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ArribaAbajo Horacio Quiroga, escritor para niños

María Luisa Cresta de Leguizamón


Para mí, vivir y escribir es una misma cosa

Petrarca                


1. En 1987 se cumplen cincuenta años de la muerte de Horacio Quiroga, un escritor de curiosa y densa trayectoria en las letras rioplatenses. Si bien nació en Salto (Uruguay) en 1878, y sus primeros trabajos literarios aparecieron en su país de origen, sus viajes a la Argentina y el descubrimiento ocasional del territorio misionero, al noreste del país, lo impulsaron a afincarse de modo definitivo en estos lugares. Comienza así su tránsito permanente entre Buenos Aires y Misiones, en un peregrinaje que se reparte entre entusiasmos y derrotas personales.

Poseedor de una personalidad fascinante y ambivalente, podríamos aseverar que en el marco de su obra de escritor se nos aparece como un perseverante creador de su propio orden emocional. Esto imprime a la totalidad de su producción (aun a la más débil) el reconocimiento de un triple eje que consolida el desarrollo estructural de sus cuentos. Por un lado, reconocemos la fantasía como una zona de reflexión con matices ocasionalmente oníricos, que se perfila en personajes y acontecimientos puntuales; en segundo lugar, la trilogía amor-locura-muerte es analizada por la crítica como un soporte de casi toda su obra; finalmente, la objetividad priva sin concesiones en finales y entrelíneas de sus más diversos relatos. Trilogía cuyo reconocimiento permite descubrir a un autor que, si no escribió siempre de acuerdo con normas rígidas y académicas, lo hizo de la manera más eficaz, comunicando con la mayor fuerza lo que se quiere decir, tal como lo afirma el crítico Emir Rodríguez Monegal al hablar de su estilo.

Horacio Quiroga pertenece a una generación que se ubica en los finales de un naturalismo asumido en forma muy particular en Latinoamérica. Su primer entronque estético declarado es con el movimiento modernista, patentizado en su inicial libro de poemas, Los arrecifes de coral (1901). De allí en adelante se observa una apertura profunda con respecto a la naturaleza. A partir de una asunción que intenta fundir lo folklórico con lo mítico, podríamos ya percibir lo que algunas décadas más adelante se ha dado en llamar lo «real maravilloso».

Abordó diversos géneros: la novela, el teatro, el cuento, el ensayo. Pero es a través del cuento que su fama se cimentó definitivamente. Si bien pueden señalarse algunos altibajos entre más de trescientos que alcanzó a publicar, los que pueden aislarse como «modelos» lo son en el sentido más cabal del término.

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Pertenece a la categoría de escritores que no solamente producen obras literarias en sí mismas, sino que a la par elaboran pautas teóricas, reflexiones, apreciaciones y juicios de valor acerca de muy diversos aspectos de la creación artística. Se hace necesario citar su famoso Decálogo del perfecto cuentista, al que sin duda permaneció siempre fiel.

Los maestros reconocidos como tales (Poe, Maupassant, Kipling, Chejov, Ibsen, entre otros) le sirvieron, en muchos casos, como punto de arranque para ejemplares piezas literarias; pero de pronto las fuentes desaparecen frente a un ímpetu creador y lúcido que lo condensa todo en una lograda síntesis.

Se ha hablado también de la interferencia biográfica en su obra. El mismo Quiroga escribió estas palabras en 1929: «Aunque mucho menos de lo que el lector supone, cuenta el escritor su propia vida en la obra de sus protagonistas, y es lo cierto que del tono general de una serie de libros, de una cierta atmósfera fija o imperante sobre todos los relatos, a pesar de su diversidad, pueden deducirse modalidades de carácter y hábitos de vida que denuncien en este o aquel personaje la personalidad tenaz del autor.»

2. En 1918 aparece su libro Cuentos de la selva, subtitulado «Cuentos para niños». A casi setenta años de su primera edición, nos encontramos con un texto que conserva la gran capacidad de enfrentar nuevas lecturas, cubrir holgadamente su cuota de intertextualidad (en su relación con otros textos literarios) y también de contextualidad (en relación con el marco sociocultural en que puede ser insertado).

Es, en rigor, el Quiroga que ya hemos admirado y seguiremos admirando en publicaciones sucesivas. Solamente que la relación emisor-mensaje-receptor tiene para este último término un destinatario declarado de antemano: los niños en general.

Todo cuanto signifique un dato significativo en su cuentística, aparece en estos difundidos relatos, dentro de un corte longitudinal que podemos aplicar a la totalidad de su obra como un desarrollo paralelo, solamente diferente en cuanto a una orientación temática pensada para lectores prefijados. Un indicio elocuente de ello aparece en la fórmula con que se inician casi todos los cuentos de este texto: el consagrado «había una vez», identificado con la literatura destinada al mundo infantil.

