Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Benito Pérez Galdós, viajero y observador del arte italiano

Marta Cristina Carbonell


Universidad de Barcelona



Al cerrarse el mes de noviembre de 1888, los lectores habituales del periódico bonaerense La Prensa pudieron tomar conocimiento de la nueva serie de crónicas viajeras que la pluma familiar de Benito Pérez Galdós se disponía a ofrecerles dando cuenta del periplo europeo con que había despedido el verano de aquel año en compañía de su viejo amigo José Alcalá Galiano, a la sazón cónsul español en Newcastle, y frecuente compañero de viajes estivales: se trataba, en esta ocasión, de un recorrido por diversas ciudades italianas -Turín, Milán, Verona, Venecia, Padua, Bolonia, Florencia, Roma, Nápoles-, del que sus «cartas» en La Prensa iban a dar cuenta aproximadamente quincenal a lo largo de todo aquel invierno,1 y cuya evocación no quería iniciar sin antes advertir:

No me propongo describir las ciudades de la península, pintada de diverso modo por tantos viajeros. Italia es conocida aun por los que no la han visitado, y las representaciones gráficas y descriptivas de sus monumentos son, digámoslo así, del dominio público. ¿Quién no conoce las lagunas de Venecia, la logia de Florencia y la Plaza de San Pedro? Se ha escrito tanto de Italia, que es difícil y temerario añadir nuevas descripciones a las tan conocidas hechas por las plumas más hábiles de todos los países. Únicamente intentaré presentar algunos puntos de vista, resultado de la observación personal, y así estas cartas contendrán apreciaciones artísticas e históricas enlazadas con los nuevos aspectos que ofrece la moderna Italia transformada por la unidad.2



Con justicia se aprestaba Galdós a señalar lo que constituye, en efecto, la divisa singular de estas crónicas italianas que, a caballo de 1888 y 1889, hallarán acomodo en las mismas páginas a las que había fiado, en los años inmediatamente precedentes, el parcial testimonio periodístico -testimonio que, por otra parte, debe conjugarse con el que mucho después, desde la atalaya de 1916, ofrecerán, con sorna y amable tono burlón, sus desmemoriadas Memorias- de la que es probablemente una de las facetas menos frecuentadas del quehacer galdosiano: su impenitente afición viajera por tierras de España y -con especial recurrencia en esta década de 1880, en que el camino hacia la plenitud de su arte narrativo corre en paralelo con la conquista de sus criterios más asentados y maduros como crítico de arte- por Europa. Su recorrido histórico-artístico por las ciudades de la joven Italia unificada -motivo siempre presente en sus reflexiones- trazaba pues línea de continuidad con el afán que le había llevado a Inglaterra en 1883; a Portugal en 1885; a Francia y Alemania en 1886; y de nuevo a Inglaterra, Alemania, Holanda y Dinamarca en 1887, y con ellos compartía aquel doble estímulo que cabe desprender, espigando en las reflexiones que puntean sus abundantes páginas viajeras:

De un lado, la satisfacción, con ademán y vocación cosmopolita, de su voracidad de observador de la realidad social, moral y política contemporánea, desde el mirador privilegiado de la vida urbana: trazador, con mano maestra, de la compleja y fascinante geografía humana de la ciudad, de la urbe decimonónica, sobre la que va a proyectar una mirada que, orillando lo estrictamente pintoresco o casticista, quiere ir en busca de su fisonomía moral, del trasiego vital de su fauna humana, como medio para penetrar en el conocimiento verdadero de sus costumbres, el joven Galdós que ya en 1867 afirmaba:

Convenid conmigo en que la inspección exterior de un pueblo es la primera fuente de su estudio para llegar al conocimiento exacto de sus costumbres. El aspecto de una capital ¿no es el mejor y más seguro dato para juzgar de su organización social, interior, doméstica?3



hallará cumplida prolongación en el viajero que, veinte años después, no puede ocultar su impaciencia cuando alguna de aquellas capitales europeas que integran la amplia nómina de sus destinos parezca obstinarse en querer negarle, en algunos momentos, la precisa palpación de esa temperatura vital a través de la observación y el sumergimiento en su trasiego cotidiano allí donde mejor puede reconocerse: en el bullir de los lugares públicos, en el vaivén de la multitud que se desvela en un aspecto peculiar de sus costumbres, a través de sus formas de esparcimiento y de relación social. Porque «hay que considerar -dirá por ejemplo en 1887, en una de las brillantes crónicas que dedica a su estancia en Berlín- que no se viaja sólo para admirar museos, ver espléndidas fachadas y alabar a los arquitectos», lamentándose, acto seguido, del inapelable aburrimiento que destilan sus lugares veraniegos de recreo -«lo más a propósito para que el viajero se aburra de lo lindo»-, y de la férrea, aunque muy loable sin duda, morigeración de costumbres de los súbditos y conciudadanos de Guillermo I.4

