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ArribaAbajoEugenio de Ochoa


ArribaAbajoEl emigrado

Lejos, muy lejos de mí la idea, no ya de escarnecer o ridiculizar al infortunio, mas ni aún de procurar siquiera remotamente disminuir el respeto y la simpatía que a todos debe inspirar la triste suerte de los proscritos. En todos tiempos la proscripción se ha considerado como el más duro de los castigos, después de la pena de muerte. Apartar a un hombre violentamente del seno de su familia, del suelo siempre querido donde por vez primera se abrieron sus ojos a la luz del sol; desprenderle como un miembro podrido del gran cuerpo nacional; condenarle implícitamente al aislamiento y a la miseria, ¿no es, por ventura, un resto de la antigua barbarie? ¿No es éste un acto impío y abominable a los ojos de Dios? Y cuando se considera que el motivo o el pretexto de este tremendo castigo es ya un simple error político, ya un exceso tal vez de amor patriótico, tentaciones dan de ver todavía en las proscripciones modernas, como en el ostracismo de la antigua Grecia, una verdadera expiación impuesta a la virtud y al genio por el egoísmo y la medianía.

Circunscribiéndonos a nuestra España, es cierto que los hombres que más la honran en virtud, en letras y en armas, han comido, en alguna época de su vida, el pan amargo del destierro, esa triste y solemne sanción del mérito en estos borrascosos tiempos que alcanzamos. Esto basta para honrar, digámoslo así, el carácter de emigrado; pero a la sombra de tantas ilustres víctimas del mezquino encono de nuestras pasiones políticas como cuentan en España todos los partidos, ha llegado a formarse una turba parásita y bastarda de hombres sin vergüenza que han convertido el infortunio en profesión, la emigración en industria, y que son a la respetable clase de los verdaderos emigrados lo que es la moneda falsa a la de buena ley: una plaga para lo que llaman ellos su partido, una deshonra para la patria que no merecen.

Entre estas dos grandes divisiones fundamentales del ente emigrado, que son el legítimo y el bastardo, hay una multitud de matices que, aunque someramente, iremos describiendo en este cuadro copiado del natural. Desde luego, se presentan dos clases, separadas entre sí por una distancia verdaderamente inconmensurable, cuales son el emigrado rico y el emigrado pobre; estas dos clases apenas tienen entre sí el menor punto de contacto. Las diferencias de instrucción, de talento, de carácter, separan mucho a los hombres; pero las separaciones que establecen entre ellos, lo mismo en la emigración que en el estado normal de la sociedad, son estrechas zanjillas, pequeños surcos, ¡qué digo!, verdaderas líneas matemáticas en comparación del insondable abismo que abre entre unos y otros la diferencia de caudal. Así el rico discreto, emigrado o no emigrado, se roza sin dificultad con el rico tonto; el pobre instruido, ¿con quién se ha de rozar más que con otro pobre, aunque sea un asno? Hablamos en general; a esta regla hay muchas excepciones, honrosas para los pobres que las forman, más honrosas todavía para los ricos que las facilitan.

Antes de pasar adelante, establezcamos bien aquí el valor de las palabras. Las emigraciones, como nadie ignora, se dividen en voluntarias y forzosas. Las primeras, muy frecuentesen los tiempos antiguos, lo son todavía en los modernos más de lo que generalmente se cree. Hay también emigraciones temporales y emigraciones perpetuas; éstas pueden incluirse en la categoría de las forzosas, pues rarísima vez deja de motivarlas una absoluta necesidad, como el exceso de la población respectivamente a los recursos del terreno. Ésta es la causa más general de las emigraciones; de ellas nos ofrecen continuos ejemplos la Alsacia en Francia, la Inglaterra, la Alemana y alguna de nuestras provincias del Norte. Excusado es decir que no es de estas emigraciones de las que hablamos. Emigrado, en la acepción en que tomamos aquí esta voz, que es en el día la más común, es el hombre que no puede residir en su patria bajo la protección de la ley común, que es la que generalmente se llama el emigrado político, único en que por ahora vamos a ocuparnos. Obsérvese bien la expresión que hemos subrayado, bajo la protección de la ley común, porque ella es la que expresa cuál es el verdadero carácter que distingue al emigrado en la gran familia social. La ley común no alcanza al emigrado; éste está sujeto a la ley excepcional. La ley que rige para el salteador como para el vecino honrado, para el grande como para el pequeño, no rige para el emigrado, por el mero hecho de serlo, y esto es lo que le distingue esencialmente de todos los demás ciudadanos. Expliquemos esto por un ejemplo, pues es necesario penetrarse bien de la índole de esta proposición para percibir bien la gran diferencia en el fondo, aunque pequeña en la apariencia, que media entre lo que hemos llamado el emigrado legítimo y el bastardo. Supongamos que entran en España y son cogidos por la justicia un hombre que ha cometido un delito o un crimen cualquiera, y por el cual estaba fugitivo, y un emigrado; el primero, por grande que sea el crimen que cometió, será juzgado por un tribunal ordinario con arreglo a la ley que rige para todos los españoles; el segundo lo será en virtud de una ley excepcional, dictada siempre por la pasión, casi siempre por la injusticia. Esto es lo que hace tan digna de interés la condición del emigrado, ésta es la causa por que en todos los países cultos donde no dominan las pasiones o la injusticia que dictaron la ley de proscripción, se mira a los emigrados con respeto y se los acoge como a hermanos; ésta es en fin, la razón por que conviene tanto distinguir bien en la gran masa de los emigrados la categoría de los que lo son por motivos políticos de los que lo son por delitos comunes. A veces es muy difícil distinguirlos: en las emigraciones modernas, resultado casi siempre de las guerras civiles, la línea divisoria entre ambas categorías suele desaparecer con frecuencia, y se necesita un gran criterio para suplirla; pero estos casos son raros, porque muy raros son los delitos verdaderamente tales que puede justificar cumplidamente la opinión política del delincuente. Es admirable, sin embargo, ver hasta qué grado se hacen ilusión en este punto algunos hombres: muchos he conocido yo que de muy buena fe miraban como emigrado político al asesino o ladrón fugado que mató o robó su color de exaltación en sus opiniones, como si los actos de robar y de matar dejaran de ser ordinarios y se convirtiesen en crímenes políticos por sólo ejercerlos contra personas de distinta opinión. ¡Pues esta casta de emigrados entra por una gran suma en la mayor parte de las emigraciones!

Fuera de esta emigración, o más bien proscripción que pudiéramos llamar legal, porque es el triste fruto de una ley, por lo general inicua, hay otra más triste todavía, y no menos común en estos tiempos, que es aquella que se origina de los enconos privados, en virtud de los cuales huye una porción del pueblo de los furores del populacho, siempre dispuesto a ponerse del lado del partido vencedor y a ensangrentar su victoria. Esto hace que sea todavía más difícil de definir exactamente al emigrado y distinguir bien al verdadero del falso, pues hay, en efecto, muchos hombres a quienes no condena ley alguna escrita y que, sin embargo, no pueden volver a su patria sin arriesgar su vida; justo es, por consiguiente, considerarlos como verdaderos emigrados y tratados con el respeto a los tales debido, aunque, por desgracia, ésta es la clase a cuya sombra pululan más impostores o falsos emigrados. No todos pueden inventar una ley que los proscriba del suelo patrio; pero todos, con razón o sin ella, pueden asegurar que son el blanco de las iras populares en tal o cual población, y acógense, por consiguiente, al sagrado carácter de verdaderos emigrados. De aquí resulta que si el populacho no tomara, como acostumbra, parte en las disensiones políticas, haciéndose juez y verdugo de los que ni sabe ni le importa saber si son criminales o inocentes, si tenían razón o no en el punto que dio ocasión a la discordia, las emigraciones serían mucho menos frecuentes, menos numerosas y, por de contado, menos duraderas. Verdad es que, después de verificada la emigración, suele ésta convertirse en destierro, porque el gobierno, o el partido que se apodera de él, niega la entrada o cierra las puertas de su país al que le abandonó voluntariamente, y crea un delito especial que, a falta de otro título que justifique la pena, suele llamarse delito de emigración, como si ésta por sí sola pudiese ser jamás un delito. Esta sola consideración, que no tratamos ahora de amplificar, daría suficiente materia para un largo tratado de derecho público, y es una de las infinitas pruebas de lo atrasadas que están todavía las ciencias políticas y morales en la culta Europa. La misma consideración basta para que desde luego resulten también patentes dos grandes categorías en la gran masa que forma una emigración, que son la de los proscritos y la de los simples emigrados. Generalmente se confunden, y para los resultados vienen a ser ambas, en efecto, una misma cosa.

Los emigrados se dividen en otras dos clases: la de los que viven en libertad y la de los que viven en depósito.

Nada más triste y monótono que la vida de los emigrados pobres en los depósitos donde los confina la policía del país en que van a refugiarse. Estos depósitos suelen ser, por lo común, lugares de corta población y, por consiguiente, de escasísimos recursos. Yo he recorrido de aficionado algunos de ellos, y jamás olvidaré la impresión de profundo desconsuelo que casi siempre me dejaba el aspecto de tanta miseria, de tanta incuria y, siento decirlo, a veces de tanta degradación. La razón de esto último es muy obvia: generalmente los emigrados que se resignan a quedarse en los depósitos (pues rara vez se les niega la traslación a otros puntos a los que la solicitan, renunciando al socorro que les pasa el gobierno del país) son aquellos a quienes ha dotado la suerte de menos recursos naturales y adquiridos, y aquellos también para quienes más atractivos ofrece la holgazanería. Los que poseen aún caudal o alguna instrucción, y tienen buena voluntad de trabajar pronto consiguen trasladarse a las ciudades, donde, aunque bajo la severísima inspección de la policía, viven de su industria con bastante libertad. Los que se sienten con alguna travesura para sacar el caballo adelante, como suele decirse, viviendo de la trampa en este pícaro mundo, también hallan medio de proporcionarse un campo más fecundo para ejercer sus habilidades que el que presenta la pobretería de los depósitos. Lo que queda en éstos es, por lo general, esa masa inerte de inteligencias lánguidas, de cuerpos indolentes y de bolsas vacías que constituye el gran fondo de toda emigración, sin que entre la multitud de gansos que suelen formar esta gran masa de individuos falten también algunos milanos, cuya misión sobre la tierra es despojar a los primeros de la poca pluma que les ha dejado su mala estrella. Por miserable que sea el lugar en que establece el gobierno (sea el francés, sea el inglés, pues de éstos principalmente hablamos, como que a Francia o a Inglaterra es adonde van siempre a parar las grandes masas de nuestras emigraciones), por miserable que sea, repetimos, el lugar donde establece el gobierno un depósito, al instante como por encanto se alza en él: primero, un café con su mesa o sus mesas de billar; segundo, un garito reservado y tenebroso con abundancia de barajas españolas. Como dice muy bien la Sagrada Escritura, no sólo de pan vive el hombre; en todas partes se observa la verdad de esta sentencia, y señaladamente en los depósitos, donde faltará acaso el pan alguna vez, pero no hay cuidado de que falten las otras cosas de que también vive el hombre, como son el mingo, el as de oros, la copa de aniseta, etc. En esos nidos de miseria que se llaman depósitos, el juego, con todas sus punzantes emociones, reina cual déspota absoluto, lo mismo, más aún que en las más ricas poblaciones, porque allí es la distracción casi única, y en éstas hay otras muchas; el juego es la lepra que devora el escasísimo socorro que da el gobierno a los emigrados en depósito. Así es que sólo viéndolo puede uno formarse idea del grado de pobreza a que llegan en ellos algunos infelices. Yo he conocido en un depósito, que no quiero nombrar, siete emigrados que no tenían entre todos más que un roto pantalón y tres chaquetas; cada uno de ellos se vestía alternativamente un día a la semana, y pasaba los otros seis en la cama. Esto, que me sorprendió, como es natural, era, me dijeron, cosa vulgarísima en los depósitos, siempre chupados, exprimidos hasta el último maravedí por tres o cuatro sanguijuelas que, luego que han hecho su agostillo en un depósito, se van a otro a acabar de llenarse o vaciarse en Burdeos, París o Londres, para volver en seguida a las mismas rapiñas en los mismos sitios.

En los depósitos, la vida del emigrado que se levanta de su cama, es decir, del hombre acomodado, de aquel de quien todos dicen que tiene posibles, viene a ser la siguiente: De su casa, donde una rústica patrona le ha servido el más frugal de los desayunos presentes, pasados y futuros, va al café a leer o a oír leer el periódico o periódicos que se reciben en el pueblo, porque lo que es esto tampoco puede faltar en ningún depósito, aunque jamás se haya visto hasta entonces en todo el distrito más papel impreso que las boletas del recaudador de contribuciones. La hora de la llegada de los emigrados al café coincide siempre con la llegada de los periódicos, de suerte que varía en cada punto; por la lectura de las nouvelles d'Espagne dejaría el emigrado español sus más preciados placeres: lo mismo digo respectivamente de los emigrados de otras naciones, pues cuenta con lo que voy diciendo de nuestros paisanos es aplicable, con levísimas modificaciones, a los polacos, los portugueses y los italianos, únicos pueblos que, con el nuestro, gozan en el día del alto honor de suministrar a Francia e Inglaterra su contingente de emigrados políticos. En todos los hombres el amor de la patria aumenta cuando están ausentes de ella, pudiendo aplicarse a este amor la conocida cuanto ingeniosa seguidilla popular:


El amor que te tengo
parece sombra;
cuanto más apartado
más cuerpo toma.
La ausencia es aire
que apaga el fuego chico
y enciende el grande.

En el corro que forman los emigrados en el café se comentan y amplifican las noticias de España, cometiendo en este comentario y amplificación todas las figuras retóricas que reconoce Hermosilla y muchas más. Allí se explica cómo y por qué donde el periódico, si es de opinión contraria a la de la emigración (lo que rara vez sucede, porque ésta cuida de hacerle trizas si comete tal pecado), donde el periódico, repito, dice blanco debe entenderse que aquello significa negro, ironía sutilísima, pero lícita. Allí, cuando el periódico amigo dice que un lugar de cuarenta vecinos se ha pronunciado en favor del partido emigrado, se entiende y pasa en autoridad de cosa juzgada que toda España se ha levantado como un solo hombre para derrocar la tiranía existente: aplicación feliz de la figura llamada sinécdoque, que consiste en tomar la parte por el todo o, como decía Larra, en tomar una cosa por otra. Con estas inocentes ilusiones conforta el emigrado su decaído espíritu y se aferra más y más en la opinión que le tiene proscrito. Estas ilusiones, aunque a veces hagan sonreír por lo erróneas, nunca, a mí a lo menos, nunca dejan de conmover a quien las oye manifestarse de buena fe: la esperanza, esa última áncora de nuestro corazón en las grandes tribulaciones de la vida, esa dulce y hermosa hermana de la fe, es un bien demasiado precioso para que le hagamos nunca objeto de befa o de desprecio. ¡Respetemos las ilusiones del proscrito! ¡Quién sabe si mañana tal vez esas ilusiones serán las nuestras! Como Damocles tenía siempre suspendida una espada sobre su cabeza, nosotros los españoles, de cualquier partido que seamos, tenemos siempre suspendida sobre las nuestras la perspectiva de una emigración.

Acabada la lectura del periódico, apurados los comentarios, asentado ya como verdad inconcusa que antes de un mes, y esto lo mismo un día que otro, cada emigrado habrá vuelto a su casa (se entiende, los que tengan casa), todos con un grado más, por de contado, para los militares, con un empleo muy superior para los empleados, llenos todos de alegría con tan risueño porvenir, fórmanse unos en cuadros alrededor del billar para que decidan las bolas del orden que ha de seguirse en los tacazos de una guerra o de un chapeau; emprenden otros con el dominó entre dos o tres o cuatro, robado o no robado; éstos, los que carecen de metálico y de crédito en la plaza, se sientan en los banquillos laterales para representar el desairado papel de mirones, y aquéllos, los Rothschilds del depósito, se encaminan con grave y reposado continente, muy embozados en sus capas, a la casa donde está establecido el monte. ¿A qué describir el local? Aunque es claro que lo que vamos refiriendo pasa fuera de España, para nuestro propósito es lo mismo que si pasara dentro, pues donde quiera que se juntan dos españoles, allí está España, es decir, allí están los hábitos, gustos y carácter de España. El garito en cuestión es, pues, el mismo exactamente que puede verse en la calle de *** en Madrid, o más bien en cualquier pueblo de provincia donde hay guarnición; el mismo tapetillo verde, los mismos naipes mugrientos, el mismo humazo pestilente, las mismas caras morenas, enjutas y muy barbadas. A falta de fascinadoras onzas de oro y doblillas francesas sobre el tapete verde, aparecen y desaparecen en él con suma rapidez puñados de calderilla, tal cual franco, un napoleón de cuando en cuando, y en fin..., sí, señores, lo digo porque lo he visto, un par de calcetines llenos de puntos, un corbatín raído, un par de botas viejas, y aun también ¡oh pudor!, una espada que acaso brilló algún día con gloria en las batallas. Lo que no se juega en un depósito de emigrados no se juega en ninguna parte, y sabido es que un verdadero jugador pondría su alma sobre la sota de copas contra medio duro. Lo que es su patrona, en caso de no ser excesivamente vieja, fea y dura de corazón, no hay jugador en depósito y sin dinero que no la haya jugado y perdido más de diez veces. El juego dura hasta la hora de comer, que también varía según las provincias: lo común en los depósitos es comer temprano, a la española, y todos juntos, a lo pobre. En este punto el triste emigrado pasa mil trabajos; acostumbrado al buen trato que nos damos en España, donde el refrán popular que el estómago es lo primero, las patatas inglesas, las judías fatales, el mezquino y ético bouilli de franceses, miserable parodia de nuestro sustancioso puchero, son el constante objeto de las maldiciones del emigrado español, siempre bamboleado entre el hambre y el cólico. Lo general en Francia y en Inglaterra entre la clase acomodada es comer a las seis de la tarde; pero la gente que vive del trabajo manual, lo mismo que los lugareños, comen a las doce o a la una, método más racional que el que ya vamos copiando de los extranjeros, en cuanto supone que no se hace del día noche, y viceversa. Claro está que para comer a esa hora es preciso haberse levantado temprano y haber disfrutado, por consiguiente, de esa hermosa luz del sol que, según todas las apariencias, hizo Dios para alumbrar nuestra vigilia más bien que nuestro sueño. El emigrado, pues, como hemos dicho, come en los depósitos a la hora del pueblo, es decir, alrededor de la una. Luego, fiel a los recuerdos de su patria, duerme la siesta; luego, en virtud de la misma fidelidad, da su paseo corriente, a media tarde vuelve al juego, y así pasa su vida lo mismo un día que otro, que es lo que llamaría nuestro Mariana en su enérgico lenguaje una holgazanería miserable. Adviértase que hablo de lo que sucede en general. Esta pintura, harto fiel por desgracia, tiene muchas y muy honrosas excepciones. Oficiales, y aun generales emigrados, he conocido que emigraron poseyendo por único caudal de conocimientos la Ordenanza militar y el Tratado de equitación, y a quienes son familiares en el día los más recientes adelantos hechos en el arte de la guerra. Con decir que algunos de estos dignos militares han estado o están en depósitos, dicho se queda que el cuadro que poco antes he bosquejado pinta sí a la mayoría, pero no a la universalidad.

