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  —331→  

Arriba- VI -

Final



I

Confuso y trastornado salió D. Pito de Guadalupe una mañanita, trazando eses con su planta insegura, y encaminose al monte como alma que llevan los demonios. Y no era la desgracia de sus amores el único motivo de aquel singularísimo estado cerebral, sino otras cosas inauditas que le pasaban, fenómenos subjetivos, desórdenes del sistema nervioso y del órgano de la vista. «Razón tienen -pensaba-, los que dicen que el abuso del empinar ataca las potencias intelectuales, y hace un lío de toda esta mecánica que tenemos en la sesera. ¿Qué es lo que me pasa, Señor de los Ejércitos de mar y tierra, Virgen del Carmen saladísima, que desde anoche acá no hago más que ver visiones? ¿Será que me voy a morir? En mis mayores borrascas de ginebra o ron, siempre conservé claro el sentido; jamás vi lo blanco negro, ni me salieron fantasmas».

El caso fue que la noche antes, habiendo entrado en la cocina con una regular estiva   —332→   de alcohol en su estómago, vio a dos hombres que le parecieron sus sobrinos Arístides y Fausto. El primero no era exactamente el mismo, sino una falsificación imperfecta, pues no tenía barba, y vestía de un modo muy estrambótico: el segundo sí que era pintiparado, con su patita coja y su cara de granuja. Quedose atónito al verles, y se echó en un banco donde solía descabezar las monas antes de acostarse a dormirlas. Entreabriendo los ojos, atisbaba a los dos sujetos, que tuvo por almas del otro mundo evocadas al calor de su propia substancia alcohólica. ¡Cosa más rara! Ellos le miraban también, tumbados sobre esteras en el rincón de enfrente, y se reían los muy... D. Pito sentía, comezón de hablarles para desvanecer su engaño; pero se le había puesto la lengua como un corcho, y no podía moverla. Dormido, decía: «No son, no son; y todo es obra de ese infernal Patillucas, que me tiene tirria... no sé por qué».

A la mañana siguiente, vio a Fausto dormido, junto a su camastro pajero... Tenía la cabeza más despejada, y pudo apreciar mejor los objetos reales. Era él, Fausto... ¿Cómo dudarlo, si viendo le estaba? Para cerciorarse, le tocó, y era materia, cuerpo, ropa, no espectro ni vana ilusión de la retina. ¡Yemas! ¡Cuernos sacros del tío Carando pastelero! No podía ser, no podía ser. ¡Fausto allí! Y Arístides,   —333→   ¿dónde estaba? ¿Serían ellos realmente? ¡Los Babeles en Guadalupe, y con trazas de fugitivos cimarrones...!

Salió, pues, de estampía tirando de las hebras chamuscadas del bacalao que le dio Jusepa,  (Con quien no cambiaba ya ni el saludo para demostrarle toda la dignidad de su enojo.)  y refrescada su cabeza por el aire matutino, decía: «No puede ser... Desde anoche me atormentan estas visualidades. Yo tengo algo en los ojos y en el caletre. Esta mecánica no va bien. ¿Cómo es posible que el amo admita...? No, no: todo ello es flaqueza de mi cerebro. Beberemos agua fresca, y metiéndome en el aljibe las cataratas del Niágara, quizás vea las cosas al derecho». Después, pensándolo mejor, se acogió al principio de similia similibus; se fue a Turleque, donde tenía en reserva una botella de coñac, y no paró de hacerle carantoñas hasta el medio día. Por la tarde hallábase tumbado debajo de una encina en la Degollada, viendo en el caleidoscopio de su mente el Banco de Terranova con los flotantes témpanos de hielo, después la majestad espaciosa, del Golfo en calma chicha, y por fin el Canal de la Mancha, con cielo calimoso y marejada, el faro de Wulf Rock demorando por la amura de estribor.

Próxima ya la noche, se levantó con el cuello tan dolorido que no podía moverlo, y   —334→   anduvo un trecho a gatas. Buscando la vertical estuvo largo rato, hasta que pudo tenerse en pie y medio, y tomó el camino de Guadalupe cantando entre dientes una canción gaditana, de la cual una sílaba se tragaba y otra escupía. Sentado después en una piedra junto a espeso zarzal, se pasó más de media hora meditando en su suerte mísera. La cabeza se le despejó. Ya cogía el garrote para levantarse y partir, cuando oyó la voz de Jusepa por el lado de la Degollada. Instintivamente se deslizó de la peña, escabulléndose al amparo de un matojo que le cubría el cuerpo. La voz sonaba más cerca, alternando con otra voz, de hombre. Deslizose D. Pito suavemente a cuatro patas, aproximándose a la vereda por donde la moza y su acompañante habían de pasar. Apenas respiraba, y su cuerpo y su alma no eran más que curiosidad... Pasaron, charlando. Claramente les vio a la luz crepuscular, y el zorro, que por la parte del acechante caminaba, fue mejor visto que la loba.

El viento esparció las cláusulas de aquella conversación idílica. Algunas sílabas sueltas quedaron vibrando en las orejas del capitán. No había oído más que: no... si f... tal vez... pronunciado por la voz masculina, y unos como gruñidos de Jusepa. Largo rato estuvo el acechante sin poderse mover... lelo, idiota, incapaz de pensar, como si se le remontara   —335→   a la cabeza todo el aguardiente que había bebido en su vida. Incorporado y con las manos libres, se persignó dos o tres veces, diciendo: «O yo me he muerto y estoy penando en el séptimo Purgatorio, o todo es figuración y linterna mágica de mis propias facultades de ver. O el Diablo se divierte conmigo, zarandeándome como una pelota, o el chaval ese que va con Jusepa es mi hijo Policarpo. Vi sus andares, que no fallan; vi su cara, oí su metal de voz... ¿Pero cómo demonios...? ¿de dónde...? No puede ser. Visiones tenemos, y sigue en mi jícara este turbión de fantasmas que me trastorna. Pito, serénate, no hagas caso de quimeras. Tan Policarpo es ese como yo el Papa... Pero esa yegua montuna, tarascona, ¿qué líos trae por aquí? ¡Tanto despreciar mi simpática personalidad para embarbetarse luego con el primer mequetrefe que asoma!» Al llegar aquí sus pensamientos, entrole tal furor que se puso en pie de un salto, y blandiendo el garrote, echó a correr... «¡Ah! ya caigo; ya entiendo ¡Carando! lo que esto significa.  (Parándose meditabundo.)  El Diablo... sí, no puede ser otra cosa... ese grandísimo perro, cabrón, sucio, indecente, me ha jugado la gran partida serrana. Aceptó lo que le dije de volverme joven; y ¿qué ha hecho el muy puerco? Pues rejuvenecerme, no en mi propio ser y substancia, sino   —336→   inventando un ser que es mi hijo, o como si dijéramos, yo mismo en edad tierna. Eso no vale, eso no es lo tratado, ¡canalla! ¡Me caso con tus cuernos infernales!  (Pateando, dando puñetazos en el aire y retorciéndose como un condenado.)  ¡Pillo, gitano tramposo, maldita sea tu madre y la leche que mamastes! Suelta mi alma, suéltala, o te arranco los ojos, ¡yemas furibundas del tío Carando y de la geodesia de las mismísimas bolas del zancarrón de Mahoma!» Vomitando estos y otros disparates siguió con desordenada marcha, retrocediendo a lo mejor, haciendo molinete con el garrote, y apaleando las encinas. De pronto se paraba, y en tono zumbón seguía sus retahílas: «Pero si a la vista está que el Lucifer ese es bobo y no sabe lo que se pesca. ¡Buen pastel ha hecho! Yo le podría refregar los hocicos diciéndole una cosa que no sabemos más que Dios y yo. Poli no es mi hijo: me lo pasó de contrabando la bribona aquella, y yo hice lo que los de la Aduana cuando les untan. ¡Triste de mí!... Véase lo que trae la debilidad de carácter, y el ser uno bueno y no gustar de camorras en la familia. Dejé pasar al chico... por aquello de que el pobrete no tenía culpa, y ahora...  (Pateando otra vez.)  ¡vaya un pago que me dan, por culpa de los celestiales infiernos y por la pastelera vejiga del barbudo Satanás marrano, mil veces hijo de   —337→   todas las serpientes y escorpiones del Paraíso acuático y terrestre...!

Dirigióse a Turleque, diciendo: «Mi hijo es Naturaleza, y nadie más que Naturaleza, aquel cacho de ángel, bueno y leal...» Ya Virones y los demás huéspedes habían cenado, y aunque la cigarralera, más benigna que Jusepa con los rezagados, le ofreció potaje caliente, él no quiso tomarlo, ni tampoco irse a Guadalupe en busca de mejor cena, pues había cogido aborrecimiento a su primitiva morada desde que en ella se le aparecieron los fantasmas babélicos. Quedose allí, entre apóstoles, y Virones, tirando de un pitillo, le dio conversación sin sacar de él substancia alguna. A las insinuaciones de D. Eleuterio contestaba el pobre mareante: «No le dé usted vueltas, padre, no tengo más hijo de verdad que Naturaleza, ese borrego de Dios... Yo le engendré... yo... ¿No lo cree? pues no lo crea. No es Naturaleza hijo del pecado, sino de la virtud. El Señor le bendiga y le aumente sus días...»




II

Al siguiente extrañó Guerra no ver a don Pito por ninguna parte. Dijéronle que había dormido en Turleque, y recelando que engolfado en su feo vicio se hallaba, corriendo un   —338→   temporal duro, fue allá con ánimo de exhortarle, no a la templanza, cosa imposible, sino a emborracharse decorosamente, pues eran ejemplo muy feo en Turleque aquellas turcas hondas, monumentales, empalmando el día con la noche. D. Eleuterio le dio noticias del infeliz capitán, que vagaba por las espesuras hecho una lástima, a ratos como lelo, a ratos dando brincos, y sin acertar a decir más que una sola frase, esto es, que él era el padre de la Naturaleza.

