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Blanca Sol

Novela social

Mercedes Cabello de la Carbonera



[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca de la Academia Argentina de las Letras.

Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]



portada




ArribaAbajoUn prólogo que se ha hecho necesario

  —I→  

Siempre he creído que la novela social es de tanta o mayor importancia que la novela pasional.

Estudiar y manifestar las imperfecciones, los defectos y vicios que en sociedad son admitidos, sancionados, y con frecuencia objeto de admiración y de estima, será sin duda mucho más benéfico que estudiar las pasiones y sus consecuencias.

En el curso de ciertas pasiones, hay algo tan fatal, tan inconsciente e irresponsable, como en el curso de una enfermedad, en la cual, conocimientos y experiencias no son parte a salvar al que, más que dueño de sus impresiones, es casi siempre, víctima de ellas. No sucede así en el desarrollo de ciertos vicios sociales, como el lujo, la adulación, la vanidad, que   —II→   son susceptibles de refrenarse, de moralizarse, y quizá también de extirparse, y a este fin dirige sus esfuerzos la novela social.

Y la corrección será tanto más fácil, cuanto que estos defectos no están inveterados en nuestras costumbres, ni inoculados en la trasmisión hereditaria.

Pasaron ya los tiempos en que los cuentos inverosímiles y las fantasmagorías quiméricas, servían de embeleso a las imaginaciones de los que buscaban en la novela lo extraordinario y fantástico como deliciosa golosina.

Hoy se le pide al novelista cuadros vivos y naturales, y el arte de novelar, ha venido a ser como la ciencia del anatómico: el novelista estudia el espíritu del hombre y el espíritu de las sociedades, el uno puesto al frente del otro, con la misma exactitud que el médico, el cuerpo tendido en el anfiteatro. Y tan vivientes y humanas han resultado las creaciones de la fantasía, que más de una vez Zola y Daudet en Francia, Camilo Lemoinnier en Bélgica y Cambaceres en la Argentina, hanse visto acusados, de haber trazado retratos cuyo parecido, el mundo entero reconocía, en tanto que ellos no hicieron más que crear un tipo en el que imprimieron aquellos vicios o defectos que se proponían manifestar.

Por más que la novela sea hoy obra de observación   —III→   y de análisis, siempre le estará vedado al novelista descorrer el velo de la vida particular, para exponer a las miradas del mundo, los pliegues más ocultos de la conciencia de un individuo. Si la novela estuviera condenada a copiar fielmente un modelo, sería necesario proscribirla como arma personal y odiosa.

No es culpa del novelista, como no lo es del pintor, si después de haber creado un tipo, tomando diversamente, ora sea lo más bello, ora lo más censurable que a su vista se presenta, el público inclinado siempre a buscar semejanzas, las encuentra, quizá sin razón alguna, con determinadas personalidades.

Los que buscan símiles como único objetivo del intencionado estudio sociológico del escritor, tuercen malamente los altísimos fines que la novela se propone en estas nuestras modernas sociedades.

Ocultar lo imaginario bajo las apariencias de la vida real, es lo que constituye todo el arte de la novela moderna.

Y puesto se trata de un trabajo meditado y no de un cuento inventado, precisa también estudiar el determinismo hereditario, arraigado y agrandado con la educación y el mal ejemplo: precisa estudiar el medio ambiente en que viven y se desarrollan aquellos vicios que debemos poner en relieve, con hechos basados en la observación y la experiencia. Y si es cierto, que este estudio y esta experiencia no podemos   —IV→   practicarlos sino en la sociedad en que vivimos y para la que escribimos, también es cierto, que el novelista no ha menester copiar personajes determinados para que sus creaciones, si han sido el resultado de la experiencia y la observación, sean todo un proceso levantado, en el que el público debe ser juez de las faltas que a su vista se le manifiestan.

Los novelistas, dice un gran crítico francés, ocupan en este momento el primer puesto en la literatura moderna. Y esta preeminencia se les ha acordado, sin duda, por ser ellos el lazo de unión entre la literatura y la nueva ciencia experimental; ellos son los llamados a presentar lo que pueda llamarse el proceso humano, foleado y revisado, para que juzgue y pronuncie sentencia el hombre científico.

Ellos pueden servir a todas las ciencias que van a la investigación del ser moral, puesto, que a más de estudiar sobre el cuerpo vivo el caprichoso curso de los sentimientos, pueden también crear situaciones que respondan a todos los movimientos del ánimo.

Hoy que luminosa y científicamente se trata de definir la posibilidad de la irresponsabilidad individual en ciertas situaciones de la vida, la novela está llamada a colaborar en la solución de los grandes problemas que la ciencia le presenta. Quizá si ella llegará a deslindar lo que aun permanece indeciso y   —V→   oscuro en ese lejano horizonte en el que un día se resolverán cuestiones de higiene moral.

Y así mientras el legislador se preocupa más de la corrección que jamás llega a impedir el mal, el novelista se ocupará en manifestar, que sólo la educación y el medio ambiente en que vive y se desarrolla el ser moral, deciden de la mentalidad que forma el fondo de todas las acciones humanas.

El novelador puede presentarnos el mal, con todas sus consecuencias y peligros y llegar a probarnos, que si la virtud es útil y necesaria, no es sólo por ser un bien, ni porque un día dará resultados finales que se traducirán en premios y castigos allá en la vida de ultratumba, sino más bien, porque la moral social está basada en lo verdadero, lo bueno y lo bello, y que el hombre como parte integrante de la Humanidad, debe vivir para el altísimo fin de ser el colaborador que colectivamente contribuya al perfeccionamiento de ella.

Y el novelista no sólo estudia al hombre tal cual es: hace más, nos lo presenta tal cual debe ser. Por eso, como dice un gran pensador americano: «El arte va más allá de la ciencia. Ésta ve las cosas tales cuales son, el arte las ve además como deben ser. La ciencia se dirige particularmente al espíritu; el arte sobre todo al corazón.»

  —VI→  

Y puesto que de los afectos más que de las ideas proviene en el fondo la conducta humana, resulta que la finalidad del arte es superior a la de la ciencia.

Con tan bella definición, vemos manifiestamente que la novela no sólo debe limitarse a la copia de la vida sino además a la idealización del bien.

Y aquí llega la tan debatida cuestión del naturalismo, y la acusación dirigida a esta escuela de llegar a la nota pornográfica, con lo cual dicen parece no haberse propuesto sino la descripción, y también muchas veces, el embellecimiento del mal.

No es pues esa tendencia la que debe dominar a los novelistas sudamericanos, tanto más alejados de ella cuanto que, si aquí en estas jóvenes sociedades, fuéramos a escribir una novela completamente al estilo zolaniano, lejos de escribir una obra calcada sobre la naturaleza, nos veríamos precisados a forjar una concepción imaginaria sin aplicación práctica en nuestras costumbres. Si para dar provechosas enseñanzas la novela ha de ser copia de la vida, no haríamos más que tornarnos en malos imitadores, copiando lo que en países extraños al nuestro puede que sea de alguna utilidad, quedando aquí en esta joven sociedad, completamente inútil, esto cuando no fuera profundamente perjudicial.

  —VII→  

Cumple es cierto al escritor, en obras de mera recreación literaria, consultar el gusto de la inmensa mayoría de los lectores, marcadamente pronunciado a favor de ciertas lecturas un tanto picantes y aparentemente ligeras, lo cual se manifiesta en el desprecio o la indiferencia con que reciben las obras serias y profundamente moralizadoras.

Hoy se exige que la moral sea alegre, festiva sin consentirle el inspirarnos ideas tristes, ni mucho menos llevarnos a la meditación y a la reflexión.

Es así como la novela moderna con su argumento sencillo y sin enredo alguno, con sus cuadros siempre naturales, tocando muchas veces hasta la trivialidad; pero que tienen por mira sino moralizar, cuando menos manifestar el mal, ha llegado a ser como esas medicinas que las aceptamos tan sólo por tener la apariencia del manjar de nuestro gusto.

Será necesario pues en adelante dividir a los novelistas en dos categorías, colocando a un lado a los que, como decía Cervantes, escriben papeles para entretener doncellas, y a los que pueden hacer de la novela un medio de investigación y de estudio, en que el arte preste su poderoso concurso a las ciencias que miran al hombre, desligándolo de añejas tradiciones y absurdas preocupaciones.

El Arte se ha ennoblecido, su misión no es ya cantar   —VIII→   la grandiosidad de las catedrales góticas ni llorar sobre la fe perdida, hoy tal vez para siempre; y en vez de describirnos los horrores de aquel Infierno imaginario, describiranos el verdadero Infierno, que está en el desordenado curso de las pasiones. Nuevos ideales se le presentan a su vista; él puede ser colaborador de la Ciencia en la sublime misión de procurarle al hombre la Redención que lo libre de la ignorancia, y el Paraíso que será la posesión de la Verdad científica.

Mercedes Cabello de Carbonera





  —3→  

ArribaAbajo- I -

La educaron como en Lima educan a la mayor parte de las niñas: mimada, voluntariosa, indolente, sin conocer más autoridad que la suya, ni más limite a sus antojos, que su caprichoso querer.

Cuando apenas su razón principió a discernir, el amor propio y la vanidad estimuladas de continuo, fueron los móviles de todas sus acciones, y desde las acostumbradas e inocentes palabras con que es de uso acallar el llanto de los niños y refrenar sus infantiles desmanes, todo contribuyó a dar vuelo a su vanidad, formándole pueril el carácter y antojadiza la voluntad. Y hasta aquellos consejos que una madre debe dar, el día que por primera vez va su hija a entrar en la vida mundanal, fueron para ella otros tantos móviles que encaminaron por torcida senda sus naturales inclinaciones. Procura -habíale dicho la madre a la hija, cuando confeccionaba el tocado del primer baile al que iba asistir vestida de señorita- procura que nadie te iguale ni menos te sobrepase en elegancia y belleza, para que los hombres te admiren y las mujeres te envidien, este es el secreto de mi elevada posición social.

Su enseñanza en el colegio, al decir de sus profesoras fue sumamente aventajada, y la madre abobada con los adelantos de la hija, recogía premios y guardaba medallitas, sin observar que la sabiduría alcanzada era menor que las distinciones concedidas.

Todas las niñas la mimaron y la adularon, disputándose   —4→   su compañía como un beneficio; porque, al decir de sus amigas, Blanca era picante, graciosa y muy alegre.

Además de lo que la enseñaron sus profesoras, ella aprendió, prácticamente muchas otras cosas, que en su alma quedaron hondamente grabadas; aprendió, por ejemplo, a estimar el dinero sobre todos los bienes de la vida: «hasta vale más que las virtudes y la buena conducta», decía ella, en sus horas de charla y comentarios con sus amigas. Y a arraigar esta estimación, contribuyó grandemente el haber observado que las Madres (olvidé decir que era un colegio de monjas) trataban con marcada consideración a las niñas ricas, y con menosprecio y hasta con acritud a las pobres. -Y estas pagan con mucha puntualidad sus mesadas -observaba Blanca. De donde dedujo, que el dinero no sólo servía para satisfacer las deudas de la casa, sino además para comprar voluntades y simpatías en el colegio.

Ella entre las educandas y profesoras, disfrutó de la envidiable fama, de hija de padres acaudalados, sin más fundamento, que presentarse su madre los Domingos, los días de salón, lujosamente ataviada, llevando vestidos y sombreros estrenados y riquísimos, los que ella sabía que donde hizo su madre no había podido pagar, por falta de dinero; de esta otra deducción: que la riqueza aparente valía tanto como la verdadera.

Después del salón, sus amigas, comentaban con entusiasmo el buen gusto y las ricas telas que usaba su madre, y las niñas pobres, mirábanla con ojos envidiosos: las ricas como ella, formaban corro, y disputábanse ansiosas su amistad.

Un día una de las niñas, la más humillada por la pobreza con que ella y su madre vestían, la dijo: -Oye Blanca: mamá me ha dicho que la tuya se pone tanto lujo, por que el señor M. la regala vestidos. -Calla cándida observó otra- si es que la mamá de Blanca no paga a los comerciantes y vive haciendo roña, eso lo dicen todos.

Blanca tornose encendida como la grana, y con la vehemencia propia de su carácter, saltó al cuello de una de las niñas, (de la que dijo que su madre les hacia roña a los comerciantes), y después de darle de cachetes y arrancarle los cabellos, escupiole en el rostro diciéndole: -¡Toma!   —5→   pobretona, sucia, si vuelves a repetir eso, te he de matar.

Sus amigas la separaron a viva fuerza, y desde ese día fue enemiga acérrima de aquella niña. En cuanto a la que dijo ser el señor M. el que la regalaba los vestidos a su madre, ella no lo encontró tan grave como lo de la roña. Y luego, ¿qué había de malo en que el señor M. que era tan amigo de mamá, le regalara los vestidos? cuando ella fuera grande también había de buscar amigos que la obsequiaran del mismo modo.

En las horas de recreo, y en las muchas robadas a las de estudio, sus amigas referíanle cosas sumamente interesantes. La una decíale, que una hermana suya había roto con su novio por asuntos de familia, y su hermana depique se iba a casar con un viejo muy rico, que le procuraría mucho lujo, y la llevaría al teatro, a los paseos y había de darle también coche propio. ¿Qué importa que sea viejo? Mamá ha dicho que lo principal es el dote, y así cuando el viejo muera se casará con un joven a gusto de ella.

Blanca saboreaba con ansia estos relatos: imaginábase estar ella en lugar de la joven, que había de tener coche propio, y llegar a lucir ricos vestidos en teatros, bailes y fiestas, y ella como la joven en cuestión, decidíase por el viejo con dinero, mejor que por el novio pobre.

Algunas veces estas historietas, venían seguidas de acaloradas discusiones. Muchas niñas opinaban que el joven (con tal que fuera buen mozo) era preferible con su pobreza, al rico, si había de ser viejo. Blanca fue siempre de la opinión contraria. Y a favor de la riqueza del futuro marido, ella argumentaba manifestando todo el caudal de experiencia adquirida en esa vida ficticia, impuesta por las necesidades en completo desequilibrio con las limitadas rentas de la familia: necesidades que para los suyos fueron eterna causa de sinsabores y contrariedades.

Cuando su madre llegaba a conocer algunos de estos precoces juicios de su hija, reía a mandíbulas batientes, y exclamaba: -Sí esta muchacha sabe mucho.

Y no se diga que la madre de Blanca fuera alguna tonta o mentecata, de las que las niñas del colegio clasificaban en el número de las que le deben al santo; no, era una señora muy sensata; pero que por desgracia estaba empapada en ciertas ideas, que la llevaban a pensar como su hija.

  —6→  

Blanca hacía desternillar de risa a sus amigas, cuando subida sobre una silla, remedaba al señor N. el predicador del colegio, que con su acento francés, más que francés patoi, les decía: Es necesario hijitas mías vivir en el santu timur de Dios, porque en el mundo tinemos dimuñios por adentro y dimuñios por afuera. Y luego como el señor N. ella les explicaba a las niñas, que los demonios de adentro eran nuestras malas pasiones y los demonios de afuera, eran las tentaciones del mundo. Jamás Blanca paró mientes en estas tentaciones, y si retuvo las palabras en la memoria, era sólo para costearles la risa a sus compañeras, que no se cansaban de repetir: -No hay quien tenga la gracia de Blanca.

Ella vivía muy contenta en el colegio, sólo si se fastidiaba por las horas tan largas de capilla, a las que también al fin, concluyó por acostumbrarse, y ya ni el cansancio del arrodillamiento, ni la fatiga de espíritu, que antes sintiera, presentáronsele después; pero ¡cosa más rara! acontecíale ahora en la capilla, que la imaginación traviesa y juvenil; emprendía su vuelo, y con abiertas alas, iba a perderse en un mundo de ensueños, de amores, de esperanzas, de todo, menos de cosas que con sus rezos o con la religión se relacionaran. ¿Sería ella víctima de alguno de los dimuñios de que hablaba el Señor N?

¡Vaya! Si parecía en realidad tentación del enemigo: a tal punto, que el monótono murmullo formado por madres y educandas, cuando rezaban como es de uso a media voz, los rosarios y demás oraciones; parecía contribuir a dar mayor impulso a su imaginación, sin que por esto dejara ella de rezar en alta voz. Así adquirió la costumbre de la oración automática, sin el más pequeño vestigio de unción, sin imaginarse jamás, que las oraciones tuvieran otro fin que llenar el templo de ruidos, como podía haberse llenado de otra cosa cualquiera.

La madre de Blanca se asombraba de que su hija, encerrada en el colegio, estuviera tan ilustrada en asuntos que no debiera conocer y diera cuenta de la crónica escandalosa de los salones mejor que ella, que como decían las niñas, vivía en el mundo. Pero aquello no dejaba de tener su fácil explicación. Cada niña relataba de su parte lo que había oído en su casa, y así formaban todas ellas la historia completa de los escándalos sociales.

  —7→  

Eso sí, era un contento ver como al fin de año, salía del colegio cargada de premios y distinciones, que regocijaban a la amorosa madre, imaginándose ver a su hija portento de sabiduría y modelo de buenas costumbres.

Diez años estuvo Blanca en el Colegio. Cuando salió corría el año de 1860, lo que prueba que no fue educada en el nuevo colegio de San Pedro, en el cual, reciben hoy las niñas educación verdaderamente religiosa, moral y muy cumplida.

Su madre no hallándose satisfecha con lo aprendido en el colegio, acudió a un profesor de piano, para que perfeccionara a su hija en el difícil arte de Mozart y Gothchalk, pero bien pronto las invitaciones, las recepciones, las fiestas, las modas, absorbieron todo su tiempo, y se entregó por completo a este género de vida.

Los enamorados de sus lindos ojos, más que los pretendientes de su blanca mano, sucedíanse con gran asombro de las mamás con hijas feas de problemático dote que decían indignadas: -¿Pero qué le encuentran a Blanca Sol? Quitándole la lisura y el di fuerzo, no queda nada: si parece educada entre las cocottas francesas.

Exageraciones y hablillas de mamás envidiosas, y por cierto las únicas envidias y las únicas maledicencias excusables: ellas son hijas del santo amor maternal, que como todos los amores verdaderos, es ciego y apasionado.

