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ArribaAbajo- II -

Tío Providencia



I

Contaba D. Francisco Mancebo sus años por los del siglo, quitando una decena, y se conservaba muy terne y espigado para su edad, hecho un puro cartón, los ojos vivaces y algo picarescos, la piel dura y a trechos enrojecida por sarpullos crónicos; bastante aguzado de morros y con buena dentadura, que solía mostrar como indicio cierto de su excelente salud; pobre de pelo, si rico en lunares y berrugas de diferentes tamaños, que salpicadas con cierta gracia decoraban su nariz, frente y barbilla. Había conocido cinco cardenales, D. Luis de Borbón, Inguanzo, Bonell y Orbe, el padre Cirilo, y Moreno, y desde muy niño estuvo al servicio de la Iglesia Primada. Era bien criado y atento con todo el mundo; algo cascarrabias en la Catedral cuando sus inferiores le apuraban la paciencia; fumador de cigarros apestosos que hacía él mismo picando colillas; narrador entretenido de historias capitulares y cronista de todas las fundaciones que afectaban al personal de la Santa Iglesia Primada; infatigable y celoso en sus obligaciones; descuidado en el vestir, pues su sotana con visos de ala de mosca, algo babeada por la parte del pecho y engrasada en el cuello, revelaba una economía próxima a la sordidez.

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Sus historiales podrían trazarse en cuatro líneas. Niño de coro en 1822, cuando aún vivía el cardenal de Borbón: sacristán sirviente y salmista hasta la edad de treinta años: en 1840, órdenes, y al poco tiempo capellanía de coro, que en 1851 fue suprimida por el concordato: sacristán mayor de la capilla general o de Santiago en 1843, y luego beneficiado por propuesta del señor Bonell y Orbe: en 1860, auxiliar contador en la oficina de Obra y Fábrica, donde continuaba y continuaría hasta su muerte. En todo este larguísimo espacio de vida no dejó de ir un solo día a la Catedral, ni jamás guardó cama por enfermo, ni supo nunca lo que son médicos y botica. El único achaque que le mortificaba era la gradual pérdida de la vista. A veces, ya por exceso en el trabajo, ya por efecto de algún berrinche que cogía, se le inflamaban los ojos, y le escocían y le lloraban, viéndose obligado a usar unas gafas de antiguo estilo, con montura de plata y cuatro cristales azules, dos ante los ojos y los otros en las sienes, adefesio que ya no se ve más que en los escribanos y memorialistas de sainete. Otro rasgo: nunca había salido de Toledo, pues por no viajar, ni en las Madriles puso nunca su planta, calzada con zapato de paño sin hebillas ni ningún otro toque de elegancia clerical.

Cuando llegó Ángel a la calle del Plegadero, estaba D. Francisco en la puerta del patio, hablando con unas vecinas, y no necesitó el madrileño decir su nombre, pues lo mismo fue verle el clérigo que irse derecho a él risueño y afectuoso.

«¡Ave María Purísima! Es usted el retrato vivo de su abuelo Gumersindo Guerra. Los dos hijos de éste

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fueron compañeros míos en el coro de la Catedral, y muy amigos, pero muy amigos, sobre todo Perico José. Vaya, vaya, pues no habrá llovido nada desde entonces... Me parece que estoy viendo a Gumersindo, cuando venía con las mulas a la Posada de la Sangre... Porteaba los diezmos de toda la parte de Illescas y Torrijos... Pero... ¿le molesta a usted oírme recordar que su abuelo trabajaba en la arriería?

-No señor... A buena parte viene usted.

-Cabal... En estos tiempos tan democráticos, ¿quién se fija en...? Ya no hay orígenes, ni más ejecutorias que el por cuanto vos contribuisteis... También conocí mucho al padre de doña Sales, D. Bruno Zacarías de Monegro, que compró el solar de San Miguel de los Ángeles, cuando lo vendieron como bienes nacionales, y el cigarral de Guadalupe, una de las donaciones de los Téllez de Meneses para dotar las misas que los racioneros debíamos decir en la capilla del Sepulcro... Bueno, señor. Su abuelo materno de usted me quería, vaya si me quería; pero cuando casó con la niña mayor de D. José Rojas, se atiesó un poco... No es decir que no fuéramos amigos; pero si nos encontrábamos, «adiós Paco, adiós Bruno», y nada más. Con que, si usted quiere, amigo D. Ángel, subiremos a mi madriguera, y hablaremos allí todo lo que nos dé la real gana...

Aunque D. Francisco no acabase los párrafos con un chiste, les ponía siempre por contera una risilla más o menos larga y picada, según los casos. Dirigiéronse, pues, a una habitación del piso alto, la mejor de la casa, con ventana al patio, amueblada con ascética modestia y sin cosa alguna que visos tuviese de   —46→   antigüedad artística. Un duro sofá de paja con dos cojines, en el cual D. Francisco echaba la siesta; mesa camilla sin faldones ni brasero; armario que más bien parecía mueble de oficina; la cartilla de la diócesis colgada de un clavo, dos o tres perchas; cómoda de taracea estropeadísima, sobre la cual se veía una caja de cartón que guardaba la teja número uno; pelados ruedos y felpudos calvos tapando el baldosín, y en el fondo puerta de cristales verdosos y mal emplomados, por la cual se veía la cama de Mancebo cubierta con colcha de pedacitos de percal, eran lo más notable en aquel aposento desnudo, frío y triste.

«Bueno, señor... ¿Y qué? ¿ha ido usted ya por la Catedral? ¡Ah! ya no es esto ni sombra de lo que fue.

-Así es el mundo -le dijo Guerra, por decir algo-. Mudanzas y transformaciones, que no hay más remedio que aceptar. Tras de unos tiempos vienen otros...

-Cabal, y tras de otros, otros, siempre a peor, a peor. Dígamelo usted a mí, que conocí la Obra y Fábrica con cuarenta y pico mil ducados de renta, y ahora... nos vemos y nos deseamos para atender al culto con los cien mil y pico de reales indecentes que dedica el Gobierno a la Catedral Primada. Yo me acuerdo de aquella contaduría en que se guardaba el dinero en espuertas, y había temporadas en que el receptor tenía que tomar tres o cuatro ayudantes sólo para contar. La Mitra cobraba entonces de sus bienes cinco milloncejos, que se gastaban en obras, en fundaciones, en fomentar las artes y los oficios. Con esto y con las rentas de la Obra y Fábrica, que del pueblo salían y al pueblo tornaban, Toledo era el comedero universal. Comían el pintor y el estofador, comían   —47→   albañiles y arquitectos, el tallista y el cerrajero, comíamos en fin todos los que llevamos sotana, pues en la Catedral había dotación para treinta y seis mil misas de año a año, y siguiendo la escala de alto abajo, comía toda la grey de Dios. Pero nos desamortizaron... y ¡zapa! ahora no come nadie, porque dígame usted a mí si con veintiún reales diarios que nos dan a los que fuimos capellanes de coro y ahora somos beneficiados, se puede vivir decentemente; y ya no hay ni ayudas de costa, ni gratificaciones, como antes. En cambio vengan descuentos, cédula de vecindad, comisión del habilitado, y el dichoso sellito para el recibo, que es lo más salado del mundo. Créame usted: quien vio en esta Catedral aquellas funciones de seis capas, cuando teníamos catorce dignidades, y éramos entre todos en el coro unos ciento sesenta; quien alcanzó aquellas magnificencias, digo, no puede menos de echarse a llorar al ver el corto personal del culto de hoy, y la miseria con que se le retribuye.

-Si, sí... ¡Es triste, muy triste...! -dijo Guerra, queriendo recortar aquel tema, que ya empezaba a ser fastidioso.

