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ArribaAbajo Las nuevas tecnologías y la lengua56

Horacio C. Reggini


Agradezco a la Presidenta Ofelia Kovacci la invitación a esta benemérita Academia Argentina de Letras. Inmersos en las aventuras, las confrontaciones y los desvelos que un territorio de tal envergadura suscita, al recibirme ustedes dan prueba no sólo de generosidad sino también de paciencia. Les estoy profundamente reconocido.

Ortega y Gasset, en una de sus charlas en la Argentina, dijo: «La llegada de un extranjero a una ciudad o a un pueblo, siempre ha despertado curiosidad, interés sobre el que dirá, y [...] expectativas exageradas. Hoy soy yo el extranjero que llega a este foro».

El extranjero de Ortega, a quien inmediatamente volveré, es en cierta medida una metamorfosis de Dionisio en Tebas, ya que entre los dioses griegos, distantes e inmóviles en sus sitiales, él representa la diferencia, la figura del otro, al llegar a la ciudad bajo la apariencia de un forastero, de alguien próximo a los hombres por ser, igual que ellos, errante y sedentario. Dice Jean-Pierre Vernant: «A Dionisio no se lo puede encasillar. No está en ninguna casilla y está en todas, ausente y presente al mismo tiempo».

En Meditación del pueblo joven el pensador español relaciona, con una analogía, la visita del que viene de lejos con un tema de la geometría clásica, que es de mi competencia. Dice así: «Es siempre el extranjero un poco divino, sea porque aparece de súbito, sin pasado bien conocido, como escapado de una nube viajera, sea porque al ser el hombre de tierras lejanas beneficia de la óptica de la distancia que, si en lo físico hace ver a los cuerpos menores, en lo moral amplifica los seres y los presenta legendarios»... «El extranjero es el transeúnte   —372→   que roza un momento nuestra existencia. Suele decirse que las confidencias más radicales las ha hecho una persona a otra persona totalmente desconocida para ella, que encontró unas horas en un tren o avión. [...] Dos existencias, que un momento antes se ignoraban por completo, gozan de un roce súbito y fugaz en [...] el espacio. Es la moral de la tangente. La tangente viene de lejos, llega a una curva, la toca en un solo instante y en un solo punto, y sigue luego de largo. Es un símbolo de lo fugaz que es nuestra vida y todo en ella».

Por lo tanto, como verán, es con plena conciencia de mi osadía que emprendo esta «charla de forastero» sobre el buen uso de las tecnologías de la información en las áreas de la lengua y la educación en particular.

Todo acto cognoscitivo es un acto lingüístico, nos recordaba George Steiner hace más de treinta años, al denunciar que «Las presiones que ejerce la uniformidad tecnológica y la importancia cada vez mayor que cobra la comunicación rápida y no ambigua están erosionando el atlas lingüístico».

Frente a la severa sentencia de Steiner quisiera señalar, primero, que las innovaciones no se desarrollan en un vacío social, independiente de los valores y objetivos del momento, sino que están íntimamente marcadas por costumbres y circunstancias. Y, segundo, que si bien reconozco la calidad de muchas aplicaciones de las nuevas tecnologías, sé también discrepar cuando se trata de aplicaciones mediocres, cuya base es débil o que responden a desviaciones de un criterio razonable. Nadie ignora la generalizada tendencia a exaltar los medios modernos y sus presuntos beneficios sin una valoración previa y adecuada.

Debo consignar aquí que, después de analizar las causas de esa «erosión del atlas lingüístico», perpetrada por el uso delirante de las tecnologías, el propio Steiner dirá con impecable honestidad intelectual: «Atravesamos un período de cambios profundos. [...] Si los "universales históricos" cambian, si las bases sintácticas de la percepción son modificadas, también cambiarán las estructuras de la comunicación. Considerado en ese nivel de transformación, el tan discutido papel que desempeñan los medios electrónicos de comunicación es simplemente un síntoma y algo secundario».

