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ArribaAbajoVII

Herida.- Bálsamo



- I -

Don Pito, que voltijeaba en la calle, esperando a que el enemigo pasara de largo para volver a entrar, vio a su sobrina haciendo figuras en el balcón, y tuvo miedo de que se le fuera la cabeza y diese la gran voltereta. «Chica -le gritó desde abajo, extendiendo los brazos para recogerla en ellos, por si acaso se tiraba-, no seas loca... aguántate... despréciale... tendrás otros que valen más... Juicio, niña, juicio, y adentro.

Al ver que la joven se retiraba del balcón, subió con toda la rapidez que sus desiguales piernas le permitían. Llegó arriba jadeante, y encontrando franca la puerta, se coló hasta la sala, en la cual estaba Dulce, llorando a lágrima viva, echada sobre el sofá. Abrazándola con paternal cariño, D. Pito la consoló en esta forma:

«Hija de mi alma, no te aflijas. Cuenta con mi protección.. Tu tío no te abandona, no: te dará remolque hasta el fin del mundo». Como la dolorida no hiciera demostración alguna de gratitud, el viejo reforzó sus aspavientos consoladores. «Pero, chica, ¿ese pirata habrá sido capaz de dejarte sin carbón en medio de la mar? Dulce no contestó; pero el capitán, que ya conocía el famoso cofrecillo, por haber metido más   —281→   de una vez en él sus dedos, fue a mirar lo que había, y cuando vio cantidad crecida de billetes y monedas de plata, el asombro le tuvo abierta de par en par la boca un buen espacio de tiempo.

«Pues mira, chacha, no debes apurarte -dijo sentándose y poniendo el cofre sobre sus rodillas-. Tenemos carbón y víveres a bordo... avante toda. Proa a la mar. Dios no abandona a los buenos... Pero ten cuidado no te roben, ¿eh? que estás muy trastornada, y no sabes quién entra ni quién sale... Mira, yo te guardaré esto.  (Cogiendo algunos duros y metíéndoselos con rapidez en los bolsillos.)  Tengo las carboneras vacías, Carando, y hace días que estoy quemando mis propios huesos para hacer un poco de presión. Fíjate, fíjate bien en lo que tienes, y ocúpate de tus intereses. Toma, ve contando, hija de mis entrañas, pues aunque yo creo que el dinero es una cosa muy mala, ¡yema! causa de todas las trapisondas de este mundo, siempre vale más tenerlo que no tenerlo. Digo... del dinero salen los vicios, el lujo, la soberbia y otras mil perrerías. Pero cuando uno lo tiene, no debe dejárselo quitar, y aunque el hambre es una cosa magnífica para irse a fondear en el Cielo, no es malo tener algo que meter por esta pindonguera escotilla que el Señor nos ha puesto debajo de la nariz. Conque vete serenando, joven inocente, que eso del llorar es cosa de bobos. Cierra esos imbornales y créeme a mí. ¿Qué te pasa? ¿que quieres a ese párvulo? Pues no te apures que como ese encontrarás mil, y mejores. Venga de almorzar. ¿Qué no estás para nada? ¿no quieres ir a la cocina? ¡Yema! ¿qué me apuestas a que te hago un arroz que te chupas los dedos? Yo también soy cocinero: los marinos   —282→   tenemos que saber un poquito de todo... ¿Hago el arroz, sí o no? Considera, párvula mía, que si tú estás enamorada, yo no lo estoy, y es preciso comer para beber, quiero decir, para vivir... Estamos solos, chica, y ahora no hay quien nos fume. Oye: pon el dinero en lugar seguro, ¡me caso...! mientras yo salgo a traer una cosa que nos hace mucha falta. Dime ¿te gusta a ti el fin champán? No hay remedio mejor para la debilidad de estómago y para las averías del alma. Un dedito, y se te tapan todos los huequecillos donde anidan las penas. Claro, ellas quieren salir; pero no pueden. Espera, echame acá otra vez el cofre... Vengan otros dos pesos... mejor será que tome cuatro, porque más seguros los tienes en mi poder, ¡yema! que en el Banco de España... Conque espérame un ratito; en un par de guiñadas voy y vuelvo... ¡Ay, qué bien vas a estar con tu tío! Ni disgustos, ni quebraderos de cabeza, ni aquello de si viene o no viene. Ya no viene más, Carando, y mejor es así. Por la tarde, a paseo los dos, en coche, ¿qué te parece? a ver los bigardones y bigardonas que borlean en el Retiro, y por la noche a casita: Cada uno en su litera, y vengan temporales. Conque, espérame un rato.

Salió tan ágil, que no parecía sino que la pierna inválida había recobrado el vigor de los años juveniles. A la media hora. volvió cargado de provisiones, cucuruchos de papel, y botellas con etiquetas de relumbrón.

