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ArribaAbajoCapítulo X

De cómo antes de llegar a Sevilla Trapaza y Pernia, su compañero, remediaron su necesidad con cierta traza, y cómo se acomodaron después con lo que sucedió


En el mismo bagaje de sus pies caminaban los dos compañeros, Trapaza y Pernia, a la gran ciudad de Sevilla, y habiendo pasado el gran río Guadalquivir, remataron con su corto caudal pagando el portazgo de la barca de Tocina, que está dos leguas deste lugar.

Viéndose, pues, sin blanca, como la necesidad aviva el ingenio, dio Trapaza en un capricho para tener dineros, que les remedió por entonces aquella necesidad. Diole motivo para él ver la disposición de cara y talle de su compañero, el cual era lampiño, sin pelo de barba, por ser muchacho. Estaba bien aliñado con un vestido de color adornado de lucidos cabos, sombrero grande, su espada y daga. No era muy alto de cuerpo, todo a propósito para lo que Trapaza tenía pensado, el cual dijo a Pernia:

-Amigo, no hay cosa más desdichada que la necesidad: por ella han degenerado muchos hombres de quien son y dado en bajezas. Hacer esto no lo apruebo en tierra que no conocemos y adonde nos puede costar caro, y aun que nos afrenten; pero si por honestos medios se pudiese remediar este trabajo, antes es virtud.

Yo tengo pensado un arbitrio que, si nos sale bien, pienso que por lo menos comeremos. Yo vi en Salamanca algunos retratos que trajeron de Madrid de la Monja alférez, una señora que, inclinada a lo bélico, pospuesto el hábito mujeril, hizo en las Indias cosas notables por la guerra, hasta merecer alcanzar por sus puños una bandera; no sé si a vuestra noticia ha venido esto.

Pernia respondió que él había oído las prodigiosas cosas que le refería.

-Pues habéis de saber -dijo Trapaza- que si mal no me quedaron impresas las especies del retrato que vi, en mi idea le parecéis mucho; y ha sido esto nuestro remedio, porque en estos cortos lugares (comarca de Sevilla), podemos fingir que sois la Monja alférez; y encerrándoos en una posada, habiéndose primero publicado vuestra venida, fingiré que vais a los galeones de la carrera de Indias, y, deseando que os entren a ver, pondremos precio a la entrada y ganaremos dinero.

-Bien estoy con eso -dijo Pernia-, si no hubiese algún justicia tan curioso que quisiese ver si yo soy la verdadera Monja alférez, haciéndome desnudar; como lo llegue a averiguar con violencia, somos perdidos.

-Bien está replicado -dijo Trapaza-, mas para todo hay remedio, que como yo digo que voy con necesidad, vos, no consintiendo mi ganancia y viniendo mal en ella, no os dejaréis ver, cuanto más que excusaremos ese lance todo lo posible.

Algunas más réplicas le hizo Pernia; pero es tan mala la cara que hace la hambre que por no la pasar hiciera otra cosa peor.

Con esto llegaron a Tocina, seis leguas de Sevilla, lugar de quinientos vecinos. Era día de fiesta, acababa la gente de salir de misa de una iglesia que está en la plaza, por donde pasaron los dos. Venía Pernia instruido por Trapaza que, en viendo gente, se embozase. Hízolo así, cosa que causó novedad en cuantos los miraron, y en particular al alcalde del pueblo, que era un buen viejo, porque otro que había, su compañero, estaba en Sevilla a un pleito. Siguió este alcalde los forasteros, presumiendo que el que se embozaba era algún delincuente y que lo hacía por no ser visto y conocido.

Llegaron al mesón, adonde pidieron un aposento en él; diósele la huéspeda en parte baja, y era una anchurosa sala juntamente con una alcoba.

Apenas se habían entrado en él y salido al portal Trapaza, cuando llegó a él el alcalde; y como le vio, luego le preguntó por su compañero; él le dijo venía enfermo, y por eso se había retirado.

-Yo le quiero ver -dijo el alcalde.

-¿Conócele vuesa merced? -dijo Trapaza.

-Eso deseo -dijo el alcalde.

-¿Pues qué le va a vuesa merced el conocerle?

-Saber quién es -le replicó a Trapaza.

-Pues entre vuesa merced en buen hora -dijo él-, que a vuesa merced como a justicia, no hay cosa vedada, cuanto más que a su casa de vuesa merced habíamos de ir a visitarle y darle cuenta de la venida nuestra.

-¿Pues qué hay en que yo sea bueno para servirles? -dijo el alcalde.

-Entre vuesa merced y se lo diremos.

Entró con esto y halló al compañero embozado como le había aconsejado Trapaza.

-Vuesa merced -dijo el embustero-, quite el embozo y hable al señor alcalde, que con su merced no hay para qué tener recato.

Entonces Pernia se descubrió y hizo al alcalde una gran cortesía, pidiéndole que se sentase. Hízolo así, y Trapaza, habiendo asimismo tomado asiento, dijo así hablando con el alcalde:

-Vuesa merced, señor mío, tiene delante de sus ojos el portento, el prodigio, la maravilla, el exorbitante milagro de nuestra España y aun puedo decir de las extranjeras naciones. Tiene por objeto a quien, degenerando de su flaco sexo, influyendo en su sujeto el quinto planeta, ha seguido su profesión con tal afecto que ha sido el pasmo de sus adversarios, el asombro de los infieles y el espanto de los opuestos a las banderas filípicas.

Todo este discurso arrojó en la calle Trapaza sin fruto alguno, porque sabía más el alcalde de tomar el timón del arado y el azadón a su tiempo, rompiendo con uno y otro la tierra para beneficiarla, que de pasmos, prodigios, portentos, objetos y quintos planetas. Y así se vio en su respuesta, diciéndole:

-Señor galán, yo soy muy amigo de que me hablen clarificadamente, porque no le he entendido cosa de cuantas me ha dicho de prolijo, portamiento, pasmos ni aniversarios; declárese por su vida y dígamelo más a la pata llana para que yo le responda.

Mucho fue no reírse Pernia y echar a perder la maquinada traza; harto disimuló la risa, volviendo el rostro a otra parte. Bajó la clavija de lo crespo Trapaza y en humilde estilo, yéndose a los atajos, dijo:

-La persona que vuesa merced mira, señor alcalde, es la señora Monja alférez, si acaso la ha oído decir, aquélla que con el valor de su ánimo militó debajo de las banderas de nuestro rey en las Indias hasta tener una bandera.

Había pocos días que Morales, autor de comedias, había hecho en unas octavas del Corpus de aquel lugar la comedia de La Monja alférez que escribió Belmonte Bermúdez, poeta andaluz, con mucho acierto; y como se acordaban de sus hazañas, diose el tal alcalde una palmada en la frente, diciendo:

-Hoy se me ha cumplido el mayor deseo que he tenido en mi vida, que era de ver a esta señora. ¡Válgame Dios! ¿Es posible que en tanta flaqueza de cariterio haya tanto aquillotre de denuedo? Dios la bendiga y Su Santa Madre la Virgen. Pues mi señora Monja alférez, ¿qué es lo que por acá la ha traído?

Reportóse Pernia de nuevo, que con la prosa del alcalde estaba para reventar de risa, y díjole:

-Señor alcalde, yo me vuelvo a los galeones de la carrera de Indias, habiendo salido de Madrid algo apresuradamente por una pendencia que allí hube con un desvergonzado que le pareció que en faltarme barbas me faltaría ánimo para castigarle dos libertades que me dijo. Dile dos cuchilladas, acogíme a una iglesia, no me pudieron prender, y sin tomar mis papeles, me voy con este hidalgo a Sevilla, donde me conocen muchos y saben quién soy. Allí me remitirán mis papeles juntamente con un despacho de Su Majestad en que me da sueldo de alférez y con él una ayuda de costa, librada en la Casa de la Moneda de Sevilla.

He llegado aquí bien falta de dinero, y así hasta manifestarme a vuesa merced y decirle mi necesidad, me he querido encubrir de los ojos de todos. Vuesa merced puede por el lugar probar los ánimos y sacarnos con que salgamos de aquí remediados.

Dijo su prosa lindamente y con gran despejo Pernia, y el alcalde se le aficionó tanto a él, teniéndole por la persona que fingía, que se ofreció servirla en cuanto pudiese; y así salió de allí, y juntando algunas personas ricas del lugar, les dio cuenta de cómo estaba allí la Monja alférez, cuya comedia habían los mismos visto. Admiráronse de lo que les decía, y prometióles de llevarles a que la viesen, dándoles cuenta primero cómo venía desacomodada de dinero, por causa de haber salido de la Corte con priesa por un hombre que en ella dejaba herido.

De nuevo se admiraron, y por ver el deseo que de verla tenían cumplido, cada cual ofreció su parte de dinero; y así, destas y otras personas del lugar, se juntaron casi doscientos reales, depositándolos en poder del alcalde, que se los llevó luego, acompañándole más de cien personas, todas deseosas de ver a la Monja alférez.

Entraron en la posada los que pudieron y los demás aguardaron vez para cumplir su deseo; a todos habló Pernia con lindo despejo y grande cortesía, admirándoles el ver en hábito de varón una mujer que tenía fama de valiente por sus hazañas. Hizo el alcalde una plática, como se podía esperar de su ingenio, y paró en disculparse de no haber podido juntar más que aquel dinero; dióselo, y tras desto le rogó mucho que por aquella tarde no se fuese del lugar, que todos los dél deseaban verla, por lo que habían visto alabarla en su comedia. Él dijo:

-Bien pudiera el poeta que la hizo informarse primero de mí, que yo le dijera hazañas verdaderas mías y excusara ponerlas fabulosas, como lo ha hecho. Pero ¿quién ha de poder contra los poetas, que son tantos que, cuando me desagraviara de uno, salieran a la defensa un millón?

Con esto salió acompañando al alcalde hasta la puerta del mesón, adonde se dejó ver de la gente que la esperaba muy a su gusto; y aquella tarde hizo lo mesmo en la plaza y en el baile, contento de que hubiese surtido tan bien la quimera de Trapaza, su amigo. Algunos presentes le hicieron personas particulares del lugar, aficionados suyos, conque quedó muy agradecido Pernia. Aquella noche se regalaron muy bien, y tomando de aquel lugar dos cabalgaduras, se partieron de allí a Cantillana, lugar cuatro leguas déste, adonde con el mismo modo sacaron moneda de su gente; y así, continuando por la comarca de Sevilla, en pocos días juntaron más de mil y seiscientos reales, con que entraron en Sevilla, donde se comenzaron a holgar. Pero duróles muy poco, porque una noche en la posada, habiendo juego, quiso Trapaza probar la mano y de manera se picó que perdió todo el dinero que traía, menos la espada, hallándose tan apurado que ese otro día hubo de venderla para comer él y Pernia.

Sintió tiernamente el compañero que hubiese Trapaza dado tan mala cuenta del caudal ganado por su persona, y así se lo dio a entender; de lo cual airado Trapaza, le dijo algunas razones pesadas de que se ofendió Pernia; y así se vinieron a desunir aquel día, de modo que cada uno buscó su vida, apartándose uno del otro.




ArribaAbajoCapítulo XI

De cómo Trapaza hizo asiento con un caballero en Sevilla y lo que le sucedió


Viéndose Trapaza sin dinero alguno que gastar, porque el que había hecho de la espada que vendió ya se había acabado, determinó entrar en servicio de alguna persona de lustre. Fuese para esto a Gradas, que es en la Iglesia Mayor de Sevilla, donde vio un corrillo de hombres bien vestidos.

Llegóse cerca dél y vio que eran caballeros, según oyó de los nombres con que se nombraban. Trataban de algunos hechos graciosos de un don Tomé, celebrándolos con grande risa. Ellos, que estaban en esta plática, llegó el tal don Tomé a la conversación, con cuya venida se holgaron todos. Venía este caballero con vestido negro de gorguerán, acuchillado sobre tafetán pajizo. Traía muy largas guedejas, bigotes muy levantados, gracias al hierro y a la bigotera que habrían andado por allí; un sombrero muy grande, levantadas las dos faldas a la copa, con unos alamares pajizos y negros, toquilla de cintas de Italia destos dos colores y por roseta un guante, que debía de ser de alguna ninfa; al cuello una banda de las mismas cintas con gran rosa atrás: cosas para calificar por figura profesa al tal sujeto.

Entró cortés en la conversación, haciendo grandes cortesías a los que hablaban dél; la conversación se alegró más con su llegada, y nuestro Trapaza conoció por hombre de humor al don Tomé.

Acabóse la conversación por acudir a misa. El galán figura se quedó solo, paseando por Gradas, a quien se llegó Trapaza, y con una gran cortesía le dijo:

-¿Vuesa merced, señor mío, necesita de sirviente?, que el que presente tiene se halla con voluntad de servirle.

Miróle el don Tomé atentamente, y dando un paseo, cuando volvió a emparejar con él, volvióle a dar otra miradura; desta suerte fueron tres veces las que le miró, y después de bien aojeado, le dijo:

-De buena gana os recibiré por mi doméstico, porque vuestra fachada me indica benévolo aspecto y apto para cualquiera cosa. ¿Cuál es vuestra nativa patria? (Hablaba por estos términos el don Tomé, conque se canonizaba por figura).

A lo cual respondió:

-Yo soy de la ciudad de acuñamoneda, forjapaños y críafinísimos hijos.

-Ya, ya -dijo él-, Segovia, Segovia; refinísimo me parecéis.

-A servicio de vuesa merced, dijo Trapaza.

-¿Y el propio y apelativo nombre? -dijo don Tomé.

-Hernando del Parral, -dijo Trapaza-, que quiso entonces mudar de apellido, tomándolo de aquel insigne convento de San Jerónimo de Segovia.

-Buen racimo ha criado el tal parral -replicó don Tomé-; así dé buen vino en su servidumbre.

-Yo lo prometo -dijo Trapaza.

-Ninguna cosa de cuantas he visto en vos -dijo don Tomé- me satisface más, que vos que me hayáis hablado a mi modo, porque yo soy exquisito en el dialecto, y así gusto que quien más me comunicare tome el modo de hablar que yo tengo. Venid conmigo, vamos a casa.

Siguióle Trapaza, y vino a dar con su persona en la calle que llaman del Ataúd, que es la más estrecha de Sevilla.

