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ArribaAbajo Discurso de ingreso a la Academia Argentina de Letras

José Luis Moure


Resulta muy difícil expresar lo que se siente cuando se alcanza la distinción con la que hoy se me honra formalmente, la más alta a que pude haber aspirado, y que sólo puedo adjudicar a un descuido de los miembros de este Cuerpo, que hoy me recibe (aliquando bona dormitat Academia...). Felicidad es palabra desmedida. Sorpresa sería mentirosa, porque la noticia me fue dada a fines de 2000. Pero me quedan dos, por cuya vigencia todavía respondo: perplejidad y gratitud.

En realidad, la perplejidad es en mi caso una sensación muy antigua, no la que nace de un discurrir filosófico, sino la que a mis cinco o seis, años producía aquel vecino de Constitución, de traje y corbata, que cuando regresaba a su casa, disponía la puerta de calle abierta en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y la apuntaba cuidadosamente hacia algún fantasmal objetivo del edificio de enfrente, cerrando un ojo y haciendo pequeñas correcciones con la pesada placa de roble hacia un lado y otro, hasta alcanzar, como si se tratara de un fusil o un teodolito, alguna marca precisa en el horizonte de la edificación opuesta; logrado aquel ángulo trabajoso, se perdía satisfecho detrás de la cancel y del largo corredor que lo llevaba a su departamento, donde lo esperaba una familia normal. Había también una señora, algo parecida a la Bernarda Alba de Margarita Xirgu, que salía al balcón de un primer piso y con el meñique y el índice de su mano derecha en paralelo, moviendo los labios como quien reza, dirigía sistemáticos cuernitos a una selección de ventanas de las casas próximas. No cito otros prodigios propios de aquella cuadra para que no sospechen, por demás, de la sanidad mental de mi barrio de infancia o de mi cordura de hoy. Pero como los adultos a quienes preguntaba se limitaban a sonreír -nunca sabré si porque no me creían o porque pensaban que la respuesta excedería mi comprensión-, fue anidando en mí desde muy temprano cierta resignación frente a lo inexplicable de muchos aconteceres cotidianos, que con el tiempo, me avine a interpretar como   —38→   fragmentos desprolijos y olvidados, como la viruta de un mundo construido con apuro.

Haber sido nombrado miembro de la Academia Argentina de Letras también me provocó perplejidad y asombro. Como anticipaba, llevo algo más de dos años asistiendo a las sesiones y comisiones de la Academia, y todavía me cuesta creer que sus integrantes me admitan entre ellos, me escuchen, acepten compartir conmigo el té que antecede a las sesiones. Puedo evocar todavía una mañana precisa de 1965 o de 1966, cuando pedí en la extinta Biblioteca de la Caja de Ahorros, El idioma de los argentinos, y supe quién era José Edmundo Clemente. Conocí a Ungaretti en una antología traducida por Horacio Armani. Mi primera introducción al paraíso de Borges fue el querible volumen de la serie Genio y figura, de Eudeba, escrito por Alicia Jurado. Mi más remoto Federico Peltzer, mi primer Pedro Barcia son sus firmas en algún número de Cuadernos del Idioma (yo tenía quince años). Rodolfo Modern era un inalcanzable profesor del Colegio Nacional de Buenos Aires que, pese a ser escritor, condescendía a saludarme. Antonio Requeni era una firma constante en los ejemplares de La Prensa, que papá leía en casa con unción laica. La fama de Carlos Ronchi March corría desde siempre por los claustros del Colegio, pero se me volvió desmedida cuando lo vi por televisión prologando la versión de Electra que habría de representar un elenco griego. Acaso ahora pueda entenderse por qué hoy no son raros los jueves en los que me embargan accesos de irrealidad, y temo estar siendo víctima de una farsa onírica. En cualquier momento los verdaderos académicos darán por finalizado el simulacro, me acompañarán a la puerta, me despedirán cordialmente, y yo despertaré en el llano de una calle cualquiera, probablemente Luis Sáenz Peña, esa de los aconteceres inexplicables.

Distribuir mi gratitud con justicia es tarea imposible para una sola jornada. Renuncio a toda equidad y me vuelvo selectivo. En el comienzo están mis padres, dos gallegos labradores (así figuraba su oficio en el pasaporte): él, autodidacta entusiasta, lector y melómano de cuatro a siete y media, en los mezquinos huecos que le dejaba un trabajo que no le gustaba, cumplido todos los días de una semana de siete. Ella, apenas alfabetizada, falta de las letras que acaso yo salí a buscarle, alentó mi formación y la de mis hermanos como fundamentalista de una empresa cuyo valor intuía con milagrosa claridad. Permítanme nombrarlos: él se llamó Juan, ella se llamó Elvira.   —39→   Que hoy no estén aquí es buena prueba de esa magnífica ironía de Dios, que Borges denunció, o simplemente, de que el bien y la realidad humana son dimensiones que marchan separadas.

