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Aridjis milenario: unidad temática y estética de su obra narrativa

James J. López






Yo canto a los seres en sus últimos momentos
La luz mas espiritualizada es la final
Yo amo al día en sus últimos momentos
El esplendor del sol parece que nunca va a acabar
Yo viviré con palabras más que mi cuerpo.


Homero Aridjis                


Homero Aridjis es un escritor limítrofe. Habita los bordes de la percepción y el conocimiento, buscando la reconciliación de los extremos en los estadios terminales. El amor y el odio, la sangre del parto y del crimen, las fusiones tántricas y las bodas espirituales, los instantes donde el tiempo se coagula y los opuestos se reconocen son los espacios que atraen y afinan el ojo aridjiano, haciendo de sus palabras una crónica de los orígenes y destinos del extravío humano, una exaltación sin par de la potencia amorosa del hombre, y a la vez, un lamento terrorífico de su capacidad destructiva. No hay práctica literaria que no forme parte de su repertorio. Aridjis ha incursionado con igual fervor en la novela histórica, escrutando el engranaje fatalista de las historias, sean éstas cíclicas o escatológicas, y la novela futurista, tallando el monumental espejo simbólico de los Apocalipsis posibles. Es una obra movediza, a veces abigarrada, pero también magistralmente estática, constante. Dicha constancia es el producto de una original apropiación del milenarismo1, que no es nada menos que la yema ideoestética que alimenta su producción literaria, confiriéndole a su vasta obra unidad estética y temática. El milenarismo de Aridjis está cerca a lo que se podría llamar una ideología directriz de su quehacer artístico. Es la fuente que proporciona el compromiso ético que encandila su sátira, y que organiza los datos y referencias históricas que pueblan sus textos. Pero decir milenario no es igual a decir apocalíptico. En el final, que es nuestro destino individual y colectivo, está el origen en el umbral de un nuevo comienzo. Las hecatombes y catástrofes imaginadas por Aridjis son instantes de condensación histórica que posibilitan las revelaciones que inauguran la nueva era de renovación espiritual: es el «Sexto Sol» de La leyenda de los soles, el alba de los pájaros en ¿En quién piensas cuando haces el amor?, la promesa del Nuevo Mundo en 1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla, la reunión de Juan e Isabel y su coincidencia en la ceremonia del Fuego Nuevo al final de Memorias del Nuevo Mundo, el Tercer Testamento que concluye El Señor de los Últimos Días: visiones del año mil, y la fusión cósmica que pone fin dramático a El último Adán.