Por la tarde se fue el señor a Toledo, y al volver, ya de noche, vio a Fausto paseándose por los alrededores de Guadalupe. No se hablaron. En el aposento de arriba, despacho o saleta de estudio comunicada con la alcoba, hallábase Arístides, que no salía, temeroso de que le viesen, y al entrar Guerra le dijo: «Me avergüenza el estar inactivo entre tanta actividad, querido Ángel, y no poder serte útil en algo. ¿No podrías encargarme algún trabajo de gabinete?... pues ya sabes que yo no sirvo para cargar piedras.

-Ya veremos -le contestó Ángel-. Aún no has descansado. Tienes mala cara. Tú no estás bien.

-¿Qué he de estar bien? He pasado el día dormitando en este sofá, a veces tiritando de frío, a veces ardiendo en calor y sudando copiosamente. Creo que me he traído de aquel   —339→   húmedo muladar de las Tenerías un germen de calentura maligna.

-¿Quieres que llamemos un médico?

-No... Quizás no sea nada. Más bien moral que física es tal vez mi enfermedad, y efecto de la tristeza que me agobia. Tanta humillación, y el no ver delante de mí más que miseria, deshonra y artes diabólicas para poder vivir, me abaten el ánimo y me hacen aborrecer la vida. Porque fíjate bien: ¿para qué estoy yo en el mundo? ¿Para qué vivo? ¿No valdría más para mí y para los demás que me llevara Dios?

-Fuera pensamientos tristes. Jusepa, luz. Entró la moza con un quinqué de petróleo, y entonces pudo Ángel observar las mustias facciones de su enemigo amigo, que postrado en el sofá clavaba en la verde pantalla los ojos soñolientos y enrojecidos. «Veamos ese pulso -díjole Guerra sentándose a su lado-. Pues mira, me parece que tienes fiebre, y un poquito alta.

-No diré que no. Siento ahora mucho calor. Los párpados se me cierran como con puertas de plomo, y no respiro con facilidad.

-Duerme bien esta noche, y mañana... si no estás bien, haré venir a D. Acisclo. No temas; es de toda mi confianza.

-Bien; pero esta noche no consiento en ocupar tu cama. Tamaña generosidad me   —340→   abruma. No me avergüences más de lo que ya lo estoy. No me pongas ante los ojos de una manera tan patente lo pequeño y miserable que soy junto a ti.

-Esta noche dormirás también en mi cama -replicó el señor de Guadalupe en tono imperioso, que no permitía réplica-. Lo mando yo. Si me respetas, como dices, principia por no disgustarme.

-Pero si dermo perfectamente aquí. Conque me des una manta...

-Que no. Basta. Ahora cenaremos. Que Jusepa nos traiga la cena aquí;  (Despejando la mesa de planos, libros y papeles.)  y que suba Fausto a cenar con nosotros.

Hízose todo como él mandaba, y puso la villana los manteles; mas el segundo Babel se resistió a subir, porque le daba vergüenza, según Jusepa dijo. Fue preciso que el mismo caballero cristiano bajara y lo trajera casi por una oreja, para vencer su cortedad auténtica o fingida. Menos flexible que su hermano, Fausto no encontraba en su menguado repertorio ninguna fórmula de gratitud. La blusa de albañil le caía muy bien, y no se clareaba en él el disfraz como en el refinado barón de Lancaster, que mientras más se empeñaba en no ser caballero más lo parecía. Cohibido y balbuciente, el cojo no acertó a decir a su favorecedor las frases de ordenanza.   —341→   Pero su turbación no le quitaba el apetito, y devoraba como si aquella fuese la primera vez que comía después de tres meses. Ángel, que cenaba muy poco, les sirvió a los dos sopa, un riquísimo cabrito en cazuela, y vino en abundancia. Arístides, desganado, no hacía más que picar, bebiendo medianamente.

-Anda, anda -dijo a su hermano-, que ahora no puedes quejarte. Bien te llenan el buche. Ya ves que bueno es este hombre, y qué lección nos da de olvidar los agravios.

-Verdad que sí -replicó el cojo-. Dichosos los ricos, que pueden ser buenos, y hasta santos siempre que les dé la gana! El pobre es esclavo de la maldad, y cuando quiere sacudirse la cadena, no puede.

-¿Qué barbaridades estás rezongando ahí? -le dijo Guerra-. Quisiera yo cogerte por mi cuenta para enseñarte a no mirar la pobreza como una maldición de Dios.

-Pues cógeme, ¡caracoles! ¿qué más quiero yo? Pues si yo tuviera un protector, ¡puñales! sería como los querubines... ¿Pero a mí quién me protege? Un rayo. Cuando uno se pone de uñas con la ley, ya es cosa perdida, y hasta las buenas intenciones se le vuelven crímenes, sin pensarlo tan siquiera.

-¡Bonita teoría! -observó Guerra bromeando-. Ahora, más que exponer tu sistema moral te hace falta descanso. Vete abajo,   —342→   y que Jusepa te acomode donde solía dormir D. Pito, que según creo se ha instalado en Turleque. Duerme todo lo que puedas, y no temas nada.

Pareció Fausto muy agradecido de que se le despidiera, porque se hallaba violentísimo en presencia de su favorecedor, y no fue menester que se lo mandaran dos veces para tomar el portante, dando secamente las buenas noches. Cogió su grasienta gorra de albañil que había dejado sobre una silla, y se fue. No bien se quedaron solos Arístides y Guerra, éste ordenó al otro que se acostara. Nuevos escrúpulos y resistencias delicadas del barón, que al fin, por no marear con etiquetas y cumplimientos, obedeció, echándose vestido y arropándose con una manta. Al acostarse tiritaba, dando diente con diente; al poco rato la reacción febril le hacía sudar; su frente y manos eran de fuego. «Tengo calentura -dijo a Guerra, que le tomaba el pulso-; pero de ésta no caigo. Mañana estaré bien. El caso es que no siento necesidad de reposo, sino de lo contrario, de actividad, de movimiento. Me levantaría sin cuidado ninguno, y me iría de paseo por esos campos.

-No, no, quietud es lo que te conviene.

-¿Crees tú que esto que me pasa no es para impresionar al más indiferente? ¡Verme acogido por ti con tanta generosidad! ¡Presenciar   —343→   este prodigio de misericordia humana, que es como si la divina se transplantara a la tierra! Bienaventurado Ángel, ¡ojalá pueda yo darte pronto alguna prueba evidente de gratitud!

-No la necesito. Pero si me la das, mejor para ti.

-No ceso de pensar en tu conducta.  (Arropándose y volviendo a tiritar.)  Estas casas que has fundado, las que fundarás de nueva planta, según dicen, tengo para mí que han de influir grandemente en la sociedad futura. Yo veo aquí algo que se sale de la pauta normal. El cristianismo tuyo paréceme a mí como un restablecimiento de la pura doctrina evangélica.

-Así es -afirmó Guerra pasmado de aquella interpretación que no esperaba de semejante boca.

-Favorecer al enemigo, perdonar todas las ofensas, tratar al criminal como a un hermano, son lecciones que la pobre humanidad iba olvidando y que tú refrescas en su memoria, ¡y de qué modo! con el más elocuente de los ejemplos.

-Yo cumplo el principio. Lo demás vendrá por sus pasos contados -manifestó fríamente el hidalgo de Guadalupe, queriendo ser modesto sin dejar de enaltecer su idea.

-Dime una cosa.  (Hecho un lío en la manta,   —344→   fijando en su favorecedor una mirada profunda.)  ¿Es cierto que perdonas todas las ofensas?

-Cierto es.

-¿Todas, todas absolutamente? Dime otra cosa: ¿quién te inspiró esa idea de enderezar el cristianismo, que anda, bien lo sabe Dios, un poco torcido? ¿La aprendiste tú solo?

-Estás hecho un Padre Ripalda. ¿Quieres examinarme?  (Sentándose junto al lecho.)  ¿A qué ese flujo de preguntas?

-Es que despiertas mi curiosidad en grado sumo, y creo que acabarás por trastornarme. Tus ideas son seductoras y hacen prosélitos sin intentarlo.

-Mis ideas no son nuevas; interpreto y aplico la doctrina de Cristo, que hasta ahora es letra muerta en multitud de casos. Todo se reduce a muy poco, y explicación cabría, como vulgarmente se dice, en un librillo de papel de fumar. Anular la propia personalidad y no ver más que la del prójimo; no matar, no castigar, no defenderse; no alegar ningún derecho; hacer el bien a los demás y guardar el mal para sí; sucumbir siempre ante la ingratitud y la violencia. ¡Ya ves cuán sencillo! Tal sistema de conducta ha de producir, implantado bruscamente, algunas víctimas; pero la idea irá fructificando, y tras las víctimas vendrán los triunfadores. La perversidad concluirá por rendirse.

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-¡Ay, da vértigo escucharte! Le llevas a uno con tu pensamiento a una altura desvanecedora, desde la cual todo se ve chico... ¿Crees tú que la perversidad se rendirá al fin? A fuerza de inmolar víctimas, tal vez. Ya, ya voy comprendiendo. La humildad suprema concluirá por traer el supremo poder.

-Vaya, basta. Temo excitarte. No te calientes la cabeza. A dormir se ha dicho.

-No tengo sueño  (Acalorado, saliendo de entre la manta como una momia desvendada.)  Dime otra cosa. He oído, y lo repito ante ti con todo miramiento, que esas ideas te las sugirió la hermanita del Socorro... esa a quien le tiemblan las pupilas. Me lo dijo no recuerdo quién. A mi hermana no hay quien le quite de la cabeza que entre ella y tú no ha sido todo misticismo... Habladurías de mujeres.

-No digas disparates.  (Excitado.)  Me estás ofendiendo, Arístides, ofendiéndome gravemente.