-No navegues nunca con la gambuza vacía... -dijo poniendo su cargamento sobre la mesilla de mármol. Dulce, que no tenía humor para bromas ni aun   —283→   sentidos para enterarse de lo que a su lado pasaba no hizo caso de D. Pito, el cual, poseído de frenesí culinario, fue a la cocina, sin lograr que su sobrina le ayudase. Ésta, secas ya las lágrimas, había caído en un estupor doloroso; sus miradas no se apartaban del suelo; su tez se había vuelto verdosa; entre su nariz y su boca; una contracción singular hacíala parecer a ratos persona distinta de sí misma. Pasaba el tiempo sin que la dolorida mujer se moviera de su sitio, y a ratos, como el durmiente que percibe en sueños los ruidos de la realidad, sentía la presencia del capitán en la cocina, moviendo cacharros, hablando consigo propio, y echando pestes y yemas a cada contrariedad que le ofrecía la faena que se había impuesto. Por fin, tuvo Dulce que ir allá, y regañaron un poco, y D. Pito se quemó un dedo, y el condenado arroz salió más malo que todos los demonios. Dulce no tenía ganas de probar bocado, sino de lloriquear en la alcoba, reclinándose boca abajo en su lecho. Allí la encontró el tío, que se había servido solo su almuerzo en la cocina, sin manteles, y bien harto de arroz, con media botella de Valdepeñas entre pecho y espalda, se fue a consolarla, obsequiándola con todas las frases tiernas que en el acto de la digestión, más que en otro alguno, se le venían al pensamiento. «Por lo que no paso, joven, es porque estés sin lastre. Hay que estivar algo de peso. Si no, los balances no te dejarán vivir. Mala cosa es la debilidad: yo la detesto tanto, que prefiero llevar arena en la bodega a no llevar nada... ¡Ah! se me ocurre una gran idea. ¿No puedes tú pasar ni ningún abarrote? Pues yo sé hacer una bebida que te fortalecerá y te pondrá como un reloj. ¿Sabes lo que   —284→   es un chicotel? Es el consuelo del navegante, transido de frío sobre el puente, derrengado de fatiga, aguantando chubascos, y con la humedad metida en los huesos, luchando con furiosa mar de proa, sin poder quitar el ojo del compás ni del cariz del cielo. Es la mañana que conforta y da valor para resistir un mal día después de una noche de perros. Aguárdate y verás qué pronto despacho.

Fue a la cocina, rompió un huevo en una taza y lo batió bien, pero bien; echolo en una vasija grande con la dosis de medio vaso de agua, añadiendo una copa chica de ginebra, un poco de canela y azúcar en proporción. Para el perfecto gin cock tail (literalmente rabo de gallo con ginebra) no faltaban más que las gotas amargas, que le dan aroma y tonicidad; pero como D. Pito no las tenía, prescindió de aquel sibaritismo, y concluyó la confección del ponche, batiéndolo de nuevo con el molinillo del chocolate hasta levantar espuma que se desbordaba del cacharro. Sirviolo luego en un vaso ordinario de los grandes, en el cual resultaban como tres dedos de dorado líquido, y un dedo de espuma que mermaba lentamente. Con aire triunfal lo llevó a su sobrina. «Vaya, endereza ese casco... Tómate este bálsamo de Dios, y verás cómo se te aclara el celaje». Dulce lo probó, y como no le supiera mal, apurolo hasta que no quedó en el vaso más que un poco de espuma, y en su labio superior un bigotillo blanco. «¿Qué tal? ¿cosa rica? Con esto se me han pasado a mí todos los berrinches que he cogido a bordo. Día hubo en que no pudiendo bajar del puente, me sostuve con catorce chiconteles a diferentes horas. Ello fue en el María Josefa cuando el huracán   —285→   que me cogió en Maternillos». La ingestión de aquel brebaje fue para Dulce confortante y placentera: en los primeros momentos se sintió traspasada por extrañas ráfagas de alegría, de esa alegría que suele producirse entre las vibraciones del extremo dolor, como la chispa que brota de la percusión de cuerpos duros. Al pasar a la sala, toda la habitación giraba en derredor suyo, y D. Pito con ella, lo que produjo en la joven una risa nerviosa, viéndose obligada a sentarse, la mano delante de los ojos. Luego, sin cesar el mareo prodújole el bálsamo otros efectos, una especie de erección del ánimo flojo, volviendo sobre sí, y reivindicando su dominio, un despertar de todas las facultades, un afinarse de todos los sentidos, y con esto, ganas de hablar y de contar su cuita, en términos que las palabras se le salían de la boca antes de que el pensamiento las ordenara. Pero aún hubo otro efecto más particular: al ir de la sala a la cocina, se olvidó de cuanto le había pasado aquel día; es decir, notó un descanso inefable y la conciencia de una situación negativa en su alma. Vagamente consideró que algún fenómeno extraño se verificaba en ella, y sin poder determinar que fuera olvido en lo moral, sedación en lo físico, decía para si: «No sé qué tengo... Yo estoy alegre... pero se me figura que hoy me ha pasado algo... No sé lo que es, no sé lo que es, ni quiero tampoco saberlo». A semejante estado, sucedió pronto una melancolía dulce, en la cual iba apareciendo poco a poco la noción del estado primero, como una substancia diluida y agitada que decanta en el fondo del vaso. La espuma disminuía con el estallido de las burbujas, el líquido aumentaba, y un sedimento de hiel   —286→   obscura amargaba y ennegrecía ese fondo en que se cuaja la conciencia de nuestros dolores.

