tenga cuartos. Pero, D. Ángel, ¿es posible que de cabezas bien organizadas salgan razones tan sin substancia? Lo que pretenden es que yo abandone el camino por que me llama Dios, y tome otro que me repugna. ¿Para qué? para evitar la pobreza de mis sobrinos, ¡la pobreza el signo visible de pertenecer a Cristo! ¡el eres mío con que nos marca en la frente! Aquí sí que me explayo a mis anchas, y aunque usted me llame lo que quiera, digo y repito que no me importa nada que mis sobrinitos sean pobres. Si Dios les destina a mejorar de suerte en el mundo, porque así les convenga, Él les abrirá camino. ¡Pero buscar el remedio de su pobreza en el arreglito de una tía casada y un tío rico, que no se sabe aún si querrían protegerles...!   —169→   Vamos, ríase usted, hombre, ríase de esta manera de discurrir. El mal, el verdadero mal es el pecado. Cualquier sacrificio es poco para apartar a un alma de la condenación eterna. ¡Pero la pobreza, mirar como mal la carencia de medios de Fortuna! Fíjese usted un poco, remonte la vista, considere la vida desde un poquito alto, y verá que el accidente del tener o el no tener, colocado entre el nacer y el morir, significa bien poco. ¡Si no muriera el rico, si su riqueza le asegurara un puesto preferente en la otra vida...! ¡Pero si muere como el mendigo, y tan polvo es el uno como el otro! Y fíjese usted en la brevedad de la vida, en esta jornada que hacemos acompañados por la muerte, que nos lleva de la mano, pronta a darnos la zancadilla. ¿Qué diferencia esencial hay entre recibir de un administrador o del habilitado el pedazo de pan y tener que pedírselo al primero que pasa? Cuestión de formalidades, que en el fondo no son más que soberbia... ¡Que Justina tenga que mendigar! ¿Y qué? Es lo único que le falta para ser santa. De limosna vivimos nosotras. ¡Que los chicos no podrán seguir una carrera! ¿Y qué significa esto de las carreras? ¿Ser abogado para enredar a media humanidad, ser médico o militar para matar gente con píldoras o con balas? Ni las carreras, ni los oficios representan nada... ¿Me quiere usted decir si cuando un hombre se presenta delante del que juzga a los vivos y a los muertos, le van a pedir algún titulo académico o la papeleta de exámenes? Ya, ya sé lo que va usted a contestarme. Que con mis ideas, bonita estaría la civilización. Pero si yo no tengo nada que ver con la civilización, ni me importa, ni hablo contra ella. Ya sé   —170→   que siempre ha de haber ricos, y convendrá quizás que los haya; pero cada cual tiene su gusto, y a mí, si me dan a escoger, me quedo con la pobreza. No poseo nada ni quiero poseer nada. La propiedad me quema las manos, y la idea de mío me la borro, me la suprimo de la mente, porque esa idea, créame usted, suele ocupar mucho espacio y no deja lugar a otras, que nos convienen más. Yo digo: habrá algo que sea de alguien; pero mío, perteneciente a mí, bien segura estoy de que nada existe. Sólo Dios es dueño de todas las cosas. A Él pertenezco y nada me pertenece.




III

Salía Guerra de allí con la cabeza medio trastornada, porque las ideas expuestas con tanto donaire y sencillez por su amiga le seducían y cautivaban sin meterse a examinarlas con auxilio de la razón. Había llegado Leré a ejercer sobre él un dominio tan avasallador, se revestía de tal prestigio y autoridad, que llegó a representársele como la primera persona de la humanidad, como un ser superior, excepcional, investido de cualidades y atributos negados al común de los mortales; y cediendo a una ley de gravitación moral, sentíase atraído a la órbita de ella, llamado a seguirla y a imitarla.

Recordando en la soledad campestre las expresiones de su amiga, las comentaba, las desentrañaba, y de ellas partía buscando hacia arriba alguna síntesis suprema, o hacia abajo aplicaciones a la vida general. La semana entera se la llevó tratando de digerir   —171→   aquel refinado misticismo, que un año antes le habría parecido absolutamente indigesto. Lo que más sentía era que todas las visitas semanales no fueran igualmente afortunadas, porque en algunas creeríase que el Demonio lo enredaba, llevando a otras personas que hacían difícil la comunicación inmediata con Leré. Como para las visitas se designaban días de la semana, no pocas veces reuníase tal caterva de señoras y caballeros, que era cosa de salir renegando. Una de las tardes más desgraciadas fue, aquella en que, a poco de entrar Guerra, vio penetrar en la sala la respetable trinidad de D. Suero, doña Mayor y Mariquita Fernanda, no tardando en agravarse la situación con la llegada de la superiora, Madre Victoria de la Cruz, y de otras dos monjas más. Generalizada la conversación, D. Suero se puso insoportable ponderando los beneficios que iba a reportar Toledo de personas tan ilustradas como las hermanitas del Socorro. Burla burlando, echó unas puntaditas a las órdenes de clausura, que no responden a los fines de la vida moderna y de la ilustración, porque aun en el ramo de almíbares y huevos hilados, ahí están las confiterías, que son una industria y ayudan al sostenimiento de las cargas del Estado. Doña Mayor y la superiora picotearon bastante, y María Fernanda pidió explicaciones a la novicia de ciertas laborcillas de gancho que hacía con gran primor, y después hablaron de las señoras de Rojas, sintiendo mucho que se hubieran muerto, ¡pobrecitas! y la tarde fue para Ángel desabrida, larga y tediosa.

A veces solía llevar a D. Tomé, con intención de echárselo a las demás visitas al modo de quite, para   —172→   que le dejaran libre a Leré; pero las escasas facultades sociales y de palabra del autor del Epítome inutilizaban casi siempre su plan.

En cambio las tardes felices, aquellas en que se encontraba solo con la novicia y la hermana blanca, que parecía la estatua de una negra bozal esculpida en alabastro, con las pestañas blancas y los ajos de pizarra, Ángel se consideraba dichoso; y si la conversación no recaía desde el primer instante en cosas supremas, él la llevaba por las vías y zonas más altas. Fácilmente seguía la imaginación alada de Leré los vuelos de su amigo, y apreciaba con brío mental y convicción fortísima la humana existencia, dejando muy mal parado el mundo, por el suelo sus afanes y vanidades, y resueltamente establecido el principio de que fuera del fin de salvarse, no hay ningún fin humano que no sea una gran necedad.

Hay que advertir que un entusiasmo semejante, aunque no tan vivo, al que había sabido inspirar a su antiguo señor, despertaba Leré en la comunidad, pues todas las hermanas veían en ella una mujer excepcional. Las cautivaba precisamente con su modestia y su deseo de anularse; con querer ser siempre la primera en la faena, la última en el descanso; con no aventurar jamás un deseo dentro de las prácticas de la Congregación, como no fuera el de la absoluta obediencia; con ser la enfermera más valerosa, la más diligente ama de gobierno, la más callada, la más sufrida, la más serena de espíritu; y en fin, concluía, de ganar los corazones con su entendimiento soberano, pues si rompía el silencio, porque se solicitaba su opinión sobre algún punto espiritual o de la vida   —173→   ordinaria, siempre salían de sus labios palabras de deslumbrador sentido, conceptos sobre cuya exactitud y verdad no podía caber ninguna duda.

Algunas tardes volvía Guerra a Guadalupe en ese estado que los místicos llaman de edificación: bullían en su mente planes y proyectos que no era más que las ideas de una mujer queriendo tomar en la mente del varón forma activa y plasmante. Lo que Leré pensaba, debía llevarlo él al terreno de la acción. La iniciativa o el germen de esta acción partía de su amiga, encarnándose luego en la mente de él y revistiéndose de la substancia de cosa práctica y real. Trocados los organismos, a Leré correspondía la obra paterna, y a Guerra la gestación pasiva y laboriosa. El proyecto de fundación sería Leré reproducida en la realidad, idea de la cual apenas se daba cuenta Ángel, mientras fue nebulosa, pero que a medida que se condensaba, íbale absorbiendo y ocupándole todo. Fundar, sí, fundar; ¿pero qué, cómo, en qué forma? Sólo sabía que era forzosa la fundación; mas no acertaba con los términos precisos del ser que se estaba formando en su caletre.

¡Qué noches aquellas del cigarral, dignas de que las pintase quien supiese hacerlo! Cornejo encendía con el ramaje de la poda una gran lumbre, junto a la cual se congregaban el amo, el guarda, Jusepa, don Pito y el pastor, de quien no se ha dicho nada todavía. Llamábase Tirso, y era un hombre enteramente primitivo, de una tosquedad casi salvaje, hirsuto y mal barbado, vestido con calzón de correal, abarcas de cuero, un chaquetón de raja parda sin forma ni color y que parecía compuesto de pedazos de yesca, montera   —174→   de pellejo rapada ya por el uso. Su cara era un revoltijo de arrugas y polvo, en medio del cual lucían los ojos sagaces, despiertos, como dos ascuas chiquitinas que habían caído por casualidad en aquella masa reseca, y la iban a incendiar cuando menos se pensase.

Tirso no tenía edad, es decir, no era fácil echarle la filiación. No sabía cómo se llamaba. «¿Tirso qué?» le preguntaba su amo, y él se encogía de hombros. Pasaba por tonto en aquellas tierras, y también por gracioso; excelente guardador de cabras, pues res que se le confiaba, no era fácil que se perdiese. No había estado en Toledo más que dos o tres veces en su vida, ni conocía más mundo que el que se extiende desde el puente de San Martín hasta la sierra de Nambroca, entre los ríos Guadajaroz y Algodor. Hablaba un lenguaje corto y de escasísimo vocabulario, lleno de desusados idiotismos, que sonaban a lengua fenecida. No se había lavado nunca ni siquiera la cara. No entendía la hora en la muestra de un reloj; pero en cambio la leía con exactitud en el curso del sol, y por la noche la deletreaba en el libro de las estrellas. No sabía lo que es café, y el chocolate lo había probado una sola vez en su vida. Llamaba de tú o de vos a todo el mundo, menos al amo, a quien se dirigía siempre en tercera persona, pues el usted no acababa de articularse en sus torpes labios. Desde las alturas donde pastoreaba había visto pasar el tren; pero nunca se dio cuenta clara de lo que aquello era. El sentido moral parecía muy embrionario en él; en cambio no le faltaba el sentido jurídico, y las ideas de tuyo y mío brillaban claras en su mente. Tan pronto se hacía   —175→   notar por su barbarie como por su agudeza, y era algo médico, algo astrónomo y también algo poeta.