Porque, si bien es cierto que Blanca joven vivaracha, picaresca en sus dichos y aguda en sus ocurrencias, tenía toda la desenvoltura de una gran coqueta: distaba mucho entonces de ser el tipo de la cocotte francesa.

La censura se cebaba no sólo en su conducta, sino también hasta en su vestido. Verdad es que ella gustaba mucho llevar trajes de colores fuertes, raros, de formas caprichosas y muchas veces extravagantes; pero siempre se distinguía por el sello de elegancia y buen gusto que imprimía a todas sus galas.

Una cinta, una flor, un tul prendido al pecho, sabía ella darles el chic inimitable de su artístico gusto.

Blanca decía «que se privaba de risa» cuando alguna de sus amigas le imitaba sus modas, «sin agregar nada de su propio cacumen. Y las que eran cursis ¿cuánta risa no le daban a ella? Y estas risas muchas veces fueron imprudentes   —8→   y estrepitosas, en presencia de la mamá o del hermano de la burlada.

Las ofendidas, que al fin fueron muchas, diéronle el dictado de malcriada y criticona; pero ella despreciaba a las «cándidas» y se alzaba de hombros, con burlona sonrisa. Este modo de ser, le trajo el odio de algunas y la censura de todas.

Decían que Blanca al bajar del coche o al subir el peldaño de una escalera se levantaba con garbo y lisura el vestido para lucir el diminuto pie, y más aún la torneada pantorrilla. ¡Mentira! Blanca se levantaba el vestido para lucir las ricas botas de cabritilla, que por aquella época costaban muy caro, y sólo las usaban las jóvenes a la moda de la más refinada elegancia. Gustaba más excitar la envidia de las mujeres con sus botas de abrocadores con calados, traídas directamente de París, que atraer las miradas de los hombres con sus enanos pies y robustas pantorrillas.

Decían que Blanca, con su descocada coquetería, había de descender, a pesar de su alta alcurnia, hasta las últimas esferas sociales.

Señalaban a un gran señor, dueño de pingüe fortuna, como el favorecido por las caricias de la joven, las cuales, diz que el pagaba con generosas dádivas que llenaban las fastuosas exigencias de la joven y su familia.

A no haber poseído esa fuerza poderosa que da la hermosura, el donaire y la inteligencia, fuerzas suficientes para luchar con la saña envidiosa y la maledicencia cobarde, que de continuo la herían; Banca hubiera caído desquiciada como una estatua para pasar oscurecida y triste al número de las que, con mano severa, la sociedad aleja de su seno.




ArribaAbajo- II -

No obstante ser esa mujer educada más para la sociedad que para sí misma, no por eso dejó de sentir las atracciones de la naturaleza.

La edad, el instinto y tal vez otras causas desconocidas, fueron levantando lentamente la temperatura ordinaria de su sangre y las ansiedades de su corazón, y al fin tuvo su preferido y su novio.

  —9→  

Fue éste un gallardo joven que brillaba en los salones por su clara inteligencia y su expansivo carácter, por la esbeltez de su cuerpo y la belleza de su fisonomía, por la delicadeza de sus maneras y la elegancia de sus trajes. En su trato con la joven, mostrábale profundo cariño y extremada delicadeza. Como se decía que prosperaba extraordinariamente en sus negocios, Blanca juzgó que era el hombre predestinado para procurarla cuanto ambicionaba y le amó con la decisión y la vehemencia propias de su carácter.

La madre de Blanca demostrábale con frecuencia que una fortuna por formar no vale lo que una fortuna ya formada y trataba de alejarla de sus simpáticos sentimientos, y con gran contentamiento de la madre, la hija fue de esta misma opinión.

Contribuyó no poco en estas positivistas reflexiones de Blanca, el haber visto que la suerte principiaba a serle adversa a su novio; varios de sus negocios que él con mejores esperanzas emprendiera no llegaron a feliz término. En poco tiempo se vio adeudado y enredado en desgraciadas empresas y Blanca informada por él mismo de las dificultades y las luchas que sostenía, en vez de consolarlo y alentarlo, se dio a considerar que si su novio la ofrecía mucho amor, en cambio la ofrecía pocas esperanzas de fortuna.

Estas crueles reflexiones tradujéronse luego en alejamiento y frialdad de parte de ella, y, contribuyeron a perturbar más y más al desgraciado amante que al fin desatendió sus negocios y sufrió considerables pérdidas. Y Blanca que presenciaba las angustias financieras de su familia, llegó a esta fría observación: -El amor puede ser cosa muy sabrosa cuando llega acompañado de lucientes soles de oro; pero amor a secas, sábeme a pan duro con agua tibia. Yo necesito, pues, novio con dinero, y en último caso, tomaré dinero con novio: de otra suerte, con toda mi belleza y mis gracias, iré a desempeñar el papel de oscura ama de llaves.

Y sin más vacilaciones, ni cavilosidades, ella, con la impasibilidad de un Vocal de la Corte Suprema; desahució a su amoroso y antiguo novio, diciéndole que esta su resolución sería inapelable. Tanto más inapelable debía ser, cuanto que, acababa de presentarse un nuevo pretendiente,   —10→   que lucía un par de millones de soles heredados, que a los ojos de la hermosa Blanca, brillaron con resplandores de seductora felicidad. Este era don Serafín Rubio.

Con tan cruel desengaño, el antiguo y apasionado novio de la joven, se dio a la pena, y en el colmo de su desesperación, fulminó su cólera contra Blanca, con los más hirientes denuestos, y acerbos improperios, llamándola pérfida, traidora, infame, desleal; pero ella, que al tomar esa su firme resolución, había previsto la tempestad; rió desdeñosamente diciendo: -Después de los rayos y los truenos sale el sol color de oro.

Para consolar a su desventurado novio, y quizá también para consolarse a sí misma, un día, golpeándole con gracia y lisura el hombro díjole: -Calla cándido cuando yo sea la esposa de Rubio, podré darte toda la felicidad que hoy ambicionas.

A lo que él, indignado y furioso, habíale contestado: -¡Infame! si yo no hubiera sido caballero, serías hoy mi querida. ¿Recuerdas aquella noche que tú, acompañada de una criada, fuiste loca de amor a buscarme a mis habitaciones? ¿Recuerdas que temiendo que alguien te hubiera visto y mancillara tu honra, no consentí que dieras un paso adelante de la puerta de entrada? ¡Ay! ¿y es así como pagas mi amor, mis sacrificios y toda suerte de consideraciones y respectos...?

Blanca alzose de hombros e hizo -¡Pihst! y acompañando esta especie de silbo con una mueca llena de gracia y coquetería agregó: -Eres un hombre intratable, me pareces un chiquillo de cuatro años. Oye, escúchame: el amor debe acomodarse a las circunstancias, y no tener exigencias feroces, inconsideradas, que concluirán por matar nuestra felicidad.

-¡Ah! -dijo él- yo sólo aspiro, sólo anhelo que cumplas tus compromisos y seas mi esposa.

-Ven, hablemos razonablemente, supongamos que yo cumpliera mi compromiso y fuera tu esposa; crees que pudieras ser feliz, si al día siguiente te vinieran los acreedores, el uno con las cuentas de la modista por dos mil soles, otro con las del florista por quinientos soles, las de Delpí y Lacroix, por más de tres mil soles, las del pulpero de la esquina por quinientos soles, las del...

  —11→  

-¡Calla! calla, tienes una aritmética aterradora -contestó desesperado el novio de Blanca.

Déjame concluir, aún me falta lo principal. Figúrate que al día siguiente, pueden venir a arrojarnos de la casa en que vivimos, que la hemos hipotecado en treinta mil soles, y la sentencia del juez, de remate de la finca, está ya ejecutoriada, y si no se ha cumplido, es porque con los empeños de mamá y los míos, hemos alcanzado por las influencias del señor...

-Está bien no quiero saber más; me basta con lo que me dices -¡Adiós!

-Espera; a ti también te debemos...

-A mí sólo me debes la felicidad que un día me prometiste.

-Sí, te debemos los diez mil soles que...

-Has destrozado mi alma; ¡Ah! infame...!

-Tu deuda será la primera que yo haga pagar por Rubio.

-Nada me debes. Adiós para siempre.

Y el romántico novio de Blanca, salió de la casa resuelto a no volver jamás.

Ella mirándolo con indefinible expresión de amorosa pena y gozosa esperanza, repitió entre recitando y cantando esta linda cuartetilla:


Que las bellas ¡Vive Dios!
por cada cual no las deje
deben sin que las aqueje
en su lugar poner dos.




ArribaAbajo- III -

Toda esta descarnada relación de las deudas de la casa; era expresión fiel de la verdad. La madre de Blanca y dos tías solteronas con más campanillas que una procesión de pueblo; vivían en fastuoso lujo, sin contar con otra renta que el producto de un pequeño fundo rústico, administrado por un hermano natural de la señora, que muy imprudentemente decía que el tal fundo no le daba a su lujosa hermana ni para los alfileres. Y esta renta que no   —12→   alcanzaba, según el decir de su administrador, ni para alfileres, debía llenar las exigencias de cuatro mujeres, que no juzgaban factible suprimir uno solo de sus gastos, cual si a mengua tuvieran ajustar su rumboso lujo a sus exiguas entradas, y los préstamos a interés crecido se sucedían uno tras otro, sin llegar jamás a cancelar sus deudas, que de más en más iban creciendo.

Blanca era de las cuatro la más derrochadora y exigente.

Cuando algún acreedor cansado de esperas y evasivas, llamaba a la madre, ante los Tribunales de Justicia; los empeños e influencias de sus amigos, cansaban al reclamante, que al fin érale forzoso conformarse con ofertas, las que Blanca apoyaba diciendo para sí: -Ya me casaré con algún hombre rico, que pague todas nuestras deudas.

Paseos, saraos, banquetes, visitas, todo ese movimiento que forma la atmósfera en que viven y se agitan las personas de cierta posesión social, sucedíanse en casa de Blanca; sin que ninguna de las cuatro mujeres que componían la familia, tuviera en cuenta, que para sostener esta falsa situación necesitaban dinero, mucho dinero. Pero ¡qué hacer! No era posible renunciar a esa vida, que no sólo cuadraba a sus gustos e inclinaciones, si que también contribuía a realzar el lustre de su elevada posición social.

Al fin llegó el novio con dinero, o como Blanca decía, el dinero con novio.

D. Serafín Rubio, que acababa de heredar de su avaro padre un par de millones de soles, adquiridos a fuerza de trabajo y economía; fue la víctima elegida para pagar las deudas de Blanca Sol.

No obstante, fuerza es que paladinamente digamos, que ni sus ambiciosas aspiraciones ni el positivismo de su calculadora inteligencia, fueron parte a acallar las fantasías femeniles de su alma de veinte años.

Empapada en las aristocráticas tradiciones de su orgullosa familia, se daba a pensar y consideraba con profundo disgusto la oscura procedencia de la fortuna de su novio y la no menos oscura procedencia de su nacimiento.

El padre de D. Serafín fue un soldado colombiano del ejército libertador, traído al Perú por el gran Bolívar en su campaña contra la dominación española. Casado en Lima con una mujer del pueblo, llegó a adquirir inmensa   —13→   fortuna, debida a sus hábitos de economía llevados hasta la avaricia.

Como las alimañas, los avaros tienen pocos hijos: así, el señor Rubio padre, como buen avaro, por no dar mucho, no dio vida a más de un hijo.

Éste fue D. Serafín.

Este nombre algo raro, le vino de amorosa exclamación de su madre, un día que lo vio dormido.

-¡Ah! que lindo es; si parece un serafín, -había dicho la madre.

-Pues se llamará Serafín, contestó el padre.

-Y será un serafín rubio -observó la madre.

He aquí como, un hombre feo de cara, rechoncho de cuerpo, y con más condiciones para llamarse Picio, vino por casual combinación a llamarse, Serafín Rubio.

Entre las encopetadas abuelas de las amigas de Blanca, no faltaban alguna de esas que son como el archivo de un escribano, donde puede irse con avizores ojos a registrar la ilegitimidad de ciertas aristocracias limeñas; y entre estas, decíase que el señor Rubio padre, había allegado su inmensa fortuna, principiando por vender cintas y barajitas eu una tendezuela de la calle de Judíos, en la cual él desempeñaba el triple papel de patrón, dependiente y criado.

Este pasado, si bien podía enorgullecer a un hombro sensato, que viera en él, el trabajo honrado y la austera economía, que nuestras instituciones republicanas enaltecen: no halagaba la vanidad de Blanca, que sólo alcanzaba a encontrarle sabor plebeyo, muy distante de la rancia aristocracia de su elevado linaje.

Pero ¡qué hacer! decía Blanca, no es posible conciliarlo todo, y se daba a pensar que, dinero y aristocracia eran difíciles de hermanar en los difíciles tiempos que a la sazón corrían.

Para colmo de infortunios, D. Serafín, era de poca simpática figura.

Rechoncho de cuerpo, de hombros encaramados, como si quisieran sublevarse de verse condenados a llevar una cabeza, que si bien era grande en tamaño, era muy pequeña en su contenido.

Ojos de color indefinible, lo que daba lugar a que Blanca pensara, que si los ojos son espejos del alma, la de D.   —14→   Serafín debía ser alma incomprensible. Afirmábase más en esta persuasión, al notar en él ciertas anomalías de carácter, que para ella, de poco observadora inteligencia, no pasaron, empero desapercibidas y estas genialidades, ella se contentó con llamarlas «rarezas de D. Serafín». Y sondeando las profundidades del espíritu de su novio, decía como dice el marino después de haber sondeado el Océano: -¡No hay cuidado! puedo aventurarme sin temor.

D. Serafín tenía las vehemencias tímidas, si así puede decirse, del que con la conciencia de su escasa valía, quiere en desagravio, ejercer su derecho de maldecir de los que, con su ineludible superioridad, humillaban, su pobre personalidad.

Y para no dejar incompleto el retrato físico del novio de Blanca, diré que su pelo también como sus ojos de color indefinible, ni negro ni castaño, enderezábase con indómita dureza, dejando descubierta la estrecha frente y el achatado cráneo, signos frenológicos de escaso meollo. Las patillas espesas, duras y ásperas, por haberlas sometido prematuramente a la navaja; cuando el temió ser como su padre, barbilampiño; formaban un marco al rededor de los carrillos, los que, un si es no es mofletudo, se ostentaban rozagantes con su color ligeramente encendido, lo que, sin disputa, denotaba la buena salud y el temperamento sanguíneo de D. Serafín.

La nariz ni grande ni pequeña, eso sí un tantico carnosa y colorada, diríase por lo poco artístico de sus líneas, colocada allí tan sólo para desempeñar el sentido del olfato.

Su voz tenía modulaciones atipladas, y algunas veces fuera de la gamma de toda entonación natural: esto sólo cuando la cólera u otra pasión violenta lo acometía con inusitado ímpetu.

Sus manos, aunque siempre mal cuidadas, eran finas, denotando, que si su sangre no era azul, su educación había corregido los defectos de su nacimiento.

Pero de todas estas incorrecciones, ninguna disgustaba tanto a Blanca, como la pequeña estatura de D. Serafín. Ella era de la misma opinión de Arsene Houssaye, que dice, que al apoyarse una mujer en su amante debe poder él besarla en la frente, pero ¡oh desgracia! D. Serafín al   —15→   lado de Blanca, apenas si alcanzaba a besarla en la punta de la nariz.

En sus horas de dulce fantasear, cuando dejaba correr su imaginación por los dorados horizontes de lo porvenir; Blanca miraba con cierta amargura esos defectos, que por desgracia, no alcanzaban a desaparecer, ni en los momentos en que ella se sentía más deslumbradora por los resplandores del oro.

Cuando hablaba de esto, ocultaba su disgusto, diciendo con chispeante gracia, que su novio era una letra de cambio mal escrita; pero con buena firma.

Blanca a pesar de sus muchos defectos, sabía conquistarse simpatías por su carácter de ordinario alegre, muchas veces dulce compasivo; también era decidora, locuaz, expansiva, llena de chispa, por más que no siempre fuera la chispa del ingenio que alumbra sin quemar y corrige sin herir. Sus amigos, aun aquellos que eran blanco de sus sátiras, perdonábanle esa flagelación de sus palabras y conceptos, en gracia de su donairosa chispa y gracejo en el decir.

Cuando sus cálculos, ni lo apremiante de sus deudas aún no la habían llevado hasta la temeraria resolución de hacer del mísero D. Serafín, el objetivo de sus ambiciones de mujer a la moda; fue él la víctima hacia donde ella dirigió sus más hirientes y amargas sátiras.

Decía que D. Serafín, era como los camarones: feo, chiquito, colorado, pero rico.

No sabremos decir, si por haber oído o por haber leído la «Fisiología del matrimonio» de Balzac, decía que D. Serafín pertenecería algún día, al número de los predestinados, que como los santos pintados, merecía llevar una aureola, la cual sin duda se la imaginaba que debía ser de algo tan feo, que no se atrevía a mencionar. Decía que los méritos de D. Serafín, debían valorizarse con relación a sus escudos y no a su persona.

Más de una vez estas sátiras, llegaron a oídos de su rendido y amoroso pretendiente; sin que él se atreviera a darles otra contestación, que la socarrona sonrisa del que dice: -Necesito soportarlo todo.

Es que D. Serafín, si bien era lerdo de inteligencia y obtuso de ingenio; tenía en cambio la lengua ligera, aguda, hiriente, como la de las víboras, y hubiera podido   —16→   devolver estas sátiras, sino con la misma agudeza y gracejo, con mucha mayor cantidad de ponzoña.

Pero el jamás se dio por aludido y soportó los dardos de las sátiras de Blanca, esperando herirla, a su vez, con los dardos de Cupido.

D. Serafín poseía ese cálculo frío, esa mirada certera, y esa inexplicable sensatez del hombre de escasa imaginación y tranquilas pasiones, que casi siempre acierta, con mejor tino, que el hombre de verdadero talento.

Y discurriendo cuerdamente pensó, que Cupido podía herir mejor con posadas flechas de oro que con las flexibles y agudas flechas, que de antiguo ha usado.

Después de tan sólido raciocinio, abrió sus arcas, y principió por pagar todas las deudas contraídas por Blanca por su madre y las dos tías.