En este sentido, y aún cuando no sea ésta, ciertamente, la vertiente que el lector pueda reconocer como dominante en las crónicas italianas que aquí nos ocupan, más atentas a satisfacer su condición de reportaje histórico-cultural -a la que enseguida nos referiremos-, merece la pena señalar la presencia de aquellos momentos en que la pluma de un Benito Pérez Galdós que no puede menos que reconocer, deambulando por las calles venecianas, que

Aunque el interior de los palacios y de las iglesias de Venecia ofrece innumerables hermosuras a la admiración del viajero, más interés encuentro en recorrer la ciudad por canales y callejones (que en el dialecto italiano se llaman calles, como en nuestra lengua), en ver la espléndida decoración externa de sus monumentos, en examinar los tipos y fisonomías de la raza y en contemplar aquel mar que a ningún otro se parece por la placidez y brillo de sus aguas5



sabe abrir cumplido espacio a la captación plena del pálpito vital de la ciudad, no sólo en esta Venecia que sorprende al viajero con sus extraños silencios, ritmados en el ocasional chasquido de los remos en los canales, y el llamativo y único sonido de los roces humanos, sino, especialmente, allí donde mejor podía ofrecérselo la más española de las ciudades italianas: Nápoles, cuyos olores, colores y sonidos callejeros pasan por el filtro de su mirada de viajero culto, henchida de memoria literaria, y en la que alienta sin embargo aquella persistente vocación de sociólogo con que Galdós quiso ser observador de los vaivenes sociales de su tiempo, y con la que, también ahora, quiere dar cuenta a sus lectores de ultramar del estado presente de las costumbres en esta moderna Italia que afronta los retos de una nueva etapa histórica incorporada sobre los cimientos de su inmenso pasado cultural y artístico.

Será entonces la perspectiva de lo que entiende y define como una paulatina regeneración de las costumbres propiciada por la unidad, la que oriente su observación de los modos y maneras de un pueblo napolitano que se le ofrece en la figura industriosa de sus obreros, de sus boteros gritones, sus vendedores callejeros de marisco, sus moscones impertinentes, acosando sin piedad al viajero incauto con todo tipo de ofrecimientos inverosímiles, o sus cocheros locuaces, amén de sus llamativos burros de alquiler «cuyos amos vociferan como energúmenos mientras ellos rebuznan». Y así, en suma, dirá:

Es Nápoles el pueblo donde se oyen más gritos callejeros, donde la vía pública está más obstruida por vendedores chillones, donde se ven más colorines y donde la clase media vive más en contacto con el pueblo. El pueblo es allí como el principal dueño de la ciudad, hecha a su imagen y para su comodidad y recreo, pueblo que parece contento de su suerte, indiferente a la política y poco cuidadoso de los problemas sociales, que poco o nada le afectan.6



Ahora bien: no es propiamente la vivacidad con que la pluma galdosiana traza el cuadro de la vida callejera napolitana, al amparo de los vestigios monumentales de la pasada dominación española, ni el talento descriptivo con que pauta el relato de su ascensión al Vesubio, o su fascinación al pisar las calladas aceras de la ciudad de Pompeya, donde ausculta los ecos de las vidas que fueron,7 lo que, en rigor, nos lleva a tratar aquí de estas crónicas, sino en la medida en que son parte insoslayable de la mirada omnicomprensiva con que Galdós afronta la tarea de dar cuenta periodística -y, como tal, sometida a las exigencias de claridad y linealidad expositiva que el medio impone- de un viaje que, como en tantas otras ocasiones, va a responder también a lo que él mismo señaló como la necesaria posibilidad de ejercer su vocación de observador y crítico de arte conociendo y apreciando in situ todo aquel legado artístico, todas aquellas obras maestras de la pintura, la escultura o la arquitectura que conforman el patrimonio monumental de las ciudades de la vieja Europa, y al que sólo a través de estampas o reproducciones ha tenido acceso este viajero convencido -son sus palabras, de nuevo pertenecientes a sus días venecianos- de que