Si analizarnos la evolución literaria de Aridjis, descubrimos que por lo menos dos de los elementos que conformarán los ejes centrales de su obra madura, elementos que proporcionan el andamiaje estético sobre el cual se monta la cosmovisión milenarista posterior, están presentes desde el principio. Ya en Mirándola dormir (1964) hay una obsesión con los estados de ánimo más cercanos a la revelación mística, la cual en Aridjis es una epifanía que se alcanza casi siempre por medio del erotismo. En Perséfone (1967) hace su aparición un narrador que califico como «visionario». En esta novela-poema el sujeto hablante (narrador) se desintegra, transformándose en una especie de ojo ubicuo en proceso de constante transmutación. Al observar transforma lo observado y es a su vez transformado por él. La narración es un incesante mirar, ver, oír, palpar, oler y sentir que nunca logra asir lo percibido: «Somos más de cien rostros que crecen en el rostro; más de cien nombres que anidan en el nombre. Nos vemos uno a otro como a través de un espejo sin azogue» (203). Esta óptica privilegiada se plasma textualmente mediante una práctica narrativa que prefiero llamar presentismo -partiendo del simultaneísmo que Octavio Paz identifica como un aporte estético mayor del surrealismo2- y que yo describiría en este contexto como el poder del lenguaje poético de abolir el transcurso temporal mediante la convergencia simultánea de referencialidades cronotópicamente dispares, fijando en la imagen poética la plenitud del instante, morada idónea para este ojo narrativo de Aridjis. El visionario, por ser agente de la revelación, es presentista por naturaleza y simultaneísta por necesidad. La visión implica un salirse del de curso del tiempo. Es una observación simultánea de la totalidad reunida, y por tanto, las técnicas de composición textual deben conformarse a ese mirador. Ya en una obra tan temprana como Perséfone vemos cómo la verticalidad metafórica del poema y la horizontalidad metonímica de la prosa se funden, rompiendo la encadenación cronológica de la narración de una historia de amor desdichado, fusionándola con su referente mitológico, y reconstituyéndola como una meditación sobre las posibilidades reveladoras del amar en la mancha urbana3. El aparato omnividente4 se ve acosado por la degeneración y podredumbre que rodea a la amada -prefiguración de las «megalópolis» de sus novelas futuristas en donde la actual DF se funde con su ancestral Tenochtitlán y la apocalíptica Ciudad Moctezuma- llevándolo a intentar desesperadamente detener el tiempo y fijar lo bello que late incomunicado detrás de él. Perdida la capacidad del discurso de retratar la vivencia de lo prófugo, el relato se vuelve lírico, una cadena obsesiva de metáforas que se frustran a lo largo de ciento cincuenta páginas. Epifanía y censura se encadenan vertiginosamente: «Y veo cómo los momentos de gozo yacen en lo indecible, y lo que he salvado pervive en lo invisible, y toda absolución y toda exégesis es vana. E imagino que el mutismo de los poetas no es casual, tan sólo una cuerda más tocada en secreto por el aire» (212). La poética temprana de Aridjis entonces se halla empecinada en esta tarea de fijar la plenitud del instante por medio de la palabra, operación que se vuelve una compulsión adánica de nombramiento a lo largo de su obra: nombrar las cosas según su verdadera naturaleza es detener un poco la muerte inevitable y comulgar con lo inmortal. La obra aridjiana es más efectiva cuando roza ese estado visionario o místico, menos efectiva cuando se vuelve una acumulación de datos y evidencias que sirven para documentar o comprobar la revelación original, como pasa en algunas de sus novelas históricas. Pero en todo caso, la intención se mantiene pareja. Al desentrañar lo universal en lo particular, y descifrar el sentido oculto del dato preciso, sea de piedra o de palabra, nos abre un paisaje colindante al cotidiano donde comulgamos con las verdades que nos son vedadas en nuestro extraviado andar por el mundo de cada día. Aridjis es un autor para el cual todos los tiempos están presentes en el aquí y el ahora, y el presente poético es la puerta de acceso a todos los tiempos y lugares; es un descubrimiento y una denuncia.

El segundo elemento central a la constitución estética de la obra aridjiana también aparece por primera vez en Perséfone, y es el periplo narrativo que se repetirá en todas las novelas posteriores: a saber, el viaje por los bordes de la existencia en busca del amor perdido. Este hilo conductor de su obra es quizás el elemento que, junto a la cronotopía presentista, más transciende la elección de género (prosa o poema, relato histórico o futurista) y condiciona los mundos imaginarios de sus novelas. La pareja amorosa, separada generalmente por razones de violencia, se extravía por ese presente cargado de presencias, esa cronotopía del «último día» que en más de un sentido es el escenario de cada una de sus novelas, en busca de la reunión, de la fusión que pondrá fin al sufrimiento de la separación, que como todo en la obra de Aridjis, transcurre en dos registros irreducibles: el individual y el colectivo. El protagonista/narrador casi siempre es una conciencia escindida que deambula extraviada por un mundo en estado límite, es decir, milenario, registrando lo visto en busca de su complemento. En Perséfone, es el narrador-poeta (Orfeo) tras su prostituta-diosa (Perséfone) por los antros y prostíbulos de la capital mexicana; en 1492 y Memorias es Juan Cabezón tras Isabel de la Vega en medio de la persecución genocida de la Inquisición y el exterminio del mundo indígena en la Nueva España respectivamente; en Leyenda es Juan de Góngora tras Bernarda Ramírez a través de los muros y los mitos derrumbados de una Ciudad de México/Tenochtitlán al borde del apocalipsis ecológico y la muerte del Quinto Sol en el año 2027; en Visiones es Alfonso de León y su doble Abd Allah de Córdoba en la España anterior a la Reconquista; en La Zona del Silencio es Tásai y Duvúrai y es Roberto y Rebeca por las fronteras geológicas y cronológicas del desierto sonorense; y es el último Adán en busca de la última (innombrada) Eva por el paisaje tronado después de la hecatombe nuclear. En todos los casos, es en el encuentro final de la pareja escindida (física o espiritualmente) que, por las vías del deseo y el amor, se funden los complementos, y, en el umbral de la muerte, el instante milenario se da -perecedero, eterno, pleno.