Decían las malas lenguas que también había pagado los diez mil soles que Blanca, fue en deber a su novio, pero los que conocían el carácter caballeroso del joven, dudaban de que él aceptara la devolución de dineros, que jamás ningún hombre delicado puede aceptar.

Cuando llegaba el cumpleaños de la madre, o de alguna de las solteronas tías de Blanca. D. Serafín se portaba a lo príncipe; y los ricos pendientes y los magníficos anillos de brillantes, ocultos en gigantescos ramos de flores, eran los presentes con que él daba testimonio de su buena amistad.

Las encopetadas solteronas, que se daban humos de ser delicadas como la sensitiva y puras como azucenas, no dejaban de hacer sus melindres y andarse en repulgos para recibir tan valiosos regalos; pero parece que consultaron el asunto como caso de conciencia, con persona de respeto y autoridad. Y este sabio consejero díjoles que, puesto que las pretensiones del señor Rubio eran honradas y se encaminaban al santo matrimonio, sus regalos no podían empañar la excelsa y mirífica personalidad, de tan encumbradas señoras; que por ende, debían titularse ya tías del joven pretendiente. No obstante de que este razonamiento llevaba trazas de ser un sofisma; las pudibundas tías de Blanca, aceptáronlo y tranquilizada su conciencia, no tuvieron ya reparos en recibir los valiosos obsequios de D. Serafín.

  —17→  

De esta suerte, la especulación llevada hasta el más innoble tráfico, fue puesta en juego por la madre, las tías, y más aún, por la misma Blanca.

Sin embargo, como el amor es ciego, D. Serafín, quedó encantado del desprendimiento y la generosidad de la hermosa Blanca, el día que tuvo con ella el diálogo siguiente:

-Yo -decía ella- ambiciono encontrar por esposo un hombre que me ame apasionadamente, y que sea esclavo de mi voluntad.

-¿Nada más desea U? -preguntó D. Serafín, trémulo de emoción y de esperanza.

-¿Y que más se puede desear? El dinero es metal vil, que brilla mucho en la calle; pero que en la casa oscurece el verdadero brillo del amor.

D. Serafín, arrojó un suspiro más largo que el resuello de una ballena, diciéndose a sí mismo: -¡cuánto me había equivocado respecto a la nobleza del alma de esta mujer!

-¿Y si hallara U. un hombre que la amara apasionadamente, y fuera esclavo de su voluntad y a más pusiera a sus pies dos millones de soles?

-¡Oh yo no me casaría jamás con él!

-No se casaría U. con él -repitió D. Serafín tornándose mortalmente pálido.

-No, porque el mundo entero y él mismo, creerían que me había casado por interés, por amor al dinero y no al novio.

-¡Quién puede creer eso conociendo su alma noble y generosa! -exclamó D. Serafín en el tono más sincero que le fue dado emplear.

-¡Ah! ¡el mundo es tan ruin y las mujeres somos siempre víctimas de sus juicios! -dijo Blanca con tristeza y fingiendo enternecerse hasta el llanto.

Y esta tristeza y este enternecimiento, fueron suficientes para que D. Serafín, pusiera mayor empeño en convencerla de que ella estaba equivocada en sus juicios y exagerados temores, y esta vez D. Serafín estuvo elocuente, elocuentísimo, tanto que él quedó satisfecho de haber salvado las justas resistencias del noble carácter de la orgullosa joven, convenciéndola que, caso que ella se casara con un hombre que poseyera dos millones, nadie   —18→   en el mundo, y él menos que otro alguno, podría suponer que el vil interés manchara el corazón de tan hermosa mujer.

Quince días después Blanca, prometía su linda mano a su apasionado pretendiente, que, ebrio, loco de amor, jurábale, que sería toda la vida su más sumiso y amante esposo.




ArribaAbajo- IV -

Aunque Blanca Sol, muy formalmente prometiera su mano a D. Serafín Rubio, éste no estaba del todo tranquilo: conocía el carácter voluble, caprichoso, y excéntrico de su futura esposa, y cada día temblaba, temiendo que ese fuera el que había de traerle inesperado cambio.

Largas horas se daba a pensar, cómo era que Blanca, mujer caprichosa fantástica, engreída con su belleza, y orgullosa con su elevada alcurnia, podía aceptarlo a él por esposo: a él, que aunque también blasonaba de su noble prosapia (muchos como D. Serafín blasonan de lo mismo) no dejaba de comprender, que estaba muy lejos de ser el tipo que la ambiciosa joven podía aceptar, dada la disparidad de gustos, de educación, de aspiraciones que entre ambos notaba él.

¿Será sólo por mi dinero? -se preguntaba a sí mismo. Y en este momento su frente se oscurecía y su fisonomía tomaba angustiosa expresión.

Otra reflexión acudía a su mente, y esta era, quizá, la más cruel.

El primer amor de Blanca; un compromiso de más de cinco años: un novio con todas las condiciones del cumplido caballero, todo había sido sacrificado en aras de... Aquí el pensamiento de D. Serafín, se detenía, sin atreverse a decidir si era en aras del amor o del dinero.

Y luego reflexionaba que cuando una mujer da la preferencia a un hombre rico a quien no ama, dejando el amor del amante pobre, es porque piensan realizar alguna combinación financiera-amorosa, con la cual, ganará el dinero del rico, sin perder el amor del pobre, y D. Serafín, que ni un pelo tenía de tonto, valorizaba con asombrosa exactitud su difícil y peligrosa situación.

  —19→  

Y si bien estaba abobado de amor, ni un momento perdió su buen criterio, y más de una vez, exhalando profundísimo suspiro, solía decir: -Si yo pudiera alejar para siempre a ese hombre...

Y ese hombre ¿quién era? Nada menos que un apuesto caballero, de cuyas relaciones de parentesco, se enorgullecía la madre, y no sólo la madre, sino también las linajudas tías de Blanca.

Para colmo de angustias, llegó un día en que su mala estrella, llevolo a presenciar escenas de un realismo aterrador.

Una noche, por ejemplo, mientras él filosóficamente disertaba sobre temas de alta conveniencia social, en compañía de la madre y las tías de Blanca; oyó un ruido suave, apenas perceptible, que no por eso dejó de producirle, el mismísimo efecto que descarga de poderosa pila eléctrica.

¿Qué ruido era aquel, que tan inesperada conmoción producía, en los poco excitable nervios de la sanguínea naturaleza de D. Serafín? Diríase ruido de besos y murmullo de diálogo amoroso.

D. Serafín no pudiendo dominarse, salió a la puerta del salón, que comunicaba con el patio exterior, de donde parecía venir aquel alarmante murmullo.

¡Qué horror!... ¿Es posible que tales cosas se vean en la vida...?

Si él hubiese sido hombre menos prudente, aquella noche la señorita Blanca, hubiese presenciado un lance, un desafío... quizá si un asesinato.

¿Qué había visto D. Serafín?

Vio a Blanca, reclinada amorosamente en el hombro de su novio, asida por este, en estrecho abrazo y mirando poéticamente la luna.

A pesar de que el cuadro, era bellísimo y poético. D. Serafín lo encontró atroz, detestable, tanto, que salió desesperado de la casa, y resuelto a no volver jamás.

Pero ¿cuál es el hombre que, cuando el termómetro del amor marca cien grados sobre cero, cumple su propósito de no ver más a su amada?

En honor de la verdad, diremos, que D. Serafín, sólo volvió a la casa, llamado, atraído y casi rogado por la madre de Blanca, y muy decidido a no presenciar por segunda   —20→   vez el espantoso cuadro que su amada, al lado de su antiguo novio, formaba.

Y como resultado de esta su firme resolución, un amigo de la casa, dirigiose a donde el joven y a nombre del señor Rubio, propúsole que fijara precio a su desistimiento o la mano de la señorita Blanca Sol, con tal que el primer vapor que zarpara del Callao, le llevara muy lejos de Lima.

El desgraciado joven, en el colmo de la indignación dijo que no podía dar otra contestación que pedirle sus padrinos para arreglar un duelo a muerte.

Ya hemos visto de qué manera tan elocuente y sencilla, convenció Blanca a su novio, demostrándole, que no le quedaba otro recurso, que renunciar a su compromiso, ofreciéndole ella, en cambio, futura y regalada felicidad.

Blanca le juró a D. Serafín por un puñado de cruces que aquella noche que él la vio abrazada amorosamente por su novio; había sido violentamente cogida y estrechada muy a pesar suyo, viéndose obligada a callar y no dar voces, por temor al escándalo. D. Serafín si no creyó, fingió aceptar estas disculpas, y pagó con creces esta generosa conducta de Blanca Sol.

Una de sus mejores casas heredadas de su padre, fue en pocos días convertida en espléndido palacio.

Veinte tapiceros, otros tantos grabadores, empapeladores, pintores, todo un ejército de obreros y artistas, encargáronse de decorar la casa con lujo extraordinario.

Y este lujo que todos llamaban extraordinario, él lo conceptuó deficiente, como manifestación de su amor a esta belleza que había descendido hasta él.

Toda la historia de Francia, en sus épocas de mayor esplendor, se encontraba allí representada. Había salón a lo Luis XIV, saloncito a lo Luis XVI, bouduoir a la Pompadour, comedor del tiempo del Renacimiento.

Los espejos de Venecia, los mosaicos venidos del mismo París; los cuadros originales de pintores célebres; el cristal de Bohemia; toda una contribución en fin, recogida del mundo artístico y del mundo industrial, llegó a embellecer la que debía ser morada de la orgullosa Blanca Sol.

Lo que sobre todo maravilló a la familia y a las amigas, fue el lujosísimo canastillo de novia, que D. Serafín, contra la costumbre establecida, quiso regalar a Blanca, y   —21→   digo contra la costumbre, por ser bien sabido, que de antiguo está establecido en Lima, que los padres de la novia la obsequien el ajuar.

Todo lo que el arte manufacturero ha producido de más delicado, de más perfecto, de más artístico; todo se encontraba en el ajuar de la novia.

Encajes de Inglaterra, de Chantilly, de Alençon, de Malinas, de Venecia; paños de León, telas italianas, chinas, y de todas partes del mundo; aquello fue una especie de Exposición en pequeño que maravilló a la familia y a las amigas de Blanca.

Ella estaba ebria de placer y de contento.

Lucir, deslumbrar, ostentar, era la sola aspiración de su alma.

Ya no vería más, la cara engestada, la expresión insultante, y el aire altanero del acreedor, que por la centésima vez llegaba a recibir siempre una excusa, un efugio, o a conceder un nuevo plazo, que era nueva humillación, cruel sarcasmo, lanzado a su vida fastuosa y derrochadora.

Los amigos de D. Serafín, quedaron asombrados, al verlo derramar el dinero, con largueza tal, que dejaría atrás al más despilfarrado calavera. Hasta entonces estaban ellos persuadidos, que, si D. Serafín había heredado a su padre la fortuna, había también heredado sus hábitos de economía llevados hasta la avaricia.

Pero esos amigos no pensaron, sin duda, que de todas las pasiones, el amor es la que mayores y más radicales cambios opera en el espíritu humano.

Pocos días antes del matrimonio, la casa que debían ocupar los novios, convirtiose en romería, de los que ansiaban admirar las maravillas encerradas allí por la mano de un futuro marido.

Sus amigos, aquellos que con más envidia que afecto, miraban esa prodigalidad de riquezas, no lo escasearon al novio las sátiras, y los burlescos equívocos.

No faltó quién, con tono de profunda amargura, dijera: -¡Ah si el señor Rubio resucitara, volvería a caerse muerto! Y para extremar la vida sujeta a toda suerte de privaciones del señor Rubio, padre, cada cual refería un episodio o un suceso referente a este punto.

Y el lujo presente, y la economía pasada, y el amor del novio, y la incierta fidelidad de la novia; fueron el blanco,   —22→   donde todos creyeron que debían asestar aun sangrientos dardos, y malévolos comentarios.

Si los que de esta suerte censuraban ensañándose contra las prodigalidades de D. Serafín, hubieran podido presenciar y valorizar la suprema dicha de su alma, la primera noche de sus bodas; cuando él después de haber paseado a Blanca por todos los lujosos salones de la casa, llevola a la alcoba nupcial, donde ella de una sola mirada abarcó y midió todo el lujo y esplendidez, con que estaba decorada y volviéndose a él, lanzose a su cuello ebria de alegría exclamando: -¡Oh que feliz soy!- si ellos hubiesen presenciado esta escena; lejos de censurarlo, hubieran dicho, como en ese momento dijo él: -El único dinero bien gastado es el que nos acerca a los brazos de la mujer amada.

Los primeros días de su matrimonio, no cesaba de reflexionar como era posible que existieran hombres tan estúpidos, que llamaran a este mundo valle de lágrimas ¡Infelices! Bien se conocía que no habían hallado una mujer que embelleciera su vida, una mujer como Blanca. No, la vida es edén delicioso, puesto que la posesión del ser amado, llegaba a ser hermosa realidad.

Pero ¿era en verdad una realidad? ¿No estaría él soñando? Ser el esposo, el dueño, el amado de ella, de la altiva y orgullosa Blanca Sol... ¡Oh! ninguna dicha igualaba, ni encontraba siquiera comparable a esta.

Y D. Serafín con íntima y deleitosa satisfacción se detenía a considerar que, cuando él hablara de ella, podía decirle familiarmente esta; es decir, esta mitad de mi ser, mitad de mi cuerpo, del cuerpo de él, del mísero, que había vivido en la casta abstinencia a que lo obligara la exigua propina que su padre lo daba, no siquiera para cigarros, sino para dulces, como a un chiquillo de diez años, obligándole así al retraimiento de los amigos y de los placeres. Y su naturaleza robusta y sanguínea, habíase doblegado a duras penas ante tan cruel necesidad.

Pero ¡ah! llegaba, al fin, el día de satisfacer todas sus ansias juveniles, todas sus necesidades de hombre.

Allí, al alcance de su mano, estaría siempre ella, hermosa, seductora, complaciente, con sus ojos de garza y sus labios atrevidamente voluptuosos.

Sí, ya él podía llamarla, suya, su mujer, y al pronunciar   —23→   estas palabras, su alma, bañábase en infinito deleite, y en sangre se encendía en inextinguible voluptuosidad.

Qué lejos estaba él de pensar, que a las mujeres, aun aquellas que se casan por pagar deudas y comprar vestidos, les horroriza el matrimonio, cuya síntesis, es, un cuerpo entregado a la saciedad de un apetito.

Qué lejos estaba él de imaginarse, que Blanca, aunque mujer calculadora, vana y ambiciosa, era como las demás mujeres, esencialmente sentimental y un tanto romántica, y había de sentir, como consecuencia, repugnancia, asco, para este marido que no le ofrecía sino los vulgares trasportes del amor sensual.

¿Pero qué sabía él de estas cosas? Si alguien le hubiera ido a perturbar en medio de sus alegrías y embriagueces, para poner ante sus ojos la realidad de su situación, le hubiera tomado por un loco o por un impertinente.

Qué sabía él, si las mujeres aman con el corazón y los hombres con los sentidos; si el amor del alma es para ellas cuestión de naturaleza y el amor del cuerpo es para ellos cuestión de salud; y esta antítesis es abismo donde se hunde la felicidad del matrimonio, el cual sólo el amor abnegado de la mujer puede salvar.

Don Serafín era de esos hombres de quienes se ha dicho que el matrimonio los engorda.

Y sin metáfora, ocho días después, sentía que comía con mayor apetito, dormía con mejor sueño, reía con hilaridad interminable, y por consecuencia, su cuerpo adquirió en tejido grasoso, todo lo que perdió en agilidad y elegancia.




ArribaAbajo- V -

Blanca Sol, llegó a ser lo que en Lima se llama una gran señora, por más que la gente murmuradora dijera que sólo había grandeza de sus defectos y quizá también en sus vicios.

A pesar de su matrimonio sus amigos continuaron llamándola Blanca Sol, sin jamás acordarse que era señora de Rubio.

Esta particularidad de conservar la mujer casada su nombre y apellido, peculiar sólo de nuestras costumbres, merece explicación.

  —24→  

Hay mujeres, que al otro día de su matrimonio, pierden su apellido y pasan a ser la señora de D. Fulano, como si su pequeña personalidad desapareciera ante la de su esposo. Otras hay, que conservan toda la vida su apellido, sucediendo muchas veces, que el marido llega a no ser más, que la adición de su mujer.

Así sucedió con Blanca. Ella no pasó a ser la señora de Rubio; pero si ocurrió, que al millonario D. Serafín, lo designaran con frecuencia, llamándole el marido de Blanca Sol.

Esta manera de ser de la mujer casada, que entre nosotros se establece con inexplicable espontaneidad, sin que en el público nadie de la señal, ni se encuentro regla fija que seguir; parece no depender, sino de la individualidad, más o menos acentuada de ambos esposos.

Antes de su matrimonio D. Serafín, no fue más que un partido codiciable por su dinero entre las niñas casaderas: cuando perdió esta cualidad, forzoso era concederle la única que le quedaba: ser esposo de Blanca Sol.

Ella, por su parte, continuó su vida de soltera, repartiendo su tiempo entre las fiestas, los saraos y las tertulias íntimas, ya fuesen dadas en su casa o en la de alguna amiga suya.

Si alguna innovación quiso introducir en sus costumbres, fue sólo la de ser lujosamente devota; con la devoción de la mujer del gran mundo, como ella decía:

Vivía persuadida de que la «gente de tono» debe proteger la religión, y era muy dada a las prácticas religiosas del culto externo, con sus ruidosas manifestaciones de aparatoso efecto. Creía que una señora como ella, desempeña desairado papel en sociedad, si no es directora de asociaciones de las que se llaman de caridad, o promotora de grandes fiestas de las que se llaman religiosas.

Ser virtuosa a la manera de la madre de familia, que vive en medio de los dones de la fortuna, rodeada de privaciones y zozobras, cuidando de la educación de sus hijos, y velando por la felicidad de su esposo, sin más fiesta religiosa, que la plegaria elevada a Dios sobre la frente de su hijo dormido; sin más pompa, que el óbolo depositado en silencio, en la mano del desgraciado, ni más templos que la alcoba, jamás profanada ni aún con el pensamiento de la esposa fiel y la madre amorosas; ser de esta   —25→   suerte virtuosa, hubiera sido para Blanca, algo que ella hubiese encontrado muy fuera de tono y de todo en todo impropio a la mujer del gran mundo.