-Esta calle -dijo don Tomé-, sirviente mío, se llama la del Ataúd; vivo en ella hasta que resucite este cuerpo difunto en la gracia de quien adora su alma, que estoy finísimamente enamorado.

No le pesó a Trapaza de oírle esto, porque, siendo lo que decía, era fuerza ser liberal, y así le dijo:

-Con haber oído a vuesa merced ese requisito, más en su persona, le confirma por consumado de entendimiento, que así lo insinúa el tener amor.

-Eso de insinúa me da muy grande gusto -dijo don Tomé-; buen criado tengo.

Llegó con esto a su posada, que, si la calle donde estaba era del Ataúd, ella era poco más estrecha que sepultura. Sacó una llave, abrió una puerta, cosa que descontentó a Trapaza, pues se prometía dentro su ama. Entraron en un portal Noruega, tanta era su oscuridad; subieron por una escalera de garita a una que él dijo llamarse sala, y a Trapaza le pareció artesa, tan pequeña era; junto a ella estaba una alcoba, donde yacía el lecho del Sr. D. Tomé, tan apocado que no había cama de religioso anacoreta que más corta fuese; más adentro estaba un aposentillo que don Tomé dijo ser despensa, quedándole solamente el nombre, por habérselo él puesto, que no por cosa que en él hubiese de que tomase su denominación.

Aquí no veía Trapaza el aposento en que había él de padecer. Sufrióse en no se lo preguntar, bien descontento del amo que había elegido. Volvieron a la sala, que adornaban tres sillas rotas y un taburete derrengado, una mesilla pequeña con un tapete de harpillera; no había cuadro que adornase las paredes desta sala meñique, si no era un espejo que en tiempo antiguo lo fue con luna llena y ahora estaba en el postrer cuarto de menguante, porque si no era un pedazo della, no había otra cosa, sirviendo sólo el encaje, que parecía de peral, aunque al juramento de don Tomé sería de ébano; del clavo mismo donde estaba colgado, pendían peine, escobilla, bigotera, hierro de bigotes, atenacillas y calzador para zapatos.

Luego que don Tomé hubo hecho alarde de su casa a Trapaza, le dijo:

-Mira, alumno mío, mi mansión: no es alcázar ni es el palacio del Duque de Medina, ni el de Alcalá; pero es un juguete donoso, un brinco habitable, un retiro quieto, y, finalmente, una vivienda apacible para un caballero como yo que gusta destos retiros, separado del bullicio desta ciudad.

Desde aquí me enfrasco en él cuando quiero, y cuando no, vivo aquí con sosiego, aunque ahora poco hallara en mí por padecer una intolerable inquietud, un continuo desvelo, una pasión amorosa que atormenta mi alma, si bien padecida por causa que merece más que esto. Amo, adoro, quiero a una beldad divina, a un prodigio de hermosura, a un imán de voluntades, a una dama, la flor desta ciudad, la nobleza della, con el mayor dote que hasta hoy se ha visto; es hija de un perulero riquísimo descendiente de aquellos antiguos caciques, muy deudo de Atabaliva.

Cuando esto dijo, ya Trapaza tenía el nombre en sus tripas, pues con la hambre que padecía le rugían de modo que parecía tener en la barriga atabales; y así tomara, en lugar desta relación, alguna cosa comestible; y para que dejase don Tomé la plática, le dijo que de su buen entendimiento fiaba que la elección de dama sería muy conforme a él y que ya deseaba verla y servirla.

-Has de ser mi Mercurio -dijo don Tomé- y el todo de mi martelo.

Y pagado de lo que le había dicho, le dijo:

-Yo, amigo, he almorzado espléndidamente con unos amigos, y no tengo ganas de comer; tú lo puedes hacer, que te veo con alientos dello; toma y satisface tu apetito.

Echó con esto mano a la faltriquera, y dándole dos cuartos, le dijo:

-Compra un pastel y un panecillo hasta la noche que te desquites con la cena.

Angustióse con esto el corazón de Trapaza, que estaba hecho a comer sin tanta limitación, y echó de ver que no era aquella casa la que le convenía. Tomó con todo los dos cuartos, y con otro tanto que le había quedado, comió, si no bien y como quisiera, a lo menos lo que tenía. Trajo dos pasteles de a cuatro, un panecillo y un cuarto de vino en un jarro viejo que acertó a hallar allí, algo parecido a los malos caballos en lo desbocado.

Cuando volvió con esto estaba don Tomé paseándose por la sala con pluma en mano y el tintero y un poco de papel, y de cuando en cuando escribiendo y volviendo a pasearse.

Bien echó de ver Trapaza que hacía versos, porque de la suerte que vio a su amo lo infirió; no quiso interrumpirle la vena y cortarle el corriente; y así, sentándose en el mal taburete referido, con algún tiento, porque no se acabase de arruinar, tendiendo un lienzo sucio de narices, comenzó a comer de su breve comida.

Estando en esto entretenido en el primer pastel, llegóse a él don Tomé y dijo:

-Bien huele lo que comes, ¿qué has comido?

Trapaza le dijo que pasteles.

-Veamos -replico él.

Mostróle el pastel que le quedaba y dijo:

-Debe de haber más de un año que no los como. ¡Hase visto y qué grandes los hacen los de a cuatro!

Tomó el pastel y con dos bocados se le hizo invisible diciendo:

-Cierto que debe de ser un buen pastelero, pues mi estómago se ha atrevido, con su delicadeza, a comerlo, no acostumbrado a tales asaltos; mas no es mucho que tu gracia en comer me ha brindado.

Bien quisiera Trapaza no haberle parecido tan gracioso y que él se pagara más de hacer versos que de darle asalto a su breve comida. Hubo de sufrirse con ánimo de no parar en aquella casa si no se mejoraba de manducación.

Acabó su poesía don Tomé y dijo a su nuevo criado:

-Mira, amigo, a quien me sirve jamás le encubro nada de mi pecho: tú has de ser el archivo de mis secretos; y así te quiero comunicar unos versos que acabo de hacer a mi dama, a un suceso que le pasó habrá dos días. Asiste en un ameno jardín, adonde una siesta quiso pasarla durmiendo a la sombra de unos mirtos, y habiendo eclipsado a aquellos hermosos soles el sueño, para que Febo tomase aliento y en su ausencia hiciese una atrevida abeja, pensando que eran claveles sus hermosos labios, que cogió la flor dellos con tal vigor que la despertó. Costóle esta osadía la vida, pues rendidas las armas a tanta beldad, perdió el vital aliento a sus pies. Dichosa muerte, a trueque de haber tocado tan divinos labios, que la estoy yo envidiando. A esto he escrito estas liras, que aún están en borrador como ves, no con el estilo ordinario y trivial, porque cosa de misterio no es justo que ande entre vulgares juicios: cueste el penetrar sus conceptos y trabajen los ingenios en su sentido, que para eso ha tres días que las trabajo. Estas son.

Atento le escuchó Trapaza, y dijo así:




Liras


   Gémina luz viviente
presta ocasos purpúreos zafiros,
no ya visible, Algente
si, en cóncavos retiros,
por quien Delio esplendor anima giros.
    En la que vegetable,
pensil erige máquina curiosa,
aroma terminable,
si inquieta no ruidosa,
vive jovial Melícola oficiosa.
   Asimétricas flores,
espontánea elección dirige Acliva,
racionales colores
con alma sensitiva
usurpa rea y delincuente liba.
    A ofensa imperceptible,
vital vigor, termina parca leve
con daño corruptible,
que si al culto se atreve,
viva unión separó suplicio breve.
    No rígida, sí grata,
lúgubre se erigió sepulcro hermoso,
que fulgores dilata,
cédele lauro honroso,
que el chipriota inquiriera a su reposo.
    Obelisco animado,
plácido no, severo te limita
término a tu cuidado,
que indicar solicita,
no tumba, sí mansión que a vida excita.

Admirado dejaron a Trapaza los versos cultos de su amo, pues no imaginara que entendimiento racional se pusiera a pensar tales modos de escribir, usurpando el poder a los frenesíes de modorras y tabardillos, pues para tenerlos no les deja qué decir.

-Esto se usa -dijo don Tomé-, Hernando amigo, no te admires, que se hace Figura quien se singulariza.

-Ello bien puede ser bueno -dijo Trapaza-, pero a mí no me lo parece, que no hay cosa como la claridad. En los versos, no digo yo que sean tan humildes que no se levanten del suelo; pero los que tienen las voces graves, significativas y bien colocadas, siempre son estimados, y éste no es uso, sino una fullería de jerigonza que han aprendido los mal oídos poetas para que el vulgo los aplauda y celebre, que como no lo entiende, hace misterio de lo que no lo es, celebra a ciegas lo que se escribió con ojos ciegos de la razón. No aconsejaría a vuesa merced que prosiguiese en este modo de versificar, porque sería echar a perder su buen natural. Los cultos, o incultos por mejor decir, escriban así, hablen frases bárbaras, hagan trasposiciones, encajen una metáfora en otra como cesto sobre cesto, para que el mismo demonio no lo entienda, y vuesa merced se ría dellos dándose a la pura claridad, a lo grave y bien colocado, haciendo la fuerza en el concepto y no en el exquisito modo del decir.

Admiróse don Tomé que su criado hablase tan peritamente en la censura de sus versos y de allí adelante le tuvo por hombre de más caudal, y así le dijo:

-Huélgome, Hernando, que seas hombre de tan buen juicio, que des tu voto en la aprobación de los versos y más tan bueno. Debes de visitar las musas de cuando en cuando; di la verdad.

-Por vida mía, confesó Trapaza, que hacía versos, que fuera singular modestia y exquisita mortificación en un poeta negar la gracia que el cielo le había dado.

Holgóse don Tomé de tener criado poeta, y por ser hora de la comedia, tomó la capa y ciñó la espada para ir a verla. Acompañóle Trapaza, no poco disgustado de que hubiese tan mala suerte en encontrar con un amo loco, que de sus acciones tal se podía juzgar. Presto se desengañó mejor, porque al entrar de la comedia sin desembolsar dinero (porque no tenía el vicio de traerlo consigo), le dio entrada el cobrador diciendo dos donaires, y más cuando le vio que intercedía para la entrada de su criado, que como a cosa nueva en su casa le extrañaron, y con risa celebraron su nueva autoridad. Todo esto notaba Trapaza, determinando dejar aquel empleo y buscar el que le estuviese más a cuento.

Tomaron asiento en la comedia: don Tomé, una silla entre lo noble, que se la pagó un caballero por tenerle por vecino, y Trapaza, en la comunidad de los bancos de la plebe.

Representábase la comedia del Guante de doña Blanca escrita por aquel singular ingenio, padre de las musas, protector del Parnaso, privado de Apolo, prodigio así de la nuestra como de las demás naciones, honrador de los teatros, aquel célebre sujeto, fray Lope Félix de Vega Carpio, del hábito de San Juan, varón digno de eterna fama. Lo escrito y trazado della no quiero alabar, pues lo han hecho los más floridos ingenios de nuestra nación, a pesar de su envidia.

Fue aplaudida en lo general con grandes víctores, si bien después algunos aristarcos presumidos quisieron morder en ella por hacerse discretos con la plebe. Oíales Trapaza, acabada la comedia, y admirábase que hombres que tales censuras habían hecho anduviesen en dos pies. Mas como esos dos privilegios concede el cielo, para que vean que hace favores donde vienen sobrados.

Entre los caballeros que salieron de la comedia, iba uno anciano, a quien casi todos hablaban con mucho respeto. Éste, así como vio a don Tomé, le dijo:

-Señor don Tomé, ya no puedo sufrir tantos días de ausencia: tres han sido los que hace falta su persona en mi quinta, y así, no permito que lleguen a cuatro, ni pasará por ello Brianda, mi hija, que cada instante pregunta por vuesa merced. Hase de venir conmigo sin replicarme en nada.

Don Tomé estimó el favor que le hacía y más el que oyó decir de la dama, y por aquel día se excusó, prometiendo ir el siguiente por la mañana, y desto dio palabra y mano, que le tomó don Enrique, que así se llamaba el caballero anciano. Con esto se despidió dél y, con Trapaza detrás, se fue a una casa de juego, donde los más caballeros de Sevilla, mozos, acudían a entretenerse, que era habitación de otro caballero que, por estar enfermo, le entretenían.

Vio en un patinejo Trapaza muchos caballeros, dellos jugando y dellos hablando en diferentes materias. Llegóse don Tomé a las mesas del juego diciéndoles chanzas y donaires, de que todos se reían, siendo éstas sanguijuelas de su dinero, pues ninguno hubo que no le diese barato aun sin ganar: tácito socorro en paños de donativo a su pobreza.

Quedóse Trapaza algo lejos, de donde pudo ver esto, y, juntándose con un criado de otro caballero, como que no era el criado de don Tomé, le preguntó que quién era aquel personaje a quien daban barato. Esto con ánimo de acabar de saber la enigma de su nuevo amo, que cada instante le nacían nuevas dificultades en su inteligencia, sin penetrar el verdadero sentido de lo que fuese, porque tal vez en la comunicación con la gente noble le tenía por caballero, y tal vez en la risa y burla que hacían dél le tenía por bufón. Aquí se desengañó del criado, de quien se informaba, el cual le dijo:

-La persona por quien me pregunta, señor galán, es un hidalgo de Andalucía que, habiendo andado algunos años en los galeones por soldado dellos, se cansó del militar ejercicio y se introdujo con los caballeros de Sevilla. Adquirió en sus viajes alguna plata, mas ésta la disipó tan pródigamente y con tanta liberalidad que, ya con amigos que se llegaron, ya con valientes que le acompañaron, ya con mujeres que le estafaron, que se quedó in puribus. A toda la nobleza de Sevilla le consta que es bien nacido. Introducido, pues, a caballero (que es cosa fácil), acude adonde lo noble se entretiene y adonde perdió muchos ducados jugando, cobra ahora réditos en baratos que le dan, con que remedia sus necesidades; pero esto es con algunas pensiones, porque como es persona de buen humor, de graciosos dichos y sazonados donaires, el que le da quiere pagarse y cobrar en gusto lo que ha ofrecido en dinero; y así le han comenzado a perder el respeto y le hacen graciosas burlas cada día, y él pasa por ellas por no perder el donativo cotidiano. Ha salido a los toros, armándole de caballo, vestido, rejones o lanza y hasta darle lacayos y librea con que saliese adornado. Algunas veces ha salido bien de la plaza, haciendo muy galantes suertes y otras, midiéndola, con pajas en el vestido, que no todas las veces mira la fortuna con rostro igual. Esto es lo que puedo decir de don Tomé de la Plata, llamado por otro nombre de los burlones don Tomé de Rascahambre, no porque la pasa, mas porque sin renta aguarda a comer de lo que graciosamente le dan en esta casa todos los días. Pasa plaza de medio bufón, aunque su linaje no lo merece y entretiene la vida desta suerte.