Asigno una importancia central a El último Adán (1986)5 dentro de la obra aridjiana porque es ahí donde la veta erótica/mística de su obra temprana, y la preocupación histórica que aparece en su poesía durante la década de los setenta, se funden con el milenarismo visionario para crear una de las obras narrativas más originales de los últimos treinta años. El último Adán es de particular relevancia, si no por otras razones, entonces por su condición de mise en abyme de la obra entera del autor. La novela comienza con un desdoblamiento de la cosmogonía judeo-cristiana, un anti-Génesis que nos remite, en los primeros momentos del Final, a los primeros momentos del Principio: «En el final, el hombre destruyó los cielos y la tierra. Y la tierra quedó sin forma y vacía. Y el Espíritu de la Muerte reinó sobre la superficie de las aguas» (9). La enunciación profética6 pone en juego el relato de la creación con su opuesto, la descreación, y el origen y el destino se revelan en un presente infinito: «En el final [...] todos los espíritus de todos los tiempos flotaban en el aire, y el último hombre, en el crepúsculo del amanecer del sexto día de destrucción vio lo que sus semejantes habían hecho, y en medio de la creación lloró» (9). Tapón y amontonamiento de la historia, cronología encarnizada, en que las cosas pierden su individualidad para transformarse en arquetipos, es decir, portadores de ese estado simultáneo, intemporal. Hay un proceso de saturación y sobredeterminación semántica de las cosas justo en el momento en que dejan de ser.

Esto es lo que permite la contemplación última, plena y simultánea no sólo de la historia humana desplegada en el mundo físico, sino también de todas sus combinaciones posibles; no mediante una demostración verosímil, sino por medio del ojo vidente y convocador (profético). De ahí la proliferación de modos narrativos que privilegian el original manejo de la yuxtaposición, la figura oximorónica y la referencialidad en todas sus manifestaciones (la intertextualidad, el pastiche y la parodia, el arcaísmo, la cita, el bricolaje) en la constitución misma del mundo físico reventado por el cataclismo final, «ese paisaje de paroxismos y alucinaciones donde se ha roto la barrera de la realidad y el sueño» (16). El acto primero de la última pareja es andar y contemplar, al principio sin otra motivación (hecho que cambia cuando la pareja se separa) que la resignación, lo que permite que el ojo mítico funcione otra vez. Lo que ve es un mundo en donde cada ente es una representación de sí mismo y de la totalidad a la vez, y que nos cuenta lo visto desde la atalaya liminal del visionario. Justo en el momento final en que toda historia se hace presente, y en donde todo futuro se cumple, el último hombre deja de ser regido por su condición temporal y se convierte en puro ojo: «Así, sin porvenir y sin historia, [el último hombre] salió como pudo del pozo de podredumbre y desolación en el que estaba hundido, y fatigadamente, por la playa desierta de un mar sin movimiento y negro, empezó a andar» (9). La primera epifanía se da al final del primer capítulo, cuando la última pareja, abrumada por la devastación que la rodea, se introduce en un hoyo, y sumergida en el lodo, hace el amor en una de las escenas más bellas y atroces del autor. Ahí, «se comprometen en un beso que reúne al mismo tiempo el calor inicial y el último anhelo. [...] Como si por la mirada, por el beso, se fundieran con una energía contenida que no tiene prisa por consumarse, que tiene la eternidad por vivirse» (16). Haciendo el amor, la última pareja se deshace. Mientras se acercan al momento del clímax, el espíritu se va apoderándose del cuerpo; ya no hay un despertar, sólo un dejar atrás y un ingresar a lo perpetuo, lo transcendente. En el último orgasmo se hace presente la verdad última, que el narrador-profeta declara como una sentencia y un hallazgo: «Sí, descarnados los cuerpos, sólo queda el amor» (17). El hombre y la mujer se funden, y en su fusión revelan su verdad: en el lodo, lugar de la descomposición de lo corpóreo, se manifiesta el amor, principio y esencia de la existencia. Al final, Edén se halla en una tumba.