En las primeras épocas de su matrimonio, D. Serafín, sufrió cruelísimos celos y desconfianzas horribles; pero así que vio a su esposa entregada a sus místicas devociones y ruidosas fiestas mundanales, sus celos se calmaron y disipáronse sus angustias.

En la época que la presentamos nuevamente, cinco hijos habidos en diez años, vinieron a aumentar las felicidades de D. Serafín, que era tan tierno papá como afectuoso marido.

Blanca quejábase amargamente de esta fecundidad, que engrosaba su talle e imperfeccionaba su cuerpo, impidiéndola ser como esas mujeres estériles, que dan todo su tiempo a la moda y conservan la independencia y libertad de la joven soltera.

La moda era diosa tiránica a la cual ella sacrificábale salud, afectos, y todo lo más caro de la vida.

Para formarnos idea de esta su pasión, asistamos a una escena de Blanca con su modista.

Las doce del día daban en un rico reloj da sobremesa, cuando entró muy deprisa Faustina, la criada de preferencia, para saber si la señora podía recibir a su modista, que acababa de llegar, y venía a probarle un vestido.

-Dile que pase adelante.

-Mi querida madama Cherí -dijo Blanca extendiendo la mano que la modista se apresuró a estrechar cariñosamente.

-Vengo a medirle el vestido de baile.

Blanca se puso de pie, y quitándose su rica bata de cachemir bordada, dejó descubiertos sus torneados y blanquísimos hombros.

La modista presentole un corpiño de raso color pálido, que se preparaba a medirla.

-Aguarde U., es necesario que me ajuste algo más el corsé.

A una señal de Blanca, acercose Faustina, y con admirable destreza, logró que los extremos del corsé quedaran unidos, dejando el flexible talle, delgado y esbelto como el de una sílfide.

Blanca, mirose al espejo y sonrió con satisfacción, sin notar que mortal palidez acababa de cubrir sus mejillas.

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La modista principió su tarea de prender alfileres, para entallar y ajustar al cuerpo el corpiño, cuando con gran asombro, vio, que la señora Rubio, después de dar dos pasos adelante cayó sin sentido.

-¡Dios mío! La señora se ha puesto mala, llame U. al señor Rubio -dijo dirigiéndose a Faustina.

-No puedo llamarlo: la señorita me ha prohibido dé aviso al señor cuando ella tenga uno de estos desmayos.

-¿Y qué haremos? -preguntó angustiada madama Cherí.

-No es de cuidado -observó Faustina- como la señorita está de cinco meses de embarazo, el corsé ajustado lo produce estos desmayos: ya yo estoy acostumbrada a ellos.

-¡Oh qué horrible! exclamó asombrada la modista.

Como si ya fuera bien conocido el remedio, Faustina se acercó y cortó los abrochadores del corsé.

Después de propinarle algunos remedios y darle a oler algunas sales, Blanca abrió los ojos y miró en torno.

-¿Qué sucede? ¡Dios mío! -y aún desfallecida reclinó la hermosa cabeza en el hombro de madama Cherí.

Pero cual si al volver a la razón, hubiese pensado que no debía dar importancia a este pasajero accidente con el que ya estaba ella familiarizada; sacudió la cabeza, pasó repetidas veces la mano por la frente y sonriendo con gracia, dijo:

-Déme U. la mano para levantarme, no es nada, pasa luego.

Restablecida del todo de su corto síncope, insistió con la modista para que le midiera nuevamente el corpiño.

-Necesito -decía- ver el escote. U. madama me cubre el pecho con más empeño que si fuera U. un marido celoso.

-¿Ha visto U. el último figurín?

-Sí, y veo que el escote se lleva abierto hasta cerca del talle.

Después de haber dado algunos recortes madama Cherí preguntó:

-¿Está bien así?

-¡Oh! mucho más: ahora se usa llevar la espalda toda descubierta.

-¿Así? -preguntó madama Cherí, dando con mano atrevida un tijeretazo que dejó descubiertas las mórbidas espaldas de Blanca.

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-Eso es -y mirándose al espejo, agregó:

-En la mujer casada es feísimo, ese escote subido que apenas es soportable en una chicuela de quince años.

-Ya sabrá U. que los vestidos de baile se llevan sin mangas -dijo madama Cherí.

-Sí, y esta moda me viene a mí muy bien -y Blanca mirose el brazo que en ese momento llevaba desnudo.

-Sin duda, lucirá U. los brazos más lindos y mejor torneados que hay en Lima.

Blanca guardó silencio y sonrió con satisfacción: madama Cherí continuó diciendo:

-Esta moda de los corpiños sin mangas, ha dado ocasión a grandes disgustos en muchos matrimonios: ya se ve pocos son los maridos que puedan mirar con paciencia que su esposa vaya luciendo lo que ellos creen debe ocultarse.

-¡Bah! -exclamó Blanca, con desdeñoso tono-, qué sería de la moda si las mujeres fuéramos a sujetarnos a las exigencias de los maridos; todas anduviéramos vestidas de cartujas ocultándonos hasta los ojos.

Blanca y la modista rieron alegremente.

-Felizmente mi buen marido conoce demasiado mi carácter y sabe, que el día que me prohibiera lucir el pecho y los brazos, sería capaz de lucir... Blanca se detuvo, sin atreverse a terminar la frase. Luego agregó:

-No sé lo que iba a decir; pero sería muy capaz de cometer una estupenda locura.

Largamente hablaron ambas sobre arreglo y combinaciones de vestidos.

Blanca pidió a su modista seis vestidos serios; pero muy elegantes y lujosos. Esto era lo menos que creía necesitar para la asistencia a algunas fiestas religiosas de hermandades de las que era ella presidenta.




ArribaAbajo- VI -

Sobre elegante mesa de rica madera tallada, que formaba juego con el resto del mueblaje del dormitorio de Blanca, escribía un joven, y luego se ocupaba en ordenar algunas esquelas, colocándolas bajo la cubierta con nombre y dirección.

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A corta distancia y sobre lujoso diván veíanse esparcidos diversos objetos a primera vista de indefinible clasificación.

Blanca revisaba complacida, esta, al parecer aglomeración de fruslerías, dejando alguna vez escapar monosílabos y palabras como si dialogara consigo misma: -Todo está muy bien -decía- hasta hoy nadie ha hecho tanto; este año quedarán confundidas esas mezquinas presidentas; ya verán...

En este momento llegó Faustina y con acento de grande regocijo anunció.

-El señor Venturoso acaba de venir y quiere hablar con la señorita.

-¡Oh! que felicidad, dile que pase al momento -y Blanca alborozada y risueña dirigiose a la puerta a recibirlo.

-Mi querido padre -dijo, estrechando con jubilo la mano de un sacerdote.

-Buenos días hija mía -contestó él, y se dirigió a una silla que ella se apresuró a acercarle con gran solicitud.

-Aquí me tiene U., mi padre, ocupadísima en los arreglos para las distribuciones y la fiesta del Mes de María.

-Me complace verte entregada a ocupaciones que te enaltecerán a los ojos de la Virgen.

-Gracias, mi padre. Me propongo con gran entusiasmo este año que soy presidenta de la hermandad, darle a nuestras distribuciones, la pompa y el esplendor, dignos de la asociación que presido.

-Me parece muy bien -dijo complacido el señor Venturoso.

-Mire U. mi padre -y Blanca tomando algunos de los objetos allí esparcidos mostrábalos diciendo: -estas son las medallas que repartiré el último día de la fiesta.

-¡Oh, este es un lujo estupendo! -exclamó el señor Venturoso mirando algunas medallas adornadas con cintas y briscados en forma de flores.

-De este modo -continuó diciendo- daremos a nuestra hermandad gran realce y aumentará el número de las Hijas de María.

-En estos días, dijo Blanca, deben llegarme de París, mil quinientas estampas de la Virgen, que se repartirán en la puerta a los que nos den limosnas. También he mandado hacer un número crecidísimo de escapularios y   —29→   pastillas que repartiremos con profusión a todos los asistentes. Lo que es la música no dejara nada que desear; he contratado a las mejores artistas, sin reparar en condiciones ni precios. En cuanto a los demás gastos ya sabe U. que siempre me he portado a la altura de mi posición. Todo esto sirve de gran aliciente para atraer la concurrencia y dar mayor lucimiento a la fiesta.

El señor Venturoso guardó silencio contentándose con sonreír bondadosamente.

Blanca continuó diciendo:

-Supongo que ya estará U. preparando esos espléndidos sermones, que el año pasado le han valido la reputación del primer predicador de la ciudad más religiosa de América.

-Algo se hace -contestó con modestia el señor Venturoso.

-¿Y qué le parecen estas esquelas que pienso pasar a todos mis amigos? -Y cogiendo una de las esquelas presentola mirando con interés el semblante del señor Venturoso.

Este se colocó los anteojos y leyó la esquela cuyo objeto era invitar a sus amigos para que asistieran a las distribuciones y a la fiesta del mes de María.

La esquela traía una notita que decía: «La presidenta, señora Blanca Sol de Rubio, recibirá en la puerta las limosnas que sus amigos quieran darle».

Esta nota, era una de las extravagancias de Blanca.

El señor Venturoso devolvió la esquela diciendo:

-No me parece mal. Ya sabes que todo lo que contribuya a dar mayor realce al culto de María, alcanza siempre mi aprobación.

-Yo espero que con estas esquelas, obtendremos la concurrencia de todo lo más selecto de la sociedad masculina; porque es preciso que sepa U. que he determinado, que al que no concurra al Mes de María a darnos una limosna, no lo invitaré jamás a mis tertulias semanales, que como U. sabe, gozan de gran prestigio entre la juventud distinguida.

-¡Oh! esta es una medida atrevida -dijo sonriendo con dulzura el señor Venturoso.

-Es que las señoras necesitamos de todos estos artificios para atraer a los hombres al culto.

  —30→  

-Es verdad. ¿Qué sería de nuestras ceremonias religiosas sin las mujeres? -exclamó con amargura el señor Venturoso.

-Sí, mi padre. Y este año espero qué no se quejará U. de nosotras.

-No, hija mía, nunca me he quejado de la religiosidad de la mujer limeña.

-¡Oh! es increíble el tiempo que nos quitan todos estos preparativos. Yo hace más de cinco días que no recibo visitas, ni veo a mis hijos, ni atiendo a mi casa, ocupada sólo en lo que es preciso hacer para celebrar el Mes de María.

-Te perdono lo de no recibir visitas, en cuanto a desatender a tus hijos, y tus deberes de madre de familia, te lo repruebo enérgicamente.

-¡Qué quiere U. mi padre! En Lima no hay de quien valerse, y si personalmente no hacemos estas cosas, nos exponemos a quedar desairadamente. Pastillas, escapularios, medallitas, nada he economizado; además el día de la fiesta habrá también muchas flores que caerán de la cúpula del templo en el momento de alzar. ¡Mezquindades! yo no las puedo sufrir. ¿A propósito ha visto U. el manto que le he regalado a la Virgen? ¡Quinientos soles me ha costado! yo pensaba ponérselo desde el primer día; pero me aconsejan que lo guarde para el día de la fiesta, y le viene muy bien a la Virgen estrenar manto nuevo ese día. Me dicen que U. lo ha aplaudido mucho, de lo que estoy muy satisfecha.

El señor Venturoso no parecía muy complacido con la vanidosa charla de la señora Rubio, y guardaba silencio. Ella continuó: -Y tengo esperanzas de hacer muchas otras cosas más: ya verá U. Todos mis amigos me conocen que soy muy devota de la Virgen y me han ofrecido ir todas lar noches que yo me siente a la mesa, y segura estoy que hasta libras esterlinas veremos lucir en el azafate. Qué vergüenza debe ser lo que le pasó a la señora Margarita L... ¿no le parece señor Venturoso?

-¿Qué cosa? No sé a que aludes.

-¡Cómo! ¿No se acuerda U.? Que el año pasado la primera noche que ella pidió en la mesa no recogió sino dos soles y siete centavos. ¡Ese sí que debe ser chasco pesado1! Desde entonces hemos tomado la medida de comprometer   —31→   a nuestros amigos la noche que nos toca pedir: así que, la que más amigos generosos cuenta, es la que sale más lucida en su limosna.

-¡Triste situación a la que hemos llegado! -exclamó con amargura el señor Venturoso.

-Cierto, muy triste. Los hombres no creen ya en nada, y cuando en los círculos de confianza se habla de religión, hacen chacota y befa de todo.

-¡Desgraciados! ¡No quieren tener ningún freno a sus pasiones!

-La noche pasada me hicieron renegar a mí hasta que los hice callar a todos, enojándome muy seriamente.

-No consientas jamás discusiones religiosas en tus salones, no olvides este consejo mío.

-¿Yo? ¡Vaya! U. no me conoce mi padre, por poco el bastón de Rubio le fue a uno de ellos por la cabeza; ¡con que había de sufrir yo herejías! No se dirá jamás que en la casa de la señora de Rubio se habló mal de los sacerdotes ni de los templos.

-Dios te conserve en su santa gracia.

-Gracias mi padre -contestó ella con aire distraído y nada contrito.

Se cambió de conversación; se habló de lo poco concurridas que son en verano las fiestas de las Iglesias.

Ahora tomarán su fisonomía de Invierno: la emigración de la aristocracia convierte en el Verano los templos en aglomeraciones de chusma, que despiden olor nauseabundo; por esta razón la señora de Rubio no iba en Verano sino a misa.

El señor Venturoso era lo que llamamos un buen sacerdote: moral, ilustrado, cumplidor de su deber, y aunque tal vez en el curso de esta historia no volveremos a encontrarlo; preciso es que conste, que si transigía bondadosamente con las vanidosas prácticas de la religiosidad de la señora de Rubio; era porque comprendía que para corregirla había llegado él demasiado tarde. Largo tiempo fue el confesor de Blanca; hasta que ella le dejó por «ser demasiado severo, y a más el confesor no debe ser amigo de la casa» Blanca buscó un confesor elegante, joven, que comprendiera que una mujer de su clase no puede dejar de asistir escotada a un baile de etiqueta ni dejar de ir al teatro a oír «La Mascotta» y «Boccaccio»



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ArribaAbajo- VII -

-Yo soy una inquilina de la casa de... así decía llorando en presencia de Blanca una infeliz mujer, de enfermizo y demarcado aspecto.

-¡Ah! sí, y hace tres meses que no me paga U.

-Me han arrojado de la casa y han puesto candado a mis habitaciones...

-¿Y qué quiere U. que haga?

-Estoy enferma. Todos los días arrojo sangre por la boca. Tengo tres hijos, soy viuda...

-Es muy triste la situación de U. pero...

-Señora tenga U. compasión de mí -exclamó la mujer con desesperación.

Blanca estaba verdaderamente enternecida, y endulzando el acento de su voz, díjole.

No se aflija U. yo procurare conseguirle un cuarto en un hospicio de pobres.

-¡Ah, señora Dios la bendecirá! ¿Y qué es necesario hacer para merecer ese beneficio?

-Lo primero que necesita U. hacer, es pedirle a su confesor un comprobante con el cual pueda U. acreditar que frecuenta sacramentos y vive bajo la dirección de un padre de espíritu.

La mujer palideció visiblemente.

-¿Es esto indispensable? -preguntó angustiada.

-Si U. no se confiesa ni comulga todos los meses no espere U. de mí protección ninguna.

-¡Ah señora! ¡El confesar y comulgar es un lujo que no podemos darnos los pobres! -exclamó la infeliz con profunda amargura.

-¿Y qué piensa U? Una mujer que no es virtuosa no merece nuestro interés -dijo la señora Rubio con aspereza.

-Yo bien quisiera, señora, confesar y comulgar como lo hacen los ricos y la gente desocupada; pero ¡Dios mío! tengo tres hijos, el menor tiene sólo dos años, mi hija mayor, que es linda, tiene perseguidores que atisban mis salidas para dirigirle seductoras palabras. ¿Quién cuidará de ellos mientras voy yo a la Iglesia?

  —33→  

-¡Oh! entonces renuncie U. a vivir en ningún Hospicio de pobres.

Después de este diálogo, Blanca despidió a la desgraciada mujer, y mirando al reloj levantose precipitadamente diciendo:

-¡Las dos de la tarde! ¡Y la novena de Nuestra Señora de las Lágrimas habrá ya principiado en San Pedro!...

Mientras se vestía apresuradamente hablaba consigo misma:

-Esta gente cree que los ricos tenemos obligación de darles todo. Qué sería de nosotros si a los gastos indispensables, agregáramos el déficit de lo que los pobres no pueden pagarnos. ¡Lucidos quedaríamos! Y yo que en los preparativos para las distribuciones y la gran fiesta del Mes de María, llevo gastados cerca de tres mil soles... ¡Bah, no quiero pensar en esto!...

Y dirigiéndose a Faustina la dijo:

-Apresúrate a vestirme, quiero salir a las dos en punto.

-¿Va la señorita a San Pedro?

-Sí, pero antes iré donde madama Cherí.

-¿Qué vestido quiere U. ponerse?

-Sácame el más oscuro de todos el... ¡ah! Olvidaba que antes debo rezar el rosario que el señor me dio en penitencia; pero... puedo ir rezando y vistiéndome. Reza, Gloria al padre, gloria al Hijo, gloria... Dime; ¿descosiste los encajes de Chantilly de mi vestido color perla?

-Sí señorita aquí están.

-Padre nuestro que estas en los cielos, santificado... Quién creería que en todo Lima no haya encajes más ricos que esos... Venga a nos tu reino... hágase tu voluntad, y tendré que llevar encajes que va me han visto... así en la tierra como en el cielo... Mucho me temo que madama Cherí se guarde parte del encaje... Si tal cosa hiciera la estrangularía, ¡buena estoy yo para robos! Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos. Sácome la mantilla de encajes: ¡Quizá veré a Alcides!... y no nos dejes caer en la tentación más líbranos de... ¡Vaya! estoy tan preocupada que no puedo rezar mi rosario. Lo rezaré en San Pedro.

Al tenor de este rosario eran las devociones de la señora de Rubio.