Corrido quedó Trapaza de que hubiese elegido tal amo, viendo que su renta no era fija, sino al vuelo, y que tal vez se había de acostar sin cenar. Quiso por entonces servirle algunos días, y también por ver en qué paraba, que como él era también abufonado, secretamente le había cobrado un cierto cariño como a persona de su profesión.

Aquella noche hubo bien qué cenar, porque luego que de allí se fue don Tomé, dio a su criado dinero para que de lo que hallase ya guisado trajese que cenar. Trujo una polla y un pastelón, pan y vino, y fruta, y alegremente cenaron los dos, que como hubiese moneda, aún le habían quedado las reliquias de pródigo a don Tomé y no reparaba en gasto.

Aquella noche se pasó bien de cena, pero no de cama, porque la de don Tomé se cifraba en un colchón prensado, en una sábana rota y una manta tundida del tiempo, que es el mayor acusador que se conoce. La cama que tuvo Trapaza aquella noche fue en una arca muy vieja, grande; fue tender su capa y sobre ella reclinar sus miembros y dormir a sueño suelto, como dicen. No se congojó poco don Tomé de que su criado no hallase cama para él en su casa; disculpóse por lo soldado, y con tanto cada uno apartó rancho, dando esperanzas de cama a Trapaza, que era muy poco religioso para desear mortificaciones.




ArribaAbajoCapítulo XII

De cómo don Tomé y Trapaza se fueron a la quinta de don Enrique y lo que en ella les sucedió; de su nuevo acomodo, y cómo dejó a Sevilla


A las nueve de la mañana estaba un coche a la puerta de la calle de la posada de don Tomé, cuyo cochero, habiéndose apeado, llamaba a la puerta. Salió medio desnudo a responderle Trapaza, y supo que estaba aguardando en la otra calle, por no poder llegar a aquélla, el coche de don Enrique Portocarrero, aquel anciano caballero que le había convidado para su quinta.

Avisó Trapaza a su amo, y él vistióse lo más apriesa que pudo, el más alegre hombre del mundo. Esto era porque iba a ver la beldad de doña Brianda, de quien estaba muy enamorado. Esta dama era hija única de don Enrique y heredera de su mayorazgo, que valía más de seis mil ducados de renta; era pretendida de muchos caballeros de Sevilla, pero por ser de diez y seis años, no gustaba su padre que por entonces eligiese esposo, siendo el regalo de su vejez.

De lo que gustaba era de que se fingiese muy amartelada de don Tomé, haciendo con esto donaire dél, porque perdía su juicio, enamorado desta dama, y hacíanle solemnes burlas. Sobre esto acabóse de vestir don Tomé, y poniéndose en el coche y a Trapaza al estribo, mandó al cochero que guiase a la iglesia mayor, que quería oír misa primero que ir a la quinta.

Guió donde le mandó el cochero, y habiendo oído misa con mucha devoción (era muy buen cristiano), tornó a ponerse en el coche y caminaron a la quinta, que era hacia San Juan de Alfarache.

Fue en ella recibido de don Enrique y de don Álvaro, su sobrino, con mucho gusto, y llevado donde estaba la hermosísima doña Brianda haciendo labor con sus criadas.

Así como don Tomé la vio, volviéndose a su criado, le dijo:

-Mira, Hernando, si tengo justamente colocados bien mis pensamientos; mira si al objeto de mi amor puede haber alguno que le iguale, así en beldad como en otras muchas gracias. Esta sí que es hermosura natural, no artificiosa como la que vemos en estos tiempos, donde la nieve es accidente y la grana la que fabrica Guadix. Desta manera se ve esta purpúrea rosa siempre: así la halla el alba y la noche. Bien me pueden tener los mortales envidia de que soy favorecido desta belleza, y tú puedes de hoy en adelante, si me ha de tener por dueño suyo, maquinar hipérboles con tu claro ingenio, decir alabanzas, que todas serán cortas para tan gran sujeto.

Mientras don Tomé decía esto con grande afecto a su criado, don Enrique, su hija y cuantos estaban presentes se caían de risa de oír esto.

Bien echó de ver Trapaza que hacían burla de su amo, mas también consideró que cuanto decía de la hermosura de doña Brianda era poco para lo que veía en ella. Alabó a su señor su buen gusto y su dichoso empleo, y ofreció en sus versos alabar tal beldad.

-Esta alhaja tenéis nueva -dijo don Álvaro a don Tomé, por Trapaza.

-Sí, amigo -le replicó-, este criado he recibido y os certifico que merecen sus partes todo favor, porque he descubierto en él un vivo ingenio en una censura que le oí de unos versos que le mostré.

-¿Eran vuestros? -replicó don Álvaro.

-Míos son -dijo don Tomé.

-Veámoslos -dijo a este tiempo doña Brianda-, que ya tengo celos que se hayan hecho a otra dama.

-¡Eso no, mientras viviere! -dijo don Tomé-. Para vos, dueño mío, los escribí a la osadía de aquella dichosa abeja que murió habiendo ofendido vuestros labios.

Quísolos ver doña Brianda, y, por traerlos en un papel roto y sucio, por no tener otro en casa, los hubo Trapaza de trasladar de su letra, que la hacía extremada.

Pagóse doña Brianda, así de los versos como de la letra del criado y celebrólo mucho con grandes merecimientos. Dejando su labor, se bajó al jardín con todas sus criadas, con su padre y su primo, y en él pasaron lindos chistes con don Tomé. Viendo Trapaza que le trataban muy como a bufón, cosa que le daba pena, y si el sujeto fuera capaz de corrección se atreviera a dársela; mas él gustaba de ser tratado así, y no admitir consejo sobre esto.

El traje que doña Brianda traía en el jardín eran unas enaguas de tela de riza nácar con muchos pasamanos de costosas labores, cotilla de lo mismo, para ensanchar y excusar menos ropas; debajo traía un guardainfantes, uso que se derivó del reino de Francia, y está ya tan valido y acostumbrado en toda España, que sólo falta hablar la lengua francesa y llamar a las mujeres madamas para ser del todo francesas.

Ya Trapaza había participado de semejante invención y uso en haber contribuido y pagado unas enaguas a la señora Estefanía cuando la servía en Salamanca, y abominaba del uso, porque traer más o menos costa en el traje español parece que se puede tolerar, mas acogerse al extranjero es desnaturalizarse del suyo.

Sobre este moderno uso se movió una plática entre don Enrique, don Álvaro y don Tomé. Don Enrique, como había conocido el lustre antiguo de los trajes, reprobaba éste. Don Álvaro y don Tomé le alababan mucho, ayudándoles doña Brianda: quisieron saber el voto de Trapaza, a ver qué gusto tenía, y él, con las más fuertes razones que se le ofrecieron, probó que España debía conservar su traje, pues era el más galán del Orbe, y no admitir el extraño.

Tantas cosas dijo sobre esto que le confirmaron todos por hombre de capacidad e ingenio. Él, para dar esmalte a lo dicho, pidió una guitarra (que quiso descubrir aquella gracia más), y habiéndosela traído del cuarto de la señora doña Brianda, dijo en habiéndola templado:

-Esta letra que pienso cantar, señores, la hice en Salamanca, dándome motivo a hacerla ver la primera mujer con guardainfante tan a lo francés.

Todos dijeron que gustarían de oírla, y él cantó así:


   Al comprar un guardainfante
un marido a su mujer,
estas razones le dijo,
poniendo la vista en él:
    «Uso nuevo de los diablos,
embuste que Lucifer
trujo a España porque tenga
el segundo mal francés
   Aunque no eres mal de madre,
le presumes parecer,
pues siempre de panza en panza
en estaciones te ven.
   A cuántas les mientes carne,
que sin vientre y sin envés,
sola la armadura traen
en dos cañas de alcacel.
    Cuántas gordas por el uso
no se quieren conocer,
y a cualquiera que se pone
la haces jurar de tonel.
   A cuántas prestas volumen,
que en vigor Matusalén,
las alcobas del mondongo
hizo pasar la vejez.
   A cuántas que te han comprado
suples ya la desnudez,
trayéndoles enjaulada
una camisa arambel.
    Cuántos vientres, sin ser rastro,
cubrirás como una pez,
y al llamarte guardainfante
guardademonios diré.
    A cuántas finges perfectas,
que tienen (y yo lo sé)
las caderas derrengadas
sobre dos piernas de nuez.
    Cuántas han de dar por ti
ensanches a su placer,
en fe de que has de encubrirlas
las nueve faltas del mes.
   Y aunque de sospecha al bulto
querrán confesar por él,
ser guardainfante el esparto
y que aquél no lo ha de ser.
    Cuando encubres a las flacas,
eres un trasunto fiel
de empanada de figón,
gran bulto y sin qué comer.
    Cuántas partidas de tabas,
que cubren delgada piel,
crujen en ti como en bolsa
de trebejos de ajedrez.
    Y a ser, como eres, de esparto,
del metal de una sartén,
por cencerro bien tocado
pudieras servir a un buey».

Con notable gusto oyeron a Trapaza el bien cantado romance, sátira contra los guardainfantes, holgándose mucho don Tomé de que su criado tuviese aquella gracia más, que no lo trocara por alguno con dineros encima, aunque necesitaba dellos, tanto se agradó de Trapaza. Lo mismo hicieron todos, alabándole.

Quiso don Enrique que su hija pagase aquella letra con otra, y haciendo que le bajasen la arpa de su aposento, templándola con suma destreza, cantó así, acompañada de una criada:


-¿Dónde va por el prado la niña,
pisando sus plantas, de flor en flor?
       -Siguiendo al Amor.
-Déjale, váyase, huya de ti si acaso temió,
que si pruebas el oro de sus flechas,
lástima tengo de tu corazón.
       ¿Para qué quieres seguir,
       a quien has visto temer?
       -Por la gloria del vencer
       al que todos hace huir.
       -¿Y si vuelve a resistir?
       Vencerále mi rigor.
-Déjale, váyase, huya de ti si acaso temió.
       Contra amor es osadía
       querer hacerle algún daño
       quien dél tiene desengaño.
       -Vencerále si porfía.
       -¿Si es la misma valentía?
       -Tenerla con él mayor.
-Déjale, váyase, huya de ti, etc.

Aquí comenzaron los hipérboles de don Tomé, las exageraciones, las alabanzas de lo bien que había cantado su dama, y decíalas de manera que hacía reír a todos.

Era ya hora de comer; subieron arriba y muy espléndidamente comieron, sirviéndoles solas las criadas, que por gusto de su señora le hacían lindas burlas a don Tomé.

Acabada la comida, se fueron a pasar la siesta; mientras los criados comían; pasólo Trapaza lindamente, que fue muy regalado, en particular de una criada que, desde que le vio cantar, se le había inclinado.

Dos horas había que estaban todos reposando cuando llamaron a grandes voces a la puerta de la quinta; bajaron a saber quién era, y abierta la puerta, vieron entrar un carro por ella, cubierto con un repostero. Detrás del carro venían cuatro caballeros a caballo, deudos de don Enrique, a quien venían a ver, trayéndole lo que en el carro venía.

Fue avisado y bajó con don Álvaro a recibirlos, que don Tomé aún se estaba durmiendo a sueño suelto, como si no fuera enamorado.

Apeáronse aquellos caballeros y uno de ellos dijo:

-El embajador de Venecia, deudo vuestro, os envía ese bulto de alabastro, de vuestro padre, que santa gloria haya, para vuestra capilla, que viene conforme el deseño se le envió y aun bien parecido.

Llegaron con esto unos hombres y bajaron del carro el bulto, poniéndole en la primera pieza baja de la quinta, esto en la misma forma que había de estar en la capilla.

Era figura de alabastro de un venerable viejo, de estatura más que mediana, armado a lo antiguo, de todas armas y en el pecho la roja insignia del patrón de España, que había tenido. A sus pies estaba la celada entre dos perros, tan al vivo obrados, que mostró bien el artífice su primor.

Enternecióse don Enrique viendo la imagen de su buen padre, y con muestras de obediencia le besó aun en mármol la mano, cosa que pareció bien a los presentes.

Ya don Tomé había bajado a este tiempo; preguntáronle qué le parecía del bulto: él le alabó mucho, cuanto vituperó el antiguo traje, haciendo gran donaire de los folladillos antiguos y martingala con que estaba, diciendo:

-¿Es posible que tan gallardos talles inventasen tan poco para su adorno, que se vistiesen tan ridículamente?

Con esto dijo otras muchas cosas en forma de escarnio, con tan solemnes disparates que a todos hizo reír.

Era don Álvaro, el sobrino de don Enrique, caprichoso, y propuso de hacerle una burla: comunicóla con su tío y con los demás caballeros mozos, y para ejecutarla no hallaron otro sujeto más a propósito que su criado, aunque repararon en si lo querría hacer. Don Enrique se ofreció a que lo acabaría con él por intercesión de su hija; para esto se le dio cuenta de la burla y pidieron que mandase al criado de don Tomé que hiciese un personaje en ella. Llamóle doña Brianda y rogóselo mucho. Poco era menester para que a Trapaza se dejase brindar y hiciese la razón, porque era muy del natural suyo el ser amigo de hacer burlas.

Previnieron lo necesario aquella tarde, y estando todo en la quinta, aquellos caballeros que habían venido cenaron todos con don Enrique y su hija, y después, fingiendo que se iban, se quedaron ya de noche a la puerta de la quinta, abriéndolos después el jardinero y escondiéndolos en parte secreta del jardín.

Recogióse la casa de don Enrique y don Tomé asimismo, a quien desnudó Trapaza y dejó en sosiego; mas como estaba enamorado de doña Brianda, presto sus dulces memorias le dejaron puesto en desvelo. Así se estuvo hasta la medianoche, que, con el ruido de las campanas que tocaban a maitines, así en la metrópoli como en los conventos, quedó en mayor desvelo.