En tanto, el célebre capitán jubilado había encendido un cigarrote, de la docena selecta que trajo en uno de aquellos cucuruchos, y tiraba de él, atizándose copas y más copas de coñac. La galguita, que le había tomado cariño de tanto verle allí, jugaba con él o se le ponía delante, grave y atenta, mirando cómo subían al techo las azuladas espirales del humo del cigarro. Y a Dulce y a la perra juntamente dirigía, don Pito sus filosóficos comentarios del mundo y la vida humana: «Mira, hija de mi alma, no hay que apurarse, tomemos los contratiempos al son que ellos traen. ¿Que sopla Noroeste duro? Pues avante, y capéalo como puedas. Hagámonos cuenta de que la vida es toda ella muy mala, y que lo bueno viene por casualidad, cuando el mal descansa o se duerme. Pongámonos siempre en lo peor; creamos que todo lo que no sea temporales, mar de fondo y neblina es un golpe de suerte, un chiripón, casi un milagro. Desconfiemos de las claras, porque no hay clara que no sea una tal, y tras ella viene siempre un chubasco mayor que el pasado... La mar es de por sí voluntariosa y muy gitana. Vayamos por ella con la mecha bien atizada (un dedo en el ojo derecho), y a cada minuto que pase hagámonos cuenta de que la muy carantoñera nos ha perdonado la vida... Ea, bastó ya de lloricio. Pecho al huracán; venga bálsamo; y avante toda, que mientras no se rompa el molinillo, andando vamos... Aprende de este prójimo, que echó los dientes mirando cosas inhumanas, ¡ay! oyendo rugidos de fieras, y viendo cómo se hincha la mar, cómo se desgaja el cielo. Porque   —287→   a mí me destetaron los ciclones, y en mi biberón no había leche, ¡yema! sino agua salada con gotas... de sangre humana. Con aquel ten con ten, me hice de bronce, y ya me podían echar desgracias, contratiempos y calamidades... ¡Que salta fuego en las carboneras! Serenidad, serenidad; no atropellarse: ya se apagará... Vísteme despacio que estoy de prisa. Poco a pocoooo... ¡Que se cierra de niebla y se nos viene encima un barco que no quiere, o no puede gobernar!... Pues cierra la caña a estribor... toda la pala a babor... Que no podemos evitar la embestida y el otro nos raja por la mitad, ¡pruuum! y nos mete la roda hasta la misma máquina!... Me has partido, inglés... Me caso con tu alma pastelera. Pues a pique... Orden, sangre fría, serenidad... No correr; esos botes... ¡Que revienta la cafetera y el vapor nos despide!... Abur, mundo bonito... Me caso con la mar... Calma, calma... Que cada cual se ahogue como pueda.




- II -

No era feliz D. Pito en aquella vida de inválido, amenizada con turcas, vida holgazana, humillante y aburrida lejos de su elemento propio, el mar. Madrid no le gustaba ni le gustaría aunque en él tuviese asegurada la olla cuotidiana, aunque en la casa de su hermano Simón se ataran los perros con longanizas, y aunque doña Catalina de Alencastre ocupara el trono de sus mayores. Fácilmente prescindía de todo regalo corporal, como hombre avezado a las privaciones; fácilmente soportaba los largos ayunos que en la morada   —288→   Babélica equivalían a un ramadán continuo; pasaba por las incomodidades de la vivienda, poblada a veces de parásitos voraces, que de los cuatro cuadrantes salían para embestirle; toleraba otras mil molestias, ya por exceso, ya por escasez. Todo ello significaba poco, mientras hubiese tabaco y bebida, y esto gracias a Dios, nunca le faltó. Lo que a D. Pito le amargaba la existencia era vivir en un pueblo donde no había manera de ver ni de oír ni de oler la mar por ninguna parte. Durante días y días, olvidaba el objeto de sus ansias amorosas; pero de repente un día cualquiera, antes o después de embalsamarse, sentía tan angustiosa nostalgia, tal desgana de la vida, tal deseo de correr a otras regiones, que se le metía en la cabeza la idea de matarse... Luego no se mataba, es cierto; porque no cuajan todas las ideas.