A partir del segundo capítulo, el último Adán se encuentra solo7, dando comienzo al periplo amoroso que se mencionó anteriormente y que formará el núcleo de las tramas de todas las novelas posteriores del autor. El último Adán deambula por este mundo devastado, este escenario sin tiempo donde se concentran y se exteriorizan todos los tiempos, en busca de su amor perdido, viaje que lo lleva a ese límite donde se revela el Ser en la disolución de la identidad. Si al final del primer capítulo presenciamos la fusión de lo masculino y lo femenino (yo = otro), al final de su peregrinaje, el protagonista se fusiona con el cosmos (yo = otro). De esta manera, el último Adán se transforma él mismo en la promesa milenaria, y al salvarse salva el universo. En las ruinas de una iglesia toca lo que era un reloj y que ahora es sólo la sombra de un tiempo que ha culminado, y en ese instante la renovación milenaria y la revelación última se dan simultáneamente:

Entonces, el último Adán toca el hoyo negro donde ha transcurrido el tiempo en un muro, y cree ver la cosa misma, el ser mismo, la desolación misma de un sólo vistazo. Ve en el pasto rojo, en un paño de sangre, a un bebé entreabriendo con dificultad los párpados, con la tristeza inconsolable del hombre que nace. Ve volar el espíritu del hombre, no a la manera de un pájaro entumecido y desplumado, sino igual a un ave del tamaño del cielo. Ve las raíces del árbol en que está sentado como las raíces del árbol de la vida, pies humanos que después de estar por milenios fijos en la tierra un día echan a andar. El Sol se levanta en el oriente de sus ojos, y sobre las cenizas y las miserias de la última guerra la Tierra es acariciada por el alba de rosados dedos, por la sonrisa infinita de la luz.

El pasado, el presente y el futuro brillan al mismo tiempo. Él se siente tranquilo. Por su cabeza pasan los rayos del Sol como una corriente de pensamientos. Las llamas lo atraviesan sin quemarlo. En su ser contempla la Tierra transfigurada, Se da cuenta que ha muerto.


(102-103)                


Si en la novela futurista el ojo convocador aridjiano se pasea por un paisaje alucinante compuesto de referencialidades mutadas por las condiciones extremas que acompañan la hecatombe final, en las novelas históricas transita por la compilación más completa posible de los documentos históricos, no tratados como verdades absolutas, sino igualmente como retazos parciales de la unidad perdida. Con la publicación de 1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985) y Memorias del Nuevo Mundo (1988), la intensidad visionaria de El último Adán se acompaña de un nuevo, y no menos obsesivo, interés en la documentación histórica, permitiéndole una revalorización del registro histórico sin perder la tonalidad profética de sus libros anteriores. Sin embargo, la reverencia de Aridjis por el dato histórico no se traduce necesariamente en una reverencia por el discurso histórico tradicional. Por lo tanto, la minuciosa documentación que sustenta este ciclo novelístico no interfiere con la alegoría milenaria, la cual más bien se sirve de la historiografía para constituirse, alterándola en el proceso. Las novelas históricas de Aridjis no son ni «tradicionalistas» ni «revisionistas»8, son otra manifestación del proyecto ideoestético de representar la dualidad humana en condiciones extremas, y en ese contexto limítrofe rescatar el poder del amor como fuerza redentora.