Ella, tan inteligente, tan viva, tan aguda en los salones   —34→   en materia religiosa cumplía sus prácticas con deplorable ignorancia y risible ligereza.

Verdad es, que importábale muy poco el fondo moral o los elevados principios que pudiera encontrar en su religión; ella se decía devota, por vanidad, por lujo porque de esta suerte encontraba ocasiones de lucir, de ir, de venir, de disipar el hastío que embargaría su espíritu en las horas que no eran de visitas ni de recepciones.

Y luego, había tantas hermandades de las que ella tenía a honra ser la presidenta, y también era protectora de algunos conventos, donde las buenas monjitas, hablaban de la virtud y la religiosidad de la señora de Rubio, con el mismo entusiasmo con que en el Club de la Unión, comentaban los jóvenes elegantes, las coqueterías y los escándalos de Blanca Sol.

También por inspiraciones de su esposa, D. Serafín, llegó a ser muy dado a las prácticas religiosas, del culto externo; y para complacerla, presentábase en las procesiones de Santa Rosa y en las de Corpus, muy peripuesto y currutaco, llevando el Gion o algún estandarte de cofradía.

Los jóvenes que se precian de liberales, lo miraban con desprecio, endilgándole algunas sátiras burlescas, con las que herían, no las creencias religiosas de D. Serafín; pero si algo más delicado y también más sagrado: su honor y el de su esposa.

Y aunque muy poco se cuidaba ella de la opinión pública, estaba bien lejos de imaginarse, que sus alardes y ostentaciones religiosas, eran nada más que oportunidades para que la maledicencia la hiriera.

Y por lo mismo que esta devoción casi inconsciente y poco moralizadora, influye débilmente en el corazón de la mujer; no nos ocuparemos de ella sino accidentalmente, como cosa superficial y sin importancia alguna en la vida de la señora de Rubio.

Asistir a un baile con el mismo entusiasmo que a una fiesta religiosa; instituirse presidenta y colectora de una obra de caridad u organizadora de un baile de fantasía; eran todas cosas que ella miraba por una sola faz, ésta era la de la vanidad.

Dejáremos, pues, a Blanca dada al misticismo vanidoso de la mujer mundana, con el mismo fervor que a los devaneos de sus locas coqueterías.



  —35→  

ArribaAbajo- VIII -

Un día ocurriole a Blanca meditar sobre que D. Serafín desempeñaba papel demasiado insignificante y azás oscuro, al lado de los altos personajes y eminentes magistrados con quienes diariamente rolaba, sintiendo reflejarse en ella, la pequeñez de su esposo.

-Y ¿por qué mi marido no ha de ser como cualquiera de ellos? -se dijo a sí misma, con esa su antojadiza voluntad, que ella acostumbraba imponer no sólo a las personas, sino también a los acontecimientos.

Estaba cansada de oír llamarle señor Rubio, limpio y pelado, ni más ni menos que el primer quidam que se presentara, en tanto que a su lado se pavoneaban Ministros, Vocales, Generales... ¡Vaya! ¡Qué desgracia vivir en República, que de otra suerte ella había de ser Condesa, Duquesa, o algo mejor. Ser la esposa de D. Serafín, de un don nadie, que en sociedad valía tanto como el primero que llegaba a su casa!... ¿Qué importaban sus propios méritos y valimientos, si llegada cierta situación, era fuerza cederle el puesto de preferencia a la esposa del Ministro, del Presidente, o a otra que ocupara rango más elevado en sociedad?

Su orgullo, su vanidad de reina de los salones, sentíanse lastimados y ese día ella resolvió con enérgica resolución que D. Serafín sería Ministro de... Aquí llegó el punto difícil de resolver, atendidas las aptitudes de su esposo.

A pesar de sus extravagancias, sus fantasías y caprichos; Blanca poseía el criterio necesario para valorizar los méritos y cualidades de su amoroso esposo, y si como tal, le reconocía altas cualidades, no se le ocultaba que éstas eran nulas ocupando la curul ministerial.

Pero ¿sería acaso D. Serafín el primer Ministro que brillara por ausencia intelectual y carencia de aptitudes políticas? ¡Bah! él sería Ministro y ya vería como se las había de componer.

Una hora después Blanca, decíale al pacífico D. Serafín, con tono cariñoso muy pocas veces usado:

-Mira Rubio, tengo un gran proyecto.

-Cuál -preguntó él, algo alarmado, comprendiendo   —36→   que los grandes proyectos de su esposa, iban siempre dirigidos contra sus caudales.

-Quiero que tu seas Ministro.

-¿Ministro yo? -observó él asombrado y casi espantado por tal ocurrencia.

-Sí, tú, ¿y por qué no? ¿Vales tú acaso menos que otros muchos que lo han sido?

-Déjate de proyectos disparatados -dijo él desechando la idea de su esposa.

-Pues te aseguro que no desistiré de mi proyecto y que tú serás Ministro muy pronto.

¿Te imaginas, acaso, poder mandar hacer Ministros con la misma facilidad con que mandas hacer vestidos donde tu modista? dijo D. Serafín riendo.

-¿Y que dirás cuando seas Ministro por mi voluntad y mis influencias?

-¿Cuentas tal vez con influencias para mí desconocidas? -preguntó él sin poder ocultar sus celosos temores.

-¡Bah! ¿Cuándo he querido yo algo y no lo he conseguido?

-Desiste de tus descabellados proyectos, ellos no harían más que perjudicarme si se realizaran.

-No comprendo... observó Blanca.

-Sí, indudablemente, un Ministerio me absorbería tiempo y atenciones necesarias a mis intereses los que, día a día van menoscabándose con espantosa rapidez.

-Déjate de cálculos mezquinos; un Ministerio puede enriquecerte como a muchos otros.

Y Blanca sin desistir un momento de su idea, prometiose a sí misma, que su esposo sería Ministro, o cosa semejante con o sin su gusto.

Pensando y meditando concluyó por dilucidar cuál Ministerio cuadraba mejor con las aptitudes y disposiciones de D. Serafín; Blanca no trepidó en decidirse por el de Justicia. Pero aquí se presentó otra dificultad casi insalvable. Para que D. Serafín llegara a este puesto designado por ella; era necesario que cayera el actual Ministro, y no podía caer estando en buen predicamento con el Jefe del Estado sino por un cambio total de todo el Ministerio, quizá un conflicto entre los Ministros y las Cámaras que a la sazón funcionaban. Era preciso conmover las cumbres del poder y dar lugar a que surgieran dificultades,   —37→   cuyo resultado fuera la renuncia de todo el Ministerio... Un trastorno, un conflicto en la alta política...

Pues todo esto sucedió, sin más causa sin más motor, que la voluntad y el querer de Blanca Sol.

Un mes solamente hacía, desde el día que Blanca se propuso realizar el raro capricho de ser esposa de Ministro, cuando un día D. Serafín, muy lejos de esperar tal sorpresa, encontrose sin más ni más con su nombramiento entre las manos.

¿Cómo realizó su atrevido y valiente proyecto?

Bien quisiera entrar en detalles, no fuera más que para poner en relieve, mejor que en otra ocasión, el carácter de la señora de Rubio; pero con gran pena desisto de este intento, en el temor de extraviarme en el intrincado dédalo de la política, de la que con cuidado y estudiosamente debo huir.

Que la belleza, el amor, la amistad, desempeñaron su cometido; en esa danza macabra de las influencias políticas, lo comprenderán mejor que otros los lectores peruanos. Como en la legión de adoradores y esperanzados, que rodeaban a la señora de Rubio, habían diputados, senadores, ministros, jueces, periodistas, y todos estos poderosos fueron otros tantos elementos que ella muy astutamente puso en juego para conseguir que a D. Serafín lo consideraran, insinuándolo como ministro posible primero, como ministro probable en seguida, y como ministro verdadero al fin, el juego de influencias y empeños fue maestramente desempeñado.

En puridad de verdad, diré que el señor Rubio desempeñó el Ministerio, con plausible honradez, con juicio recto y hasta con innovaciones provechosas en el ramo de su gobierno, captándose la admiración, no sólo de sus amigos, sino aun de los que en el primer momento, miraron su nombramiento con indignación y desprecio, considerándole hechura de faldas, según el decir de las lenguaraces.

D. Serafín, preciso es que conste, era todo un caballero, limpio de manchas y muy delicado en su proceder.

En esta circunstancia, como en otras muchas de su vida, sus honradas intenciones, suplieron la escasez de su inteligencia.

  —38→  

Desgraciadamente, las ambiciones de Blanca no se detuvieron aquí, y cuando vio que D. Serafín desempeñó el Ministerio con el aplauso general de sus amigos, y hasta mereciendo que algunos periódicos le endilgaran calificativos tan honrosos como el de estadista, hombre público y demás palabritas de cajón, con las que suelen adular los periódicos gobiernistas a sus cofrades, cuando vio todo esto, aspiró a algo más, y meditó en que D. Serafín bien podría llegar a ocupar puesto más alto. Vocal de la Corte Suprema o Presidente de la República.

-Y ¿por qué no? -se decía a sí misma-. ¿Si tantos otros tan ineptos como mi marido y además pícaros, han llegado hasta la silla presidencial por qué él que es un caballero y muy honrado, (y esta palabra la acentuaba como si esa fuera entre nosotros cualidad extraordinaria) no ha de llegar allá?

Luego pensó que en el Perú, todas las anomalías son, en el terreno de la política, hechos ordinarios.

Hasta es posible -decía- que aquí se le de la Presidencia de la República, en tiempo de guerra a un seminarista fanático y en tiempo de paz a un soldado valiente. (Cualquiera diría que desde aquella época la señora de Rubio adivinaba lo que había de acontecernos.)

Pues si todas las anomalías han de realizarse en el Perú, ella pondría en práctica una que no seria de las mayores, y esta no sería otra, que ver a D. Serafín, llevando la banda presidencial de la República. Y sus vanidosas ambiciones sentíanse hondamente halagadas con tan bella ilusión, y ya imaginábase verse entrando triunfalmente al vetusto palacio de Gobierno en compañía de D. Serafín (al pensar en esta compañía, hacía ella un mohín de disgusto).

Por aquella época no muy lejana a la nuestra, era más difícil que hoy, llegar al alto puesto que Blanca le designaba a su esposo.

Para desempeñar la Vocalía de la Suprema, Blanca tenía en cuenta que su esposo era doctor en Leyes. El padre de D. Serafín obligolo a estudiar los códigos, asegurándole que allí se conocen los subterfugios y las tretas de que se valen los pícaros y trampistas.

Y mientras ella acariciaba locamente estos proyectos,   —39→   la envidia de las mujeres, y la maledicencia de los hombres, formando a su alrededor como un círculo de hierro, iban estrechándola más y más.

Anécdotas y chascarrillos sin fin, amenizaban las desocupadas horas de los que llegaron a conocer sus pretensiones de llevar a su esposo a la Presidencia de la República.

D. Serafín el intachable Ministro, el cumplido caballero era el blanco de las sátiras de los maldicientes y desocupados.

No salía mejor librado el honor de la señora de Rubio, en esta cruzada contra sus ambiciosas pretensiones. Los unos dábanle por amantes altos personajes de la escala política de aquella época, con cuyo apoyo contaba para realizar sus descabellados planes: otros decían que Alcides Lescanti, un joven a la moda, conocido por ser del número de sus adoradores, era el dueño de tan codiciado tesoro.

Así, pues, la maledicencia que se ensañaba contra la reputación de la señora de Rubio, era el resultado, fatal e inexplicable, no de sus verdaderas faltas e infidelidades, sino más bien, de su despreocupación, y atrevida desenvoltura para cuidarse del qué dirán: esa mano invisible de la opinión pública, que tantas veces hiere, ciega y estúpidamente.

No faltaba quien buscara y hallara, saltantes y semejanzas entre sus hijos y sus supuestos amantes. ¡Y por entonces ella tenía ya seis hijos! Uno por barba -decían- ¡Mentira! Los hijos de Blanca, por desgracia de ellos, eran extraordinariamente parecidos a D. Serafín, es decir, eran feos, trigueños y regordetes.

¿Sería esta la causa por qué, Blanca, era madre tan poco cariñosa para ellos?




ArribaAbajo- IX -

Alcides Lescanti, como su apellido lo demuestra, llevaba en sus venas sangre italiana, sin dejar por esto de ser tipo esencialmente americano.

El padre de Alcides, fue uno de los muchos italianos, que han arribado a nuestras playas, sin más elementos de   —40→   fortuna, que sus hábitos de trabajo, su excesiva frugalidad, y su extraordinaria economía.

Sus primeros trabajos, los hizo en uno de los asientos mineros del Cerro de Pasco. Allí contrajo matrimonio con una de esas jóvenes, que si confiesan llevar sangre indígena, es por que pueden probar, que fue la mismísima que circuló por las venas del gran Huaina-Capac.

Cansado de la vida de peón minero, que le cupo llevar en el Cerro de Pasco, dirigiose a Lima, para explotar la más rica mina, que por antítesis han hallado en el Perú, los hijos de la artística Italia; las pulperías.

La Nación modelo, la maestra inimitable de las bellas artes, donde los pintores, los músicos, los escultores, son hoy todavía, como en la antigua Grecia, los modelos perfectos del arte; está no sabemos por qué, representada en el Perú por la inmensa mayoría de italianos pulperos, que viven entre la manteca, el petróleo y otros malolientes objetos, que forman el conjunto de su comercio.

En honor de la verdad y de nuestras liberales costumbres, diremos, que, a pesar de este pasado azás, prosaico, todos damos buena acogida a los que, debido a su honradez y su constancia en el trabajo, hanse levantado desde la condición de míseros pulperos o buhoneros, hasta la de grandes señores, no solamente de nuestra elegante sociedad, sino también de la aristocrática sociedad de su patria, donde han necesitado un título comprado, para tener derecho de rolar con las clases nobles: derecho que nosotros les concedemos, sin más título que su honradez y su fortuna.

Cuando Alcides vino del Cerro de Pasco a Lima, en compañía de su padre, contaba ya doce años; de aquí pasó a estudiar a un colegio de París, donde como la mayor parte de los jóvenes, enviados a Europa, estudió poco y mal.

A la muerte del padre de familia, Alcides como hijo primogénito, se vio en la dura necesidad de suspender sus estudios, para venir a manejar la inmensa fortuna del gnore Lescanti. Aquí optó por seguir la carrera de abogado, que le facilitaría el manejo de los complicados negocios en que giraba la casa de Lescanti y C.ª

Este nacimiento y esta educación dieron al joven Alcides, el sello que sólo poseen esas organizaciones vigorosas,   —41→   que han debido la vida en medio de una naturaleza pródiga de todos los elementos que la fortifican y vigorizan.

Su color moreno, parecía teñido con los abrasadores rayos del sol americano, y sus ojos de un negro profundo; diríase que retrataban las abruptas montañas que cobijaron su cuna.

Su carácter bien acentuado, manifestaba la mezcla felicísima del italiano con el americano del Sur.

La pasión arrebatada del romano y el sentimentalismo idealista del hombre nacido en estos templados climas, disputábanse en dulce consorcio, el dominio de su alma.

Era franco, expansivo, afectuoso, pero llegada la ocasión, sabía también ser astuto, mañoso, llevando la sutileza de sus ardides, hasta un extremo que no era dable suponer.

En el momento que lo presentamos, frisaba gallardamente en sus treinta y cinco años, y ya algunas hebras de plata, brillaban sobre su frente.

De apuesta figura, y disponiendo de inmensa fortuna; fácil es comprender, que Alcides bebiera a grandes tragos, en la copa que Venus brinda a los favorecidos de la fortuna.

No obstante, había llegado a sus treinta y cinco años, con el corazón lleno de bríos y el alma llena de ilusiones.

Es que, en su papel de cazador de alto rango, jamás descendió a las esferas sociales en las que el hombre se pierde entre zarzales y se hunde en los pantanos, dejando allí, las más bellas ilusiones de su alma, los más nobles sentimientos de su corazón y toda la fuerza viril de en cuerpo.

A los treinta años, Alcides Lescanti se había batido con dos maridos celosos -por celos injustos- decía él riendo, aludiendo sin duda a que, de los dos amantes, él era el que menos había amado; pero si un hombre tiene derecho a matar al que le roba el amor de su esposa, esos maridos debieron matar al joven Lescanti.

A los treinta años, había desdeñado a dos niñas hermosas, la primera por encontrarla demasiado vulgar, demasiado prosaica, e incapaz de levantarse a las elevadas regiones donde él comprendía que debían vivir los enamorados;   —42→   a la segunda, porque sabía hablarle muy bien de finanzas y muy mal de ilusiones.

Algunas veces riendo, solía decir, que en los jardines sociales, él sólo cazaba aves canoras de lindo plumaje, sin descender jamás, donde sólo descienden cazadores de baja ralea, en pos de animales inmundos, que se alimentan de las putrefacciones sociales.

Alcides era, lo que podríamos llamar un epicúreo perfeccionado, con todos los refinamientos y exigencias del epicúreo, unidas al más elevado sentimentalismo.

Un goloso del amor, que quería alimentarse con manjares escogidos.

De todos los discípulos de Epicuro, esta secta es la más peligrosa para los maridos.

Con el triple atractivo de su hermosa figura, su gran fortuna y su bello carácter; había sido por largo tiempo el León de la mejor sociedad limeña.

Sin embargo, de poco tiempo a esa parte, sin que nadie pudiera explicarse la causa, veíasele, retirarse aislandose cada día más, como si alguna profunda pena, le trajera contrariado y abatido.

Una sola casa, frecuentó desde entonces con asiduo empeño: esta era la de Blanca.

Sus amigos creyendo columbrar los primeros síntomas de una gran pasión, que veían crecer con alarmantes proporciones; mucho más alarmantes, para los que conocían el corazón de la señora Rubio, poco sensible al amor, y siempre inclinada a la más irritante volubilidad; sus amigos, aconsejábanle que huyera prudentemente, de ésta, que ellos temían pudiera convertirse en inmensa pasión, y a la que él no quería dar más importancia, que uno de los muchos amoríos que amenizaban su vida.

Algunas veces solía decirles:

-No os alarméis, amigos míos, estoy acostumbrado a domar muchos caballos bravos y muchas mujeres coquetas.