Gran parte del tiempo se lo pasaba calle arriba, calle abajo, mirando el mujerío (otra mar también muy de su agrado), sentadito en un banco de Recoletos, si hacía buen tiempo, viendo pasar coches, o dejándose ir al garete por las alamedas del Retiro. A veces, cuando la presión alcohólica era excesiva, se lanzaba más allá de las rondas exteriores, donde el caserío se enrarece, dejando ver el casco pelado, la desnudez esteparia de un campo sin accidentes. Allí, respirando el aire puro, mirando el cielo y la tierra que en horizonte se juntaban en faja corrida de azul intensísimo, sentía algo semejante a la impresión del sublime Océano. «Ahí está -decía entre crédulo y escéptico-, ahí está el muy judío... No será; pero lo parece»... Avante toda, y se lanzaba por las llanuras mal aradas, en cuyos surcos crece la cebada raquítica   —289→   de que se alimentan las burras de leche, hasta que rendido de fatiga se sentaba en cualquier mojón, cruzaba las piernas, poniendo el palo entre ellas y quitándose el sombrero, limpiábase la frente con el pañuelo de hierbas que dentro de aquél llevaba, y se embebecía en la contemplación de la raya azul del horizonte, sobre la cual pesaban esas nubes turgentes y gallardas que parecen inmenso escuadrón de caballos al trote. Murmuraba entonces sílabas obscuras, cláusulas desconocidas que debían de referirse al cariz del tiempo y a las probabilidades de chubasco. Alguna vez pronunciaba frases completas, extendiendo la mano como para darle una palmadita a la atmósfera. «Va rolando al Sudoeste, y antes de diez minutos, agua».

Días hubo en que el inválido de los mares salía de su casa en un estado cerebral lastimoso. Al pisar la calle, y verse libre de la real presencia de doña Catalina, le entraba pueril alegría, gana de charlar con cualquiera, y pasaba de una acera a otra pronunciando entre dientes el avante toda con acentuación de risa. Su resistencia al alcohol era tal, que no decaía nunca ni daba fuertes bandazos, aunque llevara dentro el máximum de estiva. Lo que hacía era disparar chicoleos a cuantas mujeres encontraba, poniéndoles ojos tiernos y diciéndoles si querían enrolarse con él. En los sitios más públicos armaba camorra con cualquier chico que le saliera al paso, y todo su afán era vencer estorbos, empujar a cuantas personas se oponían a su marcha recta y segura. A lo mejor, se encaraba con cualquier transeúnte desconocido, y le decía en tono de confianza marinera:

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«No descuidarse. ¿No es usted el pasajerito de Glasgow? Salimos a la pleamar de las once y quince. Yo me voy para bordo antes que repunte el Nordeste». Y a otro le paraba endilgándole un saludo muy familiar: «¡Don Pancho, dichosos los ojos! ¿Cómo ha quedado aquella gente de Nuevitas? ¿Y la esclavitud? Tan famosa, ¿eh? Si quiere algo para allá, sepa que salgo mañana, digo, ahora». Un empujón del transeúnte ponía fin a la escena, y D. Pito salía gruñendo como perro pisado. «No sé qué demonios pasa en el mundo -decía-, que todo está contrapuesto. ¿Cómo es que en esta bahía de la Habana, donde yo no conocí mareas, hay ahora un coeficiente de once pies lo menos? ¡Me caso con la Biblia! ¿Cómo es que ahora tenemos el Havre aquí, en mitad del Canal Viejo?... Lo que digo: o mienten las cartas, o miente la realidad»... En Recoletos se encontraba un camión parado, y mi hombre se iba derecho al conductor y le echaba esta rociada: «Oye, Matapúas, si no me llevas las pipas antes de las nueve, te quedas con ellas. ¡Me caso con tu sangre! Eso de que yo me jorobe cargando a última hora, no lo verás... ¡Yema! ¿no ves cómo la marea tira para arriba?» El conductor, como quien ve visiones, le amenazaba con un trallazo si no se iba. Alejándose, D. Pito le gritaba: «¡Carando, vaya una pachorra que gastas! Eso es, estate ahí esperando el ramalazo de Noroeste que se te viene encima. ¿No ves la nube? Un par de guiñadas, animal, y záfate de la corriente... Ponte al socaire de la escollera... ¡Ah! ya; es que ahora se estilan mulas para remolcar las gabarras. ¡Qué cosas ve uno, pateta! El mundo trastornado, los mapas al revés, y el agua volviéndose tierra»...

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Muchas tardes solía dar con su cuerpo en el Retiro, y allí se le despejaba un poco el caletre. Por lo común, después de la excitación de júbilo insano, caía en tristeza tan deprimente que la vida se le representaba como la más insoportable de las cargas. El mundo, tierra y cielo, no le daba más impresión que la de una soledad abrumadora, de un cautiverio tristísimo y sin esperanza. Ver árboles y nada más que árboles, tanta rama seca, el suelo cubierto de hojas; no encontrar en las alamedas solitarias más que algún guarda ceñudo, o paseante melancólico, le acongojaba. En aquellos lugares apacibles le acometía más que en parte alguna la demencia de echar a pique el viejo casco de su vida. Cuando los guardas no lo veían, columpiábase en un álamo, o se tumbaba junto a los estanques chicos, para meter las manos en el agua, y a veces la cabeza. En ocasiones, el frío del agua le aclaraba las ideas; a veces, el sentirse mojado le excitaba más, dándole ganas de sumergir todo el cuerpo, y una tarde le sorprendió el guarda desnudándose para echar un cola en el estanque de las Campanillas. Trabajo costó convencerle de que allí no se permitía tomar baños. «Bueno, compadre, bueno -dijo D. Pito sin incomodarse, poniéndose el gabán-, guárdese usted su agüita, hombre, guárdese su mar... no se la beba un perro que pase».