A D. Pito le cayó muy en gracia; y se partía de risa oyéndole hablar, entendiérale o no, pues comúnmente el marino se quedaba en ayunas de las expresiones de aquel solitario de tierra adentro, y tenía que recurrir a Cornejo para que le tradujera frases como ésta: «si fuerdes al monte topardes lliebres, magüer que en cría», que sonaban a castellano en cría. Poco a poco se fue haciendo el oído del navegante a la fabla del rústico, y no tardaron en amigarse. Por las noches, al amor de los tizones, se enredaban en graciosas parlamentas, no teniendo poca parte en la intimidad el uso del alcohol, pues D. Pito, que por la generosidad del amo disfrutaba ración bastante de sus brebajes favoritos, convidaba al pastor a catarlos, y el bruto aquel se relamía de gusto cada vez que empinaba el codo. Esto y salir a tirar algunos tiros era su mayor delicia, en lo cual se confirmaba la observación de que lo primero que el salvaje acepta de las razas civilizadas es la pólvora y el aguardiente.

Acompañábale D. Pito en sus excursiones pastoriles, y no le llamaba por su nombre, sino que desde el primer día le aplicó otro muy enrevesado, que los demás rara vez acertaban a pronunciar al derecho. «Este demonio de zagal -decía el marino a Guerra- es el vivo retrato, fuera del color, de un cacique de negros que conocí en la costa de África, el cual nos traía la esclavitud en cuerdas de veinte, veinticinco hombres. A pesar de la diferencia de razas, aquel bárbaro y éste se parecen como dos gotas de agua, en la manera de mirar y en el aire del cuerpo, y siempre   —176→   que hablo con Tirso, me parece que tengo delante al amigo Tatabuquenque.

A poco de tratarse y de vagar juntos por sendas y barrancas, seguidos de Cachopo, el perro del cigarral, Tirso respondía al endiablado nombre de Tatabuquenque. Por cierto que cuando D. Pito aparecía entre las rocas o por entre las ramas de un matorral, con el collarín de pelo amarillo, el hongo aplastado, la cara de corcho, debía de parecer fiera que en la aspereza de aquellos montes tenía su caverna, y que salía en busca de alguna res para echarle la zarpa y comérsela, y lo mismo pensarían de él sin duda los conejos y las aves que desde lejos le miraban, poniéndose en salvo con más miedo del hombre que de la escopeta. Porque se ha de decir que era tan mal tirador D. Pito, que de cada cinco disparos no acertaba ninguno, y como no saliera Cornejo en su ayuda, la caza concluiría por perderle todo respeto.

A Guerra le entretenía oírles charlar por las noches, junto a los tizones encendidos. Contaba D. Pito sus aventuras de mar, que escuchaban con la boca abierta Tatabuquenque, Cornejo, Jusepa y el mismo Ángel. Oiríais allí cómo afronta un vapor las mares hinchadas, poniéndoles la proa y cortándolas sin miedo; cómo barren las furiosas olas la cubierta, entrando por la amura y llevándose botes, jaulas de ganado, hombres si puede, y reventando algún mamparo, o la lucerna de la cámara; cómo en noches de espesa niebla se arruga el corazón de todo mareante, que ignorando dónde se halla, teme por momentos estrellarse contra invisibles rocas, o darse de trompadas con otro buque; cómo se avisan con el triste sonido de silbatos y sirenas   —177→   que llenan el aire denso de tristeza y pavor; cómo impensadamente sobreviene el temido choque, y en un punto las dos naves dan el topetazo una contra otra, rompiéndose cual si fueran de vidrio; cómo en fin, el agua se precipita en las cámaras y bodegas en catarata hirviente, y salen todos despavoridos, buscando la salvación sin encontrarla, hasta que se hunden por aquellas aguas abajo, y perecen comidos de peces voraces que se los meriendan en un decir Jesús. Oiríais también relatos asombrosos de países lejanos y ardientes, donde todas las personas son negras y andan en cueros vivos, buscando algún cristiano que aparezca por allí para asarlo y comérselo; o de pueblos de refinada civilización, donde andan los trenes por las calles como aquí los perros, y hay los más soberbios establecimientos de bebida que se pueden imaginar; escucharíais, en fin, ¡me caso con San Bolondrón! la nunca oída fábula de un Túnel por debajo de ríos mayores que el Tajo, de un canal por donde saltan los barcos de una mar a otra, de vapores tan grandes como la Catedral que van llenos de gente, de ganados, de azúcar, de arroz o de aguardiente, por aquellas aguas adelante, pim pam, dale que le das a la hélice, la cual viene a ser lo mismo que el molinillo de la chocolatera; y todo se mueve con una máquina grandona, donde está el vapor dando resoplidos, metiéndose y sacándose por unos tubos que...  (No sabiendo cómo explicarlo.)  Vamos, que se calienta el agua, y se forma el vapor, que viene a ser... ¿Veis las nubes? Pues como las nubes, un humito blanco, blanco, que tiene más fuerza que miles de caballerías, y se mete por el tubo y va al cilindro,   —178→   y, pues... empuja, vamos... sale, se condensa, vuelve a entrar... y...

TIRSO. -   (Comprendiendo.)  Jo, como el muérgano de la Egregia Mayor de Toledo, que va el viento y ansopla por los caños, y ansina como sale el son en el muérgano, en aquesas mánicas descampa un golpe de adre que arrempuja...

JUSEPA. -  ¡Válgame Dios, que trenes los de la mar! Uyí que en no sé qué mar se fue al jondo un barco cargao de dinero, y bajaron a sacarlo unos aqueles de hombres con la cabeza metía en un botellón de vridio.

TIRSO. -  Jo, abajaradéis vos a buscallo con san fin de dimoños; que yo ni por tu el sagrario bendito me abajaba.

CORNEJO. -    (Dándose importancia.)  Animales, esos que bajan son los buzos, que tién vestimenta de fierro como la que sacan los guerreros en la procesión del Viernes Santo, y un dispejo por delante de la cara, pa ver mismamente dentro de la mósfera del agua.

DON PITO. -  Exactamente, así es.

TIRSO. -  Y no uyísteis lo que mos contó el estordiante D. Pelayo, fijo de nuestramo de antes D. Juárez? Pos contó que hubían unos barcos grandes, grandes, con jierro por alante, y dencima cañones del gordo como de cuatro güeyes, y en ca tiro, jo que te estriego, medio mundo patas arriba.

DON PITO. -  Esos son los acorazados, sí, tremenda artillería.  (Enfática descripción de la marina militar.) 

JUSEPA. -  Anda, ¿y busté hay estado con su barca en tantísimas ciudades y puebros?

  —179→  

DON PITO. -  No acertaré a contarlos. Liverpool, Hamburgo y Amberes en el Norte; Nápoles, Trieste y Marsella en el Mediterráneo; Singapore, Macao y Manila en Oriente; toda América desde Montreal a Buenos Aires por Occidente; la Mar Caribe de punta a punta muchas veces, y en África hasta cerca del Cabo.

TIRSO. -  ¡Jó, qué correríos tié el hi de pucha!

JUSEPA. -  Diga, ¿y no allegó a Roma?

CORNEJO. -   (Ganoso de contar sus empresas militares.)  No seas bestia. Si Roma no es puerto de mar. Allí estuvimos con el general Córdoba, cuando Pío IX nos echó la bendición.

TIRSO. -  Roma es onde mora el crergo mayor de tos los crergos, que le llaman Su Santísimo Papa.

La conversación se animaba hasta el entusiasmo cuando recaía en asunto de toros. Cornejo, que había vivido algún tiempo en las dehesas del Duque, se las echaba de inteligente, narrando mil peripecias dramáticas y lances tremebundos. A Jusepa se le encandilaban los ojos, y aunque sólo había visto dos medias corridas en la plaza de Toledo, su imaginación se inflamaba con el relato de las lides taurómacas, cual montón de hojarasca reseca en la cual arrojan una tea encendida. El montaraz Tirso, que jamás presenció corrida en forma, y apenas conocía los toros más que de verlos sueltos y libres en la ganadería, contó que una vez, hallándose en medio de las fieras, vio dos que reñían, y el vaquero les tiraba piedras, y él tuvo tal miedo que le entró una correncia, única enfermedad que tuvo en su vida. El capitán refirió las diversas funciones que en Cádiz, en la   —180→   Habana y en Madrid había visto, y entre las verdades colaba de matute mentiras muy gordas, verbigracia, que en cierta corrida a que asistió en Jerez, viendo que nadie se atrevía con un Miura muy voluntarioso y de mucho sentido, bajó al redondel y lo remató con un mete y saca, que fue la admiración de los maestros. En volandas le llevaron a su casa. No hay que decir que los tertuliantes se lo creían, pues cuando aquel tema de los toros, legendario y castizo, tan grato a españoles de raza, se introducía en la conversación, todos perdían la chaveta, lo mismo el bárbaro Tirso que la zafia Jusepa y el veterano Cornejo.



IV

No lejos del grupo que rodeaba el fuego, Guerra oía y callaba, y los vivos coloquios en que alternaba la marrullería de D. Pito con la rusticidad de los cigarraleros, lejos de molestarle en su meditación sobre cosas tan distintas de lo que allí se hablaba, servíanle como de arrullo, le llevaban el compás, si así puede decirse, marcándole el ritmo para que sus ideas se coordinaran más fácilmente. Así, cuando había una pausa en la conversación de aquellos bárbaros, la mente de Guerra se paraba, como una máquina que se entorpece, y en cuanto volvían a sonar los disparates, la mente funcionaba de nuevo. ¿Qué relación podía existir entre el pensar del amo abstraído y los conceptos de aquella infeliz gente? Ninguna en usual lógica.

Poco a poco íbale saliendo a Guerra su plan, no   —181→   completo ni sistemático, sino en miembros o partes sueltas, las cuales eran como sillares de magnífica veta, con los cortes y el despiezo convenientes para emprender luego la composición arquitectónica.

Primera idea. Ni sombra de duda tenía ya de la excelencia y superioridad del ser de su amiga. Las doctrinas vertidas por ella revelaban inspiración del Cielo, y quizás una misión providencial confiada a tan excelsa persona. Gracias a Leré, Ángel había recobrado las ideas de la infancia, la creencia en lo divino, la seguridad de que la suprema dirección del Universo reside en la voluntad misteriosa de un Ser creador y paternal, quien elije a ciertas criaturas y les imprime la divinidad en grado máximo para que descuellen entre las demás y les marquen el camino del bien. De estas almas delegadas era Leré, con quien él había tenido la dicha de encontrarse en días de crisis moral, debiéndole su regeneración, indudable victoria sobre el mal, pues sólo con mirarle y argüirle suavemente, la de los ojos bailantes había hecho de él otro hombre.