-Y tú me estás perdonando antes de recibirla ofensa. Yo te digo lo que oí; pero no pienso de ti nada malo.  (Liándose otra vez en la manta.)  Entiendo que esa transformación que ha de venir empezará por lo eclesiástico, y que la estupidez del celibato ha de pasar pronto a la historia. ¿Por qué no afrontas la reforma, rompiendo con la Iglesia, y casándote públicamente, según tu propio rito, con   —346→   tu inspiradora, con la que es ya tu mística dama?

-Cállate la boca -dijo el fundador separándose de él y volviendo al instante-. No blasfemes, no me injuries...

-¡Bah! no me haces tú creer que te parece injuria lo que acabo de decirte. ¿Es que no me crees digno de confiarme tus pensamientos? Mira,  (Incorporándose en el lecho, con temblor de enanos y castañeteo de dientes.)  no disimules conmigo: yo también sé adivinar; yo sé que te tendrías por dichoso si pudieras anticiparte a la supresión del celibato, celebrando un lindo matrimonio con tu monja tierna. Basta de comedias conmigo. Lo que te detiene es la dificultad material para hacer efectivo tu deseo. ¡Inocente, pusilánime! ¿De qué te sirve tanta divina ciencia? No tienes más que disponer que vuelva la hermana a casa de Zacarías Navarro, y allí celebras tus bodas...

Ángel dio una vuelta sobre si cual si recibiera un golpe en la región encefálica, y fue a dar sobre la cama de Arístides. Rebotó de ella como una pelota, diciendo: «No seas animal, no pagues, mis beneficios con ideas infames.

-¿Pero qué?...  (Echándose otra vez.)  ¿Crees tú que ella no lo desea más que tú? Con tanta luz en la cabeza, desconoces la eterna condición femenina. Te adora como a su amigo   —347→   espiritual, sueña contigo noche y día; pero todas esas efervescencias de la imaginación se traducen en el amor humano, en alianza dulcísima de vidas y sensaciones, por ley ineludible de la Naturaleza. Bien lo sabes tú; pero te lo disimulas a ti mismo, te engañas con artificios de inteligencia... Humanízate... En casa de Zacarías... podrás...

Guerra salió disparado hacia la otra habitación, y apoyó sus manos en la mesa, como si le abrumara un dolor muy vivo. Hallábase en situación moral semejante a la de aquella noche en que sintió sobre su pecho las patas del infernal macho. Terror de muerte llenaba su alma, y de la boca se le salían las mismas expresiones angustiosas de la noche de marras: «Huye, maldito, y no tientes al hijo de tu Dios». Arístides completó su pensamiento con expresiones groseras. Ángel, incapaz de reprimirse, corrió a él, le puso las manos en el pecho, le apretó contra el colchón, y rechinando los dientes le dijo: «Cállate o te...»

Arístides exhaló un mugido. «Déjame, bruto -pudo clamar al fin-. ¿No conoces que es broma?»




III

Profundo silencio reinó después de esto en las dos habitaciones. Sin hacer caso del otro,   —348→   que aletargado parecía, Ángel se paseaba en el gabinete, meditabundo, con mucha idea que revolver y ponderar en su magín; mas no tan recogido en sí que dejara de poner atención en los ruidos extraños que en la parte baja de la casa sentía. Al principio no se fijó; pero vencida su abstracción del cuidado que aquellos rumores le dieron, salió a la puerta del cuarto, y asomándose a la escalera, obscura como boca de lobo, llamó a su criada.

-¿Quién habla ahí, Jusepa? Oigo una voz desconocida.

-Es este hombre, el D. Fausto -dijo la moza subiendo la mitad de los peldaños, hasta una altura en que no había suficiente claridad para que su amo pudiese verla.

-Es que yo siento otra voz de hombre, que no es la del D. Fausto.

La villana, antes de contestar, bajó dos o tres escalones, buscando mayor obscuridad en que envolver su rostro.

-Señor, era un mozo de los de Turleque, que vino con Tirso, y porfiaban que les había de dar de cenar. Ya se fueron.

El amo se retiró de la escalera. No se sentía ruido alguno en la cocina, como no fuese la cháchara sorda de Jusepa imponiendo silencio a uno, que era si duda Fausto, pero cuya voz no se oía. Media hora después, Ángel   —349→   se sentaba un instante en la mesa, y abría y cerraba el cajón de la derecha. Hojeó despacio un legajo de papeles que sobre el pupitre tenía, y se distrajo de su lectura sintiendo o creyendo sentir cuchicheos en la escalera. Levantose con rapidez, impulsado de un presentimiento, y no había llegado a la puerta cuando esta se abrió sin violencia, suavemente, y apareció Fausto... detrás de él otro hombre.

Con la viveza de juicio que le era propia, y con más serenidad de la que al caso correspondía, Guerra les dijo: «Vamos, era de esperar. Pagáis mis beneficios robándome.

Fausto dio algunos pasos dentro de la habitación, mudo y tétrico. Su acompañante se había quedado en la puerta, en la cual encajaba como en un marco y sobre fondo negro, figura chulesca llenando la página de un periódico taurino. Ángel se acercó a él para ver quién era, pues la pantalla del quinqué arrojaba sobre la mesa casi toda la claridad, y lo demás de la habitación quedaba en penumbra verdosa. «¿Y quién es este tipo que viene contigo? ¡Ah! es Policarpo. ¡Qué caro se vende! Adelante.

-¡Pamplinero! -exclamó Fausto sacudiéndose el temor que le embargaba, y buscando con los ojos a su hermano Arístides, que en aquel momento salía de la alcoba, sin manta,   —350→   tembloroso de brazos y piernas, más parecido a espectro que a persona viva.

-Eh... ¿ya estáis aquí?...  (Turbado y dominándose al instante.)  El primero que le toque a un pelo de la ropa, se verá conmigo... Ángel no necesita que se le pidan los favores de esa manera para concederlos.

-¡Pamplinero tú también! -dijo Fausto sacando las uñas de su insolencia habitual.

Ángel se retiró hacia la mesa, y de espaldas a ella se encaró con los tres, ya puestos en línea, y les dijo sin inmutarse:

«Bueno; sepamos pronto lo que queréis de mí».

-Queremos -contestó Poli, adelantandose en actitud fríamente atrevida y desvergonzada-, que nos entregues pronto todo el parné que tengas, porque...

-Porque a ti no te hace falta, que bien rico eres -declaró el cojo, queriendo dar a la intimación un carácter pacífico y casi amistoso-, y nosotros lo necesitamos para escaparnos a Portugal.

-¡Bárbaros! no se piden las cosas con tan malos modos -repitió Arístides adelantándose hasta el amo de la casa, como si quisiera protegerle-. Dejadme a mí, bestias, y Ángel nos atenderá.

Hubo un momento, brevísimo, casi inapreciable, en que Ángel quiso imponerse con una   —351→   mirada paternal, de conmiseración y reproche juntamente. Pero aquel fugaz propósito pasó como chispa, sin dejar rastro. Con desprecio y amargura les dijo, señalando al cajón derecho de la mesa: «Podéis llevaros lo poco que hay».

Movimiento de Fausto y Poli hacia el mueble. Rápida interposición de Arístides, que con inanotadas y voces teatrales quiso detenerles. «Atrás, atrás... No se procede así con este hombre... Es un santo, es nuestro bienhechor. Pedidle perdón del agravio que os impone la necesidad...»

Alargó los brazos hacia Ángel como si abrazarle quisiera. La actitud del caballero cristiano había sido hasta entonces severamente despreciativa, como la resignación del ser superior insultado por sabandijas. Hizo un esfuerzo de presión terrible sobre sí para sostenerse en el temperamento seráfico del dominio. ¡Qué hermosura, qué majestad ofrecerse indefenso a las injurias y al saqueo de semejante canalla! ¡Qué mérito tan extraordinario dejarse pisotear; no proferir contra ellos ninguna expresión de protesta; no pedir auxilio ni hacer uso de su vigor muscular; proceder, en fin, ante los ultrajes, en perfecta imitación de la conducta del Divino Jesús! Pensándolo estaba Guerra, cuando vio a poca distancia de sí la cara de Arístides, flácida,   —352→   compungida, macilenta, con expresión de traidora amistad en los ojos febriles, y lo mismo fue ver aquella máscara que sacudírsele interiormente todo el mecanismo nervioso, y explotar la ira con crujido formidable. La manotada fue terrible. Restalló la cara de Arístides como la pelota disparada por la palma ardiente del pelotari, y el hombre, dando un brinco, fue a caer de cabeza contra el sofá, los pies por el aire. En el mismo instante Fausto y Poli se echaron sobre Guerra, que se preparó a parar la embestida. Su coraje le dio tiempo para pensar que si no traían armas fácilmente daría cuenta de los tres. Fausto intentó echarle mano al pescuezo, y el otro se había quitado la faja con intención sin duda de atarle. La lucha fue breve, y las dos manos fortísimas del señor de Turleque se defendían con bravura de las cuatro zarpas babélicas. El cojo cayó patas arriba.

«¡Infames ladrones, rateros viles! -vociferó la boca de Ángel entre espumarajos de rabia-, me como a los tres... y aunque fuerais veinte.

Oyéronse los gemidos roncos de Arístides, que arrastrándose hacia la mesa decía: «No matar... cuidado con matar...»

Si Fausto no valía para nada, Poli era vigoroso. La desgracia de Ángel fue que en las convulsiones de la lucha a brazo, cayó en   —353→   tierra, y el majo echole encima todo el peso de su cuerpo. Aun esto no fue bastante, y Guerra se le sacudió. Ya le tenía dominado, cuando Fausto le abrazó por el cuello, tirándole hacia atrás, mientras el otro, irguiendose lívido y jadeante, sacó de su cintura, una navaja. Con el chasquido del resorte al abrirse la hoja, se confundió la voz del zorro diciendo: «Te voy a matar; te mato».

-Poli... que no... Poli, sangre no. No seas bestia -gruñó con clueca voz Arístides, revolviendo ya el cajón de la mesa.