Entre las bellas cualidades que adornaban al joven Lescanti, y que todos, amigos y enemigos le reconocían, siendo éstas sin duda las que le daban faz simpática a los ojos del sexo débil, mencionaremos su patriotismo y su valor. Y estas cualidades que tanto apasionan a las mujeres, eran en él como la aureola de su personalidad, por otros títulos ya muy estimables.

  —43→  

Alcides había desempeñado altos y honrosos puestos, como la Alcaldía de la Municipalidad de Lima y la dirección de la Sociedad de Beneficencia, alcanzando siempre el aplauso de propios y extraños, por su honrado comportamiento.

Apoyado en tan meritorios antecedentes, él acariciaba secretamente, la halagadora esperanza de subir muy alto, el día que lanzara su candidatura en la arena política para conquistar el primer puesto en la magistratura del Estado.

Estas pretensiones adivinadas, y para todos mal encubiertas le trajeron la censura, y más de una vez, el odio de sus émulos y enemigos.

Alcides dejaba correr su rumbo a los acontecimientos, juzgando con atinado juicio, que aún no era llegada la época de emprender luchas y sostener batallas en el terreno demasiado candente de la política activa.

Mientras llegaba ese día, demasiado lejano para sus ambiciones, se daba en cuerpo y alma a la vida galante y de sociedad; quizá también pensando, que en el Perú los hombres que se conquistan las simpatías y el amor de las mujeres, son los que más probabilidades cuentan de subir muy alto.

Esta manera de ser de Alcides, era causa de que su natural inteligencia, fuese juzgada por extremada torpeza y su versación en sociedad, no alcanzara a ocultar su carencia de ilustración. De aquí, la censura apasionada que lo desposeía hasta de sus propios y altísimos méritos.

Respecto a los demás pormenores de la vida de nuestro héroe; diremos, que su fortuna administrada con discreción y talento, había crecido inmensamente, duplicándose la herencia recibida de su padre.

Entre las acciones generosas de Alcides, una le caracteriza poniendo en relieve el lado noble de su alma.

Muerto su padre, un hijo natural, quedó privado de su herencia por falta de requisitos legales. Alcides prohijó a en hermano, y le reconoció la parte de herencia que la ley lo acordaba.

Estas cualidades de Alcides, contribuyeron, sin duda para que todos en la sociedad que él frecuentaba, olvidaran su pasado, y nadie recordara jamás al peón minero que en su metamorfosis de gran comerciante, después de pasar por el transitorio estado de mísero pulpero; había   —44→   fundado una familia a cuya cabeza se hallaba Alcides, el patriota abnegado y ciudadano honrado, a quien estimaban tanto sus amigos, lo adulaban los periódicos, lo mimaban las mujeres, y perseguíanlo las mamás con hijas casaderas.

Alcides contaba muchos amigos: entre éstos uno manifestaba grande empeño en llegar a ser amigo preferido de Alcides Lescanti; este era Luciano R. a quien daremos a conocer, no tanto por el importante papel que desempeña, cuanto por ser un tipo social digno de conocerse, y además era amigo de Blanca.




ArribaAbajo- X -

¡Las recepciones de Blanca Sol! ¡Los salones aristocráticos de la mujer de moda! El palenque del lujo de la elegancia, donde se realizaban las justas de la belleza y de las gracias, que acreditaban el buen nombre de sus convidados... ¿Quién no desearía, quién no ambicionaría como grande honor, como singular distinción, ser del número de los elegidos, de los favorecidos con sus invitaciones y su amistad?...

Decían que Blanca gustaba reunir en sus salones a las jóvenes bonitas y a las señoras hermosas, y que manifestaba disgusto, cuando se veía obligada a invitar a alguna fea.

Una mujer fea le producía a ella el mismo efecto que una obra de arte imperfectamente trabajada.

Y luego las feas no tienen piquines y la señora de la casa se ve obligada a cuidar de que las hagan bailar. Encontraba altamente ofensivo a la dignidad de su sexo, el verse obligada a dirigirse donde un caballero, para con toda la gracia y desenfado que ella usaba, decirle: -Saque Ud. a bailar a Fulanita, que hace tres bailes que me la han dejado, y está comiendo un pavo horrible. Y para desempavarla, el caballero en cuestión, hacía bailar a la aludida. Por evitarse estos desagradables compromisos, invitaba mayor número de caballeros que de señoras.

Jamás ella conoció esas rivalidades mezquinas de mujeres vulgares, que han menester rodearse de lo pequeño y lo feo para erguirse ellas mejor. No necesitaba de este astuto recurso, en su conducta había siempre cierta nobleza y gallardía, jamás desmentidas.

  —45→  

Ella en medio de las beldades que llenaban sus lujosos salones, se destacaba como destacaría el Sol en un cielo poblado de estrellas.

Blanca era alta de esa estatura que diz que hacía distinguir a Diana entre otras ninfas. La morbidez de sus carnes, había llegado solo al punto en que se redondean los contornos y se suavizan las líneas; muy distante de la excesiva gordura, que en estos climas meridionales suele ser el escollo de la esbeltez y la elegancia de las señoras casadas.

Sus rubios cabellos, y sus negras cejas, formaban el más seductor contraste, que el tipo de la mujer americana puede presentar. No era el rubio desteñido de la raza sajona, sino más bien, el rubio ambarino, que revela el cruzamiento de dos razas de tipo perfecto.

Su cutis moreno, y ligeramente sonrosado, tenía la delicadez aterciopelada de la mujer de complexión sana, que posee la belleza que le dan los glóbulos rojos henchidos de hierro que circulan por sus venas.

La nariz delgada y algo levantada, y la boca de labios muy finos, eran indicio de su energía de carácter.

Esta particularidad del cabello rubio y la cutis trigueña, dábale sello de originalidad, aun entre las mujeres limeñas, donde con más frecuencia se ve este raro contraste. De ordinario su graciosa boca de correctas líneas, estaba por sardónica sonrisa entreabierta, cual si pretendiera lucir blanquísimos y agudos dientes, que parecían manifestar, que al salir de las palabras de su boca, tanto podían herir como halagar.

Para un fisonomista, Blanca hubiera pasado por la mujer esencialmente voluptuosa.

En su mirada incisiva, penetrante, llena de relámpagos y en su manera de gesticular siempre vehemente y apasionada, creeríase encontrar el tipo de la gran cocotte parisiense, más bien que el tipo de la gran señora limeña.

Sus modales, aunque no eran delicados, tampoco podían llamarse groseros, ni menos vulgares. En toda su manera de ser, se traducía ese que se me da a mí de la mujer que en sociedad es engreída y adulada.

La ocurrencia que asistía a las tertulias de la señora Rubio, sino lo más linajudo de la aristocracia, era lo más encumbrado de la sociedad limeña.

  —46→  

Ministros extranjeros y Ministros de Estado, la aristocracia del dinero y la aristocracia del éxito, oportunistas sociales: mujeres a la moda, más o menos separadas de sus maridos; jóvenes solteras de las que esperan asegurar bailando el porvenir; tales eran los concurrentes a estas recepciones semanales.

Cuando el baile era de gran fuste. Blanca invitaba a los cronistas de los periódicos, y ellos cumpliendo su cometido, no dejaban sin mencionar ni el vestido que llevaba Faustina, la doncella de la casa.

-Qué sería de nuestros salones si no hubieran escritores y periódicos: los ricos deben tener el talento de saber lucir su riqueza, y los pobres el de saberla describir, solía decir ella, mirando desdeñosamente a algunos de esos emisarios de su fama.

En esta ocasión, aunque sin grandes invitaciones, la afluencia de concurrentes, daba aspecto de gran baile a esta recepción semanal.

Aquella noche, Blanca vestía sencillamente. Cuando la señora de la casa -decía ella- se presenta luciendo el más rico vestido; manifiesta ser una cursi, que aprovecha las ocasiones poco frecuentes para esa clase de gentes de lucir joyas y vestidos. Y luego, como en su casa había competencias y emulaciones, entre las señoras, justo era quitar todo estímulo.

A las once dio principio el baile. Esta es la hora en que los hombres se agrupan para hablar de política, las mamás para hablar de las cualidades revelantes de sus hijas y las niñas que no bailan, para disertar sobre modas y vestidos.

Al decir de los amigos de la casa allí, estaba reunido la crema de la crema limeña. No debiera ser muy exacta esta afirmación, cuando al pasar la señora N. por delante de uno de los grupos de jóvenes que charlaban, reían y más que todo cortaban, uno de ellos dijo:

-He aquí una mujer que no debería estar en nuestra sociedad.

-Calle U. si es la esposa del Señor...

Lo sé, un hombre que no tiene más méritos que sus respetables ochenta años.

-¿Y de ella que dice U?

Que es una Magdalena con todas las culpas de ésta;   —47→   pero sin haber llegado al periodo del arrepentimiento.

-Se ha fijado U. en los brillantes que lleva.

-Si veo que brillan más que sus ojos, lo que prueba que los brillantes son de primera agua y los ojos de cuarenta y cinco años.

-Por lo que infiero, U. en caso de poder elegir entre robarle los ojos o los brillantes elegiría...

-Los brillantes sin trepidar.

Pocos días más tarde, este diálogo le fue referido a Blanca, por los amigos, agregando, que un joven que felizmente no era limeño, había manifestado con su conducta el mismo gusto que ellos, pudiendo robarle a la señora N. los ojos junto con el corazón, había preferido robarle los brillantes.

Blanca rió con su alegre y satírica risa y luego dijo:

-La señora N. es una Mesalina vestida de gran señora, ya verán ustedes como el día menos pensado la echo de mi casa a sombrillazos.

Sus amigos rieron y festejaron la broma, sin que a ninguno le quedara duda, de que Blanca cumpliría su palabra de echar de su casa a la señora N. a sombrillazos.

Generalmente censuraba a la señora Rubio de ser atrevidamente libre en sus acciones, y temerariamente franca en sus palabras; pero si bien es cierto, que estos defectos causaban estupendos daños a sus amigos, no siempre la injusticia ni la malevolencia eran móviles de sus acciones.

Echar a la señora N. de la casa; por supuesto si era mujer cínica y al concepto de sus amigos indigna de rolar con la gente de la buena sociedad. La señora N. tenía además pasiones groseras y apetitos desenfrenados que le producían antipatías invencibles, y Blanca que se entusiasmaba con lo bueno como los niños con los juguetes, sin darse más cuenta, que lo bueno le gustaba más que lo malo, sentía repugnancia por la señora N., por la Mesalina a la cual se aprestaba a arrojar de sus salones sino a sombrillazos, como muy graciosamente decía, cuando menos a abanicazos, como ella era muy capaz de ejecutarlo.

El grupo de jóvenes continuó comentando y criticando, como suele suceder en los salones, donde más de   —48→   una vez, la maledicencia se cierne sobre las cabezas de los que alegremente se entregan a sus expansiones.

-¡Silencio! allí viene la señora H... ¡Siempre hermosa y lujosísima!

-¡Calle! yo conozco ese vestido ¡hombre! Si es el que yo compré de donde R. y se lo regalé a...

-Tu adorada Dulcinea, la conozco.

-Sí, a quien yo pago con vestidos todo lo que ella me da en amor.

-Quizá te equivocas hijo, no seas tan ligero, hay tantos vestidos semejantes, que bien puede suceder que este fuera igual al que tú compraste para M.

-Es que hay una coincidencia. Mientras estábamos hoy juntos, sorprendí esta esquelita que dice así:

«Esta noche debo asistir a la tertulia de Blanca Sol, y, como allá, todas van lujosísimas y además hay tanta competencia para llevar vestido estrenado; te suplico me prestes tu vestido, el que te regaló H. y que me dijiste que no te lo pondrías por temor de que tu marido sospechara algo de su procedencia. Dispensa hijita la franqueza, que si el vestido se mancha yo te lo pagaré».

El joven después de guardar a esquela que acababa de leer agregó:

Así es el lujo de algunas señoras, que llevan vestidos como éste, que cuesta doscientos soles, cuando la renta del marido no es sino de ochenta soles mensuales.

-Y dígame U. -dijo uno- si esa señora hubiera venido pobremente vestida, con su traje de percal, que es lo que buenamente podría llevar, cree U. que todos esos que en este momento le doblan la espina dorsal, más que a sus méritos personales, a su elegante toilette ¿cree U. se acercarían siquiera donde ella?

-¡Phist! eso es cierto; pero...

-Amigo mío: nosotros rendimos homenaje más que a las virtudes, al lujo de las mujeres, y luego queremos que no sacrifiquen la virtud para alcanzar el lujo.

-Vaya que razona U. como todo un moralista.

-Le diré más: hace pocos días que la señora O. que como U. sabe es esposa de un agente en el Callao, y en cuyo escritorio podría poner un rótulo que con toda propiedad dijera: Ageneia de Contrabandos me decía: -Ustedes nos estiman por los trapos más que por los méritos:   —49→   hasta en la calle el saludo que nos dirigen está en relación con nuestro vestido: cariñoso, entusiasta, si el vestido es rico y el sombrero flamante; frío y casi obligado si vamos con nuestra manta sencilla y nuestro vestido negro, y ¿quieren ustedes que las mujeres no exijamos a nuestros maridos dinero en lugar de honradez...?

-He aquí un tema que se prestaría para escribir un libro entero de moral social.

-¡Cuidado! allí viene Blanca Sol.

-Y ¿qué me dice U. de esta belleza soberana?

-Digo que el día menos pensado, vamos a ver a un alcornoque Rubio llevando la banda presidencial del Perú.

-¡Calle, no moje hombre!

-Acuerdese U. de lo que yo le digo.

-Piensa U. acaso que los peruanos estamos condenados como los hijos de la maldita Babilonia a llorar eternamente nuestra desgracia.

-A llorarla cada día mayor.

-Pero amigo mío ¿qué datos tiene U. para creer en tales despropósitos?...

-¡Pues qué! no sabe U. que Blanca Sol es... Y acercándose al oído de su interlocutor, dijo algunas palabras que los demás no alcanzaron a oír.

En este punto se interrumpió la charla murmuradora de este grupo. Acababan de llegar otros altos personajes a los que fue necesario cederles el asiento.

Entre los concurrentes al baile, habían muchos de esos jovencitos que en los salones desempeñan el papel de enamorados perpetuos, y creen que en calidad de tales, deben rendir su corazón a los pies de las mujeres como Blanca.

Cuántos de esos son como ciertos fanáticos; se arrodillan a los pies de un santo, sin esperanza de alcanzar el milagro.

Desde que Blanca conquistó el codiciado puesto de mujer a la moda, diríase que sus atractivos se habían aumentado, su inteligencia había crecido, llegando el prestigio de su nombre a tal y tanta altura, que ninguna otra hubiérase atrevido a disputarlo la preeminencia.

Casi todos los concurrentes a sus tertulias eran pues, poco o mucho, algo enamorados de ella; pero como esos espadachines que manejan diestramente las armas, Blanca   —50→   se batía con todos, sin que ninguno pudiera decirle la palabra convencional touché conque se designa al vencido.

Cuando la lucha tomaba el ardor de la pasión, o el tono sentimental del amor; se batía defendiéndose, hasta que acudía a lo que, en ella, era supremo recurso: la risa y el sarcasmo; esos dos congeladores del amor, que cuando no lo hielan, paralizan por el momento su ardor.

En medio de esta atmósfera cálida y saturada de perfumes, y si es posible la metáfora, diremos también de pasiones; allí Blanca respiraba a pleno pulmón, y parecía vivir en el elemento que necesitaba su alma.

Alcides Lescanti uno de los más seriamente enamorados de Blanca, y por consiguiente el más cruelmente herido con sus coqueterías; después de algunas estocadas dadas en falso habíale dicho.

-Blanca, para las mujeres como U. debería la sociedad levantar un presidio, en que se les condenara a cadena perpetua, o lo que para ellas sería lo mismo, a amor perpetuo.

-¡Amor perpetuo! -repitió ella- he aquí una palabra que yo sólo comprendería en galeras.

Y Blanca díjole a Alcides, que si al amor lo pintaban niño y con alas, era por ser esencialmente voluble y ligero, estando siempre dispuesto a cambiar y a huir.

En vano quiso Alcides dirigirle apasionada declaración, la cual, como de buen abogado, hubierala principiado en toda forma de ley, concluyendo con por ser de justicia...

Blanca era para él, algo como una golondrina, que cuando creía tenerla mejor asida, escapábasele de las manos, dejándole siempre la esperanza de cogerla de nuevo.

Y mientras ella jugaba al amor, D. Serafín jugaba a las cartas, aunque siempre disgustado y horriblemente contrariado, pensando que su esposa estaría bailando y coqueteando con sus numerosos adoradores.

¡Ah! cuánto daría él por saborear tranquilamente la vida íntima del padre de familia, rodeado tan sólo de sus hijos y de su esposa.

¡Sus hijos! Algunas veces en medio del regocijo general de una fiesta, sentía que le daban ganas de llorar; se acordaba de ellos entregados a manos mercenarias que nunca pueden reemplazar los cuidados de la madre.

Pero ¡qué hacer! La sociedad tiene exigencias ineludibles,   —51→   y él que había tenido la dicha de ser el esposo de una mujer de tan alta posición social, se veía condenado a sufrir resignadamente este eterno martirio de ver que antes que esposa o madre, Blanca debía ser gran señora.

De estas sus crueles angustias desahogábase sólo con la madre de Blanca, con su suegra, la que siempre fue para él la más cariñosa mamá; pero lejos de hallar consuelo, o esperanza de mejoría, la aristocrática señora, hundía en el corazón del amoroso esposo más profundamente el dardo que lo hería.

¡Pues qué! ¿cómo era posible que Blanca fuera madre de sus hijos? Las personas de su elevada posición social, se deben a la sociedad antes que a la familia; ella también en su matrimonio había sufrido grandes pesares, no tanto por los vicios de su esposo, cuanto por sostener su rango en sociedad.

Y luego pasaba a referirle cómo había perdido varios hijos, no por otra causa, que por verse obligada a dejarlos muchas veces enfermos, entregados al cuidado de las criadas, la peor ralea que hay en el mundo.

¡Oh! las personas de nuestra condición somos víctimas de nuestros deberes sociales -exclamaba muy amargamente la orgullosa madre de Blanca.