Si bien en 1492 los acontecimientos novelados se hallan circunscritos por la fecha titular, momento de convergencia y expansión históricas, en Memorias -que comienza aquel tres de agosto en Palos- todo se mueve hacia el Año 2-Caña («postrero día de diciembre de 1559») cuando se celebrará de forma clandestina (y apócrifa) la ceremonia azteca del Fuego Nuevo que marcará el fin del Quinto Sol y la inauguración del nuevo ciclo. De este modo se va articulando una variante historicista del mismo presentismo cronotópico que vimos en la novela futurista. Si para los europeos 1492 representa un momento de expansión y renovación utópicas en el descubrimiento de un «nuevo mundo», para las civilizaciones indígenas representa la violenta clausura de su propia ontología. Igualmente, 1492 termina con la dispersión apocalíptica de los sefarditas después del edicto de expulsión; Memorias termina con la muerte simbólica del Quinto Sol azteca: «El fin del mundo es cosa de los indios. Para los españoles, dormidos en la traza, no va a terminar el siglo, la ceremonia del Fuego Nuevo ya no se lleva a cabo» (374). Fiel al registro histórico, Aridjis igualmente practica la convergencia cronotópica que marca no sólo su narratología, sino también su cosmovisión milenarista.

La intencionalidad épica de estas dos novelas, que pretenden abarcar casi doscientos años de historia sefardita, española y americana, se ve ceñida completamente por las exigencias del periplo amoroso que predomina en la narrativa aridjiana. Juan Cabezón, después de recorrer toda España en busca de Isabel de la Vega y el hijo que comparten -recorrido que recuerda las descripciones apocalípticas de las novelas futuristas-, se encuentra por fin con ellos en Palos justo en el momento en que ambos están por emprender viajes divergentes: Isabel hacia su exilio en Flandes; Juan a bordo de la Santa María. En 1492 la artificialidad de este encuentro/separación entre Juan e Isabel responde a la necesidad de llevar la conciencia convocadora al Nuevo Mundo, acelerando la expansión de la perspectiva del narrador/protagonista, proceso forzado y a veces torpe en donde Juan Cabezón sirve de testigo ubicuo y sobrenatural de la historia entera de los orígenes de la nación mexicana, y por extensión, de la América mestiza. Para lograr esto, Aridjis reconcilia la documentación histórica con el periplo alegórico de la búsqueda del amor perdido, de igual forma que en sus novelas futuristas, organizando los datos históricos en que se basa según la cosmovisión milenarista, recontextualizando los años 1492 y 2-Caña como instancias apocalíptico-utópicas que cumplen su doble función convocadora y reveladora.

Al comenzar Memorias, Juan Cabezón, aún simbólicamente inmerso en la búsqueda de su Isabel perdida, servirá no sólo de «gaviero» a bordo de la Santa María, sino de observador de los acontecimientos más transcendentes de la historia moderna: el descubrimiento, conquista y colonización del Nuevo Mundo. En ese viaje inverosímil, Juan Cabezón se verá iniciado por los chamanes taínos, recibiendo el nombre de Anacacuia, «Espíritu del Centro», otro indicio de la expansión de su perspectiva convocadora (37), expansión que termina por borrarlo como personaje, transformándolo en otra especie de narrador-profeta como el que narra El último Adán. Juan Cabezón se vuelve omnisciente, elección estética que hace de Memorias la más seca de las novelas aridjianas, pues la acumulación de datos a veces entorpece el flujo de la narración. No obstante, el cumplimiento del proyecto milenario (y periplo amoroso) llega en la realización de la ceremonia azteca del Fuego Nuevo al final de la novela. Juan Cabezón, reunido con Isabel después de medio siglo de extravío, experimenta la revelación presentista que cierra la alegoría del amor mediante una confesión en donde resume su propia transmutación narratológica, confesión que recuerda la fusión cósmica que pone fin a El último Adán:

A algunos hombres nos ha tocado en suerte vivir de dos maneras: una en el mundo de las cosas olvidadizas, otra en el espacio que llamamos Historia. También a algunos hombres nos puede pasar que muramos dos veces: una como individuos y otra como especie. Yo he sido semejante al espíritu del tiempo, del tiempo que causa movimiento escapando de los dedos. Mi vida se ha juntado con las vidas ajenas; en especial con aquellas de la Historia General. Los hombres y mujeres de mis recuerdos se han confundido conmigo, avanzando por su propio camino. Yo mismo, a fuerza de recontarme y precisarme, he dejado de ser yo, me he convertido en tercera persona. [...] Juan Cabezón es el tiempo.