Ángel no se aterró ante el acero que el majo le mostraba. Por dicha suya, enredose Fausto los pies en la faja con que había intentado amarrar al señor de Guadalupe, y cayó al suelo. Mientras se recobraba, Guerra se abalanzó al zorro, sujetándole la mano con que empuñaba el arma. En un tris estuvo que se la quitara, porque sus dedos eran como alicates. La intervención, aunque tardía segura, de Fausto dio la ventaja al asesino, y Ángel fue herido en el costado derecho. Al sentir la hoja fría atravesándole las carnes, sus manos destruyeron lo primero que encontraron por delante... Apenas se dio cuenta de que sus dedos estrujaban una cosa blanda. ¿Era un ojo, un labio o una oreja de Fausto? En tal tumulto no era fácil saberlo. Vencido por el arma traicionera, el héroe de   —354→   Guadalupe cayó, bramando como fiera cazada.

-Estúpidos -gritó Arístides, con un acento que no se puede expresar sino diciendo que gritaba en voz baja-; sangre no... os he dicho que sangre no.

Poli, dejando en el suelo a la víctima que no se defendía ya, se miró las manos. Ni gota de sangre en ellas. Ángel, más aturdido del golpe que en la cabeza recibió al caer, que agobiado por la herida, aunque grave no mortal inmediatamente, volvió pronto sobre sí. Su tremenda voluntad podía más que el desfallecimiento físico, y se incorporó en actitud rabiosa, clamando contra sus infames verdugos. «Os voy a matar... no valéis nada para mí».

-Atarle, atarle -dijo Arístides, que ya se había llenado los bolsillos con todo el numerario en billetes y plata que en el cajón halló-. ¡Pobre Ángel! esto le pasa por terco... No matarle digo, que es un buen hombre. Asegurarle... con muchísimo respeto.

¿Intentaría el león defenderse, aún? Imposible. El hierro en cobarde mano le rindió, y su grande espíritu hubo de ceder a las fuerzas miserables que combinadas habían llegado a resultar superiores. Incapaz de desarrollar energía muscular, pasó por la prueba horrible de verse a los pies de aquella vil gentuza, conservando sus facultades. Le sujetaron los brazos   —355→   a la espalda con la faja de Poli, le condujeron a la alcoba, y con una cuerda que Fausto había traído liada a la cintura, le amarraron a las patas de hierro de la cama. Con venenoso sarcasmo le dijo Arístides, inclinándose para verle de cerca el rostro: «Si eres santo, ¿por qué no accedistes sin insultos ni provocaciones a lo que estos infelices te pedían? Lo que te pasa por tu culpa es. Yo he querido evitarte un disgusto. Si eres santo, perdónanos, y muérete pidiendo a Dios que nos lleve sanos y salvos a la frontera».

Algo quiso contestarle Guerra, que al ver ante sí los encandilados ojos del barón y su cara mística con destellos infernales, sintió inundada su alma de un furor leonino, como si todo el coraje humano se condensara en ella. No pudo articular palabra; pero revolvió en su boca toda la saliva amarguísima que pudo, y... ¡chas! se la escupió con puntería certera. El salivazo se chafó en mitad de la cara de Arístides.

Tal ultraje habría tenido contestación, dada la impotencia de la víctima para defenderse, si no hubiera ocurrido algo que desconcertó a los tunantes. En la puerta del cuarto apareció Jusepa con cara de terror, la boca como de máscara trágica, erizadas las greñas, los ojos saliéndosele del casco, los dedos tiesos; y en cortadas frases que más bien eran   —356→   ladridos roncos decía: «Al amo... daño no... al amo no...»

-Esa mujer nos pierde -observó Arístides con la rápida inspiración de un general en jefe. Al instante comprendieron los otros dos el peligro que corrían, pues Jusepa se lanzó otra vez a la escalera. Faltábale aliento para chillar; pero bien se veía que su intención era salir alborotando. Poli corrió tras ella y en el tercer peldaño le echó ambas manos al pescuezo. «Si chillas, te matamos» le dijo Fausto sujetándola por los hombros. Hechos un revoltijo bajaron los tres a la cocina, tristemente alumbrada por el candil que pendía de la campana. La pobre Jusepa, clavando sus aterrados ojuelos perrunos en el guapo madrileño, pudo repetir con un resoplido su angustiada frase: «Al amo daño no».

-A callar -dijo Poli con mugido fiero, atenazando el cuello de la pobre mujer entre sus manos. Jusepa cayó contra la mesa... y sus dedos rígidos se engarzaron inútilmente en la pechera y solapas del que para ella era don Álvaro. La mirada de interrogación suplicante que le echó no pudo ser entendida por aquel bárbaro ciego. A las manos de Poli uniéronse pronto las de Fausto en la garganta y cogote de la loba infeliz, que agarrotada vomitó su propia lengua, y sus ojos se salieron del casco, fijos en su principal verdugo, quien no   —357→   acertó a ver en aquella mirada última la estupefacción del amor al sentirse inmolado y vendido. No era bastante, y Fausto le echó al cuello una delgada y fuerte cuerda del repuesto que en la cintura traía. Tiraron, y arrastrando el cuerpo de la villana hasta un ángulo de la cocina, dejáronlo allí, seguros de que ya no cantaría.

Arístides, cuyo afeminado temperamento no se avenía con las emociones de escena tan brutal y repugnante, abrió cauteloso la puerta de la cocina, reconociendo el campo para la retirada... Serena era la noche y obscura, pues la luna no había salido aún, y las estrellas apenas brillaban sobre el cielo brumoso. La Naturaleza les favorecía para la fuga, y sin necesidad de concertarse, deslizáronse fuera los malhechores, después de matar la agonizante luz del candil. El instinto les guiaba. La excitación de la pasada tragedia y el sentimiento del peligro que corrían, dieron a los tres ojos de lince y flexibilidades felinas. Junto a los cipreses y dirigidos por Poli, que ya había estudiado el terreno adyacente, saltaron la tapia que les separaba del campo propiamente cigarralesco, y por entre las sombras de los olivos y albaricoqueros fueron en demanda de la cerca exterior de la finca. Al saltarla, sintieron ladrar un perro del lado de Turleque, opuesto a la   —358→   dirección que llevaban. Apresuráronse por lo que pudiera tronar, y a los pocos minutos sólo Dios sabía por dónde andaban los audaces asaltadores de Guadalupe.




IV

Aquel perro que ladraba en Turleque tuvo en gran inquietud durante más de una hora al anciano cigarralero de la finca; el cual, sin moverse de su cama, no hizo más que manifestar a la cigarralera sus temores de merodeo de legumbres. Librada expresó su asentimiento con atronadores ronquidos. Los apóstoles, Virones, D. Pito y demás huéspedes no interrumpieron en toda la noche su plácido reposo. El primero que descubrió la tragedia de Guadalupe fue un mozo de Turleque, llamado Evaristo, que al levantarse a la alborada, echó de menos la petaca que le había dado el amo. Recordó que la tarde anterior, hallándose en el corral de Guadalupe después de sacar agua del pozo, había obsequiado con un pitillo a Virones, dejando la petaca sobre la piedra del lavadero, con intención de recogerla luego. Fue allá, y al pasar por frente a la puerta de la cocina, notó que no estaba cerrada. Un impulso inexplicable determinó en él la acción de empujarla y mirar para dentro. ¡Santo Cristo de las Aguas!   —359→   Lo primero que vio, a la incierta claridad del día que apuntaba, fue la cara de Jusepa estampada en la pared, los ojos como huevos, fijos en la puerta, la cabeza dislocada, formando ángulo recto con el tronco yacente. El terror le hizo ver la cara a dos varas del cuerpo.

Pasado el primer espasmo de miedo, el pobre chico apretó a correr hacia Turleque dando voces. Virones salió a su encuentro. Confusión, gritos, tumulto. En cuatro zancajos, D. Eleuterio llegó a Guadalupe; tras él fueron Mateo, el cigarralero y otros, y la espantosa vista de Jusepa les dejó perplejos y aterrados. «¡El amo!» gritó Virones corriendo hacia arriba. Viéronle en el suelo, atado a la cama, pero ya con los brazos libres, pues forcejeando toda la noche había conseguido desligarlos de la faja que por la espalda se los sujetaba. «Estoy vivo» murmuró Guerra al ver entrar el tropel de sus amigos; y ya no dijo más, desvaneciéndose en los brazos amantes que le desligaron y le tendieron en el lecho, casi caliente aún del infame cuerpo de Arístides. La consternación no permitió a los de Turleque determinar nada en los primeros momentos. Unos opinaban que el amo estaba muerto, otros que vivía. Le desnudaron; vieron la terrible herida del costado, y los coágulos de sangre en la ropa. Recobrándose de   —360→   nuevo, Ángel repitió con voz apenas perceptible: «Estoy vivo».

-¡Vivo! -clamaron a una las voces como vidas de aquellos fieles. Mateo, por sí y ante sí, salió a escape para Toledo en busca de un médico. El cigarralero juzgó más práctico mandar a Evaristo que corría como el viento. Que Mateo avisara a D. Juan Casado, a D. José Suárez... D. Pito fue el último que, llegó, y al ver a Jusepa como acabada de espirar en garrote vil, le temblaron las piernas, y se le paralizó la voz... No acertaba a subir la escalera. Por ella bajó alguien que le dijo «está vivo», y se animó a subir. Al ver a su amigo y protector, rompió a llorar como un chiquillo, y le abrazó la cabeza. «Ya... esos pillos... Me lo temía... Que sepan que no es mi hijo... ese... ¡Virgen del Carmen, Señor, que no se muera el maestro...! Mátame a mí que no sirvo para nada».

