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Apropiación de un lenguaje propio

Luisa Valenzuela





«Todo lamento es siempre por el lenguaje, así como toda alabanza es sobre todo loa al nombre».


Giorgio Agamben, La comunidad que viene.                


Siempre hay tentaciones y siempre hay efectos de vértigo. También juegan las ganas de sentirse un poco iconoclasta, irreverente, a pesar de que ya ha habido tanta iconoclastia e irreverencia que lo nuestro corre el riesgo de parecer pálido. Pero a caballo del siglo XXI, de esto que puede ser un precipicio o una vuelta de página, cabe esperar que se dé el cambio, la apertura. En múltiples direcciones. Por lo pronto ya podemos celebrar el encuentro tan largamente postergado de la mujer con su propio lenguaje. Casi casi como el muy surrealista encuentro del paraguas y la máquina de coser, siendo la mesa de vivisección la «casa» de la lengua.

Teniendo siempre en cuenta, natural y muy lacanianamente como nos recuerda Eduardo Vidal, que «el ser humano es un extraño en la casa de nadie: el lenguaje».

Un hogar que no le fue familiar a la hembra de la especie de los bípedos implumes, muy a pesar suyo. Ella, precisamente, la reina de todo hogarcito limitado y casero, fue extrañada precisamente de éste, el ajeno por antonomasia, doblemente ajeno para ella porque la capacidad de apertura del lenguaje que ella supo entrever fue usada en su contra para cerrarle las puertas.

A raíz de lo cual el viaje de la mujer a través del reino de la palabra ha sido arduo: de sujeto de la sujeción, pasando por ser sujeto del enunciado, la mujer está llegando por fin en los albores del tercer milenio a ocupar el lugar que le corresponde en tanto sujeto de la enunciación.

Conviene conservar la conciencia de esta larguísima y dura travesía.

En nuestra recientemente conquistada capacidad como sujetos enunciantes estamos por fin diciendo nuestras oscuras verdades para develar aquello que permanecía oculto a la sombra del logos masculino.

Las escritoras hemos aguzado nuestra percepción de la palabra, sobre todo en relación con su carga semántica, que en ocasiones puede resultar tan letal como un arma. Podríamos pensar en el lenguaje como arma blanca de doble filo que vamos aprendiendo a usar en toda su potencialidad. Se nos legó un cuchillo romo, «dull» como se dice en inglés, término que implica claras insinuaciones de aburrido, obtuso, embotado, y estamos afilándolo hasta sacarle chispas. No es un arma de combate contra el otro género sino más bien un buril que esgrimimos para irnos tallando una vez más, un bisturí para ir desprendiéndonos de rebabas, de pólipos, de fibrillas y adherencias paralizadoras. Contra las limitaciones impuestas por aquello que al nombrarnos nos encasilla, invisibiliza o peyoriza, vamos descubriendo nuestra capacidad de nombrarnos con palabras propias, invirtiéndoles la carga a dichas palabras y a las palabras dichas para que se vuelvan liberadoras.

Reconocer la carga -más relacionada con el valor connotativo que con el denotativo- resulta tarea esencial ahora que estamos logrando hacer escuchar nuestra voz en el discurso de las naciones.

El inevitable Barthes, en El grado cero de la escritura, dio alguna pista: «las palabras tienen una segunda memoria que se prolonga misteriosamente hacia el centro de las nuevas significaciones».

Es para reavivar la tal memoria, para devolverle su brillo perdido, que muchas escritoras intentamos prestar una oreja muy atenta a la lengua.

Apropiación, entonces, de un lenguaje propio, y apropiación a la vez del propio lenguaje.

Propio «que pertenece a una persona o cosa // natural, no artificial // conveniente, apto».

Según nos hace saber el infaltable Pequeño Larousse, en cuya portada una mujer siembra a los cuatro vientos desde los comienzos pero, hasta hace pocos años, nunca logró cosecha alguna en los campos del lenguaje propio. Porque la definición del vocablo Propio tiene aún otras propiedades, como sustantivo masculino: // lo propio del hombre.

Lo sabemos bien, la cuestión radica en la universalidad. La humanidad es masculina. Lo masculino denota la generalidad donde nosotras, las mujeres, somos entendidas, tal vez, como simples accidentes. Mucha tinta y hasta quizá algo de sangre (menstrual casi siempre) ha corrido para luchar contra esta invisibilización de la mujer. A veces con éxito y otras no tanto. «Diciendo el hombre yo abrazo a la mujer», explicaba o quizá ansiaba cierto caballero respetable que conocí. Como tantos.





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