Aguardó la gente de la burla que el ruido de campanas se sosegase, y habiendo parado, por una puerta que caía a la pieza donde dormía don Tomé, aunque entonces estaba despierto, se oyeron algunos penosos suspiros, cosa que a él le puso en cuidado y estuvo atento a ver en qué paraba semejante espectáculo; pero presto conoció lo que era, porque, poniéndose a la puerta Trapaza, mudando la voz, dijo en la más temerosa que supo fingir:

-Don Tomé, don Tomé, don Tomé.

Con más alteración se halló el llamado caballero, y viendo que era forzoso responder, dijo algo turbado:

-¿Quién me llama?

A esto volvió Trapaza a decirle:

-Quien te desea hablar si tuvieses ánimo para oírme.

-Ánimo no me falta -dijo don Tomé-. Sólo quisiera ver a quien me busca y carezco de luz.

-Por eso no quede -dijo Trapaza.

Y sacando un hacha detrás de un escondrijo, que se había hecho aposta para la burla, la tomó en la mano Trapaza y con ella salió a ser visto de don Tomé en horrible y espantable figura, porque venía armado de la manera que la figura del sepulcro a lo antiguo, con armas blancas, folladillos o martingala, su hábito de Santiago en el pecho, cubierto el manto blanco de capítulo, cuya falda le arrastraba gran parte por el suelo, la cabeza descubierta, toda cana, con una cabellera que se le buscó, muy larga y a propósito, y una barba blanca; al rostro traía dado un matiz pálido, de manera que representaba un verdadero difunto.

Con este tan espantoso y horrendo espectáculo quedó don Tomé casi sin aliento, y más cuando vio que aquella visión se le iba acercando a su cama con graves y pesados pasos. Llegó cosa de tres antes de la cama y, parándose, dijo a don Tomé:

-No temas, que te quiero muy en ti para que me oigas a lo que he venido del otro mundo: pierde el miedo.

Con oírle afablemente que se lo decía, parece que cobró el afligido algún aliento, lo cual visto por Trapaza, le dijo:

-De católicos pechos es hacer bien por los difuntos y de cristianísimos el honrarlos. El traje que en mi tiempo truje fue el más lustroso que entonces traía la gente de mi calidad. Si en el presente se usa otro, no debe ser menospreciado el antiguo, pues fue el que honró a los progenitores de los que viven. Culpa, y muy grande, has tenido delante de mi hijo en haber hecho escarnio de mí y él de haberlo consentido. La gracia y el donaire y aun el bufonizar, hablando con más propiedad, tiene dilatados espacios en que se extender sin alargarse a hacerse contra los difuntos. Yo vengo a advertirte esto, y para que otra vez te acuerdes de mí y no te atrevas a deshonrar los huesos de los que descansan en vida eterna, esta hacha, que hoy viene a ser símbolo de tu corta vida, se apagará en tu cuerpo en la parte más sensitiva dél, no parando en esto mi castigo, sino en que, por lo que has hecho, perderás a mi nieta para no verte con ella en dulce himeneo. Ahora conviene sufrir el apago desta flamante luz en las ausencias; ya me entiendes adonde digo, que con sólo esto te preservas de mayores suplicios.

Dijo esto con voz tan temerosa, dilatando los acentos della, de manera que don Tomé estaba perdido; tanto, que no tuvo valor para saltar de la cama, dejando llegarse a ella al que tenía por verdadero padre de don Enrique, el cual, alzando la ropa de la cama con mucho vigor, le apagó el hacha donde había señalado, con tanto sentimiento de don Tomé que dio luego con el fuego grandes gritos, a cuyo rumor acudió la gente de la burla, y con roncos cencerros comenzaron a atronar el aposento y a temer el pobre paciente; daban grandes aullidos, y con unos azotes que traían de riendas de caballo le vapulearon, de modo que le dejaron casi sin sentido, yéndose con el mismo ruido de cencerros y baladros.

Así estuvo un rato nuestro don Tomé, hasta que, volviendo en sí, comenzó de nuevo a quejarse con notables voces; acudieron a ellas don Álvaro y don Enrique, su tío, y entrando en su aposento (que era cuando ya amanecía) le preguntaron que qué tenía.

-Ay, señores -dijo el vapuleado-, que esta noche ha habido en este aposento todo el infierno junto.

Pidiéronle que les declarase aquello, y él, aun todavía con el susto de lo pasado, les contó lo que había visto, a pausas, avisando a don Enrique del enojo que contra él había mostrado su padre.

Fingieron los dos admirarse mucho y pidiéronle con grandes ruegos que no dijese a nadie nada de lo que había pasado, porque no se escandalizase Sevilla con oírlo. Así se lo prometió don Tomé, el cual pidió que le llamasen a su criado: detuviéronse en llamársele, porque estaba lavándose del barniz que le habían puesto. Al fin vino, a quien con grandes lamentaciones contó su amo el trabajo que le había sucedido, cosa a que mostró grande admiración el bellaco de Trapaza, diciéndole que en todo suceso era bien no hacer donaire de los difuntos, sino rogar a Dios por ellos y hacerles decir misas. Así se lo prometió don Tomé; mas por el molimiento pasado, rogó a Trapaza que le dejase reposar, asistiendo él allí por el temor con que estaba. Hubo de hacerlo, bien contra su voluntad, porque en premio de haber hecho bien el papel del difunto le tenían prevenido un lindo almuerzo. Con todo, no desconfió de no le gozar; y así, aguardó a que don Tomé se durmiese (que con el cansancio fue en breve dormido), y luego le dejó en reposo por entregarse en el almuerzo que le esperaba.

De esta burla de don Tomé resultaron dos cosas: perderle don Enrique de su quinta y que Trapaza dejase de servirle, porque no queriendo quedarse el asombrado caballero aquella noche en la quinta, temiendo que el padre de don Enrique le había de hacer otra visita con las circunstancias que la pasada, pidió licencia y se fue a la ciudad con su criado.

En ella se fue divulgando la burla que se le había hecho, subiéndola de punto hasta decir que le habían echado una ayuda de agua de nieve y que su criado había sido el autor; conque sin reparar en las partes de Trapaza, le despidió de su servicio. Poco perdió en perderle, antes granjeó con esto el que sabiéndolo don Enrique, hizo que un sobrino suyo le recibiese en su casa.

Acudía Trapaza muchas veces a casa de don Enrique, porque doña Brianda gustaba mucho de oírle cantar, que lo hacía con grande donaire y letras suyas, con que satirizaba varias cosas. Allí se veía con Emerenciana, la criada que se le había aficionado, que también cantaba su poquito con buena voz, aunque no tenía destreza para ello. A ésta enseñaba Trapaza con mucho gusto, con permisión de su señora, y acudía todos los días a esto.

Tenía doña Brianda una dueña en su servicio, de ancianidad, la cual tenía los mismos melindres que si fuera de quince años, de manera que para hacer reír a sus amigas en las visitas, contaba doña Brianda melindres suyos graciosísimos. A ésta (que tenía pocos menos años que Sara) le dio unas calenturas de haber comido almendrucos majados, porque enteros no tenía dientes para poderlos mascar ni muelas tampoco.

Pues, como el más eficaz remedio para este mal sea una ayuda, ordenósela el médico que la curaba. Prevínose el cocimiento, y puesta la que la había de echar de posta con el jeringante instrumento, ella hizo tantos melindres rehusando recibirle, que hizo reír a los circunstantes.

Estaba presente su ama doña Brianda, la cual, enojada de que en tanta vejez se oyesen cosas de niña, la riñó mucho y mandó que se estuviese queda, pues era aquél el importante remedio para su mal. Hubo de sufrirse la vieja y recibió con paciencia y sin melindre el medicamento.

Celebróse la inquietud y melindres de la dueña en toda la casa, y por estar mal con ella Emerenciana, pidió a Trapaza que a esto le hiciese unos versos graciosos, que gustaría mucho su señora de oírlos.

Deseaba Trapaza contentar a Emerenciana, y así lo hizo, que, puestos después en manos de doña Brianda, eran éstos:


   El tipo de la fealdad,
la suma de la vejez,
en el melindre de Fabia
juntos y unidos se ven.
   Egrotante está la niña
de los años ciento y diez,
con ciento y diez mil congojas
en enfermedades tres.
   Idiota se ha mostrado
la que bachillera fue,
pues del Digesto ha diez días
que ignora la común ley.
   Los viajes de glotona
que ha registrado su nuez,
hoy pretende un esculapio
que la expela un clistel.
   De aceites, miel, girapliega,
uncias cuatro y dragmas seis,
recetó el buril de un ganso
en el cándido papel.
    El farmacópola, diestro
en repiques de almirez,
calabriando lo aplicado,
puso el remedio a cocer.
   Ya el latónico instrumento,
florentín o calabrés,
particular apuntante
desta fembra quiere ser.
    Chopones de aquel brebaje
para vomitarle fiel
con lágrimas de los dos
en el ojo más soez.
    Cosquillas causa a la anciana
el mosquetero novel,
dudando en el recibir
la que recibe tan bien.
    Enfadado el jeringante
de aguardar cansado en pie
resistir apuntamientos
de la metad del envés.
   Viendo con tantos melindres
una edad Matusalén,
tarasca de novedades,
esto la dijo cortés:
    «Racional argentería,
tarabilla humana, a quien
la más girante veleta
sumisiones puede hacer,
    si la viviente baraja
tan barajada tenéis,
dejadme, señora, alzar,
y el juego comenzaré.
    A caballero os aguarda
el cañón que a punto veis:
permitilde que os dispare
girapliega, aceite y miel;
    que si avara de excrementos
sin la salud padecéis,
con el remedio que aplica
en pródiga os trocaré.
    Lo encendido de la facha
manifiesta que tenéis
dureza en las provisiones
como indeciso juez».
    Dijo, y ella, mas fruncida
que monja que sale a red,
un sí sé que se tapó,
y descubrió un no sé qué.
    Asestó el cañón luciente
al zaguero Magancés,
Galalón contra el olfato
del que mondo llega a oler.
    Trasladó el tibio brebaje
del taladrado rabel
al vientre, que, por lo hinchado,
tamboril pudiera ser.
    Lo que resultó del caso,
para el que ignorante esté,
lo podrá hacer relación
el doctor Caramanchel.

Mucho celebró doña Brianda la sátira de Trapaza y no paró hasta que él mismo se la cantó a la dueña que había sido la paciente. Estaban presentes don Enrique, don Álvaro y otros caballeros que rieron mucho, así el melindre de la dueña como los versos. Ofendióse la tal satirizada y juró que se había de vengar de Trapaza, buscando modos desde aquel día para su venganza.

Otra llegó más presto, que le hizo dejar a quien servía; y fue el caso que entre los caballeros que galanteaban a doña Brianda, había uno cuyo nombre era don Mendo, el apellido se calla. Éste tenía opinión entre los caballeros de miserable, y contábanse dél grandes civilidades, con que había gran fisga en las casas de la conversación.

Las amigas de doña Brianda hacían donaire della, de que era servida deste caballero tan misérrimo. Ella le disculpaba cuanto podía, no porque le parecía bien, sino porque era amiga de honrar a todos.

Quisieron, pues, las amigas dar un tiento a este caballero para probarle en la condición; y así, un día que se halló en la quinta de don Enrique, le pidieron que para cierto día que le señalaron las diese una merienda. Algo se turbó el tal galán, mudando colores el rostro, mas por no dar nota de lo que tan imputado estaba, se ofreció a servirlas.

Llegóse el día aplazado y, aguardando las damas en la quinta, vieron que la merienda no vino aquella tarde, conque doña Brianda hubo de pagar aquella cortedad. Súpose que dos días antes se había fingido malo, y aun sangrado, por excusar este gasto en que le habían empeñado. No quisieron que se fuese sin castigo, y valiéndose doña Brianda del socorro y la vena de Trapaza, le mandó hacer unos versos, satirizando de civil a don Mendo. Él los hizo y se los enviaron a la cama. Decían así:


    De achaque de una demanda
está enfermo don Civil,
que por no morir del dar
se cura contra el pedir.
   Tomóle el pulso derecho
el dotor Algimesí,
venturoso en el matar
si en el curar infeliz.
    De la intercadencia juzga
que tiene el pulso tan vil
que aun en pulsar es avaro
por ser del dueño aprendiz.
    Como el expeler es dar,
no rompió su ley aquí,
que el diurético excremento
apenas vio en el viril.
    Saber quiere los excesos
del enfermo Matachín;
si fuera las cortedades,
se las supiera decir.
    Sustos de una petición
de unos labios de rubí,
dicen que a su bolsa y alma
hacen temblar y crujir.
    «Un principio de accesión
con los temblores me vi,
que es el daca un vendaval
que puede helar un país.
    A la demanda merendona
de antuvión luego temí
un cortamiento de brazos
sin poderle resistir.
    Durezas tengo de vientre,
señor, desde que nací,
y en esta ocasión se ha puesto
como un tronco de brasil.
    Jamás clistel de mi bolsa
fue estafante Serafín,
que vive con más dureza
que pedernal de Madrid.
    Don Civil de Guardiola
he de ser como hasta aquí,
pues nunca llegué a soltar
lo que una vez llegué a asir.
    Con empachos de vergüenza,
que pone rojo matiz,
vengo a ser en esta cama
de calenturas faquín.
    Advertid, el mi dotor
(si alguna vez advertís),
si de mal tan incurable
se puede hacer cura en mí».
    Oyó el práctico Avicena
la relación hasta el fin,
y al estríctico egrotante,
mesurado, dijo así:
    «Infiero por las señales
y lo que me referís
que esta vuestra enfermedad
ha dado muestras de ruin.
    De no orinar vuestra bolsa
o blanco o pálido orín
indica carnosidades
que impiden el exprimir.
    Los calofríos que causa
pedigüeño retintín
os tienen gafo de manos,
pues que nunca las abrís.
    Su accidente os asegure
que en el venéreo carril
no habéis de encontrar jamás
las tercianas de París.
    Dureza a nativitate
tan mala es de corregir,
que a casarla con amor
no se atreverá al faquí.
    A opilación faraona
más que domado cerril,
no hay emplastos de Moisén
que la ablanden la cerviz.
    Rebeldía inexpugnable
difícil es de batir
sin el clistel de la estafa
de una diestra piscatriz.
    Importa abrir el acero
tres veces puerta al carmín,
porque os sirvan las sangrías
de ensayo al distribuir.
    La purga en vos fuera buena
si fácil la despedís;
mas, ¿cómo sabrá purgar
quien no supo digerir?»
    En sus venas el enfermo
consintió acero sutil,
que es pródigo de su sangre,
no de sus maravedís.
    En vez de darle sangría
el cónclave femenil,
este papel le enviaron
que acordaron de escribir:
    «Al galán de la tenaza
(que no se llama badil),
guardafiel de su dinero
sin alabarda y mastín;
    el que nació en Tenerife
en corto zaquizamí
y aborrece a los paganos
huyendo de ser gentil;
    el que admite en su bufete
(si tal vez suele muquir)
a la ganga por ser dura
y aborrece al francolín.
    El nominativo maneo,
que en gramática pueril
su vocativo ademanda
niega como quis vel quid
    El que de toda moneda
es corchete y alguacil,
porque a la avaricia triste
conoce por genitriz;
    el que a estar en su albedrío
(por lo que son contra sí)
negara los ofertorios
en romance y en latín;
    el que a ser marqués del Gasto
jamás pretendió subir,
porque a ser el de la Guardia
sólo endereza su fin;
    el que contra los galanes
fulmina sátiras mil,
por tener con los Duranes
amistad hasta morir.
    Vuestras puertas a Cupido
nunca habéis querido abrir,
que con la mitad del nombre
antipático vivís.
    No os atribulen memorias
del mal pedido pernil,
de la torta, la empanada,
del capón y la perdiz.
    De susto de peticiones
vivid seguro, vivid,
que vuestro mal nos ha dicho
cuánto desto os afligís.
    Con fembras de baja estofa
gastad, triunfad y advertid
que no pasen vuestros gastos
de agua de nieve y anís».