Para corresponder a tan gran beneficio, él ayudaría a Leré a derramar por el mundo la onda divina que afluía de su alma pura. Poseyendo él suficientes medios materiales para materializar los hermosos pensamientos de la inspirada joven, los emplearía sin vacilar en empresa tan meritoria y grande. Fundaría, pues, con toda su fortuna, una orden, congregación o hermandad destinada a realizar los fines cristianos que a Leré más le agradasen. Él se encargaría de todo lo adjetivo, ella de lo substancial. La institución podía ser puramente contemplativa, si ella lo deseaba,   —182→   o filantrópica y humanitaria con todo el carácter católico que ella quisiese darle. Si disponía que se consagrase al amparo de pobres y desvalidos, él tomaría sobre sí la obligación de buscarlos, recogerlos y conducirlos a donde recibieran el remedio de sus males. Si era cosa de cuidar enfermos, él rebuscaría en zahúrdas insanas y estrechas las manifestaciones más horripilantes del mal físico. Si la santa se decidía por perseguir el mal moral, estableciendo la corrección del vicio, la enmienda de la prostitución y de la perversidad, él emprendería una leva de criminales y les llevaría, con sugestiones inspiradas por su fe, a donde hallaran de buen grado los medios de regenerarse.

Parte esencial de este plan era que él, estimándose el primero entre los desgraciados, entre los enfermos y entre los criminales, se consideraba ya número uno de los asilados, cofrades, hermanos o lo que fuesen, sin que esto le quitase su carácter de fundador, ni le eximiese de la obligación de disponer todo lo material y externo.

Segunda idea. Al consagrarse con alma y vida a la realización de las doctrinas Lereanas, se desligaría en absoluto del mundo, y de toda relación que no fuera las que entablaba con su celestial amiga y maestra.

Ruptura completa con todo el organismo social y con la huera y presuntuosa burguesía que lo dirige. Equivalía semejante determinación a quitarse un duro grillete, y al propio tiempo, reconociendo los garrafales defectos del organismo social, se inhibía en absoluto de toda competencia para reformarlo.   —183→   Proscripción completa de la política. Que la sociedad se arreglase como quisiera y como pudiera. Ya no tendría con ella más conexiones que las indispensables para recoger en su seno corrompido las miserias que reclaman socorro. Ninguna idea política ni social tenía ya valor para él; ni pensaba, como antes, en mudanzas o refundiciones de los poderes públicos y de la propiedad. Cualquiera concreción que trajese el porvenir, ya fuese la democracia rabiosa o el absolutismo de látigo, le tenían sin cuidado, con tal que el legislador futuro no metiese la hoz en las nuevas florescencias del espíritu religioso. Y si las segaba, Leré dispondría. Era, pues, como esposa mística, que en el orden supremo de un matrimonio ideal llevaba el gobierno moral de la familia. Su saber omnímodo daría solución a todos los problemas que se presentasen.

Tercera idea. En cuanto a prácticas religiosas, aunque por la influencia de Leré había recobrado los sentimientos de la infancia, las ideas primordiales del Dios único y misericordioso, y de la inmortalidad del alma; aunque la estética del catolicismo le cautivaba cada día más, y tenía la moral cristiana por irremplazable, encontraba en el organismo de la Iglesia formalidades que, a su parecer, exigían modificación. Sin embargo de estos escrúpulos, lo aceptaba todo tal como lo hemos heredado de las anteriores generaciones católicas, por ser Leré católica ferviente. Amortiguaba el madrileño sus dudas pensando que, al recibir la excelsa joven la misión de desbrozar nuevamente los caminos del bien y la verdad, se creyó arriba que esta misión se cumpliría   —184→   mejor dentro del catolicismo que dentro de otra creencia, y por esto había venido Leré al mundo con su ortodoxia exaltada y a macha martillo. En cuanto al clero, el co-fundador lo creía necesitado de un buen recorrido, cual maquinaria excelente y de larguísimo uso, que conviene desmontar y limpiar de tiempo en tiempo; pero sometía su opinión al supremo dictamen de Leré, y si ella pensaba que el personal eclesiástico debía continuar como existe, por él, que quedase. En puridad nada de lo establecido estorbaba para el grandioso plan.

Idea total o envolvente. Desechada la creencia, en él antigua, de que sólo el mal es positivo y de que el bien no es más que una pausa o descanso del mal, estableció y dogmatizó la doctrina Lereana de que el mal y el bien son igualmente positivos, con la diferencia de que el mal se determina en uno mismo, y el bien en los demás, es decir, que la concreción del mal es sufrirlo, y la del bien hacerlo.

Terminado el laborioso parto, levantose y salió para refrescar su alborotada mente, desafiando el frío de la noche. Los demás seguían charlando junto al fuego, y acostumbrados a ver las bruscas salidas y movimientos del amo, no hicieron caso de él. Miró Ángel las estrellas que resplandecían con vivido temblor en la concavidad sublime del cielo, y se sintió satisfecho de sí mismo como no lo había estado en todos los días de su vida. Vio en su existencia un destino grande, aunque subordinado a otro destino mayor, y comparándose con el hombre de antes no pudo menos de despreciar todo lo que fue, y de enorgullecerse por lo que era, vanagloria legítima sin   —185→   duda, no incompatible con el propósito de anularse socialmente y de llegar a ser, dentro de las categorías humanas, tan humilde y poca cosa como D. Pito y Tatabuquenque.

Volviendo a entrar en la cocina, vio a Jusepa, que se caía de sueño, abriendo la bocaza como una espuerta, y a Tirso que abandonaba la tertulia, y salía tardo y claudicante, con movimientos y desperezos que más parecían de cuadrúpedo que de hombre. Mientras el pastor se iba al pajar, D. Pito cogía la manta para meterse en la almazara, sitio que le habían designado para camarote.

Guerra notó en él los síntomas del tedio abrumador que le acometía de vez en cuando. «Animarse, don Pito, que aquí estamos muy bien, y fuera de aquí no hay más que vulgaridad llena de sinsabores, y una vida de estúpidas apariencias. ¿Echa usted de menos la mar? ¡Dichosa mar! Descuide usted, que ya tendremos mar. Por de pronto, yo me encargaré de que nada le falte.  (Mirándole los pies.)  A propósito, esas botas no son propias de un caballero cristiano. Mañana irá Cornejo a Toledo a comprarle a usted otras de lo mejor que haya».

-Don Ángel de mis entretelas,  (Abrazándole.)  muchas gracias. Ya pensaba yo que necesitaba echar palas nuevas a la hélice; pero, amigo, como no hay... me caso con San...

-Ea, no se case usted con nadie y menos con un santo. Quedan terminantemente prohibidos los casamientos. También le traerá Cornejo un capote de monte para que se abrigue mejor y suelte ese gabán que parece la funda de un violín...

  —186→  

- Venga, venga el capote, y alégrate, casco viejo, que ahora tienes quien te arranche.

Como por ensalmo se le disipó el tedio, y cogiendo de las manos de Jusepa el candil de garabato, se fue así, dormitorio y a su rústico lecho, donde tan ricamente se tumbaba. Quedose Ángel en la cocina, pues no tenía sueño ni ganas de acostarse, y sin más luz que la de los tizones, contempló embebecido las singulares figuras y contornos del fuego en el ancho hogar, que lentamente se enfriaba. Los leños, hechos ceniza y conservando en ella su forma, se desmoronaban por su paso y se rompían en mil fragmentos de lumbre, con rumor como de sílabas que espiran antes de ser pronunciadas. Las figurillas variaban a cada instante, al apagarse, ahora como rostros de personas y animales, ya como ramificaciones arbóreas, y todo se iba desmenuzando en puntos luminosos que la ceniza se tragaba y el frío se bebía:

-Aún falta mucho, mucho -se dijo el solitario dando un gran suspiro, sin quitar los ojos del hogar-, para que la idea se complete y llegue a ser practicable.

Retirose a su aposento alto, a obscuras, palpando los paramentos de la escalera, y cuando se acostó, conservaba en su retina la impresión de las ascuas moribundas. No pudo dormir ni le molestaba el insomnio. Mejor, mejor; con eso podría cavilar a sus anchas y sacar chispas de ciertos puntos opacos, golpeándolos con el eslabón del pensamiento. Aletargado al fin, trataba de convencerse con laborioso razonar de que las imágenes de Leré y Ción que delante tenía, dándose la mano, vestidas de blanco y con los   —187→   nimbos de oro en la cabeza, no eran proyección espectral de su idea sino realidad, realidad... Allí estaban las dos; pero hacían la gracia de desvanecerse en cuanto él abría los ojos. «Es particular -se decía-; hace mucho tiempo que no se me aparece el hombre aquel del cabello erizado y de la mueca de máscara griega».




V

Contento estaba el marino con sus palas nuevas en la hélice y el capote de monte, el cual le parecía casulla, porque se lo encapillaba metiendo la cabeza por la abertura del centro de la tela. Prenda era de mucho abrigo y comodidad para correrías invernales. Con ella y la gorra de nutria que le regaló Cornejo, y en la mano, bien un garrote, bien vara larga y a veces una tralla, ¡listo! avante toda por altozanos y barranqueras, navegando en conserva con Tatabuquenque y sus cabras... Al rayar el día, dejaba las ociosas pajas el bueno del capitán, y al instante iba en reconocimiento de la cocina, hasta avistar a Jusepa, con la cual se abarloaba sin pérdida de tiempo, obteniendo de ella un pedazo de bacalao que chamuscaba en el primer fuego que en el hogar se encendía. Golpeando la tira de pescado seco contra una piedra para ablandarla, le metía el diente. Después tira de ginebra o ron, y en franquía, mar afuera hasta la hora en que pasaban los garbanzos por el Meridiano, la una de la tarde.