-¡Y tan triste...! Pues, a lo que iba: dije que con veintiún reales y unos cuartos no se pueden hacer maravillas. Pague usted casa, coma, vístase con decencia, y mantenga a este familión, que si no fuera por uno... Porque el pobre Roque no trabaja sino por temporadas; en la Catedral cuando hay alguna compostura; en la cajería del mazapán en su tiempo... y rara vez en ataúdes, pues este es pueblo de corta mortandad. En fin, que hay meses, Sr. D. Ángel, que

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llega el veinte o veinticinco, y ya me tiene usted más limpio que una patena... Pero contento siempre, eso sí. Gracias a este pobre clérigo, no falta en casa el puchero con todos sus requilorios, ni el cabrito asado en ciertos días, ni el bacalao de rúbrica en tiempo de vigilia, ni el bollo de a cuarto para los niños, et reliqua... Que se ofrece algo de ropa de nueva... al tío... Que hay que echar medias suelas a Ildefonso... al tío. Que la escuela, que el quintalito de carbón, que el garbanzo al por mayor, que la caja de cerillas, que el paquete del picado para Roque... al tío. Que un poquito de estera para tiempo de heladas... al tío. Y en cuanto al fenómeno, no vaya usted a creer que no consume, pues su cazuela de patatas y su pan de pueblo de a dos libras no hay quien se lo quite. Pero contentos, eso sí, y pidiéndole a Dios que no vengan peores. Gracias que Roque es un pedazo de pan. Él ni taberna; él ni juego; él ni comilonas con los amigos, ni trasnochadas; él ni presunciones para vestirse, pues con la misma capita que llevaba hace quince años cuando se casó, le tiene usted ahora... Pero es hombre muy para poco, y ¿quién si yo no existiera se cuidaría del porvenir de los chicos? Ildefonso, que es muy agudo, se trae el sábado a casa, cuando tiene semana en la Catedral, sus diez o doce reales. Mas yo no quiero que vaya sino en las festividades y vacaciones para que adelante en la escuela. Me ha dicho el maestro que tiene meollo ese niño, y pienso meterle en el Instituto para que se nos haga sabio, como éstos a la violeta que salen ahora de debajo de las piedras. El segundo como más tímido, es que ni pintado para la carrera eclesiástica; pero va tan de capa caída

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el oficio éste, amigo D. Ángel, que vale más ser picapedrero que sacerdote, porque majando piedra veo que llegan muchos a contratistas y se hartan de dinero, mientras que el clérigo, aunque llegue a canónigo, lo comido por lo servido, y todavía les parece mucho lo que nos dan, y nos llaman sanguijuelas de la Nación... Pues a lo que iba: fíjese usted en que son siete los sobrinos que habrá que colocar, todos varones: en eso hay que alabar a Justina, porque si se nos descuelga con siete hembras, ¡Dios nos asista! No hay más remedio que aplicarles a distintos oficios, según vayan creciendo, porque ¿quién piensa en carreras? Siete carreras, ¡zapa! imposible. Pues espérese usted un poco; hay otra boquita más que también chupa. Me refiero a Sabas, el hermanito de Lorenza, que estudia para pianista y compositor allá en Bruselas, estupendo muchacho, sí señor. La pensión que le dan es tan corta, que el pobre tío no tiene más remedio que mandarle en ciertas épocas del año, ya los diez duritos para que se compre un abrigo, ya la media onza para papeles de música... Pero no me importa. Yo contento, con tal que todos vivan y se vayan criando.

Ángel alababa la bondad del buen clérigo, Providencia de la familia; pero deseando abreviar, abordó el asunto que principalmente le interesaba. Como don Francisco rabiara también por hablar de Lorenza, aprovechó la primera coyuntura presentada por el otro, y salió con gran calor y verbosidad por este registro:

«No me hable usted de esa chica... que me está dando unos disgustos... ¡Cuidado que ella es buena, y   —50→   si hay mujeres de pasta de ángeles en el mundo, Lorenza es una. La hemos querido y la queremos con idolatría, porque se lo merece, la verdad es que se lo merece. Ya desde que era tamaña así, mostrose inclinada a lo de arriba; pero yo pensé, cuando por mediación de Braulio y de las señoras de Talanque la mandamos a Madrid, que allá se le abatirían esos humos. Figúrese usted mi sorpresa cuando leo la última carta de Braulio y ¡zapa!... Que Lorenza viene para acá con ánimo de entrar en esas órdenes modernísimas de hermanas correntonas, que andan de calle en plaza, pidiendo y refistoleando, metiéndose y sacándose por todas partes... Le diré a usted en confianza que estas órdenes que nos han mandado de extranjis me cargan. Yo soy clérigo de cuño antiguo; me ha criado a sus pechos la alma ecclesia toletana, toda severidad y grandeza, y no estoy por esta novedad de las monjas públicas. ¿Que se quiere vida religiosa? Pues ahí están nuestras órdenes venerandas, ahí las Bernardas del Real San Clemente, ahí las Dominicas del Real y del Antiguo, las Franciscas de Santa Isabel, también Reales, las de San Juan de la Penitencia, ahí las Benitas y Jerónimas monjas de fuste, reclusas y bien trincadas dentro de los hierros, observando bien su regla y rezando noche y día por tantísimo pecador como hay. Allí todo es nobleza, recogimiento y verdadera devoción. Luego, da gusto, créalo usted, cuando se ofrece tratar con alguna señora de estas en el locutorio, ver la compostura y la decencia de ellas, y el habla acompasada, y el mirar caído al suelo... en fin, que no me hablen a mí de religiosas que no sean las de mi lugar... Pero éstas que yo llamo del zancajo,   —51→   éstas que nos ha traído el ferrocarril, y que hablan francés o un castellano gangoso, echando las sílabas por la nariz y arrastrando las erres, quítemelas usted de delante, que no las puedo ver. Siempre que vienen a pedirme dinero ¡zapa! les digo que no estoy en casa, y no me sacan un maravedí así se vuelvan locas. ¿Para qué quieren los cuartos? Dicen que para recoger ancianos y asistir enfermos. Ello será: no digo que no, ni quiero hacer juicios temerarios. Admito que recojan viejos babosos y les cuiden, que asistan a los enfermos y les aguanten sus porquerías. Bueno: pues con todo eso, a mí no me gustan, qué quiere usted que le diga; que no me gustan, vamos... Pues sí señor, me da la gana de que no me gusten, y me salgo con la mía... Total, que siguen no gustándome... ji, ji, ji...  (Larga y picada risilla.) 




II

Pues, a lo que iba -prosiguió el gracioso clérigo cuando acabó de reír-: tales son las órdenes de que la niña se ha ido a enamorar. Ya que hablo con usted en toda confianza,  (Arrimando más su silla al sofá en que Ángel se sentaba.)  le diré todo mi pensamiento: yo no quiero que Lorenza sea monja, ni de estas ni de aquellas, ni de las entrometidas, ni de las históricas; no quiero verla ni entre las del zancajo al aire, ni entre las del tocinito del cielo y los huevos hilados. Por la situación en que va a quedar esta familia cuando yo me muera, quisiera yo que mi sobrina se casara... ¡Pero es más terca...! Háblele usted de hombres, y   —52→   como si le hablara del Diablo. Nada, que no se parece en nada a las demás muchachas. Se empeña en que este siglo ha de tener santos y santas, y yo le digo que no hay más que ferroscarriles, telégrafos, sellos móviles, y demonios coronados. Pues, sí, crea usted que no le faltarían buenos partidos, ¡zapa! Es chica muy bien educada, sabedora, fina, despabilada para el trabajo, y si me apuran, hasta bonita, porque aquel defectillo de los ojos temblones, más que defecto viene a ser una gracia. Tal creo yo.

-Sí, gracia es -dijo Guerra entusiasmándose-. Tengo a Lorenza por una muchacha de extraordinario mérito en todo y por todo.

-¡Pero más terca...! ¡María Santísima qué tesón de niña! Antes de que fuera allá, quise meterla en las Doncellas Nobles. ¿Pues creerá usted que salió con la tecla de que ella no quería nobleza, sino villanía, de que no quería bienestar, sino pobreza? «Pero hija -le digo yo-, los tiempos han cambiado. Los malditos pronunciamientos primero y el Concordato, que acabó de partirnos, han trastornado el mundo. Ahora, hay que aplicarse a defender el materialismo de la existencia, porque los demás a eso van, y no es cosa de quedarse uno en medio del arroyo mirando a las estrellas. Pobres somos todos, sí, pero tenemos que vivir, y cuidar de que los demás vivan. El Concordato le ha hecho a uno práctico, como dicen que son los ingleses, y nos ha enseñado a mirar por el triste maravedí. Antes, cuando había aquellas pingües rentas eclesiásticas, daba gusto morirse de hambre dentro de un claustro, y disciplinarse y quedarse en los huesos, porque se lo agradecían a uno, y le canonizaban, y   —53→   le encendían velas, y le adoraban. Pero ahora... te mueres en olor de santidad, y nadie te dice nada, y a nadie se le ocurrirá poner canilla tuya o muela en un relicario, para que la besen las devotas».