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La ilusión del progreso indefinido

La fe ciega en los avances de la ciencia que, según los optimistas del siglo XIX, garantizaban el movimiento ascendente de las superestructuras del espíritu, se reveló lamentablemente utópica. La sociedad no es un cuerpo macizo en constante mejoría, en proceso de perfeccionamiento sin fin. Esta confianza en la razón se originaba en un pensamiento reductor y determinista que escindía al hombre y también al cosmos en vez de comprender la interrelación de todo con todo, como intuyó genialmente Pascal.

Una de las máximas preferidas por aquellos optimistas y que todavía tiene predicamento reza: «El tiempo es oro». Se cree que ahorrar tiempo es bueno; que la lentitud es negativa y la velocidad el valor supremo. Nadie ignora que los servicios de información de todo tipo se extienden en escala planetaria y las industrias de las telecomunicaciones han devenido las vedettes de la economía mundial. Recordemos el protagonismo de los ferrocarriles hace 150 años. Gregorio Weinberg ha señalado al respecto: «La locomotora simbolizó de algún modo la furia, el ímpetu modernizante de los nuevos sectores dirigentes [...] el ferrocarril fue una realidad y también un mito [...], el progreso, sinónimo de locomotora o ferrocarril, dejó atrás las mulas y las carretas, y nuestros países comenzaron a experimentar, como se decía entonces, el vértigo de la velocidad». Los conceptos de Weinberg pueden desplazarse al presente trocando «locomotora» por «computadora» y «trenes» por «telecomunicaciones».

Pero el aura con que se hace resplandecer a computadoras y telecomunicaciones es exagerada. En mi opinión se incurre en una hipérbole y se habla de revolución cuando lo que en realidad hay es un refinamiento de las tecnologías que no implica ninguna ruptura o salto cualitativo. Existe abundante documentación sobre el desarrollo del telégrafo a mediados del siglo XIX, el de la radio a principios del XX y después el de la televisión, que nos permite comprobar que no fue menor la conmoción en aquellas oportunidades y el sostenido crecimiento de los respectivos inventos, de compararlos con la eufórica expansión de Internet en nuestros días. Por eso, e hiperbólicamente a mi vez, puedo decir que la revolución de la información es una trampa retórica amparada en la ignorancia.

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Sabemos que, en esta hora, acuciantes problemas de la humanidad no pueden ser solucionados a pesar de la velocidad y la cantidad de información a mano gracias a nuestro notable desarrollo tecnológico. Siempre vuelvo, para ejemplificar, a las vicisitudes del tendido del primer cable telegráfico entre Europa y América del Norte, en 1858, que relato en detalle en mi libro Los caminos de la palabra. Las telecomunicaciones de Morse a Internet. Los festejos por el éxito fueron enormes y los estadistas declararon ingenuamente que, gracias al nuevo cable de comunicación, desaparecerían para siempre guerras, diferencias étnicas, odios y venganzas. Con motivo del lanzamiento de satélites de comunicación, no faltaron gobernantes que proclamaron, solemnes, cómo «con absoluta certeza hasta el último villorrio del país iba a disponer de tele-educación y tele-medicina de alta excelencia, que brindarían los profesores y médicos más sobresalientes del mundo entero».

La historia nos brinda diversos ejemplos de desarrollos tecnológicos de envergadura que provocaron extravagancias y expectativas utópicas. Hacia 1940 se pronosticó el advenimiento de una era en la que la energía atómica haría posible la generación ilimitada de electricidad a costos irrisorios y también la fácil construcción de represas y túneles, amén de que se eliminarían montañas indeseadas.

Creo oportuno apuntar aquí que, en nuestro medio, la revista Sur dirigida por Victoria Ocampo publicó en noviembre de 1945 -a poco de la horrible explosión de Hiroshima- una nota de Elizabeth Erlich sobre la energía atómica. La autora advierte que «todo conocimiento no puede llevar felicidad a los hombres sino cuando es capaz de aportarles más bondad y amor». «La sola ciencia -continúa- no puede colmar el eterno anhelo humano de justicia». «¿Servirá la fisión del átomo -se pregunta- para abrir el corazón de los hombres a lo que son y a lo que deben hacer con sus vidas?». Y remata la nota con este deseo: «Esperemos que la fisión del núcleo atómico modifique tarde o temprano nuestro sistema económico y nuestro orden social».