No quiso doña Brianda que cosa tan bien trabajada quedase en el sepulcro del olvido; y así, habiéndola primero enviado al sujeto enfermo de peticiones, la mostró a muchas amigas suyas y caballeros que la visitaban, dando sin esto muchos traslados para que se dilatase por toda Sevilla.

No le estuvo bien a nuestro Trapaza (y debiera estar escarmentado en sátiras si se acordara de la de Salamanca), porque, ofendido, el caballero no fue civil en mandar a cuatro hombres que trabajaban muertes, pagándoselo, que le trabajasen la suya, contentándoles lo bastante, que el gasto que una vez hace el miserable es mayor que el del mayor pródigo.

Buscaron al pobre Trapaza en la quinta de don Enrique, donde sabían que acudía de ordinario, y errando el tiro encontraron con un criado de don Álvaro; preguntáronle si era Hernando, él calló, y pensando que de temor se encubría, le dieron dos cuchilladas, de modo que dentro de cuatro días acabó la vida.

Supo Trapaza esto, y pareciéndole no estar seguro en Sevilla, quiso encaminarse a Granada. Pidió licencia a su dueño, diósela y con ella algunos reales para el camino. Quien anduvo más liberal fue doña Brianda, que sintió que por su causa se ausentase Hernando: diole cincuenta escudos en oro y un vestido de camino don Enrique.

Con esto partió de Sevilla Hernando en una mula, acompañado de un estudiante y un mozo de mulas que iban a Jaén con intento de tomar por allí el camino para Granada.

Llegaron a aquella antigua ciudad un domingo por la noche, donde posaron en un buen mesón, descansando del cansancio del camino.




ArribaAbajoCapítulo XIII

De cómo le robaron a Trapaza en Jaén y de cómo la pobreza le obligó a servir a un médico, con lo demás que le avino


Había prevenido a Trapaza el estudiante que había salido de Sevilla en su compañía aquella noche que llegaron a Jaén, que había de madrugar mucho a la mañana, que tenía que hacer en Jaén un poco, y que de camino le buscaría mulas para los dos pasar a Granada. Trapaza le rogó que si se levantase no hiciese mucho rumor porque no le despertase, que se hallaba muy cansado del camino y deseaba descansar. Así se lo ofreció y así lo cumplió, que le estuviera mejor a Trapaza se levantara al ruido de una trompeta.

Llegó la hora en que el licenciado tenía tratado con el mozo de mulas irse, y fue a tiempo que Trapaza estaba sepultado en blando sueño: eso era lo que el escolar requería, porque agarrando de sus vestidos y maleta, cargó con todo y dejóle in puribus, como dicen. Esto hizo porque traía soplo desde Sevilla que venía con dinero; y así, entre él y el mozo de mulas, se concertaron y tomaron aquel viaje para sólo robarle; lográronlo, como se ve, porque dejando durmiendo al descuidado Trapaza, y cerrado por de fuera, se pusieron en sus mulas, hecha cuenta con el huésped, y marcharon a Sevilla.

Trapaza durmió hasta más de las nueve desotro día, que el sol le despertó entrando por los resquicios de las ventanas a reírse de verle burlado. Levantóse, abrió la ventana para quererse vestir, mas cuando miró por sus vestidos en la parte donde la noche antes los había dejado, los halló menos con la maletilla y el cojín. Alteróse sumamente, buscándolos por todo el aposento; mas fue sin provecho, porque ojos que los vieron ir, etcétera.

Dio voces llamando al huésped, preguntóle por el compañero, y díjole cómo antes de amanecer una hora se había partido en las mulas que habían venido. Comenzó Trapaza a afligirse, maldiciendo la hora en que por compañero le eligió, y preguntóle el huésped que por qué hacía aquellos extremos. Entonces le contó su robo, cosa que le dejó admirado. Veíase desnudo y sin remedio de poder hacer diligencia alguna.

Acudieron al mesón dos alguaciles, mas como vieron a Trapaza en camisa y sin remedio por entonces de cubrir sus carnes, no se ofrecieron a hacer diligencia de ir a buscar los ladrones.

Desdichado del que se ve pobre, todo le falta, nadie se le ofrece; diferente del próspero, que todos le agasajan, le regalan y cortejan.

Viendo el mesonero el trabajo en que estaba su huésped, a quien juzgó por hombre bien nacido, compadeciéndose dél, le dio un vestidillo de color viejo que había desechado, y esto con la salva de que le perdonase el atrevimiento, piedad bien ajena de su oficio: quizá ésta le sacó de mal estado, mas con lo que a unos desollaba, otros se vestían.

Agradeció Trapaza la caridad del huésped, pues veía que se hallaba en tiempo que era de agradecer aquella piadosa acción, y más de mano de quien venía, con lo cual se salió del mesón bien afligido por no saber qué hacerse.

Paróse en una plazuela a pensar qué haría de su persona, y acertó a atravesar por ella un médico en su mula, el cual, así como vio a Trapaza, le dijo:

-Amigo, ¿buscáis amo?

-Señor -respondió Trapaza-, yo me holgara de encontrar dueño a quien servir, que, conociendo mi servicio, me le gratificara al paso que le sirviera, que de mí presumo que le sabría agradar.

-Yo he menester un criado -dijo el médico-, que se ande tras mí a las visitas que hiciere teniéndome cuenta con esta mula. Si gustáis de servirme en este ministerio, de mi trato no os descontentaréis, ni de la paga de vuestro salario, que la que acostumbro a dar son doce reales al mes.

Vio Trapaza que había de tomar lo que el tiempo le ofrecía, y así se concertó con el médico, yéndose con él a su casa.

Era el tal galeno casado con una vieja de más de mil años, tantos le pareció a Trapaza que tendría, y él sería de hasta treinta poco más. Lástima le tuvo a tal empleo, y más a ver que le mandaba como a muchacho aquella gomia de navidades. Sin esto, cada instante estaban como perros y gatos, riñendo sobre pedirle celos, presumiendo que trataba con otras mujeres, y cierto que era falsedad, porque el buen físico era muy católico cristiano y estaba tan enamorado de su vieja que de nadie se acordaba, cosa que atribuía a hechizo Trapaza, porque el amor que la tenía, el temor, la obediencia, en una religión le multiplicara méritos.

Así como entró Trapaza en el aposento de doña Sofía, que así se llamaba la niña de los quince veintes, puso los ojos en él y dijo a su marido:

-Amigo, ¿a qué viene este hombre?

-Tráigole, amores míos -respondió el médico-, para que nos sirva y ande conmigo. Parece en su talle hombre de bien, y creo que nos ha de servir con cuidado.

-No me parece mal su persona -dijo la Matusalena-. ¿Cómo os llamáis? -le preguntó.

-Hernando Robado -dijo Trapaza, que era amigo de aplicarse los apellidos conforme los sucesos.

-Bien conforma con vuestro apellido el traje -dijo ella-, pues parece que os han robado la sanidad del vestido.

-El tiempo -dijo Trapaza- es ladrón universal de lo que más quiere resistírsele: trabajos me ha hecho andar así por no tener la propriedad del fénix, que si lo fuera, me renovara.

-Bachiller es -dijo la señora Sara-. No me descontenta la alusión, quedaos en casa, que me habéis aficionado.

Estimóselo Trapaza, y desde aquel día comenzó a servir a su Avicena con mucho cuidado, de manera que él y su consorte sempiterna se hallaban muy contentos. Tenía en su servicio una negra, que sus celos no consentían otra criada, temerosa de que su marido se la solicitase.

A pocos días que Trapaza estuvo en su servicio, ya servía de montante de sus rencillas, porque cada día las tenían sobre los negros celos. Vino a no lo poder en ninguna suerte sufrir el doctor y quejábasele a su criado, el cual le dijo un día que él se tenía la culpa en haberse sometido a su obediencia tanto, porque al casarse había estado tan ciego que no vio su mucha edad.

Entonces el doctor le declaró cómo de agradecido de haberle ayudado con dineros en sus estudios, y asimismo hasta graduarse, se había casado con ella, y que la quisiera entrañablemente si esto de pedirle celos no lo continuara tanto.

-Buen remedio -dijo Trapaza-. Vuesa merced está indiciado de que la hace adulterios, y esto no hay sacárselo de la cabeza. Diviértase y trate de holgarse, y si teme que ella le siga, yo se la trataré de modo que se acuerde de mí.

Prometióle el doctor seguir su consejo y trató de divertirse con una vecina suya, entrando en su casa con mucho recato por temor de la serpiente de su mujer. Trapaza era el tercero de su amor y llevaba los billetes. El comenzar esta amistad fue por un accidente que tuvo la tal vecina: curóla, y de allí quedaron con el conocimiento de tratarse. No pudo ser esto tan oculto que no lo supiese la vieja, la cual se enojó tanto que llegó a poner las manos en su marido, y él, el maricón, se lo sufrió.

Enfadóse Trapaza tanto de que un hombre tuviese tan poco mando en su casa que quiso vengar su agravio, y así, un día que se había subido a una azotea de casa para desde allí atalayar si entraba su marido en casa de la vecina, vio que había entrado a verla, y enfurecida con los celos, cuando quiso bajar apriesa para cubrirse el manto y salir a hallarlos juntos, ya Trapaza le tenía armada la trampa, habiéndole untado los pasos de la escalera con jabón y poniendo en el último descanso una mano de almirez. Apenas puso los pies en ella, cuando, resbalando la anciana, fue rodando por la escalera abajo, brumándose el cuerpo de modo que quedó sin sentido, pidiendo confesión.

Acudió a ella Trapaza, y tomándola en brazos, dio con ella en la cama; subió la negra, desnudóla, y él fue a llamar el doctor, el cual vino con harto miedo que vergüenza; hallóla tal que no tuvo vigor para reñirle. Trapaza le dijo la caída que había dado, y aunque se sospechó que había andado Trapaza por allí, estaba tan cansado de la vieja que no le dijo nada; antes se holgara de hallarla en el postrer artículo. Con todo, la piedad, y ser su mujer, le obligó a hacerle remedios, con que al otro día estaba más esforzada, mas para su mal, porque incorporándose en la cama, le hizo un sermón con tantas infamias y tantas injurias, que a otro irritaran de modo que acabaran con su vida.

Todo esto era indignación para Trapaza, que juraba entre sí de acabar con la vida de aquella mujer, si ya no la tenía para venir a ser atalaya del Anticristo, sino secuaz suya. Tenía siete vidas como gato la caduca señora, y cuando se pensó que no se levantara en quince días de la cama, al tercero ya estaba en pie. Esto era porque se hacía la gran fiesta de la Sacratísima Verónica, tan célebre en Jaén. Dichosa ciudad, pues es depósito de tan preciosa reliquia.

Quiso, pues, nuestra anciana ponerse muy bizarra aquel día, sin mirar a la edad que tenía, culpa en que delinquen muchas mujeres viejas que no se conocen que lo son, y así se atreven a traer lo que las niñas, para dar motivo de risa al pueblo, que lo es el mayor ver a un viejo loco.

Tenía una grande amiga esta senectud, de la misma edad, de modo que entre las dos podrían prestar años cuantos testigos de las montañas han jurado en ejecutoria de nobleza. Esta hacía cierta lejía para las canas, con que se transformaban en el rubio color; que, aunque las muchas arrugas, falta de dientes y estrujadas mejillas, visto todo en el espejo, las desengañaban que no eran aquellos cabellos de aquellas caras. Ellas con este Jordán les parecía que engañaban a la muerte.

Envió a Trapaza por el cocimiento o tinta para sus canas, el cual quiso en esto, que tanto afecto ponía su ama, darle un pesar, que fue el mayor que tuvo en su vida. Traía el tal escabeche en una olla, y antes de entregársele a su ama, echó en él un poco de trementina, con la cual le dio un hervor, y dejándola enfriar se lo llevó a su señora.

Era víspera de la fiesta el día que hizo esto, y, queriendo la decrépita esponjarse calentando su embuste, se comenzó a lavar con él la cabeza. Incorporóse la trementina en el cabello de modo que todo él se hizo una plastra, entrabándose uno con otro; admiró a la vieja la novedad, y, comenzando a estregarse con un paño, lo ponía de peor condición, de manera que era compasión verla. Daba voces y perdía su juicio.

Acudió Trapaza a ver qué tenía y díjole:

-Enemigo mío, ¿quién te dio este cocimiento?

Trapaza se lo aseguró con juramento.