Aquel mismo día chocó en nefanda hora, junto al estanque grande, con un bajo muy peligroso... quiere decir que encontró una cantina, y al poco rato de este desgraciado tropiezo hallábase mi hombre en disposición de creer que el paseo que conduce a la   —292→   Casa de Fieras era el canal de Panamá, ya concluido y en explotación. En mitad de la calzada, algunos obreros abrían una zanja para poner tubería de aguas, y no lejos de allí, otros cavaban hoyos para plantar arbustos. Entre los montones de tierra y la zanja, veíase un trozo de tubo de plomo, vertical, que del suelo salía como una vara, y lo mismo fue verlo D. Pito que tomarlo por bocina fija, de esas que, en el puente de un vapor, sirven para transmitir la voz de mando al maquinista de guardia. El trastornado capitán aplicó sus labios a la boca del tubo y dijo en voz clara: «poco a poco... dos paletadas atrás... dos avante... moderando»... Los trabajadores le miraban asombrados, y comprendiendo que el tipo aquel no tenía la cabeza buena, en vez de compadecerle, empezaron a torearle con groserías y chirigotas. D. Pito les puso la cara fiera, la cara mando en la mar, y subiéndose a un montón de tierra, les dijo: «A ver, ¿quién es el hijo de tal que ha mandado plantar estos árboles en el mismo puente?... Al agua, ¡listo! al agua con los arbolitos... Arría toldo. Me acaban ustedes la paciencia, y al que me chiste le arrimo una piña ¡me caso con su madre! ¡yema!... ¡Callarse la boca!»

Salía por fin corriendo de allí, hostigado por un perrillo, despedido por certeras pedradas, y de pronto se detenía, miraba hacia la montaña rusa, se restregaba los ojos, volvía a mirar, murmurando: «Tate, tate... Por dónde me sale ahora la torre de Holy Head... ¡Bueno están poniendo el mundo este, con tanto trastocar las cosas! Va uno por el canal de Panamá, y demorando, demorando, se encuentra en el canal de San Jorge, frente a la Skerries... ¿Niebla tenemos?   —293→   Ea, sirenita, sirenita. Avante toda, y al inglés que coja por delante, le rajo». Diciendo esto bramaba como un toro.




- III -

El primer día de la desgracia de Dulcenombre, tío y sobrina no se separaron. Nadie recaló por la casa, ni a ellos les hacía falta compañía, y tan grata era para don Pito la de las botellas de coñac, que por noche apenas podía guardar el equilibrio en pie, y andaba a gatas por la sala, si no runflaba como un cerdo debajo de la mesilla de mármol. Dábale Dulce con el pie para apartarle cuando estorbaba el paso, sin decirle cosa alguna, pues seguramente el pobre viejo no había de entenderla. En el suelo pasó la noche, lo que no era causa de molimiento de huesos para quien tenía costumbre de dormir en camas duras. No pudiendo conciliar el sueño, y sintiendo una gran debilidad de estómago, la Babel acudió a repararse con una copita del precioso licor, y tan bien le sentó, y tal descanso dio a sus nervios, que después de dormir un poco en la butaca, repitió la dosis por la mañana al romper el día. Realmente la bebida tenía la inapreciable virtud de producir olvido, único calmante eficaz de los males del alma, y con tal medicina la buena mujer perdía por más o menos tiempo la noción de su inmensa pesadumbre.

Don Pito despertó muy tarde, y en sus desperezos se envolvió sin querer en la alfombra delantera del sofá, quedándose con ella enroscada en el pescuezo a manera de bufanda, y puso patas arriba una butaca y   —294→   una silla. Su sobrina no hizo alto en este desorden. Insensible a todo, ningún suceso podía sacarla de la estúpida inercia en que se hallaba, incapaz de ordenar las ideas. Se desayunaron malamente, y el capitán, cuya cabeza adquiría despejo y lucidez después de las tormentas cerebrales, le habló muy serio de la conformidad cristiana, poniéndose como ejemplo de esta hermosa virtud, pues pocos había tan bien templados como él para resistir los chicotazos de la suerte. Verdad que el bálsamo, y esto lo dijo con gran aplomo, le había servido de gran consuelo, como excelente específico contra los quebraderos de cabeza, contra las opresiones y melancolías. La sobrina no le prestaba en verdad gran atención; arregló la casa obedeciendo a un hábito de rutina más que a un propósito, y como el tío pidiera de almorzar, le autorizó para que se tomara la cocina por suya y guisara lo que quisiera, pues ella no probaría más que pan y un poco de lengua fiambre: apetecía los manjares salados. Arreglóselas D. Pito lo mejor que pudo, y en cuanto llenó el buche, salió a avisar al café para que trajeran dos. Este era un regalo de que no podía prescindirse, según él, en día de aflicción, mayormente cuando había con qué pagarlo.