Una regla que no tiene excepción, digámoslo con orgullo, es ésta: entre todos los emigrados, tanto en Francia como en Inglaterra, los españoles se han distinguido por su resignación en los trabajos, su obediencia a las leyes y su profunda y sincera gratitud a sus bienhechores. Al paso que los emigrados de otros países han solido desconocer su situación hasta el punto de ser un objeto de continua inquietud para las autoridades y del descontento mal disimulado de los pueblos, los españoles, lo repito, han sido modelos de su misión y decoro, de suerte que, aun prescindiendo de algunas otras ventajas de que más adelante hablaremos, que han producido entre algunos males de que también haremos mención, las últimas emigraciones políticas han traído para España la de dar a conocer el noble y pundonoroso carácter de sus hijos, bastante desconocido hasta la época actual; así es que los emigrados españoles son mirados en todas partes entre los demás con particular predilección. Muchísimo tiene que agradecer, es verdad, sobre este punto a la generosa conducta observada por el gobierno de Carlos IV y por los particulares españoles, señaladamente por el alto clero, con los refugiados franceses durante los furores de su revolución, porque ha provocado la constante correspondencia del gobierno y del pueblo francés con los nuestros, sin distinción de colores ni de opiniones y sin considerar amigos ni enemigos. Este es el signo más visible de una civilización adelantada, y el propio y verdadero carácter de la nacionalidad bien entendida; pues al paso que se ejerce una virtud internacional, se sacan sin sentir inmensas utilidades y se esparcen grandes riquezas que nada cuestan a los gobiernos ni a los pueblos.

Del sombrío cuadro que arriba hemos bosquejado pasemos a otro que viene a ser su antípoda. La escena es en París; son las doce de la mañana, una de las rigurosas de invierno. En una pieza deliciosamente amueblada del hotel de Castilla, delante de una chimenea de mármol blanco cubierto de terciopelo carmesí con rapacejos de seda, todo claveteado de tachuelas de oro, y brillante con una magnífica lumbrada, están sentados cuatro hombres de diferentes edades y cataduras; pero todos vestidos con la última elegancia, alrededor de un veladorcito de laca, sobre el cual se ven todavía los restos de un delicadísimo almuerzo. Llévaselos un mozo con todas las apariencias de un señor, y él mismo trae y pone sobre la mesa una bandeja en que vienen una tetera de metal inglés, lustrosa como la plata, café, chocolate y tazas adecuadas a cada uno de estos líquidos digestivos; un cajón de excelentes vegueros de la Vuelta de Abajo, verdadera basura habanera, llega en manos del mozo, que lo baja de encima de un secretaire estilo rocaille, y acaba de llenar el velador. Vase el mozo, elige y enciende cada uno de los convidados su cigarro después de haber tomado té, café o chocolate, y prosigue entre los cuatro en nuestra hermosa lengua castellana una interesante y profunda discusión sobre el mérito respectivo de las españolas y de las francesas. Estos cuatro personajes no son ni más ni menos que cuatro emigrados y, sin embargo, encima de la chimenea se ven todavía con sus fajas el Diario de los Debates, la Prensa, el Siglo y otros periódicos políticos franceses, igualmente que alguno de los nuestros: el Heraldo, la Posdatam, etcétera; sólo están desplegados y sin duda leídos, el Diario de los Teatros, un periódico de modas y el mordaz Charivari. Esta indiferencia o desdén a la política es el rasgo que más distingue al emigrado rico del pobre, y la razón es sencilla. No es, ciertamente, porque sean unos más o menos patriotas que otros, sino porque para el rico la emigración es un mal muy llevadero, cuyo término no siempre desea con gran vehemencia, al paso que para el pobre es una situación llena de amargura: salir pronto de ella es su sueño de todos los días, de todas las horas, de todos los minutos. Esta es una prueba más de la falsedad que envuelve esa supuesta igualdad ante la ley que nos imaginamos haber conseguido y disfrutar como una gran conquista. El mismo castigo impuesto a dos hombres es para uno insignificante, para otro, durísimo. Esta decantada igualdad es la más monstruosa de las desigualdades y, por consiguiente, de las injusticias. Sin manifestarlo con una impaciencia febril de leer las noticias de España, el emigrado rico abriga, no obstante, en su corazón un vivo apego a las cosas de su patria; así vemos a los cuatro felices proscritos que acaban de desayunarse, salir, acabada su conversación (y sustituida ya a la elegante bata del anfitrión una levita forrada de ricas pieles), y encaminarse por el boulevard a una Puerta del Sol imaginaria improvisada en la plaza Vendôme, donde encuentran a varios amigos paisanos con quienes forman bullicioso corro. Es la hora a que pasan por aquella hermosa calle muchedumbre de coches y de jinetes que van al bosque de Bolonia, y de parejas pedestres que se encaminan al jardín de las Tullerías. No pasa buena moza a quien no se le eche disimuladamente algún requiebro a la española. «Allí se fuma, de allí se baja al prado (vulgo las Tullerías); allí se decide a qué restaurador se irá a comer, en qué teatro se empezará la noche, a cuál soirée se irá después... Porque, digámoslo ya, en fin, y nos excusaremos llevar más adelante este bosquejo: el emigrado rico en todas partes es perfectamente recibido. En realidad no tiene de emigrado más que el nombre: su vida es en todo la misma que la del viajero rico de su mismo país. Ya entra en una categoría aparte que merece también su descripción especial, porque se diferencia enteramente de la del emigrado, cual es la del español fuera de España. Por eso deben omitirse aquí muchas observaciones críticas que ocurren, y que sería injusto aplicar al emigrado, no recayendo sobre cualidades esencialmente propias de esta clase. El principal carácter del emigrado en general, que es el anhelo por volver a su patria, falta en el emigrado rico; fáltale también el aislamiento entre los suyos, la exclusión de todo trato con los representantes del gobierno y de su país y aun con todas las personas de distinta comunión política, que tan altamente caracteriza al emigrado.

¿Qué le queda, pues, de tal? Nada más que el nombre; ningún rasgo propio esencial le distingue de cualquier otro español no emigrado y ausente de su patria fuera del hecho material de no volver a ella. No debemos, pues, ocuparnos en él en este artículo más que como lo hemos hecho, es decir, más que por mera fórmula de recordación. Por lo mismo me abstendré de pintar al falso emigrado que hace de su usurpado título un recurso para estafar a sus paisanos. Este emigrado no es más que una variedad del caballero de industria, otro de los tipos que también merecen pintarse y en el que no renuncio a emplear mi tosco pincel; porque son tantos y tan curiosos los que me ha deparado la suerte adversa, que, sin más que apuntar unas cuantas figuras de las que más impresas se me han quedado, verá el lector cosas que le maravillarán.

Hasta aquí sólo he hablado del emigrado soltero o, a lo menos, que no lleva consigo su familia, si la tiene, que es, como naturalmente debe ser, la clase más numerosa; pero fuerza es decir algo también del emigrado con una mujer e hijos. Éste, si no es rico, en cuyo caso tenemos, lo mismo que antes dije, una familia fuera de las duras condiciones características de la emigración, es, sin disputa, el emigrado más digno de interés y lástima. Rara vez el emigrado de esta especie se fija en un depósito; rara vez también deja de añadir al socorro del gobierno el producto de alguna honrada industria: aunque nunca haya sido apto para nada, aunque nunca haya hecho ni creído poder hacer otra cosa más que cumplir bien o mal las obligaciones de su destino, la necesidad, que, como todos saben, tiene cara de hereje, le fuerza a trabajar. En esto se distingue esencialmente del emigrado soltero, el cual, por lo común, se abstiene prudentemente de toda ocupación que pueda redituarle algún provecho. El trabajo a que más generalmente se dedica el emigrado con familia es a dar lecciones de español o a traducir para los libreros que comercian con nuestras antiguas colonias de América: así están inundadas de traducciones increíbles; las hay tan sublimemente desatinadas, que merecerían estamparse con letras de oro para delicia de las personas de buen humor.

La casa del emigrado con familia es el punto de reunión por las noches de todos los emigrados del pueblo, o, cuando menos, del barrio, si se halla en París o en una ciudad grande. Allí se forma una verdadera tertulia, con su murmuración, sus amoríos, su poquito de mala música y aun de baile de cuando en cuando. A estas tertulias suele asistir algún indígena que aspira a llegar a poseer la especialidad española en la literatura de su país, estudiando la lengua, el colorido local, las costumbres de los españoles; pero es preciso que tenga mucha magnanimidad para resignarse a oír con indiferencia las mil pestes que probablemente dirán de las cosas de Francia aquellos mismos que tan humana acogida están recibiendo en esta hospitalaria nación. Sólo una docilidad a toda prueba y una grandísima despreocupación pueden granjear al extranjero el honor de ser visto sin desagrado como individuo o tal vez de ser positivamente excluido de la susodicha tertulia española y emigrada.

Otras variedades hay del tipo emigrado, pero muy secundarias y que poco o ningún carácter general presentan al observador, pues lo que tienen les son comunes con el otro tipo arriba indicado del español fuera de España, tipo que no renunciamos a bosquejar.

Terminaré este artículo con algunas consideraciones, de las que prometí al principio, sobre las ventajas e inconvenientes de las emigraciones.

Las emigraciones políticas ¿son un bien o un mal para el país de donde salen y en que se repiten de tiempo en tiempo? Esta es la primera pregunta que se hace a sí mismo el hombre que piensa, sobre todo cuando ya no es emigrado, porque claro está que, mientras dura su emigración, la tiene de cierto por un mal, sobre todo si escasea de dinero. Mas lo que parece ofrecer poca duda es que si en el mundo no hubiera habido emigraciones, la marcha de la civilización habría sido mucho más lenta y probablemente menos segura; porque no hay emigrado, por rudo y desaplicado que sea, que no haya hecho voluntariamente o por fuerza una multitud de observaciones y comparaciones, que a su vuelta aplica o comunica con cierta vanidad a sus amigos y compatriotas. El uno observa el progreso o atraso de las artes mecánicas; el otro, las costumbres domésticas y familiares; éste se pone a traducir mal o bien los libros que cree pueden ser útiles o por lo menos venderse en su patria. Algunos estudian los métodos más aventajados en tal o cual ramo de industria o de la agricultura; no pocos se dedican a enseñar su propia lengua, y la estudian al mismo tiempo; otros siguen los cursos de enseñanza establecidos en los pueblos donde la suerte o su situación particular les permite residir; varios aprenden un oficio a que tal vez tenían inclinación cuando eran jóvenes, o de que poseían ya algunas nociones elementales; quién hace valer las habilidades que aprendió por sólo recreo, y enseñándolas se perfecciona en ellas; quien adquiere aplicación al trabajo, cuando antes era un haragán de por vida; los más leen una multitud de libros o periódicos que probablemente no hubieran hojeado jamás si hubiesen permanecido en su país; todos aprenden bien o mal un idioma que ignoraban la mayor parte de ellos; no hay uno que no adquiera por fuerza el hábito de la economía doméstica y el convencimiento de la inutilidad de muchas que él tenía por necesidades indispensables; y, por último, ninguno deja de pensar en su país a cada cosa buena que ve en el que accidentalmente se encuentra, y que no desee llevar o introducir para bien de su patria, siendo, a nuestro entender, las emigraciones, uno de los mayores estímulos al verdadero patriotismo, como que en general todo emigrado ama más a su patria cuando nunca había salido de ella.

Verdad es que contra esta última reflexión acostumbran oponerse algunos que con la emigración suele, si no perderse, a lo menos debilitarse eso que han dado en llamar nacionalidad. Pero antes de decidir esta cuestión nos parece que convendría ponernos de acuerdo sobre lo que se entiende y debe entenderse por esta palabra, que la mayor parte confunden con el patriotismo. Si por nacionalidad se entiende esa manía de aborrecer a todas las naciones extranjeras, como hicieron los judíos desde que se escaparon de Egipto y se reunieron por primera vez en cuerpo de nación, obedeciendo al pie de la letra lo que les decía la ley de Moisés, a saber: «Las naciones extranjeras que no adoran al verdadero Dios no son nada para él: vosotros debéis sujetarlas y exterminarlas». Semejante nacionalidad ni la queremos ni la deseamos para España ni para ningún otro pueblo del mundo. Si se entiende también por esta voz aquella bárbara y grandiosa resolución, que se atribuye a los romanos casi desde la cuna de su imperio, de dominar a todo el mundo conocido, sin perdonar para ello la violencia, ni la astucia, ni la traición, arrogándose el derecho de matar o hacer esclavos a los vencidos y cumpliendo ferozmente el precepto de las doce tablas que dice: Adversus hostem (hostis aquí quiere decir extranjero) perpetua auctoritas esto, tampoco nos acomoda una nacionalidad que jamás ha producido ni tenido otro origen que la injusticia. Y, por último, si por nacionalidad se entiende lo que hasta ahora han entendido, y parece que siguen entendiendo, los ingleses y los rusos es decir, el derecho de valerse de la fuerza para usurpar y hacer suyo todo lo que puedan adquirir sin gran peligro, esa nacionalidad es detestable como el robo y la piratería. Así hemos visto a Inglaterra ejercerla constantemente sobre todo el globo, despojando a casi todas las naciones, muy particularmente a la nuestra, de las posesiones que habíamos adquirido legítimamente en ambos hemisferios; y así vemos a la Rusia absorber poco a poco lo que ya quedaba de la nacionalidad polaca, al paso que va minando la nacionalidad turca.

No es así como nosotros quisiéramos que se entendiese la nacionalidad española, sino como quiso que la entendiera el espíritu del cristianismo desde su aparición sobre la tierra; es decir, procurando mirar, como hermanos a todos los demás hombres, sin perjuicio de que cada nación procure tener entre todos los individuos que la componen identidad de ideas y de intereses, así materiales como morales. Cuanta mayor unidad haya en estos tres caracteres esencialmente constitutivos, más firme, más compacta y vigorosa será la nacionalidad. Hay gentes tan estrechas en sus ideas o tan mezquinas en sus juicios, que con sólo ver que los emigrados, y particularmente aquellos contra quienes están mal prevenidos, vuelven a su patria con distinto traje del que en ella se acostumbra, o prefiriendo esta o la otra manera de comer o de estar en visita, al momento pronuncian el anatema de que el tal o la tal han perdido su nacionalidad, y gracias sí no propalan caritativamente que se han desmoralizado del todo. Como si la nacionalidad ni la moralidad consistiesen en la forma de un sombrero o en comer a las cinco o a la una de la tarde. Ese modo de calificar las nacionalidades sólo probarla que desde que dejamos de usar las anguarinas y las calzas atacadas hemos perdido el carácter de españoles.

No por eso negaremos que ha habido, hay y habrá muchos emigrados, y aun simples viajeros, para quienes la estación más o menos prolongada en extraños países no es otra cosa que una escuela de imitaciones pueriles o ridículas, un pretexto para despreciar o hacer despreciable su propio país, y un modelo tal vez de vicio y corrupción que acaso no hubiera tenido la desgracia de copiar no habiendo salido de su patria. Admitimos también y vemos con harta pena, muchos fatuos que desde que un sastre los viste a la francesa o a la inglesa ponen todo su conato en remedar no los usos, sino hasta los movimientos, las frases más o menos estropeadas y, en general, todos los defectos visibles con que les parece que llevan escrita en la frente la noticia de que han viajado por tal o cual país; que no repararán en traducir malditamente las expresiones más usuales, haciendo un potaje casi ininteligible de la lengua ajena y de la propia, en términos de no dejar la menor duda al hombre inteligente que los escucha de que no han aprendido la una y han procurado olvidar la otra. Pero ¿qué especie de gente son las que se hacen notar por este defecto, y cuántos podrán contarse en cada emigración? Desde luego, nos atrevemos a asegurar que no hay uno por ciento en quien se eche de ver semejante ridiculez, al paso que podríamos citar muchísimos a quienes ha servido de mucho el conocimiento más perfecto que han adquirido de un idioma extraño para limar y corregir el suyo, y sobre todo para estimarle más y más en fuerza de la comparación. Lo que nos parece un axioma es que, para saber amar a la patria y para aprender a servirla, es menester haber salido de ella, pero con instrucción anticipada, sin que a esto deje de haber algunas honrosas excepciones...