-¡Ay enemiga mía! -dijo la vieja-. Envidia que has tenido de mis cabellos te ha hecho hacerme esta traición.

Comenzó con esto a llorar amargamente, echándose de rabia en el suelo. Mandó a la negra que la untase con aceite toda: no aprovechó, y el último remedio fue irle sacando con un alfiler hebra a hebra el cabello; en esto se ocupó la negra seis días. Y aunque pudiera valerse del socorro del moño, era tan desvanecida que no quiso salir sino con su mismo cabello; pero no consiguió su pretensión por durar seis días el volverse a su primero estado, en los cuales vivieron todos los de la casa en seiscientos infiernos. Desta suerte estaba la sierpe diciéndoles mil injurias.

Sucedió enviar un caballero, que estaba de Jaén tres leguas, por el médico, que se hallaba enfermo. Ofrecíale buen partido, y no quiso perderle: lleváronle coche, y por no dejar el médico su casa sola, mandóle a Trapaza quedar sirviendo a su mujer, y él se llevó un practicante consigo. A la partida hubo su poquito de sermón, amonestándole que no la ofendiese, que en esto paraban sus fraternas, picada de celos. Partió con esto, y Trapaza quedó por guardián de casa; ¡qué de preguntas le hizo a solas aquel montón de siglos para que le dijese a quién galanteaba su marido! Mas Trapaza anduvo tan fino que, desdiciendo de criado no le pudo la tarasca de días sacarle nada, abonando a su amo y reprendiéndola su terribilidad y mala condición.

Era la negra muy devota del dios Baco, como todas las de su nación, y habían traído de presente al médico un pellejo de vino de lo mejor de Lucena, que es lo afamado de la Andalucía, el cual se había bajado a un sótano para que estuviese fresco. Pidió a Trapaza que hurtase la llave a su señora de aquel sótano, para hurtarla del vino; mas Trapaza la dijo que pues cada día le abría para dar de beber a la mula, por estar el pozo de casa allí, que entonces era ocasión para hacerle el hurto.

Quedó entre los dos concertado que se hiciese esotro día; y así, cuando le dio doña Sofía la llave a Trapaza para sacar agua para la mula, él tomó un caldero en que le daba de beber y, bajando con él donde estaba el oloroso pellejo, le hizo una sangría de aquel precioso licor, llenando el caldero.

Tardóse un poco más de lo acostumbrado y bajó al sótano doña Sofía al tiempo que Trapaza subía con el caldero arriba, y tuvo suerte que la tal vieja era muy roma entre las demás gracias que tenía, con lo cual no era muy viva del olfato; y así, pasó nuestro ladrón por junto a ella sin echar de ver lo que llevaba. Quiso también ver cómo estaba la mula en ausencia de su dueño, y aguardó a que Trapaza la sacase de la caballeriza al patio, donde había dejado el caldero con el vino; y, por no descubrir su flaqueza se le presentó delante a la mula, la cual, con lindo despejo, se bebió todo el caldero sin dejar en él gota de vino; y así, como le acabó de beber, dando una vuelta en torno y metiendo la cabeza entre las piernas, cayó redonda en el suelo, borracha de lo que había bebido. No cayó en ello doña Sofía, la cual, admirada de aquella novedad, se afligió mucho pensando que la mula era muerta; de que no lo era lo aseguró Trapaza, y para darle remedio fue en busca de un albéitar, a quien dio cuenta del suceso. El albéitar llegó donde estaba la mula: viola con atención y dijo a doña Sofía que para hacerla cierto emplasto y darle una bebida había menester veinte reales. No fue escasa en dárselos luego.

Retiraron la mula a la caballeriza, y partióse el albéitar a buscar su brebaje y hacer su emplastro. Siguióle Trapaza, y entre los dos partieron aquel dinero con gasto de un poco de pez y un cuartillo de vinagre y agua que dieron a la mula. Fue con esto el albéitar sacando cada día dinero para remedios a la mula, que ya había vuelto de la embriaguez, y fingiendo que la beneficiaban, se metían la moneda en el bolsillo.

Vino el médico de su cura, regalado y con dineros. Halló a su mujer más buena que él quisiera; contóle la desgracia de la mula y los remedios que se le habían hecho. Era la cosa que más estimaba el médico y agradeció el cuidado a Trapaza. Vino el albéitar, pidió la paga de su cura y, aunque de herrero a herrero no pasa dinero, quiso en pedir esto darle autoridad al de ser de médico y de albéitar, el cual quiso saber lo que le había de dar y dijo que cincuenta reales. Enfadóse desto Trapaza y, apartando a su amo aparte, donde pensó que nadie le oía, le contó el caso de la mula sin faltar nada, fiado en la merced que le hacía.

Acertó a estarles escuchando doña Sofía, y así como lo hubo entendido, comenzó a voces a llamar al albéitar y a su criado ladrones públicos, y a jurar que Trapaza no había de quedar en su casa. El albéitar se fue corrido, doña Sofía hizo cuenta con Trapaza, y como era la que mandaba en casa, no bastaron ruegos del médico para que quedase en su servicio, y así, descontándole el caldero de vino, tasado a un excesivo precio, y lo que había gastado en la cura, le vino Trapaza a alcanzar en cuatro reales. Ésos le dio en plata, conque le despidió de su casa, sintiendo el médico perder tan buen criado.




ArribaAbajoCapítulo XIV

De una aventura que le sucedió a Trapaza antes de irse de Jaén, conque se vio en buena dicha, de que resultó una nueva pretensión que siguió


Con la pena de verse Trapaza desacomodado, se salió al campo, imaginativo además, no sabiendo qué disponer de sí. Tenía determinación de irse a Granada, y para esto hallábase con muy poco dinero y ruinamente vestido. Desta manera estuvo haciendo varios discursos sobre lo que determinaría; al cabo, para alivio de sus cuidados, se retiró entre una espesura de árboles, adonde se durmió.

Recordóle de ahí a media hora un rumor de dos hombres que hablaban cerca dél y puso el oído atento para oír lo que decían, y vio que el uno dijo al otro que le acompañaba:

-No se le niegue al pintor que es grande oficial, pues ha sacado tan perfectamente el retrato de mi señora doña Serafina, con quien tendrá mi amo consuelo en esta ausencia.

-¿Cuánto ha de asistir en Sevilla?-dijo el otro.

-Pienso que ocho meses -dijo el que habló primero-. Hasta que se acabase el pleito que trae con su pariente el perulero, y si sale con sentencia en favor cogerá linda moneda, que está depositada, con la cual se vendrá a Úbeda, donde al punto se casará con esta dama.

-¿Qué la mueve asistir en esta casa de placer? -dijo el otro.

-No más de huir del enfado de visitas y pasarse allí acompañada de su madre y criados, linda vida con la amenidad de los campos, que casi los más que cercan su casa son suyos, y cuando se ofrece haber alguna fiesta en Úbeda, Baeza o Jaén, por estar todo tres leguas no más de distancia, se va a verla en su coche con sus criados, tal vez disfrazada en hábito de labradora y tal en el suyo.

-¿Cómo se llama la casa donde está? -dijo el segundo.

-Buena Vista -dijo el primero-, por la apacible vista que de sus torres se ve; y de aquí aún está más cerca que de Úbeda, pues no hay sino dos leguas cortas.

Hablando en estas y otras pláticas se durmieron los dos que eran criados del caballero que estaba en Sevilla. Violos sosegados Trapaza y, llegándose bonicamente a ellos, les quitó el retrato y con él una cajuela de plata con que estaba antes guardado. Alejóse de donde estaba para ver aquel trasunto y vio la más perfecta hermosura que sus ojos habían visto, de suerte que se la puso de espacio a contemplar, que perdió su libertad sin poder resistir los arpones del vendado dios, tanta era la beldad que tenía.

Con esta nueva pena se volvió a Jaén, entrando en la ciudad algo de noche. Bien se fuera a casa del mesonero donde le robaron, que era su amigo de cuando servía al médico, mas no quiso darle a entender que estaba fuera de su casa; y así se quedó, por ser apacible la noche (que era cerca de San Juan), en unas gradas de un cementerio de una iglesia con intento de pasar allí la noche.

Con esto y el silencio della se durmió hasta que las campanas de los conventos que tocaban a maitines le despertaron. Hallóse con una precisa necesidad y, saliéndose de sagrado, se entró en una calleja angosta cerca de aquel puesto, donde, apenas había dado dos pasos cuando sintió un ceceo desde una puerta que estaba entreabierta; acudió a ver lo que quería, llegándose allá, y pudo oír la voz de una mujer que le dijo:

-¿Es Feliciano?

A Trapaza le pareció representar el papel del llamado, y dijo:

-Yo soy, señora.

Apenas oyó esto la mujer, cuando, alargando la mano, le entregó un talego y un cofrecillo, diciéndole:

-Tened eso y aguardadme, que en breve espacio bajaré, que sólo aguardo a que mi madre se duerma.

-Bien está -le dijo Trapaza-. Aquí espero.

Entróse la mujer con esto, cerrando la puerta, y Trapaza, con lo que había recibido, no paró hasta que se salió de la ciudad, tomando el camino de una alameda, donde aguardó a que fuese de día.

Y apenas la aurora comenzaba a desterrar tinieblas para bordar con su menudo aljófar las plantas, cuando a la escasa luz que ofrecía a los mortales, Trapaza desató el talego y en él halló cantidad de doblones que, por antiguos, habría días que no los había visto el sol. Volviólos a su lugar sin contarlos por entonces, por ver lo que el cofrecillo encerraba, el cual era de nácar guarnecido de filigrana de plata. Traía en él la llave, confianza que hizo la que la habría hecho antes de su honor, y abriéndole vio en él dos cadenas de extraordinaria hechura y de peso, muchas sortijas de diamantes, y una en particular que mostraba ser de precio en los fondos de sus diamantes, mayores que otros que los guarnecían a éstos, más pequeños.

Había sin lo dicho otras dos joyas, asimismo de diamantes, que, en la hechura y los muchos de que estaban sembradas, parecían ser de mucho valor. Si quedó contento nuestro Trapaza, bien se podrá considerar, pues él, que antes se había visto pobre y necesitado, verse señor de tan linda moneda y de tan ricas joyas, es cierto que no cabría de gozo, como no miraba a los malos medios por donde lo poseía.

Miró primero si en aquella soledad había quien le pudiese ver y, visto que no parecía nadie a hora tan exquisita como aquélla, que era al amanecer, contó su dinero, que sería cantidad de mil escudos. Hallóse un poco embarazado en el modo de guardar aquel tesoro e hizo sobre esto varios discursos; mas el último fue no le apartar de sí. Acomodó el talego de manera que no fuese visto y las joyas metió en el colchado del jubón. Con esto ejecutó el intento que tenía, que era saber la quinta donde asistía la beldad de aquel retrato que había hurtado y, hallándose ciertos hombres del campo que salían a trabajar, les preguntó por la quinta, dándoles las señas de la dama y diciéndoles su nombre. Era muy conocida en aquella tierra por su riqueza; y así le dieron noticia del camino de la quinta, poniéndole en él y diciéndole que le siguiese sin torcerle, que él le llevaría derecho adonde deseaba.

Púsose en el camino, y en menos de hora y media descubrió la casa de la quinta, adornada de cuatro torres con lucidos chapiteles, en quien hería el sol entonces, conque hacía la casa vistosa. Miróla en torno toda por si podría acaso ver a la hermosa Serafina, y quiso su dicha que saliese a un balcón que caía al campo con poco cuidado de su adorno, porque estaba con unas enaguas verdes de lama y flores, pretinilla de lo mismo, el cabello suelto por las espaldas, que aún no se había tocado, valona de puntas, tendida sobre las espaldas. Este descuido con que Trapaza la vio la hacía más hermosa, porque aquélla era la hora en que más se conoce la que es perfecta hermosura o fingida, que es acabada una mujer de levantarse de la cama.

De nuevo se le renovaron las heridas a Trapaza en el corazón que del retrato había recibido, no pudiendo resistir la violencia de las flechas del rapacillo Amor. Propuso desde allí no desistir de la empresa de aquella dama, y para pensarlo mejor, junto de la quinta, en parte secreta, enterró el cofrecillo de las joyas y del dinero se llevó una parte. Lo primero que pensó fue vestirse de un paño ordinario y procurar entrar en servicio de la madre desta dama (que gobernaba toda la hacienda), y por no parecer hombre bajo, sino principal caballero y merecer con esta ficción galantear a Serafina. Para esto determinó lo más conviniente, y habiéndolo pensado bien, llegó con esto a Jaén, de donde había salido, donde reposó aquella noche en la misma parte que la pasada, donde le sucedió aquella aventura.

No bien había amanecido, cuando, yéndose a casa de un mercader, sacó de su tienda un galán vestido de camino y algunas ropas blancas delgadas.

Un día que estaba bien descuidado en el mesón, en su aposento, vio desde él entrar a su amigo Pernia en un rocín y otro hombre con él en una mula. No se pudo tan presto encubrir dél, aunque quiso que Pernia no le viese, y olvidando enojos pasados (por que se habían desavenido), se apeó de su rocín, y los brazos abiertos entró a abrazar a su amigo Trapaza, diciéndole:

-¿Es posible que tanto bien me haya hecho el cielo que os he hallado aquí, amigo mío? ¿Qué traje es éste en que os veo? Pésame que la fortuna os haya sido tan avara que os haya puesto en estos términos.

Estimó Trapaza la voluntad que Pernia le mostraba y correspondióle con abrazos y aun con convidarle a comer a él y a su compañero; y en cuanto a verse así, puso por testigo al mesonero de su hurto. Con esto pusieron las cabalgaduras en la caballeriza y se entraron a descansar los dos recién venidos donde estaba Trapaza, el cual dio al huésped el dinero bastante para darles de comer regaladamente.

Diéronse cuenta los amigos de sus sucesos hasta aquel día: Pernia venía huyendo de Sevilla por haber herido a un corchete, y el compañero por una cuchillada que había dado a un cochero, que la tendría merecida desde que se puso a aquel oficio. Comieron alegremente y fuéronse a reposar.

Con la venida de Pernia dispuso Trapaza su ficción de otro modo, alentándola con verle allí: el modo fue desta suerte.