D. Serafín suspiraba con honda tristeza, sin resignarse jamás con los poco razonables argumentos de su aristocrática suegra.




ArribaAbajo- XI -

Si el gran D'Orbguy, hubiera conocido a ciertos jovencitos de la sociedad limeña, su grande obra sobre las razas de la América meridional, no sólo se hubiera consagrado al estudio del hombre oriundos de América, sino también a la decadencia de la raza blanca del Perú, en la que, el raquitismo del cuerpo, va produciendo mayor raquitismo del espíritu. Empero hoy son ya pocos estos casos, y ya se piensa en que es posible corregir esta imperfección, resultado de incompleta y viciosa educación.

¡Ah! ¡si las mujeres comprendieran cuánto influye la madre en la constitución física y moral del hombre; ellas solas podrían cambiar la faz de las naciones!

Luciano R era uno de esos jóvenes: su cuerpo endeble,   —52→   su afeminada expresión, y su acicalado vestido, aveníanse a maravilla con el amaneramiento de sus modales y lo estudiado de su lenguaje. Usaba corbatas de formas extravagantes y colores abigarrados, los que no se iban en zaga con los de chalecos y pantalones.

Deprimir a los hombres y adular a las mujeres, era uno de los más grandes recursos que ponía él muy sabiamente en juego para ocultar la deficiencia de sus propios méritos. Comprendía que la escasez de su inteligencia lo condenaba a triste figura entre los hombres, y esperaba erguirse mejor, entre el vulgo de las mujeres.

Donde quiera que se rendía culto a la vanidad, al dinero, y a todo lo que en sociedad, sin méritos reales, brilla con el fulgor que le prestan los que componen el público; ese público veleidoso, ligero que se apasiona de lo superfluo, como es la moda, de lo fascinador como es el brillo de los salones; allí estaba él, como el favorito, no de los hombres de talento, ni de las mujeres de mérito, sino de toda esa multitud que forma número en sociedad.

Blanca trataba a Luciano con esa familiaridad con que las mujeres de gran tacto social tratan a los que, demasiados pequeños para llamarlos amigos o enemigos los colocan en el número de los indiferentes. Luciano para Blanca no era más que un indiferente.

No obstante en el público decíase, que en el banquete de las concesiones, la señora del Ministro, había servido profusamente a sus adoradores y amantes, y entre estos estaba Luciano. Y en prueba de esta aserción, citábase ciertas concesiones alcanzadas en negociados en los que él aparecía de testa.

De esta suerte la voz pública repitiendo una impostura, concluyó por hacer ascender a Luciano de adorador a verdadero amante de la señora Rubio.

Ella miraba con desprecio a Luciano, al que sólo aceptaba en su casa como un porta-noticias, que necesitaba para amenizar su vida; él, por su parte, contribuía a confirmar esas calumnias, y con toda la ruindad de sus intenciones, llevaba su perfidia hasta decir que Blanca, le recibía en traje de mañana y en su dormitorio.

Era asiduo y constante parroquiano de todos los establecimientos públicos, frecuentados por la juventud elegante y alegre, donde, con daño de la salud y mengua de   —53→   la buena digestión, se venden con nombres de aperitivos, brebajes, que no abren el apetito, y si enferman el estómago, y a más, van generalizando el horrible vicio de la embriaguez y por ende enfermedades que la medicina conoce con el nombre de alcoholismo.

En el cachito, Luciano había monopolizado los ases del dado, con los que alcanzaba beber doble y gastar sencillo.

No se diga por esto, que Luciano era dado a la adoración del dios Baco; esto lo desprestigiaría ante la buena sociedad a la cual pertenecía.

Luciano era, pues, hombre a la moda.

¿Cuáles eran sus méritos? Hay hombres que en sociedad suben muy alto como la raposa de la fábula, a fuerza de arrastrarse.

Bailes, conciertos, banquetes, reuniones íntimas, todo un diluvio de invitaciones, llegaban a su morada, y hubo vez, que como los cirujanos dentistas, necesitó apuntar en su cartera, los días y las noches que ya contaba comprometidas.

Luciano pertenecía a una de esas familias, que sin bienes de fortuna, aspiran a ocupar alto puesto en sociedad, y a esta aspiración sacrifican, no sólo las comodidades de a vida íntima, sino también, los sagrados deberes de la educación de los hijos.

Aquí en Lima, donde hasta los artesanos aspiran que sus hijos sean doctores, ya sea en jurisprudencia o en medicina, los padres de Luciano, se conformaron con enseñarle a maltratar un poco el francés y un poco más a su propio idioma.

Pero ¿qué importa los títulos de sabiduría, cuando se posee el don de saber vivir en sociedad?...

Luciano conocía el arte de la adulación, llevado al último grado de perfección. Sabía saludar bajando el sombrero más o menos, no según él grado de amistad que lo unía a una señora, sino según eran pingües los caudales de la saludada.

Sabía al dedillo la cantidad a que ascendía la fortuna de todas las niñas casaderas de Lima. Y cuando algún amigo suyo, extremaba la riqueza de la señorita Tal, él con tono despreciativo decía:

-¡Quia! si no más que la hacienda de... y esa es puro monte.

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Conocía con pelos y señales, la genealogía de las más encopetadas señoras de Lima. De la una decía que su madre había vivido en alegre tiendecita, en la que, al decir de las gentes, vendía cigarrillos; pero que en realidad vendía algo mejor, que le dejaba, sin gastar la mercadería, inmensas utilidades. Y a este tenor eran los apuntes genealógicos, dados por Luciano, de la mayor parte de las que lo invitaban y lo honraban con en amistad.

En presencia de esas mismas señoras, él sabía decir cosas muy graves, sin que se le pudiera llamar maldiciente.

En los grandes bailes y recepciones públicas, era sin disputa uno de los elegidos para las comisiones de recepción: estas comisiones las desempeñaba él con delicadeza y distinción.

Acontecíale con frecuencia, el verse mortificado, al darle el brazo a alguna señora de alta estatura, que presentando el término de comparación resultaba él demasiado pequeño, casi ridículo. Pero él soportaba estas mortificaciones, hallándose bien compensado, siempre que, a pesar de su pequeña estatura, ocupara el punto más visible de la reunión.

Su conversación al decir de sus amigas, era amena y entretenida. Nadie como él sabía y refería cosas tan interesantes, como por ejemplo, que los brillantes de la señora R. no eran comprados de la joyería sino de relance, y por consiguiente, había pagado sólo la cuarta parte de su precio. Que los de la señora M. eran regalados. ¿De dónde tendría ella para comprar esos brillantes? Conocía la procedencia de los ricos encajes de la señora H. ¡Bah! si los compró de una artista que en sus apuros de viaje, se desprendió a vil precio de sus encajes.

¡Ah! que de cosas interesantes sabía Luciano. ¿Y en la política?... Y en las finanzas...

Qué falta podía hacerle la instrucción. ¿Para qué la necesitaba? Las niñas decía él, se quedarían dormidas, si yo fuese a hablarles de cosas pesadas. Y estas cosas pesadas, según el entender de Luciano, abarcaban todo lo que no fuera la chismografía de los salones.

Con los amigos hablaba de mujeres, de música, de toros, de caballos, y más que de todo esto, hablaba él de política, que la política es entre nosotros, el gran recurso de los   —55→   ignorantes, de los ociosos y de los que no saben de qué hablar.

Todos decían, y el mundo entero repetía, que Luciano era rico: pero nadie conocía ni sus propiedades ni sus rentas. A pesar de esto ¿quién puso en tela de juicio los caudales de Luciano?

Como hombre a la moda, él era codiciado por los papás con hijas casaderas y viudas jóvenes, que deseaban sacrificarle a Cupido su, para ellas, querida libertad.

Luciano se dejaba mimar, y cumplía con suma galantería su cometido de adorador perpetuo del sexo llamado bello.

Desde muy temprano llegó a descubrir, que este papel de enamorado podría traerle grandes ventajas y especuló a maravilla, su condición de soltero y de partido codiciable.

Cuando él necesitaba un empeño (y es necesario no olvidar, que si el diccionario da a esta palabra un significado natural y lógico, entro nosotros es algo más; es la gran palanca, de poder incalculable con que se remueve todo el mundo social), cuando él necesitaba un empeño para uno de los Ministros de Estado, o para algún otro personaje influyente de la sociedad; hacía esta sencilla pregunta. ¿Tiene hijas casaderas?

-¡Sí! pues el campo es mío.

Y Luciano, desde este día, se declaraba pretendiente de la hija del Ministro, o de otro a quien necesitara.

No importaba que la niña, con la altivez y el buen tino de la mujer limeña, despreciara a Luciano: el papá que veía en él, un partido codiciable, lo agasajaba, y desde ese día lo tomaba bajo su protección.

Con esta práctica de pretendiente de unas y enamorado de otras, había él conseguido puestos honoríficos y destinos codiciables.

¿Pero, que mucho que las papas lo protegieran y las mamás los mimaran, si hasta las Corporaciones literarias más respetables que honran a nuestro país, como era el Club Literario de Lima, le nombró socio, con gran asombro del mismo Luciano, que vino un día a caer en la cuenta, que él escribía hombre sin h y ojos con h?...

Pero ¡qué hacer! Luciano era hombre a la moda, y hasta las corporaciones más sabias, suelen dejarse arrastrar por la irresistible corriente de la moda.

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Otra recomendación, contaba Luciano; y esta era de gran valía para las niñas juiciosas y las mamás timoratas; oía misa los domingos y días feriados, y en la iglesia sabía golpearse el pecho y doblar la espina dorsal con tanta o mayor gracia que en los salones. Es verdad que los templos, eran campos de batalla, donde él esgrimía sus armas de enamorado y adorador del sexo femenino.

-¿En qué iglesia oye Ud. misa los domingos? era la pregunta infalible que él dirigía a una joven cuando quería declarársele su rendido adorador.

Y las misas, y las novenas, eran otros tantos medios de que él se valía para llevar a cabo sus amorosas conquistas.

Eso sí, tratándose de principios, él no cedía el puesto de liberal del mejor cuño, que entre nosotros se precian de liberales hasta los sacristanes de las Iglesias.

A la sazón Luciano se había declarado furiosamente enamorado de la señora Rubio.

Llevaba entre manos un asuntito en el que debía entender el Ministro de Justicia y Obras Públicas, y aunque en este asuntito como ya se dijo, él no era más que testa esperaba ganar, debido a sus influencias, algunos realejos.

Sabía que el verdadero Ministro no era el caballeroso D. Serafín, sino su esposa, Blanca Sol, y juzgó que con su papel de enamorado oficioso y noticioso, conseguiría de la señora del Ministro, lo que indudablemente no hubiera alcanzado de don Serafín, el austero cumplidor de su deber.

Blanca se servía de Luciano, como se sirven los Gobiernos, de esa ralea vil que desempeña el oficio de policía secreta.

Luciano era para ella, como un agente de la policía chismográfica-amorosa.

¿Cuántas ventajas esperaba él cosechar en este su interesante y honorífico rol?

¿Quién podía asegurarle si andando los tiempos, no sería él, el verdadero amante de la altiva Blanca Sol?

¿Qué más podía ambicionar Luciano? ¿No era acaso el joven mimado de los salones de Lima?

Si una señora quería mudar el mueblaje de su casa, Luciano era llamado a dar su parecer sobre el color, y su aprobación sobre la forma de los muebles.

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Se trataba de un ministerio que caía y otro que se levantaba (esto sucede entre nosotros cada quincena) Luciano sabía, por qué caían los antiguos ministros y daba su fallo sobre los nuevos. Esto de dar su fallo el primer pelafustán que se presenta; ya sabemos que no es de novedad, aquí entre nosotros, donde hasta el cocinero y la fregona, censuran los actos del Gobierno, y condenan magistralmente al Ministro de Hacienda.

Cuando una de las amigas de Luciano daba un baile, él era el que tomaba los apuntes para los cronistas de los periódicos, él sabía conocer y distinguía perfectamente el surah del damasée, el gró del paño de Lión, y en conocimiento de encajes y brillantes, era más ducho que un mercader de estos artículos.

Los periodistas que, tratándose de descripciones de bailes, manifiestan entusiasmo tal, que más no sería, si se discutiera la preponderancia política y militar del Perú en América; apoderábanse de esos datos y para corresponderle tan señalado servicio, agregaban: -«Entre las personas notables que asistieron a tan suntuoso baile, vimos al señor Luciano R., que nombrado en la comisión de recepción atendía galantemente a sus amigas».

Y Luciano quedaba persuadido que él pertenecía al número de los notables. Y ¿cuanto más no lo sería, si él se hubiera consagrado al foro, a la diplomacia, o a otra carrera en que luciera sus dotes intelectuales?...

Cuando la polémicas de los diarios se enardecían y amenazaban un conflicto, como más de una vez ha sucedido, tratándose de saber si el vestido de la señora Tal fue color patito o color pavo real; entonces, Luciano era el llamado a zanjar la cuestión y su autorizada palabra resolvía el problema, serenaba los ánimos, y restablecía la armonía, próxima a romperse entre los escritores, que no llegaban a entenderse sobre tan delicado asunto.

No hay duda; donde quiera que el periodismo rindo homenaje al dinero, los necios son autoridades.




ArribaAbajo- XII -

Una noche que Alcides en compañía de sus más íntimos amigos cenaba alegremente en uno de los hoteles de   —58→   Lima, uno de los jóvenes púsose de pie y tomando la centésima copa de las ya apuradas, levantola en alto, diciendo: -Brindo por Blanca Sol la única mujer que ha encadenado el corazón de Alcides Lescanti.

Alcides palideció y con voz un tanto alterada, dijo: -Jamás, una coqueta que ha convertido su corazón en moneda feble, para repartirla a sus adoradores, será la mujer que encadene mi corazón.

Esta contestación fue para sus amigos no negativa, sino confesión de lo que por su corazón pasaba.

Cuando un hombre se indigna con la coquetería de alguna mujer, es por ser él una de sus víctimas.

Sus amigos comprendieron cuán verdadero es este principio, rieron de la indignación de Alcides, la que no alcanzaba a disipar ésta, para ellos íntima convicción: que él estaba locamente enamorado de Blanca.

Cada cual decía un chiste, o una sátira adecuada a esa situación: -Paréceme mentira que estuvieras enamorado al extremo de enfurecerte contra las coqueterías de Blanca, observa uno.

Otro, al parecer un literato, decía: -Toda la dificultad en conquistar el corazón de una coqueta, está, como en las novelas de complicado argumento, en escribir la segunda parte. En el corazón de las coquetas muchas llegan a escribir sólo la primera parte, por eso nunca alcanzan el desenlace.

Lescanti estaba pálido y profundamente contrariado, parecía que furiosa tempestad se desencadenaba en su alma.

El champaña, habíase libado hasta el punto en que se arrebatan las pasiones y se cometen los más grandes desvíos.

Uno de les presentes, aludiendo a las picantes palabras del que había hablado como literato, dijo: -Que dices de esto Alcides; parece que tú no llegarás a escribir la segunda parte en tus amores con Blanca.

-Qué ha de escribirla -observó otro- si Blanca Sol se ríe de Alcides como se ha reído de todos nosotros.

Alcides dio un golpe con el puño en la mesa, y con tono resuelto y casi furioso dijo:

-Juro a fe de Alcides Lescanti que antes de un mes seré dueño de Blanca Sol.

  —59→  

-¡Bravísimo! -Exclamaron entusiasmados todos sus amigos.

-Si tal alcanzas, te regalo mi yegua Mascotta que ganó en las últimas carreras.

-Y yo, te regalo mi colección de huacos que tú tanto codicias.

-Y yo -dijo un tercero- te doy un almuerzo en los jardines de la Exposición, y te corono de mirto y de laurel, como a los antiguos vencedores.

Todos hicieron apuestas interesantes y valiosas más o menos como las anteriores, dándole a las palabras de Alcides, el carácter de un reto importante.

Alcides arrugó el ceño y con tono disgustado contestó:

-¿Creen Uds. que yo soy de esos hombre, que conquistan a una mujer para lucirla, como lucen soles de oro, ciertos jovencitos, que llevan toda su fortuna en el bolsillo?

Uno de los presentes, sin dar importancia a las palabras de Alcides. Señores -dijo- hoy es doce de Agosto y por tanto el doce de Setiembre, nos reuniremos aquí, en la misma intimidad de hoy y premiaremos al gran vencedor, al héroe de la apuesta.

Los ¡Hurras! y los ¡Bravos! atronadores, seguidos de largos palmoteos respondieron a las palabras de los dos jóvenes, que acababan de dar tan feliz idea.

Todos se miraron los unos a los otros como para asegurarse una vez más, que estaban entre amigos de confianza, y en un cuarto reservado donde nadie podía escucharlos.

Uno de los jóvenes acercose a Alcides y hablándole muy quedo, díjole:

-¡Imprudente! Te has olvidado que está entre nosotros Luciano, el enamorado oficioso de Blanca. ¡Cuidado!...

Alcides alzose de hombros.

-Mira, con estos dos dedos puedo yo estrangular a Luciano. No temas, los cobardes son siempre prudentes y discretos.

-Cuidado, pues, ya sabes que Blanca es mujer vengativa, y puede hacerte algún daño.

-¡Qué puede hacer una débil mujer!

-Las mujeres pueden mucho cuando quieren.

Después de un momento se retiraron todos, preocupados con la apuesta de Alcides, pero sin ver en ella más,   —60→   que una de las jactanciosas baladronadas con que muchos de ellos, menos Alcides, solían amenizar sus báquicas cenas.

Alcides arrepentido de su apuesta y contrariado de hallarse en tal situación, salió de allí con el propósito firme de no volver a hablar más de ella, considerando sus palabras, no más que cómo el resultado de la exaltación, traída por el champaña, y quizá también, por su amor propio herido.

Alcides esperaba la discreción y el secreto, contando que todos los presentes eran amigos suyos.

Pero los hombres suelen ser buenos amigos entre sí, siempre que mutuamente se halaguen el amor propio, y no se toque jamás sus intereses.

Así eran amigos, Luciano y Alcides.

Pero más que amigo de Alcides, Luciano quería ser enamorado de Blanca, enamorado oficioso que le valió el título de amigo Reporter, con el que ella quería significarle, que él no debía llegar a su casa sino como llegan a las oficinas de los periódicos los reporters.