¡Ojalá que tantas ventajas de las emigraciones no sufriesen una dura compensación en la masa del numerario, que necesariamente obligan a extraer estas peregrinaciones forzadas, a que tanta frecuencia están dando lugar nuestras discordias políticas y los efímeros triunfos de los partidos!...

Pero ¿se inferirá de lo dicho que, pues las emigraciones ocasionan tantas ventajas y sólo producen en nuestro sentir un solo perjuicio, deben los gobiernos promoverlas, o cuando menos no economizarlas? No, de ninguna manera; pues, a pesar de ser evidentísimo cuanto acabamos de exponer, a nadie más que a los mismos gobiernos interesa evitar las ocasiones de que se repitan semejantes desgracias. Lo primero, porque las emigraciones, lejos de ser un signo de fuerza de la autoridad pública, denuncian, por el contrario, su propia debilidad, y tal vez también la de las leyes. Lo segundo, porque siempre presuponen una grande injusticia, como que nadie podrá persuadirse de que un número tan crecido de hombres que a veces llegan a exceder de diez, de quince o veinte mil puedan ser todos criminales. Lo tercero, porque, como ya hemos repetido dos veces, son una señal infalible de que el Gobierno está supeditado por la opinión, no del pueblo -esto sería generalmente un bien-, sino por el capricho, la ignorancia y las malas pasiones del populacho o, lo que es lo mismo, de la hez de la sociedad. Lo cuarto, porque se desacredita y pierde su consideración con las potencias extranjeras un Gobierno cuyos súbditos tienen que huir por no encontrar protección ni en los tribunales ni en las leyes de la suya propia. Y, por último, porque, repetimos, las emigraciones son un signo de debilidad, así como las amnistías son una señal de fuerza y de confianza en su derecho.

¡Plegue a Dios que estas ligeras reflexiones sirvan, a lo menos, para excitar otras más profundas en los que sepan hacerlas, y sobre todo para poner término a la ferocidad de los partidos, ya que todos ellos han sido alternativamente víctimas o verdugos de las opiniones que les eran contrarias!






ArribaAbajoDuque de Rivas


ArribaAbajoEl hospedador de provincia

¿Quién podrá imaginar que el hombre acomodado que vive en una ciudad de provincia o en un pueblo de alguna consideración, y que se complace en alojar y obsequiar en su casa a los transeúntes que le van recomendados o con quienes tiene relación, es un tipo de la sociedad española, y un tipo que apenas ha padecido la más ligera alteración en el trastorno general, que no ha dejado títere con cabeza? Pues sí, pío lector; ese benévolo personaje que se ejercita en practicar la recomendable virtud de la hospitalidad, y a quien llamaremos el hospedador de provincia, es una planta indígena de nuestro suelo que se conserva inalterable, y que vamos a procurar describir con la ayuda de Dios.

Recomendable virtud hemos llamado a la hospitalidad, y recomendada la vemos en el catálogo de las obras de misericordia siendo una de ellas dar posada al peregrino, y otra dar de comer al hambriento. Esto basta para que el que en ellas se ejercite cumpla con un deber de la humanidad y de la religión, y desde este punto de vista no podemos menos de tributar los debidos elogios al hospedador de provincia. Pero, ¡ay!, que si a veces es un representante de la provincia, es más comúnmente un cruel y atormentador verdugo del fatigado viajero, una calamidad del transeúnte, un ente vitando para el caminante. Y lo que es yo, pecador, que escribo estos renglones, quisiera cuando voy de viaje pasar antes la noche al raso o en un pastoril albergue que la guerra entre unos robles lo olvidó por escondido o lo perdonó por pobre que en la casa de un hacendado de lugar, de un caballero de provincia o de un antiguo empleado que haya tenido bastante maña o fortuna para perpetuarse en el rincón de una administración de rentas o de una contaduría subalterna.

Virtud cristiana y recomendada por el catecismo es la hospitalidad, pero virtud propia de los pueblos donde la civilización ha hecho escasos progresos. Así se ve que los países semisalvajes son los más hospitalarios del mundo, y se sabe que en la infancia de las sociedades la hospitalidad era no sólo una virtud eminente, sino un deber religioso, indeclinable, y de que nacían vínculos indisolubles entre los individuos, entre las familias y entre los pueblos.

La hospitalidad de los españoles en los remotos siglos está consignada en las historias, es proverbial; y que no han perdido calidad tan eminente, y que la ejercitan con las modificaciones, empero, que exigen los tiempos en que vivimos, es notorio, pues que los que la practican merecen con justa razón ser considerados cual tipos peculiares de nuestra sociedad, como verá el lector benévolo que tenga la paciencia de concluir este artículo. Artículo que nos apresuramos a escribir, porque pronto la facilidad de las comunicaciones, la rapidez de ellas, lo que crecen los medios de verificarlas y el aumento y comodidad que van tomando las posadas, paradores y fondas en todos los caminos de España, disminuirán notablemente el número de hospedadores de provincia, o burlarán su vigilancia e inutilizarán su bienintencionada índole, o modificarán su cristiana y filantrópica propensión, hasta el punto de confundirlos con la multitud que ve ya con indiferencia, por la fuerza de la costumbre, atravesar una y otra rápida, aunque pesada y colosal diligencia por las calles de un pueblo, o hacer alto un convoy de cuarenta galeras en el parador de la plaza de su lugar.

El tipo, pues, de que nos ocupamos es conocidísimo de todos mis lectores que hayan viajado, ya hace cuarenta años, en coche de colleras o en silla de posta con compañero a partir gastos, ya ahora en diligencia, en galera o a caballo, agregados al arriero. Porque ¿cuál de ellos en uno u otro pueblo del tránsito no habrá encontrado uno de estos tales, que andan en acecho de viajeros y en espera de caminantes para obsequiarlos? ¿Cuál de ellos no habrá sido portador de una de esas cartas de recomendación, que como a nadie se niegan, se le dan a todo el mundo? ¿Cuál de ellos, en fin, o por su particular importancia o por sus relaciones en el país que haya atravesado, no habrá tenido un obsequiador? Sí; el hospedador de provincia es conocido por todos los españoles y por cuantos extranjeros han viajado en España.

Va uno en diligencia a Sevilla a despedir a un tío que embarca para Filipinas, o a Granada, a comprar una acción de minas, o a Valladolid, o a Zaragoza a lo que le da la gana, y tiene que hacer los forzosos altos y paradas para comer y reposar. Y he aquí que apenas sale entumecido de la góndola, y maldiciendo el calor o el frío, el polvo o el barro, y deseando llenar la panza de cualquier cosa y tender la raspa en cualquier parte las tres o cuatro horas que sólo se conceden al preciso descanso, se presenta en la posada el hospedador solícito que, al cruzar el coche, conoció al viajero o que tuvo previo aviso de su llegada, o porque el viajero mismo cometió la imprudencia de pronunciar su nombre al llegar al parador, o porque hizo la sandez de hacer uso de la carta de recomendación que le dieron para aquel pueblo. Advertido, en fin, de un modo u otro, llega, pues, el hospedador, hombre de más de cuarenta años, padre de familia y persona bien acomodada en la provincia, preguntando al posadero por el señor don F., que viene de tal parte y va a tal otra. El posadero pregunta al mayoral y éste da las señas que se le piden, y corre a avisar al viajero que un caballero amigo suyo desea verlo. Sale al corredor o al patio el cuitado viajero, despeluznado, sucio, hambriento, fatigado, con la barba enmarañada si es joven y la deja crecida, o con ella blanquecina y de una línea de larga si es maduro y se la afeita, con la melena aborrascada si es que la tiene, o con la calva al aire si es que se la oculta y esconde artísticamente, o con la peluca torcida si acaso con ella abriga su completa desnudez, y lleno de polvo si es verano, y de lodo si es invierno, y siempre mustio, legañoso e impresentable. Y se halla frente a frente con el hospedador, vestido de toda etiqueta con el frac que le hicieron en Madrid diez años atrás, cuando fue a la jura, pero que se conserva con el mismo lastre con que lo sacó de la tienda, y con un chaleco de piqué que le hizo Chassereau cuando vino el duque de Angulema y un cordón de abalorio al cuello y alfiler de diamantes al pecho y guantes de nuditos; en fin, lo más elegante y atildado que ha podido ponerse, formando un notable antítesis con el desaliño y negligente traje del viajero.

No se conocen, pero se abrazan, y en seguida el hospedador agarra del brazo al viajero y le dice con imperioso tono: «Venga, señor don Fulano, a honrarme y a tomar posesión de su casa». El viajero le da gracias cortésmente y le manifiesta que está rendido, que está impresentable, que no se detiene la diligencia más que cuatro horas; pero el hospedador no suelta presa, y después de apurar todas las frases más obligatorias y de prohibir al posadero que dé a su huésped el más mínimo auxilio, se lo lleva trompicando por las mal empedradas calles del lugar a su casa, donde ya reina la mayor agitación preparando el recibimiento del obsequiado.

Salen a recibirlo al portal la señora y las señoritas con los vestidos de seda que se hicieron tres años atrás cuando fueron a la capital de la provincia a ver la procesión del Corpus, y la mamá con una linda cofia que de allí la trajo la última semana el cosario, y las niñas adornadas sus cabezas con las flores de mano que sirvieron en el ramillete de la última comida patriótica que dio la milicia del pueblo al señor jefe político. Y madre e hijas con su cadena de oro al cuello formando pabellones y arabescos en las gargantas y turgentes pecheras, llevando además las manos empedradas de sortijones de grueso calibre. Queda el pobre viajero corrido de verse tan desgalichado y sucio entre damas tan atildadas, por más que le retoza la risa en el cuerpo notando lo heteróclito de su atavío; y haciendo cortesías, y respondiendo con ellas a largos y pesados cumplimientos, lo conducen al estrado y lo sientan en el sofá, cuando él deseara hacerlo a la mesa. Al verse mi hombre en tal sitio, vuelve a pensar en su desaliño y desaseo, y trasuda, y pide que le dejen un momento para lavarse, y... pero en vano: el obsequiador y su familia le dicen que está muy bien, que aquélla es su casa, que los trate con franqueza, y otras frases de ene que ni quitan el polvo, ni atusan el cabello, ni desahogan el cuerpo, pero que manifiestan que está mal, que aquélla no es su casa, y que no hay ni asomo de franqueza.

Entran varios amigos y parientes del obsequiador, el señor cura y otros allegados; nuevos cumplimientos, nuevas ofertas, nuevas angustias para el viajero. Llena la sala de gente, el hospedador y su esposa desaparecen para activar las disposiciones del obsequio. Y mientras retumba el abrir y cerrar de antiguas arcas y alacenas, de donde se está sacando la vajilla, la plata tomada y la mantelería amarillenta, resuenan los pasos de mozos y criadas que cruzan desvanes y galerías, y se oyen disputas y controversias, y el fragor de un plato que se estrella y de un vaso que se rompe, y el cacareo de las gallinas a quienes se retuerce a deshora el pescuezo, y se percibe el chirreo del aceite frito, perfumándose la casa toda con su penetrante aroma. Una de las niñas de casa se pone a tocar un piano. Pero ¡qué piano, ánimas benditas... qué piano! La fortuna es que, mientras cencerrean sus cuerdas sin compás ni concierto una pieza de Rossini, que no la conociera la misma Colbran que sin duda no se le debe despintar ninguna de las de su marido; el señor cura está discurriendo sobre la política del mes anterior con el pobre caminante, que daría por haber ya engullido un par de huevos frescos, y por estar roncando sobre un colchón toda la política del universo.

Concluye la sonata, y un mozalbete, que es siempre el chistoso del pueblo, toma la guitarra y canta las caleseras, y luego hace la vieja con general aplauso, y luego, para que se vea que también canta cosas serias y de más miga, entona, tras de un grave y mesurado arpegio, la Atala, el Lindoro y otra pieza de su composición. Y gracias a que saltaron la prima y la tercera, y a que no hay ni en la casa, ni en la del juez, ni en la del barbero, ni en la botica, ni en todo el pueblo, cuerdas de guitarra, aunque se le han encargado ya al arriero, que cesa la música súbitamente con gran sentimiento de todos y pidiendo repetidos perdones al viajero, que está en sus glorias, creyendo que este incidente dará fin al sarao y apresurará la llegada de la cena. Pero está en el salón el hijo del maestro de escuela, que acaba de llegar de Madrid, y que representa maravillosamente imitando a Latorre, a Romea y a Guzmán, y todos a una voz le piden un pasillo. Él se excusa con que está ronco, con que se le han olvidado las relaciones, porque hace días que no repasa sus comedias y con que no está allí su hermana, que es la que sale con él para figurar. Pero insisten los circunstantes. Y ya el cómico titubea, anheloso de gloria. Y al verle poner una silla en medio del estrado, para que le sirva de dama, una de las señoritas de la casa, por mera complacencia, se presta a hacer el papel de la silla y se pone de pie entre el general palmoteo. «¡Silencio, silencio!», gritan todos. Los criados y criadas de la casa, y hasta los gañanes y mozos de la labor, se agolpan solícitos a la puerta de la sala; las personas machuchas que rodean al obsequiado le dicen sotto voce: «¡Verá usted qué mozo, verá usted qué portento!». Y el hijo del maestro de escuela, con, tono nasal y recalcado, sale con una relación del Zapatero y el rey, estropeando versos y desfigurando palabras, y con tal manoteo y tan descompasados gritos, que el auditorio, nemine discrepante, le proclama el Roscio, el Talma, el Máiquez de la provincia. Piden en altas voces otro paso, y el actor se descuelga con un trocito del Guzmán, que tiene igual éxito. Y porque está ya ronco y sudando como un pollo, se contentan los concurrentes con que les dé por final algo de la Marcela. Concluida la representación, cree el obsequiado que cesará el obsequio, y en verdad que fuera razón. Pero como aún no está lista la cena, el obsequiador y su esposa, que ya han concluido el tomar disposiciones, y que ya han dejado sus últimas órdenes a la cocinera y al ama de llaves, vuelven al salón. Y empiezan a enredar en laberinto de palabras al huésped, contándole lo bueno que estaba el pueblo el año pasado y lo mucho que se hubiera divertido entonces, porque había un regimiento de guarnición, con una oficialidad brillante. El soñoliento, hambriento y fatigado viajero bosteza y responde con monosílabos, y pregunta de cuando en cuando: «¿Cenaremos pronto?». Y el patrón le dice: «Al instante», y sigue contándole cómo se hicieron las últimas elecciones, los proyectos que tiene el actual alcalde de hermosear la villa, y otras cosas del mismo interés para el viajero, cuando ve entrar al sobrino del señor cura, y en él un ángel que le ayude a divertir al obsequiado mientras llega la cena, que se ha atrasado porque el gato ha hecho no sé qué fechoría allá en la cocina. Efectivamente, el sobrino del señor cura es poeta, improvisa, y en dándole pie, se está diciendo décimas toda una noche.. Entra en corro; las señoritas de la casa hacen el oficio de la fama patentizando al huésped su clase de habilidad. Todos le rodean, le empiezan a dar pie, y él arroja versos como llovidos. Ya no puede más el cuitado viajero; ¡qué desfallecimiento, qué fatigas, que vahídos!... Cuando, afortunadamente, vuelve a la sala la señora, que salió un momento antes a dar la última mano al obsequio, y dice: «Vamos a cenar, si usted gusta, caballero». «¡Santa palabra!, grita la concurrencia, y todos se dirigen al comedor.

¡Espléndida, magnífica cena! Veinte personas van a devorarla, y hay ración para ciento. ¡Qué botellas tan cucas, de vidrio cuajado, con guirnaldas de florecitas y letreros dorados que dicen viva mi dueño, viva la amistad! Una gran fuente redonda ostenta, entre cabezas de ajos y abultadas cebollas, veinte perdices despatarradas y aliabiertas, cuál boca abajo, cuál panza arriba, cuál acostadita de lado, dando envidia al aburrido viajero. En otra gran fuente ovalada campean seis conejos descuartizados, prolijamente; allá perfuman el ambiente con su vaho veinticuatro chorizos fritos; acullá exhala el aroma del clavo y de la canela ochenta albondiguillas como bolas de billar. ¡Qué de menestras! ¡Qué de ensaladas! Servicio estupendo, aunque muchas cosas están ahumadas, otras achicharradas, casi todo crudo por la prisa, y todo frío por el tiempo que se ha tardado en colocarlo en simetría grotesca.

Náuseas le dan al pobre viajero de ver ante sí tanta abundancia, y más cuando todos le hostigan a que coma sin cortedad, porque no hay más, y cuando la señora y las niñas de casa le dan cada una con la punta del tenedor su correspondiente finecita, y cuando el hospedador le insta a repetir y comer con toda confianza y se aflige de lo poco que se sirve, olvidando que


comer hasta matar el hambre es bueno
y hasta matar al comedor es malo

Mas ¿quién encaja este axioma en la mollera de un hospedador de provincia, por más que lo recomiende Quevedo?...