Por su vigencia, y porque me permite expresarlo en forma apretada, completo mi agradecimiento citando lo que escribí en el comienzo de mi tesis de doctorado:

Sea mi primera palabra agradecida para Germán Orduna. A él debo mi formación en el campo de la crítica textual y mi iniciación en la investigación sistemática, así en esta Facultad de Filosofía y Letras como en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. A su confianza acredito además el privilegio de haber podido asistirlo en la fundación del Seminario de Edición y Crítica Textual, institución que de manera insensible se fue constituyendo en el ambiente académico y humano que hizo posible mi persistencia en el quehacer filológico frente a los no pocos obstáculos y desazones que la realidad del país y mi propia vida personal fueron disponiendo en el camino. Es la mía una deuda difícil de saldar.

Gracias a mi esposa, quien debiendo atender a sus propias tareas docentes y a las demandas de nuestros cuatro hijos y de la batalla doméstica cotidiana, supo sobrellevar mis muchos malos momentos de fatiga y mal carácter.

Vaya, por último, mi hondo y afectuoso reconocimiento a mis maestros y profesores del pasado, porque cada uno en su tiempo me enseñó, alentó mi vocación y custodió mi conducta con la suya. Permítaseme rescatar tres nombres: Jorge Propato, mi maestro de sexto grado, Alberto Mario Salas, profesor del Colegio Nacional de Buenos Aires, y Gerardo Pagés, en cuya cátedra tuve el honor de iniciar mi carrera docente universitaria.



Tres de los nombrados ya no me acompañan hoy. Tampoco lo hace Ofelia Kovacci. Todos han sido ya aliviados de la fajina terrena.

Debería mencionar a mis amigos y amigas, a algunos profesionales, a quienes comparten las dos condiciones, es decir, a los muchos que me han ayudado en distintos momentos de la vida. Ellos y ellas lo saben, y yo no lo olvido. Contrariando toda razón moral, compruebo que he recogido mucho más de lo que sembré.

Dejo para el final mi reconocimiento sin límites hacia las tres instituciones nacionales, públicas y gratuitas, en cuyas aulas doblegué el «analfabetismo ancestral», al que alguna vez se refirió autobiográficamente   —40→   Juan Filloy -hijo también de un gallego inmigrante-, y donde se fue moderando mi ignorancia: la escuela Agustín Álvarez, de la calle Humberto Primero, el Colegio Nacional de Buenos Aires (del que todavía dudo haber egresado, fundado hace ciento cuarenta años bajo la presidencia de Bartolomé Mitre, cuyo nombre patrocina mi Sillón, y que hoy ha recibido el Premio a la Latinidad conferido por la Unión Latina), y la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Y antes de proceder a infligir a ustedes la adicional cuota de tedio que el discurso académico preanuncia, cumplo en recordar, con injusta, pero inevitable cortedad, a mis antecesores en el Sillón que desde hoy habré de ocupar. Lleva, como anticipé, el patrocinio de un fundador de la Argentina organizada, el militar, estadista, político, historiador, periodista, traductor de la Comedia dantesca y presidente de la Nación, Bartolomé Mitre, representante de aquella generación de hombres «cien veces mejores que nosotros», como los calificó Enrique Pinedo. El Sillón fue adjudicado inicialmente a Mariano de Vedia y Mitre, descendiente del prócer, traductor e historiador, miembro también, de la Academia de la Historia y presidente de la nuestra en 1956. En 1959 fue ocupado por el periodista Alfonso de Laferrère, de vasta actuación en la diplomacia, quien fue jefe de redacción del diario La Nación y director de su suplemento literario. En 1979 lo sucedió Abraham Rosenvasser, el biblista y egiptólogo que fue pieza clave de los estudios sobre la historia del Cercano Oriente Antiguo, en la Argentina, junto a quien un misterioso azar quiso que mi esposa se iniciara en la investigación, fundador en la Facultad de Filosofía y Letras del instituto que lleva su nombre, y cuya biblioteca personal integra hoy por donación el patrimonio de esta Academia. Después de su muerte, en 1983, el Sillón correspondió a Celina Sabor de Cortazar, la estudiosa de la literatura española del Siglo de Oro, que había sido mi profesora en la Facultad y a quien debo el primero e inolvidable deslumbramiento ante estos endecasílabos, suficientes para fundar la gloria de una lengua:


Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día [...].



La serie de mis antecesores, cuya calidad vine a interrumpir, se cierra con Jorgelina Loubet, fina narradora, ensayista y autora teatral, que fue una querida secretaria de esta Academia, y cuya vida se apagó en 1997.