Reuniose mucha gente, y al fin se tomaron las determinaciones más elementales... lavar la herida, vendarla, dar alimento al señor. El cadáver de la loba dejáronle como estaba hasta que viniese el juez. En un coche, desempedrando caminos, llegó el médico; poco después en otro, echando chispas, Casado. La curia no fue hasta las doce. Ángel declaró que desconocía en absoluto a los criminales... Tres hombres con máscara... En cuanto a cómo   —361→   y por qué mataron a Jusepa, nada sabía. D. Pito aseguró conocer a los autores del robo y doble homicidio; pero tan disparatada y contradictoria resultó su deposición, que se le llevaron a la cárcel. Arrastrando la pata inválida y dándose golpes en la cintura para sujetarse los pantalones, partió para Toledo el buen capitán, y decía: «Yo lo descubriré todo... me caso con el arco iris... ¡Mentecato de mí que pensé que eran fantasmas! ¡Tómate fantasmas!... Yo cantaré claro... No me importa ir a la cárcel, ni al patíbulo, con tal que la paguen los que la hicieron».

Después de prestar declaración, Ángel no se dio cuenta de nada, ni siquiera de que le conducían a Toledo en una camilla, y le instalaban en su cama y alcoba de la calle del Locum. Al recobrar sus facultades, la primera persona que vio fue Teresa Pantoja, que lloraba sentada en una silla próxima a la cómoda. Causaron al herido gran extrañeza el Niño Jesús con zapatos de raso, el retrato de Lorenzana y los acericos, cual si no hubiera visto en un siglo aquellos objetos. Inconmensurable distancia ponía su mente entre el pasado y aquel presente triste, desilusión de la vida ante las evidencias de la muerte. Luego vio entrar a D. Acisclo, con Casado y Palomeque, los tres desconcertados, haciendo de tripas corazón y procurando aparentar que se las   —362→   prometían muy felices. Hiciéronle mil preguntas: si le dolía por aquí, si le dolía por allá; inspeccionole el médico, y no faltaron las expresiones de consuelo propias del caso. Pero el paciente les dijo con serenidad estoica: «Basta de pamemas, señores míos. Ya sé que me muero: me lo dice mi propia máquina, desgobernada ya, y rota. El morir no me asusta. Al contrario, entendiendo voy que es mi única solución posible. La muerte resuelve el problema de mí mismo, embrollado por la vida. Me resigno, y bendigo a Dios que me ha traído a este fin, porque así conviene a la justicia, a la lógica y al descanso de mi alma: Lo que deseo es que no se aparten de mí las personas que me son caras, las predilectas de mi corazón. Es lo único que se va ganando en este juego de la vida: el gusto y la alegría de amar».

Protestó D. Isidro contra la idea de morir, sosteniendo que él había visto casos de heridas más graves terminados con felicísima cura. Explanó teorías muy audaces sobre el diafragma, el peritoneo y el hígado, colocando estas partes donde mejor se le antojaba; y el médico tuvo la caridad de asentir a tantísimo despropósito. Casado no se metió en tales dibujos, y acercándose al herido le dijo en voz queda. «Como esto va largo, aunque no hay peligro de muerte, y necesitamos una   —363→   asistencia delicada, he dispuesto que venga esta misma tarde la maravilla del Socorro, Sor Lorenza». Harto sabía el sagreño que ésta era la mejor medicina. «Bien, bien, don Juan -díjole su amigo-; sabe Dios que se lo agradezco con toda el alma. Esperaba de usted ese consuelo, porque usted me entiende».

Mal rato pasó aquella tarde, por la imposibilidad de tomar y retener el alimento, que al instante devolvía, y por los agudos dolores que difícilmente cedieron a las inyecciones de morfina. En uno de los descansos que le dio su mal, tuvo que prestar nueva declaración ante el Juzgado, y sencilla y noblemente se ratificó en lo depuesto por la mañana. No conocía a los agresores, ni podía sospechar quiénes eran. Entraron, quizás sobornando a la criada, y le hirieron mortalmente por apoderarse de la suma, no superior a tres o cuatro centenares de pesetas, que destinaba al pago de jornales. Dicho esto, intercedió con el juez para que soltase al pobre D. Pito, absolutamente inculpable en la tragedia de Guadalupe. Su inocencia era palmaria, como se desprendía de las declaraciones de los huéspedes de Turleque, que a su lado le tuvieron toda la noche. El Juzgado no debía dar ningún valor probatorio a las manifestaciones del navegante, verdaderos delirios engendrados por la embriaguez y por la monomanía persecutoria   —364→   que le afectaba, a consecuencia de antiguos disentimientos con sus sobrinos y su hijo.

No se había marchado la curia cuando recaló D. José Suárez, afectadísimo. Su alma burguesa y chapeada de sensatez, fluctuaba inconsolable entre dos sentimientos de muy distinta calidad, la pena que el martirio de su pariente le causaba, y la rabia de considerar que toda aquella trapisonda era de la propia hechura del interfecto, ¿pues qué otra cosa podía resultar de tanto disparate, y de aquellas levas de apóstoles y perdidos? ¡Al Demonio se le ocurría encerrarse en Guadalupe entre gentuza incógnita, y gastar tontamente el dinero en mantener vagos, y en construir ratoneras para frailes y monjas! Con tales ideas, D. Suero tuvo para su sobrino cariños y reprimendas suaves, con aquello de «ahí tienes, ahí tienes los resultados... etc.». En la sala baja charló con los amigos y conocidos, tratando de inquirir si Ángel había hecho testamento antes de la tragedia. Pero ni Teresa Pantoja ni Casado le sacaron de sus dudas, y se fue caviloso, recelando que su pariente repartiese el caudal de los Guerras y Monegros entre toda la caterva eclesiástica, monjil y apostólica que le había sorbido el seso.

En el tren de la noche llegó Braulio Rojas, a quien llamaron por telégrafo. Tan afligido estaba el buen administrador de Madrid,   —365→   que no quiso entrar en el cuarto de su señor y amigo, difiriendo para el siguiente día la penosa entrevista, y se fue a dormir a casa de D. Suero.

Mancebo, que pasó casi toda la tarde en la salita baja, sin subir a la alcoba por no molestar al enfermo, no podía con su alma de inquieto y descorazonado. Del disgusto se le había recrudecido el mal de los ojos, obligándole a ponerse las vidrieras, que a cada instante levantaba con el pañuelo para secar sus lágrimas. Pensaba que un hombre tan pío, tan benéfico, padre de los pobres y providencia de los necesitados, no se debía morir en tan lozana edad. Murieran antes los estafermos como él, ya inútiles y cansados de vivir. Pero Dios así lo disponía, y qué remedio había más que acatar los inescrutables designios. En esto llegó Leré, con el envoltorio en que traía su ajuar casero de ministra de los enfermos. El tío salió de la salita para hablar con ella en el patio; mas con la opacidad verde de sus empañados anteojos, no pudo observar la consternación que en el rostro de la hermanita se pintaba. «¡Dios mío, qué pena! -exclamó ahogándose-. Me ha dicho don Acisclo que no hay esperanzas, que la muerte es segura».

-¡Ay, Jesús mío! Nada de esto habría pasado -dijo el clérigo poniendo toda su alma   —366→   en un suspiro-, si hubieran hecho caso de mí... si tú... Vamos, que tú tienes la culpa de toda esta tragedia, porque si cuando don Ángel te quiso tomar... Vamos, no hay consuelo... ni sé lo que me digo. Señor, Señor, ¿verdad que yo acerté? ¿Verdad que yo dispuse con arte los caminos de la felicidad, y ellos con su cleriguicio los torcieron?

-No desbarre, tío -dijo Leré desentendiéndose de aquella idea-. ¿Pero será cierto que no hay esperanza? Si, sí, esperanza siempre hay. ¿Qué saben los médicos? Confiemos en Dios, pidámosle...

-Verás tú el caso que te hace. Fíate tú del petitorio. Cuando Él permite que las cosas vengan a esta extremidad dolorosa, es por que quiere meternos en la cabeza la idea de que no se juega impunemente con la lógica humana... ¡Ah! sabe mucho el de arriba. Humillémonos y reconozcamos que somos un polvillo miserable que va y viene con el viento... Ahora, hija mía, consuélale en sus últimos instantes; sé condescendiente y piadosa con él, entendiendo la piedad por todo lo alto; y si, como creo, se muestra sensible y amoroso contigo, que al fin el hombre nunca es más hombre que cuando se ve a dos dedos de la sepultura, no respondas a su cariño con los rigores de la mistiquería, ni te conviertas en el puerco-espín de los escrupulillos religiosos.   —367→   Llévale el genio que saque; baila al son que te toque; asiente a cuanto te diga, que ello ha de ser noble y honrado, aunque tierno; endúlzale las últimas horas, pues nuestro don Ángel, bien lo he comprendido, te quiere siempre por lo humano, pese a todos los transportes y deliquios etéreos. Si así lo hicieres, practicarás la verdadera caridad con el moribundo.

Contestole la Sor que haría lo que su conciencia le dictara y lo que le inspirase Dios, pues harto conocía sus deberes de ministra de los enfermos, y la inmensa gratitud y consideración que a D. Ángel por tan diferentes motivos debía.

En el patio y en la escalera oíanse susurros y cuchicheos. Los amigos entraban por turno en la alcoba del enfermo, y bajaban luego a la sala a comunicarse sus impresiones, ora tristes, ora risueñas. Este ir y venir de gente llevó a los oídos del enfermo la especie de que había llegado la inspirada socorrista, y tiempo le faltó para pedir que comenzara sin dilación su preciosa, irremplazable asistencia.




V

«¿Sabes una cosa? -dijo Guerra a su amiga, después de mirarla extasiado, mientras ella se enteraba del plan curativo y ordenaba   —368→   las medicinas sobre la cómoda-. Paréceme que despierto ahora; que toda esta vida mía toledana es sueño; que apenas ha transcurrido el espacio de una noche entre aquel tiempo de Madrid y la hora presente. Mi herida, tus tocas destruyen esta ilusión. Ya no somos lo que éramos entonces, Leré. Han pasado muchas cosas que contra mi gusto reconozco por verdaderas. El tiempo ha dado mil vueltas; tú también cambiaste. Yo soy el que me encuentro ahora semejante al yo de entonces... ¿Te acuerdas de mi hija Ción, y de lo mona que era? ¿Te acuerdas de la pena que nos causó su muerte? ¡pobre niña!»