Los platos se suceden unos a otros como las olas al mar embravecido: al de las perdices, arrebatado por una robusta aldeana alta de pechos y ademán brioso, le sustituye otro con un pavo a medio asar, al de los conejos, levantado por los trémulos brazos arremangados de una viejezuela, otro con un jamón más salado que una sevillana. Y ocupa el puesto de los chorizos la fruta de sartén, y el de las menestras, mostillo, arrope, tortas, pasas, almendrucos, orejones, y fruta, y calabazate, y leche y cuajada y natillas, y... ¡qué sé yo! Aquello es una inundación de golosinas, un aluvión de manjares que parece va a añadir una capa más a nuestro globo. Y ya circula un frasco cuadrado y capaz de media azumbre de mano en mano, derramando vigorosísimo anisete. Y el cantor de la tertulia entona patrióticas, y el poeta improvisa cada bomba que canta el misterio, y el declamador declama trozos del Pelayo y la señora de la casa se asusta porque su marido el hospedador trinca demasiado y luego padece de irritaciones, y las señoritas fingen alarmarse porque hay un chistoso que dice cada desvergüenza como el puño, y todo es gresca, broma, cordialidad y obsequio, cuando, por la misericordia de Dios, la voz ronca del mayoral, gritando en el patio: «Al coche, al coche; hemos perdido más de una hora; no puedo esperar más» viene a sacar al viajero de aquel pandemonium, donde a fuerza de obsequios lo tienen padeciendo penas tales que en su cotejo parecerían dulces las de los precitos.

El amo de la casa aún defiende su presa en los últimos atrincheramientos. Empieza por decirle con voz de cocodrilo que deje ir el coche, que en la góndola venidera proseguirá el viaje. Pero como halla una vigorosa repulsa, tienta al mayoral de todos los modos imaginables: con halagos, con vino, con aguardiente, con dinero, en fin, y nada, el mayoral se mantiene firme contra tantas seducciones; y salva a su viajero, y lo saca de las manos del hospedador, como el Ángel de la Guarda salva y saca de las manos del encarnizado Luzbel a un alma contrita.

Cuanto dejamos dicho que acaece con el viajero de diligencia ocurre con el de galera o caballería, sin más diferencia que dilatarse algo más el obsequio con una cama que compite con el cielo, y cuya colcha de damasco, que ruge y se escapa por todos lados como si estuviera viva, no deja dormir en toda la noche al paciente obsequiado.

También tiene el obsequio de los hospedadores de provincia sus jerarquías; y si es intolerable y una desgracia para un particular, es para un magistrado intendente o jefe político una verdadera desdicha, para un capitán general, diputado influyente o senador parlante, una calamidad, y para un ministro electo, que vuela a sentarse en la poltrona, un martirio espantoso, un azote del cielo, una terrible muestra de las iras del Señor, un ensayo pasajero de las penas eternas del infierno.

Aconsejamos, pues, al viajero de bien, esto es, al que sólo anhela llegar al término de su viaje con la menor incomodidad posible, que evite las asechanzas de los hospedadores, de sus espías y de sus auxiliadores; y para lograrlo no fuera malo se proveyese de parches con que taparse un ojo, de narices de cartón con que desfigurarse o de alguna peluca de distinto color del de su cabello que variase su fisonomía, ya que no está en uso caminar con antifaz o antiparra, como en otro tiempo, y con tales apósitos debería disfrazarse y encubrirse a la entrada de los pueblos donde tuviese algún conocido. Usando de estas prudentes precauciones, amén de las ya sabidas y usadas por los prudentes viandantes de no decir su nombre en los mesones y posadas, y de no hacer uso, sino en caso fortuito, de las cartas de recomendación.

Pero si los hospedadores de provincia son vitandos para los viajeros de bien, pueden ser una cucaña, una abundante cosecha para los aventureros y caballeros de industria que viajan castigando parientes y conocidos, como medio de comer a costa ajena, de remediarse unos días y de curarse de la terrible enfermedad conocida con la temible calificación de hambre crónica.

A unos y otros creemos haber hecho un importante servicio llamándoles la atención sobre esta planta indígena de nuestro suelo: a aquéllos, para que procuren evitar su contacto; a éstos, para que lo soliciten a toda costa.






ArribaAbajoAntonio Flores


ArribaAbajoEl barbero

Como que es una cosa indispensable pasar los puntos de la pluma por el suavizador de Lanne, para colocarnos después a la esquina de una calle y observar con detención esas hileras de yelmos de Mambrino que diezman las casas de la capital, dando guardia de honor a las puertas de las barberías, nadie extrañará que en nuestras noticias barberiles demos la preferencia a la bacía.

La bacía no es una cosa así como suena, tratándose de un barbero, porque difícilmente se encontrará un instrumento más significativo ni tan característico acaso.

La bacía colgada al exterior de los establecimientos en una palomilla de hierro o de madera (esta distinción indica los humos aristocráticos del maestro sangrador) suele ser de azófar o de hojalata (esto también pertenece a la categoría del establecimiento); podrá servir de tam tam a las conteras de los paraguas en los días de lluvia, de blanco a las pedradas de los muchachos, de barómetro a los vecinos cuando los huracanes y aquilones andan robando sombreros y poniendo de manifiesto las pantorrillas, y... de piedra magnética a las bayonetas de los nacionales que van de patrulla, y últimamente, de aviso a los que quieran oír el punto de la Habana o decreten la siega de su barba. Pero es más importante que todo eso la misión de las bacías cuando libres del aire y los muchachos, se muestran obedientes a su, centro de gravedad. Cada bacía es un espejo ustorio de su respectivo barbero; el elegante que pasea tranquilo e inocente por la calle es el foco del instrumento; los anchos faldones de su frac o el ala enorme de su sombrero se retratan con toda precisión en la bacía; el barbero no quita la vista de su daguerrotipo, y apenas se conoce que la moda se ha enriquecido con algún nuevo descubrimiento, tira la navaja o la guitarra, pues precisamente tendrá una cosa de las dos en la mano, descorre la cortinilla, y llama desaforado al sastre de enfrente que por miedo a las contribuciones tiene su taller en un portal. Llega por fin el profesor tijera, recibe las instrucciones del mancebo, y nosotros, que aún no hemos concluido de examinar la parte exterior del establecimiento, sabremos después lo que discurren los dos vecinos.

Las puertas de la barbería gozan de una libertad absoluta para ser verdes, blancas, etc.; pero ordinariamente son azules con listas amarillas, y una gran estrella encarnada en el fondo del cuerpo inferior, que es la parte leñosa de ellas. De medio cuerpo arriba están compuestas de cristales o vidrios, las más veces de esta última materia, y cuando son de la primera, imitan tanto a los segundos, que parecen una misma cosa.

A la parte exterior de estas vidrieras suele haber unos cartelitos de papel con lazos de colores que dicen:


Acui se uenden sanguiguelas de superior calidad y se da Razón de un Maestro de guitarra por cifra; son estremeñas.

Por el estilo de estos anuncios suele ser la muestra que, colocada entre las dos bacías, sirve de rodapié en el balcón del piso principal. Distínguense todas por su contenido, que regularmente no baja de cien letras lo menos. Es cuanto pueda saberse antes de diez minutos que vive allí

D. CIRIACO LAGARTOS. PROFESOR.
APROBADO DE CIRUGÍA. COMA
DRÓN Y SACAMUELAS. AFEITA Y CORTA
A REAL, Y MEDIO RIZA EL PELO.

Mucho antes de ponerse el transeúnte a tiro de navaja en las barberías, hiere sus oídos el rascar de la guitarra con que el mancebo entretiene la ausencia de los parroquianos, y consigue tener siempre desalquilado el piso principal de la casa, merced al poco gusto que se observa hacia las filarmonías ratoneras.

Pero ya se va haciendo tiempo de levantar el picaporte de las vidrieras, y a riesgo de interrumpir los acordes del guitarrista, asomar la cabeza por la trampilla y saludar al artista con las palabras del ángel: ¡Ave María! «Adelante, adelante», replicará sin detención el barbero. Volveremos a cerrar la puerta y ya hemos penetrado en el despacho del dentista, en la sala de recibo del comadrón, en la agencia de los guitarristas por cifra, en el depósito de sanguijuelas, en el gabinete de consultas médico-quirúrgico-farmacéuticas, y últimamente estamos ya de puertas adentro en la tienda barbería.

En el fondo de este aposento se hacen indispensables dos puertas, la una con vidrieras, y la otra sin ellas, pero coronadas ambas de unos pabellones que precisamente han de ser blancos, o cuando más, amarillos, pues son los únicos colores que admiten las colgaduras de estos establecimientos.

La primera conduce a una alcoba destinada para las consultas secretas y los disparates a oscuras en perjuicio de la humanidad doliente. La otra, que carece de colgaduras, es pequeña; por ella sale y entra el barbero toda vez que le ocurre dirigirse a la cocina para calentar el agua, sacar lumbre a los parroquianos fumadores y... algún día que la mujer está lavando los navajeros en el río, es indudable que el marido espuma los pucheros y pica la ensalada.

Entre estas dos puertas hay un espejo colgado en la pared, cuyo tamaño varía desde seis pulgadas en cuadro hasta poco más de medio pie, y aun a veces suelen llegar a una quinta parte de vara, lo suficiente para que el parroquiano sepa dónde ha de aplicar el pañuelo que restañe bien la sangre en los dibujos de la navaja.

Debajo de este imparcial retratista del Almadén, hay una mesa parda que todos creen ser de pino, menos el carpintero que la hizo con intención de adulterar la caoba. Un majo y una maja, de yeso, se ven sobre ella, y en medio de estas figuras, una gran jarra de cristal, llena de agua y peces de colores; alrededor, un tintero y una salvadera de metal dorado, formando parte de un heterogéneo recado de escribir que termina con una caja de cartón donde yacen en armonía las obleas y las lamparillas.

En los cuatro ángulos de la sala-tienda hay cuatro magníficos pedestales de yeso, que sostienen otras tantas estatuas de la misma materia, a quienes llamó el escultor: Europa, Asia, África y América.

En la fachada opuesta a la del espejo se ve una repisa de madera sostenida por unas cuerdas, y sobre ella una magnífica redoma de vidrio llena de agua y cubierta la boca por un trapo.

Allí dentro se agita un centenar de sanguijuelas, maldicientes tal vez de la sangre que desperdicia su dueño cuando descañona algún prójimo.

Y para no desmentir en nada los anuncios de las puertas vidrieras no hace falta debajo de esta repisa un enorme clavo romano, cubierto por un gran lazo de cintas de colores que forman el moño de la guitarra, colgada allí para los usos consabidos.

Dos listones del mismo color y materia que la mesa de pino, se hallan tendidos horizontalmente en la pared. Anchos de seis dedos y largos de una vara, sostienen, ayudados de dieciocho presillas de cuero, docena y media de navajas, jubiladas las más y en actual servicio las menos. Por grande que sea la riqueza y elegancia barberil del sangrador, jamás exceden de este número los instrumentos cortantes de cada navajero; suele acontecer únicamente que estos se multipliquen, pero eso sucede pocas veces, y así se sabe por regla general que cada barbero tiene un navajero, y cada uno de estos dieciocho navajas.

Varias estampas iluminadas, con marcos pocas y sin ellos muchas, adornan las paredes de estos gabinetes, perpetuando la vida, milagros y amores de Atala con Chaptas, las aventuras de Robinsón y tal cual retrato, de algún héroe francés, por ser este país el que expende a menos precio sus notabilidades. Una docena de sillas de Vitoria, con su correspondiente sofá de a siete, jamás hace falta en estos lugares. Dos de ellas están en medio de la sala con un paño blanco cada una, destinado a cubrir los hombros del paciente a quien Dios castiga dándole pelos en la cara, y la gente dicha de buen tono, haciéndoselos quitar.

Con una mano en la cadera y la otra en el respaldo de una de estas dos sillas, recibe el barbero a los parroquianos a quienes hace una reverente cortesía, pasando en seguida a recogerlos el sombrero o a quitarles la capa en invierno. Y acto continuo los envuelve en el mencionado roquete blanco, haciéndoles tomar asiento en el banquillo del sacrificio.

El barbero de que nos ocupamos no es el dueño de la tienda, ni tiene nada que ver con las certificaciones mortuorias que su maestro anda firmando por las casas pobres del barrio, ni prueba tampoco los dulces que recoge muy a menudo el comadrón, gracias a que el mundo no tiene trazas de acabarse por ahora. El barbero, que se ha dirigido por el agua caliente a la cocina, es uno de los aspirantes a la dignidad y prerrogativas del maestro sangrador que este tiene en su casa, y a quienes llama mancebos a boca llena.

Estatura regular, pelo castaño, casi incrustado en el carrillo, y formando sobre la sien izquierda un gracioso rizo, que parece participar de la sonrisa que baña a todas horas los labios del mancebo, joven de unos veinte a veintidós años; casaquilla gris cenicienta, o un dormán verde claro con felpa blanquecina, forma un bello contraste con el chaleco escocés y la corbata pajiza. Un pantalón ancho de todas partes y muy ajustado de la rodilla, hace alarde de su hermoso color de grana, en cuanto lo permiten las campanas de hule negro y las franjas de paño azul. últimamente una boina de paño negro con una franja de plata termina el traje barberil, haciendo llegar hasta el hombro de su dueño una magnífica borla del mismo metal que el galón plateado.

La primera operación del barbero, apenas tiene a su víctima con el peinador, es sacar del bolsillo de la chaqueta una petaca de cuero, picar un cigarro de los que lleva en ella, hacer con aquellos escombros otro cigarrillo, forrarlo en un papel, y colocárselo tras de la oreja. En seguida coge una navaja, cualquiera de las que están en la pared, y pasándola una y otra vez sobre la correa que coloca a la izquierda, se dirige al parroquiano con la siguiente:

-¿Ha visto usted qué tiempo?... ¡Ya, ya! Ningún año se ha conocido cosa por el estilo. Pues de las provincias dicen lo mismo; a mí me escriben de casa que hace un temporal insufrible. Pues al tendero de enfrente... y los periódicos también dicen...

-Vaya, despache usted -es lo único que suele contestar el paciente.

-Sí, señor, al momento; ya tenemos corriente lo principal, que es dar chuleta a la navaja. Ahora -continúa el barbero, aunque el parroquiano no conteste una sola palabra- le pongo a usted la charretera, y manos a la obra.

Al concluir estas palabras, desaparece por la puerta de la cocina, volviendo a poco rato con una bacía blanca floreada de azul propia de la fábrica de Talavera, de la cual se desprende gran cantidad de agua de vapor; y así, sin más ni menos, hace que la garganta del infeliz barbudo llene la media luna de la bacía. Entonces echa mano el barbero al bolsillo de su chaqueta y saca una bola de jabón jaspeado, incrustada de diferentes materias extrañas, gracias a las migas de pan y polvo de tabaco, que alternan con dicha bola en el bolsillo.

El agua de la bacía ha perdido en todo este tiempo más de diez grados de temperatura, pero aún se conserva a ochenta, poco más o menos, y el despiadado barbero prueba la incombustibilidad de su mano derecha introduciéndola en este líquido y jabonando después la cara del parroquiano. En esta operación suele gastar el barbero menos de un cuarto de hora y más de trece minutos, porque este, a no dudarlo, es uno de los mejores pasos del oficio. En él regularmente se distrae el barbero, y pasa y repasa la bola de jabón por el rostro consabido, hasta que consigue cubrirle de espuma desde los ojos abajo; y entonces retira la bacía, preparándose para lo más penoso del sacrificio.

Acto continuo, enciende el cigarro que había colocado tras de la oreja, vuelve a pasar la navaja por la correa, y empieza la formidable, sangrienta y descomunal operación. El infeliz sentenciado obedece en los giros las voces ejecutivas del hombre-navaja, que con la menor amabilidad posible se coloca la cabeza de su víctima debajo del brazo, asoma la suya por encima, y tajo a derecha, tajo a izquierda, humo de tabaco en todas direcciones, varias rociaduras de un líquido viscoso que a no salir de la boca del mancebo, cualquiera tendría por espuma de jabón; todo esto acompañado del enfadoso diálogo sobre el tiempo y la política y los chismes de la vecindad, aumenta la tortura del agraciado, a quien se le pregunta, por añadidura:

-¿Está dura la navaja?... ¡Siente usted aspereza?

-¡Oh, no tal! -responde el paciente, temiendo la venganza del barbero, y resuelto a perdonarle el sarcasmo de la pregunta reprime las lágrimas que saltan de sus ojos, y repasa en silencio todo el martirologio, comparando su vida con la de San Bartolomé y demás santos desollados.

Concluye por fin el barbero de raspar y manosear al parroquiano, y con la mayor impavidez le dice:

-¿Quiere usted que le descañone?

-¡Huya todo el que no lleve la volubilidad al extremo de mudar de cutis, y no dé nunca una contestación afirmativa en estos casos! Conténtese con lo sufrido, y concluya por fin de fiesta, estableciendo sobre todo una aduana entre el corbatín y la bacía, para que no se forme entre el pecho y su camisa el sumidero del líquido jabonoso. Lleve con paciencia la caricia final del barbero, que le pasará el peinador por la cara, diciendo:

-Salud, y mandar.

Responda: «Gracias, amiguito», y póngale en la mano seis u ocho cuartos. Con esto y desprenderse de toda educación, para poder dejar al barbero empezando a referir cualquier historieta, dará vuelta a su casa, y allí se podrá aplicar tres o cuatro telas de araña, según el número de deslices que hubiese cometido la navaja.