Ángel se reía, encantado de oír al buen Mancebo. «Pero, a lo que iba, Sr. D. Ángel; oigame usted lo principal: he dicho que no faltaran buenos partidos a la niña. Pues tengo lo menos tres para que ella escoja. Pero simplifiquemos: me fijo sólo en uno, en el mejor, en el de mis preferencias, Sr. D. Ángel. Verá usted: hay un chico, hijo de Gaspar Illán, el de la tienda de comestibles de la calle de la Obra Prima, esquina a las Tornerías, ahí junto a la plaza de las Verduras, el cual es de lo más excelente que usted puede figurarse, bien plantado, sin ningún vicio, ni más defecto que ser un poco bizco; pero esto no importa. Pues el ángel de Dios, en cuanto vio a Lorenza, recién venida de Madrid, se prendó de ella como un galán de comedia. En fin, que al día siguiente me dijo: «Don Francisco, si ella quiere, me ahorco». El padre consiente; y no vaya usted a creer que es un pelagatos, pues se le calcula un capital sano de más de cuarenta mil duros. La lonja esa tiene un despacho tremendo, y por la mañana, a la hora en que empieza el mercado, el copeo deja un dineral. Con que áteme usted cabos: Gaspar Illán es viudo, achacoso, y no tiene más hijo que Pepito; de modo que Lorenza sería dueña de todo aquel trajín... ¡Qué gloria, y qué...!  (Frotándose las manos.)  Vamos, le pegaría, porque sepa usted que, cuando se lo dije, me hizo . ¡Si estará transtornada...! ¡Cómo ha de ser!  (Suspiro y pausa.)  Si yo lograra casarla con Pepe, ya podría morirme   —54→   tranquilo; la familia quedaría amparada, Justina descansando, y los chicos podrían seguir carrera. El uno militar, el otro ingeniero, y los demás según la inclinación que sacaran. Me vuelvo loco pensando en el desvarío de mi sobrina, a quien le ponen en la mano la fortuna y la tira por la ventana. Por eso me alegré al saber que estaba usted en Toledo, y cuando me dijeron que había estado en esta su casa y deseaba verme, me alegré más, y me dije: «A ver si entre ese buen señor, que tanto se interesa por ella, y yo, discurrimos algo para quitarle a esa niña de la cabeza sus chiquilladas monjiles, porque son chiquilladas nada más.

-Pues me tiene usted a su disposición. Yo también deseo que Lorenza, a quien en casa llamamos Leré porque así la nombraba mi niña, varíe de inclinación. Discurra, pues, invente cualquier ardid, si ardid fuere preciso, y téngame por su colaborador resuelto.

-Veremos... lo pensaré -dijo Mancebo con toda la picardía del mundo y toda la trastienda de sacristía, haciendo con el dedo índice un gancho, dentro del cual metió la nariz-. Pero antes...

Detúvose meditando, como si buscara la fórmula precisa para poder decir algo muy delicado. «Antes... ¡Zapa! no sé cómo expresarme. Dispénseme: tengo que hablarle de un asunto que... Prométame no enfadarse, si me expreso mal, porque no tengo, ni a cien leguas, intención de ofenderle.

-¿Qué será esto? -dijo Guerra para sí, comprendiendo que se las había, con un viejo muy zorro y muy ladino.

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-Pues verá usted. Aquí hablamos como hombres que conocemos este mundo amargo y lleno de obscuridades, como hombres que no se asustan ya de nada.

-Explíquese usted pronto.

-Mis proyectos de colocar a la niña... ¿cómo lo diré?... pues mis proyectos tropiezan con una dificultad que proviene del Sr. Guerra.

-¡De mí!

-Repito que esto es delicadillo. ¡Pero allá va! Pues... pues... cuando la niña vino de Madrid, se corrieron voces... ¿cómo lo diré?

-¡Ah, ya!... que no la perdonó la calumnia. Naturalmente, si ella no tuviera mérito, no la mordería la envidia.

-Yo no sé si será envidia o qué será, y apelo a su caballerosidad para que me saque de esta duda. Por que es el caso que aquí llegaron, no sé cómo, sin duda por chismorreos de la servidumbre baja de usted, ciertos cuentos... disparates, ¿eh?... Que si usted tenía que ver o no tenía que ver con Lorenza, y hasta se dijo; miren que es gana de enredar, hasta se dijo que... su amo quiso casarse con ella. Lo peor fue que estas fábulas llegaron a donde no debían llegar nunca, a las orejas castas de aquel bendito muchacho, el cual se me presentó dos días hace, todo asustadico y... verá usted: «D. Francisco, me han dicho esto, esto y esto, y la verdad, ya varía la cosa, y hay que mirar porque francamente...» Yo me enfadé, o hice que me enfadaba. Pero acá para entre los dos, amigo D. Ángel... como he visto tanto mundo, tanto engaño, tanto que parecía blanco y luego resultaba negro... vamos, que no puedo echar de mí cierto gusanillo, y   —56→   este gusanillo, usted mismo, como persona verídica, es quien me lo va a quitar, hablándome de hombre a hombre, con toda franqueza, como se podría hablar entre amigos de una misma edad que la han corrido juntos.

Guerra le salió al encuentro, indignado, y trabajo le costó reprimir su enojo. Sentía la mengua arrojada sobre el limpio nombre de su amiga más que si a él mismo se le arrojara, y de buena gana le habría calentado las orejas al presbítero por haberlas abierto a tales malicias, pero se contuvo, y no hizo mas que negar en la forma más rotunda y clara de la dignidad, cuidándose poco de que Mancebo creyera o no sus declaraciones. Mas en cuanto éste las oyó, levantose entusiasmado y se puso a dar voces: «¿No lo decía yo? El corazón me lo daba. Si no podía ser, no podía ser. Y aquel mequetrefe empeñado en que la chica no es de recibo... ¿Lo ves, tonto, lo ves? Los muchachos del día juzgáis a los demás por vosotros mismos, que vivís llenos de malas ideas.  (Volviéndose a Guerra.)  Gracias, Sr. D. Ángel, gracias. Me quita usted un peso de encima. Ahora ese pisaverde mal pensado no tendrá que poner tachas a la misma pureza. No veo la hora de cogerle por mi cuenta para ponerle la cara como un pavo, y decirle: «Pillo, lo ves, ¿lo ves? ¿te convences? ¡Si no te la mereces! Pobre como es ella, vale más que tú con todo el dinero que tu padre ha ganado en la tienda, aguando el vino, dándonos tocino americano por extremeño, pensando mal y midiendo peor». Bien, muy bien, estoy contento.

Se paró ante Guerra, recapacitando, con el dedo índice en la punta de la nariz.

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«Pues esta certidumbre es una gran conquista, una buena parte de terreno ganado, y que nos pertenece. Ahora...».

Ahora -observó Guerra, que no participaba de los optimismos del beneficiado-, falta lo principal, que Leré quiera... secularizarse, y en este punto me ha de permitir usted un poquillo de vanidad, a saber, que lo que yo no pude conseguir, no es fácil que lo logre el chico de la tienda.

-También es verdad; pero quién sabe si... -dijo Mancebo sobándose la barba y examinando el suelo-. Porque también se ha de observar que la diferencia de clases era, en el caso de usted, un impedimento para que mujer tan juiciosa y honesta resbalara. Con que aquí se trata de matrimonio con un igual lo que varía de especie, señor don Ángel.

-Puede ser que acierte usted;  (Descorazonado.)  pero yo lo dudo mucho.

-¡Virgen del Sagrario, si lo consiguiéramos...!  (Cruzando las manos.)  Esta familia amparada para siempre... los chicos en disposición de seguir una carrera... y yo... porque también hay que mirar por uno mismo... yo, disfrutando de una tranquila senectud.

-Todos esos bienes me parecen a mí algo ilusorios, al menos por el camino ese de casar a Leré. Crea usted que morder un bronce y masticarlo es más fácil que ablandar o torcer su carácter. Es de la cantera de las grandes figuras históricas que han dejado algo tras sí, los fundadores, los conquistadores...

-Veremos, veremos... ¡Ay! yo he visto tantas torres caer, tantos muros seculares romperse en mil pedazos,   —58→   que siempre que miro algo fuerte y sólido, espero, espero, y digo: «ya caerás». Los que hemos conocido esta Iglesia Primada en todo su esplendor, que parecía eterno e indestructible, y la vemos hoy reducida a la pobreza humillante de un noble lleno de pergaminos y sin una peseta, creemos poco en esos caracteres de peña dura. Antes sí los había, ya lo creo... pero la Desamortización y el Concordato acabaron con ellos. Los tiempos estos son de medianía, de transición y de acomodarse a lo que viene. Cada tiempo hace sus personas, señor mío, y sus personajes, y pensar que ahora ha de haber fundadores y conquistadores, es como si quisiéramos hacer pasar el Tajo por encima de la torre de la Catedral... En fin, Dios dirá.

Mientras esto decía, oyeron la voz de Leré en el patio, hablando con Justina y los chicos. Guerra llamó sobre esto la atención de D. Francisco, el cual, abriendo la ventana, gritó: «Buena pieza, sube, que tienes aquí una visita».




III

Subió Leré con un racimo de chiquillos pegado a las faldas, ávidos de catar lo que en un envoltorio traía. Al entrar en la pobre estancia del clérigo, saludó a Guerra con la mayor naturalidad, como si fuera cosa corriente verle allí todos los días.

-Siéntate, mujer -le dijo su tío-, y descansa esos huesos que destinas a ser guardados en urna de cristal, con lacitos y flores de trapo, para que los besuqueen   —59→   las beatas y te los llenen de babas. ¿Qué tal de santidad? ¿Te tratan bien las señoras esas de extranjis?

-Pero si no son extranjeras, tío -dijo Leré con bondad regañona-. Si son tan españolas como usted y como yo.