Guerra paseaba también por la mañana, solo y sin alejarse mucho de Guadalupe, rondando por la Virgen   —188→   del Valle o aproximándose a la peña del Moro, de donde se divisa el panorama de Toledo y del río en toda su imponente majestad. Tres días después de la para él memorable noche en que determinó la fundación, hubo visita, por cierto de las más venturosas, porque nadie pareció por allí; y para colmo de felicidad, sor Expectación, la negra de alabastro, después de presentarse en el locutorio con Leré, se largó con viento fresco diciendo que volvería. Solos la hermana y Guerra, éste no le mentó el rebullicio que en su cabeza traía, prefiriendo confiarle el plan ya maduro y completo, sin que faltara ningún detalle. Únicamente indicó que pronto hablarían de un asunto, religioso por más señas, que a entrambos igualmente había de interesar. Absorta y con cara de júbilo le miraba la novicia, y sus ojos inquietos despedían chispas de diferentes luces y colores, como astros de primera magnitud, o al menos, tales le parecieron a Guerra. Embelesado ante ella, ya no se contentaba con verla bonita, sino sobrehumanamente hermosa, con hermosura que amor y respeto en igual grado le infundía, la exaltación cordial sin mezcla alguna de apetito bajo, todo puro, todo místico y de la más fina idealidad.

-Ahora comprendo -pensaba Ángel contemplándola con adoración muda-; ahora comprendo ese bailar de los ojos. Es el aleteo del Espíritu Santo, que ha hecho dentro de ellos su palomar.

La conversación versó, durante un mediano rato, sobre diversos particulares pertinentes a la Hermandad del Socorro, hasta que Leré se decidió a abordar un asunto que tratar quería con su místico amigo, asunto bastante mundano y espinoso por cierto.

  —189→  

-Don Ángel, me va usted a dispensar que le hable de una cosa... Como es usted tan bueno y ha vuelto los ojos a Dios, ninguna verdad que se le diga le ha de disgustar. Y pues me autoriza para ser su lazarillo, ahora que empieza a ver y a curarse de la ceguera, me permitiré guiarle un poco, de lo que no me alabo, porque el dar la mano y señalar dónde hay piedra o bache no es ningún mérito que digamos.

-Ya lo sabes: tú mandas y yo obedezco.

-No tanto... bájese usted un poquito. Yo no mando.. No faltaba más. No hago más que proponer. Vamos al caso, que es tarde. Pues señor...  (Sentándose y cruzando las manos.)  Aquí lo sabemos todo. Sin que nosotras nos ocupemos de averiguar lo que pasa de esas puertas afuera, nunca faltan bocas habladoras que vengan a traernos la cháchara del pueblo. En fin, enterada estoy de que a Toledo llegó esa señora, con toda la caterva de sus hermanos y demás familia. Además, me contó un pajarito que esa infeliz le ha cogido a usted las vueltas, en lo cual hace perfectamente, porque yo me pongo en su caso, y... vamos, que no puede desprenderse del afecto que guarda al que la quiso y vivió con ella, aunque fuera contra lo que mandan la religión y la decencia. Supe también que mi amigo, por huir de tal persecución, se plantó en el cigarral, diciendo «ahí queda eso». Los Babeles tienen ya casa propia, creo que allá por el Alcázar, y los padres de esa señora beben los vientos por endosársela a un primo de Bargas o no sé de dónde, viudo y rico. Pero ella no está por casorios, aferrada a la malicia de su amor antiguo.

-Algo de eso supe yo también -dijo Ángel-. La   —190→   misma Dulce me lo contó, y le aconsejé que no fuera tonta y se casara.

-Vamos a ver. ¿No piensa usted casarse con ella?

-¡Yo!

-¿A qué ese asombro? ¡Yo! No parece sino que usted, al pronunciar ese ¡yo! tan hueco, se considera desligado de las obligaciones que imponen la ley de Dios y la ley humana. Usted mismo me ha dicho que la tal es buena, cariñosa y fiel a toda prueba. ¿Es que usted no la quiere ya? Pues decírselo claro, aunque el golpe le resulte duro, para que dirija sus pensamientos a otros fines. O herrar o quitar el barco. O casarse o desahuciar.

-Pues desahucio, hija, desahucio. Si yo me considero ya sin compromiso alguno. Pero ¿qué culpa tengo de que ella se obstine...?

-Cuando ella se obstina  (Con malicia.)  es porque se le han dado más motivos para apretar las ligaduras que para aflojarlas.

-¿Yo?

-¿Otro yo tenemos?  (Con penetración.)  A ver; júreme que desde que está en Toledo no ha tenido con ella ningún trato inmoral.

-No puedo jurar tal cosa respecto al trato que dices...  (Sin vacilación en su sinceridad.)  porque lo he tenido, sí.

-¿Lo ve usted?

-¿Y cómo lo sabes?

-No lo sabía; lo sospechaba. El Demonio no pierde ripio, y estando esa mujer aquí, no había de descuidarse el muy tuno. ¿Los dos en Toledo? Pecado al canto. Tratándose de vicios antiguos, suponiendo lo   —191→   peor se acierta siempre... No, no se disculpe usted... no se necesitan explicaciones. Lo que hay que hacer es lo siguiente:  (Levantándose y acentuando sus palabras con gesto de convicción y autoridad.)  Va usted en busca de esa señora, hoy mismo, mañana mismo lo más tarde, y le dice una de estas dos cosas... piénselo con tiempo y elija... una de estas dos cosas: «Dulce, vengo a decirte que me caso contigo...» o «Dulce, vengo a decirte que no existo ya para ti». Nada, nada, o atar o desatar para siempre.  (No dejándole meter baza.)  Semejante situación de balancín entre el pecado y la honestidad es insostenible. ¿No quiere usted regenerarse, no quiere ser ferviente amigo de Cristo y realizar obras grandes, caridades aparatosas, y defender la Fe y meter mucho ruido con su cristianismo? Pues nada de esto vale de nada sin purificarse interiormente. Porque se presentará mi D. Ángel ante Dios con mucha bambolla de palabras, y mucho entusiasmo, y mucho ruido, y Dios le dirá: «Límpiate primero, y cuando estés limpio, hablaremos». Fuera, pues, esa lacra, fuera. Si usted no se la quita, verá qué peso tan grande, qué estorbo para entrar en la vida espiritual. No podrá usted moverse, no podrá dar un paso...  (Con viveza impaciente.)  Pero qué, ¿será capaz de no hacer lo que le aconsejo?

-Basta, Leré, basta; no me riñas más...  (Con efusión.)  ¿Tú lo quieres, tú lo mandas? Pues se hará. No necesitas argumentarme, pues comprendo la razón y la verdad con que hablas, la profundísima sabiduría con que sentencias en este pleito. Mañana mismo me planto allá, descuida, y... lo que tú dices; una de las dos cosas. No hay que añadir que opto por la segunda.   —192→   Sobre eso no puede haber duda. Rompimiento absoluto. Si pudiera ir un poquito más lejos, y lograra convencerla de que debe apechugar con el primo... Pero verás tú cómo se resiste. Las mujeres son el demonio...

-Gracias.

-Algunas, quiero decir.

-Pues yo creo que si usted corta las comunicaciones bien, pero bien cortadas, ¿eh?... qué sé yo, lo pensará, y andando el tiempo puede que haya boda con el de Bargas. Eso de desesperarse y tirarse por el balcón es música. Las mujeres son más reflexivas que los hombres, aprecian mejor su conveniencia, y se curan más pronto y mejor de esos arrechuchos.

-Pero tú,  (Con admiración.)  ¿cómo sabes eso? Tú lo sabes todo.

-No es que yo lo sepa. Me lo figuro... En fin, listo, a pagar esa cuenta del alma. Todavía le andaron dando a usted el Demonio, y hay que darle a ese perro en los hocicos, darle tan fuerte que no se atreva más con usted. ¡Triste cosa que para limpiar un hombre su conciencia tenga que dar a una pobre mujer tal trago de amargura! El mundo es así: la tristeza en el reverso de la alegría. Lo que es bonito por una cara, por otra es más feo que Judas. ¡Pobre mujer! Pero el golpe le será provechoso, como una operación de cirugía, que salva de la muerte. También ella, cuando vuelva en sí del topetazo, se purificará. Si fuera fácil casarla con ese otro, ¡qué triunfo!... ¡Ah! ¿no sabe usted lo que se me ocurre en este momento?  (Riéndose.)  ¡Qué cosas! Pues pienso que si lo toma por su cuenta mi tío, les casa... porque hombre más   —193→   casamentero no existe en el mundo, ni otro que con más ardor tome las empresas que él llama de utilidad. ¡Vaya, que cuando quiso nada menos que casarme a mí...! El pobrecito delira por la familia, y ve los bienes que están a corta distancia de la nariz, no los que están un poquito más lejos. Le parece que si falta el puchero se acaba el mundo, y no se acuerda del pan celestial, de tanto como piensa en el de la tahona. Debe de estar incomodado conmigo, porque no viene a verme. Si va usted por allá, dígale cuánto le quiero, y que pido a Dios por todos... Estoy tranquila, porque sé que nada ha de faltarles. Me lo ha dicho... quien lo sabe. ¿Qué... se ríe usted de mi seguridad?

-¡Yo... reírme yo! Ni por pienso. Cuando tú lo dices, bien sabido te lo tendrás.

-Con que... volvamos al punto principal. Soy muy machacona, y vuelvo a decirle que no deje transcurrir el día de mañana sin dar ese paso. Cuidado. La primera vez que venga por aquí, ha de traerme la noticia de que ha ido al vado de la ruptura definitiva, o a la puente del matrimonio. Yo no mando; no hago más que proponer.

-Llámalo como quieras. No habrá para mí mayor gusto que llevar a la realidad tus ideas. Trázame una línea recta, pero bien recta, y verás cuán decidido la sigo sin desviarme.

-Pues, amiguito, ánimo y adelante. Ya que me autoriza para señalarle el camino, sepa que aún estamos muy a los comienzos, en lo llano y fácil. Le prevengo que habrá cuestas, sí, que para un novato como usted han de ser algo penosas. Pero hay que   —194→   evitar el cansancio del caminante en las primeras jornadas. Prepararse, tomar aliento. Recto, sí, muy recto y seguro es el camino; pero verá usted qué asperezas hay más adelante, qué guijarros erizados de picos, qué malezas, qué zarzales, y sobre todo qué pendientes... Por hoy no quiero asustar al pobrecito viajero, no sea que se nos vuelva atrás.

-¿Pero qué es ello? ¿Me impondrás sacrificios, trabajos, humillaciones del amor propio? A todo estoy dispuesto.

-Calma, calma. Ya llegaremos a las cuestas en que el más pintado se rinde. No conviene tampoco sofocarse y echar los bofes en la primera jornada. A su tiempo maduran las uvas. No se nos malogre la cosecha por querer vendimiar temprano. Y por hoy se acabó. Retírese, que es tarde.