-¡Vaya si me acuerdo! -replicó Leré suspirando-. ¡Cuánto la queríamos!

-Me parece que te estoy viendo enojada porque yo le permitía hacer su gusto en todo. Entonces, Lereílla, empezaba yo a quererte; después te quise más y soñé con la dicha de casarme contigo... Luego...

-Don Ángel,  (En pie junto a la cama.)  mire que no le conviene mucha conversación.

-Déjame acabar. Después nos volvimos místicos los dos, digo, me volví yo, por la atracción de ti, porque una ley fatal me desformaba, haciéndome a tu imagen y semejanza. ¿Te molestan estas cosas?

-No me molestan... pero... no se intranquilice, D. Ángel. Procure dormir.

  —369→  

-Si estoy muy tranquilo. Mi conciencia es ahora como un espejo. Veo con absoluta claridad todo lo que hay en el fondo de ella. No me avergüenzo de nada de lo que siento, y cuanto siento paréceme digno de ser dicho, para que lo sepan mis amigos de acá; que Dios ya lo sabe.

-Todavía se ha de poner bueno y me ha de contar esas cosas bonitas, y yo he de oírlas con muchísimo gusto.

-¿Bueno yo? En eso no pienses. Tan seguro es que me muero como que tú eres una santa. ¡Y cuán a tiempo me voy de este mundo! El golpe que he recibido de la realidad, al paso que me ha hecho ver las estrellas, me aclara el juicio y me lo pone como un sol. ¡Bendito sea quien lo ha dispuesto así! Me voy del mundo sin ningún rencor, ni aun contra los que me maltrataron; me voy queriendo a todos los que aquí fueron mis amigos, y a ti sobre todos; pidiéndote que me quieras mucho y no me olvides nunca.

-Don Ángel, por Dios,  (Echándose a llorar.)  ¿cómo es posible que yo le olvide...?

-Es la primera vez que te veo llorar por mí. Si tus lágrimas estuvieran corriendo hasta la consumación de los siglos, no expresarían toda la deuda de cariño que conmigo tienes... Y basta; no quiero cansarte. Dame agua, que tengo sed...  (Un momento después, tomando   —370→   el vaso de manos de la monja.)  ¿Sabes? Siento una alegría retozona esta noche. Es por el gusto de verte y de que me cuides tú... Toda la noche conmigo... y viéndote siempre que despierte, si es que duermo. Bien, bien. Que no entre nadie más aquí, con una sola excepción, D. Juan Casado. Si ese desea verme, que pase.

-¿Quiere que le llame? En la galería está.

Pasó D. Juan, y Guerra le hizo sentar en la silla más próxima al lecho. «Amigo mío, estoy muy charlatán, señal de alivio pasajero. Es una tregua que ha de durar poco, y la aprovecho para hacer una declaración delante de la hermana soror! y de mi mejor amigo. Declaro alegrarme de que la muerte venga a destruir mi quimera del dominismo, y a convertir en humo mis ensueños de vida eclesiástica, pues todo ha sido una manera de adaptación o flexibilidad de mi espíritu, ávido de aproximarse a la persona que lo cautivaba y lo cautiva ahora y siempre. Declaro que la única forma de aproximación que en la realidad de mi ser me satisface plenamente, no es la mística sino la humana, santificada por el sacramento, y que no siendo esto posible, desbarato el espejismo de mi vocación religiosa, y acepto la muerte como solución única, pues no hay ni puede haber otra». Leré, sofocada, ahogándose en la confusión   —371→   del llanto y las palabras, se puso de rodillas y cruzó las manos para decir: «¡D. Ángel, perdóneme si le he causado algún mal... perdóneme! No ha sido culpa mía,... bien lo sabe Dios. Él lo ha dispuesto así: conformémonos todos con su santa voluntad».

Algo quiso poner de su cosecha el sagreño; y no pudo. Hizo levantar a la hermanita, y procuró sosegar al uno y a la otra: «Vaya, vaya... Claro que nadie tiene la culpa. Estas cosas, estas desviaciones de la existencia estas... no sé qué, vienen así: las dispone Dios».

La hermanita se levantó y seguía llorando Ángel, con notable tesón, agregó lo muy importante que aún restaba por decir:

«¡Que tú me has causado mal!... ¡Tonta, si te debo inmensos bienes! Gracias a ti, el que vivió en la ceguedad, muere creyente. De mi dominismo, quimérico como las ilusiones y los entusiasmos de una criatura, queda una cosa que vale más que la vida misma, el amor... el amor, si iniciado como sentimiento exclusivo y personal, extendido luego a toda la humanidad, a todo ser menesteroso y sin amparo. Me basta con esto. No he perdido el tiempo. No voy como un hijo pródigo que ha disipado su patrimonio, pues si tesoros derroché, tesoros no menos grandes he sabido ganar.

Dicho esto, cayó en gran postración, sin   —372→   dolores ni sufrimientos agudos, pero con la inteligencia un tanto turbada, sin llegar al delirio. Era más bien como una opacidad o depresión de las facultades de pensar y sentir. Durante toda la noche le asistieron Leré y Teresa, que no quiso acostarse. Bregaron ambas con él para hacerle tomar las medicinas, que rechazaba con repugnancia, convencido de su inutilidad. A la madrugada descansó algunos ratos. El desfallecimiento y la fiebre le adormecían, y la sed le despertaba: en esta lucha se iban gastando los pocas fuerzas subsistentes en tan vigorosa naturaleza. En los breves letargos, su cerebro reproducía con fugaz espejismo escenas y pasos de su vida, como la ejecución de los sargentos, la algarada de Septiembre y la muerte de doña Sales. Por la mañana, la presencia de Braulio, que le abrazó conmovido, trajo a su mente reminiscencias tristes de la época en que fue más insoportable y enfadoso el despotismo materno. Recordó los disentimientos con doña Sales, su matrimonio, su viudez y otros mil sucesos y lances, casi desvanecidos ya en su memoria. Y para cada una de estas reversiones del pasado tuvo una palabra en su coloquio con el administrador fidelísimo, no olvidando preguntarle por todos los conocimientos de Madrid, sin omitir a ninguna persona de la clase de antipáticos. Pidiole noticias   —373→   del de Pez, de Bringas, de don Cristóbal Medina y del marqués de Taramundi, inquiriendo con gracejo si había llegado al fin a la meta de sus aspiraciones políticas.

No queriendo abandonar a su amigo durante la noche, Casado se quedó allí ocupando el cuarto en que había vivido el seráfico D. Tomé. Por la mañana, tomando chocolate, Palomeque y el sagreño sostenían en presencia de D. Acisclo una viva discusión médica, pues el anticuario se preciaba de no ser menos fuerte en inscripciones lapidarias que en la ciencia de Hipócrates, y sustentando la tesis optimista en el caso de Ángel, desembuchó mil desatinos con la mayor frescura. Allí barajó el páncreas con el piloro y el endocardio con el canal raquídeo; pero D. Acisclo, que con Casado sostenía la tesis pesimista, echo el peso de su autoridad en la contienda, manifestando que el caballero cristiano no podía vivir. Tenía el hígado partido por la profunda cuchillada, gravemente afectado el peritoneo, y la hemorragia interna era un hecho patentizado por los vómitos de sangre digerida (pozos de café). Sólo Dios evitaría la muerte, y para esto necesitaba permitirse un milagro, mandando las leyes fisiológicas a paseo. No se daba por convencido D. Isidro, que gozando de perfecta salud, despreciaba a los médicos y hacía chacota de sus doctrinas.

  —374→  

Por sabido se calla que todos los parroquianos de Turleque acudieron a informarse del estado de su favorecedor y amigo. Lucía se presentó la primera con las sayas por la cabeza, cogida del brazo de Mateo, y Cornejo, D. Eleuterio y Maldiciones no faltaron tampoco, atribulados y entontecidos. Salieron de allí con pocas esperanzas, viendo desvanecida en el humo de una vulgarísima realidad aquella ilusión de un vivir continuamente placentero. Razón tenía Virones, que por el camino había venido echando latines y filosofando con amargo pesimismo. Todo lo bueno es humo, nube, sombra. El padecer y las necesidades que agobian son lo único real y tangible. ¡Pobre D. Ángel! ¡Cuántos con menos motivo se habían colado en las páginas del Año Cristiano! La ciega no quiso abandonar a su señor, y con fidelidad perruna quedose acurrucada a la parte afuera de la puerta, inmóvil y rezando entre dientes interminables letanías y misereres.

Don Juan se maravilló, al entrar a ver a su amigo, de verle bastante despejado; pero no cobró por esto esperanzas, porque bien veía la muerte pintada en el moreno rostro, cuya amarillez lívida hacía más intensa la negrura de la barba y cabello. Sereno y melancólico, Ángel sostenía una inocente broma, que Leré conllevaba con gracejo, movida   —375→   de una flexibilidad profundamente caritativa. Sus maneras, su tono, su franca risa eran lo más gracioso que se puede imaginar. Casado intervino para decir a su amigo una cosa importante. Aunque no existiera peligro de muerte, el buen cristiano debía estar siempre preparado para un cristiano morir... porque...

-Don Juan, dígalo claro y, al derecho. Conmigo no se, necesitan esos circunloquios... ¿Pero tanta prisa corre que...?

Parecía vacilante. El sagreño fijó en él una mirada profunda, y no advirtió disposiciones muy claras a la piedad.

-Como usted quiera... Yo, si usted me lo permite, propongo...

-No se apure -dijo Guerra-. En esto, como en todo, yo no haré nunca más que lo que disponga mi mujer.