Por muchas noticias que se tengan de una ciudad y por mucho que se la haya visto pintada, ya en cuadros magníficos, ya en las tapas de las cajas de guantes, siempre la contemplación real de la misma nos hace rectificar ideas e imágenes. El natural da siempre tonos e inflexiones que nadie prevé. Hay en el color efectivo de las cosas algo que no es lo que se había imaginado, por bien imaginado que estuviese. De aquí que la curiosidad de nuestro ánimo y el ansia de nuestros ojos no se vean satisfechos nunca sino ante la realidad.8



Es así que la precisión galdosiana al advertir a sus lectores a propósito del papel medular que en estas crónicas adquiere su lugar y su momento de observador transeúnte apunta a lo que deviene en verdadero principio compositivo, que responde al estímulo que Italia le despierta en tanto que asombroso museo vivo. El recorrido por sus ciudades, cual salas de un inagotable museo felizmente liberado, en tanto que históricamente vivo, de aquel aire de coleccionismo que tan poco satisface, dirá, el alma del artista9, cristaliza así literariamente como la crónica de las emociones y reflexiones suscitadas en Galdós por el sumergimiento en lo que denomina «un medio artístico completo», para el que cada una de las ciudades visitadas le ofrecerá una perspectiva singular y propia de aproximación a su legado histórico-monumental.

Ello le permite, desde luego, abrir un espacio nada desdeñable a la erudición, dando cuenta de sus apreciables conocimientos de historia del arte; conocimientos que se ponen al servicio de unas preocupaciones recurrentes que, como constató en su día el profesor Peter A. Bly, tienen que ver con las condiciones del observador y de la observación -muy patente, en este sentido, en el caso de su crítica pictórica- y con aquella cuestión, siempre medular para Galdós, de la proporción o desproporción de la representación artística respecto de los modelos de la realidad10; una preocupación preferente, pues, por las líneas de composición, y por la medida en que las desviaciones de la realidad observable, así como de las normas clásicas, pueden ser fuente indiscutible de belleza: cuestiones que en definitiva remiten al problema de la regularidad o irregularidad de las formas artísticas en relación con el ojo y la mente del observador que contempla y analiza.

Pero, junto a ello, y de acuerdo con su naturaleza de crónica viajera, trazada sobre aquel patrón que dejaba indicado en la primera de las entregas en La Prensa, ofrece ancho campo para que el historicista acérrimo que fue Benito Pérez Galdós aborde, si bien de modo parcial y fragmentario, lo que es un intento de explicación de los fenómenos de la vida artística a la luz de la historia, para alumbrar, con perspectiva ajustada, lo que en último término constituye el vértice sobre el que descansa, en buena medida, su labor intelectual: la exploración de las relaciones entre una sociedad -una nación-, y su arte. El positivismo historicista de Taine -cuya autoridad invoca explícitamente en estas páginas, amparándose en su Filosofía del arte, deja así su poso en el inconfundible ademán con que el Galdós viajero proyecta una mirada analítica con que ofrecer a sus lectores un panorama que no deja de tener, en este sentido, una vocación clarificadora y pedagógica.

Podríamos así referirnos a las excelentes páginas que dedica a la ciudad de Florencia, máximo exponente, a su juicio, de aquel «medio artístico completo», y que

Es lo que es en la historia del arte -dirá-, no por lo que contienen sus museos, tan buenos y ricos como los más ricos del mundo, sino por el ambiente artístico que en toda ella se respira. Y cuando digo arte entiéndase civilización, pues el desarrollo de las letras y de la pintura y escultura en aquel privilegiado suelo representa un grado social extremadamente superior al de todos los países de Europa en los días gloriosos y trágicos de aquella República.... Porque el desarrollo de sus artes plásticas no fue un mero accidente, sino que iba acompañado de la riqueza, amasada con las perfecciones de la agricultura y de la industria, del saber político, del refinamiento de las costumbres, si bien éstas distaban mucho de ajustarse a los principios morales que los modernos reconocemos y acatamos11.