Despidiéronse sin más ceremonia, y Ángel salió ya casi de noche, lleno su magín de determinaciones categóricas y su voluntad del propósito de obedecer ciegamente. Esta capacidad afirmativa era un gran consuelo para su conciencia, que se recreaba en la diafanidad de sus propósitos, y en la derechura del camino que por delante tenía. Por no ser tan recto el de Guadalupe, la noche obscura y lluviosa, tardó bastante en llegar allá.




VI

Y a la siguiente tarde, pues la mañana la perdió en recibir y despachar a un emisario de D. Suero que le llevaba unas cuentas, fue en busca de la nueva casa de los Babeles; y después de después de preguntar en todos   —195→   los zaguanes de la Cuesta del Alcázar, dio con la caverna allá por la plazuela de Capuchinos, esquina al callejón de Esquivias, lugar de los más tristes de la ciudad. En todo el camino y brujuleo de calles no dejó de pensar en el extraño paso que daba, y si no le vino al pensamiento ni por un instante la idea de desobedecer a Leré, tampoco tuvo dudas acerca de la proposición que debía escoger entre las dos designadas por la santa. Descartado resueltamente lo del casorio, optaba por la despedida y separación absolutas, imposibilitando hasta la probabilidad de deslices ulteriores, y además determinó que, si las circunstancias se presentaban favorables a una intervención discreta para impulsar a Dulce a un buen arreglo matrimonial con otra persona, las aprovecharía con alma y vida. Todo lo llevaba muy bien estudiado y previsto, sin que faltara un poco de plan económico para asegurar a su ex amante los derechos pasivos, y salvarla de la prostitución en caso de que así fuera menester.

Apenas hubo empujado la roñosa puerta del zaguán para entrar en el patio, de desigual y mal barrido suelo, sin arbustos ni adorno alguno, con pilastrones de piedra, las paredes con la mitad del yeso caído, todo de lo más desamparado, pobre y sucio que en Toledo se podía ver; apenas al primer vistazo se hizo cargo de la triste localidad, le salió al encuentro la persona que buscando iba, la propia Dulce; ¡pero en qué facha, Dios poderoso, en qué actitudes! El tristísimo espectáculo que a sus ojos se ofrecía, dejó a Guerra suspenso y sin habla. Desmelenada, arrastrando una falda hecha jirones, los pies en chancletas,   —196→   hecha un asqueroso pingo, descompuesto y arrebatado el rostro, la mirada echando lumbre, Dulce salió por una puerta que parecía de cuadra o cocina, y corrió hacia él echando por aquella boca los denuestos más atroces y las expresiones más groseras. Ángel dudó un momento si era ella la figura lastimosa que ante sí tenía, y algún esfuerzo hubo de hacer su mente para dar crédito a los sentidos. La que fue siempre la misma delicadeza en el hablar, la que nunca profirió vocablo indecente, habíase trocado en soez arpía o en furia insolente de las calles. La risilla de imbecilidad desvergonzada que soltó al ver a su amante, puso a éste los pelos de punta.

-Hola, canallita... ¿qué... crees que te quiero? -gritó Dulce agitando las manos a la altura de los ojos de él-. Ya no, ya no... Me caso con tu madre, y maldita sea tu alma... ¡yema! ¡Qué feo eres, qué horroroso te has puesto, je, je, con la beati... con la beatitud...! Carando, lárgate de aquí. No sé a quién buscas... no sé. Yo también me he santifiqui... fiquido, ficado, je, je, y me caso con...

Horrorizado Guerra, buscó con los ojos a cualquiera de la familia para que le explicase cómo había descendido la infeliz mujer a tal degradación. En la misma puerta por donde había salido Dulce, vio Ángel a doña Catalina y a un hombre, cuyas facciones no pudo distinguir porque estaba muy adentro y la tarde era de las más obscuras. La de Alencastre salió al patio llevándose un pañuelo a los ojos en actitud de estatua de sepulcro, y acercándose a Guerra, le dijo con desmayado acento:

-La culpa es de ese infame Pito, que le enseñó el vicio feo...   —197→   ¡Qué horror, qué ignominia! Creímos que ya le había pasado este ciclón, y hoy se nos escapó, y ¡cataplum! a la taberna. Estoy avergonzada, y le pido al Señor que me lleve de una vez. Yo no puedo ver tales afrentas en mi casa...  (Volviéndose a su hija, que corría por el patio.)  Dulce, hija mía, cordera, princesa, sosiégate, mira, mira qué visita tienes aquí... Nada, como si no... Pues cuando se le pasa cae en un estado de idiotismo que no parece sino que se le seca el entendimiento. ¡Qué angustias pasamos para que los amigos no la vean así, para que su primo no sospeche...! Pero imposible disimular más tiempo. La encerramos y nos atruena la casa, la soltamos y nos abochorna, la privamos de toda bebida, y dice que se muere... Pues que se muera. Piérdase todo menos el honor, como dijo el otro.

Dos o tres chicos habían empujado la puerta del zaguán, ávidos de contemplar el para ellos gracioso espectáculo, y doña Catalina se puso a dar gritos: «Cerrar, cerrar, que se nos escapa».

En efecto, la pobre Dulce iba disparada hacia la puerta, cuando salió el hombre aquel, en quien Ángel reconoció al mayor de los Babeles, Arístides, y echó la zarpa a su hermana, quien, revolviéndose contra él, le puso todas las uñas en la cara, acompañándolas de terribles insolencias: «Maldita sea tu sangre, vil, canalla, santurrón, chupa-cirios... Me caso con tu alma, y con la ladrona de tu madre...»

Arístides forcejeó para llevarla adentro; ella se defendía con nerviosa fuerza, empleaba él los achuchones, echábale mano a los brazos, al pelo, cuidando de defender el suyo, y por fin la dominó y se la llevó,   —198→   como a res brava, al cavernoso aposento de donde habían salido. Doña Catalina, en tanto, invocaba con patéticos chillidos a todas las potencias celestiales, y se metió también en la lóbrega cueva, diciendo: «No la maltrates, hijo, por Dios; ten paciencia... ¡Ay Dios de mi vida, qué desgracia!»

Guerra sintió desde el patio algo como encontronazos, traqueteo de lucha, sofocadas exclamaciones, y por fin el resoplido del domador victorioso confundiéndose con el resuello intercadente de la fiera. Nunca había sentido horror semejante ni presenciado espectáculo tan lastimoso. Huyó despavorido de toda aquella vileza, de todo aquel oprobio, y se puso en la calle.

Pero no había dado veinte pasos, cuando sintió irresistibles ganas de volver. ¿A qué? No lo sabía. Detúvose perplejo un instante, y antes de que se resolviera, pasos presurosos sonaron tras él. Un hombre se le acercó, Arístides, que no tardó en abordarle con tono y modales impertinentes, diciéndole:

-Tú eres responsable, tú, de la situación vergonzosa de esa desgraciada.

-¡Yo! -replicó Guerra, rechazándole con desprecio-. Y aunque lo fuera, ¿quién eres tú para exigirme esa responsabilidad?

-Soy su hermano, y basta.

-¿Y a mí qué?

-Tenemos que hablar.

-Yo nada tengo que hablar contigo.

-Pues yo contigo sí.

Y como hiciera ademán de detenerle, Ángel le empujó con fuerza lanzándole hasta la pared de enfrente,   —199→   en el angosto callejón de Capuchinos. Siguió adelante, creyendo que el importuno no le perseguiría más; pero al llegar al Corralillo de San Miguel, otra vez le sintió detrás, y oyó una voz trémula que decía: «no te escapas, no; tenemos que hablar».

Terminaba el día, y el cielo brumoso anticipaba la obscuridad nocturna. El frío era intenso, pavorosa la soledad en aquellos términos altos y excéntricos del desmantelado pueblo. No se veía un alma, ni ser viviente, como no fuera algún murciélago de los que anidan en la torre de San Miguel el Alto. ¡Triste y huraño lugar! Por arriba casuchas informes que habitadas se desmoronan, desoladas ruinas, vestigios de nobles monumentos cuyos olvidados nombres tartamudea la Historia por no saber pronunciarlos claramente. Luego, la explanada polvorienta que concluye donde principia el cantil del Tajo, y al extremo inferior el pedregoso abismo, en cuyo fondo brama el río.

-Pues habla y revienta si quieres -dijo Guerra parándose, decidido a concluir pronto.

-Repito que eres responsable del estado de ignominia a que ha venido a parar mi pobre hermana, y no tienes más remedio que aprontar una indemnización.

El carácter autoritario, despótico y algo insolente de Ángel estalló al fin, manifestándose primero en una carcajada, después con estas expresiones zumbonas y provocativas:

-¿Con que indemnización y todo...? ¡Bravo! En eso mismo había pensado yo.

-No lo eches a broma. Por culpa tuya ha perdido   —200→   proporciones muy ventajosas... Piénsalo bien, Ángel, y decídelo pronto, pues no me voy de Toledo sin arreglar este asunto, sin dejarte convencido de que no se juega impunemente con el honor de una familia.

-Tu dichosa hermana, ¡pobrecita! ha caído muy abajo, muy en lo hondo...  (Con amargura.)  La compadezco, bien lo sabe Dios. Pero por mucho que caiga no llegará a la profundidad en que estáis vosotros, tú, y toda tu casta infame.

-Si me injurias, no te espantes luego de que te obligue a tragarte tus palabras.  (En actitud de ataque.) 

-Como no me trague yo tu alma indecente.  (Ciego de ira.)  Hace un momento, cuando salía de tu casa después de presenciar una escena repugnante, la conciencia me remordió, acusándome de cobardía. Al retirar de mi vista a tu desgraciada hermana, la trataste sin ninguna consideración. Desde el patio pude hacerme cargo de tu brutalidad. No me decidí a intervenir; pero al encontrarme fuera, pareciome que era yo tan miserable como tú por no haberte enseñado la delicadeza y humanidad que debías a tu hermana. Aún es tiempo, y tú mismo, conociendo que eres merecedor de una paliza, vienes a que yo te la dé. Si te contentas con que te diga que eres un miserable y un bandido, ahórrate los palos y lárgate.

-¡Ah, trasto, me injurias, porque traes armas, y sabes que yo no las llevo nunca!  (Con aturdimiento.)  Citémonos cuándo y donde quieras.

-¿Armas yo? No traigo ninguna; pero sin armas, verás cómo te mato ahora mismo.  (Abalanzándose a él.) 

  —201→  

-Alto allá, bruto.  (Retirándose de un salto atrás.)  No arreglan así sus querellas las personas decentes.