Y como D. Juan se riera y la Sor también, esforzándose por poner en su rostro la máscara de una infantil alegría, Ángel añadió: «No hay que reírse... Sepa usted que nos hemos casado anoche... in articulo mortis. Fue testigo el cardenal Lorenzana que ve usted ahí, y nos echó las bendiciones el Niño Jesús... En fin, ¿qué opina mi mujer de lo que dice el amigo de la casa?

-Yo ¿qué he de opinar? -replicó la socorrista apoyando las manos en el lecho, y contemplando muy de cerca la cara sellada por   —376→   la muerte-. Ya sabe cómo pienso. Si quiere que yo esté contenta y que le quiera mucho; póngase a las órdenes de D. Juan. ¡Si usted lo está deseando!... Como que a todos puede darnos lecciones de cristiandad y de amor a Dios.

-Bendita sea tu boca -le contestó Ángel con ligero movimiento de su rostro hacia el de ella-. D. Juan salado, usted manda y ye obedezco. Reconozco que mi mujer es la que lleva aquí los pantalones, así en lo doméstica como en lo religioso. Ella es el alma, yo el cuerpo miserable. Santa mujer, ¡qué dicha ser su esclavo y salvarse con ella!

-Bueno -murmuró el sagreño, acariciándose una mano con otra-. Pues esta tarde...

Leré, deseando salir para romper a llorar, se aproximó a la puerta.

-No te vayas, Sora -le dijo Guerra-. ¿Crees que necesito quedarme solo para confesar? Confesado estoy. Todo lo que yo pudiera decirle a este clérigo campestre, arador de mi alma, ya lo sabe él. Me ratifico, y nada tengo que añadir.




VI

Fue puesto en libertad D. Pito en la mañana de aquel día, y con toda la presteza que le consentía su pata momia, corrió a la calle   —377→   del Locum, ávido de ver a su maestro y protector. Temblaba el pobre viejo, y por más esfuerzos que hizo para no llorar, no pudo lograrlo, y lágrimas ardientes corrían por las rugosidades de su cara de corcho. Para en valentonarse y disimular su emoción, empezó a echar de la boca, al ver a Guerra, todas las especies picantes de su repertorio; y le besó repetidas veces la mano, diciendo que se casaba con los once mil millones de vírgenes, con el caballo blanco de Santiago y con todo lo casable. «No te tienes que morir, nostramo -añadió sorbiéndose el moco-, porque aquí estamos los fieles amigos para impedirlo por el santísimo escapulario de la Virgen del Carmen, y por los reverendísimos clavos de todita la recopilación geodésica y mareante del Calvario».

-Bien, Pitillo, eres un valiente y bravo amigo -le dijo Guerra-. Anda y dile a Teresa que te dé una botella de anisete o ron. Te convido. Pobrecito, ¡qué sed habrás pasado en esa infame cárcel!

-No importa. No quiero beber hoy. Que no lo cato, ¡yemas!; lo juro por todas las potencias celestiales, y por el purísimo arco iris peneque de la inmaculada gloria que he de gozar cuando me muera.

A renglón seguido quiso repetir lo que había dicho al juez; pero le llevaron fuera para   —378→   que no mareara al enfermo con tales retahílas. A Palomeque y a Casado les contó que el juez no había hecho caso de sus declaraciones, creyéndole borracho y demente. La justicia se lo perdía, y por no escucharle no se descubriría jamás a los malhechores, pues como D. Ángel, con increíble generosidad, manifestaba no conocerles, la causa era un montón de tinieblas. Insistió el capitán en que el peor de los criminales, Poli, no era hijo suyo, aunque por tal pasaba, y sin ningún rebozo refería toda la historia del contrabando, y por qué vino a ser putativo autor de semejante pillo. Virones, que llegó después, habló del caso de autos, dando las señas del cojo, a quien vio perfectamente en Guadalupe. Al otro nunca le echó la vista encima; pero por Mateo supo que vestía traje campesino y que no llevaba barba. «Y el tercero, ¿quién es?» agregó D. Eleuterio.

-Sorprendidos de que la noche del crimen no durmiese Tirso en la casa, como de costumbre, le cogimos esta mañana por nuestra cuenta Cornejo y yo, y después de arrearle un buen pie de paliza, cantó. Nos ha dicho que hace lo menos quince días, la desgraciada Jusepa andaba en tratos, al parecer no muy honestos, con un mozo bien plantado, que se escondía en la casilla destechada del monte y se titulaba gentilhombre primero del toreo de Madrid, huido por piques   —379→   con lidiadores de la grandeza. Tirso descubrió el enredo; pero Jusepa le tapó la boca con golosinas. La noche anterior a la del crimen, el desconocido caballero, que debía de ser un buen peine, anduvo rondando por Guadalupe, y se avistó con otros, probablemente con los huéspedes de D. Ángel. La noche del suceso, cuando Tirso iba de la Degollada a Guadalupe, encontrose al sujeto cortejante de Jusepa, el cual trabó conversación con él, y dándole un puñado de duros, le pidió casi con lágrimas en los ojos un señalado favor. Era que fuese con una carta al caserío de Cañete, próximo a Algodor, y allí la persona a quien el papel iba dirigido le entregaría un caballo, el cual traería pronto a la Degollada y al sitio mismo donde el tipo aquel le hablaba. Prometiole mayor recompensa si cumplía fielmente el encargo. Cayó Tirso en la trampa, o más bien ardid para tenerle alejado de Guadalupe hasta después de medianoche. La carta era un papel en blanco, y ni en Cañete ni en parte alguna existía la persona a quien rotulada iba. Volviose, pues, el pastor para acá sin respuesta, sin caballo y sin ganas de volver a ver al gentilhombre, contentándose con la propina recibida; y en el camino le entró sueño y echose a dormir.

De todo esto se deducía la inocencia de Tirso, sin más delito en aquel caso que el de   —380→   su barbarie y cerrazón de mollera. Virones iba más allá, sosteniendo la inculpabilidad de Jusepa, pues su muerte desastrosa parecía declarar su desconocimiento de las malas intenciones de los bandidos. Cuando más, cuando más, fue culpable la moza de haber franqueado la puerta al peor de los tres criminales, o de haberle puesto en connivencia con los dos que ya estaban dentro.

Abandonó Casado el grupo en que esta interesante conversación se sostenía, para acudir al lado de Guerra que le llamó. No quería el enfermo retrasar sus últimas disposiciones, y ya Braulio había ido por el notario. Sobrevino D. Suero sin necesidad de que le llamaran, y en el patio platicaba con Palomeque de diferentes asuntos, pues todo no había de ser hablar de tragedias y de si se puede vivir o no con el hígado traspasado. Entre otras cosas, díjole que no volvería al Ayuntamiento si no con vara alta para su proyectado embellecimiento de la ciudad, contando con los mayores contribuyentes, los representantes en Cortes, el Cabildo y el Cardenal. Derribado San Servando, por tierra todas las murallas viejas y el recinto interior de la Puerta de Visagra, con el valor de la piedra se abriría una arteria entre Zocodover y la Catedral, la cual sería rodeada de jardines a la inglesa... No siguió el buen señor,   —381→   porque Teresa le llamó desde una de las ventanas de la galería alta. «D. José, que haga el favor de subir».

-Dispénseme D. Isidro. Me llama mi pariente.

Y subió ligero. Aún no había llegado el notario; pero no tardó ni dos minutos, encontrándose en la puerta con Mancebo, a quien también mandaron un recadito. Evocando su poderosa voluntad, Guerra dictó sus disposiciones con ánimo entero, sin vacilar un momento, sin olvidar a nadie. El notario tomaba notas para redactar el documento, que sería leído y firmado después ante testigos. Las disposiciones eran un prodigio de memoria y de piedad cristiana. Incorporaron al herido en el lecho con un rimero de almohadas, y presentes el notario, Suárez, Casado, Braulio, Mancebo y Palomeque, dispuso la distribución de su hacienda en forma que había de ser memorable.

Las fincas de Guadalupe y Turleque, y el monte de la Degollada eran para la Congregación del Socorro, que levantaría allí su casa, utilizando en parte o en total los planos del proyecto dominista. Cien mil duros en títulos del 4 por 100 heredarían además las hermanas, destinando la mitad al edificio y el resto para renta.

¡Atiza! -decía para sí D. Francisco, al oír   —382→   esta cláusula-. No se quejarán las buenas señoras. A poco más se lo maman todo.

Y D. José Suárez, también para su sayo: «Ya empieza el derroche por el lado de la religión. Me lo temía. Entre monjas y frailes nos dejan en cueros vivos».

El testador recomendaba a las hermanas del Socorro que tomaran por su capellán a D. Eleuterio Virones; y si por alguna causa no quisieran hacerlo, rogábales que le empleasen por todo el tiempo de su vida en la finca, como sobrestante, conserje, guarda, hortelano, aparejador, mozo de mulas, o en cualquier oficio semejante.

MANCEBO. -   (Para sí.)  -¡Anda, anda, no te quejarás, gandul! ¡Qué más quieres! Hecho un patriarcón toda tu vida, y pudiendo decir con el latino: Deus nobis haec otia fecit. ¡Ay de mí! Y al fin y a la postre ¡zapa! para los verdaderos necesitados, no habrá más que unas cuantas misas... Si este mundo está perdido.

ÍTEM. -  -Igualmente tendrían amparó en la nueva casa del Socorro, por todo el tiempo de sus días, Lucía, Mateo, Maldiciones, Cornejo, Tirso y los cigarraleros de Turleque; y las hermanas se comprometerían a mantenerles y vestirles, sin perjuicio de lo que el testador dispusiera en favor de ellos.

Llegó el caso de distribuir las cuatro casas que el testador poseía en Madrid.  

(Expectación   —383→   bien disimulada. SUÁREZ hacía figuras con sus dedos en el puño del paraguas; y MANCEBO subía y bajaba las vidrieras a cada instante, limpiándose los ojos.)