-Tú dirás lo que quieras; pero las dos con quienes ibas el otro día me olieron a gabachas, descendientes de aquellos pícaros intrusos que nos quemaron el claustro de San Juan de los Reyes. Y una te decía: Loguenza, vamos a guezar el gosario.

¡Con cuánta fruición celebró, riendo el buen Mancebo su propio chiste!

-¡Bah, qué cosas tiene usted!

-¿Y qué tal te tratan? -le dijo Guerra-.

-Bien -indicó el clérigo-. A ésta la encanta todo ese ajetreo espiritual: fregar suelos, barrer, guisar y lavar, y perseguir las telarañas y demás porquerías como si fueran los enemigos del alma.

La lucha entablada entre Leré y los sobrinillos, porque éstos querían entrar a saco el pañuelo que cogido por las cuatro puntas traía, terminó al fin con la embestida y toma de la tal plaza, y la distribución atropellada de las nueces en él contenidas. Pero Leré defendió con tesón unos bollos o mantecadas, ofreciendo repartirlos con equidad.

-Aquí estábamos hablando -dijo el cura-, de esas órdenes públicas. ¿A qué os dedicáis vosotras las del Socorro, a cuidar ancianos o criaturas? Dígolo porque en tu propia casa tendrías materia larga en que emplear tu caridad. Para viejos chochos, aquí está este ciudadano con un pie en la sepultura, y   —60→   para niños, me parece a mí que nuestra nidada no es de despreciar.

-Sí, pero éstos no son huérfanos, ni usted es pobre de solemnidad.

-¡De solemnidad! Dime, ¿en qué consiste que un pobre sea o no solemne? ¿Qué solemnidades has visto en esta casa?

-Tío, bien sabe usted lo que quiero decir... Lo que resultará siempre es que yo no perjudico a nadie con mi inclinación, pues a nadie hago falta.

-Pues este señor me ha dicho que desde que te viniste de Madrid anda su casa desgobernada.

Guerra no había dicho tal cosa; pero apoyó la mentira, que encerraba una gran verdad.

«Y dice también que por su gusto habríaste quedado para siempre allí, dueña de todo, vamos, como directora o superintendenta de todo, y que al fin, quizás...

Comprendiendo que se resbalaba, Mancebo echó un pie atrás.

«Porque este señor te aprecia, conoce tu mérito, y opina, como yo, que bien podrías hacer la felicidad de un hombre honrado».

-Déjeme usted a mí de felicidades de hombres honrados -replicó Leré, echándose a reír.

Y creyendo sin duda que no tenía nada más que decir, se levantó para retirarse, tranquila y risueña.

-Yo me atreveré a proponer una cosa -dijo Guerra deteniéndola con ligero ademán.

Espectación de Mancebo.

-Propongo, como componenda entre tus deseos y   —61→   los de tu familia y los míos, pues yo soy también de la familia...

-¡De la familia! Bueno, señor, bueno -dijo don Francisco palmeteando en el hombro de Ángel-. ¿Lo oyes, mostrenca? ¡De la familia!

-Pues propongo lo siguiente: aceptamos en principio tu vocación religiosa. Todos nos comprometemos a respetarla y a no decirte una palabra en contra.  (D. Francisco frunce el ceño.)  En cambio, tú te comprometes a vivir en esta casa, durante un año, en situación expectante, sin trato con hermanas ni hermanitas, ni más prácticas religiosas que las ordinarias que manda la Iglesia.

-Aceptado, aceptado -dijo el clérigo, frotándose las manos con tanta fuerza, que parecía que iba a sacar lumbre de ellas.

-Rechazado, rechazado -afirmó Leré, velando con una sonrisa su inquebrantable firmeza. -Reduciremos el plazo a seis meses.

-Rechazado también.

-Anda, anda, hija, y échanos la cuerda al cuello, y ahórcanos de una vez -dijo Mancebo atacándola hábilmente en el terreno de la ternura-. Sabes que te queremos con delirio, que te adoramos, y tú nos rechazas, como si el quererte fuera una ofensa.

-No es eso, tío, no es eso.

-El día en que nos dejes definitivamente, ¡ay de mí! será un día de luto, y nos moriremos todos de pena... Y este señor también se ha de poner enfermo del berrinche, ¿verdad?

-¡Qué exagerado es usted, tío, y qué cosas se le ocurren! -replicó la joven dispuesta otra vez a retirarse.

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-Eso es; ahora nos dejas con la palabra en la boca, y te marchas. ¡Vaya una finura!

-¿Pero a qué quiere que esté aquí, si todo lo que tenía que decir ya lo he dicho? Tengo que ayudar a la tía Justina, que hoy esta más atareada que nunca.

Al partir, acosada por los chicos, no tuvo más remedio que repartirles dos de los bollos, reservando el mayor para su hermano; y bajó seguida de la tropa menuda, y fue a la sala donde estaba de continuo el monstruo, la cual era como su cuadra o jaulón. Desde que la sintió entrar en la casa, no había cesado de mugir, derramando lágrimas como puños. Con tal lenguaje la llamaba. «Pobrecito, aquí estoy -decía Leré rascándole la cabeza-. ¿Qué tiene el niño? ¡Pobrecito!» Le mostró el bollo, y al verlo, el monstruo puso la cara ansiosa, alargando el hocico y gruñendo como perro impaciente y glotón. Su hermana le limpiaba las lágrimas y le acariciaba, dejándose morder suavemente por él. Diole por fin la golosina en pedazos, y él se los engullía, relamiéndose con voracidad de animal famélico. Por fin, cuando se comió los últimos pedacitos, adheridos a los dedos de Leré, ponía la cabeza para que ésta le acariciara, y entornaba los ojos con la placidez perezosa del instinto satisfecho.

En esto bajó Guerra que ya consideraba larga la visita, y oyendo la voz de Leré en el cuarto del fenómeno, entró a despedirse de ella, mientras D. Francisco hablaba con Justina en el patio.

-Adiós, Leré. Me dice tu tío que estarás aquí algún tiempo antes de volver a los ejercicios. Si me lo permites, vendré a verte y a charlar contigo.

  —63→  

-Venga usted cuando guste. A ver, con franqueza, ¿qué le ha parecido mi tío?

-Buena persona, buena. ¡Y cuánto te quiere el pobrecillo! Me ha sorprendido mucho la conformidad de nuestras opiniones en lo que a ti se refiere. Yo creí encontrar en él un instigador de tus chiquilladas religiosas.

-¡Ay! -dijo Leré en un tono algo enigmático-. Mi tío es muy listo, más listo de lo que usted se figura.

-Algo de eso había pensado yo. El hombre afina, afina la puntería... ¿Con que quedamos en que vendré a verte?

-Sí, sí. ¿Qué inconveniente puede haber?

Fuerte en su conciencia, Leré no temía nada, ni veía más que la derechura luminosa de su camino, sin reparar en los bultos que a un lado u otro pudieran aparecerse en él.

Al ver a Guerra platicando con su hermana, el monstruo volvió a gruñir, rechinando los dientes a estilo de mastín que olfatea la presencia de un forastero. Leré le calmaba, dándole palmaditas en la cabeza, componiéndole el cabello, y pasándole los dedos por el hocico, como se acaricia a un perro para que no ladre a los que no conoce como de casa. «Cállate tonto, y estate tranquilo, que el señor es amigo».

Pero el fenómeno seguía gruñendo, y uno de los muchachos le tiraba de las orejas para que callase. En el momento de despedirse, Guerra sentía que a lo largo de su alma se le proyectaba un resplandor misterioso, emanado de la persona de su amiga, y ésta se le representó adornada de sobrenatural hermosura. Diéronle impulsos de robarla y echar a correr con ella,   —64→   poseyéndola aun a costa de profanarla, impulsos que provenían quizás del ambiente romántico y artístico que respiraba. Salió de aquella casa turbadísimo, apeteciendo vagamente hechos extraordinarios, cosas grandes, sentidas, hondas, en las cuales su mente no podía separar del drama humano el religioso lirismo.




IV

Toda la tarde se la llevó Mancebo elogiando a Guerra delante de su sobrina, con afectado entusiasmo. «¡Qué persona tan fina, qué instruido, qué bondadoso, qué caballero! Vamos, chica, que en su casa estarías como en la Gloria. ¡Qué maña se dan algunas criaturas para escurrir el bulto cuando la suerte, jugando a la gallina ciega, las quiere coger!» Con estas y otras habladurías perturbaba a las dos mujeres en su trabajo, y a fe que no estaban ellas para perder el tiempo, pues Justina tenía que entregar al día siguiente cantidad de ropa planchada de cadetes y alumnos de colegios preparatorios, que eran, después de dos o tres prebendados, su principal y más lucida parroquia.