Joven simpática -le decía, mientras tomaba el brebaje negro-, imítame. Ponte siempre en lo peor; calcula que los hombres son de su natural malos, y las mujeres peores, digo, peores no, iguales: que eso que llaman el prójimo es un bicho venenoso. ¿Que te pica? Te rascas; y procura tú picar también, pues el contra-prójimo, esto que llamamos yo mismo, tiene también su venenillo... Para no afligirte nunca,   —295→   hazte cuenta de que no hay ni puede haber nada bueno en sí. Si algo figura como bueno, es por la virtud del olvido. ¿Y qué hemos de hacer para olvidar? Pues poner el pensamiento a mil millas mar afuera de donde está la penita, y si avistas una embarcación con bandera inglesa, corres, corres a un largo, hasta perderla de vista. ¿Que viene un ciclón? Pues en cuanto te lo anuncie el celaje, te pones a tangentearlo, para que no te coja en el vórtice, porque si te coge, haz cuenta, Carando, de que vas a almorzar con Jesucristo.

Por la tarde salió Dulce, y volvió al anochecer tan desconcertada, que parecía demente. Su tío la reprendió por no querer seguir sus consejos.

-¿Pero no sabe usted -dijo ella respirando con dificultad-, no sabe usted lo que... ha hecho...?

-Alguna maniobra falsa: ¿Y a nosotros qué nos importa? Chica, vámonos mar afuera, porque en puerto no se ven más que gaterías.

-Oiga usted, tío, salí esta tarde... y sin proponerme ir a su casa, fui no sé cómo ni por dónde. Se me figuraba que le había de encontrar en la calle, que hablaríamos, y que hablando hablando se arrepentiría de su mal comportamiento conmigo... Se me metió en la cabeza que así había de pasar, y...

-Y claro, no pasó... ¡Pero qué boba eres! ¿Piensas tú que el Abuelo baja del puente para echarse a dormir, y nos entrega el mando de las cosas que han de pasar en cielo y tierra?... No, las cosas pasan como pasan, y no hay más remedio que jorobarnos, y tomarlas como quieran venir.

-Pues en vez de encontrarme con él, me encontré   —296→   con D. Braulio, que es buen hombre y tiene compasión de mí.

-Y D. Braulio te propone que le quieras a él para consolarte de la perrada que te ha hecho el amo...

-No, no es eso. Bien sabe D. Braulio que yo soy decente y no hago esas cosas...

-¿Virtudes tenemos? ¡Ay, Dios mío! Deja tú que se te vacíe la carbonera... verás.  (Señalando al cofrecillo.)  Hija mía, un casco como el tuyo, no puede andar a la vela...

-Lo que me dijo D. Braulio fue que Ángel se ha ido a Toledo, a donde marchó también hace dos días la señorita Leré, para no volver más.

-¿Y eso qué?

-Que Ángel se ha prendado de la capellana, y que no puede vivir sin ella... Me lo dijo también Paula, la pincha de la cocina, a quien yo doy un duro siempre que me la encuentro, para que me cuente lo que ocurre en casa de su amo.

-Y te habrá contado mil mentiras. No hagas caso de marmitonas, que son muy malas.

-Mentira no. Me dijo que el amo estuvo anoche como loco; que daba berridos dentro del cuarto, que al pobre D. Braulio le dijo que si no se le quitaba de delante le mataría, así... Que la santurrona esa le tiene sorbidos los sesos con la religión, y que por las noches se ponían los dos de rodillas, hasta que se quedaban en éxtasis y veían a la Virgen, al Niño Jesús y a toda la corte celestial.

-Mira, eso se lo cuentas a otro, que yo no me trago esas balas...

-¡Ay, Dios mío! -exclamó Dulce suspirando recio-.   —297→   ¡Que no reventara en Toledo un grandísimo volcán y les hiciera polvo a todos! ¡Valiente religión! Farsa, hipocresía, todo mitos. La tal Leré es loca, o una solemnísima tunanta. Y él... no sé qué pensar de él... Dígase lo que se quiera, esta es una intriga de clérigos y jesuitas para sacarle los cuartos.

-¡Lástima de dinero! -dijo D. Pito suspirando también-. Pero en fin, tú no te aflijas, y déjale que gaste su carbón en misas, si quiere. Busca tu flete por otro lado... Aprende a vivir. En todos los puertos se encuentran cargadores.