-¿Pues cómo, cómo?  (Corriendo hacia él.)  ¡Decente tú!

Arístides, que se había lanzado a tan temeraria resolución engañado por la fama del cambio en el carácter de Guerra, comprendió tarde su error. Quiso huir; pero no pudo, porque el otro le echó la garra al pescuezo, le derribó, y poniéndole una rodilla sobre el vientre, le estrujó con insana violencia, arrojándole cara a cara las expresiones más horribles y desvergonzadas de la ferocidad humana. Ebrio de furor, Ángel obedecía a un ciego instinto de destrucción vengativa que anidaba en su alma, y que en mucho tiempo no había salido al exterior, por lo cual rechinaba más, como espadón enmohecido al despegarse de la vaina roñosa. El temperamento bravo y altanero resurgía en él, llevándose por delante, como huracán impetuoso, las ideas nuevas, desbaratando y haciendo polvo la obra del sentimiento y de la razón en los últimos meses.

De la boca de Arístides salía un ronco aullido. Pero tan violentamente le sacudió su contrario, golpeándole la cabeza contra el suelo, que al fin no mugía ni siquiera respiraba. Cuando Guerra le soltó, el barón de Lancaster parecía muerto.

Lo primero que se le ocurrió al agresor después de contemplar un rato a su víctima, fue escapar de allí. Dudaba... Apartose, volvió, se alejó de nuevo, y por fin, impulsado de un egoísmo tan ciego y tan fuerte como antes lo fue su encono, se escabulló por la tortuosa pendiente que conduce a San Lucas. Pasó al   —202→   barrio de Andaque, siguiendo por las Carreras hasta los Gilitos, y de allí al puente de San Martín. El largo y accidentado viaje desde el Corralillo hasta el cigarral devolvió lentamente a su espíritu la serenidad para juzgarse, y pudo apreciar el lastimoso caso.

-Le he matado... he matado a un hombre -se decía, oyendo el tumulto de su conciencia sublevada-. No hay duda de que le maté... le estrangulé. Sí... paréceme que siento aún entre mis dedos el cuello estrujado, y que oigo los golpetazos del cráneo contra el suelo. Imposible que haya quedado vivo... ¡Qué bruto soy! Cegarme así... ¡Qué dirá ella cuando lo sepa!... Acción impropia de un creyente, de un cristiano... ¡Vaya un amor al prójimo, vaya una caridad!

Al llegar a Guadalupe, no penetró en la cocina, donde ya estaban reunidos esperándole sus deudos y sirvientes. No quiso cenar: metiose en su cuarto, y allí se dio a discurrir sobre la nefanda acción que había lanzado de nuevo su alma a los abismos del error. Pero si con saña se acusó, como fiscal concienzudo, también pasaba revista a los hechos que atenuaban su delito. «¡Vaya que salir a pedirme indemnización de daños y perjuicios! ¡Que una familia de estafadores y perdidos se permita tal insolencia! Si le doy o no para que viva decentemente, eso es cuenta mía; pero salir con aquel aire de matón a exigirme... Y en fin, todo esto con ser de lo más indigno, no habría justificado mi proceder. Pero la brutalidad de ese cobarde con su hermana... No, esto no podía yo tolerarlo. El santo más pacífico del Cielo se hubiera puesto como un león ante escena semejante. Aún me acuso de que salí del patio sin poner un correctivo a tanta   —203→   vileza... Recuerdo que me detuve con ánimo de meterme de nuevo en la casa y enseñar al miserable la manera de tratar a una pobre mujer trastornada y enferma. Pero él se anticipó a mi furor, poniéndose me delante en tan mala coyuntura que... le deshice; no me queda duda de que es cadáver. Mañana se le encontrarán allí... Nadie nos vio; pero yo no he de permitir que acusen a un inocente, y me declararé autor del delito...  (Con desaliento.)  ¡Vaya que inauguro bien mi nueva existencia! Un homicidio, nada menos que un homicidio es mi primer paso en ese camino que me ha trazado la bendita Leré! ¡Ay, cuando ella lo sepa! ¿Qué pensará de mí? Me creerá incapaz de corrección, perdido para siempre. Tiemblo de que lo sepa, y si pudiera decírselo en este momento, se lo diría, contándole el espantoso caso con absoluta veracidad. ¿Y qué me dirá, qué me aconsejará, cuál será su idea para limpiarme de esta mancha horrible que ha caído en mi alma? Discurre, Leré, discurre la salvación de tu amigo, que al dar un paso ordenado por ti, se ha caído en esta sima de infamia. Ya que le mandaste ir allá, sácale ahora, y enséñale a no volver a caer.




VII

Sin poder conciliar el sueño, pasó toda la noche oyendo cantos de gallo, rumores quejumbrosos del viento en las tejas y en las ateridas ramas secas de las higueras del corral, sones con los cuales se confundía el clamor austero de su conciencia comentando el terrible homicidio y sus resultas. La máscara   —204→   griega con los pelos erizados le volvió a visitar, poniéndosele junto a las almohadas, y para que la noche fuera más lúgubre, Jusepa había dejado abierta una ventanilla del desván, y con el viento se abría y se cerraba, produciendo al roce de los mohosos goznes un lastimero quejido, semejante al lloro de una criatura, y después un portazo seco, como si alguien llamara con aldaba por el techo descolgándose de las nubes.

Por la mañana su intranquilidad aumentó. Cada vez que sonaban pasos creía ver entrar a alguno con la noticia del hallazgo del cadáver. Imposible que Arístides estuviese vivo, pues aun suponiendo que no muriera de los golpes, como quedó exánime en aquel páramo, perecería helado seguramente, pues la temperatura había descendido hasta dos o tres grados bajo cero. Para salir de tal incertidumbre ocurriósele enviar a D. Pito a enterarse de lo que ocurría; pero surgió una dificultad grave, que puso la contera a la desesperación y aburrimiento del dueño del cigarral. Estaba de Dios que el día fuera trágico. Nunca viene sola una desgracia, y parece que el Hado las envía en cuadrilla para que no se pierdan por el camino. Fácilmente se comprenderá el asombro y consternación de Guerra, cuando al salir en busca de su protegido para encomendarle el mensaje, se le encontró descalabrado, con un pañuelo por la cara, hecho un energúmeno, casándose con todo lo divino y lo humano.

Lo ocurrido fue como sigue: Grandes confianzas se tomaba D. Pito con el rústico Tatabuquenque, y de las confianzas por una parte y otra nacía el continuo   —205→   porfiar sobre cualquier cuestión. A poco de correr juntos por el monte en bucólica libertad, el marino empezó a ver en su compañero un ser de raza inferior, y como a tal le trataba, induciéndole a ello las ignorancias y candideces bertoldinas del guardador de cabras. A su vez, Tirso veía en su compañero un orate, un estrafalario que no decía cosa alguna al derecho, y el respeto que al principio le tuvo íbase trocando en socarronas burlas. Era gracioso oírles disputar sobre astronomía. D. Pito, que se sabía de memoria la bóveda celeste, y la llamaba su misal, se mofaba de las estúpidas supersticiones del pastor, entre las cuales las había muy donosas, como, por ejemplo, que las gallinas ponen o dejan de poner según esté más o menos levantado sobre la raya (el horizonte) el rabo de la Osa Mayor; que cuando vienen siete noches seguidas sin que se vea claro el Can Grande, todos los recentales nacen con una oreja negra.

Escuchando estas ingenuas teorías, el capitán solía pegar a Tirso con la tralla suavemente azotitos de amistad, sin más consecuencias que la de reírse los dos y el rascarse el bárbaro con un poco más de fuerza de uñas. Pero un día, charlando en buena conformidad, se dejó decir D. Pito un desatino geórgico de los más garrafales, a saber: que las abejas tienen parentesco con el gusano de seda; que éstos ponen huevos, de que salen las fabricantas de miel, y qué sé yo. Naturalmente, él sabía mucho de cosas de mar y cielo; pero en las de tierra adentro no daba pie con bola. Lo mismo fue oír el otro tal barbaridad, que soltar una carcajada burlona y rebuznarte, que exasperó   —206→   al viejo marino y le sacó de quicio. En aquel momento vio una distancia casi infinita entre su personalidad como raza y la de Tatabuquenque, y éste se le representó como el infeliz etíope cazado y vendido en los arenales africanos. Los instintos de inhumano esclavista renacieron en él con insano coraje, y empezó a ceñir con la tralla el cuerpo del rudo pastor, dándole con toda su fuerza, sin piedad, frenético, rechinando los dientes. Tratábale como a un animal bravío que se quiere domar. Pero Tatabuquenque, aunque salvaje, tenía sin duda su dignidad celtibérica bajo aquella corteza tosca, y no pareció dispuesto a dejarse tratar tan a lo africano. Aguantó los primeros golpes con humildad de siervo; pero al quinto ya no pudo más ¡jóo! y convertido de manso en fiero, y de inferior en igual, saltó furioso, y agarrando la primera piedra que encontró a mano, se la disparó al esclavista con toda su fuerza y certera puntería, dándole en la cabeza, que gracias a la gorra de piel no quedó partida en dos. Y ya se disponía a tirar la segunda, que de fijo habría dado al lance una terminación funesta, cuando D. Pito, vencido y maltrecho, se retiró del campo bramando: «Cuadrúpedo, me has roto la cabeza. ¡Me caso con tu madre! ¡Lástima de agua del bautismo que te echaron! ¡Me caso...! Si estoy soltando un río de sangre... La culpa tiene quien se pone a jugar con jumentos. Vaya una coz... ¡Yemas!»

Y no se cuidó de perseguir a su agresor, porque tuvo que acudir a la casa para restañarse la herida y aplicarse a ella un poco de bálsamo, vulgo caña, pues con esto, como buen lobo de mar, se curaba todo,   —207→   lo de dentro y lo de fuera. Lavada la contusión y visto que no era grave, se la tapó con un pañuelo para evitar el frío, y no hacía más que rezongar jurando y perjurando que cuando cogiese a tiro al cafre de Tatabuquenque, le había de convertir todo el cuerpo en un puro cardenal. «¡Ah! -se decía-, si D. Ángel lo permitiera, ¡qué magnífica bestia, domándola bien, para dar vueltas a una noria!... Lo que yo digo: el mundo está perdido con esta libertad que hay ahora y esta igualdad de pateta. ¿Por qué hemos de ser todos iguales, todos amos, todos señores? ¿Por qué no se ha de establecer que los brutos y zopencos, como este pedazo de hotentote, sean declarados inferiores y se les pueda vender y comprar para que trabajen a las órdenes de un buen vejuco? Pero no hay caso, y los prohombres suspiran y lloriquean cuando se habla del latiguito y del grillete. Pues así va el mundo, y así anda la riqueza pública, y así está el trabajo de las haciendas. Todo perdido, y día llegará ¡Carando! en que nadie vea ni el vislumbre de una peseta».