Pues D. Francisco, pegado a las mesas de plancha, no las dejaba trabajar con desahogo, por lo que su sobrina mayor tuvo que echarle un sofión y rogarle que se fuera a dar un paseíto. Al anochecer, a la hora del rosario, cuando las dos mujeres tomaban alientos después de su penosa brega, D. Francisco, en vez de ponerse a rezar, se dedicó a tomar a Justina la cuenta del día, infalible ocupación del ingenioso   —65→   presbítero en los ratos que precedían a la cena.

-Vamos a ver. ¿A cómo te han puesto hoy el cuarto de cabrito?

-A tres reales y medio.

-¡Dios humanado, qué carestía! En mis tiempos tenías el cabrito que quisieras a veinte, veintidós cuartos.

-Pero como no estamos en los tiempos de usted sino en los míos... Pues las patatas van hoy a tres perras y media la cuarta arroba.

-¡Tres perras y media, Virgen! o séanse, cuartos once y medio. Con estas perras y gatas no sabe uno nunca el dinero que tiene. ¿Trajiste el bacalao? Bueno. Si Gaspar no te pesa bien, te vas a la tienda del Vizcaíno. Aquí no nos casamos con nadie. Otra: ya te he dicho que no me traigas chorizos, que no sean de los de tres por un real. ¡Buenos están los tiempos para echar esos lujos de choricito de a real vellón!

-¿Cómo a real? A treinta céntimos he traído dos para esa boca salada. Para nosotras de los baratos.

-¡Zapa! ¿Pero te has figurado tú que yo soy el señor Cardenal? Mira, Justina, que con estos trotes vamos todos zumbando a la Beneficencia... o al Asilito que van a fundar las amigas de ésta, y allí la propia Lorenza nos dará la bazofia con un cucharón muy grande... ji, ji, ji... Sigamos. Por lo que toca a huevos, puedes traer desde mañana seis, pues con Lorenza tenemos una boca más.

-Ocho, tío. No apriete usted tanto.

-¿A cómo está la media docena?

-A tres reales.

  —66→  

-Serán de dos yemas: ¡A tres reales! Hija, ni en Madrid. ¡Quién conoció la docena a peseta, y aun a menos! Este Toledo, con los dichosos adelantos, se está poniendo que no pueden vivir en él más que los millonarios. Oye: paréceme que ya no hay chocolate.

-No señor, es decir, en la chocolatería, sí lo hay; aquí no.

-Pues venga una libra; pero no me pases de tres reales.

-Para nosotras, sí; pero para el señor beneficiado lo traeré de a cinco.

-Que no, ¡zapa! Yo soy como los demás. No quiero regalos ni melindres. Igualdad, Justina, y déjate del bizcochito y la friolerita para el viejo. Ahí tienes cómo se pierden las casas. Yo estoy hecho a todo, como sabes, y cuando me llevo a la boca una golosina me acuerdo de que estos pobres niños podrán carecer de pan el día de mañana, y créelo, con tal idea lo más dulce me amarga, y lo más rico me sabe a demonios escabechados. Con que... vamos a cuentas.

Hizo su cálculo de memoria, y entregó a su sobrina una corta cantidad, casi toda en cobre, sacándola pausadamente de un bolsillo de seda roja con anillas, que envolvió y sumergió después por aquellas cavidades que tenía dentro de la sotana verdosa.

-¡Ah! se me olvidada, ¿y jabón?

-Es verdad. Venga para jabón, que se está concluyendo.

-Traerás del amarillo.

-Para los cadetes; pero para los señores canónigos no. Luego dicen que huele mal la ropa y que no está bien blanca.

  —67→  

-Menos blancas están sus conciencias.

-El que se me queja más es D. León Pintado, a quien le cae bien el apellido, por lo que presume.

-Como que apesta de tan elegante como se pone. Ea, ¡zapa! échales a todos jabón amarillo, y que salgan por donde quieran. No veo por qué hemos de guardar menos consideración a los pobres cadetes, que son los que dan de comer a esta ciudad empobrecida... En fin, para que no se queje nadie, te traes un poco jabón del pinto de Mora, para dar una jabonadita antes de aclarar, ¿entiendes? Y a todos los tratas igual, canónigos y cadetes, que tan hijos de Dios son los unos como los otros. ¡Reina de los cielos, lo que se gasta!  (Volviendo a sacar la culebrina, y mirando a Leré, que callada y sonriente humedece la ropa.)  Sólo para patatas no bastara la mitad de las rentas de la Mitra, pues tu hermanito el monstruo, y los que no son monstruos, se comen una calderada cada día.

-Vamos, no rezongue usted tanto, tío, que hasta ahora, gracias a Dios...

-No, si yo no me quejo. Coman todos, y vivan, y engorden, y gracias sean dadas al Señor. Pero nos convendría mejorar de fortuna, créelo, y eso depende de quien yo me sé. El mayor de los errores, en estos tiempos de decadencia, es empeñarnos en dejar lo fácil por antojo y querencia de lo difícil; hay personas tan obcecadas que desprecian lo bueno por correr tras de lo sublime, y lo sublime, hija de mi alma, lo sublime  (Con cierta inspiración.)  hace tiempo que está borrado, no sé si provisional o definitivamente, de los papeles de esta pobrecita humanidad.

  —68→  

Leré no dijo esta boca es mía.

Entró Roque, el marido de Justina, hombre humilde y no mal parecido, con una pierna de palo, vestido de pardo chaquetón, afeitada la cara, que así podía parecer de cura como de paleto. Era un bendito, y donde le ponían allí se estaba, pues nunca tuvo más voluntad que la de su mujer, combinada con la de Mancebo. Carpintero de blanco, trabajaba en la Catedral, y el Lunes Santo del 83, en el acto de armar el Monumento, hallándose mi hombre en el andamio que hasta la bóveda se eleva, para colocar los listones de que pende la soberbia colgadura de sarga carmesí, tuvo la desgracia de marearse y se cayó. Milagro fue que de semejante salto quedara con vida; pero tuvo la suerte... relativa de ir a parar sobre un montón de telas arrolladas, y allí le recogieron con una pierna rota y una mano estropeadísima. Largo tiempo duró la cura, y desde entonces no pudo trabajar con provecho; sus ganancias habrían sido nulas si D. Francisco no cuidase de proporcionárselas en la Obra y Fábrica, con limosna disfrazada de jornal, porque el infeliz había perdido los dos tercios de su habilidad y destreza, que nunca fueron muchas.

Charlaron un poco de la obra comenzada en la capilla alta de San Nicolás para dar desahogo a las oficinas, hasta que los olores culinarios y la impaciencia de los chicos anunciaron la grata ocasión de la cena. Suspendido el trabajo de ropa, Leré trajo un quinqué moderno, petrolero, sucesor del pesado velón de aceite que se vendió meses antes a unos mercachifles de antigüedades. La estancia, que era sala, comedor o cuarto de plancha según las horas, y a la cual, por un   —69→   arco de herradura siempre ahumado, llegaba el vaho de la próxima cocina, se llenó de claridad y de esa alegría nocturna, doméstica, salpicada de notas infantiles, que suele ser la única gala de las casas pobres. Salieron a relucir los frágiles platos modernos, sucesores de los de Talavera, vendidos también porque los pagaban aquellos tontos de anticuarios cual si fueran de la más rica mayólica, y Justina apareció al fin con la humeante y olorosa cazuela de sopas de ajo.

-Bueno, señor, bueno -decía D. Francisco, y entre reñir a este chico y acariciar al otro, y echar una indirecta a Leré sobre lo mismo, y poner en solfa al Cabildo porque disponía el ensanche de oficinas precisamente cuando no había que administrar, se pasó la cena sobria y placentera, substanciosa en su frugalidad. Leré llevó al monstruo la ración correspondiente, metiéndosela en la boca a cucharetazos, y de sobremesa encendieron Mancebo y Roque sus voluminosos y pestíferos pitillos, hechos con picadura de las tagarninas que en su mesa de despacho solía dejar el canónigo Obrero, y que D. Francisco recogía con avara puntualidad. Un chico se duerme, otro alborota; Ildefonso, que es gran jugador de brisca, echa una partida con Leré; sigue a esto la orden de retreta, solfa en nalgas por aquí, besuqueo por allá, transporte del monstruo dormido a un cuarto interior, hasta que todos, chicos y grandes, van entrando en su nidal, y el silencio reina en la modesta casa. Sólo D. Francisco y Roque charlan un rato más en el comedor apurando las colillas antes de atrancar la puerta; pero al fin, el reloj de la Catedral con nueve sonoras campanadas, y el toque de ánimas en esta y la otra torre les   —70→   dicen que se acuesten; y ambos mochuelos, con maquinal obediencia, se van derechos a sus correspondientes olivos.




V

Tan caviloso dejó al buen presbítero su conversación con el madrileño, que se sentía tocado de insomnio, y antes de acostarse se paseó largo rato por su leonera, rezando o intentando rezar las oraciones de costumbre. Pero si las palabras religiosas retozaban en sus labios, los pensamientos no eran de los que saben el camino del Cielo, sino antes bien de los que rastrean acá, entre los rincones y callejuelas del egoísmo.