Al margen de que han pasado más de 55 años desde ese número de Sur, siguen en pie: las preocupaciones de Elizabeth Erlich con el debido desplazamiento a nuestra circunstancia actual.

Hoy día es frecuente hablar de una sociedad nueva. Esta expresión plantearía interrogantes para un análisis sin prejuicios: ¿Existe   —375→   realmente ahora una sociedad de la información? ¿De qué información se trata? ¿A qué alude con precisión el término sociedad? Y análogamente, ¿de veras existe una sociedad del conocimiento? ¿A qué conocimiento nos referimos? ¿Son las ciencias, la educación y las personas con saber suficientemente valoradas e impulsadas?

En este punto, vuelven a mí palabras de George Steiner: «Bajo la carrera del émbolo de los medios masivos de comunicación, de la propaganda franca o subliminal, hasta nuestros sueños se han vuelto más uniformes. Como el pan que comemos, gran parte de nuestra manera de ser viene ya empaquetada». «[...] Es preciso que tengamos absolutamente claro lo que está en juego. Gran parte de lo mejor que conocemos del hombre, gran parte de lo que relaciona lo humano con lo humanista -y nuestro futuro gira en torno de esta ecuación- ha sido relacionado con el milagro del habla. Hasta ahora, la humanidad y ese milagro son, o han sido, indivisibles. Si el lenguaje perdiera una medida considerable de su dinamismo, el hombre sería, de modo radical, menos hombre, menos sí mismo. La historia reciente y la ruptura de comunicación entre enemigos y generaciones nos muestran -al inquietarnos actualmente- qué significa esa disminución de la humanidad. Antes de la llegada del hombre existió un ruidoso mundo orgánico y animal, un mundo repleto de mensajes no humanos. Y ese mundo puede volver a existir después de la desaparición del hombre».

De lo dicho hasta ahora, por ominoso que aparezca en parte el panorama, quiero extraer pensamientos positivos. En relación con ese notable refinamiento del invento de Gutenberg que representa, especialmente para ustedes, literatos, la computadora, estoy seguro de que su uso puede hacer más rico el proceso de creación y elaboración de un texto si impulsa la imaginación, la reflexión y el juicio crítico y no pierde de vista que el contexto para el desarrollo de una actividad humana es siempre una cultura, nunca una tecnología aislada.

El tecnocentrismo, como todo fundamentalismo, es una trampa mortal. Ya en 1854, Henry David Thoreau, en Walden o La vida en los bosques escribió: «Nos damos prisa para construir un telégrafo entre Maine y Texas; pero Maine y Texas, tal vez, no tienen nada importante que decirse... Estamos anhelando hacer un camino debajo del Atlántico para acercar en unas semanas al Viejo Mundo al Nuevo;   —376→   sin embargo, quizá una de las primeras noticias que lleguen al amplio y agitado oído americano será que la princesa Adelaida tiene la tos convulsa».

Toda tecnología es una respuesta a modalidades de uso, a presiones del mercado y de la propaganda entretejidas con razones comerciales y políticas. Los epígonos de la visión determinista y su insistencia en los alcances de lo digital enmascaran los procesos de introducción de las innovaciones.




Los medios de comunicación y las redes

Internet, la red que abarca el mundo, constituye el ápice de las variadas formas de comunicación y sus reverberaciones atraviesan la educación y la lengua. Por la maraña electrónica viajan a la velocidad de la luz billones de mensajes que configuran un nuevo universo de términos, estilos y modos de decir que debemos reconocer y considerar.

Desde mi mirador, me preocupa la insistencia en el máximo acceso a la información. Poner el énfasis en la necesidad de más cantidad de información es una manifestación de desmesura.