Metido en estas murrias tétricas, vendada la cara y dándose a los demonios, le encontró Ángel, que sorprendido del accidente, se lamentó de que su destino le perseguía con espectáculos de sangre. Su mente excitada y propendiendo al simbolismo, vio en la colisión de D. Pito con el salvaje un ejemplo de las embestidas de la civilización a los pueblos vírgenes, para ilustrarlos haciéndolos desgraciados; vio el descubrimiento de América, el empuje de la civilización hacia Occidente, y otras muchas cosas que se le fueron del magín ante la idea concreta que tenía que expresar. Su deseo era que D. Pito, sobreponiéndose   —208→   al dolor de la descalabradura, fuese a Toledo a enterarse de si Arístides era o no cadáver, de si la policía andaba en averiguaciones, etc.

No se mostraba pesaroso el capitán de que su sobrino hubiese pasado la línea. «Nada se pierde -dijo-, con que ese párvulo rinda viaje, porque ha sido el azote de toda la familia, hombre capaz de vender a su madre por un café con tostada. Es mi tema, don Ángel, y no hay quien me saque de él. La sociedad debía tomar una determinación con tantísimo tunante y tantísimo holgazán. Debiera hacerse una leva de ellos cada poco tiempo, y colocarlos a trabajar, mediante un tanto por cabeza. Llámelo usted esclavitud... ¿Y qué? Yo no me asusto de ninguna palabra, aunque suene a demonios. Pues sea esclavitud, Carando, o llámelo usted el trabajo obligado de los que no quieren trabajar. Crea usted que con este ten con ten habría más dinero, y nadie dejaría de tener su tanto más cuanto».

Pero en fin, estas disquisiciones no eran del momento. Avínose a desempeñar la comisión, como hombre de buena pasta, y después de arreglarse el cariz con parches de papel engomado de sellos, por no haber a mano tafetán inglés, partió con instrucciones precisas de su amigo, y orden de volver lo más pronto posible.

Pero estaba de Dios que a Guerra le saliese todo mal en aquel tantas veces aciago día, porque llegó la noche, y D. Pito sin parecer; dieron las nueve, las diez, y nada. Ángel se abrasaba en impaciencia, maldiciendo a los Babeles de una y otra rama. La noche fue también de prueba, como la anterior, de cavilaciones   —209→   y pesadillas trágicas. Por fin, a la mañana siguiente, sobre las nueve, vio recalar al mensajero por la cuesta arriba con una calma chicha capaz de desesperar a la misma paciencia. Bajó a su encuentro, y la cara de consternación que el viejo traía le dio muy mala espina. «Vamos -se dijo-, le maté... y ¡qué remedio! ¿Para qué me insultó él?

-¿Pero no sabe usted lo que pasa? -dijo el capitán poniendo en su rostro toda la aflicción humana, la cual contrastaba con lo grotesco de los parches.

-¿Qué ocurre, hombre? ¿Qué nueva desgracia me anuncia?

-Pues pasa que ese mequetrefe... está tan vivo como usted y como yo.

-Vamos, me alegro.

-Pues yo no. Ayer bajé con la esperanza de encontrarle difunto. ¡Qué Carando! ese no muere a dos tirones. Hay que darle muchos batacazos, y luego ponerle encima a Tatabuquenque para que le patee de firme y haga salir el alma... porque si no, no sale la muy tal... Pues verá usted. Me le encontré en su casa, acostado, la cabeza vendada por aquí y por allá, con parchecicos de papel de sellos, como estos míos. Nuestras dos caras parecían cartas que se iban a echar al correo.

-¿Y qué dice, qué cuenta?

-Veinte mil papas. Armó la historia de que, yendo de paseo por detrás de San Miguel, con el obscuro se le fue una pata y resbaló por aquel cantil y por poco no la cuenta. Ni más ni menos. A mi sobrina no la vi. Estaba mala, y no permitían que nadie entrase en su camarín. Por cierto que mi cuñada me echó un   —210→   chorretazo de injurias, y tuve que cuadrarme para conseguir que me dejaran pasar allí la noche, sobre una alfombrita en mitad del pasillo, después de dar una vuelta por la ciudad. Mi hermano, inflado de orgullo, parece el globo cautivo, porque la inspección esa le rinde, sí que le rinde un buen sobordo. Por cierto que estando yo allí, arribó el cura ese Casado, ¡me caso...! que parece que lleva careta de chimpancé para que no le conozcan, y estuvieron picoteando sobre la manera de curar a Dulce de esa locurilla que tiene. Despotriques y más despotriques echaba el clérigo por aquel púlpito de su boca, y eran como sermón o letanía. Catalina lloraba, y Simón se persignaba, y entre todos parecían llamar a la Virgen del Carmen para que acudiese en socorro de la familia. Me dormí, y no me enteré de nada más. Por la mañana con la fresca, cuando ninguno daba acuerdo de sí, solté las amarras callandito, y me zafé de la casa condenada, di avante toda, y pim, pam, demorando para el cigarral. ¡Ay, cuánto mejor se está aquí que en ese pueblo que parece el país de los azacanes, con aquellas cuestas que desloman, las calles oliendo a incienso, y luego tanta iglesia, tantísima iglesia...

Que a Guerra se le quitó un gran peso de encima con estas informaciones, no hay para qué decirlo; y ya no se cuidó más que de poner el suceso de autos en conocimiento de su excelsa amiga. Su impaciencia le hizo anticipar la visita, y llegó al Socorro antes de la hora de costumbre, viéndose obligado a esperar un buen rato. Aparecieron en el locutorio Leré y Sor Expectación, y Ángel abordó desde luego el asunto, refiriéndolo con escrupulosa sinceridad. Grande   —211→   fue su sorpresa cuando la novicia; a la mitad del relato, le dijo sonriendo que no siguiera, porque estaba al tanto de todo.

-Pero, hija, ¿tú tienes el don de adivinar, o qué es eso? Nada te cuento que tú ignores. Tu ciencia me parecería magia, si no fuera santidad o luz del Cielo.

-Déjese usted de magias, de santidades y de luces -replicó la maestra riendo-. ¿A qué buscar explicaciones caprichosas a lo que es tan natural y sencillo? Vivimos en un pueblo pequeño, donde no hay secretos, y en esta casa aunque parezca mentira, retumban todas las murmuraciones del vecindario. No queremos averiguar nada, y nos lo traen calentito. La madre de una de nuestras compañeras es vecina de esa doña Catalina, y por ella supimos los escándalos de aquella casa, y que al hijo mayor le habían traído entre cuatro, todo lleno de contusiones. Oír yo esto, y sospechar lo que usted ha venido a contarme fue todo uno. ¿Es esto don de adivinar? No lo sé. Ello fue que, como si me susurraran al oído, entendí que había ocurrido algún choque entre usted y ese sujeto, cuyo nombre no sé. «Nada -pensaba yo-, él fue allá con las disposiciones más pacíficas, conforme a lo que hablamos; pero el diablo lo enredó. Puede que saliera el hermano ese con alguna quijotada, y, lo que sucede entre hombres de carácter fuerte, dejaron correr con demasiada libertad las palabras, y cuando quisieron recordar, ya la cólera había tomado vuelo, y las manos se dispararon solas».

-Así en efecto fue, así...

-¡Qué le hemos de hacer! -dijo Leré suspirando con tristeza-. De todo esto resulta una verdad desconsoladora,   —212→   y es que el carácter, el temperamento no se pueden reformar. La razón manda mucha fuerza, la piedad y la fe más todavía; pero las tres juntas no pueden variar la naturaleza de las cosas. Con todo, si el carácter no se modifica, puede domarse con esfuerzos de la voluntad sobre sí misma, repitiéndolos sin descanso un día y otro. El que consiga este triunfo sobre su propia ferocidad, el que sepa acorralar y tener encadenada su cólera, sintiéndose consecuente consigo mismo en su interior, y al propio tiempo dueño y carcelero de sus instintos malos, ese estará preparado para la vida eterna y gloriosa y como hemos convenido  (Con gracejo.)  en que es preciso salvarle a usted a todo trance, tiene usted que prestarnos ayuda, empezando por nombrarse cabo de vara de sí mismo.

-Acepto el empleo, y dime cómo se empieza, para entrar pronto en funciones.

-Amigo D. Ángel, hay que usar con usted un poco de tiranía y de crueldad. Si no metemos en cintura ese carácter, nos hará una jugarreta el mejor día. Y para la doma, ya lo sabe usted, no hay mejor maestro que el látigo. Prepárese usted a descargar sobre su carácter una mano de zurriagazos de los que levantan tiras de pellejo y duelen horriblemente. Si lo trata usted con blandura, no adelantaremos nada con ese pícaro. Conque prepararse...

-En ello estoy. Venga ese látigo, y yo te juro que me pondré como un Ecce-homo -replicó Ángel, tan fascinado por la bendita hermana del Socorro, que ante ella rendía la voluntad y el alma toda, como el caballero andante ante la señora ideal de sus pensamientos.



  —213→  
VIII

-Pues manos a la obra -dijo la maestra-. Me veo precisada a recetar, como primer disciplinazo, uno que ha de ser muy fuerte, muy doloroso. Pero usted se empeña en que sea yo su domadora, y yo lo acepto. Y hay más: quiero lucirme, se me figura que me voy a lucir. ¿Me dejará usted mal? Dios me ha dicho a mí: «tráele, tráele», y yo he respondido: «Señor, no tengo fuerzas, no valgo para fiera de tanta bravura», y Él me vuelve a decir: «tráele, le has de traer». De usted depende que yo me luzca o me desacredite. Vamos al caso. Péguele, péguele a su carácter un golpe tremendo, pero tan tremendo, que de ese primer trastazo se quede entontecido. En estas batallas no se debe empezar por poco, sino por mucho, imponiéndose por el terror desde el primer momento.

-Pues ordena. Mándame lo que gustes.  (Inquieto.)  ¿Es terrible el sacrificio que me vas a imponer?

-Muy terrible.

-No me importa. Mejor.

-Sacrificio del amor propio, que es el mequetrefe que todo lo echa a perder, y el verdadero jaleador del temperamento. Hay que empezar por darle al amor propio una tunda que le deje rendido, muerto y sin ganas de volver a meterse en camisas de once varas. El primer paso es tan sencillo como doloroso: tiene usted que ir a ese hombre y pedirle perdón de los ultrajes de palabra y de obra que le infirió.