«¡Vaya con la muñeca mística... qué ventolera le ha dado! Olvidarse así del interés de la familia... ¡Y que no es floja carga para el pobre tío de tanta gente! Yo pensé que Roque, después de la caída en que se rompió la pata, no traería más chiquillos a casa; pero nada... como si tal cosa, y si el hombre no sirve para ganarlo, en cambio para padre no tiene precio. Justina me regala un sobrinito nuevo cada año, y vamos viviendo, criándolos a todo, hasta que yo no pueda más, como no venga el milagro de los panes y los peces... que no ha de venir. Bueno, señor... A lo que iba: como soy perro viejo y penetro en el magín de las personas más disimuladas, he comprendido bien que a ese caballero le peta mi sobrinilla, vamos, que está prendado de ella... ¡Si será simple la mocosa esta de los ojos danzantes...! Yo no he visto otro caso ni creo que lo haya. Un hombre riquísimo   —71→   ¡zapa! que a todos nos haría felices... Mientras más viejo es uno, mayores rarezas ve en este mundo, y lo que a mí me confunde más es que esta chiquilla no haya comprendido que su amo la quiere, o comprendiéndolo se quede tan fresca, sin pizca de ambición... noble ambición sin duda, no confundamos, sagrado amor de la familia.

Decidió al fin D. Francisco despojar su cuerpo de las negras vestiduras, y poco a poco se fue quedando en reducidos paños, hasta que se zambulló en la cama. Mascullando una oración, pensaba de esta suerte:

-¡Dios sacramentado, cuantísimo dinero! Me dijo el hermano de Braulio que este señor cuenta su caudal por millones... ¿Cómo será un millón? Quisiera yo verlo. Dehesas, casas, renta del Estado. Ya lo creo... no apandó poco su padre, y también su abuelo, comprando todito lo que era de la Santa Iglesia. Y dicen que es más hereje que Calvino, de estos que quieren traernos más libertad, más pueblo soberano y más Marsellesa. ¡Patrañas!  (Con agudeza.)  Así pensaría D. Ángel cuando su mamá no le daba un sacre; pero ahora que es rico y dueño de todo... El hombre de capital mira mucho por el orden, hasta por la Iglesia, y no quiere que la nación se ponga a dar zapatetas en el aire. ¡Virgen pura, cuantísimos dinerales! Se me figura que no voy a dormir esta noche, porque ya se sabe, si me da por ver cosas de moneda me despabilo y...  (Inquieto, dando vueltas.)  Ahora que me acuerdo... no sé si eché la llave del armario. ¡Qué cabeza! Pues lo que es yo no me duermo sin la seguridad de que todo está bien cerrado.  (Raspa un fósforo y enciende luz.)  No, no podré pegar los ojos con   —72→   esta duda.  (Échase de la cama, envuélvese en una colcha, y con los pies desnudos, las canillas al aire, más parecido a pavorosa fantasma que a hombre, va al cuarto próximo e inspecciona la puerta del armario.)  ¡Ah! echada la llave... Pero se me olvidó quitarla. Ven acá, llavecita. Ahora caigo... ¿pero cómo tengo hoy esta cabeza?... en que se me pasó del pensamiento poner en el cofre los dos duros que tengo en el bolsillo de los calzones. En fin, guardemos esto en el sitio donde pongo lo de las misas, y después me dormiré como un santo.

En aquel extraño pergenio, tiritando de frío, púsose a gatas y tiró de un pesado cofre forrado de pelo de cabra que bajo la cama había; abriolo, sacó de él libros viejos, zapatillas y paquetes de clavos, revolvió hasta encontrar algunos cartuchos de monedas, los cuales examinó minuciosamente, procurando que no sonaran; introdujo en uno de ellos las dos piezas de plata, y colocando después encima con estudiado desorden lo que había sacado, cerró con llave, y de un salto a la cama otra vez.

«Si yo no hiciera esto, si no guardara lo que guardo, ¿qué sería de este familiaje el día de mi muerte? Bien sabe Dios que no ahorro por mí, sino por ellos; bien sabe Dios que yo sin ellos viviría como un patriarca, pues mis necesidades son muy cortas; bien sabe Dios también que esto no es avaricia, sino arreglo, y que no junto por vicio de juntar sino por previsión; bien sabe Dios que nunca he querido prestar dinero a interés, aunque me lo han propuesto mil veces, y que todo mi afán es llegar a reunir para un titulito de 4 por 100, y sacarle rédito al Gobierno,   —73→   que es quien debe pagarlo. Pero... ¡ni que anduviese el Demonio en ello! cuando parece que me voy acercando a la cantidad precisa; cuando casi la toco con las puntas de los dedos, ¡zapa! vienen las necesidades... que las botas, que la escuela, que la esterita, que el médico, y adiós mi montoncito. Vuelta a empezar, grano a grano, y arriba con él... Cuando yo cierre el ojo, aquí lo encontrarán todo, junto con las disposiciones que tengo escritas en aquel papel. ¡Vaya, que el día en que Justina empiece a sacar plata y más plata...! Quisiera ver la cara que pone al ir descubriendo cartuchos. ¡Ah, picaronaza, qué gran vida os vais a dar tú y tus hijos!  (Como hablando con Justina.)  Pero, vamos a ver: ¿a que no me encuentras el orito, la única pella de doblones y centenes que he podido amasar en tantísimos años? ¿A que no se te ocurre a ti ni al ganso de Roque levantar aquel baldosín, radicante en el ángulo del cuarto, debajo de la percha mayor? Bobos, ¿creíais que yo lo iba a poner donde todo el mundo pudiera verlo? Pero no tengáis cuidado, que en sus disposiciones añadirá el tío un rengloncito que lo rece. El oro no se deja en cualquier parte. Es menester que cueste algún trabajo llegar hasta él.  (Adormeciéndose un poco, se despabila repentinamente, con vivo sobresalto.)  ¡Zapa! Satanás maldito... ¿pues no se me ocurre ahora que el baldosín está levantado? ¡Zapa, contra-zapa! Pues lo que es mi Francisco no se duerme sin cerciorarse por sus propios ojos.  (Rechaza las sábanas, vuelve a raspar el fósforo y se arroja del camastro, dirigiéndose al ángulo del otro aposento, donde levanta la estera y examina el piso.)  Si estaré yo trastornado... El baldosín no tiene   —74→   novedad. Sólo Dios y yo sabemos lo que hay aquí. Ea, acuéstate, hijo, y duerme sin miedo.  (Recorre la estancia como alma en pena, y se hunde de nuevo en el colchón, después de apagar la luz.)  Pues, a lo que iba: esa bendita de Dios, esa Lorenza podría hacernos a todos felices. No hay mujer, que no tenga su poquitín de habilidad, su poquitín de gancho para la pesca del marido; pero tus anzuelos no pinchan, ¡oh sobrina mía, tocada de la vanidad de la perfección! ¡Cuántas hay por esos mundos, que con arte y sandunga, ya haciéndose las recatadas, ya resbalándose una miaja, han conquistado a sus amos, y de criadas cátalas señoras! Considera lo que resultaría de que fueras como otras, que son muy buenas y hasta muy santas: por de pronto, la pobre Justina descansando de su ajetreo de perros; Roque sin necesidad de ir a pedir un mal salario, que más bien es limosna... y la chiquillería esta, que yo he criado con tantos afanes, en camino de ser algo: Ildefonso, ingeniero; Paco, abogado; luego vendrían el militarcito, el arquitecto, el médico, según la disposición que fueran sacando, y en cuanto a mí, pues algo me había de tocar... en cuanto a mí, ¡zapa! mi canonjía no había quien me la quitara... Porque este señor ha de tener influencia en Madrid, y siendo yo el tío de su costilla, de su peso se cae que... Mucho poder tienen allá los Guerras. Pues quién sino doña Sales hizo canónigo a ese farol de León Pintado, que era un mísero capellán de monjas en Madrid?... Pero, en fin, me descartaré si es preciso, y para mí no quiero nada, nada más que irme al Cielo a descansar de las fatigas que me causa el problema colosal de la manutención sobrinesca.   —75→    (Pausa.)  Debe de ser muy tarde. ¿Te duermes, hijo, sí o no? Mira que mañana vas a tener la cabeza pesada, y no podrás decir tu misita. Deja a tu sobrina que haga lo que quiera, y duérmete... Imposible tener sosiego pensando en estas cosas... Porque, Señor, si sucediera lo que está en el orden natural, el matrimonio se vendría a vivir a Toledo... como que ella debe imponer esto por condición, y así se lo aconsejaré yo, y todos viviremos juntos, y yo no tendría que pagar casa, y me ahorraría mi paga toda entera, mi paga de canónigo... ¡Madre y Señora sacratísima me da el corazón que al fin las cosas irán al derecho, y que además, como los bienes nunca vienen solos, lo mismo que los males, me caerá la lotería, y...