Dijo Montaigne que lo que importa es tener una cabeza bien formada y no una cabeza llena. Las exigencias de la educación no se dirigen a hacernos dueños de infinidad de datos, sino a volvernos hábiles en el aprendizaje de un saber genuino. No debemos confundir los medios con el fin. Hay que saber utilizar la tecnología pero no incurrir en la peligrosa simplificación de confundir el proceso educativo con Internet. Ojalá podamos evitar que el desarrollo de Internet como medio de comunicación siga los caminos de la televisión -que ha transformado todo en espectáculo- y que, en cambio, se convierta en fuente de acceso a la reflexión y el discernimiento.

Vemos cada día cómo se estimula el ego del usuario con la posibilidad de convertirlo en autor gracias a los «sitios» o «páginas» que puede poner en Internet. ¿Por qué no se le advierte al mismo tiempo que sus escritos pueden ser aburridos o irrelevantes para los demás? También se anuncian aprendizajes fáciles y cómodos frente a la pantalla, pasando por alto que muchos de ellos requieren años de transpiración   —377→   teórica y práctica. Un buen artista, un buen autor -me imagino- no se hace de la noche a la mañana.

Paralelamente a la exaltación de la pantalla parecería ignorarse el papel tutelar y ejemplar del maestro frente a sus alumnos y, por ende, la prioridad de capacitar a ese docente y brindarle un justo nivel socioeconómico. También parecería que los medios modernos vuelven irrelevante la tradicional práctica del aprendizaje grupal cuyas virtudes -estímulo de la solidaridad, las amistades, la interrelación con el otro- están ausentes en la soledad junto a la máquina. Recordemos que es en un lugar no virtual donde los alumnos aprenden a integrarse y ser personas de una comunidad civilizada. Internet no debe proscribir la memoria.

En ningún sentido puede proscribirla: así tampoco debemos perder de vista que las computadoras, la televisión e Internet procesan signos y símbolos, es decir modelos o «imágenes de realidad» -como diría Wittgenstein- y que es vital que los estudiantes, en colegios y universidades, aprendan a conocer y manejar la realidad misma, no sólo sus modelos. Internet debería ocupar en las escuelas -aparte de configurar un excelente medio de comunicación- un lugar análogo al de las bibliotecas, que las escuelas tendrían la obligación de tener y frecuentemente no tienen.

Ortega y Gasset afirmó: «La historia es la realidad del hombre. No tiene otra. En ella se ha llegado a hacer tal y como es. Negar el pasado es absurdo e ilusorio. El pasado no está ahí y no se ha tomado el trabajo de pasar para que lo neguemos, sino para que lo integremos. [...] Las revoluciones, tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto, el derecho fundamental del hombre, tan fundamental que es la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad».

Thoreau expresó: «[...] muchos de nuestros inventos no son sino medios mejorados para fines sin mejorar». Adelantándose a la globalización del presente -de la cual hoy sólo se exaltan virtudes- también dijo: «Hacer un ferrocarril que dé la vuelta al mundo... equivale a nivelar toda la superficie de nuestro bello planeta». Con respecto al mismo tema, Ortega cita a Humboldt que escribió: «Para que lo humano se enriquezca, se consolide y perfeccione es necesario que exista variedad de situaciones». Igualar a todo significa enajenar la   —378→   importancia, la vitalidad y la necesidad de las diferencias. Cada pueblo tiene su cultura -eso es lo que quiere decir «cultura», a diferencia de «civilización»- y, por consiguiente, esa diversidad es un derecho inalienable.

Cuanto he intentado decir está orientado a la preservación del ser humano y, en ese sentido, defiendo con vigor el uso y la apropiación adecuados de las tecnologías modernas. Debemos bregar para hacer de la técnica un factor cultural precioso de manera que el desiderátum no consista en estar ante la pantalla de Internet sino en estar bien, cómodos en nuestras nuevas circunstancias, al decir de Ortega.