Guerra se quedó un rato sin habla. Toda la sangre se le subió a la cabeza.

  —214→  

-Sí, sí -dijo al fin torpemente-. Pero advierte que Arístides es un mal hombre.

-Eso no nos importa.  (Con calor y autoridad.)  Pues no faltaba más sino que el perdón de las injurias estuviera subordinado a condicionales que le quitaran todo su valor. ¡Que es un pillo! Pues si no lo fuera ¿qué mérito tendría usted en pedirle perdón? Si el pillo fuera usted y él la persona decente, ¿qué menos podía hacer que ir y decirle: «te ofendí; perdóname». Siendo él quien es, resulta la humillación, sin la cual no hay caso, amigo D. Ángel. Se trata de que el soberbio se humille, se desdore, mundanalmente hablando, y aprenda a despreciar las categorías humanas, la falsa dignidad del mundo. Se trata de imitar a Jesucristo, y no necesito decir más. O le imitamos, o no le podemos adorar como es debido. ¿Está usted dispuesto a imitarle? Pues empiece por amar a los que le aborrecen; empiece por pisotear su orgullo; empiece por no hacer distinciones en el prójimo. No hay más que un prójimo, el hombre, sea quien sea; si es samaritano, mejor.  (Otra vez en tono festivo.)  ¿Con que le parece demasiado fuerte el primer zurriagazo? Pues hay que estrenarse dando de firme. Si no, la fiera creerá que es cosa de juego. ¿Qué quería usted? ¿Decir, como Sancho, que se conformaba con los azotes, y luego apartarse a un ladito, y sacudir contra el tronco de un árbol, mientras el pobrecillo D. Quijote, rosario en mano, contaba los falsos azotes como buenos? No, eso no vale conmigo, señor D. Ángel. Usted ha querido ponerse en estas manos, y estas manos han de poder poco o han de llevarle a usted, aunque sea a rastras, a una patria   —215→   más bonita, donde todo es gozo, paz, divinidad. ¿Vamos juntos o se queda usted? Sentiría dejarle atrás. Pero si ha de seguir, tenga valor; acepte la disciplina que se le impone, porque, créame, no hay otra. La ley es clara, sencillísima, y un niño la entiende.  (Ángel, mirando al suelo, no decía nada.)  ¿Le parece fuerte? Piénselo, y si lo que le aconsejo, porque no es mando, sino consejo, si lo que le aconsejo le parece un disparate, y se propone tomarlo a broma, despídase de la consejera porque no volverá a verla más.

-No, eso no, no -dijo el penitente, saliendo de su estupor como si le dieran una cuchillada-. No he dicho que me parecía un disparate. Al contrario, es hermosa idea, más que hermosa sublime, y lo sublime... no digo yo que se haga; pero se intenta, sí, lo intentaré. El intentarlo sólo... No me digas que no me verás más, porque me vuelvo loco, y entonces, ya tienes a la fiera en campaña otra vez... Convenido, convenido en que pediré perdón a ese... a ese... sea lo que quiera... Tienes razón.

-Y no sólo pedirle perdón -insistió la maestra con implacable rigor disciplinario-, sino favorecerle en cuanto haya menester, auxiliarle si se ve en necesidad, tratarle, en fin, como la persona a quien usted más quiera.

-Convenido, convenido -repitió el discípulo, y no dijo más porque era todo pasión, y no hacía más que sentir hondo, incapaz de razonar.

-Bueno, estamos conformes.

Una campana que tocaba desesperadamente, llamando no sabemos a qué, puso fin a la conferencia,   —216→   de la cual salió Guerra en un estado de aturdimiento imposible de describir.

-¡Pedir perdón a Arístides! -murmuraba, camino del cigarral, y cada vez que esta expresión salía de sus labios, iba seguida de un suspiro capaz de mover la veleta de la torre de la Catedral-. Y convengamos en que tiene razón: esa es la doctrina, esa, y no hay otra.

En tanto Leré, recogida en la celda que con otras dos novicias habitaba, pensó aquella noche que quizás había extremado un poco las primeras medidas disciplinarias, y temía que la dureza del tratamiento impuesto hiciese flaquear el ánimo del neófito. Cavilando en esto parte de la noche, vino al fin a sacar en limpio, quizás por inspiración de lo alto, que lo dicho bien dicho estaba, y que al principio era cuando más falta hacía el rigor, porque si se andaba con paños calientes en cosa tan grave y males tan antiguos y rebeldes, todo se echaría a perder. Sostúvose, pues, en la firmeza y rigor de su método correccional, y dio por bien dispuesto lo del perdón de las injurias. Pero ya que no podía quitar ni un ápice del peso arrojado sobre la voluntad de su protegido espiritual, quiso allanarle el camino y facilitarle la manera de recorrerlo cuesta arriba con carga tan abrumadora. Para esto discurrió escribirle, dándole reglas de procedimiento espiritual que convirtieran en fácil y hacedero lo que le parecía tan difícil, y dos horas de la mañana empleó en redactar la epístola, muy pensada, muy clara y persuasiva. Dicho se está que todo esto era con la venia de la superiora, a quien dio a leer la carta antes de enviarla; y a nadie   —217→   sorprenda que tal carteo se permitiera alguna vez a la novicia, pues con su carácter y su talento llegó a cautivar de tal modo a las hermanas que siendo de las últimas en la casa parecía de las primeras, y no teniendo autoridad canónica, parecía tenerla por el acatamiento tácito que allí se le prestaba. Otra razón menos espiritual habría que añadir a las anteriores para que se comprendiera lo bien recibido que era en la Congregación cuanto a D. Ángel se refería, y es que éste atendía generoso a las necesidades presentes de la casa, y se esperaba de él que acudiese a mayores necesidades del porvenir.

Ildefonso, que casi todos los días iba por allá, fue portador de la carta con gran contento suyo, y en cuatro brincos se puso en el cigarral, donde encontró al amo arrimado al añoso tronco de un olivo, ojeroso, pálido y meditabundo. Mientras el monaguillo, apoderándose de la burra, cabalgaba por aquellos campos con más orgullo que si montara el Babieca del Cid, Guerra leyó la carta, y la lectura hizo en su alma el efecto de una inundación de luz, tales cosas sabias, profundas y que llegaban al alma escribió en ella la bienaventurada de los ojos saltarines, con aquel estilo sencillo y categórico, claro como la luz y contundente como la maza de Fraga.

Entre otros conceptos, que por demasiado extensos, o por ser ampliación de lo que de palabra expuso Leré, no se consignan aquí, la carta contenía lo siguiente: «Decir a usted que la disciplina que se ha impuesto no es penosa, sería engañarle. Penosísima es, intolerable, y tan superior a lo que ordinariamente llamamos sacrificios, que pocos habrá quizás entre   —218→   los nacidos que la puedan resistir. De seguro, muchos que intentaran lo que usted, se volverían atrás en cuanto se vieran cerca del objeto, porque no hay cara más fea que la del amor propio descalabrado, ni nada que chille y vocifere tan escandalosamente como esa conciencia postiza que llaman ustedes honor, vergüenza o dignidad. Duro trabajo es el de usted, y yo no he de hacerle el disfavor de achicárselo con frases atenuantes, que serían el estímulo de la cobardía.

Lo que sí haré es recomendarle medios para robustecer su alma y prepararla al gran combate, medios confortativos sin los cuales es difícil que salga victorioso. Amigo D. Ángel, hay que pedir a Dios gracia, sin la cual no adelantaremos nada; hay que vigorizarse con la oración, con la asistencia a los actos del culto, con el cumplimiento de las prácticas sacramentales que manda nuestra madre la Iglesia. Reconozca usted que en esto hemos andado muy descuidados; pero ya no se puede dilatar más cosa tan esencial. Pareciome que la disposición interior debía preceder a todo lo pertinente a la forma. Pero ya la forma se nos impone; la forma reclama su fuero, y hemos llegado a un punto en que sin forma no podemos seguir adelante. Ya no puede haber el peligro de que el neófito se asuste de ser visto del público en actitudes que la necedad frívola estima desairadas. Quien se atreve con lo difícil, con lo que hiere profundamente, no puede retroceder con miedo pueril ante el juicio vano del vulgo.

¿No está decidido a ser caballero de Jesucristo? ¿Pues qué cosa más natural que acatar al Señor allí donde tiene su residencia, y efectuar actos de servidumbre   —219→   y vasallaje? Usted me entiende, y no necesito insistir. Me basta con apuntar la idea. D. Ángel, frecuente la casa de Dios con devoción y recogimiento; asista al sacrificio de la misa, penetrándose bien de su sentido, y, por último, váyase disponiendo a la confesión y a la comunión. No necesito encarecerle los inmensos beneficios que de esto ha de recibir, y me basta con decirle que lo pruebe una vez, dos veces.

¿Conque quedamos en eso, señor catecúmeno? ¿Cuento con que el primer día que acá venga ha de traerme alguna buena noticia sobre el particular? Sólo el pensar que me contará usted sus triunfos, me pone muy alegre, y me anima a pedir a Dios con más fervoroso empeño por su salvación. Si usted no me trae esa buena nueva; si no me dice pronto que ha empezado, aunque sólo sea por un poquito, me enfadaré. Considere lo que se va a alegrar nuestra Ción cuando sepa, ¿qué digo cuando sepa? cuando vea a su amante padre tan próximo a donde ella está, porque créalo, hacer lo que le aconsejo es ponerse cerca, muy cerca de la niña, hasta tocar sus alitas...»

Esto era lo más substancial de la carta. Leyola Ángel tres o cuatro veces, y después se metió en su cuarto, de donde no salió hasta la mañana siguiente muy temprano para irse a Toledo. Desde aquella ocasión sus costumbres variaron por completo, sus comidas fueron de una sobriedad cuaresmal, y muchas noches se quedaba a dormir en la casa de la ciudad. Ni Teresa Pantoja, ni los habitantes del cigarral entendían qué ocupaciones alejaban al amo fuera de casa tanto tiempo, pues a veces no parecía más que a las horas precisas de comer y dormir, unas veces en la   —220→   calle del Locum, otras en Guadalupe, y por añadidura, apenas hablaba, se iba extenuando visiblemente. Bastaba mirarle para comprender que ya vivía muy poco hacia fuera, y que tejía para sí, como el gusano de seda, labrándose con un solo hilo su impenetrable túnica.