Durmiose al fin profundamente, después de rezar un rato, y soñó que le había caído el premio gordo. Porque conviene advertir ahora, para redondear la figura de D. Francisco Mancebo, que éste no tenía ni tuvo jamás ningún vicio, pues no podía tenerse por tal el aprovechamiento de las colillas que dejaba sobre su mesa el canónigo Obrero. Bebida, mujeres, naipes, fueron siempre para él letra muerta. Por donde únicamente podía prepararle la zancadilla el tuno de Luzbel era por su desmedida afición al sórdido ahorro, y por la antigua maña de tantear la suerte en la lotería, con la codiciosa ilusión de sacarse una buena porrada de dinero. Todos los meses compraba en compañía de un amigo el indispensable decimito de la extracción más barata, y su constancia tuvo alguna vez corta recompensa. Pero le alentaba la risueña esperanza de dar un toque maestro el mejor   —76→   día, y siempre que se metía en la cama con algo de excitación cerebral, daba vueltas en su cabeza al número adquirido, como si fuera el propio bombo lotérico, haciendo veinte mil cálculos que paraban siempre en que salía el ansiado premio gordo. Aquella noche, su sueño fue más que nunca tormentoso y preñado de confusos líos aritméticos. Despertó de madrugada con la certidumbre de haber dado el golpe.

«Claro, alguna vez tenía que venir. Eso de estar treinta años haciéndole cucamonas a la suerte sin alcanzar de ella más que algún triste reintegro, no puede ser. El número de ahora es de los que no podían fallar; tres doses seguidos de un siete. Infalible, Señor, infalible. Bien se lo dije a Fabián cuando lo tomamos: «Fabián, éste nos arma»,  (Excitadísimo.)  Gracias a Dios, hijo mío, que sales de pobre, tú y todo el familiaje. Hoy, cuando entres en la sacristía, te dirá Fabián: «D. Francisco, al fin esa perra se ha portado». Porque Fabián debe tener ya en su poder la lista grande, venida por el tren de ayer tarde, y habrá visto el número nuestro en el primer renglón... Ahora si que voy yo a Madrid a cobrar el premio gordo, o lo que sea, pues si en vez de ser el mayor, fuese el tercero, también me alegraría...  (Dudando.)  ¿Pero en qué me fundo para afirmar que ahora va de veras? ¿Esto ha sido sueño, revelación o qué ha sido? ¿De dónde viene esta incertidumbre, que es como si tuviera la lista delante de los ojos?  (Con perplejidad e impaciencia.)  ¡Ven pronto, diita, para salir de dudas! ¡Madre amorosa del Sagrario, que me la saque, que no me muera sin sacármela alguna vez!




VI

Levantose al toque del alba, cuando ya las primeras luces de la encapotada y turbia aurora penetraban por indiscretas rendijas en la habitación, y recitó entre dientes sus oraciones. Abriendo las maderas de la ventana, notó que los ojos le escocían al recibir la impresión lumínica, achaque fastidioso que rara vez faltaba después de una mala noche. «Vaya hoy tengo función con los malditos ojos -dijo recatándolos de la claridad-, y tendré que ponerme las gafas». Sacó, pues, de la cómoda la máquina aquella de cuatro cristales, y después de aviarse de prisa y corriendo, se la puso, enganchando en las orejas las gruesas varillas de plata.

Ya era día claro cuando iba D. Francisco por la pendiente arriba de la calle del Pozo Amargo, bien embozado en su manteo, la teja encasquetada, no dejando ver entre sombrero y embozo más que los cuatro vidrios. Su salida todas las mañanas, a las siete y media en invierno y a las cinco en verano, era como un reloj de que se utilizaban los madrugadores de la vecindad, gente obrera que a la misma hora se echaba a la calle. Aquel día en la travesía desde su casa hasta la Puerta Llana, Mancebo iba diciendo para su manteo:

«¡Qué cosas tiene la Providencia, y qué bien se encarga esa señora de ajustar las cuentas a los que andamos por aquí! A lo que iba: la Desamortización vendió las fincas de la Iglesia, y entre ellas, el cigarral   —78→   de Guadalupe, cuya renta fue instituida por los Téllez de Meneses para la dotación de las misas que los capellanes de coro habíamos de decir en la capilla del Sepulcro. La pícara Libertad nos quitó aquella finca, que fue comprada por Bruno Zacarías, padre de la doña Sales, madre de este caballero, el cual la hereda; de modo que si se casa con mi sobrina, mi sobrina será dueña de ella, y por carambola yo, yo, que como capellán que fui y beneficiado que soy, tengo cierto derecho a disfrutarla. ¡Miren las vueltas que la Providencia da a las cosas para que la justicia y el derecho se cumplan! Porque, claro, si hay boda, yo tendré vara alta en la casa, y al cigarral me iré cuando me dé la gana, sí señor, a comerme los primeros albaricoques, y a pasarme muy buenos ratos... Parece un buen hombre este D. Ángel; pero se me figura que no sabe manejar sus intereses. Nada tendría de particular que me encargase a mí de la administración de lo mucho que en Toledo posee, rústico y urbano, pues de fijo lo haría mejor que ese hormiguilla de D. José Suárez, que ha de mirar por lo suyo más que por lo ajeno. Yo lo administraría con escrupulosa honradez y puntualidad, bien lo sabe Dios; yo sería una fiera para los malos pagadores, y las rentas habían de estar muy al corriente, sí señor, todo al céntimo... ¡Ya lo creo que podría yo encargarme!... No soy tan viejo como parece, y fuera de este achaquillo de los ojos, tengo buena salud, y me parece que puedo tirar quince años más...

Al penetrar en la Catedral por la Puerta Llana, fue otra vez atacado su pensamiento del vértigo de la lotería, en virtud de una concatenación misteriosa,   —79→   inexplicable, pues nadie, por mucho que discurra, podrá encontrar afinidad entre el recinto hermosísimo de la Iglesia Primada y el bombo de que se extraen las numeradas bolas. Pero ello fue que al poner don Francisco su planta en las baldosas del templo, salió a recibirle y a darle agua bendita el cautivador número, los tres doses volviendo la espalda a un gallardo siete. «Algo quiere decir -discurría persignándose-, que se me haya metido en la cabeza la idea de que hemos dado el golpe. Tiene que ser...  (Dudando.)  ¡Bah! ¡Otra ilusión por los suelos! ¿Quién hace caso de estas corazonadas o cabezadas mías?...  (Reflexionando.)  Aunque bien podía ocurrir que acertara... Alguna vez ha de ser, Madre dulcísima del Sagrario... y si me saliera la millonada, podría yo decirle a esa ingrata de Lorenza: «Haz tu gusto, muñeca de los ángeles, que ya no necesito de ti para asegurar el porvenir de tus pobres sobrinos, pues ya ves cómo el Señor mira por ellos».

Poquísimas personas encontró en el trayecto de la Puerta Llana a la sacristía. Frente al enrejado altar del Cristo Tendido rezaba una mujer; un pordiosero con capa de paño pardo de remiendos mil se arrodillaba a la entrada de la capilla del Sagrario. Los acólitos, sacristanes y toda la gente seglar al servicio de la iglesia iban llegando por esta y por la otra puerta, tomando cada cual la dirección del sitio en que debía cambiar de traje. En algunas capillas, los mozos barrían el suelo. Los sacerdotes que celebraban las primeras misas iban llegando presurosos, y los pocos feligreses madrugadores que oírlas solían anunciaban su presencia con carraspeos y toses. La débil luz matutina,   —80→   filtrándose por los pintados vidrios, derramaba en aquel recinto de incomparable belleza una melancolía dulce y ensoñadora. Cerrada estaba aún la verja de la Capilla Mayor, semejante a disforme joya de oro y esmaltes, y la del Coro también. Pero alguien andaba por dentro trasteando, y D. Francisco, después de hacer la genuflexión ante el Presbiterio, se fue allá y a través de la verja preguntó: «¿Ha venido Fabián?» Respondiéronle que no dos mozos que se ocupaban en arreglar las alfombras, en poner un brasero y preparar los libros para el canto de Prima, y cuando le vieron alejarse hacia la sacristía, permitiéronse alguna inocente broma respecto a él.

«¿Has reparado que D. Francisco viene hoy con vidrieras? -dijo el uno-. Mala señal. Siempre que se pone los anteojos de cuatro fachadas trae un genio de cuarenta Barrabases.

-¿A que no sabes para qué quiere a Fabián?

-Toma para ver si les ha caído la lotería. Juegan apareados; pero D. Francisco antes se deja abrir en canal que gastar una perra en el periódico que trae la lista grande.

-¿Sabes que me parece que les ha caído? Anoche estaba Fabián más contento que las puras Pascuas. Entró Mancebo en la antesacristía saludando familiarmente a los que al paso encontraba. En la cajonería próxima a la puerta del gran salón, vestíanse los monaguillos con infantil algazara, y más allá los sirvientes del Coro y Capilla Mayor.