  La casa de la calle de las Veneras, tasada en cuarenta mil duros era para...  

(La pausita que hizo aquí, puso al borde del abismo de la consternación a algunos de los oyentes.)

  era para el monstruo... Mancebo no entendió bien, y contrayendo todas sus arrugas, puso una cara de indefinible estupidez.

-Para un monstruo -le dijo al oído con displicencia D. José Suárez, que a su lado estaba-. ¿Y qué monstruo es ese? ¿Es algún dragón del Apocalipsis?

-El monstruo es mi sobrino, hermano de Lorenza -dijo Mancebo, quitándose de un tirón las gafas monumentales, y cayendo en la cuenta, algo tarde, de que había cometido la enormísima desconsideración de echarse a reír. Después hizo trompeta con su mano temblorosa para oír lo que faltaba. D. Ángel nombraba curador ejemplar del monstruo y administrador de la finca a D. Francisco Mancebo, Beneficiado de la Catedral, le relevaba de fianza, y para gastos de administración daba al D. Francisco diez mil duritos en...

La trompeta de Mancebo no pudo recoger el final del concepto, y mi hombre se volvió diciendo: «¿en qué...?

  —384→  

-En acciones del Banco de España -le dijo Suárez afectando gravedad.

La segunda casa, sita en la calle de Tudescos, dispuso el testador que fuese para Jesusito Virones.

DON SUERO. -    (Para sí, mordiéndose los pelos tricolores del bigotillo recortado.)  Ya tenemos otro monstruo en campaña... Pero aquí todo se vuelve fenómenos y niños zangolotinos.

La casa de la calle de la Magdalena fue para Braulio, y la de la plazuela de Santa Cruz, que era la mejor por lo mucho que rentaba, para Teresa Pantoja.

Don Suero, limpiándose el sudor de la calva, pensó que aún quedaban las fincas de Toledo administradas por él, y sumas de cuantía en Amortizable, según las noticias que Braulio le había dado. Guerra hizo otra pausa para cobrar aliento, y salió después por donde menos pensaban los que maravillados y suspensos le oían. Dejaba una gruesa cantidad en valores públicos para socorro de impedidos, enfermos y menesterosos. Una junta patronal, formada por D. Juan Casado, don Isidro Palomeque y D. José Suárez (y para saber su conformidad les había convocado), se encargaría de administrar aquella suma y de distribuirla conforme a las minuciosas disposiciones que apuntó el testador. Los patronos podían designar sus sucesores en caso de   —385→   fallecimiento, y si alguno moría sin testar, los dos supervivientes cubrirían, de común acuerdo, la vacante. Entre las obligaciones ineludibles que a dicha junta señalaba, merecen citarse las siguientes: A D. Pito se le daría cada dos días una botella del licor que él mismo designara, y todos los sábados cinco duros en metálico para que se los gastara libre y alegremente como mejor le conviniese, sin que nadie pudiera coartarle en la caprichosa satisfacción de sus deseos. Esto sin perjuicio de atender a su subsistencia en el caso (muy probable ciertamente) de que las hermanitas no quisieran tenerle consigo.

ÍTEM. -  -La junta pasaría una pensión de tres pesetas diarias a la hermana de la ciega, operada de ambos pechos, entregándosela en propia mano mensualmente; y si moría, pasaba la pensión a sus hijos. En cuanto a Zacarías Navarro, la junta le pagaría todas las, deudas contraídas hasta la fecha del testamento.

ÍTEM. -  -Pensión igual a Gumersinda Díaz, habitante en una casa cuyas señas daría Mancebo. Pensión a Cornejo, y a los cigarraleros de Turleque. Recomendación expresa de atender con iguales socorros vitalicios a Lucía y a los apóstoles, siempre que las socorristas, por cualquier motivo justificado, no pudieran acogerles. Y por fin, pensiones a la asistenta de   —386→   Teresa, a Basilisa, a Lucas y a toda la servidumbre de la casa de Madrid. Al fallecimiento de estas personas, la junta aplicaría los auxilios a otras, quedando la elección al arbitrio de los patronos. Al despedir a los trabajadores de Turleque y Guadalupe, se entregaría a cada uno el jornal de un mes.

Don Suero tragaba quina y solimán viendo este desfile de pordioseros y gente ordinaria, llevándose cada cual entre las uñas un pedazo del pingüe caudal de los Guerras y Monegros. ¡Ay, si doña Sales levantara la cabeza! Ángel miró a su pariente, y con la penetración que da la no esperanza de vivir, le adivinó los pensamientos. Ya quedaba poco, y no había más remedio que concluir. Las dehesas de Mazarambróz eran para María Fernanda, hija de D. José Suárez, y las casas de la calle de las Tornerías y de la plazuela de Valdecaleros para...  

(Aquí una gran pausa, que tuvo en gran ansiedad a D. SUERO.)

  para los padres de D. Tomé, residentes en Erustes.

-¡Pero qué memoria, qué memoria de hombre! -decía Mancebo-. No ha olvidado ni al gato.

Concluyó el generoso reparto con recuerdos para Palomeque, D. León Pintado, otros amigos del Seminario y clero Catedral, recuerdo también a D. Acisclo y una bonita suma por sus honorarios. A Casado le dejo las   —387→   alhajas que habían sido de doña Sales, designando algunas para que a Dulce las entregara: Ordenó que se quemaran todos los retratos de familia que en su casa de Madrid había; que enterrasen a Jusepa en sepultura decorosa, pagada a perpetuidad, pues habiendo sido móvil de su pecado el amor, merecía respeto y lástima piadosa su trágico fin; que no se hiciera gestión alguna para perseguir a sus matadores, a quienes perdonaba, deseándoles paz y arrepentimiento. A misas por su alma destinó por fin un buen pico, designando a Mancebo y a D. Laureano Porras para que distribuyeran la limosna entre sacerdotes necesitados.

Concluida la emisión de su última voluntad, tuvo el enfermo un rato de malestar hondísimo, con angustias, vómitos y rápido agotamiento de fuerzas. Los amigos, a excepción de Casado, retiráronse con dolorido semblante, pero alabando mentalmente la cristiandad del testador... y la misericordia divina.



VII

Dos horas después volvió el notario con el documento en forma legal, y leído que fue, firmaron el testador y los tres testigos.

-¡Qué tranquilo me he quedado -dijo Ángel a la Sor-, al desprenderme de los bienes   —388→   terrestres! A cada buen amigo entrego un poquitín de lo que fue mi patrimonio. Sólo a ti no te dejo nada material, porque te quedas con una cosa que vale más que todos los tesoros del mundo.

La hermana salomónica, agobiada por la tribulación, había perdido aquel superior ingenio para expresar las ideas y concretarlas en frases sencillas y elocuentes. Con tal furor le temblaban los ojos que no parecía sino que el Espíritu Santo revoloteaba dentro de su palomar, como en estrecha cárcel, rompiéndose las plumas y lastimándose las alas. Y como el caballero cristiano hablara con grave acento de su tránsito inevitable, rompió en llanto la mística doctora, y exclamó bebiéndose las lágrimas: «D. Ángel, Dios que mira mi interior sabe que mi mayor gloria, mi más vivo deseo no son ni pueden ser otros que morirme con usted, y subirnos juntos a gozar de la vida que merecen los buenos».

-¿Juntos?... hoy no, -murmuró Guerra con el conocimiento un tanto turbado-. Otro día... Quien dice hoy dice mañana.

Sentía ganas de adormirse, y una calma profunda en todo su ser, como suave onda que le envolvía. Mientras Leré le arropaba, Ángel le cogió las puntas de los dedos y se las besó.

-Quiero descansar -dijo el caballero de   —389→   Turleque ladeándose sobre el costado izquierdo, del lado de la pared.

-Me parece bien: a dormir un ratito -indicó Casado mirando su reloj-. A las tres...

-Ya, ya se -murmuró el enfermo con voz que alejarse parecía-. A las tres viene el Señor. Leré, alma soror, cuando venga me llamas.

Transcurrió media hora de triste sosiego y quietud expectante. Leré y D. Juan, sentados uno frente a otro, rezaban mirándose silenciosos... Por fin, Teresa entreabrió la puerta, dejando ver su rostro compungido. Aproximábase el Señor; la campanilla sonó en el portal... Llamaron al dormido caballero; pero no contestó, porque nadie contesta desde la eternidad.

-¡Oh, qué lástima! -exclamó pasmado el sagreño, llevándose las manos a la cabeza. Leré, consternada, no acertó a expresar verbalmente dolor ni lástima. Su pena y su estoicismo eran mudos. Retirose el Señor, lloraron todos los presentes, y la hermana del Socorro, pasada la impresión hondísima de la muerte de su amigo, recobró por merced divina la serenidad augusta sin la cual no fuera posible su trabajosa misión entre las miserias y dolores de este mundo. Conforme a la regla de la Congregación, recogió su ropa, salió con maravillosa entereza, y pasito a paso se fue al Socorro, mirando tristemente   —390→   las baldosas y piedras de la calle. Al llegar allá, diéronle orden de acudir sin pérdida de tiempo a la casa de un tifoideo.

Los fieles de Turleque, que acompañaban el Viático, prorrumpieron en llanto al saber que habían llegado tarde. Mancebo apenas podía tenerse en pie. D. Pito no se casaba con nadie. El atlético Virones, que era de los más desconcertados, salió a la calle, donde continuaba la ciega, en invariable actitud desde el día antes, las sayas por la cabeza formando capuchón. «Lucía -le dijo-, ya se acabó todo. Hemos perdido a nuestro divino señor».

-Lo sabía -replicó la ciega, volviendo hacia él las dos esferas vidriosas, cuajadas, inexpresivas de sus ojos muertos-. Poco antes de llegar el Señor, vi que el amo se transportaba... Se encontraron un poquito más allá de la puerta, y juntos se subieron... Recemos... por él no; por nosotros.

Santander.- Mayo de 1891.








 
 
FIN DE LA NOVELA