Una Florencia a la que Galdós se acerca, pues, desde la perspectiva que le ofrece la reflexión a propósito del fenómeno histórico que, a su juicio, mejor la define, como es la disparidad entre el principio moral y los florecimientos de la cultura, para vertebrar desde ella, con el auxilio explícito de Taine, un recorrido por su legado artístico y literario -con parada obligada en las figuras del Dante y Maquiavelo, cuya lectura considera imprescindible para captar el espíritu que emana de la ciudad del Arno- que, rindiendo justicia a su impresionante belleza museística, arquitectónica y estatuaria, atiende especialmente a esclarecer, desde aquella perspectiva, las causas y condiciones de lo que históricamente constituye el carácter distintivo de sus artes plásticas, manifiesto en la constante glorificación del cuerpo humano y su belleza:

El sentimiento religioso está casi siempre subordinado al sentimiento de la forma, y la belleza ideal no puede ni sabe expresarse en [los artistas florentinos] sino por las perfecciones del cuerpo humano, el vigor varonil, la gracia y seducciones femeniles... Es la verdadera resurrección del paganismo patrocinada por la Iglesia, como patrocinó la resurrección de las letras clásicas enalteciendo el estudio de las humanidades... El arte florentino, cristianizando las formas paganas, ha sido, pues, uno de los principales catequistas de la humanidad y un colaborador eficacísimo de la idea católica12.



O, del mismo modo, y en las dos crónicas dedicadas a la ciudad de Roma, cómo son sus consideraciones iniciales acerca del estado presente de las relaciones entre el poder civil y el poder papal, lo que lleva a Galdós a verlas simbolizadas en la propia y singularísima ubicación de la Ciudad del Vaticano, asediada, pero resistente en su fortaleza histórica, en el seno de la capital política de la nueva Italia, y a la que el viajero accede, para contemplar sus tesoros artísticos, consciente de estar cruzando la frontera que separa, dirá, «los actuales dominios del Papa y del reino de Italia»13. Y así como a la histórica esplendidez papal vincula lo que juzga como enfática monumentalidad de la ciudad, que pone de manifiesto la extraordinaria proliferación del «decadente genio» de Bernini, y donde «la primera impresión que el viajero recibe es la de verse como asediado por la turbamulta de figuras de mármol que en fachadas y fuentes, en el exterior y en el interior de las iglesias ostentan su hiperbólica magnificencia en académicas actitudes»14, es a esa misma esplendidez, y a una de sus más llamativas facetas al correr de los siglos -su preservación y exaltación de las más bellas obras de arte del gentilismo- a lo que remite la asombrosa calidad y la abrumadora belleza del legado artístico que se custodia entre los muros vaticanos, a cuyo recorrido, pivotando siempre sobre las sensaciones suscitadas en el observador, en el ojo del viajero que contempla, dedica entonces la segunda de sus crónicas romanas, dando cuenta de sus impresiones ante los frescos de la Capilla Sixtina, la artificiosa y desproporcionada belleza de la pintura y la escultura de Miguel Ángel15, la grandiosidad suntuaria de las galerías del Belvedere y también, por supuesto, los tesoros de la Biblioteca Vaticana, lo que mejor traduce, a sus ojos, «la inmensa riqueza de la corte papal».

Pero tal vez sea la crónica dedicada a la ciudad de Verona, ciudad que, dirá, «pese a no estar en primera línea de nada, es una de las más interesantes de Italia», la que descubre un planteamiento más singular sobre el fondo de estas constantes, a las que sumariamente nos hemos referido, y donde el sentido del humor galdosiano, en busca del guiño cómplice y la aquiescencia del lector, modula lo que no deja de ser una reflexión acerca del poder sugestivo de la creación artística, y su potente vida espiritual en la imaginación del viajero culto; viajero que ha tenido ya ocasión de constatarlo con anterioridad, en el transcurso de sus viajes europeos16, y que acude ahora a Verona con la memoria impregnada de los ecos del drama shakespeariano, sabiendo que

El poder de la idealización poética es tal, que sus creaciones tienen tanta fuerza como los seres efectivos; su memoria iguala, si no supera, a la de los individuos históricos de indudable existencia... Desde que se entra en Verona, el drama de Shakespeare parece que vive a nuestros ojos. Aquellas calles solitarias, formadas por casas antiguas de construcción monumental, presencian aun los encuentros de los dos bandos. El escenario es perfecto... y la arquitectura de la ciudad conserva maravillosamente el encanto poético de aquellos amores como un vaso en cuyas paredes permanece por mucho tiempo el perfume de la sustancia aromática que contuvo. Quizás contribuya algo a este efecto nuestra imaginación; pero la imaginación no hace revivir enérgicamente el pasado cuando no encuentra un medio favorable a esta fácil operación17.