Ni una palabra más dijo Dulce. Sombría y ceñuda, sus ojos revelaban con su fijeza la persistencia de la idea clavada en su cerebro. Su mal color se acentuaba, degenerando en tono mate de tierra húmeda. Sus bellas facciones notábanse más enérgicamente apuntadas, más picantes, con esa tendencia a la caricatura, que, contenida dentro de ciertos límites, no resulta mal en el arte. Parecía modelada en barro, mejor dicho, que la estaban modelando, y que poco antes habían andado por su bonita nariz y sus cachetes los dedos del artista. Despeinada y a medio vestir, no hacía mal empaque en su desaliño, antes bien, pelo y ropa completaban con artístico desorden la expresión de duelo siniestro y sin esperanza.

Invitada por su tío A dar un paseo, no quiso ir. Al anochecer, sintiendo muy fuerte la debilidad de estómago, y un irresistible apetito de excitantes, confeccionó el ponche que D. Pito le había enseñado, y se lo tomó, cayendo al instante en sopor dulcísimo. Su mente se mecía en un espacio luminoso, acariciada por ideas risueñas, que revoloteaban cual mariposas;   —298→   tocándola apenas con sus alas irisadas. Esto le producía descanso cerebral y momentáneos eclipses de la idea fija, que se escondía y se amodorraba como un dolor combatido por fuerte anestésico. A la hora de comer, entró el pobre navegante más trastornado que nunca y le dijo con misterio: «He visto la mar».

-¿Qué... qué? -murmuró Dulce, cuyo estado mental era poco propicio al conocimiento.

-Que he visto la mar... la grande... la salada, la que tiene toda la gracia del mundo. Ha venido esta tarde. ¿No lo crees? Ven y la verás. Hoy es la más alta pleamar del año, marea equinoccial... coeficiente de veinticuatro pies... Pues hallábame yo en el Salón del Prado, cuando sentí un ruido de oleaje... bum, bum... La gente huía, Carando; los coches izaban bandera y apretaban a correr. Miro para abajo ¡yema! y ¿qué creerás que vi? Dos vapores ¡me caso con Holofernes! dos vapores que subían a toda máquina por delante de los Almacenes de Pinturas, digo, del Museo, el uno inglés con matrícula de Cardiff, el otro español, alto de guinda, chimenea roja, la numeral en el mesana y contraseña en el trinquete.

Dulce le miraba con asombro lelo... Ni le daba crédito ni se lo negaba. Sentía en su cerebro cierta obstrucción como la que produciría la ingerencia de un cuerpo extraño.

-Vamos a ver la mar bonita.

-Sí -dijo Dulce levantándose y dejándose caer otra vez en el sillón-. Iremos a verla. Pero necesitamos comer antes.

-¿Comer, comer?... Pero si ya comí. En una taberna me sirvieron un bacalao muy rico que me dio   —299→   mucha sed, y después... ¡pateta! Puedes comer tú sola.

-No tengo ganas. Debilidad sí.

-Pues mira, rompe un huevo en una copa de coñac... lo revuelves bien. No hay mejor alimento.

-¡Ay, sí!

Hízolo, y lo bebió con delicia.

-Pues la mar vino... -repitió el desdichado capitán, dándose sin cesar golpecitos en la barriga para suspenderse los pantalones-. Si tenía que venir ¡yema bonita! En el Prado quedaban los prácticos esperando que la Comandancia de Marina les mandara salir.

Apremiada por su tío, Dulce se puso una toquilla por la cabeza, y salió sin darse cuenta de nada. Cogiola D. Pito del brazo, bajaron, y por San Mateo dirigiéronse a Santa Bárbara. Noche obscura, fresquecita, poca gente en la calle, los pisos húmedos, tiempo de calima, el gas encendido. A lo lejos, los faroles formaban constelaciones de figuras extrañas. En el alto de Santa Bárbara, D. Pito, olfateando la atmósfera, dijo con desconsuelo: «De aquí no se la ve. Tenemos que ir más a fuera».

En Recoletos, Dulce apenas podía andar. Árboles y edificios subían y bajaban con acompasado movimiento de pesas, como los objetos que se ven desde a bordo en día de marejada. Sentose en un banco, y don Pito, en pie junto a ella, con el hongo encasquetado, el gabán muy ceñido y su cuello postizo de pieles, habría despertado la curiosidad de los transeúntes si por allí los hubiera. Gesticulando desaforadamente, husmeaba el aire y decía: «Va rolando al   —300→   Oeste, y luego rolará al Sur, recorriendo todo el cuadrante. Pues siento ruido de resaca. Mira, mira los botes que vienen con el pasaje»... Quiso detener un coche simón que iba alquilado. «Atraca, hombre, atraca». Pero el cochero no le hizo caso.

-¡Qué pillería de boteros!... Ven hija de mi corazón; vamos un poquito más abajo. Nos embarcaremos en la machina de Cibeles.

Siguieron andando con la mayor irregularidad. -Nos embarcaremos -dijo Dulce con voz argentina-, y nos iremos a Toledo.