Él se vistió muy galán, con el vestido que hizo allí, y habiendo bien instruido a Pernia en lo que había de hacer, tomando un rocín del huésped alquilado, se partieron a la quinta de Serafina, llegando a ella ya de noche; aguardó a que fuese más tarde, y estuviéronse entreteniendo entre unos árboles, de que se encubrieron por no ser vistos de la quinta. Cuando a Trapaza le pareció hora (que sería como a las diez de la noche), salieron de aquel oculto lugar y, emparejando con la quinta, yendo él delante de los dos, le acometieron con las espadas desnudas, y, sin sacar Trapaza la suya, se arrojó del rocín en que iba; lo mismo hicieron los dos, y dando sobre él, comenzó Trapaza a dar voces y a pedir socorro. Oyéronle de la quinta la madre de Serafina y ella, y poniéndose a una ventana que salía al campo, vieron con la oscura luz de las estrellas la revuelta de los dos y sintieron las quejas que Trapaza daba, diciendo:

-Viles criados, enemigos encubiertos, ¿es posible que tan mal correspondáis con el amor que me debéis, que así me traten vuestras manos?

Decía a esto Pernia:

-Calle, le aviso, y déjese despojar si no quiere perder la vida.

Con esto luchaban unos con otros. Compadecióse Serafina de aquella sinrazón y con grandes gritos comenzó a llamar a los de su familia, a cuyas voces se oyó rumor de gente que salía en su favor. Visto esto de Trapaza, aviso a sus compañeros que se fuesen y hiciesen lo que les había instruido: hiciéronlo así, dejándole tendido en el suelo, con sólo su vestido, sin capa ni espada; y él, por esforzar más el engaño, se había con el corte de la daga herido en la cabeza, cuanto rompió el pellejo, bañándose con la sangre todo el rostro. Así le hallaron los criados de Serafina cuando salieron a darle socorro, que fue ya tarde. Metiéronle sin sentido en la quinta, que él había fingido un desmayo, y a las luces que sacaron del cuarto de Serafina, viendo un mancebo de poca edad, de buen talle y bien vestido, herido y sin sentido, se compadecieron madre y hija, de manera que a su mismo cuarto les mandó a los criados que le subiesen, donde en un aposento que servía de camarín le hicieron brevemente una cama, y desnudándole, allí le acostaron en ella.

Todavía estaba fingiendo el desmayo el socarrón Trapaza, hasta que se vio desnudo en la cama, que entonces, con agua que le echaron en el rostro, volvió en sí y, mirando a todas las partes del aposento y a los circunstantes, dijo con voz que fingió débil y flaca:

-Señores, díganme en qué parte estoy; que poco ha me vi despojo hecho de unos viles hombres que me emprendieron matar, y ahora me veo en este lugar libre dellos.

Quien primero habló fue la madre de Serafina, que le dijo:

-No poca pena ha causado en esta casa, señor caballero, vuestra impensada desgracia, que nos halló en el primer sueño, por lo cual no fuisteis socorrido como yo quisiera; pero bastaron nuestras voces a estorbar que no acabaran con vuestra vida vuestros enemigos o ladrones, con la salida de mis criados. Vos estáis donde seréis servido, no con el cuidado que vemos merece vuestra persona, mas con el que fuere posible tenerse con vos hasta veros sano de esa herida, la cual os suplico que os dejéis curar, o por lo menos tomar la sangre della, que es la cura que al presente se os puede hacer por la falta de cirujano.

El fingido bellacón agradeció con grandes sumisiones el favor que recibía, y dijo que Dios le diese vida para servírsele, no quitando los ojos de la hermosa Serafina, que con grande piedad ponía los ojos en el herido, al cual en su concepto había calificado por un gran caballero, pues las muestras que vio en él sólo aseguraban, porque su buena presencia, lucido adorno, delgada camisa y una sortija de diamantes que le brillaba en la mano izquierda (la cual de propósito se había dejado en ella Trapaza), le hacía creer lo que había presumido dél, y mostrábale aún más que piedad, que eran unos asomos de inclinación.

¡Oh amor, notables son tus secretos! ¿Quién los puede penetrar? Pues en igualdad de conocidas calidades, vemos que una mujer no suele rendirse a finezas, galanteos, regalos y otras cosas con que es servida, que pasaría esto por Serafina, de los muchos que la festejaban; y ahora, de ver a un viandante con razonable talle, acometido de dos, herido por su capricho y puesto en su casa, le haya trocado el corazón de modo que esté más que piadosa, que es inclinada.

Tratóse de la cura del herido, y un criado de la dama, que era muy mañoso y se había visto en semejantes cosas, le tomó la sangre y dejó vendada la cabeza y sosegado; diéronle por entonces dos pares de huevos y una conserva, conque le dejaron sosegar y se fueron todos a dormir, dejando doña Aldonza (que así se llamaba la madre de Serafina) a una criada anciana allí para que cuidase del herido, por si recordaba y había menester alguna cosa.

Ya nuestro Trapaza consiguió la entrada en casa de Serafina, que era lo que tanto deseaba; ya era su huésped y con su maquinada traza tenía más andado que el serlo, que era dispuesta la voluntad desta dama a más que piedad de su fracaso fingido, para lo de adelante. Tuvo un poco de desvelo aquella noche, que eso y el dolor de la cuchillada que se dio (pues no hay atajo sin trabajo), le hicieron dormir algo tarde, conque recordó ya entrado el día. Ya doña Aldonza había acudido a saber de la criada que dejó allí si había pasado el herido bien la noche, y della supo que parte della había estado inquieto, dando muchos suspiros y quejándose (así había sido todo de maña, sabiendo que la criada le escuchaba) a la que se había dormido. Ya había la piadosa señora enviado por un cirujano una legua de allí, en un pequeño lugar, el cual vino al punto.

Entraron a ver al herido, y hallóle bueno de pulso; supo a qué hora había sucedídole la desgracia y dijo que hasta las veinticuatro horas era método de cirugía no ver la herida, y que así él aguardaría allí hasta entonces. Ofrecióle doña Aldonza buena paga, y Serafina, de secreto, también.

Dejemos a Trapaza muy agradecido al favor que recibía y volvamos a la dama engañada, contando lo que le sucedió aquella noche que, acostada en su cama, no podía reposar en ella, puesto el pensamiento en el nuevo huésped, considerándole de gentil disposición (que la tenía Trapaza) y de apacible agrado, herido y maltratado de unos criados suyos, que así lo había dicho, aunque no se ha referido.

Todo esto movía a piedad, la cual se extendía a inclinación para engendrarse de uno y otro amor. Deseaba mucho que el herido estuviese en disposición de saber dél quién era, porque si hallaba ser hombre bien nacido, era sin duda que le amaría. Esto le pasó a la hermosa Serafina aquella noche, que era todo disposición para querer bien.

El cuidado que doña Aldonza ponía en que su huésped fuese servido se estendió a mandar se le limpiase el vestido, que venía manchado de la sangre que le había caído de la cabeza. Esto encargó a una criada, que era la que tocaba a su hija y a la que ella quería más que a todas. Pues como se saliese a una sala de afuera a limpiar ropilla, calzones y jubón de la sangre, después que lo hubo hecho, tuvo curiosidad para ver lo que tenía en las faltriqueras, cosa que Trapaza lo traía dispuesto así por si sucediese.

Sacó dellas dos lienzos de puntas muy delgados, unas cartas y una cajuela de plata, en la cual halló el retrato de su ama que había pocos días antes hurtado Trapaza. Apenas le conoció cuando, llamando a Serafina, le manifestó el trasunto de su hermosura, cosa que la puso en grande admiración, pensar cómo vendría a poder de aquel hombre su retrato; imaginaba si acaso era el que había dado poco hacía a los criados del caballero de Sevilla, y no se certificaba en esto, presumiendo lo que mejor le estaba, que era que no fuese él, porque no se casaba con el sevillano de buena gana, forzándola a ello más el gusto de su padre que el hacerlo de voluntad.

Deseosa, pues, de salir de aquella confusión, mandó a la criada que le volviese el retrato a su lugar, y quiso ver uno de los papeles, en el cual leyó estas palabras:

«Don Fadrique, mi señor y vuestro padre, ha sentido mucho vuestra determinada resolución, pues no era causa el enojo de vuestro hermano mayor para dejar su casa sin dar cuenta adonde partíades. Presume que vuestra belicosa condición os lleva a Flandes. Siente que hagáis esta ausencia cuando fía tan poco en la salud del señor don Sancho, por no quedarse sin sucesor. Esto os aviso, para que en darle gusto determinéis lo que os conviene. Dios os guarde. De Madrid, 20 de mayo de 1633. Vuestro fiel criado,
Lorenzo de Pernia».

La otra carta era de letra de mujer y decía desta suerte:

«Señor mío,

Ya veo que el ser vos tan hermano del que hereda el mayorazgo de vuestro padre os destierra desta Corte, y tan aceleradamente, que no dejasteis luz de donde íbades. Afición (que nunca faltará en mí) me ha hecho tan curiosa que, importunando a Pernia, he sabido dél que estáis en Sevilla con intento de partir a Flandes. Quien es causa de vuestra partida, que soy yo, os suplica no os lleve la guerra a seguirla, por dejarme a mí en ella con mis pensamientos. Cuerdo sois, veréis lo que sentirá vuestro padre esta resolución. Ya vuestro hermano está desengañado de que no le he de querer aunque más porfíe. Más está para recibir curas que favores de damas. Temo su vida y deseo veros poseedor de lo que él ha de heredar. El cielo os guarde.

Vuestra servidora,
Doña Dorotea».

Esta última carta le dejó a Serafina abrasada en celos, de manera que ya no veía la hora de verse a solas con el huésped para informarse del todo. De nuevo miró la carta del criado, y en el membrete halló ser su nombre don Fernando de Peralta, apellido que había oído ser de gran sangre y nobleza. Fue en esto llamada de su madre, a quien dio cuenta de lo que en las faltriqueras le había hallado Teodora (que así se llamaba la criada) y de cómo se llamaba el herido. Admiróse la anciana doña Aldonza, y no pudo dar en qué sería la causa de traer consigo el retrato.

Desde aquella noche le comenzaron a regalar con grandísimo cuidado madre y hija; y viniendo el siguiente día, después de haber comido doña Aldonza y Serafina, acudieron a hacer una visita al herido, cosa que él estimó mucho con grandes encarecimientos. Estuvo allí cosa de media hora doña Aldonza, tratando de varias cosas y de propósito dejó a su hija con Trapaza, fingiendo ir a ordenar las cosas de su casa. Viéndose, pues, Serafina a solas, con algunos hermosos colores que le salieron al rostro, dijo al herido estas razones:

-Como la piedad las más veces asiste en los pechos donde hay sangre noble, así en los de mi madre y mío se ha visto con más experiencia en vuestra desgracia, pues la sentimos como si de cada una fuérades hermano. Y al mismo paso nos hemos holgado de la buena relación que el cirujano nos ha hecho, de que no tiene peligro la herida; y así debéis, señor mío, guardar puntualmente su orden en no hacer exceso alguno de levantaros, sino perder todo cuidado, que aquí le tendremos de vuestra persona, olvidando penas, pues todo lo remedia el tiempo.

Atento miraba Trapaza la gracia con que esto le decía la hermosa dama, pareciéndole cada instante mayor su beldad, de quien estaba bastante enamorado, y así la dijo:

-Nunca el cielo desampara totalmente a quien da trabajos, pues tras ellos envía el consuelo con que se repara la pena. Así me ha sucedido a mí, pues cuando la infidelidad de los criados me puso en el término de perder la vida, fue en parte donde pude ser socorrido a tiempo que no perecí en sus manos; mas cuando allí muriera, llevara el consuelo de haber sido ocasión una belleza.

-No os entiendo -dijo Serafina-, y así me holgaría que me dijésedes quién sois, vuestra patria y la causa que os obligó a dejar la Corte, que, aunque no nos lo habéis dicho, traéis con vos prendas que lo descubren.

Entendió Trapaza que lo decía por las cartas que él había hecho escribir, por si fuesen halladas, y holgóse que hubiese surtido efecto la traza, y así la respondió:

-Ya sé por qué me decís lo que dudo supiera nadie sino los traidores de aquellos criados míos: unas cartas que me hallaron en Sevilla han dado luz de mi persona, y porque con ellas habrán hallado un hermoso retrato vuestro, quiero que sepáis que mi desgracia la ocasionasteis vos, y para esto estadme atenta.

Sosegóse un poco y dijo así:

-Pamplona, metrópoli del reino de Navarra, es mi patria. Mi padre, un caballero natural desta ciudad y de lo más ilustre della, pues descendemos de los reyes de Navarra: este honor gozamos los Peraltas. Mi padre se llama don Fadrique de Peralta, viudo de doña Blanca de Beaumont, que goza del cielo. Quedamos deste matrimonio dos hijos, don Sancho, que es mi mayor hermano, y yo, que me llamo don Fernando. Fue don Sancho muy divertido caballero, así en juegos como en mujeres, vicios que la más poderosa hacienda acaban, por lo cual era aborrecido de mi padre cuanto yo amado, que, escarmentado en mi hermano, me moderé en los divertimientos, atendiendo más a la caza y a hacer mal a caballos, a que era sumamente aficionado.

Hiciéronse en Pamplona unas fiestas, día de San Juan Bautista, a que acudía mucha gente de aquella comarca, y de la ciudad de Logroño vino un caballero con una hija suya a ser incendio de la juventud de Pamplona; tanta era su beldad, que es poco encarecimiento el que hago della, y antes la agravio que la exagero. Fue luego festejada de muchos caballeros, y más cuando supieron que su padre estaría allí muy de asiento. Entre los muchos penantes que tuvo, fui yo uno, a quien más que a todos favorecía por haberme visto andar en la plaza alentado como venturoso con los toros.

Llegó nuestra comunicación a escribirnos a menudo y a dejarse ella hablar a una reja de noche, conque nuestro amor estaba muy adelante en lo que lícitamente se puede entender. Sucedió que un hermano del padre desta dama (cuyo nombre es Dorotea) murió en Madrid, a cuya herencia acudió luego don Carlos, su hermano, y llevóse consigo a su hija, con cuya ausencia quedé como el día faltándole la luz del luminoso planeta. Nuestro consuelo era correspondernos hasta que mi buena dicha ofreció camino para vernos: porque, habiéndose hecho llamamiento de Cortes por la Majestad de Filipo, nuestro rey, salió en suerte por uno de los procuradores dellas mi padre, conque hubo de llevar luego toda su casa a Madrid.