La misma función se repite con todos los parroquianos, con más el guiño de ojos que suelen hacerse mutuamente los barberos cuando entra alguno de barba cerrada y sobre todo vidriosa. En estos casos se necesita una orden expresa del maestro o una reprimenda de la maestra para que los mancebos cumplan su obligación.

Por la mañana temprano salen de cada barbería uno o dos mancebos a cumplir con los parroquianos, que esperando en sus casas al barbero, suelen perder más tiempo del que gastarían en arrancarse uno a uno los pelos de la barba.

En cuanto al momento del sacrificio, hacen lo mismo, ni más ni menos, que en las tiendas; lo único que suele ocurrir de nuevo en casa de los parroquianos es la consulta de la amarillenta y desencajada doncella que cuenta en secreto al barbero su enfermedad. Este no es hombre aprensivo, y la ordena unos polvos cualquiera, que tras de cinco o seis meses de hospital hacen crónica la palidez, y la pobre muchacha acude con su palma al cementerio. y henos aquí en un punto de la fisiología que nos obliga a decir algo sobre la posición social del barbero y sus ocupaciones en el resto del día.

La primer diligencia del barbero, apenas se ha botado de la cama (a las seis de la mañana en invierno, y a las cuatro en verano) es sacar las llaves de la tienda debajo de la almohada del maestro; abrir de par en par las puertas de la calle, regar la barbería y un trozo de cuatro varas en cuatro hasta el arroyo, barrerlo muy bien todo, limpiar los muebles, sacudir los peinadores, colgar las bacías en las palomillas que, aunque no han pasado la noche con las llaves, no se quedaron al raso por necesitarlas el maestro debajo de la cama, y últimamente, colocar las puertas vidrieras, meter la cabeza en un cubo de l'eau véritable de pozo, hacerse el rizo consabido, ajustarse la corbata escocés y, sobre todo, alzarse las mangas de la casaquilla y puntear un poco la vihuela, que es un reclamo seguro para los parroquianos. A esas horas suelen estrenar la navaja los horteras, los jornaleros y tal cual sacristán de monjas. Más tarde empiezan a rasurarse los que han vendido en las plazuelas a las cuatro de la mañana, y los nacionales que salen de guardia; los más perezosos, en fin, suelen ser porteros de oficinas, varios holgazanes y demás gente de la que madruga a las diez y no se sabe afeitar sola ni recibir en su casa al barbero.

Después de las dos de la tarde apenas acude nadie a las barberías, y entonces coge el mancebo su capa parda, se emboza bien en ella, mete un libro en cuarto debajo del brazo y dirige sus pasos hacia el colegio de medicina, adonde aumenta el número de más de dos mil capas pardas y otras tantas boinas, propias de otros tantos mancebos de barbería que acuden allí a lo mismo que el nuestro: a ponerse en estado de ser cirujanos romancistas, aprendiendo a sangrar, a echar sanguijuelas, aplicar ventosas, y en suma, a que el pueblo los llame lanceros, y estar autorizados para llevar siempre consigo la lanceta y demás chismes cortantes del oficio.

En esta época del día es cuando el barbero se lanza a la política y se pronuncia contra el catedrático porque comete la necesidad de decirle que estudie si quiere saber cuanto ignora; y en estos casos tiembla el Gobierno y vigilan las autoridades, porque los lanceros son un combustible seguro en las revoluciones.

Pero dejando en paz que el estudiante romancista, con cincuenta o más de su calaña, vaya encendiendo la guerra por las calles de la capital, cantando el himno de Riego en los tiempos del absolutismo, y la pitita en las épocas constitucionales, examinemos sus ocupaciones en la tarde del domingo y demás fiestas solemnes. Dejémosle pasar en vela la noche del sábado, restituyendo el color perdido en ciertos trozos del frac, dando friegas espirituosas a las costuras del pantalón, y cerremos los ojos por un momento, ínterin el elegante mancebo se afana por encorvar las alas del sombrero y descose avergonzado las borlas que ha lucido toda una semana, sin que su invención haya tenido más prosélitos que el diputado por su provincia y tal cual cofrade del gremio barberil. Apartemos sobre todo la vista cuando se envuelva en el gabán azul, y no tendremos necesidad de averiguar por qué se le vendió en cuarenta reales el criado del cuarto segundo, mandándole por única condición de venta que no le usase sin teñir, y mucho menos sin mudarle los botones. Figurémonos que ya el mancebo está en la calle, y procuremos no perderle de vista, porque apenas haya llegado al Prado, se confundirá con los primeros elegantes que paseen allí y en este caso es imposible reconocerle. Los días de fiesta por la tarde, hace sombra el barbero a las más exquisitas notabilidades de figurín. Las academias de baile y los teatros caseros le abren sus puertas por la noche, de esto resulta que nuestro mocito se enamora de la hermosa joven que ocupa la silla inmediata; se vuelve loco de alegría al observar la franqueza con que aquella responde a su amor, la ofrece el brazo al salir, y casi está resuelto a decirla: «Señora marquesa, usted se ha engañado; soy... un mancebo de barbería»; pero gracias a una llave que la elegante joven saca del pecho, para abrir la puerta de su bohardilla, conoce el barbero que no es un obstáculo ser oficiala de modista para vestirse de señora los domingos.

Reducido es, como se ha dicho ya, el número de atenciones pecuniarias que pesan sobre nuestro mancebo; pero siendo algo menores las cantidades que ingresan en sus bolsillos, nos vemos obligados a escudriñar los medios de que se vale para la adquisición del chaleco blanco, que luce en Minerva y las Delicias, con más de los cuarenta reales de aquel gabán y otras frioleras que, no fundiéndose con los garbanzos en el puchero, gravitan sobre los débiles hombros del mancebito. El maestro le da por único salario la comida, y la maestra le lava gratis camisas y calzoncillos. Puchero y ropa limpia es todo lo que tienen por rasurar a destajo. Los abanicos y los pañuelos que de vez en cuando regala a su novia, y las bocanadas de humo habano con que acompaña su amorosa declaración, son para nuestro propósito del mismo género que los chalecos y las corbatas. ¿De dónde sale el dinero para todo? Es lo que pretendemos averiguar, suponiendo que no le paga al maestro tres barbas cuando cobra siete, o que no recoge el valor de cuatro después de haberlas entregado todas. El barbero, en general, es honrado, aunque pobre, y sólo toma lo ajeno contra la voluntad de su dueño cuando saca tres muelas en vez de una, y este precisamente es uno de sus recursos pecuniarios. El maestro ignora, o aparenta ignorar, los casos de medicina y cirugía que diariamente resuelven los, mancebos, porque él hizo otro tanto en sus mocedades, y porque ya de tiempo inmemorial ha sucedido lo mismo. Entre morir de cornada de buey, y ponerse en manos de un barberillo no hay diferencia alguna; la muerte nos hace a todos iguales, y se lleva sus parroquianos como mejor le place. El único consuelo en esos casos es conformarse con la voluntad de Dios, y gracias, que a cada cual le llega su San Martín. Y como este santo se aparece siempre bajo distintas formas, según la gente a quien visita, el San Martín de los enfermos pobres que tienen asco al hospital es el mancebo de la barbería inmediata. Su habilidad en la guitarra le proporciona varios admiradores, que a poco más se llaman sus amigos, y andando el tiempo enferman, porque la sociedad de seguros generales no llega a prevenir las calenturas ni las tercianas. Esta última enfermedad es la que mejor conoce el barbero, gracias a los muchos desgraciados que imploran su auxilio cuando sienten el frío de la calentura.

Sea cualquiera la clase de enfermedad que padecen sus parroquianos, los medicamentos que aplica siempre son los mismos. Sangrías, ventosas y sanguijuelas; de este modo cobra por médico, cirujano y barbero a la vez. Lo primero que hace al entregarse de algún enfermo no es la señal de la cruz, ni otra invocación por el estilo; se contenta con advertir a la familia del paciente que él no está autorizado para visitar enfermos, aunque bien pudiera, pues sabe tanto como cualquier médico, a cuya modesta ignorancia añaden los interesados: «¡Y algo más!» Con esto basta para coger la mano del enfermo, hacer con ella lo mismo que hacen los médicos cuando toman el pulso, y decir a renglón seguido:

-Esto no vale nada por ahora; haremos una sangría, para ver si se presenta enfermedad conocida; y no se aflijan ustedes -añade, dirigiéndose a la angustiada familia-:tengo unas pastillas secretas que ya... el panacean universalitatem, que decimos en la facultad. ¡Si hubiese caído usted en manos de algún médico moderno -dice, dirigiéndose al paciente-, ya la llevaba usted larga!

-Como que están interesados en que duren los males -responde en voz débil el desgraciado-. Desde que un compañero de usted, andaluz por cierto, juró a mi compadre una pulmonía que trujo del hospital no tengo fe ninguna en los médicos.

-Pues ea, venga el brazo -replica el improvisado doctor; y diciendo y haciendo, toma una cazuela que le presentan al efecto, saca una cinta del bolsillo y aquí es donde hace la señal de la cruz sobre la vena que ha de rasgar o sobre el tendón que ha de romper; pero esto no indica miedo en el operario, ni mucho menos que el enfermo se halle poseído de los demonios, sino que así lo hacía el barbero de su pueblo, y «cuando él lo hacía, estudiado lo tendría». Por lo demás, el mancebo aprendió a sangrar en una hoja de berza, y se atreve a sacar la sangre de cualquiera a través de una toalla o con los ojos vendados.

De estas empresas sale casi siempre mal, como se debió suponer; pero como se viene a la mano lo que está de Dios y nadie se muere hasta que sufre la última enfermedad, por más esfuerzos que de buena fe hace el barbero para quitar la vida al infeliz que la puso en sus manos, deja de conseguirlo algunas veces, y la naturaleza suele triunfar de la enfermedad, y de los disparates barberiles, que precisamente es la parte más rebelde y el enemigo más formidable de la humanidad. Y si estos casos no fuesen del número de las chiripas, algo más lucido andaría el barbero; porque cuando se pone bueno el zapatero de la bohardilla, lo primero que hace es cumplir con el facultativo, aunque para ello necesite destinar los jornales de toda una semana.

Ahora bien: ya parece que, con la escrupulosa revista que hemos practicado en todos los pasos de la vida barberil, no debiéramos tener nada que añadir sobre el porvenir de estos señores, apenas han terminado sus años de colegio y establecido su oficina, para cumplir con su lanceta las disposiciones del médico cirujano y visitar por sí y ante sí a las gentes pobres de su barrio, que no por el deseo de morir más pronto, sino con ánimo de pagar menos el asesinato, le nombran médico de cabecera. Pero hay una cierta clase de barberos apóstatas, que a voz en grito reclaman un lugar en este artículo. Es muy difícil que, entre los diversos parroquianos de barba que tiene el mancebo, no cuente algún marqués, senador, diputado a Cortes, o tal vez un ministro; y cualquiera de estos casos, especialmente en el último, ya puede decirse que el barbero ha tirado la navaja, y que llegará a ser, cuando menos, comisionado de amortización en su pueblo. El mancebo, charlatán de oficio y adulador de circunstancias, no amortigua nunca sus palabras en estas ocasiones, y empieza su carrera reemplazando al ayuda de cámara del ministro o sirviendo este oficio por primera vez en casa de S. E., porque no todos los secretarios del despacho usan esta clase de sirvientes. Pasa en seguida a ser secretario particular del magnate, se casa con la doncella más querida de este señor, y marcha a su pueblo con una comisión del Gobierno y una doncella... del ministro a quien afeitaba. Esta brillante posición no la logran muchos barberos, pero se les presenta a casi todos, y la saben aprovechar algunos.

Hay más divisiones que hacer aún entre esa clase de gente, que si no vive de lo que rape como otros muchos, vive rapando, que es una vida como otra cualquiera, y no de las peores, por cierto. Existe un gremio de barberos ambulantes, que nos echaría en cara nuestro olvido sino diésemos cuenta aquí de sus trabajos en obsequio del rostro tiznado de carbonero, de la dificultosa patilla del mozo de esquina y de la evacuación sanguínea que hace sufrir a los aguadores.

Con una chaqueta de pieles en invierno, y en mangas de camisa los veranos, se ajusta un cinturón de cuero con diferentes bolsas, en las que lleva un par de navajas y otro de tijeras, media docena de nueces chicas con grandes, un trozo de jabón y media vara en cuadro de trapo blanco que fue; una bacía de hierro colado debajo del brazo, un escalfador del mismo metal, con agua caliente, en la mano derecha, y un asiento de tijera en la izquierda. Así sale el barbero ambulante todas las mañanas, y se dirige a la fuente más inmediata como teatro principal de sus operaciones. Extiende el asiento, acomoda en él al aguador, le introduce una nuez en la boca, chica o grande, según el calibre del asturiano; a beneficio de este cuerpo extraño infla los carrillos el paciente, le jabona el barbero la cara, y entre la navaja y el agua hirviendo, saltan las barbas que crecieron en una semana, y se renuevan las heridas que cicatrizaron aquel mismo día tal vez. Esta operación se repite con todos los aguadores que, teniendo barbas, pueden pagar tres cuartos al que se las quita, y seis cuando hace uso de la tijera para pelarle la cabeza y cogerle tal cual vez las orejas con el mismo instrumento, Además de los citados carboneros y mozos de cordel, son también pasto del hombre escalfador los aldeanos transeúntes, que sufren los mismos tajos y las mismas cortaduras, a vista y presencia de todo el que pasea por las calles y tropieza con estos sangrientos espectáculos. De este modo pasea el barbero ambulante todas las calles de la capital, afeitando gratis a uno de los carboneros para que éste le suministre a igual precio el carbón necesario a mantener caliente el agua del escalfador; y entra en un bodegón cuando se siente acometido del hambre y puede disponer de dos reales, a dar de baja en el barreño de la mondonguera uno de los pucherillos que humean al efecto.

Nada hemos dicho sobrela procedencia de los barberos en cuanto a su naturaleza, ni de su instalación en las barberías, porque ambas cosas son de poca importancia para nuestros lectores. Aconsejámosles únicamente que rehúsen el trato íntimo con los dueños de tienda, porque todos los mancebos se reciben a prueba, y para averiguar su habilidad en la navaja, se estrenan manoseando al parroquiano más amable y menos exigente. Tauromáquicamente hablando, se diría que la prueba barberil era la suerte de perros en día de toros.

Sin embargo, y a pesar de que la elegancia y el aseo interior de las barberías no cambia en nada las noticias que dejamos apuntadas sobre el barbero, no será de más que los nombres de Reigon, Munilla y otros varios, en cuyos elegantes gabinetes de tocador completo se afeita con delicadeza y esmero, nos sirvan para terminar aquí este artículo.




ArribaAbajoLos gritos de Madrid


«El buen paño en el arca se vende.»


(Consejos de una madre recogida a
una doncella que rabiaba porque algún
hombre la recogiera.)
               


El que calla... no dice nada, y nunca con menos razón que ayer se ha podido pensar que el que calla otorga.

Ni los labradores de 1800, que nada decían al entrar las primicias de sus tierras al fraile que se las decomisaba en las eras, daban su otorgamiento al diezmo mayor, ni porque callaban al dar a los mismos benditos religiosos, y por vía de diezmos menores o minucias, la mejor porción de sus aves y de sus rebaños se puede decir que estaban conformes con aquella langosta cereal y pecuaria.

Tampoco los comerciantes decían esta boca es mía, al ver que la Cámara o el Tesoro Real decía esa hacienda es nuestra, declarando el todo o parte de sus géneros como propiedad sin dueño y que forzosamente había de dar en poder del fisco.

Tras de no hallar a la mano otro transporte que el que les ofrecían las naves extranjeras, pagaba una crecida suma al rey, y callaban ellos al oír llamar regalía a lo que él regalaba muy a su pesar.

Hacíanle los votos pagar sendos tributos, y se contentaban con votar a sus solas, pero de manera que no les oyese ni el cuello de la camisa y siempre después de haber pagado.

No era, sin embargo, todo resignación ni todo virtud el silencio mercantil de antaño. Tampoco era temor a las mordazas del Santo Oficio y a la sala de Alcaldes, sino costumbre de callar; que la costumbre, tú, lector, lo sabes, la costumbre hace oficios de ley cuando éstas andan por las nubes.

El silencio y la reserva con que se hacía el comercio entonces es buena prueba de lo que decimos y de que antaño la raza mercantil no estaba sujeta a las enfermedades que hoy padece.

Hubiéranse desarrollado ayer las plagas de la abundancia y de la concurrencia, y el comercio de antaño habría, como el de hogaño, puesto el grito en los cielos.

Pero la plétora era una enfermedad poco conocida en las fábricas y enteramente ignorada en los almacenes, y la lanceta de la publicidad era excusada.

Decirle a un comerciante de antaño que anunciase al público la venta de sus géneros, habría sido peor que llamarle perro judío (ofensa gravísima entonces), y habría contestado de seguro:

-Pues qué, ¿mis géneros están averiados o podridos, que necesite pregonarlos para venderlos? No, señor, nada de eso: el buen paño en el arca se vende.

Y en el arca se vendía sin que ni el arca estuviese de muestra.

Para buscar un despacho de tal o cual género se necesita una guía, que no había por cierto, y al forastero que pensaba comprar alguna cosa en la corte le era indispensable valerse de prácticos que le dijesen la calle en que se vendían los lienzos, los portales de la Plaza en que estaban los almacenes de paño, el barrio en que se albergaban los caldereros y los puntos que los demás gremios tenían señalados para el despacho de sus mercancías.