(Memorias 372; 387)                


El milenarismo aridjiano busca reconciliar las preocupaciones históricas, políticas y sociales del autor por un lado, y sus meditaciones sobre el amor como el espacio sagrado de revelación epifánica por otro. De alguna manera esto es lo que le permite mantener un compromiso activo con su momento histórico sin abandonar una cosmovisión esencialmente mística, que insiste en la primacía del amor como vía de acceso a la verdad, no entendida como dato o sentencia, sino como perspectiva. Los mundos fictivos de Aridjis son compuestos principalmente de elementos cargados de referencialidad, son convocatorias en donde una variedad alucinante de componentes históricos, mitológicos, políticos y literarios se hallan reunidos siempre en situaciones-límite, de carácter apocalíptico-utópico. En sus novelas futuristas, Aridjis se vale de ese perspectivismo profético para hacer coexistir, en un mismo orden espacio-temporal, figuras arquetípicas de modo que se fusionan, revelando ciertas esencias transhistóricas expuestas de tal manera que nos alertan contra los derroteros apocalípticos por los cuales nuestra falta de conciencia histórica y sentido ético nos parecen llevar. Sus novelas históricas operan de un modo casi idéntico; sin embargo, hay un proceso de cuidadosa documentación historiográfica que parece obedecer a un deseo de hallar, en lo que permanece del registro histórico, la prueba de su cosmovisión milenaria. Y es que la división de la obra narrativa de Aridjis en novelas futuristas e históricas no va más allá de una descripción simplista basada en asuntos estilísticos de menor importancia. El perspectivismo cronotópico (la omnividencia) que conlleva su proyecto ideo-estético milenarista, trasciende la división genérica de su narrativa, organizándola subrepticiamente desde su interior según el mismo periplo amoroso que hemos visto trazado en todas sus novelas.

El amor para Aridjis es lo único que se sobrepone al fatalismo apocalíptico de su propia visión milenaria de la historia y del porvenir. Y es, quizá lamentablemente, no la promesa de una utopía futura en el orden temporal, sino apenas momentáneamente en la percepción del instante pleno, donde el abigarrado conjunto de la historia revela su geometría secreta, su red interna, su sentido último y fugaz. Su obra nos desafía a acceder, mediante el amor, a un paraíso habitable sólo para aquéllos capaces de ver más allá del horizonte nefasto de este fin de siglo, y más acá del acervo de tragedias olvidadas que constituye, en su visión temporal, la verdadera historia de la humanidad, y desde ahí contemplar la plenitud en potencia que es la capacidad humana para amar:


En este instante último de la conciencia
[...]
He de anclar mi amor en el abismo
mientras mi ser entero llora
la gracia dudosa de haber nacido


De este modo, la entera obra narrativa de Aridjis podrá ser vista como una alegoría intemporal acerca del amor, y a la vez una profunda meditación sobre el tiempo -el histórico, el futuro, y especialmente el presente-, y los modos en que lo habitamos; meditación que, según la repetida frase aridjiana, se hace siempre de dos maneras: «como individuo y como especie».






Bibliografía

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  • —— (1985). 1492: Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla. México, D. F.
  • —— (1986). El último Adán. México, D. F.
  • —— (1988). Memorias del Nuevo Mundo. México, D. F.
  • —— (1991). Obra poética: 1960-1990. México, D. F.
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  • —— (1994). El Señor de los Últimos Días: visiones del año mil. México, D. F.
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