Eran secretos para todos los amores de Dorotea y míos; y ignorándolos mi padre, cuando hubo de partirse a la Corte, hizo una plática a solas a cada uno de los hermanos, y a don Sancho, entre otras cosas que le dijo, amonestándole no tratase de los divertimientos que usaba en Pamplona, fue una que en llegando a Madrid, comenzase a servir a doña Dorotea. Habíale parecido bien a don Sancho, mas un tahúr pocas veces tiene consistencia en amar, porque sus amores sólo eran para mitigar su apetito, antes que para recreo de su alma.

Con el advertimiento de mi padre comenzó a poner por obra el galantear a Dorotea, cosa que ella y yo sentíamos mucho porque nos embarazaba nuestra comunicación. Hízose muy amigo mi hermano de don Carlos, y con esto tenía entrada muchas veces en su casa, conque yo desesperaba. Llegóse el negocio a tratar entre mi padre y don Carlos; y queriendo él dar parte deste empleo a su hija, ella no le apetecía, no queriendo dar otras causas más del distraimiento de don Sancho. No le satisfizo a don Carlos esto, y dentro de pocos días, con el cuidado que puso, supo que yo era el estorbo de la voluntad de su hija para que se casase con mi hermano. Esto lo supo de una criada, tercera de nuestros amores, y también que ellos no habían pasado de los límites de lo justo y honesto. Pesóle a don Carlos que en mí hubiese puesto su voluntad, porque el interés de ser mi hermano el mayorazgo le tenía más inclinado a él que a mí, no obstante que tenía poca salud, por haber sido muy galán y ahora estaba muy enfermo. Reprehendió a su hija, y díjole tantas cosas que la hizo torcer la voluntad y ponerla en mi hermano, cosa que yo no creyera de sus promesas y firmeza que me aseguraba tener.

Con esto se comenzó a tratar la boda muy apriesa; yo, por no aguardar a ver cosa que tan afrentado me había de dejar, tomando dineros y joyas, me partí de Madrid con intento de ver primero la Andalucía y de allí irme a Flandes a servir a Su Majestad. Dejé escrito un papel a mi padre y otro a mi hermano, en que les refería la causa de mi partida, y otro a Dorotea, muy quejoso de su mudanza y de su ingratitud; hizo en ella impresión este papel, pues sabiendo que estaba en Sevilla por un criado mío que dejé en Madrid (con quien me comunico y ahora he enviado a llamar), me escribió ese papel que se ha hallado en mis calzones.

Dejé a Sevilla con intento de ver a Granada, y en un lugar cerca de Jaén sucedió hallarme en un mesón con unos criados de un caballero que me mostraron un retrato que traían vuestro, y aficionéme tanto a su hermosura que les pregunté cúyo era; dijéronmelo y adónde estaba el dueño y cómo lo llevaban a Sevilla a su amo, con quien me parece que tratáis de casaros.

Diera por el retrato todo cuanto me pidieran, según me había dejado rendido la hermosura dél. Lo que hice para poseerle fue convidarles a cenar y mandar que en el vino les echasen cantidad de sal. Regalélos muy bien, que cenaron en mi mesa; los brindis se menudearon, de modo que antes de levantar los manteles ya yo los tenía como los había menester. Enviéles con mis criados a sus camas y entonces saqué el retrato de una caja en que le traían, y aquella mañana, antes de salir la aurora, partí de allí.

Vine a Jaén, donde me informé de la quinta, cielo de vuestra beldad, y partíme a ella con intención de sólo ver el dueño de la copia que conmigo traía, que me había enamorado tanto.

Mis dos criados me traían armada la traición para matarme y robarme; dos cosas pensaron que habían conseguido y salieron con la una, que fue el robarme, cosa que yo doy por bien perdido cuanto me llevan, pues me han dejado con la vida, que estimo ahora en más por haber gozado el conocimiento vuestro, aunque sin él me parece que viviera en perpetua pena, tanto habéis robado mi libertad desde que vi vuestro retrato, si bien, cotejado con el original, veo cuánto agravio os hizo el pintor. Él ha sido quien ha borrado las memorias de Dorotea, quien consuela mis penas, quien alienta mi esperanza, y así propongo de merecer con finezas que admitáis mis servicios. Esto es lo que puedo deciros de mi patria, sangre, suceso y amor.

Calló con esto, mirando a Serafina, que estaba con la vergüenza de oírle, con mayor belleza, la cual dijo al fingido don Fernando:

-Señor mío, a tener yo las partes que habéis licenciosamente encarecido de mi persona, creyera que pudieran haber causado en vos los efectos que me manifestáis, y tengo el bastante conocimiento de lo que soy, y así juzgo vuestros encarecimientos a cumplimientos cortesanos antes que a razones declaradas de la voluntad; de cualquier manera estimo el favor que hacéis. Verdad es que una cosa sola hallé en vuestro favor para dar algún crédito a vuestro amor, y es el poseer mi retrato y venir en seguimiento del dueño dél: yo estoy muy agradecida de la fineza, aunque quisiera que no os hubiera costado tan cara; gracias a Dios que no fue como pudiera suceder. Lo que importa es que estéis bueno, que en el poco tiempo que aquí estuviéredes, echaré de ver indicios de esa voluntad que me ponderáis, si es fingida o verdadera; y porque mi madre me aguarda y le parecerá me detengo en la visita, quedaos con Dios y no os dé pena nada.

Con esto se quiso ir, y trabándola Trapaza de la manga de la ropa, la dijo:

-¿Podrá este rendido vuestro quedar con alguna esperanza de que, habiendo sido acepta mi fineza, tendrá algún favor?

-No sé qué os diga -dijo Serafina-. Casos suceden que acaban más en brevedad de tiempo que asistencias muy dilatadas. No me declaro más; y así sólo os digo que la experiencia me dirá lo que tengo de hacer; y así ni desespero ni aseguro.

Con esto se fue bien contenta de haber oído a Trapaza la fingida historia, que ella tuvo por verdadera, la cual fue a referir a su anciana madre, y antes que ella le dijese nada, añadió a ella cuán buena persona era don Fernando y cuánto merecía, que con esto fue darla a entender que gustaba antes de este empleo que el del caballero de Sevilla.

Era Serafina hija única de doña Aldonza, señora de toda la hacienda de su padre, que era mucha, y no osaba ella disgustarla; y así, viéndola inclinada al herido, aprobóla su inclinación, conque ella comenzó a favorecer a Trapaza en lo lícito, viéndole todos los días que estuvo en la cama, dos veces, donde con la comunicación ya sólo se trataba de casamiento, y esto delante de la madre, la cual por cartas dio cuenta desto a unos deudos que tenía en Úbeda, haciendo un propio para avisarles deste empleo.

Ya Trapaza se levantaba y andaba por la quinta, saliendo algunas tardes por alrededor della; en una que vino ya de noche, se encontró con su amigo Pernia, a quien dio cuenta del estado de sus amores y de cómo le iba bien en aquella vida. Mandóle venir la noche siguiente, y habiéndole él antes acudido a la parte donde estaba su dinero escondido, sacó de lo que hubo menester para sí y una joya con una cadena.

Apenas había vuelto a cubrir su tesoro cuando llegó Pernia, el cual acudía allí en figura de pobre mendigo para no dar sospecha alguna; díjole el modo que había de tener y instruyóle en todo bien; y con esto se volvió adonde estaba Serafina aguardándole, la cual le riñó mucho el detenerse por el campo tanto. Pasaron en gustosa plática aquella noche, siempre favorecido Trapaza y muy querido de su madre, hasta ser hora de retirarse.

Serafina apretaba a su madre que abreviase con aquel casamiento, y ella la decía que hasta tener respuesta de sus deudos no se atrevía a resolverse en nada, conque la dama no lo llevaba bien, que el picarón la había enamorado bastantemente.

Estando los tres a un balcón la tarde desotro día, vieron venir en un rocín un hombre que pasaba por debajo de donde estaban, que era el camino real de Granada; pues, como llegase cerca, conociendo Trapaza ser su íntimo amigo Pernia, dando una grande voz, dijo:

-¿Es posible que tal dicha tenga que al criado que más estimo, que a quien aguardaba, impensadamente le haya visto aquí?

Diole voces, y Pernia, haciendo del desentendido, pasaba adelante. Esforzó la voz, y con esto volvió la cabeza, el cual, como viese a Trapaza, que había de fingir ser su dueño, mostró tal contento que, arrojándose al punto del rocín, se entró por la puerta de la quinta, y subió donde estaban doña Aldonza, Serafina y Trapaza. Arrojóse a los pies de Trapaza, y él le abrazó muchas veces, diciéndole:

-Amigo Pernia, ¿es posible que sin pensar te veo? ¿Hay tal ventura?

Volvíale con esto a abrazar y el bellacón del Pernia a besarle la mano. Volviéronse a sentar, habiendo mandado doña Aldonza que le pusiesen a buen recaudo el rocín, que guardasen bien la maleta.

Comenzó Trapaza a preguntar por su padre y supo tener buena salud; pero de la de su hermano le dio tan malas nuevas, que le dijo que entonces se dudaba mucho de su salud, y más en tiempo que estaba capitulado.

-Qué, ¿todavía ha salido con su intento? -dijo Trapaza.

-Tal le ha costado de importunaciones -dijo Pernia-. Pero agradézcaselo a vuestra sequedad, que esta le obligó a mi señora Dorotea a casarse y olvidar vuestro amor por no la haber respondido a su carta.

-Bien está lo hecho -dijo Trapaza a Pernia-. ¿No os parece que me he empleado mejor en la beldad de mi señora doña Serafina, y que la hace notorias ventajas?

Respondió que así lo conocía y que le daba la norabuena de tanta dicha.

Con esto le dijo que le traía una cajuela que le dar, la cual venía en la maleta. Diole una carta luego, y con esto dio lugar a que se quedasen los tres a solas, y él se fue a descansar y a comer una sazonada comida que ya le tenían prevenida.

De nuevo quedaron hablando en su casamiento doña Aldonza, Trapaza y Serafina, aguardando solamente la venida de sus deudos para con su consentimiento efectuarlo; tan embelecadas las tenía Trapaza, y a Serafina enamorada de manera que ella era quien más fuego ponía en el negocio para que se concluyese.

Acabó Pernia de comer, y viéndose con él Trapaza a solas, le dio nuevas instrucciones, fingiendo haberle traído una carta de su padre con una joya y letras para Sevilla. Se lo mostró todo a las muy engañadas señoras, conque se certificaron que Trapaza les decía verdad. Diole a Serafina la joya, que era una firmeza de diamantes muy bien labrada y de valor, cosa que ella estimó mucho por ser dádiva de quien tanto quería.

Esotro día determinó Trapaza ir a Jaén a sacar un par de vestidos, que, acudiendo la noche antes al erario donde tenía su tesoro, sacó lo necesario para esto.

Llegó a Jaén, y por mano de Pernia (que él no quiso parecer por temor de ser conocido), se sacaron los vestidos, y dentro de dos días se hicieron, conque volvió a la quinta, siendo bien deseado de su Serafina, porque habían llegado de Úbeda dos tíos suyos y un primo a esto del casamiento.

Recibieron a Trapaza con mucho gusto, contentándoles la persona del novio, el cual estaba con un desenfado y una osadía como si todo lo que había dicho de sí fuera verdad.

Cenaron todos con mucho contento y retiráronse los deudos a solas con doña Aldonza, solamente a hablar del consorcio. Propuso doña Aldonza la primera plática en esto, diciendo el conocimiento que tuvieron con don Fernando (que así le llamaban) y por qué causa, como está ya dicho, y cómo habían sabido quién era; y últimamente, la voluntad que le traía a ver Serafina, su hija; la venida impensada del criado, y que, sobre todo, la afición de Serafina era la que instaba más en aquel empleo, el cual le parecía que era conveniente para su hija por lo noble que era aquel caballero, y justamente por estar a pique de heredar a su hermano mayor, que estaba muy enfermo.

Oyeron todo esto los parientes, y como cuerdos repararon en que no se debían arrojar tan a ciegas a tratar de un casamiento, que si no era como habían sabido, después de efectuado era difícil de deshacer, que era bien no fiarse del crédito del mismo pretensor, sino hacer diligencia por su parte, y que así, pues él decía estar su padre en Madrid y en ocupación tan honrosa como era procurador de Cortes, que era razón informarse si era como él aseguraba, y que para esto -dijo el más anciano tío de Serafina, que él despacharía un correo a las veinte para que trujese certeza de lo que deseaban saber, que ésta la darían los procuradores de Cortes de Sevilla, que eran sus amigos, a quien escribiría se informasen de todo y le avisasen.

Vino en esto doña Aldonza, que no pasara por ello a estar allí Serafina, porque cada instante que se le dilataba su empleo (como estaba enamorada) se le hacía un siglo.

También les pareció que no era decente tener allí a don Fernando, por excusar la murmuración que desto podía resultar en daño de su opinión, que lo hecho hasta allí había sido con pretexto de ampararle en aquella desgracia y curarle; pero pues ya estaba con salud, sería mal juzgado que hasta hacer la boda él fuese huésped, y que así el mismo que daba este consejo se le quería llevar a Úbeda, donde en su casa le tendría hasta tener respuesta de Madrid. Éste fue para Serafina muy mal acuerdo, pues le quitaban el gozar de la presencia de su amante.

Advirtió el anciano tío que a don Fernando no se le dijese que aquel casamiento se dilataba por hacer nueva información de su persona porque no se disgustase, viendo que no se le había dado crédito, sino que se le diese salida a que estaban aguardando a otro tío suyo que había venido de Jerez, que en llegando se daría conclusión al negocio.

Con esto se retiraron a dormir, llevando otra advertencia de paso doña Aldonza, que era no decir nada desto tratado a Serafina, porque ella no lo revelase a su galán; y así lo prometió. Con esto, pues, se fue cada uno a su aposento, donde les tenía regaladas camas. Quienes lo pasaron mal aquella noche fueron Trapaza y su dama: él deseando saber qué se había tratado en la junta en su favor o contra, y Serafina procurando saber luego de mañana lo mismo de su madre, que no veía la hora de verse esposa del mentido don Fernando de Peralta.



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