¿Habéis visto a Fabián?... ¿No? ¡Qué horas de venir tiene ese gandul! Por una de las tres puertas de la derecha, pasó el beneficiado a la escalerilla que conduce   —81→   al sitio en que están los braseros para dar lumbre a los incensarios, y allí calentó sus manos ateridas, echando un parrafito con el pertiguero, que hacía lo propio. Movimiento excepcional el de aquella hora en las dependencias de la basílica. Éste saca las velas de un inmenso arcón, aquél se encaja presuroso las vestimentas, otro viene por el pasillo que da a la cuadra de las ropas cargado con el servicio del día. Algunos canónigos empezaban a llegar, y se metían en el suntuoso vestuario, donde tienen también su brasero para calentarse. Volvió Mancebo a presentarse en la antesacristía, acompañado del pertiguero, que ya se había puesto la peluca y ropón de púrpura. Los sacristanes, los lectores y los que hacen el servicio de ciriales se despojaban de sus capas para ponerse sotanas y roquetes, y entre ellos, al fin, encontró D. Francisco al sujeto que buscaba, embozado aún en su raída capa seglar.

-Fabián, ¡cómo se te pegan las sábanas! -le dijo llevándosele aparte-. A ver ¿tienes algo qué decirme?

En ascuas estaba el buen clérigo, porque había notado en la cara judaica y grosera del salmista expresión vaga de mal contenido gozo. Sin esperar la respuesta a su pregunta, la completó con esta otra: Dime, hombre, ¿hemos sacado algo?

-Nada -replicó Fabián, persignándose en la boca-; nos quedamos asperges.

-Pero hombre -dijo Mancebo, con un nudo en la garganta-. ¿Has mirado bien esa condenada lista? Imposible que un número tan bonito...

¡Para que nos fiemos de números bonitos! En otra cosa está el toque -indicó Fabián, que a pesar   —82→   de comunicar a su amigo una mala noticia, tenía la cara radiante.

-¿Cómo el toque? Explícate; no bromees -refunfuñó Mancebo, para quien continuaba siendo un enigma el rostro animado del cantor.

-Le diré a usted: ya no nos dejará colgados otra vez esta perra. Bien decía yo que tenía que haber reglas para calcular de antemano el número favorecido.

-¡Reglas! Tú estás soñando, Fabián. Todo depende del azar caprichoso, de la suerte, de la necia casualidad.

-¡A mí con casualidades! Eso es para bobos. Hay un modo de calcular el número exacto. Para eso está la Matemática.

-¿Pero tú...?

-No tengo el secreto todavía;  (Con misterio.)  pero lo tendré. ¡Calmaaa...!

-Hombre, dime, explícate... a ver.  (Ardiendo en impaciencia.) 

No pudo Fabián satisfacer la curiosidad de su amigo el beneficiado Vidrieras, porque se acercaron otros. Además, no pudiendo D. Francisco retardar más tiempo su salida al altar, dijo a Fabián que le aguardase allí, y se fue hacia la capilla de San Ildefonso, en donde celebrar debía. Ya le aguardaban las tres o cuatro mujeres abonadas a su misa, y no tardó en prepararse para decirla, revistiéndose a escape. Es de creer que durante la representación simbólica del santo sacrificio, Mancebo apartaría de su pensamiento toda idea profana. La misa fue breve, más breve quizás que de costumbre. Díjola en el magnífico altar   —83→   de la Descensión de Nuestra Señora, delante del cual yace la estatua durmiente del cardenal Albornoz. Oró luego un ratito, según costumbre, y sabe Dios lo que el afanado clérigo pediría, pero de fijo no pudo ser cosa mala ni en perjuicio de nadie, y acto continuo se volvió a donde Fabián le aguardaba, ya vestido de sotana y roquete. Había empezado la Prima, y en el grandioso templo se veía más gente seglar. Salían misas y más misas en la capilla de Santiago, en Reyes Nuevos y en el Cristo Tendido. En la antesacristía notábanse los preparativos de la misa conventual.

-A ver, Fabián, me dejaste a media miel -dijo el beneficiado, llegándose a su amigo, que no entraba en las funciones hasta el canto de Tercia-. Cuenta ¿qué secreto es ese?

-Pues todo el busilis -le contestó el salmista-, está en saber hacer la combinación.

-¿Y cómo se hace la combinación?

-¡Ah! no es cosa fácil; pero tampoco imposible -dijo el músico, llevándosele al pasillo que conduce al patio del Tesorero, para poder secretear a su antojo-. Pues verá usted: un amigo mío, litógrafo, que tiene su taller en la calle de Belén, se puso en compañía no hace mucho con un chico de Madrid, mecánico y dibujante, gran matemático, el cual devanándose el caletre, y ajondando por aquí y por allá con las álgebras del contrapunto del guarismo, ha encontrado la manera de calcular las probabilidades que nosotros los legos en esa solfa llamamos suerte, azar. ¿Se va usted enterando? Este madrileño sabe más que Lepe, y ha inventado unos cartones con   —84→   los cuales se hace la combinación, y ¡arza morena!... el cartón le dice a usted, ¡clavado! el número que ha de salir.

-Pero Fabián -dijo D. Francisco echándose a reír-, tú estás loco o eres archi-memo. ¿No comprendes que si eso fuera verdad, y sacara premio todo el que hiciera la combinación, no habría lotería?

-Pero como el secreto no se hace público, y el que lo tiene no se lo va a revelar al primer quidam.

-Pero ven acá, pedazo de alcornoque. Si ese matemático posee el secreto, cátale poderoso en cuatro días, y ¿qué necesidad tiene de vender su secreto a nadie?

-Vende por poco dinero los cartones, y enseña el modo de manejarlos, sin perjuicio de ir a la parte con los que ganan. No es decir que salga siempre, siempre, clavado. Hombre, no sea usted material. Pero este cálculo asegura, de cinco probabilidades, tres por lo menos. En fin, morena de mi vida, hemos de verlo en la primera extracción, y lo que es ésta no se nos escapa.

-Hijo, me llenas de confusión -dijo D. Francisco, tan aturdido y mareado que tuvo que levantarse las vidrieras para que entraran la luz y el aire a reanimar sus congestionados ojos-. Eso es la mayor maravilla del mundo, o una necedad solemne de seis capas. Vea yo esos cartones, sepa cómo se fragua la combinación y hablaremos. Voy a tener hoy mareo para todo el día... ¡Qué diantres de invención! No, si la cosa es posible, y cae dentro del fuero de la Aritmética. Yo lo he dicho siempre: tiene que haber una manera de averiguar la probabilidad mayor entre todas   —85→   las probabilidades. El caso es... En fin, anda, que van a empezar la Tercia. Abur. A la tarde hablaremos. Se comprará el número que debe salir, aunque tengamos que encargarlo a Madrid, y...  (Suspenso.)  ¡Zapa! no puede ser. ¿Cómo es posible que...?  (Esperanzado.)  Pero sí, puede ser: es de esas cosas que se dan por imposibles antes de que se le ocurran al primero, y después que sale uno y dice: «pues esto hay», a todos nos parece lo más natural del mundo... Como lo del huevo de Colón.

Dando la vuelta por el ábside, se fue hacia la oficina de la Obra y Fábrica, que está debajo de la Sala Capitular, y allí tomó el chocolate que, en las mañanas de invierno, le hacía el mozo de aquella dependencia. Las revelaciones de Fabián trastornáronle la cabeza en términos que no daba pie con bola: su mente fluctuaba entre el escepticismo y la credulidad, y tan pronto veía en el cálculo lotérico uno de les mayores disparates que en cerebro humano pueden caber, como la más grandiosa y práctica invención, émula de los ferrocarriles que se comen las leguas en un santiamén, y del telégrafo que nos permite dar las buenas tardes a los antípodas.

-Y cuando estos inventos apuntaban -decía procurando sojuzgar sus amotinados pensamientos-, la envidiosa incredulidad y la ruin desconfianza decían: «no puede ser, no puede ser». Y, sin embargo, pudo ser, vaya si pudo ser.

Durante toda la mañana, sin dejar de atender a su obligación con rutinaria y maquinal asiduidad, se caldeaba los sesos imaginando cómo sería la prodigiosa cábala del matemático de Madrid, y entreteniendo   —86→   con variadas hipótesis su afán de conocerla. Corriendo parejas con el viento, aquella imaginación que en la edad senil se desbocaba, renovando los brincos y retozos de la juventud, lanzábase por otros espacios. Ya se figuraba el buen viejo que, los planes de casar a Lorenza tenían realización cumplida, y que su sobrina era dueña de medio Toledo; ya que le encargaban a él la administración de las fincas rústicas y urbanas, y que se estaba comiendo, en el cigarral de Guadalupe, los primeros albaricoques de la cosecha del año. Y qué bien le sabían, ¡zapa! ¡y qué ricos estaban!