-Toledo, Tole...  (Meditando.)  ¡Ah! sí, ya sé. A veinte millas al Oeste. Farola de luz verde con destellos blancos cada medio minuto. Entrada mala... mar en cuesta.

-Pero tío... tengo miedo a marearme. Las casas bailan.

-No temas. Es la marejadilla que las sacude un poco. Pero no hay cuidado. Yo te quitaré el mareo con vasitos de bálsamo. Rumbo a Tole. ¿Pero no sería mejor que fuéramos a Nueva York, que está una miajita más allá? Verás qué buen país.

-¿Para qué? A Toledo, y le pegaremos fuego a la catedral cuando estén dentro todos los mitos y los curas predicando.

-Pero chica,  (Riendo desaforadamente.)  ¿qué te han hecho a ti los curas?

-No hay religión. Todo es farsa, chanchullo.

-Poco a poco... ¡me caso con Santa Bárbara! Yo creo en Dios Omnipotente, en la Virgen del Carmen y en su santísima sobrina la mar.

-Yo no creo... -dijo Dulce-. ¿A qué es creer? Si   —301→   hubiese Dios, por chico que fuera, no pasarían estas cosas.

-Lo que hay es que con la cháchara nos estamos entreteniendo, y la mar se nos va.

-¿Cómo que se va?

-¿No ves que empieza a bajar la marea? Mira, allí hay un barco que se ha quedado en seco.

-Usted se chifla, tío... ¡Qué cosas se le ocurren! Vamos a Toledo ¿sí o no?

-¿Pero qué se te ha perdido a ti en ese Tole?

-Quiero ir allá, y ver lo que hacen. Tío, yo le aseguro a usted que aquel pecho es de algodón.

-¿De algodón? No te entiendo. Pecho de algodón... balas de algodón.

-Eso es, balas, balas.

-¡Ah! explícate bien: lo que quieres decir es que vamos a Nueva Orleans.

No, a Toledo.

-Entonces quisiste decir balas de mazapán.

-No, culebras, culebras de algodón.

¡Culebras!  (Meditando.)  Menos diquelo ahora. Te has vuelto muy sabia. Yo lo que te digo es que se nos escapa la mar. No me eches a mí la culpa después, si varamos.

-¿Qué es varar? ¿Pegarle a uno con una vara? ¡Ay qué dolor siento ahora... aquí!

-¿En dónde?

-En el alma.

-¿Y dónde está eso? A ver si hay por aquí un poco de alma.  (Mirando el todos lados.) 

-¿Qué busca tío?

-Una cantina. Aquí hay una; pero está cerrada.   —302→   ¡Me caso con la cantinera!  (Golpeando en un puesto de agua.)  ¡Eh! ¿no hay quien despache? Miss, miss... La llamo así, porque esta debe de ser inglesa. Nada chica, no responden. Vámonos, que en esta tierra no se guardan consideraciones al público. Y a todas estas ¡Carandito! ya no tenemos mar.

Dulce no le oía, y fatigada se había sentado otra vez en un banquillo de madera.

-Mañana, mañana -prosiguió D. Pito mirando por entre los árboles-, volverá. ¿Pero qué tienes? ¿Es que te entra sueño? ¿Llanticos otra vez? Niña graciosa, no pienses en ese párvulo, inglés, y dale por ahogado. ¿Sabes lo que debes hacer ahora? Pues enrolarte con uno que traiga las bodegas muy bien estivadas de dinero.

Dulce movió la cabeza, como quien se esfuerza en ahuyentar una pesadilla, y su tío, tirándole del brazo la hizo andar algo más, hasta que vieron la Cibeles, blanca, fantástica, en medio de los árboles secos, destacándose vagamente del gris esmerilado de la atmósfera. Parecía que los leones de mármol trotaban en veloz carrera, y que las ruedas del faetón de la diosa levantaban densa nube de agua pulverizada.

«Vámonos hacia el golfo, que es lo único decente de todo lo que ha inventado Dios; vámonos mar afuera hasta que no veamos puerto ni costa ni nada más que cielo y agua». Pero Dulce no podía seguirle, y cayó en tierra con modorra de plomo. Visiones extrañas en que atropelladamente sucedía lo placentero a lo espeluznante, embargaron su espíritu.

En tanto, D. Pito empezó a ver claro y a tener conciencia de la realidad. Quitose el sombrero para   —303→   desahogar la cabeza, extendió la mano para ver de dónde venía el viento, inspeccionó con experta mirada todo el espacio que en torno se veía, y al convencerse de que no había mar ni cosa que lo valiera, le acometió una tristeza negra, hondísima, de esas que no consienten ni aun la esperanza de consuelo. Arrancó de su seno un suspiro, que era sin duda de familia de huracanes, por la fuerza del resoplido, y se oprimió con ambas manos el cráneo para hacer abortar una idea... la idea de arrojarse de cabeza en el pilón de la Cibeles.

Madrid.- Abril 1890.






 
 
FIN DE LA PRIMERA PARTE