Pero aun estas noticias no eran suficientes para encontrar los géneros que se deseaban. Dábanla entonces las mercancías tan de recatadas y de honestas que se metían debajo de siete estados de tierra para no incitar con su desenvoltura el apetito del comprador.

Todas las tiendas ofrecían el mismo aspecto y en todas ellas parecía que se vendía una misma cosa, a pesar de que los gremios se vigilaban de tal modo que ningún comerciante era osado a tratar ni vender otra cosa que aquella por la que estaba matriculado.

Para escribir una carta era preciso buscar la tienda en que se vendía el papel, y allí preguntar si sabían dónde habría plumas, y luego indagar la casa en que se hallarían las obleas, y correr todo Madrid en busca de una botella de tinta, o llevar un frasquito a casa del tintorero para que, por favor, diese un poco de tinte negro o pardo, que para el caso era lo mismo.

Y decimos que era preciso andar de tienda en tienda preguntando si tenían el género que se quería comprar, porque lo mismo se parecía la lonja de sedas a la confitería, que ésta al almacén de paños y al despacho de lienzos.

Todas tenían una entrada sucia con unas puertas de madera virgen, claveteadas de hierro, y en el suelo el indispensable tragaluz de la cueva, y una estantería de pino en derredor de la habitación, y un mostrador de nogal, sobre el que hacía palotes el recién llegado mancebo de la tienda, y por último el indispensable retablito del santo patrón de la casa, que solía ser la Virgen del Carmen o San Antonio, con un par de velas que se encendían los sábados y el día en que al amo le había salido bien la cuenta.

Los mancebos mayores alternaban con el amo en el despacho, aunque no en la mesa, que él comía solo con su esposa y para los muchachos se ponía olla aparte; y no crean ustedes que olla podrida, sino los garbanzos y algunas cortezas de tocino y un poco de carnero. Y si al doblar los manteles era día de fiesta solemne, solía tocarles algún desperdicio del estofado de vaca con que se regalaba el amo. Los demás días los doblaban con un racimo de uvas o una rebanada de queso y un pedazo de pan, no muy grande ni muy tierno, porque, según decía el amo de la tienda, el mucho pan embrutece y cuando está reciente lastima la dentadura.

Mancebos tan regalados en la comida lo eran no menos en el vestir, cuyo aseo nunca permitió que la manga de la chaqueta barriese el mostrador, sino que se quedaba muy atrás de la muñeca, y la chupa no les alcanzaba nunca al estómago, y todo era parco y tímido, siéndolo tanto la capa, que jamás la vio ningún hortera sobre sus hombros.

Profetizando la flamante cadena magnética, iban a cuerpo gentil, cogidos por el dedo meñique, todos los domingos a ver las fieras en el real sitio del Buen Retiro o a jugar al trompo en la pradera de la Teja. Volvían a su casa dos horas antes de anochecer y allí rezaban el rosario con el amo, que como aún no se llamaba principal ni los mancebos dependientes, solía santiguarles la cara con un bofetón cada vez que se dormían y tomarse con ellos otras franquezas por el estilo, entre ellas la de tutearles, apostrofándolos con el expresivo dictado de bárbaros y de zoquetes y otras lindezas de los rudimentos mercantiles de aquella época.

El muchacho que hacía palotes barría la tienda y la calle, y llevaba el cesto cuando su amo iba a la compra, y echaba una mano y las dos, aunque tuviera sabañones, a las haciendas del ama, soplando los pucheros y fregando el vidriado.

La contabilidad en esas casas era muy sencilla y exenta de libros y de borradores.

Consistía en tener dos arcas de hierro, la una del capital para compra y reposición de géneros y la otra de las utilidades. En la primera, cada vez que el amo hacía pago de alguna letra o cosa por el estilo, echaba en el arca un papelito en el que tras la consabida señal de la cruz y con una ortografía deliciosa se leía lo siguiente: He sacado veinticinco doblones para pagar el azúcar. Lo mismo hacía con la segunda, de donde sacaba lo necesario para el gasto diario de la casa, y ponía otro papel que decía: He sacado de este talego una onza para el gasto del mes -más veinte reales para pagar el salario de la muchacha más dos pesos para Paco el mancebo -más cien reales por la limosna mensual a los Santos Lugares -más cuatro pesetas que saqué para la pedidera del Carmen -más tres ducados para el escapulario de la Merced y engarzar el rosario.

A la criada le daba además del salario dos cuartos para el almuerzo, que recibía diariamente y en ochavos por mano del ama, que asimismo daba a los mancebos una onza de chocolate, que los más días comían cruda con un zoquete de pan. Y si preferían quedarse en ayunas, la guardaban en el cofre para hacer con ella un regalo a la novia.

Pero esto ocurría raras veces, porque los mancebos de las tiendas no se enamoraban ni sabían qué cosa era el amor hasta que ya eran amos, y como esta dignidad rara vez la adquirían sin esperar a que enviudara el ama para casarse con ella, no tenían que pensar en ser novios hasta después de haberse casado.

Eran honrados para con el amo, y mala cuenta les habría tenido no serlo, porque todos los días sufrían un escrupuloso registro que terminaba por aplicarles un soplamocos si les hallaban una sola pieza de dos cuartos en el bolsillo, despidiéndolos y pasando aviso a todas las tiendas del gremio en el caso de reincidencia.

He ahí lo que eran los mancebos de las tiendas antes de soñar en que algún día podían llegar a llamarse dependientes, y a comer en la fonda, y a bailar en el Ariel, y a vestir de manera que nadie al verlos el día de fiesta en la calle adivine que el resto de la semana son figuras de medio cuerpo las que con tanto lujo visten el cuerpo entero.

Pero dejemos a los horteras enseñando el busto detrás del mostrador y cerrando la puerta de la tienda a la hora de comer y a la de la siesta, y creyendo que no es su casa la que necesita vender, sino el público el que no puede dejar de ir a comprar, que harto le sacarán de su engañoso letargo los mercados extranjeros. Y puesto que ellos nada anuncian ni nada pregonan, figurémonos que nada tienen de venta y oigamos los gritos y las voces de los primeros paladines de la publicidad en 1800.

Oigamos los gritos del Madrid de ayer, los que pasaron a la posteridad en un pliego de aleluyas y en unos excelentes grabados, de que se ocupó nada menos que la calcografía de la Imprenta Real.

El librero era hombre que lo entendía y no anunciaba la venta de su género por medio de rótulos ni de carteles. Sabía que la generalidad de las gentes no tenían tratos con el abecedario, y se valía de la pintura para pregonar su comercio.

Unas fajas encarnadas y amarillas, que así parecían libros como ladrillos o libras de chocolate, pintadas en el quicio de la puerta, eran indicio seguro, de que la tienda lo era de librería. Si alguna vez ponía algún anuncio en el Diario, era de libros en latín o cosa de iglesia, porque harto sabía el librero que los curas no dejaban de saber leer y aun de leer algunos el Diario.

Los gritos de este periódico eran proporcionados a su estatura; se contentaba con anunciar todos los días pérdidas de rosarios y hallazgos de reliquias, sin que por las primeras ofreciesen retribución al que las entregara, ni entonasen un Tedeum porque el que se había hallado una cosa que no era suya quisiera restituirla a su legítimo dueño. Eran los anuncios de hallazgo muy frecuentes, y no estaban los hombres tan civilizados que se asombraran de la buena fe y de la honradez de sus semejantes.

También el sujeto instruido en el manejo de botica y que deseaba acomodarse en el ejercicio daba su grito en el Diario, y asimismo le daba el que se creía apto para el ejercicio de la pluma y el manejo de papeles, manejadores que escaseaban mucho y cuya aparición era casi tenida por un milagro.

Los festeros y cofrades eran los únicos que gritaban muy alto, haciéndose oír en las esquinas por medio de carteles, en las plazas valiéndose de edictos y pregones y en las columnas del Diario reproduciendo el texto de los carteles.

También se pregonaba el sacerdote que, graduado in utroque, deseaba encargarse de la educación de uno o dos niños, instruyéndolos en alguna de ambas facultades o en la poesía. Estos anuncios eran muy frecuentes y tampoco escaseaban los de jóvenes que tenían nociones de latín y sabían ayudar a misa y, dar aire al órgano, solicitando entrar de sacristanes o monaguillos.

Finalmente, el fósforo, antes de ser prohibido por considerarse de ninguna, utilidad, dio algunos gritos en el Diario, anunciando que se vendía a veinte reales cada frasquito y que servía para sacar fuego de pronto.

Los tenderos de comestibles ponían el grito sobre la puerta de su casa por medio de un rótulo, en el que se leía con no poco trabajo: tienda de mercería, esto es, de cosas menudas.

El tintorero acudía, como el vendedor de libros, a los colores para exhalar sus ayes, y dos retazos de bayeta, uno amarillo y otro encarnado, que colgaba a la puerta indicaban que allí se teñía de todos colores, con no mucha fijeza de color por cierto. Pero de esto no tenían la culpa los quitamanchas y tintoreros, sino la química, que haciendo cuarentena en el lazareto del Santo Oficio, no pudo llegar a tiempo de darles algunos consejos.

Algunos otros industriales se valían de esa clase de anuncios, entre ellos el colchonero, que clavaba uno en la pared por vía de muestra; el zapatero de viejo, que con un trozo de bota y media chancla, atados a una caña de escoba, daba el grito a los que tuvieran necesidad de componer el calzado; el sillero, que colgaba en la pared un sofá, con gran riesgo de los que pasaban por la calle, y por último el prendero, cuyo pendón mercantil era un palo con un manojo de trapos en la punta.

La única exposición de la industria española era la que se tenía perpetua en el Rastro de todos los restos de las pasadas grandezas humanas, y que a la vez que procuraba grandes ganancias a los vendedores, era un excelente archivo histórico para los eruditos de la época.

Pero ninguno de esos satélites de la publicidad de 1800 pregonaba sus mercancías, como lo hacían los vendedores ambulantes, que eran los que formaban el verdadero comercio. Los que se habían anticipado, a reconocer que, aunque el paño sea bueno, para venderle es preciso sacarle del arca y enseñarle y pregonar su calidad y su baratura, éstos eran los únicos gritos mercantiles de antaño.

El sereno pasaba la noche gritando la hora para, que el hombre que dormía acudiese a tomar de balde el mejor y más productivo de los capitales, la mercancía más universal aún que el oro, con permiso de los economistas. Y cuanto más gritaba el sereno, menos caso hacían de sus voces ni menos se cuidaban de su mercancía.

Con el alba salían a la calle las buñoleras, mezclando su grito de ¡a ochavo y a cuarto calentitos! (y solían ir cubiertos de una capa de nieve) con el del diligente valenciano que pregonaba el agua sebá, o con la ruda voz del serrano que vendía la leche de ovejas por medio de un grito convencional que nada decía, pero que nadie dejaba de entender.

Más tarde iban entrando por las puertas de la corte los foncarraleros, como manteca; los coloraos y frescos tomates; las judías como la seda (pero seda cristiana); el repollo como escarola; las manchegas y las gallegas, patatas de las huertas de Madrid; las calabatas a cuarto y tres en dos cuartos; los chorizos de Leganés (a cuyo grito se ponía el boticario a machacar cien quintales de quinta, y buscaba el médico la receta de las tercianas); los de a cala y a cala, y otra porción de frutas y verduras cuya venta estacional empezaba siempre con la licencia del corregidor, y así los gritos venían a ser el verdadero calendario de los pobres.

Sin que el termómetro empezase a bajar, no se permitía que las manolas diesen el grito de ca qui hay arveyanas nuevas, arveyanas... como la leche,.arveyanas fresquitas, ni menos que el burro manchego entrase cargado de ruedos gritando ¿ruedo?, ni que el palentino pregonara las mantas de Palen....quedándosele siempre atragantada la sílaba final. Era preciso que el cuarenta de mayo estuviese próximo para que el gallardo fresero (de cuya existencia nada se volvía a saber en todo el año) pudiera atravesar las calles anunciando su mercancía, ni menos que los toledanos se diesen por maduritos si aún estaban por madurar, ni las garrafales de Toro y de Arenas y las mollares, ni ninguna otra fruta, a cuyos primeros gritos también se consolaba el médico y se sonreía de gozo el boticario.

Cuando andaban los cebaos y gordos por las calles, ya se había que estaba cerca el nacimiento del Hijo de Dios; nadie ignoraba que era día de vigilia al oír pregonar la espinaca como albahaca, y los de Jarama vivitos, y para saber que había resucitado el Señor bastaba oír gritar ¡el medio cabrito!...

A esas voces estacionales se juntaba el i... qui... rabanú... reloj que marcaba perfectamente la hora,del mediodía, y otro grito que no cesaba en toda la mañana, diciendo: la sebera... ¿hay algo e sebo que vender?..., y el del hombre que compraba trapo y yerro viejo..., y el otro que decía ¡componer... tenajas y artesones... barreños, platos y fuentes!, grito que iba derecho a la conciencia de las fregatrices, pero más derecho aún al bolsillo de los amos; y ya se sabía que iba concluyendo la tarde cuando la aldeana de Fuencarral andaba de casa en casa diciendo: ¿quién me saca de güevera?

El amolaooor... tras del cual, por ser francés o parecerlo, solían ir siempre los muchachos gritándole aquello de «el carro español y el burro francés»; el ¡sartenerooo!; el santi boniti barati, cuyos santos solían ser algunos perros de yeso, o las cuatro partes del mundo, o cosa por el estilo; el rosariero, que iba engarzando rosarios y vendía ratoneras y jaulas para grillos, y otra multitud de voces que a todas horas estaban en el aire, y que no enumeramos por no ser molestos, eran los verdaderos gritos de Madrid.

Los únicos síntomas de la publicidad, que más tarde había de acudir a Gutenberg para no desgañitarse gritando, y cuyo hijo bastardo, el charlatanismo, no perdona hoy esquina, puerta, balcón ni ventana adonde no se asome para desquitarse de lo que dejó de gritar su madre.

El pliego de aleluyas que hemos citado antes y en el que estaban representados todos los gritos de Madrid de1800, le hemos buscado con empeño y nos ha sido imposible hallarle.

La generación actual no quiere saber nada de la de ayer, y ha ahogado esos gritos, rompiendo por lo visto las láminas de madera que tanto dieron a ganar a la estampera que vivía en la plazuela del Gato.

¡Si quisiera Dios que hiciera lo mismo con otros resabios, verdaderamente nocivos, que la quedan aún y con otros que quiere adquirir de nuevo!

Pero no nos metamos en terreno vedado; ya se acerca la hora de pintar los cuadros de hoy, y allí podemos decir... lo que podamos, y aún tendremos que besar la mano y dar las gracias.

Pues qué, ¡se figuran ustedes que todas las vigilias y todas las abstinencias fueron de ayer!... ¡Qué disparate! Aún tenemos hoy muchos santos que nos hagan ayunar.




ArribaAbajoLa escuela de las costumbres

Si el teatro es la escuela de las costumbres, para saber cuáles son éstas no hay nada mejor que examinar las costumbres del teatro.

En la primera parte de esta obra le teníamos tan obediente a la autoridad, tan humilde, tan honesto y tan morigerado, que por mucho que haya sacado los pies de las alforjas, como dice el vulgo, y aunque haya quitado aquel tablón que cubría los pies de las bailarinas, aún nos parece que hemos de hallarle algunas de las virtudes de antaño.

Verdad es que ahora madruga poco y trasnocha mucho; no tiene autoridad que le presida, ni honestidad que peque de exagerada, ni humildad conocida, ni siquiera sayas que cubran las piernas de las bailarinas; pero todo esto no importa nada para lo que hemos de decir en este capítulo. El teatro es la escuela de las costumbres, y si éstas han cambiado, claro está que el maestro no podía quedar rezagado. Marchaba con el siglo, y éste y no él ha cambiado.

Por de pronto, y tratándose de una época de tanta ilustración, no podía consentirse que la escuela de las costumbres estuviera establecida en un corral, y cambiamos, no el corral, sino el nombre; le llamamos coliseo y teatro. El degolladero, la cazuela y el patio parecían nombres más propios de una plaza de toros o de un matadero que de un teatro, y se trocaron por los de paraíso, anfiteatro y platea. También se creyó que las gentes tenían juicio de sobra para andar todas juntas; y sin miedo a los desórdenes que, según los antiguos alcaldes de casa y corte, facilita la obscuridad en concurso de ambos sexos, se mezclaron éstos, haciendo neutras y comunes de dos las antiguas localidades masculinas y femenina. Con esto y con las luces de gas, que no dejan rincones obscuros y mucho terciopelo en los asientos, y mucho oro en las paredes, y musas y genios y nubes en el techo, los corrales han quedado convertidos en unos verdaderos templos de la inmortalidad.