El lenguaje

El lenguaje es propiedad exclusiva del hombre. Por ser un animal de gramáticas el hombre tiene la posibilidad de pensar el futuro, es decir, de proyectar y, articulando el tiempo, en consecuencia, de ser histórico. Según la certera expresión de Steiner, «La historia, en su sentido humano, es una red de lenguaje arrojada hacia atrás». «Parece haber -dice también Steiner- en un sentido que es más que imaginario, una gramática de los procesos vitales, un modelo orgánico de cuya organización secuencial y actividad genética en el hombre surge el lenguaje de modo natural. A su vez, el lenguaje reacciona sobre su matriz fisiológica, retroactúa sobre ella». El corolario de todo esto es que la humanidad y el milagro del habla son indivisibles.

En el encuentro internacional «Periódicos en Español», realizado en noviembre pasado en San Millán de la Cogolla, La Rioja, España, terminé mi ponencia sobre Las nuevas tecnologías y los medios de comunicación con estos versos de Gonzalo de Berceo:


Sennores e amigos, lo que dicho avemos,
palabra es oscura, esponerla queremos:
tolgamos la corteza, al meollo entremos,
prendamos lo de dentro, lo de fuera dessemos.



En el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española que se llevó a cabo en 1997, en Zacatecas, México, tuve a mi cargo la ponencia Tecnología, palabra y reflexión en la sección Las nuevas   —379→   tecnologías. En ella expuse la necesidad de promover el desarrollo de redes en lengua castellana y con contenidos en castellano, que contribuyan al fortalecimiento de nuestra lengua y, así, a la vitalidad de nuestra cultura.

Creo que la «palabra» requiere, hoy más que nunca, de la reflexión adecuada; y que la tecnología debe ser utilizada sabia y armoniosamente para velar por ella. Nuestro desafío consiste, a mi juicio, en preservar la diversidad lingüística y cultural de la sociedad actual de manera de, tal como ocurre en alguna de las artes orientales de la lucha, utilizar la fuerza del otro -en este caso los mismos medios tecnológicos- para lograr una más profunda comprensión de las gramáticas y, con ello, de nuestra propia lengua castellana.

En plena presidencia de Sarmiento, cuando el ministro del Interior, Dalmacio Vélez Sársfield, echó mano a fondos votados para obras viales y lo desvió a la construcción de líneas de comunicación, frente a la subsiguiente interpelación del Legislativo esgrimió un argumento terminante: «Los hilos del telégrafo también son caminos; son los caminos de la palabra».

Actualmente innumerables palabras viajan por tierra, aire y mar: los simples hilos metálicos del telégrafo se han convertido en cables de fibra óptica, subterráneos y submarinos por los que circula información no sólo entre personas, sino entre personas y máquinas, y también, exclusivamente, de máquinas a máquinas. A la luz de estos hechos, la expresión de Vélez Sársfield cobra inusitada trascendencia.

En esta charla me he referido a la fascinación general por las nuevas tecnologías y creo haber señalado tanto su costado instrumental positivo cuanto el riesgo de su doble filo.

Mi libro Sarmiento y las telecomunicaciones. La obsesión del hilo muestra la lucha de Sarmiento por difundir en la Argentina las primeras líneas de telégrafos en la segunda mitad del siglo XIX. Sarmiento bregó por lograr la comunicación entre los pueblos y, como él decía, «conquistar la soledad, la ignorancia y el desorden».

¿Qué pensaría Sarmiento de la actual profusión de telecomunicaciones y medios de comunicación en general? ¿Le agradaría el camino que estamos transitando o, por el contrario, se lamentaría de haber contribuido a su construcción, echando las semillas iniciales?

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Personalmente, creo que se sentiría fascinado por las inmensas posibilidades de las telecomunicaciones modernas y trabajaría con la pasión que siempre lo caracterizó para darles el mejor de los usos posibles. Tengo el convencimiento de que se jugaría por la concentración responsable y el uso reflexivo de las palabras en las nuevas redes sin arredrarse por la infinitud del horizonte. Porque, como su rastreador, «En llanuras tan dilatadas, en donde las sendas y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas...».