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ArribaAbajo Emilia Pardo Bazán

Alicia Jurado


El asombro que hoy nos produce doña Emilia, condesa de Pardo Bazán, se debe sobre todo al hecho de haber nacido en España y a mediados del siglo XIX, un país y una época en que las mujeres tenían poca instrucción y se les negaba la posibilidad de adquirirla. No puedo dejar de pensar en la similitud de esta escritora ilustre con nuestra Victoria Ocampo: ambas nacidas en familias de linaje y de buena posición, ambas sedientas de conocimientos y autodidactas; ambas vinculadas con los hombres famosos de su época, fundadoras de revistas, grandes viajeras, amantes de la naturaleza, defensoras de los derechos de la mujer, promotoras de cultura, escritoras de primera línea -Victoria, sólo ensayista; Emilia, destacada sobre todo como narradora-, ambas ofreciendo sus casas para realizar tertulias literarias. Una ventaja le tocó en suerte a Victoria, la de entrar en la Academia local de Letras, cosa que le fue imposible lograr a la española.

Emilia Pardo Bazán nació en Galicia, en La Coruña, en 1851, hija única de don José Pardo Bazán y doña Amalia de la Rúa. Tuvo el privilegio de un padre adelantado a su época, que puso su biblioteca a disposición de la hija y le dio el siguiente consejo: «Mira, hija mía, los hombres somos muy   —62→   egoístas y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira».

Lectora infatigable; le enseñan francés y pintura; devora las revistas científicas que recibe el padre; lee con pasión a Musset, Víctor Hugo, Lamartine y, más tarde, aprenderá el inglés y el alemán para leer a Shakespeare y a Heine en sus versiones originales.

A los quince años, los padres le proponen como marido a José Quiroga, un apuesto joven de dieciocho, y ella lo acepta y se casa con él apenas adolescente, el mismo año en que se alarga la falda. Los dos se instalan en Santiago de Compostela, donde él estudia Derecho en la Universidad; pero ella lee las materias, le ayuda a redactar los temas y, a menudo, recibe mejores notas que las del marido.

Como el padre de Emilia es nombrado diputado a Cortes, se traslada a Madrid junto con el joven matrimonio, pero las revueltas políticas los llevan a pasar una temporada en Francia, época decisiva para la futura escritora, que conoce así museos y lugares históricos, y toma notas de cuanto ve. Lee filosofía: Kant, Spinoza, Schopenhauer, Aristóteles, Platón, Santo Tomás, San Agustín; aprende botánica, física, química, mineralogía, astronomía. Su afán universal por el saber sólo puede compararse con el de su célebre predecesora, la monja mexicana Sor Juana Inés de la Cruz, que, por el siglo XVII, se interesó a la vez por las humanidades y las ciencias.

Emilia comienza escribiendo poesía de poco mérito, pero luego, bajo la influencia de Alarcón, Valera y Pereda, empieza a publicar sus primeros cuentos.

Después de ocho años de matrimonio, nace el primer hijo, Jaime; le seguirán dos niñas, Carmen y Blanca. A poco de nacer el varón, [Emilia] escribe un trabajo que resulta ganador en el Certamen de Orense: Ensayo crítico de las obras del Padre Feijóo, admirado por ella desde que leyó su Defensa de la mujer.

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Por esa época, Emilia empieza a publicar artículos de divulgación científica en la Revista Compostelana, en una sección titulada «La ciencia amena»; pero ya se está gestando su primera novela, Pascual López, situada en Santiago de Compostela, obra que los críticos consideran floja. Pasa luego a una vida de San Francisco de Asís, pero vuelve a la novela con Un viaje de novios, donde ya se advierte la influencia de Emile Zola. Interesada por el naturalismo francés, escribe sobre ese tema una serie de artículos que reúne en un libro, La cuestión palpitante; aunque ella insiste en que la obra es sólo expositiva, se la cree una defensa del naturalismo, doctrina derivada de una filosofía determinista que niega el libre albedrío y, por lo tanto, la moral. Estalla el escándalo. Se la acusa de ensalzar doctrinas ateas y, aunque ella insiste en considerarse una católica ferviente, el libro amenaza hasta la paz conyugal. Le han preguntado a Quiroga cómo pudo permitir que su mujer lo publicase, y él le prohíbe a Emilia que siga escribiendo. La obra monumental de la prolífera señora demuestra que el marido no tuvo éxito, pero el matrimonio empezó a distanciarse y terminó, si no en divorcio, en alejamiento y en indiferencia.