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La génesis de Cuentos de la selva podría rastrearse así. Por una parte, el título del libro resume dos vertientes que movilizaron permanentemente la vida de nuestro autor: la elección privilegiada de un género literario (el cuento), y el marco fundacional a través de toda su obra como territorio configurador de vida (la selva). Por otro lado, de una relación personal muy tempestuosa y hasta con visos de crueldad con sus hijos, se origina un aspecto artístico de lenguaje equilibrado, límpido, con abundantes áreas comunicacionales, donde conviven la violencia y la ternura con la realidad y la imaginación nunca retaceadas, con el humor y con una implícita y nada molesta cuota de moral (en el sentido profundo de la palabra).

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Il. José María Lago. Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Madrid: E. G. Anaya, 1981.

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Il. José María Lago. Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Madrid: E. G. Anaya, 1981.

Cuentos de la selva reúne ocho relatos, donde se pone a prueba la agudeza aplicada por su autor a la observación del medio natural que lo rodeaba. Puede decirse que es «el primer cuentista de nuestras letras que presenta al animal como protagonista -responsable de la acción- con calidad literaria», según un estudio de Graciela Pellizari. Lo original en este caso es presentar al hombre como antagonista, es decir, la oposición, que actúa con injusticia e impunidad. Y como síntesis, el animal (el loro, el tigre, la tortuga, los peces, la gama, el coatí) va creando su propia personalidad hasta actuar y desarrollar sentimientos similares a los del ser humano. A diferencia de los antecedentes de este tipo de literatura que podemos rastrear en obras hindúes, en fábulas tradicionales, aun en el mismo Kipling, sus ambientes y animales «animizados» escapan a cualquier estereotipo, poseen su propia vitalidad y se identifican con su hábitat de manera muy fluida y nada convencional.

Es posible que estos aciertos se deban, especialmente, a su conocimiento del alma infantil, abrevada y legitimada en la permanente convivencia con la infancia de sus hijos. Todos, padres e hijos, vivieron en un medio donde se entrecruzaban cotidianamente la maravilla y la hostilidad, donde el peligro y la muerte eran riesgos permanentes.

En consecuencia, estos cuentos exaltan conductas que pueden ayudar a sobrevivir en medio de la asechanza del peligro y la fatalidad: el compañerismo y el agradecimiento en «La tortuga gigante», el privilegio de la inteligencia y el castigo de la maldad en «El loro   —17→   pelado», la conciencia pacifista en «La guerra de los yacarés» y «El paso del Yabebirí», para citar algunos ejemplos.

3. Además de Cuentos de la selva, Quiroga desparramó muchos relatos para niños en revistas y publicaciones periodísticas, que nunca fueron reunidos de modo sistemático. Escribir y publicar era su modo de vida.

Investigadores pacientes han rescatado en estas últimas décadas una buena colección de cuentos publicados, entre otras revistas, en la muy tradicional Billiken, de muy larga data en la Argentina. En el año 1924 apareció una serie de relatos, con el título de «Cartas de un cazador».

Este cazador -Dum Dum- es el mismo Quiroga, que se escuda bajo la siguiente referencia: «Quien escribió estas cartas fue un padre; y las escribió a sus dos hijitos, en el mismo lenguaje y en el mismo estilo que si hablara directamente con ellos.»

Las sombras de Eglé y Darío, dos de sus hijos que convivieron sus iniciales años de vida, en un medio sometido al encantamiento y la hostilidad, rigen la mecánica interna de estas cartas-relatos. A ellos, precisamente, intentó transmitir por caminos como estos de una aparente ficción, la capacidad que se necesita para sobrevivir al peligro, y más exactamente el saber enfrentarlo y convivir a su lado.

Es por eso que no le regatea a este destinatario-niño-hijos ninguna crueldad, ninguna escena violenta y hasta revulsiva, siempre absorbida por esa peculiar simbiosis que había construido alrededor del hombre, la naturaleza y el animal.

El leimotiv que relaciona estas páginas es el de la cacería: del animal por el hombre, del hombre por el animal. Cuando el cazador Dum Dum apela a sus destinatarios con un «chiquitos míos», está abriendo la compuerta de su ternura de padre-educador, que enhebrará singularidades, horrores y también algo de espanto, para descifrar ese mundo a veces impenetrable de los animales de la selva. «Ustedes deben saber...», insinúa, y la descripción intenta construir mecanismos de defensa para sus adorados hijos-niños, en caso de atravesar una experiencia similar.

Mercedes Ramírez de Rossiello, a quien se debe la selección y estudio de estos relatos, sostiene que para Horacio Quiroga, como para Kipling, el niño es no sólo el destinatario sino también el mediador. Es como creer que la captación auténtica de lo esencial de la naturaleza sólo pudiera ser hecha por seres translúcidos, cuya sensibilidad no ha sido todavía opacada por la civilización.

María Luisa Cresta de Leguizamón.
Córdoba, Argentina, 1987