Pero las reformas hechas en el local de las escuelas no habrían sido suficientes para mejorar la enseñanza de las costumbres si no hubiésemos pensado también en reformar los profesores. Era una inhumanidad, risible de puro salvaje, el negar sepultura sagrada a los que, representando autos sacramentales, habían contribuido a encaminar a muchas gentes por la senda de la virtud, y desde luego dijimos que se pusieran los campos santos a disposición de los cómicos. Nos pareció asimismo poco respetuoso y poco digno el tratar tú por tú a nuestros maestros, y usando ellos la mitad de su vida el tratamiento de alteza y aun el de majestad en los papeles de príncipes y emperadores, no quisimos regatearles la dignidad y les dimos don y aun les dejamos usar señoría. Y una vez cambiado el mote con que antiguamente se los conocía a todos por el don y el señorío, creímos, y creímos bien, y ojalá lo creyéramos con más fe, que era preciso sacarlos de otras clases de gentes de las que antes surtían el teatro y educarlos de otro modo también. Aún suele el vulgo llamarles histriones y cómicos y comediantes; pero ellos no contestan, y hacen bien, sino cuando los apellidan actores. Y así como hubo un tiempo en que tenían su arte como un oficio de mera imitación, mientras estaba abierta la escuela del toreo, ahora que se ha cerrado la universidad de los toreros y que éstos viven de la rutina y del empirismo, los que se dedican al teatro tienen sus cátedras de declamación, sus escuelas de canto y sus academias de baile. ¡Figúrate, lector, si con unas escuelas tan bonitas y unos maestros tan bien educados habrán mejorado las costumbres!

Dicen que entre amigos con verlo basta; pues vamos a verlo.

Aunque podríamos asistir a la función desde un palco, porque tenemos varias amigas que nos han invitado a ello, no queremos hacerlo porque deseamos ser espectadores, y eso sería darnos en espectáculo.

Al que tiene abonado cada tercer día la marquesa de las Batallas no podemos ir porque incomodaríamos a los demás y no estaríamos cómodos nosotros. Le llaman el palco de ánimas porque allí se asoman las de todos los amigos, y unos a otros se quitan la vista del escenario. La duquesa del Desfiladero ha estrenado un traje de tanto lujo y la modista le ha robado tanta tela en el escote, que allí se van a fijar las miradas del público, y estaremos en berlina. En el palco de la condesa de la Emboscada no podemos entrar hasta que ella vaya, y como irá muy vestida no llegará hasta la mitad de la función, y esto no nos conviene. Últimamente, la baronesa de la Trinchera también nos ha invitado a ir al teatro; pero como ella se asoma tres minutos para ver cómo se han vestido las demás mujeres y que éstas vean cómo ella lo ha hecho, y luego se retira a jugar al tresillo en el interior del palco, no veremos la función.

Lo mismo que nos sucede con la aristocracia militar, que es la gran aristocracia en estos tiempos de libertad civil, nos pasa con los exiguos restos de la aristocracia antigua y con la del dinero o el de la alta banca; y por no oír hablar en estos palcos de tres por ciento y de contratas y de caminos de hierro; en aquéllos de grados, de empleos y de votaciones parlamentarias; en los del medio de etiqueta y de ceremonias palaciegas, y en todos ellos de modas y de política, nos vamos a sentar en una butaca. Si el espectador que tenemos a la derecha nos habla, cortamos su conversación; y si el de la izquierda nos pregunta, no le contestamos. Nosotros somos de aquella gente que iba al café a tomar café, a la iglesia a oír misa y al teatro a ver la comedia. Para hablar, al paseo o a la calle y mejor aún en casa y a puerta cerrada. La función que hemos escogido es variada. El cartel la anuncia en los términos siguientes:

«1.º Gran sinfonía del Romanticismo a toda orquesta y con melodías clásicas. -2.º El drama nuevo en dos actos, original y en verso, titulado Un charco de sangre o la venganza de una madre -3.º La zarzuela nueva en un acto, arreglada del francés, con el título de ¡Murió de amor el Serafín del valle! -4.º La comedia nueva en un acto, tomada del francés, con el título de La mujer en malos pasos y el marido en pasos peores. -5.º 120.a representación del estrepitosamente aplaudido paso de baile filosófico, sacado del francés, y titulado ¡Por andar en malos pasos!... -6.º y último. El juguete cómico, imitado del francés, titulado ¡Pobre marido!»

Al alzarse el telón aparece una magnífica decoración de campo, en la que se ven multitud de árboles, flores, cascadas y arroyos. Una luna dulcísima alumbra la escena, los pájaros cantan en la enramada y aun parece que se respiran gratísimos aromas. Si aquella no es la copia del Paraíso, cerca le anda. Bien hace el apuesto galán, que tiene entre sus manos la de una hermosa dama, en sellar con un beso el juramento de amor eterno que pronuncian sus labios, y bien hace ella en poner por testigos de su fidelidad, no sus años, aunque parece de mayor edad, sino las auras que besan su frente, las aves que arrullan sus palabras y el sol que ilumina el cuadro. El público envidia la situación de aquellos felicísimos amantes, aplaude con entusiasmo los versos en que se pintan su amor y pide que se repita y se repite una y otra vez la escena.

¡Qué cuadro más interesante, ni más tierno, ni de mejor enseñanza, ni mayor edificación que el del amor en medio de un paraíso de amores! Lástima da que aquellos bienaventurados mortales interrumpan su coloquio amoroso y vuelvan la cabeza asustados al oír el rumor de unas ramas, tras de las que aparece un hombre, que asomando a la escena a una joven que trae de la mano, le dice:

«¡Míralos!... ¡Ellos son!... ¡Malditos sean!»

El público se indigna al ver aquella pareja que viene a interrumpir la purísima felicidad de los dos amantes, los cuales, con acento de desesperación y cogiéndose de las manos, exclaman:


ELLA. -¡Mi esposo!... ¡Maldición!... ¡Cielos!... ¡Mi hija!
ÉL. -¡Mi mujer y su padre!... ¡Ábrete, infierno!

Cae el telón, vuelve a sonar la música, cúbrense los hombres la cabeza y empieza el entreacto.

Antiguamente, cuando el teatro estaba mal alumbrado por unas cuantas luces de aceite, no se hacía otra cosa durante el entreacto sino respirar con trabajo los gases de la aceituna, beber un vaso de aloja, vendido por gentes que habían hecho su correspondiente información de buena vida y costumbres y comentar con respeto las escenas que acababan de representarse; todo con la misma separación de sexos que había existido durante la representación. Los entreactos de hoy son otra cosa muy distinta.

En las localidades baratas, que ahora que hemos suprimido la infamia se llaman asientos de ignominia, como las gentes han tenido la lengua pegada al paladar, la boca abierta y los ojos fijos en la escena, hacen bastante con volver en sí y recordar lo que han visto, procurando retener en la memoria algunos de los versos que han escuchado. Los demás espectadores son los que aprovechan el entreacto.

Entran y salen en los palcos y en el salón de descanso a descansar de no haberse cansado, calificando magistralmente de buena o de mala la obra y a su autor de estúpido o de sabio y a los actores de inimitables o de detestables. Si el drama gusta, no falta quien haga coro a los que le elogian, para decir que es lo mejor que se ha escrito en francés; con lo cual todos dicen que «ya les parecía que era demasiado bueno para ser original», y nadie se cuida de averiguar de qué obra extranjera ha sido tomado, sino que todos acogen gustosos la calumnia. ¡Se critica el plan, las situaciones y los versos; pero nada se dice del fondo de la obra, nada de su argumento ni de su fin moral! En este punto son los espectadores verdaderos niños de escuela que toman sin replicar lo que les da el maestro, el cual dice a su vez que da lo que más les gusta a los chicos; y ¡vaya usted a averiguar quién de los dos tiene razón!

Pero las conversaciones, que giran sobre el acto que se acaba de representar, duran en algunos círculos poco y en otros nada. El entreacto se invierte en hacer política y en hacer atmósfera para la política del siguiente día; porque los teatros son grandes propagandistas de toda clase de rumores. En los casinos, en los cafés, en la Bolsa y hasta en la misma presidencia del Consejo de ministros se ha de preguntar «¿qué se dijo anoche en el teatro?», y es preciso oír hablar y aun inventar alguna cosa para que no se diga que en el teatro no se dijo nada.

Con gran sentimiento de las gentes de la ignominia, los de las butacas no abandonan los palcos, ni vuelven a sus asientos hasta que han pasado dos o tres escenas del acto, y entran con ruido, no para interrumpir a los actores, sino para que a ellos los vean entrar.

En la escena el paraíso ha desaparecido y en su lugar se ve un salón de baile. La luna se ha trocado en una luz vivísima de bujías esteáricas, los arroyos en riquísimas alfombras, los árboles en columnas de pórfido, las flores en colgaduras de terciopelo y oro y los dos amantes en una legión de enmascarados. Damas vestidas con gran lujo, pero con el rostro cubierto, cruzan la escena, y en los salones que se ven en el fondo se oye una armoniosa orquesta y el rumor de gente que baila.

De repente, empiezan a desaparecer las máscaras; la música va sonando lejos, como si los salones se fueran retirando a dormir, y del fondo del escenario se destaca un dominó negro, que avanza lentamente hasta encontrarse con otro azul que ha estado oculto detrás de una de las columnas. Pasea el primero la escena como quien registra la casa, y con aire de cazador que escucha para ver dónde está la fiera y cogiendo del brazo al del dominó azul, le arrodilla con violencia, saca un puñal, se le hunde en el seno, y quitándose el antifaz exclama con sardónica sonrisa, a tiempo que se escucha el doblar de una campana entre bastidores:


«¿Oyes ese lamento agonizante,
voz sepulcral de fúnebre agonía?
¡Es la iglesia que dobla por tu amante,
y yo le hice matar; sábelo, impía!»

El dominó azul se incorpora con trabajo, sin apartar la mano izquierda del sitio de la herida, y arrancándose la máscara, cae al suelo gritando:

«¡Es mi padre! ¡Qué horror!... ¡Yo le maldigo!»

Oyese a ese tiempo una estrepitosa carcajada en el fondo de la escena, y aparece la dama del primer acto cubierta con un dominó azul y con la careta en la mano; el padre se arroja sobre el cadáver de la hija, cae el telón, empieza la música y aplauden los espectadores pidiendo a gritos «¡El autor!». Sale uno de los actores a decir quién es el autor del drama que han tenido el honor de representar, y el público, sin escuchar el nombre, pide que salga para conocerlo si es nuevo en la plaza, o simple ente para hacerle salir si ya le conoce. El autor no permite que se impaciente el público, y sale y saca consigo a la madre que hizo asesinar a su hija, al padre que la asesinó, a la joven asesinada y al yerno por quien doblaban en la parroquia. Hay coronas para el verdugo y para las víctimas, y el Charco de sangre se convierte en una espuerta de flores.

La zarzuela no es del género triste; empieza, por el contrario, con un retozo general de todos los actores, aldeanos sencillísimos que van a la feria del pueblo inmediato, más alegres que las castañuelas que llevan en las manos, y con un gozo tan inocente y tan pastoril que no parece sino que aquella aldea pertenece a un nuevo mundo en el cual no ha querido Dios plantar el árbol del bien y del mal. Retozan con tal sencillez y tienen unas conversaciones tan inocentes y tan cándidas, que todos parecen unos camuesos incapaces de probar nunca la manzana prohibida.

De repente y cuando se cree que tienen más prisa por llegar a la feria, la orquesta da dos o tres golpes, y uno de los aldeanos paseando misteriosamente la escena con el dedo índice en la boca, reúne en torno de sí a todos sus compañeros de ambos sexos y les dice:

-¿Sabéis lo que se cuenta de Feliciana, de aquella orgullosa pastora que no quería que ninguno de nosotros la echásemos coplas, ni la rondásemos la casa porque decía que todos éramos unos bárbaros?

-No, no lo sabemos -contestan a una voz todos. -Pero ¿os acordáis que se escapó con aquel militar que estuvo alojado en el pueblo y se fue a Madrid y no ha escrito a nadie nunca?

-Sí.

-Pues estadme atentos, porque aquí en secreto y sin que nadie nos oiga os voy a decir lo que se cuenta en el lugar.

Los aldeanos se acercan, alargan la cabeza para escuchar, el chismoso se adelanta hacia el público, y volviendo la espalda a su verdadero auditorio, acompañado de la orquesta, canta en voz alta lo siguiente:

«Sabéis, amigos,
que Feliciana
una mañana
desapareció;
pues en silencio
os juro a fe,
que yo os diré lo que pasó.
CORO. -
Él nos dirá
lo que pasó,
lo que pasó... oooó.
ALDEANO. -
Silencio.
CORO. -
Silencio.
ALDEANO. -
Silencio, atención.
CORO. -
Silencio... atención... ooón.»


El aldeano alza la voz cuando puede, aun a riesgo de desafinar cuanto sea posible, y dice:

«En la corte
las princesas,
las duquesas
y otras más,
con Feliciana
iban en coche,
a troche y moche
a pasear.
CORO. -
A troche y moche
a pasear... a pasear... ar, ar, ar.
ALDEANO. -
Pero es el caso
que Feliciana,
de una terciana
o qué sé yo,
cayó malita
y aquí la echaron,
la abandonaron
y aquí llegó.
CORO. -
La abandonaron
y aquí llegó... y aquí llegó... oooó.»


A ese tiempo asoma por la cima de una montaña, que se ve en el fondo, una joven pálida, ojerosa, con el cabello destrenzado y vestida con una túnica blanca, y el aldeano grita:

«Vedla, allí viene
con paso lento.
¡Qué macilento
su rostro está!
CORO. -
Qué macilento
su rostro está... su rostro está... aaaá.
ALDEANO. -
Busca las flores
que, siendo niña,
en la campiña
se puso a oler.
CORO. -
En la campiña
se puso a oler... se puso a oler... er, er er»


Cesa la orquesta, óyese un solo de arpa, ábrense en dos filas los aldeanos con rigurosa división de sexos, y alzan todos los ojos y las manos al cielo como en señal de una gran desgracia, mientras la joven, tosiendo a compás del arpa y como si a cada paso fuera a rendir el alma, avanza lentamente hasta el agujero del apuntador, y en vez de sacar un grano de goma o una pastilla de malvavisco, arranca una hoja de un árbol, la besa, alza los ojos al cielo (cuyo movimiento de cabeza la produce un fuerte golpe de tos, que con las armonías del arpa y los gestos de los coristas produce un efecto desgarrador) y desfallece y cae en los brazos de las aldeanas, que corren a sostenerla y la sostienen, mientras ella, suspirando, tosiendo y agonizando, suelta la siguiente copla:


    «¡Ay, que no sabe el mundo
       lo que se pesca,
    cuando deja en el campo
       a las doncellas!
       Lirio del valle
    es la mujer, y el hombre
       viene a secarle.
    Zagalas, yo me muero,
       estoy muy mala,
    la fiebre me devora,
       la tos me mata.
    A...di...ós... a... mi... gos...
per... dón... per...dón... a to... dos...
    per... dón... os... pi... do...»

Feliciano cierra los ojos, muere, y caen de rodillas todos los aldeanos, mientras el arpa larga sus últimas notas, que mueren ahogadas por el redoble de un tambor, y aparece en la escena un capitán mandando ocho hombres y una cantinera. El capitán es el militar con quien se escapó Feliciana, y la cantinera es una de las duquesas de Madrid, que por seguir al capitán ha adoptado el disfraz de cantinera. Ambos reconocen el cadáver que las aldeanas están cubriendo con flores sin haber visto llegar la tropa, y cuando se dan cuenta de ello lanza cada una un grito, los soldados se apoderan de ellas, visten con sus uniformes a los novios, que son unos corderos, y les dejan patrullando por si viene el general que anda por aquellos contornos, y cae el telón.

La comedia, como su título lo indica, se reduce a un marido malo, a una mujer perversa y a un amigo malísimo.

No nos detenemos a explicar cómo los segundos engañan al primero, y cómo éste, después que ha sabido que le han engañado, vuelve a quedar tan contento; porque el argumento es demasiado conocido y los personajes están siempre de guardia en el moderno teatro español. Un amigo falso, una mujer infiel, un marido tonto y una colección de gentes que amparan a los primeros y se ríen del segundo, apenas hay comedia que no los tenga. El lector los conoce mejor que nosotros, y habrá visto aplaudir esas obras con verdadero entusiasmo, no por el fondo de ellas, que eso importa poco, sino por los chistes en que abundan. No se puede hacer reír al público sin hacer llorar a la moral pública; pero como esta dama se ha empeñado en no asistir al teatro, llora en su casa y los autores no han podido ver esas lágrimas.

Lo que verdaderamente aflige es un baile serio. Figúrate, lector, una joven modesta y hermosísima, con las piernas al aire, el pecho descubierto, los hombros y los brazos desnudos y un tonelete tan hueco y tan apartado del cuerpo, que más que una prenda del traje parece un salvavidas para arrojarse al mar; figúratela, digo, saliendo de entre bastidores, cabizbaja y pensativa, con los brazos cruzados y marcando el paso, con un compás tan lento y tan dolorido, que parece que va a caer exánime sobre la escena. Mírala cómo de repente llega al medio del escenario, y alzando los ojos al cielo y apretándose el corazón con ambas manos eleva su cuerpo sobre la punta del pie derecho, y extendiendo la pierna izquierda hasta poner el pie un metro más alto que la cabeza, baja éste hacia el suelo, tiende los brazos como si fuera a volar y empieza a dar brincos y saltos, cogiendo puñados de aire y llevándolos al corazón, que parece estarle saltando de pena. Obsérvala cuando lleva una mano hacia la oreja y, en ademán del que escucha, se mantiene cuatro minutos sobre la uña de uno de los dedos del pie izquierdo, y abre sus ojos espantados como si hubiera oído un rumor siniestro, y si todo esto no te aflige ni la situación de esa mujer te hace verter lágrimas, diré que tienes un corazón cómo el del público que aplaude en estos momentos de supremo dolor y pide que se repitan aquellos retortijones de piernas y de brazos que tan bien expresan los retortijones del amor, de los celos, del miedo y de la ira.