Luciano cumplía su cometido y se consideraba remunerado si ella le decía.

-Es U. mi mejor y más útil amigo.

-Soy más que su amigo, su esclavo.

-Qué dicha tener amigos como U.

-Qué dicha amar mujeres como U.

-No me hable de amor, concluirá U. por malograr nuestra buena amistad.

-No me hable de amistad, concluirá U. por matar las más bellas esperanzas de mi vida.

-¿Cuáles son?

-Ser algún día el hombre que llegue a encender ese corazón de hielo.

-¡Cuidado! que puede quemarse en la llama.

-Esa es mi ambición, ¿no la realizaré jamás?

-Atrevida es la pregunta.

-Perdone U... brota del alma.

-Pero no llega a la mía.

-¿No llegará algún día?

-Quien sabe...

-Me enloquece la esperanza.

  —61→  

Blanca acercose a Luciano y con voz cariñosa a la par que burlona díjole:

-Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia, porque de ellos es el reino de los cielos... y haciendo una mueca llena de gracia y lisura, se alejó dejando a Luciano ebrio de amor y esperanza.

Estos y otros semejantes, eran los diálogos, que Blanca sostenía con frecuencia, para mantener, como las vírgenes de Vesta, el fuego sagrado del amor, en el corazón de sus adoradores.

Así daba pábulo a las pretensiones de los vanidosos, de los necios, de los pequeños que necesitaban del nombre de amantes de ella, como de un pedestal, para levantarse algo más arriba del suelo.

Ninguno de sus enamorados se consideraba ser él, el único excluido de los favores de la señora de Rubio; lejos de esto, esperaban su turno, para cuando ella se «cansara del preferido» del que todos miraban con envidiosos ojos. Por entonces el preferido era, al decir de ellos, un Ministro de Estado, un señor de muy altas campanillas, que Blanca como en los tiempos de su soltería, aceptaba tan sólo por interés, por especulación, y puesto que Alcides era hombre acaudalado no le sería difícil realizar su propósito.

Si la noche de la cena se dijo, que Blanca se reía de Alcides como se había reído de todos los presentes, fue tan sólo como medio de herir su amor propio.




ArribaAbajo- XIII -

Luciano se frotaba las manos de contento. Estaba en posesión de un gran secreto que debía llenar de asombro a la señora de Rubio.

Qué diría cuando él la dijera. -Su honor está en peligro; yo poseo la clave para salvarlo, para descubrir el complot urdido contra U. Yo que la amo y en servicio de U. traiciono la amistad a cambio de una mirada cariñosa, de una palabra de afecto.

¡Oh! ¡qué dicha! de fijo que ella retornaría tan señalado   —62→   servicio con elocuentes manifestaciones de cariño, que excitarían la envidia de sus numerosos adoradores.

Y aquella noche había gran baile en casa de Blanca. ¡Que feliz casualidad!

Él pasaría toda la noche en íntimas confidencias con ella. Lo principal en este caso era darle a su revelación el tono solemne y misterioso que despertara interés y asombro en su ánimo.

Bien pensado el asunto lo merecía. ¡Una apuesta lanzada en uno de los hoteles de Lima, ni más ni menos que si de una jugada de gallos o de una carrera de caballos se tratara!... ¡Y era él quien debía divulgar tal infamia, tal deslealtad!

A Luciano se le hacia agua la boca, pensando que esta vez si merecería el título de Reporter con que lo favorecía su querida amiga.

Pero cual sería su asombro cuando aquella noche de gran baile, Blanca por toda contestación a las primeras palabras de la misteriosa revelación de Luciano había prorrumpido en estrepitosas carcajadas:

¡Bah! ¡ja!... ja... ja! que inocente es U...

Luciano palideció. La risa de la señora de Rubio era de aquellas que hielan la sangre.

-Señora su honor está verdaderamente en peligro, en tan poco lo estima U. que ríe como si se tratara de algo muy pequeño.

Blanca miró a Luciano con aire de supremo desdén, y marcando con intención sus palabras díjole:

-¡Pues qué! ¿no sabe U. que las mujeres como yo guardamos el honor en la caja de fierro, en que nuestros maridos guardan sus escudos? y la sociedad no ataca el honor de la mujer sino cuando la caja del marido está vacía.

-¡Blanca no diga U. eso! -habíale dicho Luciano estupefacto y pasmado por más que conociera las ideas en que abundaba ella.

-Cuando la caja está bien repleta, como está la de Rubio; no hay cuidado de que se pierda el honor, -habíale contestado con altanería.

Después de oír estas palabras. Luciano hizo una cortés reverencia resuelto a retirarse.

Blanca lo detuvo diciéndole: de esta advertencia, quiero que me diga U. ese secreto, y no se irá sin revelármelo.

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-Señora... no me atrevo...

-Hable U. se lo pido en nombre de nuestra buena amistad.

-Es algo muy grave.

-No conozco nada grave si es que puede remediarse.

Luciano cumplió su cometido de enamorado oficioso y noticioso, refiriendo con todos sus detalles, la escena que ya conocemos, en que Alcides pronunció este atrevido juramento:

-Juro a fe de Alcides Lescanti que antes de un mes, seré dueño de Blanca Sol.

La señora Rubio palideció, no de rabia e indignación, sino de emoción. ¿Presentía tal vez su corazón, que el juramento de Alcides debía cumplirse?

Un momento después, Blanca, agitada, buscaba algo que la distrajera y calmara la impresión recibida con tan inesperada noticia. En su espíritu las emociones violentas necesitaban neutralizarse con otras nuevas.

Quizá si sólo en ese momento comprendió cuanto amaba a Alcides.

¡Cuántas veces una pasión necesita para adquirir toda su vehemencia, del choque violento de difíciles y complicadas situaciones!

Hay mujeres para quienes el amor sólo principia con la lucha, con el combate; como esos marinos que gustan ver desatarse la tempestad, aunque ella los envuelva en sus encrespados torbellinos.

Bajo la influencia de estas emociones, más de pasión que de odio, acercose a una mesa donde algunos fuertes jugadores, jugaban el muy conocido rocambor; estos eran fuertes, no tanto por la maestría de su juego, cuánto por las gruesas sumas que cruzaban en las apuestas.

Vengo a ilustrarles su monótono rocambor -dijo dirigiéndose a uno de los jugadores.

-¡Magnifico! -exclamó éste poniéndose de pie.

-Un montecito viene muy bien de las manos de U. -observó otro, dirigiéndole una reverencia.

-Sí, voy a tallarles un monte; pero ha de ser con apuestas gruesas -dijo Blanca con la voz vibrante de emoción.

Blanca acostumbraba jugar a las cartas, como jugaba   —64→   al amor, buscando en ambos juegos, no más que las fuertes emociones que su turbulento espíritu necesitaba.

Bien pronto un numeroso círculo de amigos, rodeaban a la señora de Rubio, que principió a tallar con maestría tal, que mejor no lo haría el más sereno y avesado jugador.

Aunque muchas personas le exigían que ocupara un asiento, ella lo rehusó, y quiso permanecer de pie, como si así pudiera dominar mejor a los demás jugadores.

La suerte principió a favorecerla notablemente.

Blanca doblaba las cartas, y recogía el dinero con gran desembarazo y donaire, dirigiendo alguna palabra aguda o alguna expresión chistosa, a cada uno de los presentes.

En ese momento se acercó a la mesa Alcides.

Entre las cartas, que Blanca acababa de tirar sobre el tapete, apareció un rey de espadas.

Blanca miró a Alcides y en tono de desafío díjole:

-Señor Lescanti ¿cuánto va U. a este rey de espadas?

Él con tranquila y risueña expresión contestó:

-Voy cien soles al rey de espadas.

-¿Nada más? -preguntó con tono despreciativo.

-Pues van quinientos soles -dijo él algo picado.

Ella acentuando con intención sus palabras agregó:

-Fíjese U. que el rey representa el número 12.

Alcides palideció, recordando la fecha que sus amigos fijaron para declararlo amante de Blanca, y acercándose con vivo interés a la mesa dijo:

-Pues bien; van dos mil soles.

-¿Ese es su último esfuerzo? -preguntó ella riendo con aire desdeñoso.

-¿Tan segura está Ud. de ganar? dijo él mirando con fiereza y atrevimiento a Blanca, la que con burlona sonrisa contestó.

-El número 12 me traerá siempre el triunfo.

-El número 12 me lo dará a mí también.

-La suerte me protege con descaro, decididamente.

-También a mi me ha protegido siempre del mismo modo.

-¿Ha cerrado Ud. su apuesta?

-No; quiero doblarla: van cuatro mil soles.

Al escuchar esta apuesta todos se miraron asombrados.

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No obstante de ser toda gente acostumbrada a perder y ganar gruesas sumas; no estaban del todo familiarizados a ver a una señora, cruzando apuestas de cuatro mil soles.

La mirada profunda, centellante, fascinadora de Alcides envolvía, si así puede decirse, a Blanca, en su fluídica atracción.

Sin saber por qué, ella sintió gran perturbación, cual si esa especie de fuerza magnética que se desprenden del jugador que está en suerte, hubiérala repentinamente abandonado.

Como mujer nerviosa o impresionable, sintió la influencia de la mirada de Alcides.

-¿Están concluidas las apuestas? preguntó algo turbada.

-Sí, puede U. correr el naipe, dijo Alcides.

-Me voy -dijo Blanca, usando del tecnicismo propio de jugadores, y con visible emoción, principió a pasar con gran lentitud las cartas; diríase que cada una detenía por un instante las palpitaciones de su corazón.

También Alcides, con la mirada lúcida, la respiración agitada, y mordiéndose con furia los labios, miraba las cartas que ella corría lentamente.

Después de haber pasado diez o doce, Alcides con ademán de involuntaria sorpresa y con gozosa arrogancia exclamó:

-¡Rey, he ganado!

Las palabras de Alcides produjeron en ella el mismo efecto que una descarga eléctrica.

Quizá si más que la pérdida de cuatro mil soles, sentía la impresión de los amorosos brazos de Alcides, que la estrechaban apasionadamente.

Él, con la galantería del hombre de mundo, díjole:

Aun le queda el desquite.

-Sí -dijo ella en tono de desafío -aún me queda el desquite.

Blanca continuo jugando, pero Alcides se abstuvo de tomar parte en las apuestas.

La suerte continuó siendo cada vez más adversa para la desdeñosa esposa de don Serafín.

Como si las emociones del fuego contribuyeran a   —66→   disipar, o cuando menos a amenguarlas del amor, aquella noche, contra su costumbre, quiso jugar largo y fuerte.

Cuando el juego hubo terminado, dirigiose a su esposo y con tono de mando, díjole:

-Ve a la mesa de juego y paga diez mil soles que he perdido.

-¡Diez mil soles! -repitió aterrado don Serafín, que aunque estaba habituado a pagar algunas de las deudas contraídas en el juego por su esposa, nunca la suma había subido hasta tan alta cifra.

D. Serafín, se retorció con furia los bigotes, y hubiera cometido la imprudencia de rehusar el pago, a no haber acudido a su mente, salvadora reflexión, cuya virtud, como un cordial, corroboró y confortó su espíritu, serenando sus iras, próximas a estallar a causa de esos malditos diez mil soles, perdidos por Blanca.

D. Serafín reflexionó, pues, que diez mil soles, debía él mirarlos como una patarata, siempre que su esposa perdiera dinero en vez de perder algo de más valor, el corazón por ejemplo.

No obstante estas reflexiones, cuando los convidados hubieronse retirado y ellos quedaron solos, D. Serafín acercose a Blanca y con acento que procuró endulzar cuanto le fue posible, y asiéndola cariñosamente por la mano, díjole:

-Mira, hijita mía, es necesario que tengas un poco más de juicio.

-Y ¿qué llamas tú tener juicio?

-Esta noche llevas perdidos diez mil soles.

-Bien, ¿qué hay de nuevo en eso?

-Que estas pérdidas, concluirán por traerme serios quebrantos en mi fortuna.

-¡Siempre la misma canción! -dijo Blanca algo enfadada.

-Te disgustas cuando te hablo de esto; pero es preciso que tú sepas, que de largo tiempo, mis rentas no son ya suficientes para sostener tus gastos, y digo gastos, por no decir derroches que es la verdadera palabra, agregó D. Serafín, tornando aire azás imponente, que al sentir de Blanca, veníale muy mal.

-¿Te propones disgustarme? -interrogó ella con el tono desdeñoso con que acostumbraba hablarle.

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-No hijita -dijo él endulzando su voz de ordinario algo chillona- quiero que pienses, que tenemos seis hijos, que tú y yo estamos aún muy jóvenes y podemos tener otros seis más.

-¡Dios mío! ¡seis hijos más! exclamó Blanca horrorizada como si hasta ese momento no lo hubiera ocurrido la idea de que podía muy bien tener, como decía su esposo, seis hijos más.

D. Serafín, juzgó haber herido la cuerda patética de la situación y continuó:

-Sí, seis hijos más, y al paso que vamos, tú y tus doce hijos, llegarán un día a verse pidiendo limosna de puerta en puerta, y nadie se compadecerá de ti, recordando, que derrochaste la fortuna que mi buen padre, alcanzó a reunir a fuerza de economía y trabajo.

Blanca sacudió su cabeza con altivez, como si temiera que esta relación pudiera mancharla, y luego poniéndose de pie, y con acento de tranquila convicción dijo:

-Al escuchar el tono melodramático que empleas para pintar mi futura miseria, cualquiera juzgaría, que nos encontramos en vísperas de un fracaso irreparable.

-¡Quién sabe sino está lejos! -exclamó D. Serafín con profética entonación.

-Escúchame Rubio -dijo ella con gracia y dulzura- tengo fe en el porvenir: mi estrella jamás se ha nublado: no temas y ya verás que siempre nos sonreirá la fortuna.

Y risueña, tranquila, bellísima, dirigiose a sus habitaciones.

D. Serafín mirándola partir, exclamó.

-¡No hay remedio, mi ruina es inevitable!...

Un momento después ambos estaban en el lecho. Ella pensando en la apuesta del rey de espadas; él en la próxima y espantosa ruina de su fortuna.

Blanca se revolvía en el lecho, agitada, nerviosa, sintiendo deseos de levantarse e ir a respirar el aire libre de los balcones, necesario para calmar en ese momento el fuego del pensamiento que enardecía su frente. De vez en cuando hondo y largo suspiro se exhalaba de su pecho.

Don Serafín, que también estaba como ella desvelado, regocijábase con las angustias y agitaciones de su esposa, las que él tradujo con estas palabras: Es el arrepentimiento por los diez mil soles que ha perdido.

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¡Tonto! Blanca no volvió a pensar en la pérdida del dinero; pero sí pensaba en la apuesta de Alcides.

Y D. Serafín para dar mayor gravedad a la situación y acentuar más profundamente aquel supuesto arrepentimiento hablole así:

-¡Blanca! ¿estás dormida?

-No, estoy horriblemente desvelada.

-Es natural.

-Natural ¿por qué?

-¿Crees que después de haber perdido diez mil soles se puede dormir tranquilamente?

-¡Ah! lo había olvidado.

-No la confiesa -se dijo él y agregó:

-Mañana me despertarás muy temprano, si es que me duermo.

-Está bien -contestó ella disgustada de haber sido interrumpida en sus amorosas reflexiones.

-Mañana necesito salir temprano para buscar los diez mil soles que...

-Cierto, no lo olvides, si fuera cantidad más pequeña podíamos hacer como otras veces.

-¿Qué?

-No pagar.

-¡Oh imposible! Qué se diría de mí ahora que soy Ministro. Mañana antes de las doce del día pagaré esos diez mil soles.

-¡Qué hacer! Y Blanca después de esta exclamación, fingió dormir tranquilamente. Él continuó hablando:

-Tendré que hipotecar por segunda vez mi casa de la calle de...

-¡Cómo! ¿también esa la tienes ya hipotecada?

-Esa y todas. ¿Lo ignoras? ¡Ah! es que sólo yo comprendo la ruina que se me espera, sólo yo sé hasta donde alcanza esta serie de deudas o hipotecas que tú te empeñas en ignorar...

-¡Calla! ¡déjame dormir! -contestó ella.

Aquí estallaron las iras de D. Serafín. Encendió la luz pareciéndole que así podrían producir mejor efecto sus palabras.

Pagar diez mil soles del juego, cuando las rentas no alcanzaban para los gastos ordinarios de la casa; ¡esto no era posible soportarlo en silencio!

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Habló, vociferó, maldijo de su suerte. Su cariño y sus condescendencias eran causa de esta situación. Para vivir así valía más morir; pero ya pondría remedio a esta situación cada día más insoportable. Apenas salía de una deuda que ya otra más apremiante llegaba; y todas eran resultados de gastos superfluos, todos eran en la casa derroches, despilfarros; a seguir así él concluiría por levantarse la tapa de los sesos... Sólo por sus hijos, podía arrostrar trances tan amargos y situaciones tan violentas.

¡Oh! aquello fue borbotones de palabras y escupitajos de bilis...

Pero, en lo más acalorado de su monólogo, fue preciso callar...

¿Para qué continuar hablando? Sería lo mismo que hablarle a las sombras... ¡Blanca se había dormido!... ¡Sí, no podía dudarlo; estaba dormida!

Cuando alguno de estos ímpetus coléricos acometían a D. Serafín, su esposa tenía el buen tino de guardar silencio y esta vez hasta fingió dormirse.

Y luego aquella palabrería insustancial la desviaba del punto donde ella quería fijar su pensamiento.

¡Alcides! Maldita apuesta que no se separaba un momento de su recuerdo.

Cualquiera diría que había bastado conocer la osadía con que él había jurado poseerla para que ella se enamorara, y quizá también lo amara apasionadamente.

Lejos de sentir indignación, vergüenza, deseo de vengarse, sentía deseo de ver Alcides, de coquetear con él, de incitarlo al amor con toda la astucia y el artificio con que ella sabía deducir.

El día siguiente fue para D. Serafín, de grandes apuros, de premiosas idas y venidas, de mirar el reloj contando los minutos trascurridos. Habíase propuesto pagar las deudas de su esposa antes de las doce del día. Y... ¡las pagó!... ¡¡¡Sí, las pagó!!!...



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