En brazos de la imaginación recorrerá el viajero Galdós las calles veronesas, yendo en busca de la reviviscencia de un pasado del que, con ademán que podríamos llamar azoriniano, se borran las fronteras que separan lo real de lo ficticio imaginado; y será en el deliberado balancearse de esta crónica sobre el filo de aquella fascinación y de este buscado equívoco, donde el lector conocerá la decepción sufrida al visitar la casa de la familia Capuletti -estrecha, lóbrega, «toda profanación y suciedad», ocupada en su piso bajo por los vendedores de frutas y en sus pisos altos por una incómoda posada de arrieros y trajinantes-, y verá enlazar con naturalidad sus consideraciones a propósito de los lugares artísticamente más destacados de la ciudad -la plaza della Signoria, con su campanile y su Loggia; las singularísimas tumbas de los Scaligero; la Catedral, o los templos de Santa Anastasia y San Zeno-, con los que dedica, con el debido detenimiento, al sepulcro de Julieta:

Que éste sea auténtico o apócrifo, poco nos importa. Yo creo que es apócrifo, pero siendo real la existencia de Julieta, como creación literaria, cuanto a ella se refiere tiene el interés de hechos ilustrados por la imaginación de un gran poeta. Lo que importa aquí no es la autenticidad del sepulcro, sino la realidad que la figura de Julieta tiene en el pensamiento universal18.



Asediado por una turbamulta de turistas impacientes que acuden a él en peregrinación, y conviviendo extrañamente con una exposición de máquinas de agricultura, de obligatorio paso y visita en el camino hacia la huerta que lo cobija; custodiado por una recia guardesa, «descalza de pie y de pierna», a quien a veces «se ve lavando ropa en un estanquillo, a veces cociendo legumbres», y que «está tan bien enterada de todos los pormenores del drama de Shakespeare como el primero de los comentaristas», el famoso sepulcro

es un sarcófago antiguo de mármol, esculpido con sencillez y bastante parecido a una moderna tina de baño. Dentro no hay nada, quiero decir no hay restos humanos, ni huesos ni polvo, pero está lleno hasta los bordes -¿de qué diréis?- de tarjetas. Todos los viajeros que visitan aquel lugar de recogimiento y devoción para los enamorados hacer constar la visita por medio de una tarjeta con el pico doblado. La peregrinación es tan nutrida, que no se necesitan muchos años, según asegura la guardesa, para que la tumba se llene hasta los bordes. Es verdaderamente una pila dispuesta para darse un baño en cartulinas19.



Y aun así, aun a pesar del prosaico descuido con que se muestra aquella pobre urna en la que nada queda de los restos de la apasionada doncella veronesa, nada contiene la ciudad tan interesante -dirá Galdós- como aquel vulgarísimo lugar, transformado en poético por el pensamiento y la intención de quienes, como él, han sentido en Verona que «la realidad se oscurece, y lo ideal y soñado vive eternamente en la memoria humana», pues, pisando sus calles

Es completa la ilusión de hallarse en pleno siglo XV, y la civilización moderna, con su bullicio y el carácter burgués que imprime a todas las cosas, huye de nuestra mente ante aquella realidad de lo antiguo resucitado. Sólo en Brujas y en Toledo se experimentan emociones tan hondas de las existencias que fueron20.



Curioso parangón con que en 1888 Galdós vincula la ciudad de Verona con dos de las ciudades que el simbolismo finisecular va a consagrar como «ciudades muertas», y que, en el caso de Toledo, vieja pasión galdosiana, no tardará en ser nuevamente objeto de sus afanes, en la gestación de su novela Ángel Guerra.

No siendo posible desarrollarlo aquí, quede para otra ocasión y en otras páginas el considerar con más detenimiento esta llamativa vinculación, inspirada por la atmósfera de Verona en el espíritu de este moderno viajero que fue el siempre cosmopolita Benito Pérez Galdós, en el transcurso de sus días italianos.





 
Indice