Figúrate que del fondo de la escena sale un hombre no más vestido que la joven, aunque con su tonelete menos voladizo, y corre hacia ella, explicándole con sus ademanes todo el amor que le inspira, y ella huye y le indica que se tirará al mar si da un paso más, y él le pregunta también por señas «¿por qué?», y ella le impone silencio indicándole que se lo va a contar al momento, y recorre la escena con los brazos extendidos y de puntillas para ver si están solos, y rompe por fin a hablar con pies y con manos, hasta que cae rendida y desmayada en los brazos del galán que la contempla, y éste le da un beso y la deja tendida en un banco de piedra. Y tras de esto alza los ojos al cielo para expresar su alegría, y echa las piernas al aire y da cien saltos y cien brincos, mientras poco a poco va despertando la joven, y se horroriza de encontrarse allí sola y se pasa la mano por la frente como para recordar lo que le ha sucedido. Entonces él, bailando y sin que ella le vea, llega por detrás del banco, le da un beso en la frente y entablan un diálogo de brazos animadísimo, del cual resulta que quedan perdidos de amor y que se lo cuentan al público en un paso a dos, que no hay más que pedir.

El público, que no vierte lágrimas a la vista de aquellos dolores secos y mudos, cubre de flores y palomas la escena, arroja coronas de laurel a los pies de la bailarina, y ésta sale una vez y otra a dar gracias sonriendo y como si estuviera loca de alegría. Entre bastidores la tienen preparada una cama, en la cual se tiende apretándose de veras el corazón, que se le sale del pecho, mientras el público sigue aplaudiendo y ella quita la mano del corazón y vuelve a sonreír y hasta vuelve a repetir el baile para volverse a revolcar en la cama. Pero esto no lo ve el público; esto lo ven las madres o los maridos de las bailarinas, los mismos que para que aprendan y puedan ejecutar un paso nuevo les estiran las piernas y les descoyuntan los brazos, y luego para que les pase el susto les ofrecen un vaso de agua de azahar. Lo que el público ve después del baile es el juguete cómico, cuyo protagonista, si no es un marido tonto, es un novio simple y una novia que para ir a la iglesia se empeña en que le ha de dar el brazo su antiguo. amante o cosa por el estilo; lo cual encuentran muy natural los suegros y los demás amigos de la casa, y al público le hace reír sobre manera, porque, como hemos dicho antes, abunda en chistes y esta sociedad es muy chistosa. He aquí, lector, las costumbres del teatro. Los que a todas horas se dicen que el teatro es la escuela de las costumbres, te dirán si esas son las costumbres de la sociedad. No podemos decir más porque nos hemos extendido demasiado; ni siquiera tenemos espacio para hablar de los alabarderos, que han reemplazado a los antiguos mosqueteros, ni de si a esos aplaudidores de oficio, hoy mejor organizados que ayer, se debe el buen o mal éxito de algunas obras dramáticas.

Somos creyentes sinceros del sufragio universal; profesamos con toda fe el sistema de las mayorías, y no creemos que éstas puedan ser nunca ficticias. ¡Adónde iríamos a parar si dudáramos en estas materias!






ArribaAbajoBenito Pérez Galdós


ArribaAquel

¿Quién es aquel?

¡Enigma indescifrable! Tengo para mí que todos los seres de la creación ignoran quién es aquel, y sin embargo, aquel existe y está en todas partes, os persigue como vuestra sombra por donde quiera que vais; parece el acreedor sempiterno que está reclamando constantemente una deuda inmortal; parece el Banquo de todos nuestros sustos, el ave agorera de todos nuestros presentimientos, la imagen óptica de todas nuestras alucinaciones.

Supongamos que un día nefasto os veis en la necesidad de formar en las tristes filas de un entierro. Llegáis al cementerio, entráis en la capilla para asistir al oficio fúnebre, y entre la enlutada muchedumbre está infaliblemente aquel.

En otro día, quizá más nefasto, vais a un baile de máscaras; discurrís por el salón tratando de matar el fastidio. Supongamos que os divertís, que no; supongamos que os dan una broma pesada o una feliz sorpresa. Todo esto es accidental y está sujeto a mil contingencias. Lo invariable, lo categóricamente cierto, es que al entrar, al salir, en todas las vueltas que, como mariposa atontada, dísteis por el salón, encaró con vosotros una persona cuyo semblante conocíais bien, y esta persona era aquel.

Pongamos el ejemplo de que vais a una parada, a una ceremonia pública, a un meeting, y en el primer caso os causa perplejidad y admiración la variedad de uniformes, el guerrero ademán de las tropas, la estirada gravedad y deslumbrante entorchamiento de los generales, así como en el segundo nada os conmueve tanto como la elocuencia y ardor de los oradores políticos, que se quieren tragar unos a otros por un mendrugo de libertad más o menos. Pero en la parada y en el meeting lo que os causará un asombro parecido al espanto es ver confundido entre el gentío... ¿a quién, cielos divinos?... a aquel.

Otro caso: un día que debe marcarse con piedra negra en nuestra mísera existencia os prenden, por equivocación, en una calle de las más públicas, por haberos confundido (nuestra policía tiene un ojo... ) con cierto sujeto célebre en los garitos, y al formarse en torno de vuestra persona el indispensable círculo de curiosos que miran con indignación al delincuente, observáis que entre todas aquellas caras se destaca una, la más insolente y desvergonzada de todas, y esa cara... no lo dudéis ni un momento, esa cara es la de aquel.

Más ejemplos. Sentemos la atrevida hipótesis de que os casáis. Llega el infausto día. Os personáis en la iglesia: llega la novia, llegan los padrinos, llega el cura, llega el monaguillo, llegan los amigos; parece que no falta nadie. Como nada falta, principia la ceremonia: os dais la mano, el sacerdote os bendice, y cuando ya parece que está consumado el sacrificio, extendéis la presuntuosa mirada por todo el ámbito del templo para que la felicidad, estampada en vuestra cara, despierte envidias en el apiñado concurso, y... ¡oh sorpresa de las sorpresas!, apoyado en una columna, con la vista fija en el novel matrimonio, está un hombre, en cuyo semblante reconoceréis al punto las aborrecidas facciones de aquel.

En resumen, si vais al café, ahí está aquel tomando su brebaje; si vais al teatro, allí está aquel desde que se alza el telón; si viajáis en verano, al poner el pie en el coche veis una figura que se acurruca en el rincón y recorre las páginas del Indicador de los caminos de hierro, y al punto le conocéis... es aquel.

Basta de ejemplos y meditemos.

Todo el que se encuentra en presencia de este singularísimo fenómeno social se pregunta: ¿quién es aquel?

Como respondiendo que aquel no es nadie iríamos a parar a un absurdo, es fuerza convenir en que aquel es una persona que se encuentra en todas partes, lo mismo en los espectáculos gratuitos que en los de pago, lo mismo en los tristes, como el entierro, que en los alegres, como el baile; figura decorativa de los cafés y de los teatros; parte alícuota de todo numeroso y escogido público en las reuniones y meetings; un hombre que siempre estamos viendo y nunca conocemos, el tipo de los tipos, raras veces simpático; por lo común, insoportable, ente aborrecido, que nadie sabe cómo se llama, ni quién es, ni qué hace, ni de qué vive.

El ser misterioso que viene al mundo predestinado a ser el aquel de la sociedad lleva en su enigmática ubicuidad el don de originar multitud de interpretaciones diversas acerca de su posición y persona. Por tanto, si un día preguntáis, ¿quién es aquel? recibiréis respuestas tan diferentes que os dejarán más confusos. Quien abriese una información sobre este singular personaje y fuese apuntando en su cartera las diversas noticias que sobre él recibiría, había de formar el curiosísimo ramillete que va a continuación:

-Aquel es un hombre a quien se ve en todas partes. Yo tengo para mí que es un vago.

-Aquel es un marqués inmensamente rico que, como no tiene nada que hacer, se anda por ahí con las manos en los bolsillos. Me figuro que es persona extravagante.

-Aquel es un conde tronado que derrochó al juego su fortuna y ahora está tratando de distraerse.

-Aquel es un filósofo extravagante que se pasea.

-Aquel es un hombre de mucho talento, que se ocupa en estudiar la sociedad en sus varios aspectos y condiciones.

-Aquel es de la policía secreta.

De lo cual se deduce que nuestro hombre es todo el mundo.

Pero hagamos personalmente una indagación concienzuda, y fijémonos bien en él. Miradle, ¡oh curiosos lectores!, asistiendo con solícita puntualidad al relevo de la guardia que tiene lugar en palacio todas las mañanas. Es un hombre de mediana estatura, de mediana edad, de mediana decencia: todo mediano. Anda solo; no pasa junto a otra persona sin mirarla bien, y por su parte parece cuidarse poco de que le miren bien o mal. Antes de comenzar la música se acerca a los atriles para ver en el papel de música el nombre de la pieza que se va a tocar. Cuando suena el redoble se para para oír mejor, y hasta se nos figura que se mueven sus pies como queriendo contradancear un poco en presencia del público. Concluye la fiesta musical, y esta es la ocasión de satisfacer nuestra mortificante curiosidad, pues. le seguiremos, y viendo adónde va, averiguaremos quién es. Por ejemplo, si entra en una oficina, sabremos que es empleado; si se cuela en la Universidad tendremos la certidumbre de que es estudiante; si penetra en la iglesia no hay remedio sino que es secretario de alguna archicofradía; si se mete en la Bolsa, cátate que es hombre de negocios; si se abren ante él las puertas de uno de esos santuarios de la opinión que se llaman redacciones de periódicos, es indudable que periodista ha de ser; si se introduce, hundiéndose a manera de espectro de teatro, por uno de los agujeros de la alcantarilla, no hay duda de que es de la ronda nocturna, y, por último, para que no se nos escape ninguna conjetura en lo que se refiere a este ser extraordinario, si se desvanece ante nuestros ojos como el humo de un cigarro será preciso confesar que es un espectro, enviado al mundo para nuestro tormento.

Sigámosle, pues. Concluido el relevo de la guardia, aquel se dirige a la Puerta del Sol, y cuando esperábamos verle entrar en alguna parte, he aquí que comienza a pasearse con mucha calma, mirando cada poco tiempo al reloj de la casa de Correos. Pues con este dato al menos listo comprenderá que aquel es un cesante. ¡Oh, desventurada porción del linaje humano! Si no se te conoce por tu rancia costumbre de medir las aceras de la Puerta del Sol, fijando la vista en aquel misterioso reloj que parece contar los momentos en que se dan y se quitan los destinos, en aquel reloj cuya inflexible manecilla hace como que está escribiendo credenciales y cesantías; si no se le conoce en este rasgo genuino y característico, ¿de qué sirven la filosofía y la zoología?, ¿para qué vino al mundo Buffon?

No hay duda ya de que nuestro hombre es cesante; pero como el ser cesante es no ser nada, por fuerza nuestro interesante aquel ha de ser alguna otra cosa, y eso es lo que tratamos de averiguar. Atención. Por fin se cansó de pasear y entra en un café. ¿Será preciso verle para asegurar que va a tomarse un gran vaso de café con media tostada? No, seguramente; y, si queréis cercioraros, al través del empañado cristal podéis contemplarle engullendo con voracidad leonina su frugal almuerzo. Como es fácil comprender, éste dura poco y, al concluir, nuestro personaje lleva a efecto un acto de heroísmo, que despierta el dormido entusiasmo en nuestro positivista espíritu. ¡Acción inaudita! Aquel mete la mano en el bolsillo y paga su café. ¿No os conmueve este rasgo de sublime generosidad? Todos nuestros cálculos y conjeturas han venido a tierra como alcázar de utopías que destruye de un golpe el poderoso ariete del sentido común. Nuestro hombre no puede ser cesante. Ha pagado.

Pero no desmayemos en nuestras pesquisas: no nos acobardamos por este contratiempo, y sigamos tras él. Ya sale, vuelve a pasear y a mirar al reloj. Sin duda espera una hora determinada para ir a alguna parte. Pero pasa un entierro lujoso: delante va el féretro arrastrado por los caballos de la Funebridad; detrás, en lenta y simoníaca procesión, van los amigos, a quienes el recuerdo del que se fue obliga a cumplir el más fastidioso de los deberes. Todos los transeúntes miran el entierro incluso aquel; pero todos le dejan pasar; menos aquel, que lo sigue.

Probablemente no será pariente del difunto; pero sigue el entierro a pie hasta el cementerio, oye con profunda atención el oficio de difuntos, acude solícito a ver el cadáver cuando se le destapa y, por último, no quita los ojos del nicho hasta que el albañil no ha puesto el último ladrillo en aquella puerta de la eternidad.

Pues no hay duda: nuestro interesante aquel ha de tener en la sociedad la rara misión de asistir a los entierros; y o mucho nos equivocamos, o existe una misteriosa liga de protección a los muertos, que impone a sus individuos la obligación de presenciar las tristes escenas del cementerio con objeto de que se nos trate allí con consideración y respeto. Siniestro oficio es éste, y si realmente existe, no se podía haber escogido para desempeñarle persona más a propósito que el ente singularísimo de quien nos ocupamos.

Ved cómo sale del cementerio y pedibus andando se vuelve a Madrid. Nosotros le seguimos de cerca, espiando sus movimientos, observando si habla con alguno. Se para ante los escaparates de las tiendas, examinando lo que hay allí como si fuera a comprar algo. Pero no: no compra nada, y sigue en su camino; de repente llama su atención cierta mujer, portadora de un recién nacido, cuya diminuta figura no se distingue bajo el follaje de lienzos blancos que le cubre. Esta mujer seguida de algunas personas más entra en una iglesia y acto continuo aquel se cuela también dentro.

Tenemos bautizo. El incógnito asiste a esta patética ceremonia acercándose todo lo que puede a la santa pila, y ahora comprendemos que el oficio de aquel es velar para que los recién nacidos entren con pie derecho en nuestra católica Iglesia. Él sin duda ha recibido esa misión de algún comité protector de los bautizos, y ved con cuánta solicitud la cumple. Gracias a Dios que hemos averiguado el papel que desempeña en el mundo este hombre, a ninguno otro parecido. De seguro al salir de nuevo a la calle va a situarse en punto a propósito para observar quién se bautiza. Pero no, anda y anda, nuevo judío errante, paseando siempre su voluble mirada por todas las tiendas sin hablar con nadie. No le abandonemos todavía, con tanto más motivo cuanto que le estamos viendo llegar al Congreso, acercarse a la puerta del público, hacer su cola correspondiente y subir al fin, cuando le ha llegado el turno.

¡Tontos e imbéciles de nosotros! Hasta ahora no habíamos caído en la cuenta de que este ser incomprensible no es ni inspector de muertos ni vigilante de nacidos, sino simplemente un pensador consagrado a los problemas políticos; un hombre que se va a estudiar las grandes cuestiones del día en el candente terreno donde se debaten, como un geólogo que estudia la lava en el mismo cráter del volcán. Subamos tras él, si no con el cuerpo, con la imaginación, y veremos cómo está allí las horas muertas, atendiendo a cuanto se dice, tomando apuntes para sus futuras obras, entre las cuales por fuerza ha de haber una en que se trate del origen y fin del hombre.

¿Pero cuál no será nuestra sorpresa al ver que apenas está un cuarto de hora en la tribuna, al ver que baja y sale después, sin haber prestado atención a la edificante discusión del Congreso? Nos engañamos. Aquel no es ni cata-muertos, ni cata-nacidos, ni hombre político, ni filósofo. Por fuerza ha de ser otra cosa, y esta otra cosa es la que hemos de averiguar, corriendo tras él, como soga tras el caldero. Se dirige al paseo. Suena la bandurria de un ciego, y ya le tenéis abriéndose paso para ponerse en la primera fila del corro. Se desbocan los caballos de un coche, y es el primero que se apresura a informarse de la gravedad del suceso. Sacan a un ahogado del estanque del Retiro, y él es quien primero le. toca y le examina y le registra. Se abre la verja de la, casa defieras, y él es el primero que entra a pasar revista, por ver si falta algún cuadrumano o algún, paquidermo. Se eleva un globo en punto lejano, y él es el primero que lo ve, y, mirando al cielo como un astrónomo sorprendido hace converger hacia aquel punto los ojos de todos los circundantes. Por fin, torna a Madrid después de sentarse cuatro veces y pasear otras tantas, y cuando ha descrito complicadísimas curvas y diagonales por cien calles, plazuelas, costanillas y recovecos, le vemos entrar en un portal y desaparece de nuestra vida. Ha entrado en su casa. Nuevo y más indescifrable enigma. Veamos si la mansión de aquel tiene algún rótulo en sus balcones que indique oficio o profesión. No hay muestra alguna. Preguntemos al portero. La casa no tiene portero. Entremos; es casi de noche y no hay luz en la escalera. Se ha perdido, se ha hundido como una sombra en la noche, que después de aterrar una comarca entera se sumerge en su cueva o en su hoyo. En vano se pide a aquella también ininteligible morada una letra, un signo, que manifiesten al aturdido pasajero la condición de los que la habitan. Su casa calla como una tumba sin epitafio.

¿Y estamos condenados a no saber nunca quién es aquel, quién es el hombre que encontramos en todas partes, por la mañana y por la noche, sombra de nuestro cuerpo, especie de sempiterno acreedor que está reclamando sin cesar una deuda inmortal? Sí. Aquel ha sido, es y continuará siendo indescifrable. Inclinemos con respeto la frente ante este misterio, y, apartándonos de la casa en que parece habitar, demos fin a este artículo, que debía haberse titulado, El Vago.