La novela La dama joven, sobre una actriz que renuncia a su vocación para casarse y se condena a una vida monótona y mediocre, es el primer alegato feminista de la Pardo Bazán; después, publica libros sin interrupción. En La tribuna, aparece la fábrica de cigarros de La Coruña con sus cigarreras, que visitó a menudo para dar fidelidad al relato; El cisne de Vilamorta abunda en cuadros, donde se nota la influencia de los impresionistas, arte nuevo que admiró no sólo en la escuela francesa, sino en españoles, como Sorolla. Ella misma admitirá que su primera impresión y su deleite son los colores, lo que está ampliamente corroborado en las muchas descripciones de la naturaleza que abundan en sus libros.

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En 1886, doña Emilia pasa una larga temporada en París, frecuentando la tertulia de los hermanos Goncourt; allí descubre la literatura rusa y encuentra en ella tipos humanos parecidos a los de Galicia, con sus señores despóticos y con sus campesinos oprimidos. En esta estructura social, se basa Los pazos de Ulloa, una de sus novelas más famosas. Pedro, el marqués de Ulloa, es un personaje de unos treinta años, mandón, indolente, cuya única vocación parece ser la caza; vive amancebado con una criada, Sabel, de la que tiene un hijito. Llega allí un joven capellán a administrar la hacienda, hombre sensible y pusilánime quien, al comprender la situación, convence al marqués de que se busque esposa legítima para evitar sus desórdenes. Pedro elige a Nucha, una prima suya, devota y enamorada de él, pero lo hace por las virtudes de la muchacha y no por atracción personal, por lo que vuelve a las andadas con la sensual y atractiva Sabel, como se lo hubiera figurado cualquiera que no tuviese la inocencia del capellán. Nucha da a luz una niña y acaba muriendo después de sufrir con angélica paciencia los malos tratos del marido, el capellán se marcha, y la pobre criatura se criará como pueda entre aquellos seres toscos y el energúmeno de su padre.

La obra tiene escenas tremendas, como aquella en que el marqués, loco de celos, la emprende a culatazos contra la infeliz Sabel; escenas que nada tienen que envidiar a las brutales situaciones de La bête humaine o de Germinal.

Por entonces, doña Emilia se interesa por la política y asiste a las sesiones del Congreso, donde solían ir las señoras a escuchar a los oradores como a un espectáculo teatral; se entusiasma con la oratoria de su amigo Castelar, que influyó no poco en la literatura de su época y hasta en la propia Pardo Bazán.

Los pazos de Ulloa es recibida con opiniones contradictorias. Pereda y Clarín ensalzan la novela, la rechaza Menéndez y Pelayo. La vigorosa pluma de doña Emilia deja   —65→   azorados a los varones. Es conocido el dicho de uno de ellos: «¡Hay mucho hombre en esta mujer!», que por supuesto valía por un elogio, ya que fuerza y valentía se consideraban rasgos masculinos; Palacios Valdés, en cambio, comentó con una frase malhumorada: «¡Estas mujeres que se meten a hombres!».

A Los pazos de Ulloa sigue una segunda parte, La madre naturaleza, historia del niño bastardo y de su legítima medio hermana que crecen juntos y se enamoran sin conocer su consanguinidad; al saberlo, la niña termina, muy españolamente, metiéndose a monja. En esta novela, Emilia da rienda suelta a su amor por la naturaleza de su tierra, describiendo flora, fauna y paisajes, elogiando la hermosura de vegas y sembrados, bosques y rías.

Doña Emilia escribe toda la mañana desde muy temprano y dedica la tarde a la sociedad, el teatro, las visitas; tiene tertulia propia, a la que asisten todos los intelectuales y escritores de España salvo, naturalmente, los que están peleados con ella. Le gustan los encajes y las joyas, colecciona objetos artísticos, tiene siempre flores en su mesa de trabajo. Muy amiga de Pérez Galdós, recorre con él los barrios bajos de Madrid, los asilos, los hospitales y hasta las cárceles; van a San Isidro en la fiesta del santo, que le inspira su deliciosa novela Insolación, causante de un escándalo terrible. Para los habituados a los relatos contemporáneos, es casi una novela rosa, pero a Pereda le pareció atroz que la protagonista se fuese a la romería con un señor apenas conocido, almorzasen juntos, ella se excediese en el vino, se enamorasen y acabaran «amancebados a la vista del lector, con minuciosos pormenores sobre su manera de pecar». Aclaro que la señora en cuestión es una viuda irreprochable, y el señor, un simpático andaluz soltero, cuya única noche de amor termina en casamiento; en cuanto a los detalles que espantaron a Pereda, sólo observé una discreción que ojalá fuese imitada en nuestros días.

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Quedó en esa época vacante un sillón en la Real Academia, pero las gestiones para que lo ocupase Emilia no tuvieron éxito; para impedir la entrada de una mujer, se alegan las razones más endebles, y ella se burla diciendo: «Si es porque las reuniones de la Academia son para contar cuentos verdes, yo también los cuento, y no son menos graciosos».

El feminismo de Emilia se vuelve militante; publica los artículos titulados «La mujer española», en los que censura la educación que ésta recibe y «la mantiene en perpetua infancia».

Muerto el padre, financia con su herencia una revista mensual, el Nuevo Teatro Crítico, de cien páginas escritas por ella sola. Cada número tiene un cuento, un estudio crítico literario, semblanzas de escritores, ensayos sobre cuestiones sociales o políticas, viajes e historia. Vive de polémica en polémica, pero esta combativa mujer es capaz de escribir una frase admirable: «Defiendo mis ideas, mis obras que se defiendan ellas, y si no pueden, señal de que merecen sucumbir».

Ante otra vacante en la Academia, Emilia propone a Concepción Arenal, que bien merecía el honor; la candidatura tampoco prospera. Emilia, cuyo libro de cabecera es On the subjection of women, de Stuart Mill, señala un hecho que desarrollará después Simone de Beauvoir en El segundo sexo: el error con respecto a la mujer es «atribuirle un destino de mera relación, de no considerarla en sí ni para sí, sino en los otros y para los otros». Y luego hace esta afirmación rotunda: «la persona no tiene sexo».

Empieza a escribir gran cantidad de cuentos muy variados, costumbristas los mejores, que retratan a los campesinos de Galicia, a veces brutales, como Las medias rojas, donde el labrador riñe a su hija por usar esas prendas y la golpea salvajemente; a veces simpáticos, como Lumbrarada, en que el mozo marinero regresa al pueblo natal y halla en el pinar una rapaza que conoció de chico; ambos cargan sus fardos de leña para la fogata de San Juan, pero vuelven juntos y ya se están enamorando.

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Muchos son, también, las novelas que sigue publicando y sus amistades con escritores famosos, como Blasco Ibáñez y Miguel de Unamuno. Es nombrada Presidenta de la Sección de Literatura del Ateneo, al que se dedica con entusiasmo; Ramón Gómez de la Serna la recuerda allí, emprendiendo la novedosa tarea de escribir a máquina que, por entonces, era una originalidad.

Ensaya el teatro sin éxito, pero la nombran Consejero de Instrucción Pública, cargo que no fue dado nunca a una mujer, y catedrática de la Universidad Central. Al mismo tiempo, publica Estudios sobre literatura francesa moderna y La cocina española antigua, y explica que, como las mujeres españolas no se interesan por la política, el sufragio ni cosa alguna que atañe a sus derechos, resolvió tratar «de cómo se prepara el escabeche de perdices y la bizcochada de almendra» para darles gusto.

Doña Emilia reina en su casa, en su tertulia, en las letras de España. Lleva la voz cantante en todas las discusiones. Cuando su yerno el general Cavalcanti, marido de Blanca, que se cubrió de gloria en el campo de batalla (y con quien se lleva muy bien), intenta llevarle la contra, ella interrumpe con gracia: «¡Cállate, Pepe! ¡Ya sabemos que tú sólo sirves para héroe!».

Emilia tenía, heredado de su padre, el título -que no usaba- de Condesa palatina pero, en 1908, recibe del rey Alfonso XIII otro, esta vez título de Castilla, como reconocimiento a su labor literaria y, de allí en adelante, firmará Condesa de Pardo Bazán.

Hasta su muerte, en 1921, sigue tan activa como en su juventud. Le ha escrito a Unamuno: «Necesito resguardarme, por la mancha de pecado original de ser mujer. He visto prácticamente que por el menor resquicio me ponen que no tiene el diablo por donde asirme».

La España finisecular no estaba preparada para mujeres de su talla; el terreno que conquistó a fuerza de talento, perseverancia   —68→   y brío lo ganó palmo a palmo en una lucha que nunca la descorazonó, acaso porque le gustaba la emoción de la pelea. Sembró en terreno poco propicio, pero fue pionera de la emancipación femenina y renovadora de la literatura española. Con su visión de cuestiones que apenas se insinuaban entonces y con la fuerza llena de verismo de su pluma, la condesa de Pardo Bazán bien puede considerarse una contemporánea nuestra.